El amor es una fuerza universal, cuyo poder difícilmente puede despreciarse. No lo hicieron los antiguos griegos, quienes le otorgaron un papel destacado en la creación del mundo y lo hicieron protagonista de numerosos mitos.

Dentro de la mitología griega, Eros es uno de los dioses más peculiares y escurridizos. El ámbito sobre el que actúa, el amor entendido como atracción irresistible, no admite demasiadas discusiones, todo lo contrario que sus orígenes y naturaleza. Los mitos no se ponen ahí de acuerdo, lo que se traduce en un puñado de tradiciones muy diferentes.

Eros, una fuerza primordial

Los mitos más antiguos hacen de Eros una de las fuerzas que dieron origen al universo a partir del Caos primigenio. Según esta versión, el dios sería una de las cinco divinidades primordiales con el Tártaro (los abismos subterráneos del mundo), Nix (la Noche), Gea (la Tierra) y Érebo (la Oscuridad). La fuerza de atracción de Eros era la que, provocando la unión fertilizadora de todas esas fuerzas, impulsó la Creación.

Otra tradición hace que Eros nazca de un huevo que Nix puso después de un encuentro con Érebo. La más extendida, sin embargo, es la que lo hace hijo de la adúltera relación que se dio entre diosa del amor Afrodita y el dios de la guerra Ares.

Esta versión del mito es también la que le presta a Eros el aspecto por el que es más conocido: el de un niño regordete que vuela de un sitio para otro gracias a sus alas y que va armado con arco y flechas. Estas son de dos tipos: las de punta de oro sirven para despertar la pasión amorosa; las de punta de plomo, para provocar rechazo.

Mitos sobre el dios Eros

Eros interviene en un buen número de mitos. Uno de ellos refiere la venganza que llevó a cabo contra Apolo, quien se había reído de su valía como arquero. Eros le disparó una de sus flechas de oro, al tiempo que hería con una de plomo a la ninfa Dafne.

Cegado por la pasión amorosa, Apolo empezó a perseguir a Dafne, quien, obnubilada por un rechazo visceral hacia el dios, huía de él. Al fin, cuando Apolo estaba ya a punto de atraparla, la ninfa imploró ayuda al río Peneo, quien, compadeciéndose de ella, la transformó en el árbol del laurel.

Nadie estaba a salvo de las flechas de Eros, ni siquiera Zeus, cuya pasión por el género femenino era bien conocida tanto en el Olimpo como en la Tierra. Tampoco lo estuvo Afrodita, ni mucho menos los pobres mortales. La fuerza del amor es tal, que el propio Eros acabó sucumbiendo a ella.

Eros, el amor enamorado

El objeto del amor de Eros se llamaba Psique. Era una princesa mortal, tan extraordinariamente bella que, más que deseo, despertaba temor. Sus padres decidieron entonces consultar un oráculo para saber qué hacer con ella, aunque lo que escucharon llenó sus corazones de pesadumbre: tras vestirla como si fuera a contraer nupcias, debían abandonar a Psique en un peñasco para que un monstruo se la llevara. Así lo hicieron.

Una vez en el peñasco, Psique fue arrebatada por una violenta fuerza. Cuando despertó, se hallaba en un precioso palacio, rodeada de esclavas que la servían, pero que eran invisibles a sus ojos. Lo era también una voz que se presentó como su esposo y que cada noche se reunía con ella.

Psique era feliz en ese mundo, pero llegó un momento en que deseó ver el rostro de su esposo, a pesar de que este le había advertido que, si tal cosa sucedía, le perdería para siempre. Mas la princesa no se tomó demasiado en serio esa amenaza.

Así, una noche, cuando supo que su esposo había caído ya rendido por el sueño, encendió una lámpara que había escondido en la habitación. Gracias a ella, vio que quien estaba a su lado no era otro que Eros.

Mas Eros se despertó y, lleno de ira, desapareció. Para Psique fue el inicio de una pesadilla, pues la madre de su esposo, Afrodita, se lanzó a perseguirla con manifiesta saña, celosa como estaba de su belleza.

La historia, no obstante, tiene un final feliz, pues Eros, que no podía arrancarse a Psique de su corazón, no solo volvió con ella, sino que le rogó a Zeus que le permitiera llevarla al Olimpo.

Culto al dios Eros

Los antiguos griegos reconocían el poder de Eros, pero era poco habitual que le rindieran culto. Una excepción se daba en la ciudad de Tespias, en Beocia, donde el dios Eros tenía un santuario. Su obra más valiosa era una estatua de Eros, hoy perdida, que una cortesana allí nacida, Friné, encargó al famoso escultor Praxíteles. Cada cuatro años, Tespias acogía también el festival de las Erótidas.

Otra ciudad beocia, Tebas, consagró a Eros el célebre Batallón Sagrado, una unidad militar formada por 150 parejas homosexuales que juraban luchar hasta la muerte antes que rendirse.