Pendenciero y violento, Ares encarna la cara más salvaje de la guerra, la que se goza en la matanza. Fue por ello un dios que gozó de escasa estima entre los griegos, como lo demuestran los mitos que protagoniza.   

¿Quién es el dios Ares?

Ares fue el dios griego de la guerra, una actividad a la que los antiguos griegos se aplicaron con denodado entusiasmo desde los tiempos de la guerra de Troya, allá por el siglo XII a. C., hasta que fueron conquistados por los romanos en el siglo II a. C. Mas, a pesar de ese ardor guerrero, Ares despertaba escasas simpatías entre ellos. El poeta Homero, por ejemplo, lo llama en la Ilíada “estrago de mortales, manchado de crímenes, salteador de murallas”. 

La razón de ese desdén era el tipo de guerra que Ares encarnaba: una guerra basada en el despliegue ciego e irreflexivo de la fuerza bruta; una guerra que, más incluso que la victoria, buscaba la devastación más salvaje y el derramamiento de sangre más atroz. Todo lo contrario, por tanto, que esa otra guerra en la que priman el valor personal, la estrategia y la nobleza del vencedor sobre el vencido. Esas virtudes eran las que representaba otra diosa guerrera, Atenea. No resulta extraño así que la relación entre Ares y su hermana no fuera precisamente fraterna. 

Lo peor de todo, sin embargo, es que Ares ni siquiera era un buen guerrero… 

Ares, el más odioso de los dioses 

Hijo de Zeus y Hera, Ares nació en Tracia, una región de clima inhóspito situada al norte del mar Egeo, famosa en la Antigüedad por los belicosos y semisalvajes pueblos que en ella vivían. De allí, por ejemplo, eran las amazonas, mujeres guerreras de las que se decía que eran hijas del dios.  

Desde el principio, Ares dio cuenta de un carácter impulsivo que le valió la repulsa, no solo de Atenea, sino también de su propio padre: “Eres para mí el más odioso de los dioses dueños del Olimpo, pues siempre te gustan la disputa, los combates y las luchas”, le dice Zeus a su hijo en la Ilíada. Hera, en cambio, lo tenía en alta estima, quizás porque, según explica Homero, había heredado su “furor incontenible e irreprimible”.  

Mitos sobre el dios Ares, un guerrero malparado

Esas cualidades, sin embargo, no eran las más apropiadas para un guerrero, y así se aprecia en muchos de los mitos protagonizados por Ares. Uno de ellos narra cómo los gigantes Oto y Efialtes lo encadenaron y encerraron en una urna de bronce, donde permaneció hasta que, pasados trece meses, lo localizó Hermes y lo liberó.  

Su participación en la guerra de Troya, en la que Ares luchó del lado de los troyanos, tampoco resultó particularmente lucida. En uno de los lances en que intervino fue herido por la lanza de uno de los héroes griegos, Diomedes, lo que lo llevó a huir al Olimpo para ser curado y, de paso, gimotear ante Zeus por el poco respeto en que se le tenía.  

En esa misma guerra, la tensión entre Ares y Atenea acaba estallando en un enfrentamiento en el que se aprecia cómo la fuerza bruta no tiene nada que hacer ante la inteligencia. Así, Atenea derriba de una pedrada a su hermano cuando este la embestía profiriendo alaridos. “¡Necio! ¡Aún no te has dado cuenta de cuán mejor me jacto de ser que tú, que pretendes rivalizar con mi furia!”, le dice entonces entre risas la diosa. 

Conquistas amorosas del dios Ares

Ares, por tanto, era un dios más temido que respetado. No obstante, había excepciones. Como Hades, la divinidad del inframundo en el que moran los espíritus de los muertos, quien veía en su sobrino Ares un excelente proveedor de súbditos para su reino. Pero eran sobre todo entre las mujeres, tanto inmortales como mortales, las que se sentían irremediablemente atraídas por esa masa de músculos dada al exceso que era Ares. La diosa del amor Afrodita no fue una excepción. ¿Acaso el amor no es una especie de guerra?  

La relación entre los Ares y Afrodita fue uno de los escándalos más sonados de un Olimpo ya de por sí dado a las infidelidades. Hefesto, el cojo esposo de Afrodita y dios de la fragua, forjó un día una red de extraordinaria finura con la que atrapó a los amantes in fraganti, tras lo cual llamó al resto de olímpicos para que los vieran desnudos y abrazados. Las risas llenaron el palacio divino, aunque más de uno, como Apolo o Hermes, reconocieron que con gusto se habrían cambiado por Ares, pues yacer con la más hermosa de las diosas bien compensaba esa pequeña humillación.  

Ares y Afrodita tuvieron cuatro hijos. Dos heredaron la naturaleza violenta y brutal de su padre, a quien acompañaban en el fragor del combate. Sus nombres no podían ser más descriptivos: Deimos, “dolor” o “terror”, y Fobos, “miedo”. Los otros dos, en cambio, se parecían a su madre: eran Eros, el dios del impulso amoroso, y Harmonía, la diosa de la concordia

Ares tuvo también muchos hijos con mujeres mortales, la mayoría de ellos tan violentos como sanguinarios. Es el caso de Cicno, un ladrón que asesinaba a los viajeros que se dirigían al santuario de Delfos, o de Diomedes de Tracia, famoso por sus yeguas que comían carne humana. A ambos los mató el héroe Heracles.  

El culto al dios Ares 

La pasión de Ares por los derramamientos de sangre hizo que apenas hubiera lugares de Grecia en los que se le rindiera culto. Una excepción era la ciudad de Tebas, cuyos príncipes y nobles se enorgullecían de llevar en sus venas la sangre del dios. Y todo porque su fundador, el fenicio Cadmo, dio muerte a un dragón que era hijo del dios y sembró sus dientes, de los que no tardaron en surgir unos terroríficos guerreros que empezaron a masacrarse entre sí. Los que sobrevivieron se convirtieron en los antepasados de la nobleza tebana, mientras que Cadmo contrajo matrimonio con Harmonía, la hija de Ares y Afrodita

Fuera de Tebas, Ares tenía templos en los que se le rendía culto en Gerontras (Laconia) y Halicarnaso (actual Bodrum, en Turquía). En Atenas se le recuerda en una colina situada frente a la Acrópolis: el Areópago o “colina de Ares”. Fue allí donde, según el mito, los dioses se reunieron para juzgar a Ares, quien había dado muerte a un hijo de Poseidón, Halirrotio. En esta ocasión fue absuelto, pues, por una vez, su asesinato no fue gratuito: mató, sí, pero para defender a su hija Alcipe, a la que Halirrotio pretendía violar.