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2014-06-16 00:00:00

Seis filmes esperpénticos

Por Pedro Paunero

Una selección muy personal

Según el Diccionario de la Real Academia Española, esperpento se define como:

“Un género literario creado por Ramón del Valle-Inclán, escritor español de la generación del 98, en el que se deforma la realidad, recargando sus rasgos grotescos, sometiendo a una elaboración muy personal el lenguaje coloquial y desgarrado”.

Podemos añadir que en el teatro del esperpento de Valle-Inclán hay toda una crítica social basada en la idea que da la imagen del espejo deformante que tanto refleja como exagera al grado que hasta se le ha reconocido como un pionero de la técnica cinematográfica, desde el teatro, cuyas escenas tienen semejanza con los planos de una película.

En Madrid existía una “Calle de Álvarez Gato” (que el vulgo denominaba “Callejón del Gato”, nombre que Valle-Inclán tomará para su obra “Luces de Bohemia”) dónde se situaba una ferretería en cuya fachada se encontraban situados dos espejos, uno cóncavo y otro convexo, ante los cuales los transeúntes habían dado en ir a contemplarse, deformados y divertidos. Valle-Inclán toma este hecho corriente y lo convierte en un teatro de reflejos distorsionados dónde el espectador pueda verse y reflexionar sobre su situación.   

Sobra aclarar que incluir estos títulos en una lista que los englobe como “filmes esperpénticos” es arriesgado; cabría citar tantos otros y a tantos realizadores, desde Russ Meyer y John Waters pasando por el cine “exploitation”  en casi todas sus vertientes, hasta el gore más descarado, que entrarían a saco debido a la extensión que el término ha cobrado a lo largo del tiempo, porque, después de todo, la mayoría se sustenta sobre tramas de novela barata y de mal gusto, pero la subjetividad de la inclusión de estos filmes está basada en su innegable reconocimiento como películas de culto, sus alcances críticos y hasta estéticos o en sus influencias en el “mainstream” comercial. 
 

"El gabinete del Doctor Caligari" ("Das Kabinettt des Doktor Caligari", Robert Wiene, Alemania, 1919)

Muchos de los cortometrajes del pionero Georges Méliés son deudores claros de su pasado como gente del teatro, así mismo estaban impregnados de las características del Grand Guignol, el famoso teatro francés de las atrocidades. Este título alemán que se cita continuamente como un antecedente del cine expresionista y el de aquel Hollywood que produjo los monstruos clásicos de la Universal, nos presenta esta realidad retorcida también en escenarios teatrales de manera consciente para introducirnos en una historia de locura en la cual un hombre cuenta las andanzas de un hipnotizador de feria y su esclavo sonámbulo, deambulando no sólo entre esos escenarios irreales sino a través de flashbacks dentro de flashbacks.

Que al final resulte que el narrador es un paciente escapado de un manicomio es un giro genial, sin embargo, como bien ha señalado un crítico, la historia que el loco nos cuenta es aquella que vemos desarrollarse en esos escenarios angulosos, estirados, pintados con aristas y que arrojan sombras extrañas sobre todas las cosas: una manera sugerente de anunciar que el arte expresionista, o la totalidad el arte moderno, es cosa de lunáticos.   
 

"Ojos sin rostro" ("Les yeus sans visage", Georges Franju, Francia, 1959)

Esta joya del cine de horror, filmada con una fotografía artística por uno de los fundadores de la Cinemathéque de París, narra la historia del siniestro y genial Dr. Génessier que, obsesionado con el accidente que le deshizo el rostro a su hija, intenta trasplantarle uno nuevo arrancándoselo a jóvenes víctimas, pero cuya técnica es imperfecta por lo cual la piel trasplantada entra en descomposición y le es preciso asesinar una y otra vez. En la tradición del Gran Guignol del país del que es originario, este filme no evade mostrar escenas gráficas quirúrgicas y, como en el caso de “Los olvidados” de Buñuel, cuestiona la identidad del monstruo que vemos en pantalla apuntando hacia nosotros mismos, espectadores, con el “punctum” de Rolando Barthes, pasivos y monstruosos testigos de algo que es innombrable y nos remueve. Si el argumento suena conocido digamos que sí, es la fuente turbia de la que bebió Almodóvar para su “La piel que habito”. 


¿Qué fue de Baby Jean? (What Ever Happened to Baby Jean? Robert Aldrich, EE. UU. 1962)

Joan Crawford paralítica en silla de ruedas, Bette Davis vistiendo ridícula ropa de niña y cantando las canciones que la habían hecho una estrella infantil. Ambas hermanas, Blanche (Crawford) y Jane (Davis) viejas, decadentes y tirándose los platos y de los pelos mientras Jane sueña con volver a ser la estrella -¡Infantil!- de décadas antes. Ambas actrices -y rivales en la vida real-, se interpretan a sí mismas como prisioneras por convicción en una mansión oscura y polvorienta, reflejando un mundo de mentiras e ilusiones y un estado mental que se niega a aceptar la madurez y la vejez. Una película esperpéntica entre las esperpénticas. 
 

