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      Memoria irrompible

      El presente interviene el pasado en la poesía política de Juan Gelman, que se niega al olvido y, sin recurrir a la altisonancia, busca razones y recoge palabras del suelo como cristales rotos de una derrota.

      Memoria irrompibleCLAIMA20140118_0013 GELMAN. Desde su primer libro, buscó integrar lo íntimo con lo social.
      Redacción Clarín

      El miércoles pasado a la noche, apenas enterado de la muerte de Juan Gelman, llamé a un poeta amigo para avisarle de la triste noticia. Emocionado y con la voz quebrada, me dijo: “Te llamo en cinco minutos”. Dejé pasar esos cinco minutos y, preocupado, lo volví a llamar varias veces hasta que al final atendió: “Disculpá… estuve diez minutos llorando. Ya está”. Gelman se fue de este mundo con las palmas del reconocimiento; pudo disfrutar en vida de una unánime aprobación a su trayectoria y a su vocación por la palabra. Su militancia y las fuertes apuestas políticas a las que consagró buena parte de su vida nunca empañaron o disimularon la presencia y el aura del poeta. No ocurrió lo que suele suceder con otros poetas en que el compromiso político coloniza la poesía hasta fundirse en la urgencia del panfleto o el desmadre de la celebración hagiográfica. En su prosa periodística, no suele estar el poeta: Gelman sabía deslindar muy bien los campos. A la poesía le tenía destinada la habitación más silenciosa de la casa, el lugar del recogimiento y la oración porque su poesía no es otra cosa que una larga letanía que se apagó con su último latido. Anduvo circulando por ahí “su último poema”. Cuenta la anécdota que en octubre del año pasado, el cantante andaluz Joaquín Sabina recibió de manos de Gelman un manuscrito con un poema titulado “Verdad es”: “Cada día /me acerco más a mi esqueleto. /Se está asomando con razón. /Lo metí en buenas y en feas sin preguntarle nada, /él siempre preguntándome, sin ver cómo era la dicha o la desdicha, /sin quejarse, sin /distancias efímeras de mí. /Ahora que otea casi/el aire alrededor, /qué pensará la clavícula rota, /joya espléndida, rodillas /que arrastré sobre piedras /entre perdones falsos, etcétera. /Esqueleto saqueado, pronto /no estorbará tu vista ninguna veleidad. /Aguantarás el universo desnudo”.

      Este testamento escrito en verso, resume con maestría muchas de las claves que atravesaron el corpus de la poesía gelmaniana: la muerte al permanente acecho de la vida, las distancias, la dicha y la desdicha como puntas de un mismo lazo.

      Y se viene la añoranza de aquel Gelman juvenil que hacía arder en sus versos la llama de la alegría del militante: “Hoy que estoy tan alegre, qué me dice, /me miro el pecho y río, miro me /la estatura, el reloj, los pantalones, tan alegre y me río, la camisa /me miro a carcajadas, vea usted /este asunto comienza en mi esqueleto”, celebraba en “Oficio” de El juego en que andamos (1956), donde sobre las apariencias de lo cotidiano, ya se percibía una necesidad de ir más allá de las palabras, ampliando sentidos y significaciones, entendiendo que el ritmo es el motor primordial que anima el lenguaje poético.

