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Poesías completas

Antonio Machado

[Nota preliminar: El texto que presentamos a continuación reproduce fielmente la edición impresa por Espasa-Calpe en 1936. Únicamente se han corregido errores tipográficos claros.]

Imagen de la portada original

ANTONIO MACHADO

   Misterioso y silencioso

Iba una y otra vez.

Su mirada era tan profunda

Que apenas se podía ver.

Cuando hablaba tenía un dejo

De timidez y de altivez.

Y la luz de sus pensamientos

Casi siempre se veía arder.

Era luminoso y profundo

Como era hombre de buena fe.

Fuera pastor de mil leones

Y de corderos a la vez.

Conduciría tempestades

O traería un panal de miel.

Las maravillas de la vida

Y del amor y del placer,

Cantaba en versos profundos

Cuyo secreto era de él.

Montado en un raro Pegaso,

Un día al imposible fué.

Ruego por Antonio a mis dioses,

Ellos le salven siempre. Amén.


RUBÉN DARÍO.

POESÍAS COMPLETAS

SOLEDADES
(1899-1907)

(EL VIAJERO)

   Está en la sala familiar, sombría,

y entre nosotros, el querido hermano

que en el sueño infantil de un claro día

vimos partir hacia un país lejano.

   Hoy tiene ya las sienes plateadas,

un gris mechón sobre la angosta frente;

y la fría inquietud de sus miradas

revela un alma casi toda ausente.

   Deshójanse las copas otoñales

del parque mustio y viejo.

La tarde, tras los húmedos cristales,

se pinta, y en el fondo del espejo.

   El rostro del hermano se ilumina

suavemente. ¿Floridos desengaños

dorados por la tarde que declina?

¿Ansias de vida nueva en nuevos años?

   ¿Lamentará la juventud perdida?

Lejos quedó -la pobre loba- muerta.

¿La blanca juventud nunca vivida

teme, que ha de cantar ante su puerta?

   ¿Sonríe al sol de oro

de la tierra de un sueño no encontrada;

y ve su nave hender el mar sonoro,

de viento y luz la blanca vela hinchada?

   Él ha visto las hojas otoñales,

amarillas, rodar, las olorosas

ramas del eucalipto, los rosales

que enseñan otra vez sus blancas rosas...

   Y este dolor que añora o desconfía

el temblor de una lágrima reprime,

y un resto de viril hipocresía

en el semblante pálido se imprime.

   Serio retrato en la pared clarea

todavía. Nosotros divagamos.

En la tristeza del hogar golpea

el tic-tac del reloj. Todos callamos.


   He andado muchos caminos,

he abierto muchas veredas;

he navegado en cien mares,

y atracado en cien riberas.

   En todas partes he visto

caravanas de tristeza,

soberbios y melancólicos

borrachos de sombra negra,

   y pedantones al paño

que miran, callan, y piensan

que saben, porque no beben

el vino de las tabernas.

   Mala gente que camina

y va apestando la tierra…

   Y en todas partes he visto

gentes que danzan o juegan,

cuando pueden, y laboran

sus cuatro palmos de tierra.

   Nunca, si llegan a un sitio,

preguntan adónde llegan.

Cuando caminan, cabalgan

a lomos de mula vieja,

   y no conocen la prisa

ni aun en los días de fiesta.

Donde hay vino, beben vino;

donde no hay vino, agua fresca.

   Son buenas gentes que viven,

laboran, pasan y sueñan,

y en un día como tantos,

descansan bajo la tierra.


   La plaza y los naranjos encendidos

con sus frutas redondas y risueñas.

   Tumulto de pequeños colegiales

que, al salir en desorden de la escuela,

llenan el aire de la plaza en sombra

con la algazara de sus voces nuevas.

   ¡Alegría infantil en los rincones

de las ciudades muertas!...

¡Y algo nuestro de ayer, que todavía

vemos vagar por estas calles viejas!


(EN EL ENTIERRO DE UN AMIGO)

   Tierra le dieron una tarde horrible

del mes de julio, bajo el sol de fuego.

   A un paso de la abierta sepultura,

había rosas de podridos pétalos,

entre geranios de áspera fragancia

y roja flor. El cielo

puro y azul. Corría

un aire fuerte y seco.

   De los gruesos cordeles suspendido,

pesadamente, descender hicieron

el ataúd al fondo de la fosa

los dos sepultureros…

   Y al reposar sonó con recio golpe,

solemne, en el silencio.

   Un golpe de ataúd en tierra es algo

perfectamente serio.

   Sobre la negra caja se rompían

los pesados terrones polvorientos...

   El aire se llevaba

de la honda fosa el blanquecino aliento.

   -Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa,

larga paz a tus huesos...

   Definitivamente,

duerme un sueño tranquilo y verdadero.


(RECUERDO INFANTIL)

   Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

   Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo, y muerto Abel,

junto a una mancha carmín.

   Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano

mal vestido, enjuto y seco,

que lleva un libro en la mano.

   Y todo un coro infantil

va cantando la lección;

mil veces ciento, cien mil,

mil veces mil, un millón.

   Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de la lluvia en los cristales.


   Fué una clara tarde, triste y soñolienta

tarde de verano. La hiedra asomaba

al muro del parque, negra y polvorienta…

                La fuente sonaba.

   Rechinó en la vieja cancela mi llave;

con agrio ruido abrióse la puerta

de hierro mohoso y, al cerrarse, grave

golpeó el silencio de la tarde muerta.

   En el solitario parque, la sonora

copla borbollante del agua cantora

me guió a la fuente. La fuente vertía

sobre el blanco mármol su monotonía.

   La fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano,

un sueño lejano mi canto presente?

Fué una tarde lenta del lento verano.

   Respondí a la fuente:

No recuerdo, hermana,

mas sé que tu copla presente es lejana.

   Fué esta misma tarde: mi cristal vertía

como hoy sobre el mármol su monotonía.

¿Recuerdas, hermano?... Los mirtos talares,

que ves, sombreaban los claros cantares

que escuchas. Del rubio color de la llama,

el fruto maduro pendía en la rama,

lo mismo que ahora. ¿Recuerdas hermano?...

Fué esta misma lenta tarde de verano.

   -No sé qué me dice tu copla riente

de ensueños lejanos, hermana la fuente.

   Yo sé que tu claro cristal de alegría

ya supo del árbol la fruta bermeja;

yo sé que es lejana la amargura mía

que sueña en la tarde de verano vieja.

   Yo sé que tus bellos espejos cantores

copiaron antiguos delirios de amores:

mas cuéntame, fuente de lengua encantada,

cuéntame mi alegre leyenda olvidada.

   -Yo no sé leyendas de antigua alegría,

sino historias viejas de melancolía.

   Fué una clara tarde del lento verano...

Tú venías solo con tu pena, hermano;

tus labios besaron mi linfa serena,

y en la clara tarde, dijeron tu pena.

   Dijeron tu pena tus labios que ardían;

la sed que ahora tienen, entonces tenían.

   -Adiós para siempre la fuente sonora,

del parque dormido eterna cantora.

Adiós para siempre, tu monotonía,

fuente, es más amarga que la pena mía.

   Rechinó en la vieja cancela mi llave;

con agrio ruido abrióse la puerta

de hierro mohoso y, al cerrarse, grave

sonó en el silencio de la tarde muerta.


   El limonero lánguido suspende

una pálida rama polvorienta,

sobre el encanto de la fuente limpia,

y allá en el fondo sueñan

los frutos de oro...

Es una tarde clara,

casi de primavera,

tibia tarde de marzo,

que el hálito de abril cercano lleva;

y estoy solo, en el patio del silencioso,

buscando una ilusión cándida y vieja:

alguna sombra sobre el blanco muro,

algún recuerdo, en el pretil de piedra

de la fuente dormido, o, en el aire,

algún vagar de túnica ligera.

   En el ambiente de la tarde flota

ese aroma de ausencia,

que dice al alma luminosa: nunca,

y al corazón: espera.

   Ese aroma que evoca los fantasmas

de las fragancias vírgenes y muertas.

   Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,

casi de primavera,

tarde sin flores, cuando me traías

el buen perfume de la hierbabuena,

y de la buena albahaca,

que tenía mi madre en sus macetas.

   Que tú me viste hundir mis manos puras

en el agua serena,

para alcanzar los frutos encantados

que hoy en el fondo de la fuente sueñan...

   Sí, te conozco, tarde alegre y clara,

casi de primavera.


   Yo escucho los cantos

de viejas cadencias,

que los niños cantan

cuando en coro juegan,

y vierten en coro

sus almas que sueñan,

cual vierten sus aguas

las fuentes de piedra:

con monotonías

de risas eternas,

que no son alegres,

con lágrimas viejas,

que no son amargas

y dicen tristezas,

tristezas de amores

de antiguas leyendas.

   En los labios niños,

las canciones llevan

confusa la historia

y clara la pena;

como clara el agua

lleva su conseja

de viejos amores,

que nunca se cuentan.

   Jugando, a la sombra

de una plaza vieja,

los niños cantaban...

   La fuente de piedra

vertía su eterno

cristal de leyenda.

   Cantaban los niños

canciones ingenuas,

de un algo que pasa

y que nunca llega:

la historia confusa

y clara la pena.

   Seguía su cuento

la fuente serena;

borrada la historia,

contaba la pena.


(ORILLAS DEL DUERO)

   Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.

Girando en torno a la torre y al caserón solitario,

ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,

de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.

                    Es una tibia mañana.

El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.

   Pasados los verdes pinos,

casi azules, primavera

se ve brotar en los finos

chopos de la carretera

y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.

El campo parece, más que joven, adolescente.

   Entre las hierbas alguna humilde flor ha nacido,

azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido,

y mística primavera!

   ¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,

espuma de la montaña

ante la azul lejanía,

sol del día, claro día!

¡Hermosa tierra de España!


   A la desierta plaza

conduce un laberinto de callejas.

A un lado, el viejo paredón sombrío

de una ruinosa iglesia;

a otro lado, la tapia blanquecina

de un huerto de cipreses y palmeras,

y, frente a mí, la casa,

y en la casa, la reja,

ante el cristal que levemente empaña

su figurilla plácida y risueña.

Me apartaré. No quiero

llamar a tu ventana... Primavera

viene -su veste blanca

flota en el aire de la plaza muerta-;

viene a encender las rosas

rojas de tus rosales... Quiero verla…


   Yo voy soñando caminos

de la tarde. ¡Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...

¿Adónde el camino irá?

Yo voy cantando, viajero

a lo largo del sendero...

-La tarde cayendo está-.

«En el corazón tenía

»la espina de una pasión;

»logré arrancármela un día:

»ya no siento el corazón.»

   Y todo el campo un momento

se queda, mudo y sombrío,

meditando. Suena el viento

en los álamos del río.

   La tarde más se obscurece;

y el camino que serpea

y débilmente blanquea,

se enturbia y desaparece.

   Mi cantar vuelve a plañir:

«Aguda espina dorada,

»quién te pudiera sentir

»en el corazón clavada.»


   Amada, el aura dice

tu pura veste blanca...

No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!

   El viento me ha traído

tu nombre en la mañana;

el eco de tus pasos

repite la montaña...

No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!

   En las sombrías torres

repican las campanas...

No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!

   Los golpes del martillo

dicen la negra caja;

y el sitio de la fosa,

los golpes de la azada...

No te verán mis ojos;

¡mi corazón te aguarda!


   Hacia un ocaso radiante

caminaba el sol de estío,

y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante,

tras de los álamos verdes de las márgenes del río.

   Dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera

de la cigarra cantora, el monorritmo jovial,

entre metal y madera,

que es la canción estival.

   En una huerta sombría,

giraban los cangilones de la noria soñolienta.

Bajo las ramas obscuras el son del agua se oía.

Era una tarde de julio, luminosa y polvorienta.

   Yo iba haciendo mi camino,

absorto en el solitario crepúsculo campesino.

   Y pensaba: «¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa

toda desdén y armonía;

hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía

de este rincón vanidoso, obscuro rincón que piensa!»

   Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente.

Lejos la ciudad dormía,

como cubierta de un mago fanal de oro trasparente.

Bajo los arcos de piedra el agua clara corría.

   Los últimos arreboles coronaban las colinas

manchadas de olivos grises y de negruzcas encinas.

Yo caminaba cansado,

sintiendo la vieja angustia que hace el corazón pesado.

   El agua en sombra pasaba tan melancólicamente,

bajo los arcos del puente,

como si al pasar dijera:

   «Apenas desamarrada

la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera,

se canta: no somos nada.

Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera.»

   Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría.

(Yo pensaba: ¡el alma mía!)

   Y me detuve un momento,

en la tarde, a meditar...

¿Qué es esta gota en el viento

que grita al mar: soy el mar?

   Vibraba el aire asordado

por los élitros cantores que hacen el campo sonoro,

cual si estuviera sembrado

de campanitas de oro.

   En el azul fulguraba

un lucero diamantino.

Cálido viento soplaba

alborotando el camino.

   Yo, en la tarde polvorienta,

hacia la ciudad volvía.

Sonaban los cangilones de la noria soñolienta.

Bajo las ramas obscuras caer el agua se oía.


(CANTE HONDO)

   Yo meditaba absorto, devanando

los hilos del hastío y la tristeza,

cuando llegó a mi oído,

por la ventana de mi estancia, abierta

   a una caliente noche de verano,

el plañir de una copla soñolienta,

quebrada por los trémolos sombríos

de las músicas magas de mi tierra.

   ... Y era el Amor, como una roja llama...

-Nerviosa mano en la vibrante cuerda

ponía un largo suspirar de oro,

que se trocaba en surtidor de estrellas-.

   ... Y era la Muerte, al hombro la cuchilla,

el paso largo, torva y esquelética.

-Tal cuando yo era niño la soñaba-.

   Y en la guitarra, resonante y trémula,

la brusca mano, al golpear, fingía

el reposar de un ataúd en tierra.

   Y era un plañido solitario el soplo

que el polvo barre y la ceniza avienta.


   La calle en sombra. Ocultan los altos caserones

el sol que muere; hay ecos de luz en los balcones.

   ¿No ves, en el encanto del mirador florido,

el óvalo rosado de un rostro conocido?

   La imagen, tras el vidrio de equívoco reflejo,

surge o se apaga como daguerrotipo viejo.

   Suena en la calle sólo el ruido de tu paso;

se extinguen lentamente los ecos del ocaso.

   ¡Oh, angustia! Pesa y duele el corazón... ¿Es ella?

No puede ser... Camina... En el azul, la estrella.


   Siempre fugitiva y siempre

cerca de mí, en negro manto

mal cubierto el desdeñoso

gesto de tu rostro pálido.

No sé adónde vas, ni dónde

tu virgen belleza tálamo

busca en la noche. No sé

qué sueños cierran tus párpados,

ni de quien haya entreabierto

tu lecho inhospitalario.

………………………................

Detén el paso, belleza

esquiva, detén el paso.

   Besar quisiera la amarga,

amarga flor de tus labios.


(HORIZONTE)

   En una tarde clara y amplia como el hastío,

cuando su lanza blande el tórrido verano,

copiaban el fantasma de un grave sueño mío

mil sombras en teoría, enhiestas sobre el llano.

   La gloria del ocaso era un purpúreo espejo,

era un cristal de llamas, que al infinito viejo

iba arrojando el grave soñar en la llanura...

Y yo sentí la espuela sonora de mi paso

repercutir lejana en el sangriento ocaso,

y más allá, la alegre canción de un alba pura.


(EL POETA)

Para el libro La casa de la primavera,
de Gregorio Martínez Sierra

   Maldiciendo su destino

como Glauco, el dios marino,

mira, turbia la pupila

de llanto, el mar, que le debe su blanca virgen Scyla.

   Él sabe que un Dios más fuerte

con la sustancia inmortal está jugando a la muerte,

cual niño bárbaro. Él piensa

que ha de caer como rama que sobre las aguas flota,

antes de perderse, gota

de mar, en la mar inmensa.

   En sueños oyó el acento de una palabra divina;

en sueños se le ha mostrado la cruda ley diamantina,

sin odio ni amor, y el frío

soplo del olvido sabe sobre un arenal de hastío.

   Bajo las palmeras del oäsis el agua buena

miró brotar de la arena;

y se abrevó entre las dulces gacelas, y entre los fieros

animales carniceros...

   Y supo cuánto es la vida hecha de sed y dolor.

Y fué compasivo para el ciervo y el cazador,

para el ladrón y el robado,

para el pájaro azorado,

para el sanguinario azor.

   Con el sabio amargo dijo: Vanidad de vanidades,

todo es negra vanidad;

y oyó otra voz que clamaba, alma de sus soledades:

sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad.

         Y viendo cómo lucían

      miles de blancas estrellas,

      pensaba que todas ellas

      en su corazón ardían.

      ¡Noche de amor!

    Y otra noche

      sintió la mala tristeza

      que enturbia la pura llama,

      y el corazón que bosteza,

      y el histrión que declama.

      Y dijo: las galerías

      del alma que espera están

      desiertas, mudas, vacías:

      las blancas sombras se van.

   Y el demonio de los sueños abrió el jardín encantado

del ayer. ¡Cuán bello era!

¡Qué hermosamente el pasado

fingía la primavera,

cuando del árbol de otoño estaba el fruto colgado,

mísero fruto podrido,

que en el hueco acibarado

guarda el gusano escondido!

   ¡Alma, que en vano quisiste ser más joven cada día,

arranca tu flor, la humilde flor de la melancolía!


   ¡Verdes jardinillos,

claras plazoletas,

fuente verdinosa

donde el agua sueña,

donde el agua muda

resbala en la piedra!...

   Las hojas de un verde

mustio, casi negras,

de la acacia, el viento

de septiembre besa,

y se lleva algunas

amarillas, secas,

jugando, entre el polvo

blanco de la tierra.

   Linda doncellita,

que el cántaro llenas

de agua transparente,

tú, al verme, no llevas

a los negros bucles

de tu cabellera,

distraídamente,

la mano morena,

ni, luego, en el limpio

cristal te contemplas...

   Tú miras al aire

de la tarde bella,

mientras de agua clara

el cántaro llenas.


(PRELUDIO)

   Mientras la sombra pasa de un santo amor, hoy quiero

poner un dulce salmo sobre mi viejo atril.

Acordaré las notas del órgano severo

al suspirar fragante del pífano de abril.

   Madurarán su aroma las pomas otoñales,

la mirra y el incienso salmodiarán su olor;

exhalarán su fresco perfume los rosales,

bajo la paz en sombra del tibio huerto en flor.

   Al grave acorde lento de música y aroma,

la sola y vieja y noble razón de mi rezar

levantará su vuelo suave de paloma,

y la palabra blanca se elevará al altar.


   Daba el reloj las doce... y eran doce

golpes de azada en tierra...

...¡Mi hora! -grité-... El silencio

me respondió: -No temas;

tú no verás caer la última gota

que en la clepsidra tiembla.

   Dormirás muchas horas todavía

sobre la orilla vieja,

y encontrarás una mañana pura

amarrada tu barca a otra ribera.


   Sobre la tierra amarga,

caminos tiene el sueño

laberínticos, sendas tortuosas,

parques en flor y en sombra y en silencio;

   criptas hondas, escalas sobre estrellas;

retablos de esperanzas y recuerdos.

Figurillas que pasan y sonríen

-juguetes melancólicos de viejo-;

   imágenes amigas,

a la vuelta florida del sendero,

y quimeras rosadas

que hacen camino... lejos...


   En la desnuda tierra del camino

la hora florida brota,

espino solitario,

del valle humilde en la revuelta umbrosa.

   El salmo verdadero

de tenue voz hoy torna

al corazón, y al labio,

la palabra quebrada y temblorosa.

   Mis viejos mares duermen; se apagaron

sus espumas sonoras

sobre la playa estéril. La tormenta

camina lejos en la nube torva.

   Vuelve la paz al cielo;

la brisa tutelar esparce aromas

otra vez sobre el campo, y aparece,

en la bendita soledad, tu sombra.


   El sol es un globo de fuego,

la luna es un disco morado.

   Una blanca paloma se posa

en el alto ciprés centenario.

   Los cuadros de mirtos parecen

de marchito velludo empolvado.

   ¡El jardín y la tarde tranquila!...

Suena el agua en la fuente de mármol.


   ¡Tenue rumor de túnicas que pasan

sobre la infértil tierra!...

¡Y lágrimas sonoras

de las campanas viejas!

   Las ascuas mortecinas

del horizonte humean...

Blancos fantasmas lares

van encendiendo estrellas.

   -Abre el balcón. La hora

de una ilusión se acerca...

La tarde se ha dormido,

y las campanas sueñan.


   ¡Oh, figuras del atrio, más humildes

cada día y lejanas:

mendigos harapientos

sobre marmóreas gradas;

   miserables ungidos

de eternidades santas,

manos que surgen de los mantos viejos

y de las rotas capas!

   ¿Pasó por vuestro lado

una ilusión velada,

de la mañana luminosa y fría

en las horas más plácidas?...

   Sobre la negra túnica, su mano

era una rosa blanca...


   La tarde todavía

dará incienso de oro a tu plegaria,

y quizás el cenit de un nuevo día

amenguará tu sombra solitaria.

   Mas no es tu fiesta el Ultramar lejano,

sino la ermita junto al manso río;

no tu sandalia el soñoliento llano

pisará, ni la arena del hastío.

   Muy cerca está, romero,

la tierra verde y santa y florecida

de tus sueños; muy cerca, peregrino

que desdeñas la sombra del sendero

y el agua del mesón en tu camino.


   Crear fiestas de amores

en nuestro amor pensamos,

quemar nuevos aromas

en montes no pisados,

   y guardar el secreto

de nuestros rostros pálidos,

porque en las bacanales de la vida

vacías nuestras copas conservamos,

   mientras con eco de cristal y espuma

ríen los zumos de la vid dorados.

………………………................

   Un pájaro escondido entre las ramas

del parque solitario,

silba burlón...

Nosotros exprimimos

la penumbra de un sueño en nuestro vaso...

Y algo, que es tierra en nuestra carne, siente

la humedad del jardín como un halago.


   Arde en tus ojos un misterio, virgen

esquiva y compañera.

   No sé si es odio o es amor la lumbre

inagotable de tu aljaba negra.

   Conmigo irás mientras proyecte sombra

mi cuerpo y quede a mi sandalia arena.

   -¿Eres la sed o el agua en mi camino?

Dime, virgen esquiva y compañera.


   Algunos lienzos del recuerdo tienen

luz de jardín y soledad de campo;

la placidez del sueño

en el paisaje familiar soñado.

   Otros guardan las fiestas

de días aun lejanos;

figurillas sutiles

que pone un titerero en su retablo…

………………………................

   Ante el balcón florido,

está la cita de un amor amargo.

   Brilla la tarde en el resol bermejo...

La hiedra efunde de los muros blancos…

   A la revuelta de una calle en sombra,

un fantasma irrisorio besa un nardo.


   Crece en la plaza en sombra

el musgo, y en la piedra vieja y santa

de la iglesia. En el atrio hay un mendigo...

Más vieja que la iglesia tiene el alma.

   Sube muy lento, en las mañanas frías,

por la marmórea grada,

hasta un rincón de piedra... Allí aparece

su mano seca entre la rota capa.

   Con las órbitas huecas de sus ojos

ha visto cómo pasan

las blancas sombras, en los claros días,

las blancas sombras de las horas santas.


   Las ascuas de un crepúsculo morado

detrás del negro cipresal humean...

En la glorieta en sombra está la fuente

con su alado y desnudo Amor de piedra,

que sueña mudo. En la marmórea taza

reposa el agua muerta.


   ¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime,

aquellos juncos tiernos,

lánguidos y amarillos

que hay en el cauce seco?...

   ¿Recuerdas la amapola

que calcinó el verano,

la amapola marchita,

negro crespón del campo?...

   ¿Te acuerdas del sol yerto

y humilde, en la mañana,

que brilla y tiembla roto

sobre una fuente helada?...


   Me dijo un alba de la primavera:

Yo florecí en tu corazón sombrío

ha muchos años, caminante viejo

que no cortas las flores del camino.

   Tu corazón de sombra, ¿acaso guarda

el viejo aroma de mis viejos lirios?

¿Perfuman aún mis rosas la alba frente

del hada de tu sueño adamantino?

   Respondí a la mañana:

Sólo tienen cristal los sueños míos.

Yo no conozco el hada de mis sueños;

ni sé si está mi corazón florido.

   Pero si aguardas la mañana pura

que ha de romper el vaso cristalino,

quizás el hada te dará tus rosas,

mi corazón tus lirios.


   Al borde del sendero un día nos sentamos.

Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita

son las desesperantes posturas que tomamos

para aguardar... Mas Ella no faltará a la cita.


   Es una forma juvenil que un día

a nuestra casa llega.

Nosotros le decimos: ¿por qué tornas

a la morada vieja?

Ella abre la ventana, y todo el campo

en luz y aroma entra.

En el blanco sendero,

los troncos de los árboles negrean;

las hojas de sus copas

son humo verde que a lo lejos sueña.

Parece una laguna

el ancho río entre la blanca niebla

de la mañana. Por los montes cárdenos

camina otra quimera.


   ¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja,

que me traes el retablo de mis sueños

siempre desierto y desolado, y sólo

con mi fantasma dentro,

mi pobre sombra triste

sobre la estepa y bajo el sol de fuego,

o soñando amarguras

en las voces de todos los misterios,

dime, si sabes, vieja amada, dime

si son mías las lágrimas que vierto.

Me respondió la noche:

Jamás me revelaste tu secreto.

Yo nunca supe, amado,

si eras tú ese fantasma de tu sueño,

ni averigüé si era su voz la tuya,

o era la voz de un histrión grotesco.

   Dije a la noche: Amada mentirosa,

tú sabes mi secreto;

tú has visto la honda gruta

donde fabrica su cristal mi sueño,

y sabes que mis lágrimas son mías,

y sabes mi dolor, mi dolor viejo.

   ¡Oh! Yo no sé, dijo la noche, amado,

yo no sé tu secreto,

aunque he visto vagar ese, que dices

desolado fantasma, por tu sueño.

Yo me asomo a las almas cuando lloran

y escucho su hondo rezo,

humilde y solitario,

ese que llamas salmo verdadero;

pero en las hondas bóvedas del alma

no sé si el llanto es una voz o un eco.

   Para escuchar tu queja de tus labios

yo te busqué en tu sueño,

y allí te vi vagando en un borroso

laberinto de espejos.


   Abril florecía

frente a mi ventana.

Entre los jazmines

y las rosas blancas

de un balcón florido,

vi las dos hermanas.

La menor cosía,

la mayor hilaba...

Entre los jazmines

y las rosas blancas,

la más pequeñita,

risueña y rosada

-su aguja en el aire-,

miró a mi ventana.

   La mayor seguía,

silenciosa y pálida,

el huso en su rueca

que el lino enroscaba.

Abril florecía

frente a mi ventana.

   Una clara tarde

la mayor lloraba,

entre los jazmines

y las rosas blancas,

y ante el blanco lino

que en su rueca hilaba.

-¿Qué tienes -le dije-

silenciosa pálida?

Señaló el vestido

que empezó la hermana.

En la negra túnica

la aguja brillaba;

sobre el blanco velo,

el dedal de plata.

Señaló a la tarde

de abril que soñaba,

mientras que se oía

tañer de campanas.

Y en la clara tarde

me enseñó sus lágrimas...

Abril florecía

frente a mi ventana.

   Fué otro abril alegre

y otra tarde plácida.

El balcón florido

solitario estaba...

Ni la pequeñita

risueña y rosada,

ni la hermana triste,

silenciosa y pálida,

ni la negra túnica,

ni la toca blanca...

Tan sólo en el huso

el lino giraba

por mano invisible,

y en la obscura sala

la luna del limpio

espejo brillaba...

Entre los jazmines

y las rosas blancas

del balcón florido,

me miré en la clara

luna del espejo

que lejos soñaba...

Abril florecía

frente a mi ventana.


(COPLAS ELEGÍACAS)

   ¡Ay del que llega sediento

a ver el agua correr,

y dice: la sed que siento

no me la calma el beber!

   ¡Ay de quien bebe y, saciada

la sed, desprecia la vida:

moneda al tahur prestada,

que sea al azar rendida!

   Del iluso que suspira

bajo el orden soberano,

y del que sueña la lira

pitagórica en su mano.

   ¡Ay del noble peregrino

que se para a meditar,

después de largo camino,

en el horror de llegar!

   ¡Ay de la melancolía

que llorando se consuela,

y de la melomanía

de un corazón de zarzuela!

   ¡Ay de nuestro ruiseñor,

si en una noche serena

se cura del mal de amor

que llora y canta sin pena!

   ¡De los jardines secretos,

de los pensiles soñados,

y de los sueños poblados

de propósitos discretos!

   ¡Ay del galán sin fortuna

que ronda a la luna bella;

de cuantos caen de la luna,

de cuantos se marchan a ella!

   ¡De quien el fruto prendido

en la rama no alcanzó,

de quien el fruto ha mordido

y el gusto amargo probó!

   ¡Y de nuestro amor primero

y de su fe mal pagada,

y, también, del verdadero

amante de nuestra amada!


(INVENTARIO GALANTE)

   Tus ojos me recuerdan

las noches de verano,

negras noches sin luna,

orilla al mar salado,

y el chispear de estrellas

del cielo negro y bajo.

Tus ojos me recuerdan

las noches de verano.

Y tu morena carne,

los trigos requemados,

y el suspirar de fuego

de los maduros campos.

   Tu hermana es clara y débil

como los juncos lánguidos,

como los sauces tristes,

como los linos glaucos.

Tu hermana es un lucero

en el azul lejano...

Y es alba y aura fría

sobre los pobres álamos

que en las orillas tiemblan

del río humilde y manso.

Tu hermana es un lucero

en el azul lejano.

   De tu morena gracia,

de tu soñar gitano,

de tu mirar de sombra

quiero llenar mi vaso.

Me embriagaré una noche

de cielo negro y bajo,

para cantar contigo,

orilla al mar salado,

una canción que deje

cenizas en los labios...

De tu mirar de sombra

quiero llenar mi vaso.

   Para tu linda hermana

arrancaré los ramos

de florecidas nuevas

a los almendros blancos,

en un tranquilo y triste

alborear de marzo.

Los regaré con agua

de los arroyos claros,

los ataré con verdes

junquillos del remanso...

Para tu linda hermana

yo haré un ramito blanco.


   Me dijo una tarde

de la primavera:

Si buscas caminos

en flor en la tierra,

mata tus palabras

y oye tu alma vieja.