"Carnaval de las almas" ("Carnival of Souls", Herk Harvey, EE. UU. 1962)

Mary Henry (Candance Hilligoss) acompañada por dos amigas, se precipita, en el auto que conduce una de ellas, a un río, resultado de una estúpida competición automovilística entre adolescentes. Las dos chicas mueren pero Mary aparece dando traspiés en la orilla y es rescatada, al poco tiempo, con un espíritu oscurecido por el accidente y toma el puesto de organista en una iglesia de pueblo. La música que interpreta recrea atmósferas melancólicas y hasta siniestras y comienza a verse acosada por fuerzas sobrenaturales que la reclaman.

Hay una escena en esta película que George A. Romero copia en su “Tierra de los muertos”: la de los cadáveres saliendo del agua, lentamente, primero la cabeza, la cara y por fin tocando tierra. Un argumento truculento del cual a cada momento estamos sospechando el final y cuyo brillante desarrollo nos sumerge de lleno en otro mundo, el de una feria fantasmal, baile espectral incluido, y en el limbo en el que vive la protagonista.  


"Dos mil maníacos" ("Two Thousand Maniacs!" Hershell Gordon Lewis, EE. UU. 1964)

Esta cinta barata del género “Splatter”, la segunda de una trilogía (los otros títulos son: “Blood Fest” y “Color me Blood Red”), rodada al vapor en quince días, y dónde los figurantes son los verdaderos ciudadanos de un pequeño pueblo estadunidense, es esperpéntica por varios motivos, incluyendo los errores de continuidad y vestuario típicos de un Ed Wood. Narra las ocurrencias asesinas y caníbales de todo un pueblo sureño de los Estados Unidos para vengarse de los resultados de haber perdido la Guerra de Secesión cien años atrás, atrayendo turistas incautos a los cuales desvían hacia una carretera secundaria. A pesar de su humor negro y efectos “gore” de quinta es un antecedente de la película “Las colinas tienen ojos” (1977) de Wes Craven, en la que se ha querido ver, a través de su estética de bajo presupuesto, un análisis de la otredad alienada a través de una metáfora descarnada de venganza de los desposeídos contra la clase más pudiente y en su mezcla de géneros: “Road Movie” y “Western”, aderezados con tintes discriminatorios no tan evidentes a simple vista. 
 

"El demonio" ("Onibaba", Kaneto Shindo, Japón, 1964)

El cine japonés está representado por cientos de películas esperpénticas que abarcan varios géneros y nombres de distintos realizadores, desde el género del horror hasta el respetable Nagisa Oshima y su “Imperio de los sentidos” que llevó la pornografía a la estantería del gran arte.

“Onibaba” es un título destacable por varias razones, una de estas la constituye su feroz crítica social señalada a través de un cuento, mejor dicho, una fábula, sobrenatural. En el Japón medieval una mujer y su nuera, cuyo esposo ha ido a la guerra, atraen samuráis perdidos hacia su choza para matarlos, robar sus pertenencias y después venderlas. Un vecino les avisa que el esposo ha muerto en una batalla, desde entonces se hará amante de la joven ante el desprecio de la vieja. Un día en que dos samuráis se hieren mutuamente en los cañaverales, los tres intervienen en el asesinato de los hombres para repetir la operación de venta de las armas y ropas por comida. Entonces aparece un tercer samurái, con una máscara demoníaca, que le pide a la vieja que lo conduzca fuera del pantano. Cuando el hombre de la máscara cae en una trampa tendida por la suegra y esta le roba, al momento de retirarle la máscara ocurre un momento brillante de ruptura conceptual cuando descubrimos que el rostro del samurái está terriblemente desfigurado. Esa máscara será usada por la vieja para asustar a la nuera por las noches, tratando de evitar que esta se encuentre con su amante pero cuando la joven descubre la identidad de la vieja tras la máscara y sus motivos, la mujer no puede arrancarse la máscara. Mientras tanto vemos cómo las batallas se perciben lejanas, los motivos que las originaron permanecen oscuros y los protagonistas se mueven en un mar de hierba dónde sopla el viento y la cámara se mueve casi a ras del suelo.

Kaneto Shindo llamó la atención sobre los rostros desfigurados bajo la máscara de sus personajes como emblemas de la discriminación que en Japón se hacía de los “hibakusha”, las víctimas de la bomba atómica cuyas deformidades espantosas les convertían en personas excluidas de la sociedad y se los estampó en el rostro a toda la sociedad japonesa de su tiempo.

Para finalizar citemos la frase que usó Alfred Jarry cuando puso en escena su desproporcionada obra de teatro “Ubú Rey” y que le calza bien a todas estas películas:

“Seréis libre de ver en el señor Ubú las múltiples alusiones que queráis, o un simple fantoche, la deformación por un alumno de uno de sus profesores, quien representa para él todo lo grotesco que hay en el mundo”.

Los espectadores se dividieron entre los que abuchearon la obra y los intelectuales (los menos) que la vitorearon. Plena de lenguaje escatológico narra el ascenso y los crímenes de un personaje ambicioso y falto de moral que alcanza el trono de Polonia. Todo en la obra es reflejo y reflexión: “¡Mierdra!” (del francés deforme “Merdre”) diría el Padre Ubú, su personaje principal, con una espiral sin final dibujada en el estómago, símbolo del ego desmedido ante cualquier acto que le es adverso. “¡Mierdra!”, esa sustancia que recubre al mundo y empaña los espejos dónde contemplamos nuestra verdadera realidad.