      La muerte de Juan Gelman marca un mojón en la historia de la poesía argentina; será con los años una excusa para volver a mojarse el agua de los pies en su poesía para meterse despacio mar adentro donde sus palabras boyan como restos de un naufragio. Pero los grandes poetas se resisten a los límites de una existencia terrenal, enmarcada en dos fechas frías: “3 de mayo de 1930/14 de enero de 2014”. Como la espuma que se escapa del borde de los vasos de cerveza, la poesía de Gelman siempre desbordaba la capacidad de los recipientes, sobrepasaba el contenido y se volcaba en excedentes que cuestionaban el status quo de la poesía convencional. Toda su obra fue un permanente cuestionamiento del oficio. Gelman estiraba las palabras, las hacía sonar como quien abre un acordeón todo el largo de los brazos. Me imagino a Gelman sentado en el piso rodeado de palabras como piezas de un rompecabezas, armando sentidos que enseguida se esfuman en el aire, contándonos cómo es eso que tienen las palabras adentro: ronroneos, respiraciones, latidos de un animal arisco e indomable. Una palabra cayendo del árbol de la eficacia comunicativa golpeó muy temprano sobre la cabeza de Gelman, manzana de Newton que despertó en el joven poeta la necesidad de meterse adentro de las palabras para descifrar sus misterios y descubrir de dónde provenía ese sonido que emergía en la superficie verbal; como en una relación amorosa, hubo admiración y tributo pero también cuestionamientos y desconfianza: Gelman siempre trabajó su poesía desde una conciencia implacable sobre la naturaleza de los materiales y nunca cejó en su intención de arrojar a las palabras a rituales donde lo sagrado recubría los conceptos con su pátina de oro. Desde su primer libro, Violín y otras cuestiones , demostró una voluntad de integrar lo íntimo con lo social pero siempre remojando las palabras en procesos alquímicos intransigentes. En el prólogo de aquel libro, el mismísimo Raúl González Tuñón celebraba fervorosamente la aparición del novísimo poeta: “Integran este libro poemas de clima porteño, entrañable, que tocan el barro y rozan la nube, pero entre los cuales no faltan aquellos que son un toque de solidaridad con los dolores y las esperanzas. Un mundo de sucesos, corrientes o extraños, seres, imágenes, ilusiones, júbilo, drama, amor y lucha, en el que gira el mágico caballo de la calesita (…) y siempre la vida, su exaltación, su defensa, que es la defensa de la poesía, porque él lo dice: “La poesía es una manera de vivir”. González Tuñón acierta plenamente, haciendo alusión al “barro” y la “nube” que conforman la extensión infinita que el poeta se reserva para su proyecto. Y también nombra a aquel “caballo de la calesita”, uno de los primeros hitos de la poesía de Gelman que redefinió la poesía urbana porteña, jugando con la retórica tanguera y adosando canales mitológicos y una imaginería personalísima: “Una pareja se ama. Un angustiado /compra cianuro, escribe y se suicida. /(Ha muerto un ruiseñor. Pero no llores, /gira, caballo de la calesita”. En el Gelman inicial ya resuenan ecos de César Vallejo, por la prevalencia musical, la respiración y los cortes que reflejan el tránsito tortuoso por el terreno escarpado de la historia latinoamericana.