Que el mismo albo lino

que te vista, sea

tu traje de duelo,

tu traje de fiesta.

Ama tu alegría

y ama tu tristeza,

si buscas caminos

en flor en la tierra.

Respondí a la tarde

de la primavera:

Tú has dicho el secreto

que en mi alma reza:

yo odio la alegría

por odio a la pena.

Mas antes que pise

tu florida senda,

quisiera traerte

muerta mi alma vieja.


   La vida hoy tiene ritmo

de ondas que pasan,

de olitas temblorosas

que fluyen y se alcanzan.

   La vida hoy tiene el ritmo de los ríos,

la risa de las aguas

que entre los verdes junquerales corren,

y entre las verdes cañas.

   Sueño florido lleva el manso viento;

bulle la savia joven en las nuevas ramas;

tiemblan alas y frondas,

y la mirada sagital del águila

no encuentra presa... treme el campo en sueños,

vibra el sol como un arpa.

   ¡Fugitiva ilusión de ojos guerreros,

que por las selvas pasas

a la hora del cenit: tiemble en mi pecho

el oro de tu aljaba!

   En tus labios florece la alegría

de los campos en flor; tu veste alada

aroman las primeras velloritas,

las violetas perfumen tus sandalias.

   Yo he seguido tus pasos en el viejo bosque,

arrebatados tras la corza rápida,

y los ágiles músculos rosados

de tus piernas silvestres entre verdes ramas.

   ¡Pasajera ilusión de ojos guerreros

que por las selvas pasas

cuando la tierra reverdece y ríen

los ríos en las cañas!

¡Tiemble en mi pecho el oro

que llevas en tu aljaba!


   Era una mañana y abril sonreía.

Frente al horizonte dorado moría

la luna, muy blanca y opaca; tras ella,

cual tenue ligera quimera, corría

la nube que apenas enturbia una estrella.

………………………................

   Como sonreía la rosa mañana

al sol del oriente abrí mi ventana;

y en mi triste alcoba penetró el oriente

en canto de alondras, en risa de fuente

y en suave perfume de flora temprana.

   Fué una clara tarde de melancolía.

Abril sonreía. Yo abrí las ventanas

de mi casa al viento... El viento traía

perfume de rosas, doblar de campanas...

   Doblar de campanas lejanas, llorosas,

suave de rosas aromado aliento...

...¿Dónde están los huertos floridos de rosas?

¿Qué dicen las dulces campanas al viento?

………………………................

   Pregunté a la tarde de abril que moría:

¿Al fin la alegría se acerca a mi casa?

La tarde de abril sonrió: La alegría

pasó por tu puerta -y luego, sombría:

Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa.


   El casco roído y verdoso

del viejo falucho

reposa en la arena...

la vela tronchada parece

que aun sueña en el sol y en el mar.

   El mar hierve y canta...

El mar es un sueño sonoro

bajo el sol de abril.

El mar hierve y ríe

con olas azules y espumas de leche y de plata,

el mar hierve y ríe

bajo el cielo azul.

El mar lactescente,

el mar rutilante,

que ríe en sus liras de plata sus risas azules...

Hierve y ríe el mar!...

   El aire parece que duerme encantado

en la fúlgida niebla de sol blanquecino.

La gaviota palpita en el aire dormido, y al lento

volar soñoliento, se aleja y se pierde en la bruma del sol.


   El sueño bajo el sol que aturde y ciega,

tórrido sueño en la hora de arrebol;

el río luminoso el aire surca;

esplende la montaña;

la tarde es polvo y sol.

   El sibilante caracol del viento

ronco dormita en el remoto alcor;

emerge el sueño ingrave en la palmera,

luego se enciende en el naranjo en flor.

   La estúpida cigüeña

su garabato escribe en el sopor

del molino parado; el toro abate

sobre la hierba la testuz feroz.

   La verde, quieta espuma del ramaje

efunde sobre el blanco paredón,

lejano, inerte, del jardín sombrío,

dormido bajo el cielo fanfarrón.

………………………................

   Lejos, enfrente de la tarde roja,

refulge el ventanal del torreón.

………………………................


HUMORISMOS, FANTASÍAS,
APUNTES

LOS GRANDES INVENTOS

(LA NORIA)

   La tarde caía

triste y polvorienta.

   El agua cantaba

su copla plebeya

en los cangilones

de la noria lenta.

   Soñaba la mula

¡pobre mula vieja!

al compás de sombra

que en el agua suena.

   La tarde caía

triste y polvorienta.

   Yo no sé qué noble,

divino poeta,

unió a la amargura

de la eterna rueda

   la dulce armonía

del agua que sueña,

y vendó tus ojos,

¡pobre mula vieja!...

   Mas sé que fué un noble,

divino poeta,

corazón maduro

de sombra y de ciencia.


(EL CADALSO)

   La aurora asomaba

lejana y siniestra.

   El lienzo de Oriente

sangraba tragedias,

pintarrajeadas

con nubes grotescas.

………....................

   En la vieja plaza

de una vieja aldea,

erguía su horrible

pavura esquelética

el tosco patíbulo

de fresca madera...

   La aurora asomaba

lejana y siniestra.


(LAS MOSCAS)

   Vosotras, las familiares,

inevitables golosas,

vosotras, moscas vulgares,

me evocáis todas las cosas.

   ¡Oh, viejas moscas voraces

como abejas en abril,

viejas moscas pertinaces

sobre mi calva infantil!

   ¡Moscas del primer hastío

en el salón familiar,

las claras tardes de estío

en que yo empecé a soñar!

   Y en la aborrecida escuela,

raudas moscas divertidas,

perseguidas

por amor de lo que vuela,

   -que todo es volar- sonoras,

rebotando en los cristales

en los días otoñales...

Moscas de todas las horas,

   de infancia y adolescencia,

de mi juventud dorada;

de esta segunda inocencia,

que da en no creer en nada,

   de siempre... Moscas vulgares,

que de puro familiares

no tendréis digno cantor:

yo sé que os habéis posado

   sobre el juguete encantado,

sobre el librote cerrado,

sobre la carta de amor,

sobre los párpados yertos

de los muertos.

   Inevitables golosas,

que ni labráis como abejas,

ni brilláis cual mariposas;

pequeñitas, revoltosas,

vosotras, amigas viejas,

me evocáis todas las cosas.


(ELEGÍA DE UN MADRIGAL)

   Recuerdo que una tarde de soledad y hastío,

¡oh tarde como tantas!, el alma mía era,

bajo el azul monótono, un ancho y terso río

que ni tenía un pobre juncal en su ribera.

   ¡Oh mundo sin encanto, sentimental inopia

que borra el misterioso azogue del cristal!

¡Oh el alma sin amores que el Universo copia

con un irremediable bostezo universal!

      
*

   Quiso el poeta recordar a solas,

las ondas bien amadas, la luz de los cabellos

que él llamaba en sus rimas rubias olas.

Leyó... La letra mata: no se acordaba de ellos...

   Y un día -como tantos- al aspirar un día

aromas de una rosa que en el rosal se abría,

brotó como una llama la luz de los cabellos

que él en sus madrigales llamaba rubias olas,

brotó, porque una aroma igual tuvieron ellos...

Y se alejó en silencio para llorar a solas.


(1907)

(ACASO...)

   Como atento no más a mi quimera

no reparaba en torno mío, un día

me sorprendió la fértil primavera

que en todo el ancho campo sonreía.

   Brotaban verdes hojas

de las hinchadas yemas del ramaje,

y flores amarillas, blancas, rojas,

alegraban la mancha del paisaje.

   Y era una lluvia de saetas de oro,

el sol sobre las frondas juveniles;

del amplio río en el caudal sonoro

se miraban los álamos gentiles.

   Tras de tanto camino es la primera

vez que miro brotar la primavera,

dije, y después, declamatoriamente:

   -¡Cuán tarde ya para la dicha mía!-

Y luego, al caminar, como quien siente

alas de otra ilusión: -Y todavía

¡yo alcanzaré mi juventud un día!


(JARDÍN)

   Lejos de tu jardín quema la tarde

inciensos de oro en purpurinas llamas,

tras el bosque de cobre y de ceniza.

En tu jardín hay dalias.

¡Malhaya tu jardín!... Hoy me parece

la obra de un peluquero,

con esa pobre palmerilla enana,

y ese cuadro de mirtos recortados...

y el naranjito en su tonel... El agua

de la fuente de piedra

no cesa de reír sobre la concha blanca.


(FANTASÍA DE UNA NOCHE DE ABRIL)

   ¿Sevilla?... ¿Granada?... La noche de luna.

Angosta la calle, revuelta y moruna,

de blancas paredes y obscuras ventanas.

Cerrados postigos, corridas persianas...

El cielo vestía su gasa de abril.

   Un vino risueño me dijo el camino.

Yo escucho los áureos consejos del vino,

que el vino es a veces escala de ensueño.

Abril y la noche y el vino risueño

cantaron en coro su salmo de amor.

   La calle copiaba, con sombra en el muro,

el paso fantasma y el sueño maduro

de apuesto embozado, galán caballero:

espada tendida, calado sombrero...

La luna vertía su blanco soñar.

   Como un laberinto mi sueño torcía

de calle en calleja. Mi sombra seguía

de aquel laberinto la sierpe encantada,

en pos de una oculta plazuela cerrada.

La luna lloraba su dulce blancor.

   La casa y la clara ventana florida,

de blancos jazmines y nardos prendida,

más blancos que el blanco soñar de la luna...

-Señora, la hora, tal vez importuna...

¿Que espere? (La dueña se lleva el candil.)

   Ya sé que sería quimera, señora,

mi sombra galante buscando a la aurora

en noches de estrellas y luna, si fuera

mentira la blanca nocturna quimera

que usurpa a la luna su trono de luz.

   ¡Oh dulce señora, más cándida y bella

que la solitaria matutina estrella

tan clara en el cielo! ¿Por qué silenciosa

oís mi nocturna querella amorosa?

¿Quién hizo, señora, cristal vuestra voz?...

   La blanca quimera parece que sueña.

Acecha en la obscura estancia la dueña.

-Señora, si acaso otra sombra emboscada

teméis, en la sombra, fiad en mi espada...

Mi espada se ha visto a la luna brillar.

   ¿Acaso os parece mi gesto anacrónico?

El vuestro es, señora, sobrado lacónico.

¿Acaso os asombra mi sombra embozada,

de espada tendida y toca plumada?...

¿Seréis la cautiva del moro Gazul?...

   Dijéraislo, y pronto mi amor os diría

el son de mi guzla y la algarabía

más dulce que oyera ventana moruna.

Mi guzla os dijera la noche de luna,

la noche de cándida luna de abril.

   Dijera la clara cantiga de plata

del patio moruno, y la serenata

que lleva el aroma de floridas preces

a los miradores y a los ajimeces,

los salmos de un blanco fantasma lunar.

   Dijera las danzas de trenzas lascivas,

las muelles cadencias de ensueños, las vivas

centellas de lánguidos rostros velados,

los tibios perfumes, los huertos cerrados;

dijera el aroma letal del harén.

   Yo guardo, señora, en viejo salterio

también una copla de blanco misterio,

la copla más suave, más dulce y más sabia

que evoca las claras estrellas de Arabia

y aromas de un moro jardín andaluz.

   Silencio... En la noche la paz de la luna

alumbra la blanca ventana moruna,

Silencio... Es el musgo que brota, y la hiedra

que lenta desgarra la tapia de piedra...

El llanto que vierte la luna de abril.

   -Si sois una sombra de la primavera

blanca entre jazmines, o antigua quimera

soñada en las trovas de dulces cantores,

yo soy una sombra de viejos cantares,

y el signo de un álgebra vieja de amores.

   Los gayos, lascivos decires mejores,

los árabes albos nocturnos soñares,

las coplas mundanas, los salmos talares,

poned en mis labios;

yo soy una sombra también del amor.

   Ya muerta la luna, mi sueño volvía

por la retorcida, moruna calleja.

El sol en Oriente reía

su risa más vieja.


(A UN NARANJO Y A UN LIMONERO)

VISTOS EN UNA TIENDA DE PLANTAS Y FLORES

   Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte!

Medrosas tiritan tus hojas menguadas.

Naranjo en la corte, qué pena da verte

con tus naranjitas secas y arrugadas.

   Pobre limonero de fruto amarillo

cual pomo pulido de pálida cera,

¡qué pena mirarte, mísero arbolillo

criado en mezquino tonel de madera!

   De los claros bosques de la Andalucía,

¿quién os trajo a esta castellana tierra

que barren los vientos de la adusta sierra,

hijos de los campos de la tierra mía?

   ¡Gloria de los huertos, árbol limonero,

que enciendes los frutos de pálido oro,

y alumbras del negro cipresal austero

las quietas plegarias erguidas en coro;

   y fresco naranjo del patio querido,

del campo risueño y el huerto soñado,

siempre en mi recuerdo maduro o florido

de frondas y aromas y frutos cargado!


(LOS SUEÑOS MALOS)

   Está la plaza sombría;

muere el día.

Suenan lejos las campanas.

   De balcones y ventanas

se iluminan las vidrieras,

con reflejos mortecinos,

como huesos blanquecinos

y borrosas calaveras.

   En toda la tarde brilla

una luz de pesadilla.

Está el sol en el ocaso.

Suena el eco de mi paso.

   -¿Eres tú? Ya te esperaba...

-No eras tú a quien yo buscaba.


(HASTÍO)

   Pasan las horas de hastío

por la estancia familiar,

el amplio cuarto sombrío

donde yo empecé a soñar.

   Del reloj arrinconado,

que en la penumbra clarea,

el tic-tac acompasado

odiosamente golpea.

   Dice la monotonía

del agua clara al caer:

un día es como otro día;

hoy es lo mismo que ayer.

   Cae la tarde. El viento agita

el parque mustio y dorado...

¡Qué largamente ha llorado

toda la fronda marchita!


   Sonaba el reloj la una,

dentro de mi cuarto. Era

triste la noche. La luna,

reluciente calavera,

   ya del cenit declinando,

iba del ciprés del huerto

fríamente iluminando

el alto ramaje yerto.

   Por la entreabierta ventana

llegaban a mis oídos

metálicos alaridos

de una música lejana.

   Una música tristona,

una mazurca olvidada,

entre inocente y burlona,

mal tañida y mal soplada.

   Y yo sentí el estupor

del alma cuando bosteza

el corazón, la cabeza,

y... morirse es lo mejor.


(CONSEJOS)

I

   Este amor que quiere ser

acaso pronto será;

pero ¿cuándo ha de volver

lo que acaba de pasar?

   Hoy dista mucho de ayer.

¡Ayer es Nunca jamás!


II

   Moneda que está en la mano

quizá se deba guardar;

la monedita del alma

se pierde si no se da.


(GLOSA)

   Nuestras vidas son los ríos

que van a dar a la mar,

que es el morir. ¡Gran cantar!

   Entre los poetas míos

tiene Manrique un altar.

   Dulce goce de vivir:

mala ciencia del pasar,

ciego huir a la mar.

   Tras el pavor del morir

está el placer de llegar.

   ¡Gran placer!

Mas ¿y el horror de volver?

¡Gran pesar!


   Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una fontana fluía

dentro de mi corazón.

Di, ¿por qué acequia escondida,

agua, vienes hasta mí,

manantial de nueva vida

en donde nunca bebí?

   Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una colmena tenía

dentro de mi corazón;

y las doradas abejas

iban fabricando en él,

con las amarguras viejas,

blanca cera y dulce miel.

   Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que un ardiente sol lucía

dentro de mi corazón.

Era ardiente porque daba

calores de rojo hogar,

y era sol porque alumbraba

y porque hacía llorar.

   Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que era Dios lo que tenía

dentro de mi corazón.


   ¿Mi corazón se ha dormido?

Colmenares de mis sueños

¿ya no labráis? ¿Está seca

la noria del pensamiento,

los cangilones vacíos,

girando, de sombra llenos?

   No, mi corazón no duerme.

Está despierto, despierto.

Ni duerme ni sueña, mira,

los claros ojos abiertos,

señas lejanas y escucha

a orillas del gran silencio.


(INTRODUCCIÓN)

   Leyendo un claro día

mis bien amados versos,

he visto en el profundo

espejo de mis sueños

   que una verdad divina

temblando está de miedo,

y es una flor que quiere

echar su aroma al viento.

   El alma del poeta

se orienta hacia el misterio.

Sólo el poeta puede

mirar lo que está lejos

dentro del alma, en turbio

y mago sol envuelto.

   En esas galerías,

sin fondo, del recuerdo,

donde las pobres gentes

colgaron cual trofeo

   el traje de una fiesta

apolillado y viejo,

allí el poeta sabe

el laborar eterno

mirar de las doradas

abejas de los sueños.

   Poetas, con el alma

atenta al hondo cielo,

en la cruel batalla

o en el tranquilo huerto,

   la nueva miel labramos

con los dolores viejos,

la veste blanca y pura

pacientemente hacemos,

y bajo el sol bruñimos

el fuerte arnés de hierro.

   El alma que no sueña,

el enemigo espejo,

proyecta nuestra imagen

con un perfil grotesco.

   Sentimos una ola

de sangre, en nuestro pecho,

que pasa... y sonreímos,

y a laborar volvemos.


   Desgarrada la nube; el arco iris

brillando ya en el cielo,

y en un fanal de lluvia

y sol el campo envuelto.

   Desperté. ¿Quién enturbia

los mágicos cristales de mi sueño?

Mi corazón latía

atónito y disperso.

   ... ¡El limonar florido,

el cipresal del huerto,

el prado verde, el sol, el agua, el iris...

¡el agua en tus cabellos!...

   Y todo en la memoria se perdía

como una pompa de jabón al viento.


   Y era el demonio de mi sueño, el ángel

más hermoso. Brillaban

como aceros los ojos victoriosos,

y las sangrientas llamas

de su antorcha alumbraron

la honda cripta del alma.

   -¿Vendrás conmigo? -No, jamás; las tumbas

y los muertos me espantan.

Pero la férrea mano

mi diestra atenazaba.

   -Vendrás conmigo... Y avancé en mi sueño,

cegado por la roja luminaria.

Y en la cripta sentí sonar cadenas,

y rebullir de fieras enjauladas.


   Desde el umbral de un sueño me llamaron...

Era la buena voz, la voz querida.

   -Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?...

Llegó a mi corazón una caricia.

   -Contigo siempre... Y avancé en mi sueño

por una larga, escueta galería,

sintiendo el roce de la veste pura

y el palpitar suave de la mano amiga.


(SUEÑO INFANTIL)

   Una clara noche

de fiesta y de luna,

noche de mis sueños,

noche de alegría

   -era luz mi alma

que hoy es bruma toda,

no eran mis cabellos

negros todavía-,

   el hada más joven

me llevó en sus brazos

a la alegre fiesta

que en la plaza ardía.

   So el chisporroteo

de las luminarias,

amor sus madejas

de danzas tejía.

   Y en aquella noche

de fiesta y de luna,

noche de mis sueños,

noche de alegría,

   el hada más joven,

besaba mi frente...,

con su linda mano

su adiós me decía...

   Todos los rosales

daban sus aromas,

todos los amores

amor entreabría.


   ¡Y esos niños en hilera,

llevando el sol de la tarde

en sus velitas de cera...!

      
*

   ¡De amarillo calabaza,

en el azul, cómo sube

la luna, sobre la plaza!

      
*

   Duro ceño.

Pirata, rubio africano,

barbitaheño.

   Lleva un alfanje en la mano.

Estas figuras del sueño...

      
*

   Donde las niñas cantan en corro,

en los jardines del limonar,

sobre la fuente, negro abejorro

pasa volando, zumba al volar.

   Se oyó su bronco gruñir de abuelo

entre las claras voces sonar,

superflua nota de violoncelo

en los jardines del limonar.

   Entre las cuatro blancas paredes,

cuando una mano cerró el balcón,

por los salones de sal-si-puedes

suena el rebato de su bordón.

   Muda en el techo, quieta, ¿dormida?

la negra nota de angustia está,

y en la pradera verdiflorida

de un sueño niño volando va…


   Si yo fuera un poeta

galante, cantaría

a vuestros ojos un cantar tan puro

como en el mármol blanco el agua limpia.

   Y en una estrofa de agua

todo el cantar sería:

   «Ya sé que no responden a mis ojos,

que ven y no preguntan cuando miran,

los vuestros claros, vuestros ojos tienen

la buena luz tranquila,

la buena luz del mundo en flor, que he visto

desde los brazos de mi madre un día.»


   Llamó a mi corazón, un claro día,

con un perfume de jazmín, el viento.

   -A cambio de este aroma,

todo el aroma de tus rosas quiero.

-No tengo rosas; flores

en mi jardín no hay ya: todas han muerto.

   Me llevaré los llantos de las fuentes,

las hojas amarillas y los mustios pétalos.

Y el viento huyó... Mi corazón sangraba..

Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto?


   Hoy buscarás en vano

a tu dolor consuelo.

   Lleváronse tus hadas

el lino de tus sueños.

Está la fuente muda,

y está marchito el huerto.

Hoy sólo quedan lágrimas

para llorar. No hay que llorar, ¡silencio!


   Y nada importa ya que el vino de oro

rebose de tu copa cristalina,

o el agrio zumo enturbie el puro vaso…

   Tú sabes las secretas galerías

del alma, los caminos de los sueños,

y la tarde tranquila

donde van a morir... Allí te aguardan

   las hadas silenciosas de la vida,

y hacia un jardín de eterna primavera

te llevarán un día.


   Tocados de otros días,

mustios encajes y marchitas sedas;

salterios arrumbados,

rincones de las salas polvorientas;

   daguerrotipos turbios,

cartas que amarillean;

libracos no leídos

que guardan grises florecitas secas:

   romanticismos muertos,

cursilerías viejas,

cosas de ayer que sois el alma, y cantos

y cuentos de la abuela!...


   La casa tan querida

donde habitaba ella,

sobre un montón de escombros arruinada

o derruída, enseña

el negro y carcomido

maltrabado esqueleto de madera.

   La luna está vertiendo

su clara luz en sueños que platea

en las ventanas. Mal vestido y triste,

voy caminando por la calle vieja.


   Ante el pálido lienzo de la tarde,

la iglesia, con sus torres afiladas

y el ancho campanario, en cuyos huecos

voltean suavemente las campanas,

alta y sombría, surge.

   La estrella es una lágrima

en el azul celeste.

Bajo la estrella clara,

flota, vellón disperso,

una nube quimérica de plata.


   Tarde tranquila, casi

con placidez de alma,

para ser joven, para haberlo sido

cuando Dios quiso, para

tener algunas alegrías... lejos,

y poder dulcemente recordarlas.


   Yo, como Anacreonte,

quiero cantar, reír y echar al viento

las sabias amarguras

y los graves consejos,

   y quiero, sobre todo, emborracharme,

ya lo sabéis... ¡Grotesco!

Pura fe en el morir, pobre alegría

y macabro danzar antes de tiempo.


   ¡Oh tarde luminosa!

El aire está encantado.

La blanca cigüeña

dormita volando,

y las golondrinas se cruzan, tendidas

las alas agudas al viento dorado,

y en la tarde risueña se alejan

volando, soñando...

   Y hay una que torna como la saeta,

las alas agudas tendidas al aire sombrío,

buscando su negro rincón del tejado.

   La blanca cigüeña,

como un garabato,

tranquila y disforme ¡tan disparatada!

sobre el campanario.


   Es una tarde cenicienta y mustia,

destartalada, como el alma mía;

y es esta vieja angustia

que habita mi usual hipocondría.

   La causa de esta angustia no consigo

ni vagamente comprender siquiera;

pero recuerdo y, recordando, digo:

-Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.

      
*

   Y no es verdad, dolor, yo te conozco,

tú eres nostalgia de la vida buena

y soledad de corazón sombrío,

de barco sin naufragio y sin estrella.

   Como perro olvidado que no tiene

huella ni olfato y yerra

por los caminos, sin camino, como

el niño que en la noche de una fiesta

   se pierde entre el gentío

y el aire polvoriento y las candelas

chispeantes, atónito, y asombra

su corazón de música y de pena,

   así voy yo, borracho melancólico,

guitarrista lunático, poeta,

y pobre hombre en sueños,

siempre buscando a Dios entre la niebla.


   ¿Y ha de morir contigo el mundo mago

donde guarda el recuerdo

los hálitos más puros de la vida,

la blanca sombra del amor primero,

   la voz que fué a tu corazón, la mano

que tú querías retener en sueños,

y todos los amores

que llegaron al alma, al hondo cielo?

   ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,

la vieja vida en orden tuyo y nuevo?

¿Los yunques y crisoles de tu alma

trabajan para el polvo y para el viento?


   Desnuda está la tierra,

y el alma aúlla al horizonte pálido

como loba famélica. ¿Qué buscas,

poeta, en el ocaso?

   Amargo caminar, porque el camino

pesa en el corazón. ¡El viento helado,

y la noche que llega, y la amargura

de la distancia!... En el camino blanco

   algunos yertos árboles negrean;

en los montes lejanos

hay oro y sangre... El sol murió... ¿Qué buscas,

poeta, en el ocaso?


(CAMPO)

   La tarde está muriendo

como un hogar humilde que se apaga.

   Allá, sobre los montes,

quedan algunas brasas.

   Y ese árbol roto en el camino blanco

hace llorar de lástima.

   ¡Dos ramas en el tronco herido, y una

hoja marchita y negra en cada rama!

   ¿Lloras?... Entre los álamos de oro,

lejos, la sombra del amor te aguarda.


(A UN VIEJO Y DISTINGUIDO SEÑOR)

   Te he visto, por el parque ceniciento

que los poetas aman

para llorar, como una noble sombra

vagar, envuelto en tu levita larga.

   El talante cortés, ha tantos años

compuesto de una fiesta en la antesala,

¡qué bien tus pobres huesos

ceremoniosos guardan!

   Yo te he visto, aspirando distraído,

con el aliento que la tierra exhala

-hoy, tibia tarde en que las mustias hojas

húmedo viento arranca-,

del eucalipto verde

   el frescor de las hojas perfumadas.

Y te he visto llevar la seca mano

a la perla que brilla en tu corbata.


(LOS SUEÑOS)

   El hada más hermosa ha sonreído

al ver la lumbre de una estrella pálida,

que en hilo suave, blanco y silencioso

se enrosca al huso de su rubia hermana.

   Y vuelve a sonreír, porque en su rueca

el hilo de los campos se enmaraña.

Tras la tenue cortina de la alcoba

está el jardín envuelto en luz dorada.

   La cuna, casi en sombra. El niño duerme.

Dos hadas laboriosas lo acompañan,

hilando de los sueños los sutiles

copos en ruecas de marfil y plata.


   Guitarra del mesón que hoy suenas jota,

mañana petenera,

según quien llega y tañe

las empolvadas cuerdas,

   guitarra del mesón de los caminos,

no fuiste nunca, ni serás, poeta.

   Tú eres alma que dice su armonía

solitaria a las almas pasajeras...

   Y siempre que te escucha el caminante

sueña escuchar un aire de su tierra.


   El rojo sol de un sueño en el Oriente asoma.

Luz en sueños. ¿No tiemblas, andante peregrino?

Pasado el llano verde, en la florida loma,

acaso está el cercano final de tu camino.

   Tú no verás del trigo la espiga sazonada

y de macizas pomas cargado el manzanar,

ni de la vid rugosa la uva aurirrosada

ha de exprimir su alegre licor en tu lagar.

   Cuando el primer aroma exhalen los jazmines

y cuando más palpiten las rosas del amor,

una mañana de oro que alumbre los jardines,

¿no huirá, como una nube dispersa, el sueño en flor?

   Campo recién florido y verde, quién pudiera

soñar aún largo tiempo en esas pequeñitas

corolas azuladas que manchan la pradera,

y en esas diminutas primeras margaritas!


   La primavera besaba

suavemente la arboleda,

y el verde nuevo brotaba

como una verde humareda.

   Las nubes iban pasando

sobre el campo juvenil...

Yo vi en las hojas temblando

las frescas lluvias de abril.

   Bajo ese almendro florido,

todo cargado de flor,

-recordé-, yo he maldecido

mi juventud sin amor.

   Hoy, en mitad de la vida,

me he parado a meditar...

¿Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar?


   Eran ayer mis dolores

como gusanos de seda

que iban labrando capullos;

hoy son mariposas negras.

   ¡De cuántas flores amargas

he sacado blanca cera!

¡Oh, tiempo en que mis pesares

trabajaban como abejas!

   Hoy son como avenas locas,

o cizaña en sementera,

como tizón en espiga,

como carcoma en madera.

   ¡Oh, tiempo en que mis dolores

tenían lágrimas buenas,

y eran como agua de noria

que va regando una huerta!

Hoy son agua de torrente

que arranca el limo a la tierra.

   Dolores que ayer hicieron

de mi corazón colmena,

hoy tratan mi corazón

como a una muralla vieja:

quieren derribarlo, y pronto,

al golpe de la piqueta.


(RENACIMIENTO)

   Galerías del alma... ¡El alma niña!

Su clara luz risueña;

y la pequeña historia,

y la alegría de la vida nueva...

   ¡Ah, volver a nacer, y andar camino,

ya recobrada la perdida senda!

   Y volver a sentir en nuestra mano,

aquel latido de la mano buena

de nuestra madre... Y caminar en sueños

por amor de la mano que nos lleva.

      
*

   En nuestras almas todo

por misteriosa mano se gobierna.

Incomprensibles, mudas,

nada sabemos de las almas nuestras.

   Las más hondas palabras

del sabio nos enseñan,

lo que el silbar del viento cuando sopla,

o el sonar de las aguas cuando ruedan.


- LXXXVIII -

   Tal vez la mano, en sueños,

del sembrador de estrellas,

hizo sonar la música olvidada

   como una nota de la lira inmensa,

y la ola humilde a nuestros labios vino

de unas pocas palabras verdaderas.


   Y podrás conocerte, recordando

del pasado soñar los turbios lienzos,

en este día triste en que caminas

con los ojos abiertos.

   De toda la memoria, sólo vale

el don preclamo de evocar los sueños.


   Los árboles conservan

verdes aún las copas,

pero del verde mustio

de las marchitas frondas.

   El agua de la fuente,

sobre la piedra tosca

y de verdín cubierta,

resbala silenciosa.

   Arrastra el viento algunas

amarillentas hojas.

¡El viento de la tarde

sobre la tierra en sombra!


   Húmedo está, bajo el laurel, el banco

de verdinosa piedra;

lavó la lluvia, sobre el muro blanco,

las empolvadas hojas de la hiedra.

   Del viento del otoño el tibio aliento

los céspedes undula, y la alameda

conversa con el viento...

