Diario del Cesar
Defiende la región

Aproximación a Rosendo Romero 

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Por: CÉSAR AUGUSTO CELEDÓN 

Aún podemos afirmar asistidos por una mentalidad expresivamente costumbrista que su nacimiento se produjo en su episódica Villanueva, justamente en el proverbial barrio el Cafetal, alumbrando reminiscencias, que alegóricamente se han convertido en la autobiografía de los persistentes y supersticiosos campesinos.

Teniendo como aserto preferencial naturista la imponente y venerada mirada del “Cerro Pintao” cuando aún la cerril villa de Santo Tomás de Villanueva vivía bajo el hospitalario amparo de las sapientes y decorosas enseñanzas de los sempiternos abuelos, cuando el andariego turpial descansaba en el ciruelo mucho tiempo mutilado; empero de ese encantado villorrio, eminentemente folclórico, salió este diestro y alucinado orfebre, de pulimentadas y existenciales verdades poéticas, lanzando fervientes y, en ocasiones, sentimentales sonidos entre los fantasiosos y autoritarios gamonales, variablemente adormecidos por los despojos de fermentados licores y estas contundentes fabulaciones antropocéntricas, se muestran rigurosamente penetradas de nostalgias y sufrimientos y que a lo largo de su esclarecida poeticidad se ven defectiblemente abocadas por múltiples conflictos generacionales las que sin piedad intentan posesionarse de sus entrañables querencias provincianas, creando ahincadamente como es de imaginarse la triste degradación del Homo Sapiens contemporáneo, imbuido drástica y abrumadoramente por la deslumbrante tecnología.

Su búsqueda de amor y sabiduría está exaltadamente expuesta en su intangible microcosmo lírico y expresivamente creativo, que originalmente se convierte en la búsqueda del infatigable cazador que persigue una verdad humanizada entre laberínticas pasiones terrenales.

Su penetración psicológica lo hace vivir entre la bruma del tiempo derretido entre sus manos nazarenas y la imagen de una sonrisa eternizada en el rostro de la dulce abuela acumuladora de recuerdos bonachones, de la danzante gaita y la atrabiliaria pianola, lamentablemente consumidos por absurdos duelos fratricidas.

Su musicalidad es un peregrinaje a las fronteras del alma; él no expone el objeto por cuanto vive la esencia que hay en la vida de cada ser que se torna cotidianamente simulante y siniestro como la vida misma.

El poeta es un eterno visionario que va más allá de los objetos presentes, haciendo presencia en cada uno de esos objetos para situarlo en la versatilidad de su ser hasta transformarlo a través de sus propios secretos estéticos.

Su idealidad confesional, como la callada voz de un melancólico ermitaño, tiene el encanto de un aforístico ideograma chino.

Su figura trovadoresca se extiende en ritualistas prismas terrenales buscando erradicar la pócima infecciosa que encubre y se posesiona en nuestra babélica y deshumanizada sociedad. El amor sacrosanto no los tienta, mucho menos los ampara; por cuanto tiende a cada instante a fustigarlos; su poeticidad lírica por excelencia se eleva jubilosa y sacralizada frente a la crisis paralizante de la ciencia y de la deslumbrante tecnología.

En Rosendo, el amor tiene el encanto y el secreto de una dama eminentemente serraniega, por cuanto no se mira y solo existe la tendencia de observarla y luego crear filosofías sobre el amor que en ella constantemente vive… para admirar las cosas amadas se necesita del auténtico y consagrado amor.

Su ilusión de amar y de experimentar sobre el misterio del amor que vive tiernamente amasado a la tierra y que aún persiste desde las añoradas mujeres de largas faldas como brisas visibles cercadas por el viejo lamento del viento en los rastrojos… por cuanto su entusiasta humanismo,

semejante a un libro de oraciones, es un horizonte esotérico, un mar vacilante y obsesivo, un peregrino con alas de pájaro adivinatorio donde cada fragmento de sus canciones se convierte en una isla humanística donde predomina el amor y el conocimiento frente a esta crisis de valores, el realizado panada se esfuerza por establecer un ordenamiento espiritualizado sin pretendida represalia y verse libre y tranquilo como un estanque que se ha dejado de remover.

La poesía se constituye dentro y fuera de su idealidad transformadora en el asombro que germina; la palabra es la aprehensión multiforme de la realidad transformada de la luz sobre las tinieblas; su visionarismo monologante se torna a veces fatalista y nostálgico fruto de su sensibilidad poética:

“Si me enamoro me verán entristecido,

Por qué mi suerte tiene alma de papel;

Amores buenos que murieron al nacer;

Se fueron lisonjeros, hoy los quiero como ayer“.

Su misticismo se extrapolariza en sentimientos “vivos” al expresar dignamente en cada palabra, en cada verso, el hechizo que se desprende de un beso, la inocencia santificada que se desprende del ramaje de la nostalgia a través de las cosas queridas del espíritu hasta ensancharse en la prolongación de la inextinguible memoria de los gloriosos antepasados para hacerse eterna e inolvidable permitiendo la idolatrización de la frenética cumbiamba y de esta forma impulsar con rusticidad montañesa el alejamiento de frontales tragicomedias, buscando ver el pueblo bajo el cielo puro por cuanto también es lícitamente prodigioso imaginarlo cabalgando hacia escrupulosas estancias teológicas, persiguiendo el amor sacrosanto que sale del trino del ave paradisiaca que voló perfumando un mundo plástico y deshumanizado.

“Quiero robarles los minutos a las horas,

Pa ‘que mis padres nunca se me pongan viejos;

Quiero espantar la mirla por la media noche;

Y reemplazar su nido por un gajo de luceros”.

El poeta se lamenta por la fugacidad del tiempo, su pensamiento está anclado, torturado, por el dualismo vida-muerte, su humanidad se desploma, delira por la inexorabilidad de la vida, y del tiempo fundido en la mirada que se aproxima hacia al pasado; que lo sumerge en un letargo asfixiante, donde el destino (fatum).

El pienso luego existo de Descartes se ha transformado en un retórico y patético romanticismo virginal, engendrándose, es decir generándose en un siento luego existo; su trashumancia poética está calculadoramente vaciada en luctuosos encuentros enigmáticos donde su ser interior es una totalidad antropocéntrica libre de ataduras terrenales. Donde el hombre es un fantasma de sus creaciones melódicas que busca internarse entre las luciferinas sombras esgrimiendo el eco de las profundidades del alma con una voz lejana y confesional, quizás esa voz y esas confecciones se torne, en un increíble ser imaginado en la fría calma de su delirio exploratorio.

Entre tanto, en la productividad que abnegadamente sale de su particular y misteriosa fuente creativa, hay árboles, polvo tierras, nostalgia, lágrimas, desconsuelos, y el camino de la vida, ondeando a lo lejos contra los hados adversos y las puertas viejas con sus goznes oxidados delatando la presencia de alguien.