      La poesía política de Gelman nunca recurrió a la altisonancia, el grito del dolor se aplacaba en un murmullo donde el silencio se llena de ausencias presentes, derramándose entre los vivos como un río de lava imperceptible que se choca contra los estrados de la justicia. En un juego metafísico, el presente interviene el pasado, buscando razones, apechugando consecuencias en un rictus de dolor que recoge palabras del suelo como cristales rotos de una derrota. Negándose al olvido, retoma en reversa los sangrientos círculos de la historia, valiéndose de neologismos y distorsiones fónicas, inmersos en un fraseo intermitente que no hace otra cosa que hablar de interrupciones, de paisajes flagelados y fantasmagorías criminales: “El cantor apretó su pecho /con la barbilla del cantar /y así surgieron altas voces /caracoleos vivas muertes /como la niebla del país /donde todo se disolvía: /amores natos para eternos o madureces inconclusas /que sobrevolaban la patria /como cuervitas sin perdón /altiveces llenas de miedo (…) ah pájaros de la pasión /escribiendo en toda pared /FAP ERP o FAR o fuerzas fuertes /que se levantaron un día /contra la sucia el deshonor /las vergüenzas que nos crecían”, escribe en el poema “Siglas” (del libro Fábulas), integrando la dimensión política e histórica con una poética cuestionadora de los lenguajes obvios y establecidos. En el lento tránsito de la gramática de la tribu a la metafísica de la tribu, Gelman siempre se toma un tiempo para reflexionar sobre los avatares de la creación, sobre los mecanismos que animan a los textos, abriendo de par en par las puertas de su laboratorio: “Con los caballos de la palabra debo hacer un camino /una dulce pradera donde las bestias se devoren los ojos /y pájaros helados concurran con su fuego /con la memoria de su fuego /voy a hacer un camino /una dulce pradera donde arden los pájaros helados /y buscan sus aladas sus hechos delicados vibrando todavía para mover la tarde (…) atardecen de noche cabalmente persiguen su memoria lloran sus espectáculos /como asambleas de pedazos íntimas destrucciones y mareas /el ala come sus olvidos /miente cuando da sombra /tiene que trabajar”, dice en “De la creación”, en el libro Cólera buey, que recogiera textos escritos entre 1962 y 1968, remarcando el funcionamiento de su máquina, de esos “caballos de la palabra” que nunca lo traicionaron en un camino que no supo de pausas ni recodos en el camino, a pesar de esos años en esos siete años que no publicó libros. Una interrupción interrumpida por Hechos y relaciones (1980) que abrió un cauce que sólo detendría la muerte. Muy prolífico en las últimas tres décadas, sus últimos libros dejaron una estela luminosa, cola de un cometa que resiste en un cielo oscuro. Y ahí están sus poemas, remendando los movimientos agónicos de un cuerpo herido. Avanzan, se detienen y vuelve a avanzar con una respiración entrecortada, una media lengua que se empecina en decir, donde nadie dice. Pedazos de la vida del propio Gelman, metaforizados en líneas que rezuman dolor y belleza. Seguirá siendo inexplicable la ternura y la esperanza que asoman entre tanto dolor, entre tantos puñales herrumbados por el tiempo y la sangre: “Años de silencio no bastan /para que un árbol descanse. /En su madera graban /deudas de una promesa (…)En el invierno insolente dura /la memoria irrompible, /una luna que todo vio, /hojas que no se caen, la identidad desobediente”, afirma en “Despegues” en El emperrado corazón amora (2010), volviendo a la herida como forma última del amor.

      Sigo conservando mi viejo ejemplar de Gotán, ajado por el tiempo y por el uso, publicado por Ediciones Horizonte en la colección de poesía “La Rosa Blindada” que dirigían Carlos Alberto Brocato y José Luis Mangieri, con tapa de Carlos Gorriarena. Entre los poemas de Gotán están los poemas más populares de Gelman, los grandes “hits” que llegaron a ser musicalizados como aquel “Mi Buenos Aires querido”, presagio de un futuro aciago: “Atrápalo, atrápalos, también aquí /nacieron hijos dulces míos /que entre tanto castigo /te endulzan bellamente /Hay que aprender a resistir. /Ni a irse ni a quedarse, /a resistir /aunque es seguro /que habrá más penas y olvido”. Aquel Gelman, cercano al sencillismo, es tal vez el más desnudo: un hombre parado sobre arenas movedizas, tratando de cambiar el futuro.

      En el colofón de aquella edición de Gotán decía: “Intervinieron en la edición de Gotán las manos fraternales del poeta Carlos Alberto Brocato –que lo llevó al plomo– y las de los compañeros gráficos José –tipógrafo– y Carlos –maquinista–, que dieron término a su trabajo en la ciudad de Buenos Aires en la navidad de 1962, para Ediciones Horizonte”.

      “Tu voz /interrumpe el mundo /y le da otra palabra. / Ahora gira en los silencios del sol. Tiene /mares y tu idea del mar /es más bella que el mar. Islas /que son cuando hablás y /se van cuando callás /a su isla que se hunde /en movimientos de mi vida /y un reloj finge que /nuestros cuerpos duermen”, le escribió a su mujer Mara La Madrid, demostrando una vez más que el amor es más fuerte que todo el odio.

      R. Edwards es poeta y crítico. Su último libro es “The real poncho” (La propia cartonera).


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