¡el viento de la tarde en la arboleda!

   Mientras el sol en el ocaso esplende

que los racimos de la vid orea,

y el buen burgués, en su balcón, enciende

la estoica pipa en que el tabaco humea,

   voy recordando versos juveniles...

¿Qué fué de aquel mi corazón sonoro?

¿Será cierto que os vais, sombras gentiles,

huyendo entre los árboles de oro?


Tournez, tournez, chevaux de bois.
VERLAINE.

   Pegasos, lindos pegasos,

caballitos de madera.

………..............................

   Yo conocí, siendo niño,

la alegría de dar vueltas

sobre un corcel colorado,

en una noche de fiesta.

   En el aire polvoriento

chispeaban las candelas,

y la noche azul ardía

toda sembrada de estrellas.

   ¡Alegrías infantiles

que cuestan una moneda

de cobre, lindos pegasos,

caballitos de madera!


   Deletreos de armonía

que ensaya inexperta mano.

   Hastío. Cacofonía

del sempiterno piano

que yo de niño escuchaba

soñando... no sé con qué,

   con algo que no llegaba,

todo lo que ya se fué.


   En medio de la plaza y sobre tosca piedra,

el agua brota y brota. En el cercano huerto

eleva, tras el muro ceñido por la hiedra,

alto ciprés la mancha de su ramaje yerto.

   La tarde está cayendo frente a los caserones

de la ancha plaza, en sueños. Relucen las vidrieras

con ecos mortecinos de sol. En los balcones

hay formas que parecen confusas calaveras.

   La calma es infinita en la desierta plaza,

donde pasea el alma su traza de alma en pena.

El agua brota y brota en la marmórea taza.

En todo el aire en sombra no más que el agua suena.


(COPLAS MUNDANAS)

   Poeta ayer, hoy triste y pobre

filósofo trasnochado,

tengo en monedas de cobre

el oro de ayer cambiado.

   Sin placer y sin fortuna,

pasó como una quimera

mi juventud, la primera...

la sola, no hay más que una:

la de dentro es la de fuera.

   Pasó como un torbellino,

bohemia y aborrascada,

harta de coplas y vino,

mi juventud bien amada.

   Y hoy miro a las galerías

del recuerdo, para hacer

aleluyas de elegías

desconsoladas de ayer.

   ¡Adiós, lágrimas cantoras,

lágrimas que alegremente

brotabais, como en la fuente

las limpias aguas sonoras!

   ¡Buenas lágrimas vertidas

por un amor juvenil,

cual frescas lluvias caídas

sobre los campos de abril!

   No canta ya el ruiseñor

de cierta noche serena;

sanamos del mal de amor

que sabe llorar sin pena.

   Poeta ayer, hoy triste y pobre

filósofo trasnochado,

tengo en monedas de cobre

el oro de ayer cambiado.


(SOL DE INVIERNO)

   Es mediodía. Un parque.

Invierno. Blancas sendas;

simétricos montículos

y ramas esqueléticas.

   Bajo el invernadero,

naranjos en maceta,

y en su tonel, pintado

de verde, la palmera.

   Un viejecillo dice,

para su capa vieja:

«¡El sol, esta hermosura

de sol!...» Los niños juegan.

   El agua de la fuente

resbala, corre y sueña

lamiendo, casi muda,

la verdinosa piedra.


CAMPOS DE CASTILLA
(1907-1917)

(RETRATO)

   Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

   Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido

-ya conocéis mi torpe aliño indumentario-,

mas recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

   Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

   Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

   Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

   ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

   Converso con el hombre que siempre va conmigo

-quien habla solo espera hablar a Dios un día-;

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

   Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

   Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.


(A ORILLAS DEL DUERO)

   Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

A trechos me paraba para enjugar mi frente

y dar algún respiro al pecho jadeante;

o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante

y hacia la mano diestra vencido y apoyado

en un bastón, a guisa de pastoril cayado,

trepaba por los cerros que habitan las rapaces

aves de altura, hollando las hierbas montaraces

de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego-.

Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

   Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,

y una redonda loma cual recamado escudo,

y cárdenos alcores sobre la parda tierra

-harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra-,

las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero

para formar la corva ballesta de un arquero

en torno a Soria. -Soria es una barbacana,

hacia Aragón, que tiene la torre castellana-.

Veía el horizonte cerrado por colinas

obscuras, coronadas de robles y de encinas;

desnudos peñascales, algún humilde prado

donde el merino pace y el toro, arrodillado

sobre la hierba, rumia; las márgenes del río

lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,

y, silenciosamente, lejanos pasajeros,

¡tan diminutos! -carros, jinetes y arrieros-

cruzar el largo puente, y bajo las arcadas

de piedra ensombrecerse las aguas plateadas

del Duero.

El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla.

¡Oh, tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas,

de campos sin arados, regatos ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones,

y atónitos palurdos sin danzas ni canciones

que aun van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

   Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma yerra

de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.

   La madre en otro tiempo fecunda en capitanes

madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.

Castilla no es aquella tan generosa un día,

cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de su nueva fortuna y su opulencia,

a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;

o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,

pedía la conquista de los inmensos ríos

indianos a la corte, la madre de soldados,

guerreros y adalides que han de tornar, cargados

de plata y oro, a España, en regios galeones,

para la presa cuervos, para la lid leones.

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y si les llega en sueños, como un rumor distante,

clamor de mercaderes de muelles de Levante,

no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

   Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.

   El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campana

-ya irán a su rosario las enlutadas viejas-.

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.

Hacia el camino blanco está el mesón abierto

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.


(POR TIERRAS DE ESPAÑA)

   El hombre de estos campos que incendia los pinares

y su despojo aguarda como botín de guerra,

antaño hubo raído los negros encinares,

talado los robustos robledos de la sierra.

   Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;

la tempestad llevarse los limos de la tierra

por los sagrados ríos hacia los anchos mares;

y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.

   Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,

pastores que conducen sus hordas de merinos

a Extremadura fértil, rebaños trashumantes

que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.

   Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,

hundidos, recelosos, movibles; y trazadas

cual arco de ballesta, en el semblante enjuto

de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.

   Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,

capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,

que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,

esclava de los siete pecados capitales.

   Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,

guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;

ni para su infortunio ni goza su riqueza;

le hieren y acongojan fortuna y malandanza.

   El numen de estos campos es sanguinario y fiero;

al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,

veréis agigantarse la forma de un arquero,

la forma de un inmenso centauro flechador.

   Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta

-no fué por estos campos el bíblico jardín-;

son tierras para el águila, un trozo de planeta

por donde cruza errante la sombra de Caín.


(EL HOSPICIO)

   Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,

el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas

en donde los vencejos anidan en verano

y graznan en las noches de invierno las cornejas.

   Con su frontón al Norte, entre los dos torreones

de antigua fortaleza, el sórdido edificio

de grietados muros y sucios paredones,

es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!

   Mientras el sol de enero su débil luz envía,

su triste luz velada sobre los campos yermos,

a un ventanuco asoman, al declinar el día,

algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,

a contemplar los montes azules de la sierra;

o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,

caer la blanca nieve sobre la fría tierra,

sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...


(EL DIOS IBERO)

   Igual que el ballestero

tahur de la cantiga,

tuviera una saeta el hombre ibero

para el Señor que apedreó la espiga

y malogró los frutos otoñales,

y un «gloria a ti» para el Señor que grana

centenos y trigales

que el pan bendito le darán mañana.

   «Señor de la ruina,

adoro porque aguardo y porque temo:

con mi oración se inclina

hacia la tierra un corazón blasfemo.

   ¡Señor, por quien arranco el pan con pena,

sé tu poder, conozco mi cadena!

¡Oh dueño de la nube del estío

que la campiña arrasa,

del seco otoño, del helar tardío,

y del bochorno que la mies abrasa!

   ¡Señor del iris, sobre el campo verde

donde la oveja pace,

Señor del fruto que el gusano muerde

y de la choza que el turbión deshace,

   tu soplo el fuego del hogar aviva,

tu lumbre da sazón al rubio grano,

y cuaja el hueso de la verde oliva,

la noche de San Juan, tu santa mano!

   ¡Oh dueño de fortuna y de pobreza,

ventura y malandanza,

que al rico das favores y pereza

y al pobre su fatiga y su esperanza!

   ¡Señor, Señor: en la voltaria rueda

del año he visto mi simiente echada,

corriendo igual albur que la moneda

del jugador en el azar sembrada!

   ¡Señor, hoy paternal, ayer cruento,

con doble faz de amor y de venganza,

a ti, en un dado de tahúr al viento

va mi oración, blasfemia y alabanza!»

   Este que insulta a Dios en los altares,

no más atento al ceño del destino,

también soñó caminos en los mares

y dijo: es Dios sobre la mar camino.

   ¿No es él quien puso a Dios sobre la guerra,

más allá de la suerte,

más allá de la tierra,

más allá de la mar y de la muerte?

   ¿No dió la encina ibera

para el fuego de Dios la buena rama,

que fué en la santa hoguera

de amor una con Dios en pura llama?

   Mas hoy... ¡Qué importa un día!

Para los nuevos lares

estepas hay en la floresta umbría,

leña verde en los viejos encinares.

   Aun larga patria espera

abrir al corvo arado sus besanas;

para el grano de Dios hay sementera

bajo cardos y abrojos y bardanas.

   ¡Qué importa un día! Está el ayer alerto

al mañana, mañana al infinito,

hombres de España, ni el pasado ha muerto,

ni está el mañana -ni el ayer- escrito.

   ¿Quién ha visto la faz al Dios hispano?

Mi corazón aguarda

al hombre ibero de la recia mano,

que tallará en el roble castellano

el Dios adusto de la tierra parda.


(ORILLAS DEL DUERO)

   ¡Primavera soriana, primavera

humilde, como el sueño de un bendito,

de un pobre caminante que durmiera

de cansancio en un páramo infinito!

   ¡Campillo amarillento,

como tosco sayal de campesina,

pradera de velludo polvoriento

donde pace la escuálida merina!

   ¡Aquellos diminutos pegujales

de tierra dura y fría,

donde apuntan centenos y trigales

que el pan moreno nos darán un día!

   Y otra vez roca y roca, pedregales

desnudos y pelados serrijones,

la tierra de las águilas caudales,

malezas y jarales,

hierbas monteses, zarzas y cambrones.

   ¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!

¡Castilla, tus decrépitas ciudades!

¡La agria melancolía

que puebla tus sombrías soledades!

   ¡Castilla varonil, adusta tierra,

Castilla del desdén contra la suerte,

Castilla del dolor y de la guerra,

tierra inmortal, Castilla de la muerte!

   Era una tarde, cuando el campo huía

del sol, y en el asombro del planeta,

como un globo morado aparecía

la hermosa luna, amada del poeta.

   En el cárdeno cielo viöleta

alguna clara estrella fulguraba.

El aire ensombrecido

oreaba mis sienes, y acercaba

el murmullo del agua hasta mi oído.

   Entre cerros de plomo y de ceniza

manchados de roídos encinares,

y entre calvas roqueadas de caliza,

iba a embestir los ocho tajamares

del puente el padre río,

que surca de Castilla el yermo frío.

   ¡Oh Duero, tu agua corre

y correrá mientras las nieves blancas

de enero el sol de mayo

haga fluir por hoces y barrancas,

mientras tengan las sierras su turbante

de nieve y de tormenta,

y brille el olifante

del sol, tras de la nube cenicienta!...

   ¿Y el viejo romancero

fué el sueño de un juglar junto a tu orilla?

¿Acaso como tú y por siempre, Duero,

irá corriendo hacia la mar Castilla?


(LAS ENCINAS)

A los Sres. de Masriera.

   ¡Encinares castellanos

en laderas y altozanos,

serrijones y colinas

llenos de obscura maleza,

encinas, pardas encinas;

humildad y fortaleza!

   Mientras que llenándoos va

el hacha de calvijares,

¿nadie cantaros sabrá,

encinares?

   El roble es la guerra, el roble

dice el valor y el coraje,

rabia inmoble

en su torcido ramaje;

y es más rudo

que la encina, más nervudo,

más altivo y más señor.

   El alto roble parece

que recalca y ennudece

su robustez como atleta

que, erguido, afinca en el suelo.

   El pino es el mar y el cielo

y la montaña: el planeta.

La palmera es el desierto,

el sol y la lejanía:

la sed; una fuente fría

soñada en el campo yerto.

   Las hayas son la leyenda.

Alguien, en las viejas hayas,

leía una historia horrenda

de crímenes y batallas.

   ¿Quién ha visto sin temblar

un hayedo en un pinar?

Los chopos son la ribera,

liras de la primavera,

cerca del agua que fluye,

pasa y huye,

viva o lenta,

que se emboca turbulenta

o en remanso se dilata.

En su eterno escalofrío

copian del agua del río

las vivas ondas de plata.

   De los parques las olmedas

son las buenas arboledas

que nos han visto jugar,

cuando eran nuestros cabellos

rubios y, con nieve en ellos,

nos han de ver meditar.

   Tiene el manzano el olor

de su poma,

el eucalipto el aroma

de sus hojas, de su flor

el naranjo la fragancia;

y es del huerto

la elegancia

el ciprés obscuro y yerto.

   ¿Qué tienes tú, negra encina

campesina,

con tus ramas sin color

en el campo sin verdor;

con tu tronco ceniciento

sin esbeltez ni altiveza,

con tu vigor sin tormento,

y tu humildad que es firmeza?

   En tu copa ancha y redonda

nada brilla,

ni tu verdiobscura fronda

ni tu flor verdiamarilla.

   Nada es lindo ni arrogante

en tu porte, ni guerrero,

nada fiero

que aderece su talante.

Brotas derecha o torcida

con esa humildad que cede

sólo a la ley de la vida,

que es vivir como se puede.

   El campo mismo se hizo

árbol en ti, parda encina.

Ya bajo el sol que calcina,

ya contra el hielo invernizo,

el bochorno y la borrasca,

el agosto y el enero,

los copos de la nevasca,

los hilos del aguacero,

siempre firme, siempre igual,

impasible, casta y buena,

¡oh tú, robusta y serena,

eterna encina rural

de los negros encinares

de la raya aragonesa

y las crestas militares

de la tierra pamplonesa;

encinas de Extremadura,

de Castilla, que hizo a España,

encinas de la llanura,

del cerro y de la montaña;

encinas del alto llano

que el joven Duero rodea,

y del Tajo que serpea

por el suelo toledano;

encinas de junto al mar

-en Santander-, encinar

que pones tu nota arisca,

como un castellano ceño,

en Córdoba la morisca,

y tú, encinar madrileño,

bajo Guadarrama frío,

tan hermoso, tan sombrío,

con tu adustez castellana

corrigiendo

la vanidad y el atuendo

y la hetiquez cortesana!...

Ya sé, encinas

campesinas,

que os pintaron, con lebreles

elegantes y corceles,

los más egregios pinceles,

y os cantaron los poetas

augustales,

que os asordan escopetas

de cazadores reales;

mas sois el campo y el lar

y la sombra tutelar

de los buenos aldeanos

que visten parda estameña,

y que cortan vuestra leña

con sus manos.


   ¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo,

la sierra gris y blanca,

la sierra de mis tardes madrileñas

que yo veía en el azul pintada?

   Por tus barrancos hondos

y por tus cumbres agrias,

mil Guadarramas y mil soles vienen,

cabalgando conmigo, a tus entrañas.


Camino de Balsaín, 1911.

(EN ABRIL, LAS AGUAS MIL)

   Son de abril las aguas mil.

Sopla el viento achubascado,

y entre nublado y nublado

hay trozos de cielo añil.

   Agua y sol. El iris brilla.

En una nube lejana,

zigzaguea

una centella amarilla.

   La lluvia da en la ventana

y el cristal repiquetea.

   A través de la neblina

que forma la lluvia fina,

se divisa un prado verde,

y un encinar se esfumina,

y una sierra gris se pierde.

   Los hilos del aguacero

sesgan las nacientes frondas,

y agitan las turbias ondas

en el remanso del Duero.

   Lloviendo está en los habares

y en las pardas sementeras;

hay sol en los encinares,

charcos por las carreteras.

   Lluvia y sol. Ya se obscurece

el campo, ya se ilumina;

allí un cerro desparece,

allá surge una colina.

   Ya son claros, ya sombríos

los dispersos caseríos,

los lejanos torreones.

   Hacia la sierra plomiza

van rodando en pelotones

nubes de guata y ceniza.


(UN LOCO)

   Es una tarde mustia y desabrida

de un otoño sin frutos, en la tierra

estéril y raída

donde la sombra de un centauro yerra.

   Por un camino en la árida llanura,

entre álamos marchitos,

a solas con su sombra y su locura,

va el loco, hablando a gritos.

   Lejos se ven sombríos estepares,

colinas con malezas y cambrones,

y ruinas de viejos encinares,

coronando los agrios serrijones.

   El loco vocifera

a solas con su sombra y su quimera.

Es horrible y grotesca su figura;

flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,

ojos de calentura

iluminan su rostro demacrado.

   Huye de la ciudad... Pobres maldades,

misérrimas virtudes y quehaceres

de chulos aburridos, y ruindades

de ociosos mercaderes.

   Por los campos de Dios el loco avanza.

Tras la tierra esquelética y sequiza

-rojo de herrumbe y pardo de ceniza-

hay un sueño de lirio en lontananza.

   Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!

-¡carne triste y espíritu villano!-

   No fué por una trágica amargura

esta alma errante desgajada y rota;

purga un pecado ajeno: la cordura,

la terrible cordura del idiota.


(FANTASÍA ICONOGRÁFICA)

   La calva prematura

brilla sobre la frente amplia y severa;

bajo la piel de pálida tersura

se trasluce la fina calavera.

   Mentón agudo y pómulos marcados

por trazos de un punzón adamantino;

y de insólita púrpura manchados

los labios que soñara un florentino.

   Mientras la boca sonreír parece,

los ojos perspicaces,

que un ceño pensativo empequeñece,

miran y ven, profundos y tenaces.

   Tiene sobre la mesa un libro viejo

donde posa la mano distraída.

Al fondo de la cuadra, en el espejo,

una tarde dorada está dormida.

   Montañas de violeta

y grisientos breñales,

la tierra que ama el santo y el poeta,

los buitres y las águilas caudales.

   Del abierto balcón al blanco muro

va una franja de sol anaranjada

que inflama el aire, en el ambiente obscuro

que envuelve la armadura arrinconada.


(UN CRIMINAL)

   El acusado es pálido y lampiño.

Arde en sus ojos una fosca lumbre,

que repugna a su máscara de niño

y ademán de piadosa mansedumbre.

   Conserva del obscuro seminario

el talante modesto y la costumbre

de mirar a la tierra o al breviario.

   Devoto de María,

madre de pecadores,

por Burgos bachiller en teología,

presto a tomar las órdenes menores.

   Fué su crimen atroz. Hartóse un día

de los textos profanos y divinos,

sintió pesar del tiempo que perdía

enderezando hipérbatons latinos.

   Enamoróse de una hermosa niña;

subiósele el amor a la cabeza

como el zumo dorado de la viña,

y despertó su natural fiereza.

   En sueños vió a sus padres -labradores

de mediano caudal- iluminados,

del hogar por los rojos resplandores,

los campesinos rostros atezados.

   Quiso heredar. ¡Oh, guindos y nogales

del huerto familiar, verde y sombrío,

y doradas espigas candeales

que colmarán los trojes del estío!

   Y se acordó del hacha que pendía

en el muro, luciente y afilada,

el hacha fuerte que la leña hacía

de la rama de roble cercenada.

………………………................

   Frente al reo, los jueces con sus viejos

ropones enlutados;

y una hilera de obscuros entrecejos

y de plebeyos rostros: los jurados.

   El abogado defensor perora,

golpeando el pupitre con la mano;

emborrona papel un escribano,

mientras oye el fiscal, indiferente,

el alegato enfático y sonoro,

y repasa los autos judiciales

o, entre sus dedos, de las gafas de oro

acaricia los límpidos cristales.

   Dice un ujier: «Va sin remedio al palo.»

El joven cuervo la clemencia espera.

Un pueblo, carne de horca, la severa

justicia aguarda que castiga al malo.


(AMANECER DE OTOÑO)

A Julio Romero de Torres.

      Una larga carretera

      entre grises peñascales,

      y alguna humilde pradera

donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.

         Está la tierra mojada

      por las gotas del rocío,

      y la alameda dorada,

      hacia la curva del río.

         Tras los montes de violeta

      quebrado el primer albor;

      a la espalda la escopeta,

entre sus galgos agudos, caminando un cazador.


(EN TREN)

   Yo, para todo viaje

-siempre sobre la madera

de mi vagón de tercera-,

voy ligero de equipaje.

Si es de noche, porque no

acostumbro a dormir yo,

y de día, por mirar

los arbolitos pasar,

yo nunca duermo en el tren,

y, sin embargo, voy bien.

¡Este placer de alejarse!

Londres, Madrid, Ponferrada,

tan lindos... para marcharse.

Lo molesto es la llegada.

Luego, el tren, al caminar,

siempre nos hace soñar;

y casi, casi olvidamos

el jamelgo que montamos.

¡Oh, el pollino

que sabe bien el camino!

¿Dónde estamos?

¿Dónde todos nos bajamos?

¡Frente a mí va una monjita

tan bonita!

Tiene esa expresión serena

que a la pena

da una esperanza infinita.

Y yo pienso: Tú eres buena;

porque diste tus amores

a Jesús; porque no quieres

ser madre de pecadores.

Mas tú eres

maternal,

bendita entre las mujeres,

madrecita virginal.

Algo en tu rostro es divino

bajo tus cofias de lino.

Tus mejillas

-esas rosas amarillas-

fueron rosadas, y, luego,

ardió en tus entrañas fuego;

y hoy, esposa de la Cruz,

ya eres luz, y sólo luz...

¡Todas las mujeres bellas

fueran, como tú, doncellas

en un convento a encerrarse!...

Y la niña que yo quiero

¡ay! ¡preferirá casarse

con un mocito barbero!

El tren camina y camina,

y la máquina resuella,

y tose con tos ferina.

¡Vamos en una centella!


(NOCHE DE VERANO)

   Es una hermosa noche de verano.

Tienen las altas casas

abiertos los balcones

del viejo pueblo a la anchurosa plaza.

En el amplio rectángulo desierto,

bancos de piedra, evónimos y acacias

simétricos dibujan

sus negras sombras en la arena blanca.

En el cenit, la luna, y en la torre,

la esfera del reloj iluminada.

Yo en este viejo pueblo paseando

solo, como un fantasma.


(PASCUA DE RESURRECCIÓN)

   Mirad: el arco de la vida traza

el iris sobre el campo que verdea.

Buscad vuestros amores, doncellitas,

donde brota la fuente de la piedra.

En donde el agua ríe y sueña y pasa,

allí el romance del amor se cuenta.

¿No han de mirar un día, en vuestros brazos,

atónitos, el sol de primavera,

ojos que vienen a la luz cerrados,

y que al partirse de la vida ciegan?

¿No beberán un día en vuestros senos

los que mañana labrarán la tierra?

¡Oh, celebrad este domingo claro,

madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas!

Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre.

Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas,

y escriben en las torres sus blancos garabatos.

Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas.

Entre los robles muerden

los negros toros la menuda hierba,

y el pastor que apacienta los merinos

su pardo sayo en la montaña deja.


(CAMPOS DE SORIA)

I

   Es la tierra de Soria árida y fría.

Por las colinas y las sierras calvas,

verdes pradillos, cerros cenicientos,

la primavera pasa

dejando entre las hierbas olorosas

sus diminutas margaritas blancas.

   La tierra no revive, el campo sueña.

Al empezar abril está nevada

la espalda del Moncayo;

el caminante lleva en su bufanda

envueltos cuello y boca, y los pastores

pasan cubiertos con sus luengas capas.


II

   Las tierras labrantías,

como retazos de estameñas pardas,

el huertecillo, el abejar, los trozos

de verde obscuro en que el merino pasta,

entre plomizos peñascales, siembran

el sueño alegre de infantil Arcadia.

En los chopos lejanos del camino,

parecen humear las yertas ramas

como un glauco vapor -las nuevas hojas-

y en las quiebras de valles y barrancas

blanquean los zarzales florecidos,

y brotan las violetas perfumadas.


III

   Es el campo undulado, y los caminos

ya ocultan los viajeros que cabalgan

en pardos borriquillos,

ya al fondo de la tarde arrebolada

elevan las plebeyas figurillas,

que el lienzo de oro del ocaso manchan.

Mas si trepáis a un cerro y veis el campo

desde los picos donde habita el águila,

son tornasoles de carmín y acero,

llanos plomizos, lomas plateadas,

circuídos por montes de violeta,

con las cumbres de nieve sonrosada.


IV

   ¡Las figuras del campo sobre el cielo!

Dos lentos bueyes aran

en un alcor, cuando el otoño empieza,

y entre las negras testas doblegadas

bajo el pesado yugo,

pende un cesto de juncos y retama,

que es la cuna de un niño;

y tras la yunta marcha

un hombre que se inclina hacia la tierra,

y una mujer que en las abiertas zanjas

arroja la semilla.

Bajo una nube de carmín y llama,

en el oro fluido y verdinoso

del poniente, las sombras se agigantan.


V

   La nieve. En el mesón al campo abierto

se ve el hogar donde la leña humea

y la olla al hervir borbollonea.

El cierzo corre por el campo yerto,

alborotando en blancos torbellinos

la nieve silenciosa.

La nieve sobre el campo y los caminos,

cayendo está como sobre una fosa.

Un viejo acurrucado tiembla y tose

cerca del fuego; su mechón de lana

la vieja hila, y una niña cose

verde ribete a su estameña grana.

Padres los viejos son de un arriero

que caminó sobre la blanca tierra,

y una noche perdió ruta y sendero,

y se enterró en las nieves de la sierra.

En torno al fuego hay un lugar vacío,

y en la frente del viejo, de hosco ceño,

como un tachón sombrío

-tal el golpe de un hacha sobre un leño-.

La vieja mira al campo, cual si oyera

pasos sobre la nieve. Nadie pasa.

Desierta la vecina carretera,

desierto el campo en torno de la casa.

La niña piensa que en los verdes prados

ha de correr con otras doncellitas

en los días azules y dorados,

cuando crecen las blancas margaritas.


VI

   ¡Soria fría, Soria pura,

cabeza de Extremadura,

con su castillo guerrero

arruinado, sobre el Duero;

con sus murallas roídas

y sus casas denegridas!

   ¡Muerta ciudad de señores

soldados o cazadores;

de portales con escudos

de cien linajes hidalgos,

y de famélicos galgos,

de galgos flacos y agudos,

que pululan

por las sórdidas callejas,

y a la media noche ululan,

cuando graznan las cornejas!

   ¡Soria fría! La campana

de la Audiencia da la una.

Soria, ciudad castellana

¡tan bella! bajo la luna.


VII

   ¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas

por donde traza el Duero

su curva de ballesta

en torno a Soria, obscuros encinares,

ariscos pedregales, calvas sierras,

caminos blancos y álamos del río,

tardes de Soria, mística y guerrera,

hoy siento por vosotros, en el fondo

del corazón, tristeza,

tristeza que es amor! ¡Campos de Soria

donde parece que las rocas sueñan,

conmigo vais! ¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas!...


VIII

   He vuelto a ver los álamos dorados,

álamos del camino en la ribera

del Duero, entre San Polo y San Saturio,

tras las murallas viejas

de Soria -barbacana

hacia Aragón, en castellana tierra.

   Estos chopos del río, que acompañan

con el sonido de sus hojas secas

el son del agua, cuando el viento sopla,

tienen en sus cortezas

grabadas iniciales que son nombres

de enamorados, cifras que son fechas.

¡Álamos del amor que ayer tuvisteis

de ruiseñores vuestras ramas llenas;

álamos que seréis mañana liras

del viento perfumado en primavera;

álamos del amor cerca del agua

que corre y pasa y sueña,

álamos de las márgenes del Duero,

conmigo vais, mi corazón os lleva!


IX

   ¡Oh!, sí, conmigo vais, campos de Soria,

tardes tranquilas, montes de violeta,

alamedas del río, verde sueño

del suelo gris y de la parda tierra,

agria melancolía

de la ciudad decrépita,

me habéis llegado al alma,

¿o acaso estabais en el fondo de ella?

¡Gentes del alto llano numantino

que a Dios guardáis como cristianas viejas,

que el sol de España os llene

de alegría, de luz y de riqueza!


(LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ)

Al poeta Juan Ramón Jiménez.

I

   Siendo mozo Alvargonzález,

dueño de mediana hacienda,

que en otras tierras se dice

bienestar y aquí, opulencia,

en la feria de Berlanga

prendóse de una doncella,

y la tomó por mujer

al año de conocerla.

Muy ricas las bodas fueron,

y quien las vió las recuerda;

sonadas las tornabodas

que hizo Alvar en su aldea;

hubo gaitas, tamboriles,

flauta, bandurria y vihuela,

fuegos a la valenciana

y danza a la aragonesa.

II

   Feliz vivió Alvargonzález

en el amor de su tierra.

Naciéronle tres varones,

que en el campo son riqueza,

y, ya crecidos, los puso,

uno a cultivar la huerta,

otro a cuidar los merinos,

y dió el menor a la Iglesia.

III

   Mucha sangre de Caín

tiene la gente labriega,

y en el hogar campesino

armó la envidia pelea.

Casáronse los mayores;

tuvo Alvargonzález nueras,

que le trajeron cizaña,

antes que nietos le dieran.

La codicia de los campos

ve tras la muerte la herencia;

no goza de lo que tiene

por ansia de lo que espera.

   El menor, que a los latines

prefería las doncellas

hermosas y no gustaba

de vestir por la cabeza,

colgó la sotana un día

y partió a lejanas tierras.

La madre lloró; y el padre

dióle bendición y herencia.

IV

   Alvargonzález ya tiene

la adusta frente arrugada,

por la barba le platea

la sombra azul de la cara.

   Una mañana de otoño

salió solo de su casa;

no llevaba sus lebreles,

agudos canes de caza;

   iba triste y pensativo

por la alameda dorada;

anduvo largo camino

y llegó a una fuente clara.

   Echóse en la tierra; puso

sobre una piedra la manta,

y a la vera de la fuente

durmió al arrullo del agua.

EL SUEÑO

I

   Y Alvargonzález veía,

como Jacob, una escala

que iba de la tierra al cielo,

y oyó una voz que le hablaba.

Mas las hadas hilanderas,

entre las vedijas blancas

y vellones de oro, han puesto

un mechón de negra lana.

II

   Tres niños están jugando

a la puerta de su casa;

entre los mayores brinca

un cuervo de negras alas.

La mujer vigila, cose

y, a ratos, sonríe y canta.

-Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.

Ellos se miran y callan.

-Subid al monte, hijos míos,

y antes que la noche caiga,

con un brazado de estepas

hacedme una buena llama.

III

   Sobre el lar de Alvargonzález

está la leña apilada;

el mayor quiere encenderla,

pero no brota la llama.

-Padre, la hoguera no prende,

está la estepa mojada.

   Su hermano viene a ayudarle

y arroja astillas y ramas

sobre los troncos de roble;

pero el rescoldo se apaga.

Acude el menor y enciende,

bajo la negra campana

de la cocina, una hoguera

que alumbra toda la casa.

IV

   Alvargonzález levanta

en brazos al más pequeño

y en sus rodillas lo sienta:

-Tus manos hacen el fuego;

aunque el último naciste

tú eres en mi amor primero.

   Los dos mayores se alejan

por los rincones del sueño.

Entre los dos fugitivos

reluce un hacha de hierro.

AQUELLA TARDE...

I

   Sobre los campos desnudos,

la luna llena manchada

de un arrebol purpurino,

enorme globo, asomaba.

Los hijos de Alvargonzález

silenciosos caminaban,

y han visto al padre dormido

junto de la fuente clara.

II

   Tiene el padre entre las cejas

un ceño que le aborrasca

el rostro, un tachón sombrío

como la huella de un hacha.

Soñando está con sus hijos,

que sus hijos lo apuñalan;

y cuando despierta mira

que es cierto lo que soñaba.

III

   A la vera de la fuente

quedó Alvargonzález muerto.

Tiene cuatro puñaladas

entre el costado y el pecho,

por donde la sangre brota,

más un hachazo en el cuello.

Cuenta la hazaña del campo

el agua clara corriendo,

mientras los dos asesinos

huyen hacia los hayedos.

Hasta la Laguna Negra,

bajo las fuentes del Duero,

llevan el muerto, dejando

detrás un rastro sangriento;

y en la laguna sin fondo,

que guarda bien los secretos,

con una piedra amarrada

a los pies, tumba le dieron.

IV

   Se encontró junto a la fuente

la manta de Alvargonzález,

y, camino del hayedo,

se vió un reguero de sangre.

Nadie de la aldea ha osado

a la laguna acercarse,

y el sondarla inútil fuera,

que es la laguna insondable.

Un buhonero, que cruzaba

aquellas tierras errante,

fué en Dauria acusado, preso

y muerto en garrote infame.

V

   Pasados algunos meses,

la madre murió de pena.

Los que muerta la encontraron

dicen que las manos yertas

sobre su rostro tenía,

oculto el rostro con ellas.

VI

   Los hijos de Alvargonzález

ya tienen majada y huerta,

campos de trigo y centeno

y prados de fina hierba;

en el olmo viejo, hendido

por el rayo, la colmena,

dos yuntas para el arado,

un mastín y mil ovejas.

OTROS DÍAS

I

   Ya están las zarzas floridas

y los ciruelos blanquean;

ya las abejas doradas

liban para sus colmenas,

y en los nidos, que coronan

las torres de las iglesias,

asoman los garabatos

ganchudos de las cigüeñas.

Ya los olmos del camino

y chopos de las riberas

de los arroyos, que buscan

al padre Duero, verdean.

El cielo está azul, los montes

sin nieve son de violeta.

La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza;

muerto está quien la ha labrado,

mas no le cubre la tierra.

II

   La hermosa tierra de España,

adusta, fina y guerrera

Castilla, de largos ríos,

tiene un puñado de sierras

entre Soria y Burgos como

reductos de fortaleza,

como yelmos crestonados,

y Urbión es una cimera.

III

   Los hijos de Alvargonzález,

por una empinada senda,

para tomar el camino

de Salduero a Covaleda,

cabalgan en pardas mulas

bajo el pinar de Vinuesa.

Van en busca de ganado

con que volver a su aldea,

y por tierra de pinares

larga jornada comienzan.

Van Duero arriba, dejando

atrás los arcos de piedra

del puente y el caserío

de la ociosa y opulenta

villa de indianos. El río,

al fondo del valle, suena,

y de las cabalgaduras

los cascos baten las piedras.

A la otra orilla del Duero

canta una voz lastimera:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra.»

IV

   Llegados son a un paraje

en donde el pinar se espesa,

y el mayor, que abre la marcha,

su parda mula espolea,

diciendo: Démonos prisa;

porque son más de dos leguas

de pinar y hay que apurarlas

antes que la noche venga.

   Dos hijos del campo, hechos

a quebradas y asperezas,

porque recuerdan un día

la tarde en el monte tiemblan.

Allá en lo espeso del bosque

otra vez la copla suena:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra.»

V

   Desde Salduero el camino

va al hilo de la ribera;

a ambas márgenes del río

el pinar crece y se eleva,

y las rocas se aborrascan

al par que el valle se estrecha.

Los fuertes pinos del bosque

con sus copas gigantescas,

y sus desnudas raíces

amarradas a las piedras;

los de troncos plateados,

cuyas frondas azulean,

pinos jóvenes; los viejos,

cubiertos de blanca lepra,

musgos y líquenes canos

que el grueso tronco rodean,

colman el valle y se pierden

rebasando ambas laderas.

Juan, el mayor, dice: -Hermano,

si Blas Antonio apacienta

cerca de Urbión su vacada,

largo camino nos queda.

-Cuanto hacia Urbión alarguemos

se puede acortar de vuelta,

tomando por el atajo

hacia la Laguna Negra

y bajando por el puerto

de Santa Inés a Vinuesa.

-Mala tierra y peor camino.

Te juro que no quisiera

verlos otra vez. Cerremos

los tratos en Covaleda;

hagamos noche y, al alba,

volvámonos a la aldea

por este valle, que, a veces,

quien piensa atajar rodea.

Cerca del río cabalgan

los hermanos y contemplan

cómo el bosque centenario,

al par que avanzan, aumenta,

y la roqueda del monte

el horizonte les cierra.

El agua, que va saltando,

parece que canta o cuenta:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra.»

CASTIGO

I

   Aunque la codicia tiene

redil que encierre la oveja,

trojes que guardan el trigo,

bolsas para la moneda,

y garras, no tiene manos

que sepan labrar la tierra.

   Así, a un año de abundancia

siguió un año de pobreza.

II

   En los sembrados crecieron

las amapolas sangrientas;

pudrió el tizón las espigas

de trigales y de avenas;

hielos tardíos mataron

en flor la fruta en la huerta,

y una mala hechicería

hizo enfermar las ovejas.

A los dos Alvargonzález

maldijo Dios en sus tierras,

y al año pobre siguieron

luengos años de miseria.

III

   Es una noche de invierno.

Cae la nieve en remolinos.

Los Alvargonzález velan

un fuego casi extinguido.

El pensamiento amarrado

tienen a un recuerdo mismo,

y en las ascuas mortecinas

del hogar los ojos fijos.

No tienen leña ni sueño.

Larga es la noche y el frío

arrecia. Un candil humea

en el muro ennegrecido.

El aire agita la llama,

que pone un fulgor rojizo

sobre las dos pensativas

testas de los asesinos.

El mayor de Alvargonzález,

lanzando un ronco suspiro,

rompe el silencio, exclamando:

-Hermano, ¡qué mal hicimos!

El viento la puerta bate,

hace temblar el postigo,

y suena en la chimenea

con hueco y largo bramido.

Después el silencio vuelve,

y a intérvalos el pabilo

del candil chisporrotea

en el aire aterecido.

El segundón dijo: -¡Hermano,

demos lo viejo al olvido!

EL VIAJERO

I

   Es una noche de invierno.

Azota el viento las ramas

de los álamos. La nieve

ha puesto la tierra blanca.

Bajo la nevada, un hombre

por el camino cabalga;

va cubierto hasta los ojos,

embozado en negra capa.

Entrado en la aldea, busca

de Alvargonzález la casa,

y ante su puerta llegado,

sin echar pie a tierra, llama.

II

   Los dos hermanos oyeron

una aldabada a la puerta,

y de una cabalgadura

los cascos sobre las piedras.

Ambos los ojos alzaron

llenos de espanto y sorpresa.

-¿Quién es? responda, gritaron.

-Miguel, respondieron fuera.

Era la voz del viajero

que partió a lejanas tierras.

III

   Abierto el portón, entróse

a caballo el caballero

y echó pie a tierra. Venía

todo de nieve cubierto.

En brazos de sus hermanos

lloró algún rato en silencio.

Después dió el caballo al uno,

al otro, capa y sombrero,

y en la estancia campesina

buscó el arrimo del fuego.

IV

   El menor de los hermanos,

que niño y aventurero,

fué más allá de los mares

y hoy torna indiano opulento,

vestía con negro traje

de peludo terciopelo,

ajustado a la cintura

por ancho cinto de cuero.

Gruesa cadena formaba

un bucle de oro en su pecho.

Era un hombre alto y robusto,

con ojos grandes y negros

llenos de melancolía;

la tez de color moreno,

y sobre la frente comba

enmarañados cabellos;

el hijo que saca porte

señor de padre labriego,

a quien fortuna le debe

amor, poder y dinero.

De los tres Alvargonzález

era Miguel el más bello;

porque al mayor afeaba

el muy poblado entrecejo

bajo la frente mezquina,

y al segundo, los inquietos

ojos que mirar no saben

de frente, torvos y fieros.

V

   Los tres hermanos contemplan

el triste hogar en silencio;

y con la noche cerrada

arrecia el frío y el viento.

-Hermanos, ¿no tenéis leña?,

-dice Miguel.

-No tenemos

responde el mayor.

Un hombre,

milagrosamente, ha abierto

la gruesa puerta cerrada

con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene

el rostro del padre muerto.

Un halo de luz dorada

orla sus blancos cabellos.

Lleva un haz de leña al hombro

y empuña un hacha de hierro.

EL INDIANO

I

   De aquellos campos malditos,

Miguel a sus dos hermanos

compró una parte, que mucho

caudal de América trajo,

y aun en tierra mala, el oro

luce mejor que enterrado,

y más en mano de pobres

que oculto en orza de barro.

   Dióse a trabajar la tierra

con fe y tesón el indiano,

y a laborar los mayores

sus pegujales tornaron.

   Ya con macizas espigas,

preñadas de rubios granos,

a los campos de Miguel

tornó el fecundo verano;

y ya de aldea en aldea

se cuenta como un milagro,

que los asesinos tienen

la maldición en sus campos.

   Ya el pueblo canta una copla

que narra el crimen pasado:

«A la orilla de la fuente

lo asesinaron.

¡Qué mala muerte le dieron

los hijos malos!

En la laguna sin fondo

al padre muerto arrojaron.

No duerme bajo la tierra

el que la tierra ha labrado.»

II

   Miguel, con sus dos lebreles

y armado de su escopeta,

hacia el azul de los montes,

en una tarde serena,

caminaba entre los verdes

chopos de la carretera,

y oyó una voz que cantaba:

«No tiene tumba en la tierra.

Entre los pinos del valle

del Revinuesa,

al padre muerto llevaron

hasta la Laguna Negra.»

LA CASA

I

   La casa de Alvargonzález

era una casona vieja,

con cuatro estrechas ventanas,

separada de la aldea

cien pasos y entre dos olmos

que, gigantes centinelas,

sombra le dan en verano

y en el otoño hojas secas.

   Es casa de labradores,

gente aunque rica plebeya,

donde el hogar humeante

con sus escaños de piedra

se ve sin entrar, si tiene

abierta al campo la puerta.

   Al arrimo del rescoldo

del hogar borbollonean

dos pucherillos de barro,

que a dos familias sustentan.

   A diestra mano, la cuadra

y el corral, a la siniestra,

huerto y abejar y, al fondo,

una gastada escalera,

que va a las habitaciones

partidas en dos viviendas.

   Los Alvargonzález moran

con sus mujeres en ellas.

A ambas parejas que hubieron,

sin que lograrse pudieran,

dos hijos, sobrado espacio

les da la casa paterna.

   En una estancia que tiene

luz al huerto, hay una mesa

con gruesa tabla de roble,

dos sillones de vaqueta,

colgado en el muro, un negro

ábaco de enormes cuentas,

y unas espuelas mohosas

sobre un arcón de madera.

   Era una estancia olvidada

donde hoy Miguel se aposenta.

Y era allí donde los padres

veían en primavera

el huerto en flor, y en el cielo

de mayo, azul, la cigüeña

-cuando las rosas se abren

y los zarzales blanquean-

que enseñaba a sus hijuelos

a usar de las alas lentas.

   Y en las noches del verano,

cuando la calor desvela,

desde la ventana al dulce

ruiseñor cantar oyeran.

   Fué allí donde Alvargonzález,

del orgullo de su huerta

y del amor de los suyos,

sacó sueños de grandeza.

   Cuando en brazos de la madre

vió la figura risueña

del primer hijo, bruñida

de rubio sol la cabeza,

del niño que levantaba

las codiciosas, pequeñas

manos a las rojas guindas

y a las moradas ciruelas,

o aquella tarde de otoño

dorada, plácida y buena,

él pensó que ser podría

feliz el hombre en la tierra.

   Hoy canta el pueblo una copla

que va de aldea en aldea:

«¡Oh casa de Alvargonzález,

qué malos días te esperan;

casa de los asesinos,

que nadie llame a tu puerta!»

II

   Es una tarde de otoño.

En la alameda dorada

no quedan ya ruiseñores;

enmudeció la cigarra.

   Las últimas golondrinas,

que no emprendieron la marcha,

morirán, y las cigüeñas,

de sus nidos de retamas,

en torres y campanarios,

huyeron.

Sobre la casa

de Alvargonzález, los olmos

sus hojas que el viento arranca

van dejando. Todavía

las tres redondas acacias,

en el atrio de la iglesia,

conservan verdes sus ramas,

y las castañas de Indias

a intervalos se desgajan

cubiertas de sus erizos;

tiene el rosal rosas grana

otra vez, y en las praderas

brilla la alegre otoñada.

   En laderas y en alcores,

en ribazos y cañadas,

el verde nuevo y la hierba,

aun del estío quemada,

alternan; los serrijones

pelados, las lomas calvas,

se coronan de plomizas

nubes apelotonadas;

y bajo el pinar gigante,

entre las marchitas zarzas

y amarillentos helechos,

corren las crecidas aguas

a engrosar el padre río

por canchales y barrancas.

   Abunda en la tierra un gris

de plomo y azul de plata,

con manchas de roja herrumbre,

todo envuelto en luz violada.

   ¡Oh, tierras de Alvargonzález

en el corazón de España,

tierras pobres, tierras tristes,

tan tristes que tienen alma!

   Páramo que cruza el lobo

aullando a la luna clara

de bosque a bosque, baldíos

llenos de peñas rodadas,

donde roída de buitres

brilla una osamenta blanca;

pobres campos solitarios

sin caminos ni posadas,

¡oh pobres campos malditos,

pobres campos de mi patria!

LA TIERRA

I

   Una mañana de otoño,

cuando la tierra se labra,

Juan y el indiano aparejan

las dos yuntas de la casa.

Martín se quedó en el huerto

arrancando hierbas malas.

II

   Una mañana de otoño,

cuando los campos se aran,

sobre un otero, que tiene

el cielo de la mañana

por fondo, la parda yunta

de Juan lentamente avanza.

   Cardos, lampazos y abrojos,

avena loca y cizaña

llenan la tierra maldita,

tenaz a pico y a escarda.

   Del corvo arado de roble

la hundida reja trabaja

con vano esfuerzo; parece,

que al par que hiende la entraña

del campo y hace camino,

se cierra otra vez la zanja.

   «Cuando el asesino labre

será su labor pesada;

antes que un surco en la tierra,

tendrá una arruga en su cara.»

III

   Martín, que estaba en la huerta

cavando, sobre su azada

quedó apoyado un momento;

frío sudor le bañaba

el rostro.

Por el Oriente,

la luna llena manchada

de un arrebol purpurino,

lucía tras de la tapia

del huerto.

Martín tenía

la sangre de horror helada.

La azada que hundió en la tierra

teñida de sangre estaba.

IV

   En la tierra en que ha nacido

supo afincar el indiano;

por mujer a una doncella

rica y hermosa ha tomado.

   La hacienda de Alvargonzález

ya es suya, que sus hermanos

todo le vendieron: casa,

huerto, colmenar y campo.

LOS ASESINOS

I

   Juan y Martín, los mayores

de Alvargonzález, un día

pesada marcha emprendieron

con el alba, Duero arriba.

   La estrella de la mañana

en el alto azul ardía.

Se iba tiñendo de rosa

la espesa y blanca neblina

de los valles y barrancos,

y algunas nubes plomizas

a Urbión, donde el Duero nace,

como un turbante ponían.

   Se acercaban a la fuente.

El agua clara corría,

sonando cual si contara

una vieja historia, dicha

mil veces y que tuviera

mil veces que repetirla.

   Agua que corre en el campo

dice en su monotonía:

Yo sé el crimen, ¿no es un crimen

cerca del agua, la vida?

   Al pasar los dos hermanos

relataba el agua limpia:

«A la vera de la fuente

Alvargonzález dormía.»

II

   -Anoche, cuando volvía

a casa -Juan a su hermano

dijo- a la luz de la luna

era la huerta un milagro.

   Lejos, entre los rosales,

divisé un hombre inclinado

hacia la tierra; brillaba

una hoz de plata en su mano.

   Después irguióse y, volviendo

el rostro, dió algunos pasos

por el huerto, sin mirarme,

y a poco lo vi encorvado

otra vez sobre la tierra.

Tenía el cabello blanco.

La luna llena brillaba,

y era la huerta un milagro.

III

   Pasado habían el puerto

de Santa Inés, ya mediada

la tarde, una tarde triste

de noviembre, fría y parda.

Hacia la Laguna Negra

silenciosos caminaban.

IV

   Cuando la tarde caía,

entre las vetustas hayas

y los pinos centenarios,

un rojo sol se filtraba.

   Era un paraje de bosque

y peñas aborrascadas;

aquí bocas que bostezan

o monstruos de fieras garras;

allí una informe joroba,

allá una grotesca panza,

torvos hocicos de fieras

y dentaduras melladas,

rocas y rocas, y troncos

y troncos, ramas y ramas.

En el hondón del barranco

la noche, el miedo y el agua.

V

   Un lobo surgió, sus ojos

lucían como dos ascuas.

Era la noche, una noche

húmeda, obscura y cerrada.

   Los dos hermanos quisieron

volver. La selva ululaba.

Cien ojos fieros ardían

en la selva, a sus espaldas.

VI

   Llegaron los asesinos

hasta la Laguna Negra,

agua transparente y muda

que enorme muro de piedra,

donde los buitres anidan

y el eco duerme, rodea;

agua clara donde beben

las águilas de la sierra,

donde el jabalí del monte

y el ciervo y el corzo abrevan;

agua pura y silenciosa

que copia cosas eternas;

agua impasible que guarda

en su seno las estrellas.

¡Padre!, gritaron; al fondo

de la laguna serena

cayeron, y el eco ¡padre!

repitió de peña en peña.


(A UN OLMO SECO)

   Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo,

algunas hojas verdes le han salido.

   ¡El olmo centenario en la colina

que lame el Duero! Un musgo amarillento

le mancha la corteza blanquecina

al tronco carcomido y polvoriento.

   No será, cual los álamos cantores

que guardan el camino y la ribera,

habitado de pardos ruiseñores.

   Ejército de hormigas en hilera

va trepando por él, y en sus entrañas

urden sus telas grises las arañas.

   Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas de alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.


Soria, 1912.

(RECUERDOS)

   ¡Oh Soria, cuando miro los frescos naranjales

cargados de perfume, y el campo enverdecido,

abiertos los jazmines, maduros los trigales,

azules las montañas y el olivar florido;

Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles;

y al sol de abril los huertos colmados de azucenas,

y los enjambres de oro, para libar sus mieles

dispersos en los campos, huir de sus colmenas;

yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares,

barriendo el cierzo helado tu campo empedernido;

y en sierras agrias sueño -¡Urbión, sobre pinares!

¡Moncayo blanco, al cielo aragonés, erguido!-

Y pienso: Primavera, como un escalofrío

irá a cruzar el alto solar del romancero,

ya verdearán de chopos las márgenes del río.

¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero?

Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas,

y la roqueda parda más de un zarzar en flor;

ya los rebaños blancos, por entre grises peñas,

hacia los altos prados conducirá el pastor.

   ¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas

que vais al joven Duero, rebaños de merinos,

con rumbo hacia las altas praderas numantinas,

por las cañadas hondas y al sol de los caminos;

hayedos y pinares que cruza el ágil ciervo,

montañas, serrijones, lomazos, parameras,

en donde reina el águila, por donde busca el cuervo

su infecto expoliario; menudas sementeras

cual sayos cenicientos, casetas y majadas

entre desnuda roca, arroyos y hontanares

donde a la tarde beben las yuntas fatigadas,

dispersos huertecillos, humildes abejares!...

   ¡Adiós, tierra de Soria; adiós el alto llano

cercado de colinas y crestas militares,

alcores y roquedas del yermo castellano,

fantasmas de robledos y sombras de encinares!

   En la desesperanza y en la melancolía

de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.

Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,

por los floridos valles, mi corazón te lleva.


En el tren.-Abril 1912.

(AL MAESTRO «AZORÍN» POR SU LIBRO «CASTILLA»)

   La venta de Cidones está en la carretera

que va de Soria a Burgos. Leonarda, la ventera,

que llaman la Ruipérez, es una viejecita

que aviva el fuego donde borbolla la marmita.

Ruipérez, el ventero, un viejo diminuto

-bajo las cejas grises, dos ojos de hombre astuto-,

contempla silencioso la lumbre del hogar.

Se oye la marmita al fuego borbollar.

Sentado ante una mesa de pino, un caballero

escribe. Cuando moja la pluma en el tintero,

dos ojos tristes lucen en un semblante enjuto.

El caballero es joven, vestido va de luto.

El viento frío azota los chopos del camino.

Se ve pasar de polvo un blanco remolino.

La tarde se va haciendo sombría. El enlutado,

la mano en la mejilla, medita ensimismado.

Cuando el correo llegue, que el caballero aguarda,

la tarde habrá caído sobre la tierra parda

de Soria. Todavía los grises serrijones,

con ruinas de encinares y mellas de aluviones,

las lomas azuladas, las agrias barranqueras,

picotas y colinas, ribazos y laderas

del páramo sombrío por donde cruza el Duero,

darán al sol de ocaso su resplandor de acero.

La venta se obscurece. El rojo lar humea.

La mecha de un mohoso candil arde y chispea.

El enlutado tiene clavados en el fuego

los ojos largo rato; se los enjuga luego

con un pañuelo blanco. ¿Por qué le hará llorar

el son de la marmita, el ascua del hogar?

Cerró la noche. Lejos se escucha el traqueteo

y el galopar de un coche que avanza. Es el correo.


(CAMINOS)

   De la ciudad moruna

tras las murallas viejas,

yo contemplo la tarde silenciosa,

a solas con mi sombra y con mi pena.

   El río va corriendo,

entre sombrías huertas

y grises olivares,

por los alegres campos de Baeza.

   Tienen las vides pámpanos dorados

sobre las rojas cepas.

Guadalquivir, como un alfanje roto

y disperso, reluce y espejea.

   Lejos, los montes duermen

envueltos en la niebla,

niebla de otoño, maternal; descansan

las rudas moles de su ser de piedra

en esta tibia tarde de noviembre,

tarde piadosa, cárdena y violeta.

   El viento ha sacudido

los mustios olmos de la carretera,

levantando en rosados torbellinos

el polvo de la tierra.

La luna está subiendo

amoratada, jadeante y llena.

   Los caminitos blancos

se cruzan y se alejan,

buscando los dispersos caseríos

del valle y de la sierra.

Caminos de los campos...

¡Ay, ya no puedo caminar con ella!


   Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.

Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.

Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.

Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.


   Dice la esperanza: un día

la verás, si bien esperas.

Dice la desesperanza:

sólo tu amargura es ella.

Late, corazón... No todo

se lo ha tragado la tierra.


   Allá, en las tierras altas,

por donde traza el Duero

su curva de ballesta

en torno a Soria, entre plomizos cerros

y manchas de raídos encinares,

mi corazón está vagando, en sueños...

   ¿No ves, Leonor, los álamos del río

con sus ramajes yertos?

Mira el Moncayo azul y blanco; dame

tu mano y paseemos.

Por estos campos de la tierra mía,

bordados de olivares polvorientos,

voy caminando solo,

triste, cansado, pensativo y viejo.


   Soñé que tú me llevabas

por una blanca vereda,

en medio del campo verde,

hacia el azul de las sierras,

hacia los montes azules,

una mañana serena.

   Sentí tu mano en la mía,

tu mano de compañera,

tu voz de niña en mi oído

como una campana nueva,

como una campana virgen

de un alba de primavera.

¡Eran tu voz y tu mano,

en sueños, tan verdaderas!...

Vive, esperanza, ¡quién sabe

lo que se traga la tierra!


   Una noche de verano

-estaba abierto el balcón

y la puerta de mi casa-

la muerte en mi casa entró.

Se fué acercando a su lecho

-ni siquiera me miró-,

con unos dedos muy finos,

algo muy tenue rompió.

Silenciosa y sin mirarme,

la muerte otra vez pasó

delante de mí. ¿Qué has hecho?

La muerte no respondió.

Mi niña quedó tranquila,

dolido mi corazón.

¡Ay, lo que la muerte ha roto

era un hilo entre los dos!


   Al borrarse la nieve, se alejaron

los montes de la sierra.

La vega ha verdecido

al sol de abril, la vega

tiene la verde llama,

la vida, que no pesa;

y piensa el alma en una mariposa,

atlas del mundo, y sueña.

Con el ciruelo en flor y el campo verde,

con el glauco vapor de la ribera,

en torno de las ramas,

con las primeras zarzas que blanquean,

con este dulce soplo

que triunfa de la muerte y de la piedra,

esta amargura que me ahoga fluye

en esperanza de Ella...


   En estos campos de la tierra mía,

y extranjero en los campos de mi tierra

-yo tuve patria donde corre el Duero

por entre grises peñas,

y fantasmas de viejos encinares,

allá en Castilla, mística y guerrera,

Castilla la gentil, humilde y brava,

Castilla del desdén y de la fuerza-,

en estos campos de mi Andalucía,

¡oh, tierra en que nací!, cantar quisiera.

Tengo recuerdos de mi infancia, tengo

imágenes de luz y de palmeras,

y en una gloria de oro,

de lueñes campanarios con cigüeñas,

de ciudades con calles sin mujeres

bajo un cielo de añil, plazas desiertas

donde crecen naranjos encendidos

con sus frutas redondas y bermejas;

y en un huerto sombrío, el limonero

de ramas polvorientas

y pálidos limones amarillos,

que el agua clara de la fuente espeja,

un aroma de nardos y claveles

y un fuerte olor de albahaca y hierbabuena;

imágenes de grises olivares

bajo un tórrido sol que aturde y ciega,

y azules y dispersas serranías

con arreboles de una tarde inmensa;

mas falta el hilo que el recuerdo anuda

al corazón, el ancla en su ribera,

o estas memorias no son alma. Tienen,

en sus abigarradas vestimentas,

señal de ser despojos del recuerdo,

la carga bruta que el recuerdo lleva.

Un día tornarán, con luz del fondo ungidos,

los cuerpos virginales a la orilla vieja.


Lora del Río, 4 abril 1913.

(A JOSÉ MARÍA PALACIO)

   Palacio, buen amigo,

¿está la primavera

vistiendo ya las ramas de los chopos

del río y los caminos? En la estepa

del alto Duero, Primavera tarda,

¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...

¿Tienen los viejos olmos

algunas hojas nuevas?

Aun las acacias estarán desnudas

y nevados los montes de las sierras.

¡Oh, mole del Moncayo blanca y rosa,

allá, en el cielo de Aragón, tan bella!

¿Hay zarzas florecidas

entre las grises peñas,

y blancas margaritas

entre la fina hierba?

Por esos campanarios

ya habrán ido llegando las cigüeñas.

Habrá trigales verdes,

y mulas pardas en las sementeras,

y labriegos que siembran los tardíos

con las lluvias de abril. Ya las abejas

libarán del tomillo y el romero.

¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?

Furtivos cazadores, los reclamos

de la perdiz bajo las capas luengas,

no faltarán. Palacio, buen amigo,

¿tienen ya ruiseñores las riberas?

Con los primeros lirios

y las primeras rosas de las huertas,

en una tarde azul, sube al Espino,

al alto Espino donde está su tierra...


Baeza, 29 de abril 1913.

(OTRO VIAJE)

   Ya en los campos de Jaén,

amanece. Corre el tren

por sus brillantes rieles,

devorando matorrales,

alcaceles,

terraplenes, pedregales,

olivares, caseríos,

praderas y cardizales,

montes y valles sombríos.

Tras la turbia ventanilla,

pasa la devanadera

del campo de primavera.

La luz en el techo brilla

de mi vagón de tercera.

Entre nubarrones blancos,

oro y grana;

la niebla de la mañana

huyendo por los barrancos.

¡Este insomne sueño mío!

¡Este frío

de un amanecer en vela!...

Resonante,

jadeante,

marcha el tren. El campo vuela.

Enfrente de mí, un señor

sobre su manta dormido;

un fraile y un cazador

-el perro a sus pies tendido-.

Yo contemplo mi equipaje,

mi viejo saco de cuero;

y recuerdo otro viaje

hacia las tierras del Duero.

Otro viaje de ayer

por la tierra castellana,

-¡pinos del amanecer

entre Almazán y Quitana!-

¡Y alegría

de un viajar en compañía!

¡Y la unión

que ha roto la muerte un día!

¡Mano fría

que aprietas mi corazón!

Tren camina, silba, humea,

acarrea

tu ejército de vagones,

ajetrea

maletas y corazones.

Soledad,

sequedad.

Tan pobre me estoy quedando,

que ya ni siquiera estoy

conmigo, ni sé si voy

conmigo a solas viajando.


(POEMA DE UN DÍA)

MEDITACIONES RURALES

   Heme aquí ya, profesor

de lenguas vivas (ayer

maestro de gay-saber,

aprendiz de ruiseñor)

en un pueblo húmedo y frío,

destartalado y sombrío,

entre andaluz y manchego.

Invierno. Cerca del fuego.

Fuera llueve un agua fina,

que ora se trueca en neblina,

ora se torna aguanieve.

Fantástico labrador,

pienso en los campos. ¡Señor,

qué bien haces! Llueve, llueve

tu agua constante y menuda

sobre alcaceles y habares,

tu agua muda,

en viñedos y olivares.

Te bendecirán conmigo

los sembradores del trigo;

los que viven de coger

la aceituna;

los que esperan la fortuna

de comer;

los que hogaño,

como antaño,

tienen toda su moneda

en la rueda,

traidora rueda del año.

¡Llueve, llueve; tu neblina

que se torne en aguanieve,

y otra vez en agua fina!

¡Llueve, Señor, llueve, llueve!

   En mi estancia, iluminada

por esta luz invernal,

-la tarde gris tamizada

por la lluvia y el cristal-,

sueño y medito.

Clarea

el reloj arrinconado,

y su tic-tic, olvidado

por repetido, golpea.

Tic-tic, tic-tic... Ya te he oído.

Tic-tic, tic-tic... Siempre igual,

monótono y aburrido.

Tic-tic, tic-tic, el latido

de un corazón de metal.

En estos pueblos, ¿se escucha

el latir del tiempo? No.

En estos pueblos se lucha

sin tregua con el reló,

con esa monotonía,

que mide un tiempo vacío.

Pero ¿tu hora es la mía?

¿Tu tiempo, reloj, el mío?

(Tic-tic, tic-tic)... Era un día

(tic-tic, tic-tic) que pasó,

y lo que yo más quería

la muerte se lo llevó.

   Lejos suena un clamoreo

de campanas...

Arrecia el repiqueteo

de la lluvia en las ventanas.

Fantástico labrador,

vuelvo a mis campos. ¡Señor,

cuánto te bendecirán

los sembradores del pan!

Señor, ¿no es tu lluvia ley,

en los campos que ara el buey,

y en los palacios del rey?

¡Oh, agua buena, deja vida

en tu huida!

¡Oh, tú, que vas gota a gota,

fuente a fuente y río a río,

como este tiempo de hastío

corriendo a la mar remota,

con cuanto quiere nacer,

cuanto espera

florecer

al sol de la primavera,

sé piadosa,

que mañana

serás espiga temprana,

prado verde, carne rosa,

y más: razón y locura

y amargura

de querer y no poder

creer, creer y creer!

   Anochece;

el hilo de la bombilla

se enrojece,

luego brilla,

resplandece,

poco más que una cerilla.

Dios sabe dónde andarán

mis gafas... entre librotes,

revistas y papelotes,

¿quién las encuentra?... Aquí están.

Libros nuevos. Abro uno

de Unamuno.

¡Oh, el dilecto,

predilecto

de esta España que se agita,

porque nace o resucita!

Siempre te ha sido, ¡oh Rector

de Salamanca!, leal

este humilde profesor

de un instituto rural.

Esa tu filosofía

que llamas diletantesca,

voltaria y funambulesca,

gran Don Miguel, es la mía.

Agua del buen manantial,

siempre viva,

fugitiva;

poesía, cosa cordial.

¿Constructora?

-No hay cimiento

ni en el alma ni en el viento.-

Bogadora,

marinera,

hacia la mar sin ribera.

Enrique Bergson: Los datos

inmediatos

de la conciencia. ¿Esto es

otro embeleco francés?

Este Bergson es un tuno;

¿verdad, maestro Unamuno?

Bergson no da como aquel

Immanuel

el volatín inmortal;

este endiablado judío

ha hallado el libre albedrío

dentro de su mechinal.

No está mal:

cada sabio, su problema,

y cada loco, su tema.

Algo importa

que en la vida mala y corta

que llevamos

libres o siervos seamos;

mas, si vamos

a la mar,

lo mismo nos han de dar.

¡Oh, estos pueblos! Reflexiones,

lecturas y acotaciones

pronto dan en lo que son:

bostezos de Salomón.

¿Todo es

soledad de soledades,

vanidad de vanidades,

que dijo el Eclesiastés?

Mi paraguas, mi sombrero,

mi gabán... El aguacero

amaina... Vámonos, pues.

   Es de noche. Se platica

al fondo de una botica.

-Yo no sé,

Don José,

cómo son los liberales

tan perros, tan inmorales.

-¡Oh, tranquilícese usté!

Pasados los carnavales,

vendrán los conservadores,

buenos administradores

de su casa.

Todo llega y todo pasa.

Nada eterno:

ni gobierno

que perdure,

ni mal que cien años dure.

-Tras estos tiempos, vendrán

otros tiempos y otros y otros,

y lo mismo que nosotros

otros se jorobarán.

Así es la vida, Don Juan.

-Es verdad, así es la vida.

-La cebada está crecida

-Con estas lluvias...

Y van

las habas que es un primor.

-Cierto; para marzo, en flor.

Pero la escarcha, los hielos...

-Y además, los olivares

están pidiendo a los cielos

agua a torrentes.

-A mares.

¡Las fatigas, los sudores

que pasan los labradores!

En otro tiempo...

-Llovía

también cuando Dios quería

-Hasta mañana, señores.

   Tic-tic, tic-tic... Ya pasó

un día como otro día,

dice la monotonía

del reló.

   Sobre mi mesa Los datos

de la conciencia, inmediatos.

No está mal

este yo fundamental,

contingente y libre, a ratos,

creativo, original;

este yo que vive y siente

dentro la carne mortal

¡ay! por saltar impaciente

las bardas de su corral.


Baeza, 1913.

(NOVIEMBRE 1913)

   Un año más. El sembrador va echando

la semilla en los surcos de la tierra.

Dos lentas yuntas aran,

mientras pasan las nubes cenicientas

ensombreciendo el campo,

las pardas sementeras,

los grises olivares. Por el fondo

del valle el río el agua turbia lleva.

Tiene Cazorla nieve,

y Mágina, tormenta,

su montera, Aznaitín. Hacia Granada,

montes con sol, montes de sol y piedra.


(LA SAETA)

   ¿Quién me presta una escalera,

para subir al madero,

para quitarle los clavos

a Jesús el Nazareno?


SAETA POPULAR.



   ¡Oh, la saeta, el cantar

al Cristo de los gitanos,

siempre con sangre en las manos,

siempre por desenclavar!

¡Cantar del pueblo andaluz,

que todas las primaveras

anda pidiendo escaleras

para subir a la cruz!

¡Cantar de la tierra mía,

que echa flores

al Jesús de la agonía,

y es la fe de mis mayores!

¡Oh, no eres tú mi cantar!

¡No puedo cantar, ni quiero

a ese Jesús del madero,

sino al que anduvo en el mar!


(DEL PASADO EFÍMERO)

   Este hombre del casino provinciano

que vió a Carancha recibir un día,

tiene mustia la tez, el pelo cano,

ojos velados por melancolía;

bajo el bigote gris, labios de hastío,

y una triste expresión, que no es tristeza,

sino algo más y menos: el vacío

del mundo en la oquedad de su cabeza.

Aun luce de corinto terciopelo

chaqueta y pantalón abotinado,

y un cordobés color de caramelo,

pulido y torneado.

Tres veces heredó; tres ha perdido

al monte su caudal: dos ha enviudado.

Sólo se anima ante el azar prohibido,

sobre el verde tapete reclinado,

o al evocar la tarde de un torero,

la suerte de un tahur, o si alguien cuenta

la hazaña de un gallardo bandolero,

o la proeza de un matón, sangrienta.

Bosteza de política banales

dicterios al gobierno reaccionario,

y augura que vendrán los liberales,

cual torna la cigüeña al campanario.

Un poco labrador, del cielo aguarda

y al cielo teme; alguna vez suspira,

pensando en su olivar, y al cielo mira

con ojo inquieto, si la lluvia tarda.

Lo demás, taciturno, hipocondríaco,

prisionero en la Arcadia del presente,

le aburre; sólo el humo del tabaco

simula algunas sombras en su frente.

Este hombre no es de ayer ni es de mañana,

sino de nunca; de la cepa hispana

no es el fruto maduro ni podrido,

es una fruta vana

de aquella España que pasó y no ha sido,

esa que hoy tiene la cabeza cana.


(LOS OLIVOS)

A Manolo Ayuso.

I

   ¡Viejos olivos sedientos

bajo el claro sol del día,

olivares polvorientos

del campo de Andalucía!

¡El campo andaluz, peinado

por el sol canicular,

de loma en loma rayado

de olivar y de olivar!

Son las tierras

soleadas,

anchas lomas, lueñes sierras

de olivares recamadas!

Mil senderos. Con sus machos,

abrumados de capachos,

van gañanes y arrieros.

De la venta del camino

a la puerta, soplan vino

trabucaires bandoleros!

Olivares y olivares

de loma en loma prendidos

cual bordados alamares!

Olivares coloridos

de una tarde anaranjada;

olivares rebruñidos

bajo la luna argentada!

Olivares centellados

en las tardes cenicientas,

bajo los cielos preñados

de tormentas!...

Olivares, Dios os dé

los eneros

de aguaceros,

los agostos de agua al pie,

los vientos primaverales

vuestras flores racimadas;

y las lluvias otoñales,

vuestras olivas moradas.

Olivar, por cien caminos,

tus olivitas irán

caminando a cien molinos.

Ya darán

trabajo en las alquerías

a gañanes y braceros,

¡oh buenas frentes sombrías

bajo los anchos sombreros!...

Olivar y olivareros,

bosque y raza,

campo y plaza

de los fieles al terruño

y al arado y al molino,

de los que muestran el puño

al destino,

los benditos labradores,

los bandidos caballeros,

los señores

devotos y matuteros!...

Ciudades y caseríos

en la margen de los ríos,

en los pliegues de la sierra!...

Venga Dios a los hogares

y a las almas de esta tierra

de olivares y olivares!


II

   A dos leguas de Úbeda, la Torre

de Pero Gil, bajo este sol de fuego,

triste burgo de España. El coche rueda

entre grises olivos polvorientos.

Allá, el castillo heroico.

En la plaza, mendigos y chicuelos:

una orgía de harapos...

Pasamos frente al atrio del convento

de la Misericordia.

¡Los blancos muros, los cipreses negros!

Agria melancolía

como asperón de hierro

que raspa el corazón! Amurallada

piedad, erguida en este basurero!...

Esta casa de Dios, decid, hermanos,

esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro?

Y ese pálido joven,

asombrado y atento,

que parece mirarnos con la boca,

será el loco del pueblo,

de quien se dice: es Lucas,

Blas o Ginés, el tonto que tenemos.

Seguimos. Olivares. Los olivos

están en flor. El carricoche lento,

al paso de dos pencos matalones,

camina hacia Peal. Campos ubérrimos.

La tierra da lo suyo; el sol trabaja;

el hombre es para el suelo:

genera, siembra y labra

y su fatiga unce la tierra al cielo.

Nosotros enturbiamos

la fuente de la vida, el sol primero,

con nuestros ojos tristes,

con nuestro amargo rezo,

con nuestra mano ociosa,

con nuestro pensamiento,

-se engendra en el pecado,

se vive en el dolor. ¡Dios está lejos!-

Esta piedad erguida

sobre este burgo sórdido, sobre este basurero,

esta casa de Dios, decid ¡oh santos

cañones de von Kluck! ¿qué guarda dentro?


(LLANTO DE LAS VIRTUDES Y COPLAS
POR LA MUERTE DE DON GUIDO)

   Al fin, una pulmonía

mató a don Guido, y están

las campanas todo el día

doblando por él ¡din-dan!

   Murió don Guido, un señor

de mozo muy jaranero,

muy galán y algo torero;

de viejo, gran rezador.

   Dicen que tuvo un serrallo

este señor de Sevilla;

que era diestro

en manejar el caballo,

y un maestro

en refrescar manzanilla.

   Cuando mermó su riqueza,

era su monomanía

pensar que pensar debía

en asentar la cabeza.

   Y asentóla

de una manera española,

que fué casarse con una

doncella de gran fortuna;

y repintar sus blasones,

hablar de las tradiciones

de su casa,

a escándalos y amoríos

poner tasa,

sordina a sus desvaríos.

   Gran pagano,

se hizo hermano

de una santa cofradía;

el Jueves Santo salía,

llevando un cirio en la mano

-¡aquel trueno!-,

vestido de nazareno.

Hoy nos dice la campana

que han de llevarse mañana

al buen don Guido, muy serio,

camino del cementerio.

   Buen don Guido ya eres ido

y para siempre jamás...

Alguien dirá: ¿Qué dejaste?

Yo pregunto: ¿Qué llevaste

al mundo donde hoy estás?

   ¿Tu amor a los alamares

y a las sedas y a los oros,

y a la sangre de los toros

y al humo de los altares?

   Buen don Guido y equipaje,

buen viaje!...

   El acá

y el allá,

caballero,

se ve en tu rostro marchito,

lo infinito:

cero, cero.

   ¡Oh las enjutas mejillas,

amarillas,

y los párpados de cera,

y la fina calavera

en la almohada del lecho!

   ¡Oh fin de una aristocracia!

La barba canosa y lacia

sobre el pecho;

metido en tosco sayal,

las yertas manos en cruz,

¡tan formal!

el caballero andaluz.


(LA MUJER MANCHEGA)

   La Mancha y sus mujeres... Argamasilla, Infantes,

Esquivias, Valdepeñas. La novia de Cervantes,

y del manchego heroico, el ama y la sobrina,

(el patio, la alacena, la cueva y la cocina,

la rueca y la costura, la cuna y la pitanza),

la esposa de don Diego y la mujer de Panza,

la hija del ventero, y tantas como están

bajo la tierra, y tantas que son y que serán

encanto de manchegos y madres de españoles

por tierras de lagares, molinos y arreboles.

   Es la mujer manchega garrida y bien plantada,

muy sobre sí doncella, perfecta de casada.

   El sol de la caliente llanura vinariega

quemó su piel, mas guarda frescura de bodega

su corazón. Devota, sabe rezar con fe

para que Dios nos libre de cuanto no se ve.

Su obra es la casa -menos celada que en Sevilla,

más gineceo y menos castillo que en Castilla-.

Y es del hogar manchego la musa ordenadora;

alinea los vasares, los lienzos alcanfora;

las cuentas de la plaza anota en su diario,

cuenta garbanzos, cuenta las cuentas del rosario.

   ¿Hay más? Por estos campos hubo un amor de fuego.

Dos ojos abrasaron un corazón manchego.

   ¿No tuvo en esta Mancha su cuna Dulcinea?

¿No es el Toboso patria de la mujer idea

del corazón, engendro e imán de corazones,

a quien varón no impregna y aun parirá varones?

   Por esta Mancha -prados, viñedos y molinos-

que so el igual del cielo iguala sus caminos,

de cepas arrugadas en el tostado suelo

y mustios pastos como raído terciopelo;

por este seco llano de sol y lejanía,

en donde el ojo alcanza su pleno mediodía

(un diminuto bando de pájaros puntea

el índigo del cielo sobre la blanca aldea,

y allá se yergue un soto de verdes alamillos,

tras leguas y más leguas de campos amarillos),

por esta tierra, lejos del mar y la montaña,

el ancho reverbero del claro sol de España,

anduvo un pobre hidalgo ciego de amor un día

-amor nublóle el juicio; su corazón veía-.

   Y tú, la cerca y lejos, por el inmenso llano

eterna compañera y estrella de Quijano,

lozana labradora fincada en tus terrones

-oh madre de manchegos y numen de visiones-

viviste, buena Aldonza, tu vida verdadera,

cuando tu amante erguía su lanza justiciera,

y en tu casona blanca aechando el rubio trigo.

Aquel amor de fuego era por ti y contigo.

   Mujeres de la Mancha, con el sagrado mote

de Dulcinea, os salve la gloria de Quijote.


(EL MAÑANA EFÍMERO)

A Roberto Castrovido.

   La España de charanga y pandereta,

cerrado y sacristía,

devota de Frascuelo y de María,

de espíritu burlón y de alma quieta,

ha de tener su mármol y su día,

su infalible mañana y su poeta.

El vano ayer engendrará un mañana

vacío y ¡por ventura! pasajero.

Será un joven lechuzo y tarambana,

un sayón con hechuras de bolero;

a la moda de Francia realista,

un poco al uso de París pagano,

y al estilo de España especialista

en el vicio al alcance de la mano.

Esa España inferior que ora y bosteza,

vieja y tahúr, zaragatera y triste;

esa España inferior que ora y embiste,

cuando se digna usar de la cabeza,

aun tendrá luengo parto de varones

amantes de sagradas tradiciones

y de sagradas formas y maneras;

florecerán las barbas apostólicas,

y otras calvas en otras calaveras

brillarán, venerables y católicas.

El vano ayer engendrará un mañana

vacío y ¡por ventura! pasajero,

la sombra de un lechuzo tarambana,

de un sayón con hechuras de bolero,

el vacuo ayer dará un mañana huero.

Como la náusea de un borracho ahito

de vino malo, un rojo sol corona

de heces turbias las cumbres de granito;

hay un mañana estomagante escrito

en la tarde pragmática y dulzona.

Mas otra España nace,

la España del cincel y de la maza,

con esa eterna juventud que se hace

del pasado macizo de la raza.

Una España implacable y redentora,

España que alborea

con un hacha en la mano vengadora,

España de la rabia y de la idea.


1913.

(PROVERBIOS Y CANTARES)

I

   Nunca perseguí la gloria

ni dejar en la memoria

de los hombres mi canción;

yo amo los mundo sutiles,

ingrávidos y gentiles

como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse

de sol y grana, volar

bajo el cielo azul, temblar

súbitamente y quebrarse.


II

   ¿Para qué llamar caminos

a los surcos del azar?...

Todo el que camina anda,

como Jesús, sobre el mar.


III

   A quien nos justifica nuestra desconfianza

llamamos enemigo, ladrón de una esperanza.

Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía

que dió a cascar al diente de la sabiduría.


IV

   Nuestras horas son minutos

cuando esperamos saber,

y siglos cuando sabemos

lo que se puede aprender.


V

   Ni vale nada el fruto

cogido sin sazón...

Ni aunque te elogie un bruto

ha de tener razón.


VI

   De lo que llaman los hombres

virtud, justicia y bondad,

una mitad es envidia,

y la otra, no es caridad.


VII

   Yo he visto garras fieras en las pulidas manos;

conozco grajos mélicos y líricos marranos...

El más truhán se lleva la mano al corazón,

y el bruto más espeso se carga de razón.


VIII

   En preguntar lo que sabes

el tiempo no has de perder...

Y a preguntas sin respuesta

¿quién te podrá responder?


IX

   El hombre, a quien el hambre de la rapiña acucia,

de ingénita malicia y natural astucia,

formó la inteligencia y acaparó la tierra.

¡Y aun la verdad proclama! ¡Supremo ardid de guerra!


X

   La envidia de la virtud

hizo a Caín criminal.

¡Gloria a Caín! Hoy el vicio

es lo que se envidia más.


XI

   La mano del piadoso nos quita siempre honor;

mas nunca ofende al darnos su mano el lidiador.

Virtud es fortaleza, ser bueno es ser valiente;

escudo, espada y maza llevar bajo la frente;

porque el valor honrado de todas armas viste:

no sólo para, hiere, y más que aguarda, embiste.

Que la piqueta arruine, y el látigo flagele;

la fragua ablande el hierro, la lima pula y gaste,

y que el buril burile, y que el cincel cincele,

la espada punce y hienda y el gran martillo aplaste.


XII

   ¡Ojos que a la luz se abrieron

un día para, después,

ciegos tornar a la tierra,

hartos de mirar sin ver!


XIII

   Es el mejor de los buenos

quien sabe que en esta vida

todo es cuestión de medida:

un poco más, algo menos...


XIV

   Virtud es la alegría que alivia el corazón

más grave y desarruga el ceño de Catón.

El bueno es el que guarda, cual venta del camino,

para el sediento el agua, para el borracho el vino.


XV

   Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos,

de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos...

Y entre los dos misterios está el enigma grave;

tres arcas cierra una desconocida llave.

La luz nada ilumina y el sabio nada enseña.

¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?


XVI

   El hombre es por natura la bestia paradójica,

un animal absurdo que necesita lógica.

Creó de nada un mundo y, su obra terminada,

«Ya estoy en el secreto -se dijo-, todo es nada.»


XVII

   El hombre sólo es rico en hipocresía.

En sus diez mil disfraces para engañar confía;

y con la doble llave que guarda su mansión

para la ajena hace ganzúa de ladrón.


XVIII

   ¡Ah, cuando yo era niño

soñaba con los héroes de la Ilíada!

Áyax era más fuerte que Diómedes,

Héctor, más fuerte que Áyax,

y Aquiles el más fuerte; porque era

el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia!

¡Ah, cuando yo era niño

soñaba con los héroes de la Ilíada!


XIX

   El casca-nueces-vacías,

Colón de cien vanidades,

vive de supercherías

que vende como verdades.


XX

   ¡Teresa, alma de fuego,

Juan de la Cruz, espíritu de llama,

por aquí hay mucho frío, padres, nuestros

corazoncitos de Jesús se apagan!


XXI

   Ayer soñé que veía

a Dios y que a Dios hablaba;

y soñé que Dios me oía...

Después soñé que soñaba.


XXII

   Cosas de hombres y mujeres,

los amoríos de ayer,

casi los tengo olvidados,

si fueron alguna vez.


XXIII

   No extrañéis, dulces amigos,

que esté mi frente arrugada;

yo vivo en paz con los hombres

y en guerra con mis entrañas.


XXIV

   De diez cabezas, nueve

embisten y una piensa.

Nunca extrañéis que un bruto

se descuerne luchando por la idea.


XXV

   Las abejas de las flores

sacan miel, y melodía

del amor, los ruiseñores;

Dante y yo -perdón, señores-,

trocamos -perdón, Lucía-,

el amor en Teología.


XXVI

   Poned sobre los campos

un carbonero, un sabio y un poeta.

Veréis cómo el poeta admira y calla,

el sabio mira y piensa...

Seguramente, el carbonero busca

las moras o las setas.

Llevadlos al teatro

y sólo el carbonero no bosteza.

Quien prefiere lo vivo a lo pintado

es el hombre que piensa, canta o sueña.

El carbonero tiene

llena de fantasías la cabeza.


XXVII

   ¿Dónde está la utilidad

de nuestras utilidades?

Volvamos a la verdad:

vanidad de vanidades.


XXVIII

   Todo hombre tiene dos

batallas que pelear:

en sueños lucha con Dios;

y despierto, con el mar.


XXIX

   Caminante, son tus huellas

el camino, y nada más;

caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Al andar se hace camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino,

sino estelas en la mar.


XXX

   El que espera desespera,

dice la voz popular.

¡Qué verdad tan verdadera!

   La verdad es lo que es,

y sigue siendo verdad

aunque se piense al revés.


XXXI

   Corazón, ayer sonoro,

¿ya no suena

tu monedilla de oro?

Tu alcancía,

antes que el tiempo la rompa,

¿se irá quedando vacía?

Confiemos

en que no será verdad

nada de lo que sabemos.


XXXII

   ¡Oh fe del meditabundo!

¡Oh fe después del pensar!

Sólo si viene un corazón al mundo

rebosa el vaso humano y se hincha el mar.


XXXIII

   Soñé a Dios como una fragua

de fuego, que ablanda el hierro,

como un forjador de espadas,

como un bruñidor de aceros,

que iba firmando en las hojas

de luz: Libertad.-Imperio.


XXXIV

   Yo amo a Jesús, que nos dijo:

Cielo y tierra pasarán.

Cuando cielo y tierra pasen

mi palabra quedará.

¿Cuál fué, Jesús, tu palabra?

¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?

Todas tus palabras fueron

una palabra: Velad.


XXXV

   Hay dos modos de conciencia:

una es luz, y otra, paciencia.

Una estriba en alumbrar

un poquito el hondo mar;

otra, en hacer penitencia

con caña o red, y esperar

el pez, como pescador.

Dime tú: ¿Cuál es mejor?

¿Conciencia de visionario

que mira en el hondo acuario

peces vivos,

fugitivos,

que no se pueden pescar,

o esa maldita faena

de ir arrojando a la arena,

muertos, los peces del mar?


XXXVI

   Fe empirista. Ni somos ni seremos.

Todo nuestro vivir es emprestado.

Nada trajimos; nada llevaremos.


XXXVII

   ¿Dices que nada se crea?

No te importe, con el barro

de la tierra, haz una copa

para que beba tu hermano.


XXXVIII

   ¿Dices que nada se crea?

Alfarero, a tus cacharros.

Haz tu copa y no te importe

si no puedes hacer barro.


XXXIX

   Dicen que el ave divina

trocada en pobre gallina,

por obra de las tijeras

de aquel sabio profesor

(fué Kant un esquilador

de las aves altaneras;

toda su filosofía,

un sport de cetrería),

dicen que quiere saltar

las tapias del corralón,

y volar

otra vez, hacia Platón.

¡Hurra! ¡Sea!

¡Feliz será quien lo vea!


XL

   Sí, cada uno y todos sobre la tierra iguales:

el ómnibus que arrastran dos pencos matalones,

por el camino, a tumbos, hacia las estaciones,

el ómnibus completo de viajeros banales,

y en medio un hombre mudo, hipocondríaco, austero,

a quien se cuentan cosas y a quien se ofrece vino...

Y allá, cuando se llegue, ¿descenderá un viajero

no más? ¿O habránse todos quedado en el camino?


XLI

   Bueno es saber que los vasos

nos sirven para beber;

lo malo es que no sabemos

para qué sirve la sed.


XLII

   ¿Dices que nada se pierde?

Si esta copa de cristal

se me rompe, nunca en ella

beberé, nunca jamás.

XLIII
   Dices que nada se pierde,

y acaso dices verdad;

pero todo lo perdemos

y todo nos perderá.

XLIV
   Todo pasa y todo queda;

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo caminos,

caminos sobre la mar.

XLV
   Morir... ¿Caer como gota

de mar en el mar inmenso?

¿O ser lo que nunca he sido:

uno, sin sombra y sin sueño,

un solitario que avanza

sin camino y sin espejo?

XLVI
   Anoche soñé que oía

a Dios, gritándome: ¡Alerta!

Luego era Dios quien dormía,

y yo gritaba: ¡Despierta!

XLVII
   Cuatro cosas tiene el hombre

que no sirven en la mar:

ancla, gobernalle y remos,

y miedo de naufragar.

XLVIII
   Mirando mi calavera

un nuevo Hamlet dirá:

He aquí un lindo fósil de una

careta de carnaval.

XLIX
   Ya noto, al paso que me torno viejo,

que en el inmenso espejo,

donde orgulloso me miraba un día,

era el azogue lo que yo ponía.

Al espejo del fondo de mi casa

una mano fatal

va rayendo el azogue, y todo pasa

por él como la luz por el cristal.

L
   -Nuestro español bosteza.

¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío?

Doctor, ¿tendrá el estómago vacío?

-El vacío es más bien en la cabeza.

LI
   Luz del alma, luz divina,

faro, antorcha, estrella, sol...

Un hombre a tientas camina;

lleva a la espalda un farol.

LII
   Discutiendo están dos mozos

si a la fiesta del lugar

irán por la carretera

o campo atraviesa irán.

Discutiendo y disputando

empiezan a pelear.

Ya con las trancas de pino

furiosos golpes se dan;

ya se tiran de las barbas,

que se las quieren pelar.

Ha pasado un carretero,

que va cantando un cantar:

«Romero, para ir a Roma,

lo que importa es caminar;

a Roma por todas partes,

por todas partes se va.»

LIII
   Ya hay un español que quiere

vivir y a vivir empieza,

entre una España que muere

y otra España que bosteza.

Españolito que vienes

al mundo, te guarde Dios.

Una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.


(PARÁBOLAS)

I

   Era un niño que soñaba

un caballo de cartón.

Abrió los ojos el niño

y el caballito no vió.

Con un caballito blanco

el niño volvió a soñar;

y por la crin lo cogía...

¡Ahora no te escaparás!

Apenas lo hubo cogido,

el niño se despertó.

Tenía el puño cerrado.

¡El caballito voló!

Quedóse el niño muy serio

pensando que no es verdad

un caballito soñado.

Y ya no volvió a soñar.

Pero el niño se hizo mozo

y el mozo tuvo un amor,

y a su amada le decía:

¿Tú eres de verdad o no?

Cuando el mozo se hizo viejo

pensaba: todo es soñar,

el caballito soñado

y el caballo de verdad.

Y cuando vino la muerte,

el viejo a su corazón

preguntaba: ¿Tú eres sueño?

¡Quién sabe si despertó!


II

A D. Vicente Ciurana.

   Sobre la limpia arena, en el tartesio llano

por donde acaba España y sigue el mar,

hay dos hombres que apoyan la cabeza en la mano;

uno duerme, y el otro parece meditar.

El uno, en la mañana de tibia primavera,

junto a la mar tranquila,

ha puesto entre sus ojos y el mar que reverbera,

los párpados, que borran el mar en la pupila.

Y se ha dormido, y sueña con el pastor Proteo,

que sabe los rebaños del marino guardar;

y sueña que le llaman las hijas de Nereo,

y ha oído a los caballos de Poseidón hablar.

El otro mira al agua. Su pensamiento flota;

hijo del mar, navega -o se pone a volar.

Su pensamiento tiene un vuelo de gaviota,

que ha visto un pez de plata en el agua saltar.

Y piensa: «Es esta vida una ilusión marina

de un pescador que un día ya no puede pescar.»

El soñador ha visto que el mar se le ilumina,

y sueña que es la muerte una ilusión del mar.


III

   Érase de un marinero

que hizo un jardín junto al mar,

y se metió a jardinero.

Estaba el jardín en flor,

y el jardinero se fué

por esos mares de Dios.


IV

(CONSEJOS)

   Sabe esperar, aguarda que la marea fluya,

-así en la costa un barco- sin que al partir te inquiete.

Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;

porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta

y no llega la mar a tu galera,

aguarda sin partir y siempre espera,

que el arte es largo y, además, no importa.


V

(PROFESIÓN DE FE)

   Dios no es el mar, está en el mar; riela

como luna en el agua, o aparece

como una blanca vela;

en el mar se despierta o se adormece.

Creó la mar, y nace

de la mar cual nube y la tormenta;

es el Criador y la criatura lo hace;

su aliento es alma, y por el alma alienta.

Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste,

y para darte el alma que me diste

en mí te he de crear. Que el puro río

de caridad que fluye eternamente,

fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío,

de una fe sin amor la turbia fuente!


VI

   El Dios que todos llevamos,

el Dios que todos hacemos,

el Dios que todos buscamos

y que nunca encontraremos.

Tres dioses o tres personas

del solo Dios verdadero.


VII

   Dice la razón: Busquemos

la verdad.

Y el corazón: Vanidad.

La verdad ya la tenemos.

La razón: ¡Ay, quién alcanza

la verdad!

El corazón: Vanidad.

La verdad es la esperanza.

Dice la razón: Tú mientes.

Y contesta el corazón:

Quién miente eres tú, razón,

que dices lo que no sientes.

La razón: Jamás podremos

entendernos, corazón.

El corazón: Lo veremos.


VIII

   Cabeza meditadora,

¡qué lejos se oye el zumbido

de la abeja libadora!

   Echaste un velo de sombra

sobre el bello mundo, y vas

creyendo ver, porque mides

la sombra con un compás.

   Mientras la abeja fabrica,

melifica,

con jugo de campo y sol,

yo voy echando verdades

que nada son, vanidades

al fondo de mi crisol.

De la mar al percepto,

del percepto al concepto,

del concepto a la idea

-¡oh, la linda tarea!-,

de la idea a la mar.

¡Y otra vez a empezar!


- CXXXVIII -

(MI BUFÓN)

   El demonio de mis sueños

ríe con sus labios rojos,

sus negros y vivos ojos,

sus dientes finos, pequeños.

Y jovial y picaresco

se lanza a un baile grotesco,

luciendo el cuerpo deforme

y su enorme

joroba. Es feo y barbudo,

y chiquitín y panzudo.

Yo no sé por qué razón,

de mi tragedia bufón,

te ríes... Mas tú eres vivo

por tu danzar sin motivo.


(A DON FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS)

   Como se fué el maestro,

la luz de esta mañana

me dijo: Van tres días

que mi hermano Francisco no trabaja.

¿Murió?... Sólo sabemos

que se nos fué por una senda clara,

diciéndonos: Hacedme

un duelo de labores y esperanzas.

Sed buenos y no más, sed lo que he sido

entre vosotros: alma.

Vivid, la vida sigue,

los muertos mueren y las sombras pasan;

lleva quien deja y vive el que ha vivido.

¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!

   Y hacia otra luz más pura

partió el hermano de la luz del alba,

del sol de los talleres,

el viejo alegre de la vida santa.

... Oh, sí, llevad, amigos,

su cuerpo a la montaña,

a los azules montes

del ancho Guadarrama.

Allí hay barrancos hondos

de pinos verdes donde el viento canta.

Su corazón repose

bajo una encina casta,

en tierra de tomillos, donde juegan

mariposas doradas...

Allí el maestro un día

soñaba un nuevo florecer de España.


Baeza, 21 febrero, 1915.

(AL JOVEN MEDITADOR JOSÉ ORTEGA Y GASSET)

   A ti laurel y yedra

corónente, dilecto

de Sofía, arquitecto.

Cincel, martillo y piedra

y masones te sirvan; las montañas

de Guadarrama frío

te brinden el azul de sus entrañas,

meditador de otro Escorial sombrío.

Y que Felipe austero,

al borde de su regia sepultura,

asome a ver la nueva arquitectura,

y bendiga la prole de Lutero.


(A XAVIER VALCARCE)

... En el intermedio de la primavera.

   Valcarce, dulce amigo, si tuviera

la voz que tuve antaño, cantaría

el intermedio de tu primavera

-porque aprendiz he sido de ruiseñor un día-,

y el rumor de tu huerto -entre las flores

el agua oculta corre, pasa y suena

por acequias, regatos y atanores-,

y el inquieto bullir de tu colmena,

y esa doliente juventud que tiene

ardores de faunalias,

y que pisando viene

la huella a mis sandalias.

   Mas hoy... ¿será porque el enigma grave

me tentó en la desierta galería,

y abrí con una diminuta llave

el ventanal del fondo que da a la mar sombría?

¿Será porque se ha ido

quien asentó mis pasos en la tierra,

y en este nuevo ejido

sin rubia mies, la soledad me aterra?

   No sé, Valcarce, mas cantar no puedo;

se ha dormido la voz en mi garganta,

y tiene el corazón un salmo quedo.

Ya sólo reza el corazón, no canta.

   Mas hoy, Valcarce, como un fraile viejo

puedo hacer confesión, que es dar consejo.

   En este día claro, en que descansa

tu carne de quimeras y amoríos

-así en amplio silencio se remansa

el agua bullidora de los ríos-,

no guardes en tu cofre la galana

veste dominical, el limpio traje,

para llenar de lágrimas mañana

la mustia seda y el marchito encaje,

sino viste, Valcarce, dulce amigo,

gala de fiesta para andar contigo.

   Y cíñete la espada rutilante,

y lleva tu armadura,

el peto de diamante

debajo de la blanca vestidura.

   ¡Quién sabe! Acaso tu domingo sea

la jornada guerrera y laboriosa,

el día del Señor, que no reposa,

el claro día en que el Señor pelea.


(MARIPOSA DE LA SIERRA)

A Juan Ramón Jiménez, por
su libro Platero y yo.

   ¿No eres tú, mariposa,

el alma de estas sierras solitarias,

de sus barrancos hondos,

y de sus cumbres agrias?

Para que tú nacieras,

con su varita mágica

a las tormentas de la piedra, un día,

mandó callar un hada,

y encadenó los montes,

para que tú volaras.

Anaranjada y negra,

morenita y dorada,

mariposa montés, sobre el romero

plegadas las alillas o, voltarias,

jugando con el sol, o sobre un rayo

de sol crucificadas.

¡Mariposa montés y campesina,

mariposa serrana,

nadie ha pintado tu color; tú vives

tu color y tus alas

en el aire, en el sol, sobre el romero,

tan libre, tan salada!...

Que Juan Ramón Jiménez

pulse por ti su lira franciscana.


Sierra de Cazorla, 28 mayo 1915.

(DESDE MI RINCÓN)

ELOGIOS

Al libro Castilla, del maestro
«Azorín», con motivos del mismo.

   Con este libro de melancolía,

toda Castilla a mi rincón me llega;

Castilla la gentil y la bravía,

la parda y la manchega.

¡Castilla, España de los largos ríos

que el mar no ha visto y corre hacia los mares;

Castilla de los páramos sombríos,

Castilla de los negros encinares!

Labriegos transmarinos y pastores

trashumantes -arados y merinos-,

labriegos con talante de señores,

pastores de color de los caminos.

Castilla de grisientos peñascales,

pelados serrijones,

barbechos y trigales,

malezas y cambrones.

Castilla azafranada y polvorienta,

sin montes, de arreboles purpurinos,

Castilla visionaria y soñolienta

de llanuras, viñedos y molinos.

Castilla -hidalgos de semblante enjuto,

rudos jaques y orondos bodegueros-,

Castilla -trajinantes y arrieros

de ojos inquietos, de mirar astuto-,

mendigos rezadores,

y frailes pordioseros,

boteros, tejedores,

arcadores, perailes, chicarreros,

lechuzos y rufianes,

fulleros y truhanes,

caciques y tahures y logreros.

¡Oh, venta de los montes! -Fuencebada,

Fonfría, Oncala, Manzanal, Robledo-.

¡Mesón de los caminos y posada

de Esquivias, Salas, Almazán, Olmedo!

La ciudad diminuta y la campana

de las monjas que tañe, cristalina...

¡Oh, dueña doñeguil tan de mañana

y amor de Juan Ruiz a doña Endrina!

Las comadres -Gerarda y Celestina-.

Los amantes -Fernando y Dorotea-.

¡Oh casa, oh huerto, oh sala silenciosa!

¡Oh divino vasar en donde posa

sus dulces ojos verdes Melibea!

¡Oh jardín de cipreses y rosales,

donde Calisto ensimismado piensa,

que tornan con las nubes inmortales

las mismas olas de la mar inmensa!

¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana

que nacerá tan viejo!

¡Y esta esperanza vana

de romper el encanto del espejo!

¡Y esta agua amarga de la fuente ignota!

¡Y este filtrar la gran hipocondría

de España siglo a siglo y gota a gota!

¡Y este alma de Azorín... y este alma mía

que está viendo pasar, bajo la frente,

de una España la inmensa galería,

cual pasa del ahogado en la agonía

todo su ayer, vertiginosamente!

Basta. Azorín, yo creo

en el alma sutil de tu Castilla,

y en esa maravilla

de tu hombre triste del balcón, que veo

siempre añorar, la mano en la mejilla.

Contra el gesto del persa, que azotaba

la mar con su cadena;

contra la flecha que el tahur tiraba

al cielo, creo en la palabra buena.

Desde un pueblo que ayuna y se divierte,

ora y eructa, desde un pueblo impío

que juega al mus, de espaldas a la muerte,

creo en la libertad y en la esperanza,

y en una fe que nace

cuando se busca a Dios y no se alcanza,

y en el Dios que se lleva y que se hace.

ENVÍO

   ¡Oh, tú, Azorín, que de la mar de Ulises

viniste al ancho llano

en donde el gran Quijote, el buen Quijano,

soñó con Esplandianes y Amadises;

buen Azorín, por adopción manchego,

que guardas tu alma ibera,

tu corazón de fuego

bajo el recio almidón de tu pechera

-un poco libertario

de cara a la doctrina,

¡admirable Azorín, el reaccionario

por asco de la greña jacobina!-;

pero tranquilo, varonil -la espada

ceñida a la cintura

y con santo rencor acicalada-,

sereno en el umbral de tu aventura!

¡Oh, tú, Azorín, escucha: España quiere

surgir, brotar, toda una España empieza!

¿Y ha de helarse en la España que se muere?

¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?

Para salvar la nueva epifanía

hay que acudir, ya es hora,

con el hacha y el fuego al nuevo día.

Oye cantar los gallos de la aurora.


Baeza, 1913.

(UNA ESPAÑA JOVEN)

   ... Fué un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,

la malherida España, de Carnaval vestida

nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda,

para que no acertara la mano con la herida.

   Fué ayer; éramos casi adolescentes; era

con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios,

cuando montar quisimos en pelo una quimera,

mientras la mar dormía ahita de naufragios.

   Dejamos en el puerto la sórdida galera,

y en una nave de oro nos plugo navegar

hacia los altos mares, sin aguardar ribera,

lanzando velas y anclas y gobernalle al mar.

   Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño -herencia

de un siglo que vencido sin gloria se alejaba-

un alba entrar quería; con nuestra turbulencia

la luz de las divinas ideas batallaba.

   Mas cada cual el rumbo siguió de su locura;

agilitó su brazo, acreditó su brío;

dejó como un espejo bruñida su armadura

y dijo: «El hoy es malo, pero el mañana... es mío.»

   Y es hoy aquel mañana de ayer... Y España toda,

con sucios oropeles de Carnaval vestida

aun la tenemos: pobre y escuálida y beoda;

mas hoy de un vino malo: la sangre de su herida.

   Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre

la voluntad te llega, irás a tu aventura

despierta y transparente a la divina lumbre,

como el diamante clara, como el diamante pura.


1914.

(ESPAÑA, EN PAZ)

   En mi rincón moruno, mientras repiquetea

el agua de la siembra bendita en los cristales,

yo pienso en la lejana Europa que pelea,

el fiero Norte, envuelto en lluvias otoñales.

   Donde combaten galos, ingleses y teutones,

allá, en la vieja Flandes y en una tarde fría,

sobre jinetes, carros, infantes y cañones

pondrá la lluvia el velo de su melancolía.

   Envolverá la niebla el rojo expolario

-sordina gris al férreo claror del campamento-,

las brumas de la Mancha caerán como un sudario

de la flamenca duna sobre el fangal sangriento.

   Un César ha ordenado las tropas de Germania

contra el francés avaro y el triste moscovita,

y osó hostigar la rubia pantera de Britania.

Medio planeta en armas contra el teutón milita.

   ¡Señor! La guerra es mala y bárbara; la guerra,

odiada por las madres, las almas entigrece;

mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra?

¿Quién segará la espiga que junio amarillece?

   Albión acecha y caza las quillas en los mares;

Germania arruina templos, moradas y talleres;

la guerra pone un soplo de hielo en los hogares,

y el hambre en los caminos, y el llanto en las mujeres.

   Es bárbara la guerra y torpe y regresiva;

¿por qué otra vez a Europa esta sangrienta racha

que siega el alma y esta locura acometiva?

¿Por qué otra vez el hombre de sangre se emborracha?

   La guerra nos devuelve las podres y las pestes

del Ultramar cristiano; el vértigo de horrores

que trajo Atila a Europa con sus feroces huestes;

las hordas mercenarias, los púnicos rencores;

la guerra nos devuelve los muertos milenarios

de cíclopes, centauros, Heracles y Teseos;

la guerra resucita los sueños cavernarios

del hombre con peludos mammuthes giganteos.

   ¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.

¡Salud, oh buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,

yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española,

si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.

   Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes

en esa paz, valiente, le enmohecida espada,

para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes

el arma de tu vieja panoplia arrinconada;

si pules y acicalas tus hierros para, un día,

vestir de luz, y erguida: heme aquí, pues, España,

en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía,

heme aquí, pues, vestida para la propia hazaña,

decir, para que diga quien oiga: es voz no es eco,

el buen manchego habla palabras de cordura;

parece que el hidalgo amojamado y seco

entró en razón, y tiene espada a la cintura;

entonces, paz de España, yo te saludo.

Si eres

vergüenza humana de esos rencores cabezudos

con que se matan miles de avaros mercaderes,

sobre la madre tierra que los parió desnudos;

si sabes como Europa entera se anegaba

en una paz sin alma, en un afán sin vida,

y que una calentura cruel la aniquilaba,

que es hoy la fiebre de esta pelea fratricida;

si sabes que esos pueblos arrojan sus riquezas

al mar y al fuego -todos- para sentirse hermanos

un día ante el divino altar de la pobreza,

gabachos y tudescos, latinos y britanos,

entonces, paz de España, también yo te saludo,

y a ti, la España fuerte, si, en esta paz bendita,

en tu desdeño esculpes, como sobre un escudo,

dos ojos que avizoran y un ceño que medita.


Baeza, 10 de noviembre de 1914.

Flor de santidad.-Novela milenaria,
por D. Ramón del Valle-Inclán.

   Esta leyenda en sabio romance campesino,

ni arcaico ni moderno, por Valle-Inclán escrita,

revela en los halagos de un viento vespertino,

la santa flor de alma que nunca se marchita.

   Es la leyenda campo y campo. Un peregrino

que vuelve solitario de la sagrada tierra

donde Jesús morara, camina sin camino,

entre los agrios montes de la galaica sierra.

   Hilando silenciosa, la rueca a la cintura,

Adega, en cuyos ojos la llama azul fulgura

de la piedad humilde, en el romero ha visto,

   al declinar la tarde, la pálida figura,

la frente gloriosa de luz y la amargura

de amor que tuvo un día el SALVADOR DOM. CRISTO.


(AL MAESTRO RUBÉN DARÍO)

   Este noble poeta, que ha escuchado

los ecos de la tarde y los violines

del otoño en Verlaine, y que ha cortado

las rosas de Ronsard en los jardines

de Francia, hoy, peregrino

de un Ultramar de Sol, nos trae el oro

de su verbo divino.

¡Salterios del loor vibran en coro!

La nave bien guarnida,

con fuerte casco y acerada prora,

de viento y luz la blanca vela henchida

surca, pronta a arribar, la mar sonora.

Y yo le grito: ¡Salve! a la bandera

flamígera que tiene

esta hermosa galera,

que de una nueva España a España viene.


(1904.)

(A LA MUERTE DE RUBÉN DARÍO)

   Si era toda en tu verso la armonía del mundo,

¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?

Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares,

corazón asombrado de la música astral,

¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno

y con las nuevas rosas triunfante volverás?

¿Te han herido buscando la soñada Florida,

la fuente de la eterna juventud, capitán?

Que en esta lengua madre la clara historia quede;

corazones de todas las España, llorad.

Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro,

esta nueva nos vino atravesando el mar.

Pongamos, españoles, en un severo mármol,

su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más:

nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo,

nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.


(1916.)

(A NARCISO ALONSO CORTÉS, POETA DE CASTILLA)

Jam senior, sed cruda deo viridisque senectu.

VIRGILIO (Eneida.)



   Tus versos me han llegado a este rincón manchego,

regio presente en arcas de rica taracea,

que guardan, entre ramos de castellano espliego,

narcisos de Citeres y lirios de Judea.

   En tu árbol viejo anida un canto adolescente,

del ruiseñor de antaño la dulce melodía.

Poeta, que declaras arrugas en tu frente,

tu musa es la más noble: se llama Todavía.

   Al corazón del hombre con red sutil envuelve

el tiempo, como niebla de río una arboleda.

¡No mires: todo pasa; olvida: nada vuelve!

Y el corazón del hombre se angustia... Nada queda!

   El tiempo rompe el hierro y gasta los marfiles.

Con limas y barrenas, buriles y tenazas,

el tiempo lanza obreros a trabajar febriles,

enanos con punzones y cíclopes con mazas.

   El tiempo lame y roe y pule y mancha y muerde;

socava el alto muro, la piedra agujerea;

apaga la mejilla y abrasa la hoja verde;

sobre las frentes cava los surcos de la idea.

   Pero el poeta afronta el tiempo inexorable,

como David al fiero gigante filisteo;

de su armadura busca la pieza vulnerable,

y quiere obrar la hazaña a que no osó Teseo.

   Vencer al tiempo quiere. ¡Al tiempo! ¿Hay un seguro

donde afincar la lucha? ¿Quién lanzará el venablo

que cace esa alimaña? ¿Se sabe de un conjuro

que ahuyente ese enemigo, como la cruz al diablo?

   El alma. El alma vence -¡la pobre cenicienta,

que en este siglo vano, cruel, empedernido,

por esos mundos vaga escuálida y hambrienta!-

al ángel de la muerte y al agua del olvido.

   Su fortaleza opone al tiempo, como el puente

al ímpetu del río sus pétreos tajamares;

bajo ella el tiempo lleva bramando su torrente,

sus aguas cenagosas huyendo hacia los mares.

   Poeta, el alma sólo es ancla en la ribera,

dardo cruel y doble escudo adamantino;

y en el diciembre helado, rosal de primavera;

y sol del caminante y sombra del camino.

   Poeta, que declaras arrugas en tu frente,

tu noble verso sea más joven cada día;

que en tu árbol viejo suene el canto adolescente,

del ruiseñor eterno la dulce melodía.


Venta de Cárdenas, 24 octubre.

(MIS POETAS)

   El primero es Gonzalo de Berceo llamado,

Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino,

que yendo en romería acaeció en un prado,

y a quien los sabios pintan copiando un pergamino.

   Trovó a Santo Domingo, trovó a Santa María,

y a San Millán, y a San Lorenzo y Santa Oria,

y dijo: mi dictado non es de juglaría;

escrito lo tenemos; es verdadera historia.

   Su verso es dulce y grave: monótonas hileras,

de chopos invernales en donde nada brilla;

renglones como surcos en pardas sementeras,

y lejos, las montañas azules de Castilla.

   Él nos cuenta el repaire del romeo cansado;

leyendo en santorales y libros de oración,

copiando historias viejas, nos dice su dictado,

mientras le sale afuera la luz del corazón.


(A DON MIGUEL DE UNAMUNO)

Por su libro Vida de Don Quijote y Sancho.

   Este donquijotesco

don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,

lleva el arnés grotesco

y el irrisorio casco

del buen manchego. Don Miguel camina,

jinete de quimérica montura,

metiendo espuela de oro a su locura,

sin miedo de la lengua que malsina.

   A un pueblo de arrieros,

lechuzos y tahures y logreros

dicta lecciones de Caballería.

Y el alma desalmada de su raza,

que bajo el golpe de su férrea maza

aun duerme, puede que despierte un día.

   Quiere enseñar el ceño de la duda,

antes de que cabalgue, al caballero;

cual nuevo Hamlet, a mirar desnuda

cerca del corazón la hoja de acero.

   Tiene el aliento de una estirpe fuerte

que soñó más allá de sus hogares,

y que el oro buscó tras de los mares.

Él señala la gloria tras la muerte.

Quiere ser fundador, y dice: Creo;

Dios y adelante el ánima española...

Y es tan bueno y mejor que fué Loyola:

sabe a Jesús y escupe al fariseo.


(A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ)

Por su libro Arias tristes.

   Era una noche del mes

de mayo, azul y serena.

Sobre el agudo ciprés

brillaba la luna llena,

   iluminando la fuente

en donde el agua surtía

sollozando intermitente.

Sólo la fuente se oía.

   Después, se escuchó el acento

de un oculto ruiseñor.

Quebró una racha de viento

la curva del surtidor.

   Y una dulce melodía

vagó por todo el jardín:

entre los mirtos tañía

un músico su violín.

   Era un acorde lamento

de juventud y de amor

para la luna y el viento,

el agua y el ruiseñor.

   «El jardín tiene una fuente

y la fuente una quimera...»

Cantaba una voz doliente,

alma de la primavera.

   Calló la voz y el violín

apagó su melodía.

Quedó la melancolía

vagando por el jardín.

Sólo la fuente se oía.


NUEVAS CANCIONES
(1917-1930)

(OLIVO DEL CAMINO)

A la memoria de D. Cristóbal Torres.

I

   Parejo de la encina castellana

crecida sobre el páramo, señero

en los campos de Córdoba la llana

que dieron su caballo al Romancero,

lejos de tus hermanos

que vela el ceño campesino -enjutos

pobladores de lomas y altozanos,

horros de sombra, grávidos de frutos-,

sin caricia de mano labradora

que limpie tu ramaje, y por olvido,

viejo olivo, del hacha leñadora,

¡cuán bello estás junto a la fuente erguido,

bajo este azul cobalto,

como un árbol silvestre, espeso y alto!


II

   Hoy, a tu sombra, quiero

ver estos campos de mi Andalucía,

como a la vera ayer del Alto Duero

la hermosa tierra de encinar veía.

Olivo solitario,

lejos del olivar, junto a la fuente,

olivo hospitalario

que das tu sombra a un hombre pensativo

y aun agua transparente,

al borde del camino que blanquea,

guarde tus verdes ramas, viejo olivo,

la diosa de ojos glaucos, Atenea.


III

   Busque tu rama verde el suplicante

para el templo de un dios, árbol sombrío;

Demeter jadeante

pose a tu sombra, bajo el sol de estío.

   Que reflorezca el día

en que la diosa huyó del ancho Urano,

cruzó la espalda de la mar bravía,

llegó a la tierra en que madura el grano,

y en su querida Eleusis, fatigada,

sentóse a reposar junto al camino,

ceñido el peplo, yerta la mirada,

lleno de angustia el corazón divino...

Bajo tus ramas, viejo olivo, quiero

un día recordar del sol de Homero.


IV

   Al palacio de un rey llegó la dea,

sólo divina en el mirar sereno,

ocultando su forma gigantea

de joven talle y de redondo seno,

trocado el manto azul por burda lana,

como sierva propicia a la tarea

de humilde oficio con que el pan se gana.

   De Keleos la esposa venerable,

que daba al hijo en su vejez nacido,

a Demofón, un pecho miserable,

la reina de los bucles de ceniza,

del niño bien amado

a Demeter tomó para nodriza.

Y el niño floreció como criado

en brazos de una diosa,

o en las selvas feraces,

-así el bastardo de Afrodita hermosa-

al seno de las ninfas montaraces.


V

   Mas siempre el ceño maternal espía,

y una noche, celando a la extranjera,

vió la reina una llama. En roja hoguera,

a Demofón, el príncipe lozano,

Demeter impasible revolvía,

y al cuello, al torso, al vientre, con su mano

una sierpe de fuego le ceñía.

Del regio lecho, en la aromada alcoba,

saltó la madre; al corredor sombrío

salió gritando, aullando, como loba

herida en las entrañas: ¡hijo mío!


VI

   Demeter la miró con faz severa.

-Tal es, raza mortal, tu cobardía.

Mi llama el fuego de los dioses era.

Y al niño, que en sus brazos sonreía:

Yo soy Demeter que los frutos grana,

¡oh príncipe nutrido por mi aliento,

y en mis brazos más rojo que manzana

madurada en otoño al sol y al viento!...

Vuelve al halda materna, y tu nodriza

no olvides, Demofón, que fué una diosa;

ella trocó en maciza

tu floja carne y la tiñó de rosa,

y te dió el ancho torso, el brazo fuerte,

y más te quiso dar y más te diera:

con la llama que libra de la muerte,

la eterna juventud por compañera.


VII

   La madre de la bella Proserpina

trocó en moreno grano,

para el sabroso pan de blanca harina,

aguas de abril y soles del verano.

   Trigales y trigales ha corrido

la rubia diosa de la hoz dorada,

y del campo a las eras del ejido,

con sus montes de mies agavillada,

llegaron los huesudos bueyes rojos,

la testa dolorida al yugo atada,

y con la tarde ubérrima en los ojos.

   De segados trigales y alcaceles

hizo el fuego sequizos rastrojales;

en el huerto rezuma el higo mieles,

cualge la oronda pera en los perales,

hay en las vides rubios moscateles,

y racimos de rosa en los parrales

que festonan la blanca almacería

de los huertos. Ya irá de glauca a bruna,

por llano, loma, alcor y serranía,

de los verdes olivos la aceituna...

   Tu fruto, ¡oh polvoriento del camino

árbol ahito de la estiva llama!,

no estrujarán las piedras del molino,

aguardará la fiesta, en la alta rama,

del alegre zorzal, o el estornino

lo llevará en su pico, alborozado.

   Que en tu ramaje luzca, árbol sagrado,

bajo la luna llena,

el ojo encandilado

del buho insomne de la sabia Atena.

   Y que la diosa de la hoz bruñida

y de la adusta frente

materna sed y angustia de uranida

traiga a tu sombra, olivo de la fuente.

   Y con tus ramas la divina hoguera

encienda en un hogar del campo mío,

por donde tuerce perezoso un río

que toda la campiña hace ribera

antes que un pueblo, hacia la mar, navío.


(APUNTES)

I

   Desde mi ventana,

¡campo de Baeza,

a la luna clara!

   ¡Montes de Cazorla,

Aznaitín y Mágina!

   ¡De luna y de piedra

también los cachorros

de Sierra Morena!


II

   Sobre el olivar,

se vió a la lechuza

volar y volar.

   Campo, campo, campo.

Entre los olivos,

los cortijos blancos.

   Y la encina negra,

a medio camino

de Úbeda a Baeza.


III

   Por un ventanal,

entró la lechuza

en la catedral.

   San Cristobalón

la quiso espantar,

al ver que bebía

del velón de aceite

de Santa María.

La Virgen habló:

Déjala que beba,

San Cristobalón.


IV

   Sobre el olivar,

se vió a la lechuza

volar y volar.

   A Santa María

un ramito verde

volando traía.

   ¡Campo de Baeza,

soñaré contigo

cuando no te vea!


V

   Dondequiera vaya,

José de Mairena

lleva su guitarra.

   Su guitarra lleva,

cuando va a caballo,

a la bandolera.

   Y lleva el caballo

con la rienda corta,

la cerviz en alto.


VI

   ¡Pardos borriquillos

de ramón cargados,

entre los olivos!


VII

   ¡Tus sendas de cabras

y tus madroñeras,

Córdoba serrana!


VIII

   ¡La del Romancero,

Córdoba la llana!...

Guadalquivir hace vega,

el campo relincha y brama.


IX

   Los olivos grises,

los caminos blancos.

El sol ha sorbido

la color del campo;

y hasta tu recuerdo

me lo va secando

este alma de polvo

de los días malos.


(HACIA TIERRA BAJA)

I

   Rejas de hierro; rosas de grana.

¿A quién esperas,

con esos ojos y esas ojeras,

enjauladita como las fieras,

tras de los hierros de tu ventana?

   Entre las rejas y los rosales,

¿sueñas amores

de bandoleros galanteadores,

fieros amores entre puñales?

   Rondar tu calle nunca verás

ese que esperas; porque se fué

toda la España de Merimée.

   Por esta calle -tú elegirás-

pasa un notario

que va al tresillo del boticario,

y un usurero, a su rosario.

   También yo paso, viejo y tristón.

Dentro del pecho llevo un león.


II

   Aunque me ves por la calle,

también yo tengo mis rejas,

mis rejas y mis rosales.


III

   Un mesón de mi camino.

Con un gesto de vestal,

tú sirves el rojo vino

de una orgía de arrabal.

   Los borrachos

de los ojos vivarachos

y la lengua fanfarrona

te requiebran ¡oh varona!

   Y otros borrachos suspiran

por tus ojos de diamante,

tus ojos que a nadie miran.

   A la altura de tus senos,

la batea rebosante

llega en tus brazos morenos.

   ¡Oh, mujer,

dame también de beber!


IV

   Una noche de verano.

El tren hacia el puerto va,

devorando aire marino.

Aun no se ve la mar.


* * *

   Cuando lleguemos al puerto,

niña, verás

un abanico de nácar

que brilla sobre la mar.


* * *

   A una japonesa

le dijo Sokán:

con la blanca luna

te abanicarás,

con la blanca luna,

a orillas del mar.


V

   Una noche de verano,

en la playa de Sanlúcar,

oí una voz que cantaba:

antes que salga la luna.

   Antes que salga la luna,

a la vera de la mar,

dos palabritas a solas

contigo tengo de hablar.

   ¡Playa de Sanlúcar,

noche de verano,

copla solitaria

junto al mar amargo!

   ¡A la orillita del agua,

por donde nadie nos vea,

antes que la luna salga!


(GALERÍAS)

I

   En el azul la banda

de unos pájaros negros

que chillan, aletean y se posan

en el álamo yerto.

... En el desnudo álamo,

las graves chovas quietas y en silencio,

cual negras, frías notas

escritas en la pauta de febrero.


II

   El monte azul, el río, las erectas

varas cobrizas de los finos álamos,

y el blanco del almendro en la colina,

¡oh nieve en flor y mariposa en árbol!

Con el aroma del habar, el viento

corre en la alegre soledad del campo.


III

   Una centella blanca

en la nube de plomo culebrea.

¡Los asombrados ojos

del niño, y juntas cejas

-está el salón obscuro- de la madre!...

¡Oh cerrado balcón a la tormenta!

El viento aborrascado y el granizo

en el limpio cristal repiquetean.


IV

   El iris y el balcón.

Las siete cuerdas

de la lira del sol vibran en sueños.

Un tímpano infantil da siete golpes

-agua y cristal-.

Acacias con jilgueros.

Cigüeñas en las torres.

En la plaza,

lavó la lluvia el mirto polvoriento.

En el amplio rectángulo ¿quién puso

ese grupo de vírgenes risueño,

y arriba ¡hosanna! entre la rota nube,

la palma de oro y el azul sereno?


V

   Entre montes de almagre y peñas grises,

el tren devora su rail de acero.

La hilera de brillantes ventanillas

lleva un doble perfil de camafeo,

tras el cristal de plata, repetido...

¿Quién ha punzado el corazón del tiempo?


VI

   ¿Quién puso, entre las rocas de ceniza,

para la miel del sueño,

esas retamas de oro

y esas azules flores del romero?

La sierra de violeta

y, en el poniente, el azafrán del cielo,

¿quién ha pintado? ¡El abejar, la ermita,

el tajo sobre el río, el sempiterno

rodar del agua entre las hondas peñas,

y el rubio verde de los campos nuevos,

y todo, hasta la tierra blanca y rosa

al pie de los almendros!


VII

   En el silencio sigue

la liga pitagórica vibrando,

el iris en la luz, la luz que llena

mi estereoscopio vano.

Han cegado mis ojos las cenizas

del fuego heraclitano.

El mundo es, un momento,

transparente, vacío, ciego, alalo.


(LA LUNA, LA SOMBRA Y EL BUFÓN)

I

   Fuera, la luna platea

cúpulas, torres, tejados;

dentro, mi sombra pasea

por los muros encalados.

Con esta luna, parece

que hasta la sombra envejece.

   Ahorremos la serenata

de una cenestesia ingrata,

y una vejez intranquila,

y una luna de hojalata.

Cierra tu balcón, Lucila.


II

   Se pintan panza y joroba

en la pared de mi alcoba.

Canta el bufón:

¡Qué bien van,

en un rostro de cartón,

unas barbas de azafrán!

Lucila, cierra el balcón.


(CANCIONES DE TIERRAS ALTAS)

I

   Por la sierra blanca...

La nieve menuda

y el viento de cara.

   Por entre los pinos...

con la blanca nieve

se borra el camino.

   Recio viento sopla

de Urbión a Moncayo.

¡Páramos de Soria!


II

   Ya habrá cigüeñas al sol,

mirando la tarde roja,

entre Moncayo y Urbión.


III

   Se abrió la puerta que tiene

gonces en mi corazón,

y otra vez la galería

de mi historia apareció.

   Otra vez la plazoleta

de las acacias en flor,

y otra vez la fuente clara

cuenta un romance de amor.


IV

   Es la parda encina

y el yermo de piedra.

Cuando el sol tramonta,

el río despierta.

   ¡Oh montes lejanos

de malva y violeta!

En el aire en sombra

sólo el río suena.

   ¡Luna amoratada

de una tarde vieja,

en un campo frío,

más luna que tierra!


V

   Soria de montes azules

y de yermos de violeta,

¡cuántas veces te he soñado

en esta florida vega

por donde se va,

entre naranjos de oro,

Guadalquivir a la mar!


VI

   ¡Cuántas veces me borraste,

tierra de ceniza,

estos limonares verdes

con sombras de tus encinas!

   ¡Oh campos de Dios,

entre Urbión el de Castilla

y Moncayo el de Aragón!


VII

   En Córdoba, la serrana,

en Sevilla, marinera

y labradora, que tiene

hinchada, hacia el mar, la vela;

y en el ancho llano

por donde la arena sorbe

la baba del mar amargo,

hacia la fuente del Duero

mi corazón ¡Soria pura!

se tornaba... ¡Oh, fronteriza

entre la tierra y la luna!

   ¡Alta paramera

donde corre el Duero niño,

tierra donde está su tierra!


VIII

   El río despierta.

En el aire obscuro,

sólo el río suena.

   ¡Oh, canción amarga

del agua en la piedra!

... Hacia el alto Espino,

bajo las estrellas.

   Sólo suena el río

al fondo del valle,

bajo el alto Espino.


IX

   En medio del campo,

tiene la ventana abierta

la ermita sin ermitaño.

   Un tejadillo verdoso.

Cuatro muros blancos.

   Lejos relumbra la piedra

del áspero Guadarrama.

Agua que brilla y no suena.

   En el aire claro,

¡los alamillos del soto,

sin hojas, liras de marzo!


X

(IRIS DE LA NOCHE)

A D. Ramón del Valle-Inclán.

   Hacia Madrid, una noche,

va el tren por el Guadarrama.

En el cielo, el arco iris

que hacen la luna y el agua.

¡Oh luna de abril, serena,

que empuja las nubes blancas!

   La madre lleva a su niño,

dormido, sobre la falda.

Duerme el niño y, todavía,

ve el campo verde que pasa,

y arbolillos soleados,

y mariposas doradas.

   La madre, ceño sombrío

entre un ayer y un mañana,

ve unas ascuas mortecinas

y una hornilla con arañas.

   Hay un trágico viajero,

que debe ver cosas raras,

y habla solo y, cuando mira,

nos borra con la mirada.

   Yo pienso en campos de nieve

y en pinos de otras montañas.

   Y tú, Señor, por quien todos

vemos y que ves las almas,

dinos si todos, un día,

hemos de verte la cara.


(CANCIONES)

I

   Junto a la sierra florida,

bulle el ancho mar.

El panal de mis abejas

tiene granitos de sal.


II

   Junto al agua negra.

Olor de mar y jazmines.

Noche malagueña.


III

   La primavera ha venido.

Nadie sabe cómo ha sido.


IV

   La primavera ha venido,

¡Aleluyas blancas

de los zarzales floridos!


V

   ¡Luna llena, luna llena,

tan oronda, tan redonda

en esta noche serena

de marzo, panal de luz

que labran blancas abejas!


VI

   Noche castellana;

la canción se dice,

o, mejor, se calla.

Cuando duerman todos,

saldré a la ventana.


VII

   Canta, canta en claro rimo,

el almendro en verde rama

y el doble sauce del río.

   Canta de la parda encina

la rama que el hacha corta,

y la flor que nadie mira.

   De los perales del huerto

la blanca flor, la rosada

flor del melocotonero.

   Y este olor

que arranca el viento mojado

a los habares en flor.


VIII

   La fuente y las cuatro

acacias en flor

de la plazoleta.

Ya no quema el sol.

¡Tardecita alegre!

Canta, ruiseñor.

Es la misma hora

de mi corazón.


IX

   ¡Blanca hospedería,

celda de viajero,

con la sombra mía!


X

   El acueducto romano

-canta una voz de mi tierra-

y el querer que nos tenemos,

chiquilla, ¡vaya firmeza!


XI

   A las palabras de amor

les sienta bien su poquito

de exageración.


XII

   En Santo Domingo,

la misa mayor.

Aunque me decían

hereje y masón,

rezando contigo,

¡cuánta devoción!


XIII

   Hay fiesta en el prado verde

-pífano y tambor-.

Con su cayado florido

y abarcas de oro vino un pastor.

   Del monte bajé,

sólo por bailar con ella;

al monte me tornaré.

   En los árboles del huerto

hay un ruiseñor;

canta de noche y de día,

canta a la luna y al sol.

Ronco de cantar:

al huerto vendrá la niña

y una rosa cortará.

   Entre las negras encinas,

hay una fuente de piedra,

y un cantarillo de barro

que nunca se llena.

   Por el encinar,

con la blanca luna,

ella volverá.


XIV

   Contigo en Valonsadero,

fiesta de San Juan,

mañana en la Pampa,

del otro lado del mar.

Guárdame la fe,

que yo volveré.

   Mañana seré pampero,

y se me irá el corazón

a orillas del alto Duero.


XV

   Mientras danzáis en corro,

niñas, cantad:

Ya están los prados verdes,

ya vino abril galán.

   A la orilla del río,

por el negro encinar,

sus abarcas de plata

hemos visto brillar.

Ya están los prados verdes,

ya vino abril galán.


(CANCIONES DEL ALTO DUERO)

Canción de mozas.

I

   Molinero es mi amante,

tiene un molino

bajo los pinos verdes,

cerca del río.

Niñas, cantad:

«Por la orilla del Duero

yo quisiera pasar.»


II

   Por las tierras de Soria

va mi pastor.

¡Si yo fuera una encina

sobre un alcor!

Para la siesta,

si yo fuera una encina

sombra le diera.


III

   Colmenero es mi amante

y en su abejar,

abejicas de oro

vienen y van.

De tu colmena,

colmenero del alma,

yo colmenera.


IV

   En las sierras de Soria,

azul y nieve,

leñador es mi amante

de pinos verdes.

¡Quién fuera el águila

para ver a mi dueño

cortando ramas!


V

   Hortelano es mi amante,

tiene su huerto,

en la tierra de Soria,

cerca del Duero.

¡Linda hortelana!

Llevaré saya verde,

monjil de grana.


VI

   A la orilla del Duero,

lindas peonzas,

bailad, coloraditas

como amapolas.

   ¡Ay, garabí!...

Bailad, suene la flauta

y el tamboril.


(PROVERBIOS Y CANTARES)

A José Ortega y Gasset.

I

   El ojo que ves no es

ojo porque tú lo veas;

es ojo porque te ve.


II

   Para dialogar,

preguntad, primero;

después... escuchad.


III

   Todo narcisismo

es un vicio feo,

y ya viejo vicio.


IV

   Mas busca en tu espejo al otro,

al otro que va contigo.


V

   Entre el vivir y el soñar

hay una tercera cosa.

Adivínala.


VI

   Ese tu Narciso

ya no se ve en el espejo

porque es el espejo mismo.


VII

   ¿Siglo nuevo? ¿Todavía

llamea la misma fragua?

¿Corre todavía el agua

por el cauce que tenía?


VIII

   Hoy es siempre todavía.


IX

   Sol en Aries. Mi ventana

está abierta al aire frío.

-¡Oh rumor de agua lejana!-

La tarde despierta al río.


X

   En el viejo caserío

-¡oh anchas torres con cigüeñas!-,

enmudece el son gregario,

y en el campo solitario

suena el agua entre las peñas.


XI

   Como otra vez, mi atención

está del agua cautiva;

pero del agua en la viva

roca de mi corazón.


XII

   ¿Sabes, cuando el agua suena,

si es agua de cumbre o valle,

de plaza, jardín o huerta?


XIII

   Encuentro lo que no busco:

las hojas del toronjil

huelen a limón maduro.


XIV

   Nunca traces tu frontera,

ni cuides de tu perfil;

todo eso es cosa de fuera.


XV

   Busca a tu complementario,

que marcha siempre contigo,

y suele ser tu contrario.


XVI

   Si vino la primavera,

volad a las flores;

no chupéis cera.


XVII

   En mi soledad

he visto cosas muy claras,

que no son verdad.


XVIII

   Buena es el agua y la sed;

buena es la sombra y el sol;

la miel de flor de romero,

la miel de campo sin flor.


XIX

   A la vera del camino

hay una fuente de piedra,

y un cantarillo de barro

-glu-glu- que nadie se lleva.


XX

   Adivina adivinanza

que quieren decir la fuente

el cantarillo y el agua.


XXI

   ... Pero yo he visto beber

hasta en los charcos del suelo.

Caprichos tiene la sed...


XXII

   Sólo quede un símbolo:

quod elixum est ne asato.

No aséis lo que está cocido.


XXIII

   Canta, canta, canta,

junto a su tomate,

el grillo en su jaula.


XXIV

   Despacito y buena letra:

el hacer las cosas bien

importa más que el hacerlas.


XXV

Sin embargo...

¡Ah!, sin embargo,

importa avivar los remos,

dijo el caracol al galgo.


XXVI

   ¡Ya hay hombres activos!

Soñaba la charca

con sus mosquitos.


XXVII

   ¡Oh calavera vacía!

¡Y pensar que todo era,

dentro de ti, calavera!,

otro Pandolfo decía.


XXVIII

   Cantores, dejad

palmas y jaleo

para los demás.


XXIX

   Despertad, cantores:

acaben los ecos,

empiecen las voces.


XXX

   Mas no busquéis disonancias;

porque, al fin, nada disuena,

siempre al son que tocan bailan.


XXXI

   Luchador superfluo,

ayer lo más noble,

mañana lo más plebeyo.


XXXII

   Camorrista, boxeador,

zurrátelas con el viento.


XXXIII

Sin embargo...

¡Oh!, sin embargo,

queda un fetiche que aguarda

ofrenda de puñetazos.


XXXIV

   Orinnovarsi o perire...

No me suena bien.

Navigare é necessario...

Mejor: ¡vivir para ver!


XXXV

   Ya maduró un nuevo cero,

que tendrá su devoción:

un ente de acción tan huero

como un ente de razón.


XXXVI

   No es el yo fundamental

eso que busca el poeta,

sino el tú esencial.


XXXVII

   Viejo como el mundo es

-dijo un doctor-, olvidado,

por sabido, y enterrado

cual la momia de Ramsés.


XXXVIII

   Mas el doctor no sabía

que hoy es siempre todavía.


XXXIX

   Busca en tu prójimo espejo;

pero no para afeitarte,

ni para teñirte el pelo.


XL

   Los ojos por que suspiras,

sábelo bien,

los ojos en que te miras

son ojos porque te ven.


XLI

   -Ya se oyen palabras viejas.

-Pues, aguzad las orejas.


XLII

   Enseña el Cristo: a tu prójimo

amarás como a ti mismo,

mas nunca olvides que es otro.


XLIII

   Dijo otra verdad:

busca el tú que nunca es tuyo

ni puede serlo jamás.


XLIV

   No desdeñéis la palabra;

el mundo es ruidoso y mudo,

poetas, sólo Dios habla.


XLV

   ¿Todo para los demás?

Mancebo, llena tu jarro,

que ya te lo beberán.


XLVI

   Se miente más de la cuenta

por falta de fantasía:

también la verdad se inventa.


XLVII

   Autores, la escena acaba

con un dogma de teatro:

En el principio era la máscara.


XLVIII

   Será el peor de los malos

bribón que olvide

su vocación de diablo.


XLIX

   ¿Dijiste media verdad?

Dirán que mientes dos veces

si dices la otra mitad.


L

   Con el tú de mi canción

no te aludo, compañero;

ese tú soy yo.


LI

   Demos tiempo al tiempo:

para que el vaso rebose

hay que llenarlo primero.


LII

   Hora de mi corazón:

la hora de una esperanza

y una desesperación.


LIII

   Tras el vivir y el soñar,

está lo que más importa:

despertar.


LIV

   Le tiembla al cantar la voz.

Ya no le silban sus coplas;

que silban su corazón.


LV

   Ya hubo quien pensó:

cogito ergo non sum.

¡Qué exageración!


LVI

   Conversación de gitanos:

-¿Cómo vamos, compadrito?

-Dando vueltas al atajo.


LVII

   Algunos desesperados

sólo se curan con soga;

otros, con siete palabras:

la fe se ha puesto de moda.


LVIII

   Creí mi hogar apagado,

y revolví la ceniza...

Me quemé la mano.


LXIX

   ¡Reventó de risa!

¡Un hombre tan serio!

... Nadie lo diría.


LX

   Que se divida el trabajo:

los malos unten la flecha;

los buenos tiendan el arco.


LXI

   Como don San Tob,

se tiñe las canas,

y con más razón.


LXII

   Por dar al viento trabajo,

cosía con hilo doble

las hojas secas del árbol.


LXIII

   Sentía los cuatro vientos,

en la encrucijada

de su pensamiento.


LXIV

   ¿Conoces los invisibles

hiladores de los sueños?

Son dos: la verde esperanza

y el torvo miedo.

   Apuesta tienen de quien

hile más y más ligero,

ella, su copo dorado;

él, su copo negro.

   Con el hilo que nos dan

tejemos, cuando tejemos.


LXV

   Siembra la malva;

pero no la comas,

dijo Pitágoras.

   Responde al hachazo,

-ha dicho el Buda ¡y el Cristo!-

con tu aroma, como el sándalo.

   Bueno es recordar

las palabras viejas

que han de volver a sonar.


LXVI

   Poned atención:

un corazón solitario

no es un corazón.


LXVII

   Abejas, cantones,

no a la miel, sino a las flores.


LXVIII

   Todo necio

confunde valor y precio.


LXIX

   Lo ha visto pasar en sueños...

Buen cazador de sí mismo,

siempre en acecho.


LXX

   Cazó a su hombre malo,

el de los días azules,

siempre cabizbajo.


LXXI

   Da doble luz a tu verso,

para leído de frente

y al sesgo.


LXXII

   Mas no te importe si rueda

y pasa de mano en mano:

del oro se hace moneda.


LXXIII

   De un «Arte de Bien Comer»,

primera lección:

No has de coger la cuchara

con el tenedor.


LXXIV

   Señor San Jerónimo,

suelte usted la piedra

con que se machaca.

Me pegó con ella.


LXXV

   Conversación de gitanos:

-Para rodear,

toma la calle de en medio;

nunca llegarás.


LXXVI

   El tono lo da la lengua,

ni más alto ni más bajo;

sólo acompáñate de ella.


LXXVII

   ¡Tartarín en Kœnigsberg!

Con el puño en la mejilla,

todo lo llegó a saber.


LXXVIII

   Crisolad oro en copela,

y burilad lira y arco

no en joya, sino en moneda.


LXXIX

   Del romance castellano

no busques la sal castiza;

mejor que romance viejo,

poeta, cantar de niñas.

   Déjale lo que no puedes

quitarle: su melodía

de cantar que canta y cuenta

un ayer que es todavía.


LXXX

   Concepto mondo y lirondo

suele ser cáscara hueca;

puede ser caldera al rojo.


LXXXI

   Si vivir es bueno

es mejor soñar,

y mejor que todo,

madre, despertar.


LXXXII

   No el sol, sino la campana,

cuando te despierta, es

lo mejor de la mañana.


LXXXIII

   ¡Qué gracia! En la Hesperia triste,

promontorio occidental,

en este cansino rabo

de Europa, por desollar,

y en una ciudad antigua,

chiquita como un dedal,

¡el hombrecillo que fuma

y piensa, y ríe al pensar:

cayeron las altas torres;

en un basurero están

la corona de Guillermo

la testa de Nicolás!


Baeza, 1919.

LXXXIV

   Entre las brevas soy blando;

entre las rocas, de piedra.

¡Malo!


LXXXV

   ¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.


LXXXVI

   Tengo a mis amigos

en mi soledad;

cuando estoy con ellos

¡qué lejos están!


LXXXVII

   ¡Oh Guadalquivir!

Te vi en Cazorla nacer;

hoy, en Sanlúcar morir.

   Un borbollón de agua clara,

debajo de un pino verde,

eras tú, ¡qué bien sonabas!

   Como yo, cerca del mar,

río de barro salobre,

¿sueñas con tu manantial?


LXXXVIII

   El pensamiento barroco

pinta virutas de fuego,

hincha y complica el decoro.


LXXXIX

Sin embargo...

-Oh, sin embargo,

hay siempre un ascua de veras

en su incendio de teatro.


XC

   ¿Ya de su olor se avergüenzan

las hojas de la albahaca,

salvias y alhucemas?


XCI

   Siempre en alto, siempre en alto.

¿Renovación? Desde arriba.

Dijo la cucaña al árbol.


XCII

   Dijo el árbol: teme al hacha,

palo clavado en el suelo:

contigo la poda es tala.


XCIII

   ¿Cuál es la verdad? ¿El río

que fluye y pasa

donde el barco y el barquero

son también ondas del agua?

¿O este soñar del marino

siempre con ribera y ancla?


XCIV

   Doy consejo, a fuer de viejo:

nunca sigas mi consejo.


XCV

   Pero tampoco es razón

desdeñar

consejo que es confesión.


XCVI

   ¿Ya sientes la savia nueva?

Cuida, arbolillo,

que nadie lo sepa.


XCVII

   Cuida de que no se entere

la cucaña seca

de tus ojos verdes.


XCVIII

   Tu profecía, poeta.

-Mañana hablarán los mudos:

el corazón y la piedra.


XCIX

-¿Mas el arte?...

-Es puro juego,

que es igual a pura vida,

que es igual a puro fuego.

Veréis el ascua encendida.


(PARERGON)

     Al gigante ibérico, Miguel de
Unamuno, por quien la España
actual alcanza proceridad en el
mundo.

LOS OJOS

I

   Cuando murió su amada

pensó en hacerse viejo

en la mansión cerrada,

solo, con su memoria y el espejo

donde ella se miraba un claro día.

Como el oro en el arca del avaro,

pensó que guardaría

todo un ayer en el espejo claro.

Ya el tiempo para él no correría.

II

   Mas pasado el primer aniversario,

¿cómo eran -preguntó-, pardos o negros,

sus ojos? ¿Glaucos?... ¿Grises?

¿Cómo eran, ¡Santo Dios!, que no recuerdo?...

III

   Salió a la calle un día

de primavera, y paseó en silencio

su doble luto, el corazón cerrado...

De una ventana en el sombrío hueco

vió unos ojos brillar. Bajó los suyos,

y siguió su camino... ¡Como esos!


(EL VIAJE)

   -Niña, me voy a la mar.

-Si no me llevas contigo,

te olvidaré, capitán.

   En el puente de su barco

quedó el capitán dormido;

durmió soñando con ella:

¡si no me llevas contigo!...

   Cuando volvió de la mar

trajo un papagayo verde.

¡Te olvidaré, capitán!

   Y otra vez la mar cruzó

con su papagayo verde.

¡Capitán, ya te olvidó!


(GLOSANDO A RONSARD Y OTRAS RIMAS)

Un poeta manda su retrato
a una bella dama, que le había
enviado el suyo.

I

   Cuando veáis esta sumida boca

que ya la sed no inquieta, la mirada

tan desvalida (su mitad, guardada

en viejo estuche, es de cristal de roca),

   la barba que platea, y el estrago

del tiempo en la mejilla, hermosa dama,

diréis: ¿a qué volver sombra por llama,

negra moneda de joyel en pago?

   ¿Y qué esperáis de mí? Cuando a deshora,

pasa un alba, yo sé que bien quisiera

el corazón su flecha más certera

   arrancar de la aljaba vengadora.

¿No es mejor saludar la primavera,

y devolver sus alas a la aurora?


II

   Como fruta arrugada, ayer madura,

o como mustia rama, ayer florida,

y aun menos, en el árbol de mi vida,

es la imagen que os lleva esa pintura.

   Porque el árbol ahonda en tierra dura,

en roca tiene su raíz prendida,

y si al labio no da fruta sabrida,

aun quiere dar al sol la que perdura.

   Ni vos gritéis desilusión, señora,

negando al día ese carmín risueño,

ni a la manera usada, en el ahora

   pongáis, cual negra tacha, el turbio ceño.

Tomad arco y aljaba -¡oh cazadora!-

que ya es el alba: despertar del sueño.


III

   Pero si os place amar vuestro poeta,

que vive en la canción, no en el retrato,

¿no encontraréis en su perfil beato

conjuro de esa fúnebre careta?

   Buscad del hondo cauce agua secreta,

del campanil que enroqueció a rebato

la víspera dormida, el timorato

pensado amor en hora recoleta.

   Desdeñad lo que soy; de lo que he sido

trazad con firme mano la figura:

galán de amor soñado, amor fingido,

   por anhelo inventor de la aventura.

Y en vuestro sabio espejo -luz y olvido-

algo seré también vuestra criatura.


ESTO SOÑÉ

   Que el caminante es suma del camino,

y en el jardín, junto del mar sereno,

le acompaña el aroma montesino,

ardor de seco henil en campo ameno;

   que de luenga jornada peregrino

ponía al corazón un duro freno,

para aguardar el verso adamantino

que maduraba el alma en su hondo seno.

   Esto soñé. Y del tiempo, el homicida,

que nos lleva a la muerte o fluye en vano,

que era un sueño no más del adanida.

   Y un hombre vi que en la desnuda mano

mostraba al mundo el ascua de la vida,

sin cenizas el fuego heraclitano.


EL AMOR Y LA SIERRA

   Cabalgaba por agria serranía,

una tarde, entre roca cenicienta.

El plomizo balón de la tormenta

de monte en monte rebotar se oía.

   Súbito, al vivo resplandor del rayo,

se encabritó, bajo de un alto pino,

al borde de una peña, su caballo.

A dura rienda le tornó al camino.

   Y hubo visto la nube desgarrada,

y, dentro, la afilada crestería

de otra sierra más lueñe y levantada,

   -relámpago de piedra parecía-.

¿Y vió el rostro de Dios? Vió el de su amada.

Gritó: ¡Morir en esta sierra fría!


PÍO BAROJA

   En Londres o Madrid, Ginebra o Roma,

ha sorprendido, ingenuo paseante,

el mismo tædium vitae en vario idioma,

en múltiple careta igual semblante.

   Atrás las manos enlazadas lleva,

y hacia la tierra, al pasear, se inclina;

todo el mundo a su paso es senda nueva,

camino por desmonte o por ruina.

   Dio, aunque tardío, el siglo diecinueve

un ascua de su fuego al gran Baroja,

y otro siglo, al nacer, guerra le mueve,

   que enceniza su cara pelirroja.

De la rosa romántica, en la nieve,

él ha visto caer la última hoja.


AZORÍN

   La roja tierra del trigal de fuego,

y del habar florido la fragancia,

y el lindo cáliz de azafrán manchego

amó, sin mengua de la lis de Francia.

   ¿Cuya es la doble faz, candor y hastío,

y la trémula voz y el gesto llano,

y esa noble apariencia de hombre frío

que corrige la fiebre de la mano?

   No le pongáis, al fondo, la espesura

de aborrascado monte o selva huraña,

sino, en la luz de una mañana pura,

   lueñe espuma de piedra, la montaña,

y el diminuto pueblo en la llanura,

¡la aguda torre en el azul de España!


RAMÓN PÉREZ DE AYALA

   Lo recuerdo... Un pintor me lo retrata,

no en el lino, en el tiempo. Rostro enjuto,

sobre el rojo manchón de la corbata,

bajo el amplio sombrero; resoluto

   el ademán, y el gesto petulante

-un si es no es- de mayorazgo en corte;

de bachelor en Oxford, o estudiante

en Salamanca, señoril el porte.

   Gran poeta, el pacífico sendero

cantó que lleva a la asturiana aldea;

el mar polisonoro y sol de Homero

   le dieron ancho ritmo, clara idea;

su innúmero camino el mar ibero,

su propio navegar, propia Odisea.


EN LA FIESTA DE GRANDMONTAGNE

Leído en el Mesón del Segoviano.

I

   Cuenta la historia que un día,

buscando mejor España,

Grandmontagne se partía

de una tierra de montaña,

de una tierra

de agria sierra.

¿Cuál? No sé. ¿La serranía

de Burgos? ¿El Pirineo?

¿Urbión donde el Duero nace?

Averiguadlo. Yo veo

un prado en que el negro toro

reposa, y la oveja pace

entre ginestas de oro;

y unos altos, verdes pinos;

más arriba, peña y peña,

y un rubio mozo que sueña

con caminos,

en el aire, de cigüeña,

entre montes, de merinos,

con rebaños trashumantes

y vapores de emigrantes

a pueblos ultramarinos.

II

   Grandmontagne saludaba

a los suyos, en la popa

de un barco que se alejaba

del triste rabo de Europa.

   Tras de mucho devorar

caminos del mar profundo,

vio las estrellas brillar

sobre la panza del mundo.

   Arribado a un ancho estuario,

dió en la argentina Babel.

Él llevaba un diccionario

y siempre leía en él:

era su devocionario.

   Y en la ciudad -no en el hampa-

y en la Pampa

hizo su propia conquista.

   El cronista

de dos mundos, bajo el sol,

el duro pan se ganaba

y, de noche, fabricaba

su magnífico español.

   La faena trabajosa,

y la mar y la llanura,

caminata o

singladura,

siempre larga,

diéronle, para su prosa,

viento, recio, sal amarga,

y la amplia línea armoniosa

del horizonte lejano.

   Llevó del monte dureza,

calma le dió el océano

y grandeza;

y de un pueblo americano

donde florece la hombría

nos trae la fe y la alegría

que ha perdido el castellano.

III

   En este remolino de España, rompeolas

de las cuarenta y nueve provincias españolas

(Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente)

y en un mesón antiguo, y entre la poca gente

-¡tan poca!- sin librea, que sufre y que trabaja,

y aun corta solamente su pan con su navaja,

por Grandmontagne alcemos la copa. Al suelo indiano,

ungido de las letras embajador hispano,

«ayant pour tout laquais votre ombre seulement»

os vais, buen caballero... Que Dios os dé su mano,

que el mar y el cielo os sean propicios, capitán.


A DON RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

   Yo era en mis sueños, Don Ramón, viajero

del áspero camino, y tú, Caronte

de ojos de llama, el fúnebre barquero

de las revueltas aguas de Aqueronte.

   Plúrima barba al pecho te caía.

(Yo quise ver tu manquedad en vano).

Sobre la negra barca aparecía

tu verde senectud de dios pagano.

   Habla, dijiste, y yo: cantar quisiera

loor de tu Don Juan y tu paisaje,

en esta hora de verdad sincera.

   Porque faltó mi voz en tu homenaje,

permite que en la pálida ribera

te pague en áureo verso mi barcaje.


AL ESCULTOR EMILIANO BARRAL

   ... Y tu cincel me esculpía

en una piedra rosada,

que lleva una aurora fría

eternamente encantada.

Y la agria melancolía

de una soñada grandeza,

que es lo español (fantasía

con que adobar la pereza),

fué surgiendo de esa roca,

que es mi espejo,

línea a línea, plano a plano,

y mi boca de sed poca,

y, so el arco de mi cejo,

dos ojos de un ver lejano,

que yo quisiera tener

como están en tu escultura:

cavados en piedra dura,

en piedra, para no ver.


A JULIO CASTRO

   Desde las altas tierras donde nace

un largo río de la triste Iberia,

del ancho promontorio de Occidente

-vasta lira, hacia el mar, de sol y piedra-,

con el milagro de tu verso, he visto

mi infancia marinera,

que yo también, de niño, ser quería

pastor de olas, capitán de estrellas.

Tú vives, yo soñaba;

pero a los dos, hermano, el mar nos tienta.

En cada verso tuyo

hay un golpe de mar, que me despierta

a sueños de otros días,

con regalo de conchas y de perlas.

Estrofa tienes como vela hinchada

de viento y luz, y copla donde suena

la caracola de un tritón, y el agua

que le brota al delfín en la cabeza.

¡Roncas sirenas en la bruma! ¡Faros

de puerto que en la noche parpadean!

¡Trajín de muelle, y algo más! Tu libro

dice lo que la mar nunca revela:

la historia de riberas florecidas

que cuenta el río al anegarse en ella.

De buen marino, ¡oh Julio!

-no de marino en tierra,

sino a bordo-, bitácora es tu verso

donde sonríe el norte a la tormenta.

   Dios a tu copla y a tu barco guarde

seguro el ritmo, firmes las cuadernas,

y que del mar y del olvido triunfen,

poeta y capitán, nave y poema.


EN TREN

FLOR DE VERBASCO

A los jóvenes poetas que me
honraron con su visita en Segovia.

   Sanatorio del alto Guadarrama,

más allá de la roca cenicienta

donde el chivo barbudo se encarama,

mansión de noche larga y fiebre lenta,

¿guardas mullida cama,

bajo seguro techo,

donde repose el huésped dolorido

del labio exangüe y el angosto pecho,

amplio balcón al campo florecido?

¡Hospital de la sierra!...

El tren, ligero,

rodea el monte y el pinar; emboca

por un desfiladero,

ya pasa al borde de tajada roca,

ya enarca, enhila o su convoy ajusta

al serpear de su carril de acero.

Por donde el tren avanza, sierra augusta,

yo te sé peña a peña y rama a rama;

conozco el agrio olor de tu romero,

vi la amarilla flor de tu retama;

los cantuesos morados, los jarales

blancos de primavera; muchos soles

incendiar tus desnudos berrocales,

reverberar en tus macizas moles.

Mas hoy, mientras camina

el tren, en el saber de tus pastores

pienso no más y -perdonad, doctores-

rememoro la vieja medicina.

¿Ya no se cuecen flores de verbasco?

¿No hay milagros de hierba montesina?

¿No brota el agua santa del peñasco?

* * *

   Hospital de la sierra, en tus mañanas

de auroras sin campanas,

cuando la niebla va por los barrancos

o, desgarrada en el azul, enreda

sus guedejones blancos

en los picos de la áspera roqueda;

cuando el doctor -sienes de plata- advierte

los gráficos del muro y examina

los diminutos pasos de la muerte,

del áureo microscopio en la platina,

oirán en tus alcobas ordenadas,

orejas bien sutiles,

hundidas en las tibias almohadas,

el trajinar de estos ferrocarriles.

………..............................

   Lejos, Madrid se otea.

Y la locomotora

resuella, silba, humea

y su riel metálico devora,

ya sobre el ancho campo que verdea.

Mariposa montés, negra y dorada,

al azul de la abierta ventanilla

ha asomado un momento, y remozada,

una encina, de flor verdiamarilla...

Y pasan chopo y chopo en larga hilera,

los almendros del huerto junto al río...

Lejos quedó la amarga primavera

de la alta casa en Guadarrama frío.


BODAS DE FRANCISCO ROMERO

   Porque leídas fueron

las palabras de Pablo,

y en este claro día

hay ciruelos en flor y almendros rosados

y torres con cigüeñas,

y es aprendiz de ruiseñor todo pájaro,

y porque son las bodas de Francisco Romero,

cantad conmigo: ¡Gaudeamus!

Ya el ceño de la turbia soltería

se borrará en dos frentes ¡fortunati ambo!

De hoy más sabréis, esposos,

cuánto la sed apaga el limpio jarro,

y cuánto lienzo cabe

dentro de un cofre, y cuántos

son minutos de paz, si el ahora vierte

su eternidad menuda grano a grano.

Fundación del querer vuestros amores

-nunca olvidéis la hipérbole del vándalo-.

y un mundo cada día, pan moreno

sobre manteles blancos.

De hoy más la tierra sea

vega florida a vuestro doble paso.


SOLEDADES A UN MAESTRO

I

   No es profesor de energía

Francisco de Icaza,

sino de melancolía.

II

   De su raza vieja

tiene la palabra corta,

honda la sentencia.

III

   Como el olivar,

mucho fruto lleva,

poca sombra da.

IV

   En su claro verso

se canta y medita

sin grito ni ceño.

V

   Y en perfecto rimo

-así a la vera del agua

el doble chopo del río-.

VI

   Sus cantares llevan

agua de remanso,

que parece quieta.

   Y que no lo está;

mas no tiene prisa

por ir a la mar.

VII

   Tienen sus canciones

aromas y acíbar

de viejos amores.

   Y del indio sol

madurez de fruta

de rico sabor.

VIII

   Francisco de Icaza,

de la España vieja

y de Nueva España,

   que en áureo centén

se graben tu lira

y tu perfil de virrey.


A EUGENIO D'ORS

   Un amor que conversa y que razona,

sabio y antiguo -diálogo y presencia-,

nos trajo de su ilustre Barcelona;

y otro, distancia y horizonte: ausencia,

   que es alma, a nuestro modo, le ofrecimos.

Y él aceptó la oferta, porque sabe

cuanto de lejos cerca le tuvimos,

y cuanto exilio en la presencia cabe.

   Hoy, Xenius, hacia ti, viejo milano

las anchas alas en el aire ha abierto,

y una mata de espliego castellano

   lleva en el pico a tu jardín diserto

-mirto y laureles- desde el alto llano

en donde el viento cimbra el chopo yerto.


Ávila, 1921.

LOS SUEÑOS DIALOGADOS
I
   ¡Como en el alto llano tu figura

se me aparece!... Mi palabra evoca

el prado verde y la árida llanura,

la zarza en flor, la cenicienta roca.

   Y al recuerdo obediente, negra encina

brota en el cerro, baja el chopo al río;

el pastor va subiendo a la colina;

brilla un balcón de la ciudad: el mío,

   el nuestro. ¿Ves? Hacia Aragón, lejana,

la sierra de Moncayo, blanca y rosa...

Mira el incendio de esa nube grana,

   y aquella estrella en el azul, esposa.

Tras el Duero, la loma de Santana

se amorata en la tarde silenciosa.


II

   ¿Por qué, decisme, hacia los altos llanos,

huye mi corazón de esta ribera,

y en tierra labradora y marinera

suspiro por los yermos castellanos?

   Nadie elige su amor. Llevóme un día

mi destino a los grises calvijares

donde ahuyenta al caer la nieve fría

las sombras de los muertos encinares.

   De aquel trozo de España, alto y roquero,

hoy traigo a ti, Guadalquivir florido,

una mata del áspero romero.

   Mi corazón está donde ha nacido,

no a la vida, al amor, cerca del Duero...

¡El muro blanco y el ciprés erguido!


III

   Las ascuas de un crepúsculo, señora,

rota la parda nube de tormenta,

han pintado en la roca cenicienta

de lueñe cerro un resplandor de aurora.

   Una aurora cuajada en roca fría

que es asombro y pavor del caminante

más que fiero león en claro día,

o en garganta de monte osa gigante.

   Con el incendio de un amor, prendido

al turbio sueño de esperanza y miedo,

yo voy hacia la mar, hacia el olvido

   -y no como a la noche ese roquedo,

al girar del planeta ensombrecido-.

No me llaméis, porque tornar no puedo.


IV

   ¡Oh soledad, mi sola compañía,

oh musa del portento, que el vocablo

diste a mi voz que nunca te pedía!,

responde a mi pregunta: ¿con quién hablo?

   Ausente de ruidosa mascarada,

divierto mi tristeza sin amigo,

contigo, dueña de la faz velada,

siempre velada al dialogar conmigo.

   Hoy pienso: este que soy será quien sea;

no es ya mi grave enigma este semblante

que en el íntimo espejo se recrea,

   sino el misterio de tu voz amante.

Descúbreme tu rostro, que yo vea

fijos en mí tus ojos de diamante.


DE MI CARTERA
I
   Ni mármol duro y eterno,

ni música ni pintura,

sino palabra en el tiempo.


II

   Canto y cuento es la poesía.

Se canta una viva historia,

contando su melodía.


III

   Crea el alma sus riberas;

montes de ceniza y plomo,

sotillos de primavera.


IV

   Toda la imaginería

que no ha brotado del río,

barata bisutería.


V

   Prefiere la rima pobre,

la asonancia indefinida.

Cuando nada cuenta el canto,

acaso huelga la rima.


VI

   Verso libre, verso libre...

Líbrate, mejor, del verso

cuando te esclavice.


VII

   La rima verbal y pobre,

y temporal, es la rica.

El adjetivo y el nombre

remansos del agua limpia,

son accidentes del verbo

en la gramática lírica,

del Hoy que será Mañana,

del Ayer que es Todavía.


1924.

(SONETOS)

I

   Tuvo mi corazón, encrucijada

de cien caminos, todos pasajeros,

un gentío sin cita ni posada,

como en andén ruidoso de viajeros.

   Hizo a los cuatro vientos su jornada,

disperso el corazón por cien senderos

de llana tierra o piedra aborrascada,

y a la suerte, en el mar, de cien veleros.

   Hoy, enjambre que torna a su colmena

cuando el bando de cuervos enronquece

en busca de su peña denegrida,

   vuelve mi corazón a su faena,

con néctares del campo que florece

y el luto de la tarde desabrida.


II

   Verás la maravilla del camino,

camino de soñada Compostela

-¡oh monte lila y flavo!-, peregrino,

en un llano, entre chopos de candela.

   Otoño con dos ríos ha dorado

el cerco del gigante centinela

de piedra y luz, prodigio torreado

que en el azul sin mancha se modela.

   Verás en la llanura una jauría

de agudos galgos y un señor de caza,

cabalgando a lejana serranía,

   vano fantasma de una vieja raza.

Debes entrar cuando en la tarde fría

brille un balcón de la desierta plaza.


III

   ¿Empañé tu memoria? ¡Cuántas veces!

La vida baja como un ancho río,

y cuando lleva al mar alto navío

va con cieno verdoso y turbias heces.

   Y más si hubo tormenta en sus orillas,

y él arrastra el botín de la tormenta,

si en su cielo la nube cenicienta

se incendió de centellas amarillas.

   Pero aunque fluya hacia la mar ignota,

es la vida también agua de fuente

que de claro venero, gota a gota,

   o ruidoso penacho de torrente,

bajo el azul, sobre la piedra brota.

Y allí suena tu nombre ¡eternamente!


IV

   Esta luz de Sevilla... Es el palacio

donde nací, con su rumor de fuente.

Mi padre, en su despacho.-La alta frente,

la breve mosca, y el bigote lacio-.

   Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea

sus libros y medita. Se levanta;

va hacia la puerta del jardín. Pasea.

A veces habla solo, a veces canta.

   Sus grandes ojos de mirar inquieto

ahora vagar parecen, sin objeto

donde puedan posar, en el vacío.

   Ya escapan de su ayer a su mañana:

ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,

piadosamente mi cabeza cana.


V

   Huye del triste amor, amor pacato,

sin peligro, sin venda ni aventura,

que espera del amor prenda segura,

porque en amor locura es lo sensato.

   Ese que el pecho esquiva al niño ciego

y blasfemó del fuego de la vida,

de una brasa pensada, y no encendida,

quiere ceniza que le guarde el fuego.

   Y ceniza hallará, no de su llama,

cuando descubra el torpe desvarío

que pedía, sin flor, fruto en la rama.

   Con negra llave el aposento frío

de su tiempo abrirá. ¡Desierta cama,

y turbio espejo y corazón vacío!


(VIEJAS CANCIONES)

I

   A la hora del rocío,

de la niebla salen

sierra blanca y prado verde.

¡El sol en los encinares!

   Hasta borrarse en el cielo,

suben las alondras.

¿Quién puso plumas al campo?

¿Quién hizo alas de tierra loca?

   Al viento, sobre la sierra,

tiene el águila dorada

las anchas alas abiertas.

   Sobre la picota

donde nace el río,

sobre el lago de turquesa

y los barrancos de verdes pinos;

sobre veinte aldeas,

sobre cien caminos...

   Por los senderos del aire,

señora águila,

¿dónde vais a todo vuelo tan de mañana?


II

   Ya había un albor de luna

en el cielo azul.

¡La luna en los espartales,

cerca de Alicún!

Redonda sobre el alcor,

y rota en las turbias aguas

del Guadiana menor.

   Entre Úbeda y Baeza

-loma de las dos hermanas:

Baeza, pobre y señora,

Úbeda, reina y gitana-.

Y en el encinar,

¡luna redonda y beata,

siempre conmigo a la par!


III

   Cerca de Úbeda la grande,

cuyos cerros nadie verá,

me iba siguiendo la luna

sobre el olivar.

   Una luna jadeante,

siempre conmigo a la par.

   Yo pensaba: ¡bandoleros

de mi tierra!, al caminar

en mi caballo ligero.

¡Alguno conmigo irá!

   Que esta luna me conoce

y, con el miedo, me da

el orgullo de haber sido

alguna vez capitán.


IV

   En la sierra de Quesada

hay un águila gigante,

verdosa, negra y dorada,

siempre las alas abiertas.

Es de piedra y no se cansa.

   Pasado Puerto Lorente,

entre las nubes galopa

el caballo de los montes.

Nunca se cansa: es de roca.

   En el hondón del barranco

se ve al jinete caído,

que alza los brazos al cielo.

Los brazos son de granito.

   Y allí donde nadie sube

hay una virgen risueña

con un río azul en brazos.

Es la Virgen de la Sierra.


DE UN CANCIONERO APÓCRIFO

(ABEL MARTÍN)

Abel Martín, poeta y filósofo. Nació en
Sevilla (1840). Murió en Madrid (1898)

LA OBRA

Abel Martín dejó una importante obra filosófica (Las cinco formas de la objetividad, De lo uno a lo otro, Lo universal cualitativo, De la esencial heterogeneidad del ser) y una colección de poesías, publicada en 1884, con el título de Los complementarios.

Digamos algo de su filosofía, tal como aparece, más o menos explícita, en su obra poética, dejando para otros el análisis sistemático de sus tratados puramente doctrinales.

Su punto de partida está, acaso, en la filosofía de Leibnitz. Con Leibnitz concibe lo real, la substancia, como algo constantemente activo. Piensa Abel Martín la substancia como energía, fuerza que puede engendrar el movimiento y es siempre su causa; pero que también subsiste sin él. El movimiento no es para Abel Martín nada esencial. La fuerza puede ser inmóvil -lo es en su estado de pureza-; mas no por ello deja de ser activa. La actividad de la fuerza pura o substancia se llama consciencia. Ahora bien; esta actividad consciente, por la cual se revela la pura substancia, no por ser inmóvil es inmutable y rígida, sino que se encuentra en perpetuo cambio. Abel Martín distingue el movimiento de la mutabilidad. El movimiento supone el espacio, es un cambio de lugar en él, que deja intacto el objeto móvil; no es un cambio real, sino aparente. «Sólo se mueven -dice Abel Martín- las cosas que no cambian.» Es decir, que sólo podemos percibir el movimiento de las cosas en cuanto en dos puntos distintos del espacio permanecen iguales a sí mismas. Su cambio real, íntimo, no puede ser percibido -ni pensado- como movimiento. La mutabilidad, o cambio substancial, es, por el contrario, inespacial. Abel Martín confiesa que el cambio substancial no puede ser pensado conceptualmente -porque todo pensamiento conceptual supone el espacio, esquema de la movibilidad de lo inmutable-; pero sí intuido como el hecho más inmediato por el cual la conciencia, o actividad pura de la substancia, se reconoce a sí misma. A la objeción del sentido común que afirma como necesario el movimiento donde cree percibir el cambio, contesta Abel Martín que el movimiento no ha sido pensado lógicamente, sin contradicción, por nadie; y que si es intuido, cosa innegable, lo es siempre a condición de la inmutabilidad del objeto móvil. No hay, pues, razón para establecer relación alguna entre cambio y movimiento. El sentido común, o común sentir, puede en este caso, como en otros muchos, invocar su derecho a juzgar real lo aparente y afirmar, pues, la realidad del movimiento, pero nunca a sostener la identidad de movimiento y cambio substancial, es decir, de movimiento y cambio que no sea mero cambio de lugar.

No sigue Abel Martín a Leibnitz en la concepción de las mónadas como pluralidad de substancias. El concepto de pluralidad es inadecuado a la substancia. «Cuando Leibnitz -dice Abel Martín- supone multiplicidad de mónadas y pretende que cada una de ellas sea el espejo del universo, o una representación más o menos clara del universo entero, no piensa las mónadas como substancias, fuerzas activas conscientes, sino que se coloca fuera de ellas y se las representa como seres pasivos que forman por refracción, a la manera de los espejos, que nada tienen que ver con las conciencias, la imagen del universo.» La mónada de Abel Martín, porque también Abel Martín habla de mónadas, no sería ni un espejo ni una representación del universo, sino el universo mismo como actividad consciente: el gran ojo que todo lo ve al verse a sí mismo. Esta mónada puede ser pensada, por abstracción, en cualquiera de los infinitos puntos de la total esfera que constituye nuestra representación espacial del universo (representación grosera y aparencial); pero en cada uno de ellos sería una autoconciencia integral del universo entero. El universo, pensado como substancia, fuerza activa consciente, supone una sola y única mónada, que sería como el alma universal de Giordano Bruno. (Anima tota in toto et qualibet totius partes.)

En la primera página de su libro de poesías Los complementarios, dice Abel Martín:

   Mis ojos en el espejo

son ojos ciegos que miran

los ojos con que los veo.


En una nota, hace constar Abel Martín que fueron estos tres versos los primeros que compuso, y que los publica, no obstante su aparente trivialidad o su marcada perogrullez, porque de ellos sacó, más tarde, por reflexión y análisis, toda su metafísica.

La segunda composición del libro dice así:

   Gracias, Petenera mía;

por tus ojos me he perdido:

era lo que yo quería.


Y añade, algunas páginas más adelante:

   Y en la cosa nunca vista

de tus ojos me he buscado:

en el ver con que me miras.


En las coplas de Abel Martín se adivina cómo, dada su concepción de la substancia, unitaria y mudable, quieta y activa, preocupan al poeta los problemas de las cuatro apariencias: el movimiento, la materia extensa, la limitación cognoscitiva y la multiplicidad de sujetos. Este último es para Abel Martín, poeta, el apasionante problema del amor.

Que fué Abel Martín hombre en extremo erótico lo sabemos por testimonio de cuantos le conocieron, y algo también por su propia lírica, donde abundan expresiones, más o menos hiperbólicas, de un apasionado culto a la mujer.

Ejemplos:

   La mujer

es el anverso del ser.


(Página 22.)



   Sin el amor, las ideas

son como mujeres feas,

o copias dificultosas

de los cuerpos de las diosas.


(Página 59.)



   Sin mujer

no hay engendrar ni saber.


(Página 125.)



Y otras sentencias menos felices, aunque no menos interesantes, como esta:

   ... Aunque a veces sabe Onán

mucho que ignora Don Juán.


(Página 207.)



Que fué Abel Martín hombre mujeriego sabemos y, acaso, también onanista, hombre, en suma, a quien la mujer inquieta y desazona, por presencia o ausencia. Y fué, sin duda, el amor a mujer el que llevó a Abel Martín a formularse esta pregunta: ¿Cómo es posible el objeto erótico?

De las cinco formas de la objetividad que estudia Abel Martín en su obra más extensa de metafísica, a cuatro diputa aparenciales, es decir, apariencias de objetividad y, en realidad, actividades del sujeto mismo. Así, pues, la primera, en el orden de su estudio, la x constante del conocimiento, considerado como problema infinito, sólo tiene de objetiva la pretensión de serlo. La segunda, el llamado mundo objetivo de la ciencia, descolorido y descualificado, mundo de puras relaciones cuantitativas, es el fruto de un trabajo de desubjetivación del sujeto sensible, que no llega -claro es- a plena realización, y que, aunque a tal llegara, sólo conseguiría agotar el sujeto, pero nunca revelar objeto alguno, es decir, algo opuesto o distinto del sujeto. La tercera es el mundo de nuestra representación como seres vivos, el mundo fenoménico propiamente dicho. La cuarta forma de la objetividad corresponde al mundo que se representan otros sujetos vitales. «Este -dice Abel Martín- aparece, en verdad, engloblado en el mundo de mi representación; pero, dentro de él, se le reconoce por una vibración propia, por voces que pretendo distinguir de la mía. Estos dos mundos que tendemos a unificar en una representación homogénea, el niño los diferencia muy bien, aun antes de poseer el lenguaje. Mas esta cuarta, forma de la objetividad no es, en última instancia, objetiva tampoco, sino una aparente escisión del sujeto único que engendra, por intersección e interferencia, al par, todo el elemento tópico y conceptual de nuestra psique, la moneda de curso en cada grupo viviente.»

Mas existe -según Abel Martín- una quinta forma de la objetividad, mejor diremos una quinta pretensión a lo objetivo, que se da tan en las fronteras del sujeto mismo, que parece referirse a un Otro real, objeto, no de conocimiento, sino de amor.

Vengamos a las rimas eróticas de Abel Martín.

El amor comienza a revelarse como un súbito incremento del caudal de la vida, sin que, en verdad, aparezca objeto concreto al cual tienda.

PRIMAVERAL

   Nubes, sol, prado verde y caserío

en la loma, revueltos. Primavera

puso en el aire de este campo frío

la gracia de sus chopos de ribera.

   Los caminos del valle van al río

y allí, junto del agua, amor espera.

¿Por ti se ha puesto el campo ese atavío

de joven, oh invisible compañera?

   ¿Y ese perfume del habar al viento?

¿Y esa primera blanca margarita?...

¿Tú me acompañas? En mi mano siento

   doble latido; el corazón me grita,

que en las sienes me asorda el pensamiento:

eres tú quien florece y resucita.


«La amada -dice Abel Martín- acompaña antes que aparezca o se oponga como objeto de amor; es, en cierto modo, una con el amante, no al término, como en los místicos, del proceso erótico, sino en su principio.»

En un largo capítulo de su libro De lo uno a lo otro, dedicado al amor, desarrolla Abel Martín el contenido de este soneto. No hemos de seguirle en el camino de una pura especulación, que le lleva al fondo de su propia metafísica, allí donde pretende demostrar que es precisamente el amor la autorrevelación de la esencial heterogeneidad de la substancia única. Sigámosle, por ahora, en sus rimas, tan sencillas en apariencia, y tan claras que, según nos confiesa el propio Martín, hasta las señoras de su tiempo creían comprenderlas mejor que él mismo las comprendía. Sigámosle también en las notas que acompañan a sus rimas eróticas.

En una de ellas dice Abel Martín: «Ya algunos pedagogos comienzan a comprender que los niños no deben ser educados como meros aprendices de hombres, que hay algo sagrado en la infancia para vivido plenamente por ella. Pero ¡qué lejos estamos todavía del respeto a lo sagrado juvenil! Se quiere a todo trance apartar a los jóvenes del amor. Se ignora o se aparenta ignorar que la castidad es, por excelencia, la virtud de (los jóvenes, y la lujuria, siempre, cosa de viejos; y que ni la Naturaleza ni la vida social ofrecen los peligros que los pedagogos temen para sus educandos. Más perversos, acaso, y más errados, sin duda, que los frailes y las beatas, pretenden hacer del joven un niño estúpido que juegue, no como el niño, para quien el juego es la vida misma, sino con la seriedad de quien cumple un rito solemne. Se quiere hacer de la fatiga muscular beleño adormecedor del sexo. Se aparta al joven de la galantería, a que es naturalmente inclinado, y se le lleva al deporte, al juego extemporáneo. Esto es perverso. Y no olvidemos -añade- que la pederastia, actividad erótica, desviada y superflua, es la compañera inseparable de la gimnástica.»

ROSA DE FUEGO

   Tejidos sois de primavera, amantes,

de tierra y agua y viento y sol tejidos.

La sierra en vuestros pechos jadeantes,

en los ojos los campos florecidos,

   pasead vuestra mutua primavera,

y aun bebed sin temor la dulce leche

que os brinda hoy la lúbrica pantera,

antes que, torva, en el camino aceche.

   Caminad, cuando el eje del planeta

se vence hacia el solsticio de verano,

verde el almendro y mustia la violeta,

   cerca la sed y el hontanar cercano,

hacia la tarde del amor, completa,

con la rosa de fuego en vuestra mano.


(Los Complementarios, pág. 250.)



Abel Martín tiene muy escasa simpatía por el sentido erótico de nuestros místicos, a quienes llama frailecillos y monjucas tan inquietos como ignorantes. Comete en esto grave injusticia, que acusa escasa comprensión de nuestra literatura mística, tal vez escaso trato con ella. Conviene, sin embargo, recordar, para explicarnos este desvío, que Abel Martín no cree que el espíritu avance un ápice en el camino de su perfección, ni que se adentre en lo esencial por apartamiento y eliminación del mundo sensible. Éste, aunque pertenezca al sujeto, no por ello deja de ser una realidad firme e indestructible; sólo su objetividad es, a fin de cuentas, aparencial; pero, aun como forma de la objetividad, léase pretensión a lo objetivo, es, por más cercano al sujeto consciente, más substancial que el mundo de la ciencia y de la teología de escuela: está más cerca que ellos del corazón de lo absoluto.

Pero sigamos con las rimas eróticas de Abel Martín.

GUERRA DE AMOR

* * *

   El tiempo que la barba me platea,

cavó mis ojos y agrandó mi frente,

va siendo en mí recuerdo transparente,

y mientras más al fondo, más clarea.

   Miedo infantil, amor adolescente,

¡cuánto esta luz de otoño os hermosea!,

¡agrios caminos de la vida fea,

que también os doráis al sol poniente!

   ¡Cómo en la fuente donde el agua mora

resalta en piedra una leyenda escrita:

al ábaco del tiempo falta un hora!

   ¡Y cómo aquella ausencia en una cita,

bajo las olmas que noviembre dora,

del fondo de mi historia resucita!


«La amada -explica Abel Martín- no acude a la cita; es en la cita ausencia.» «No se interprete esto -añade- en un sentido literal.» El poeta no alude a ninguna anécdota amorosa de pasión no correspondida o desdeñada. El amor mismo es aquí un sentimiento de ausencia. La amada no acompaña; es aquello que no se tiene y vanamente se espera. El poeta, al evocar su total historia emotiva, descubre la hora de la primera angustia erótica. Es un sentimiento de soledad, o mejor, de pérdida de una compañía, de ausencia inesperada en la cita que confiadamente se dió, lo que Abel Martín pretende expresar en este soneto de apariencia romántica. A partir de este momento, el amor comienza a ser consciente de sí mismo. Va a surgir el objeto erótico -la amada para el amante o viceversa-, que se opone al amante

así un imán que al atraer repele

y que, lejos de fundirse con él, es siempre lo otro, lo inconfundible con el amante, lo impenetrable, no por definición, como la primera y segunda persona de la gramática, sino realmente. Empieza entonces para algunos -románticos- el calvario erótico; para otros, la guerra erótica, con todos sus encantos y peligros, y para Abel Martín, poeta, hombre integral, todo ello reunido, más la sospecha de la esencial heterogeneidad de la substancia.

Debemos hacer constar que Abel Martín no es un erótico a la manera platónica. El Eros no tiene en Martín, como en Platón, su origen en la contemplación del cuerpo bello; no es, como en el gran ateniense, el movimiento que, partiendo del entusiasmo por la belleza del mancebo, le lleva a la contemplación de la belleza ideal. El amor dorio y toda homosexualidad es rechazada también por Abel Martín, y no por razones morales, sino metafísicas. El Eros martiniano sólo se inquieta por la contemplación del cuerpo femenino, y a causa precisamente de aquella diferencia irreductible que en él advierte. No es tampoco para Abel Martín la belleza el gran incentivo del amor, sino la sed metafísica de lo esencialmente otro.

* * *

   Nel mezzo del camin pasóme el pecho

la flecha de un amor intempestivo.

Que tuvo en el camino largo acecho

mostróme en lo certero el rayo vivo.

   Así un imán que, al atraer, repele

(¡oh claros ojos de mirar furtivo!),

amor que asombra, aguija, halaga y duele,

y más se ofrece cuanto más esquivo.

   Si un grano del pensar arder pudiera,

no en el amante, en el amor, sería

la más honda verdad lo que se viera;

   y el espejo de amor se quebraría,

roto su encanto, y roto la pantera

de la lujuria el corazón tendría.


El espejo de amor se quebraría... Quiere decir Abel Martín que el amante renunciaría a cuanto es espejo en el amor, porque comenzaría a amar en la amada lo que, por esencia, no podrá nunca reflejar su propia imagen. Toda la metafísica, y la fuerza trágica de aquella su insondable solear:

   Gracias, petenera mía:

en tus ojos me he perdido;

era lo que yo quería.


aparecen ahora transparentes o, al menos translúcidas.

* * *

Para comprender claramente el pensamiento de Martín en su lírica, donde se contiene su manifestación integral, es preciso tener en cuenta que el poeta pretende, según declaración propia, haber creado una forma lógica nueva, en la cual todo razonamiento debe adoptar la manera fluida de la intuición. No es posible -dice Martín- un pensamiento heraclitano dentro de una lógica eleática. De aquí las aparentes lagunas que alguien señaló en su expresión conceptual, la falta de congruencia entre las premisas y las consecuencias de sus razonamientos. En todo verdadero razonamiento no puede haber conclusiones que estén contenidas en las premisas. Cuando se fija el pensamiento por la palabra, hablada o escrita, debe cuidarse de indicar de alguna manera la imposibilidad de que las premisas sean válidas, permanezcan como tales, en el momento de la conclusión. La lógica real no admite supuestos, conceptos inmutables, sino realidades vivas, inmóviles, pero en perpetuo cambio. Los conceptos o formas captoras de lo real no pueden ser rígidos, si han de adaptarse a la constante mutabilidad de lo real. Que esto no tiene expresión posible en el lenguaje, lo sabe Abel Martín. Pero cree que el lenguaje poético puede sugerir la evolución de las premisas asentadas, mediante conclusiones lo bastante desviadas e incongruentes para que el lector o el oyente calcule los cambios que, por necesidad, han de experimentar aquéllas, desde el momento en que fueron fijadas hasta el de la conclusión, para que vea claramente que las premisas inmediatas de sus aparentemente inadecuadas conclusiones no son, en realidad, las expresadas por el lenguaje, sino otras que se han producido en el constante mudar del pensamiento. A esto llama Abel Martín esquema externo de una lógica temporal en que A no es nunca A en dos momentos sucesivos. Abel Martín tiene -no obstante- una profunda admiración por la lógica de la identidad que, precisamente por no ser lógica de lo real, le parece una creación milagrosa de la mente humana1.

Tras este rodeo, volvamos a la lírica erótica de Abel Martín.

«Psicológicamente considerado, el amor humano se diferencia del puramente animal -dice Abel Martín en su tratado de Lo universal cualitativo- por la exaltación constante de la facultad representativa, la cual, en casos extremos, convierte al cerebro superior, al que imagina y piensa, en órgano de excitación del cerebro animal. La desproporción entre el excitante, el harén mental del hombre moderno -en España, si existe, marcadamente onanista- y la energía sexual de que el individuo dispone, es causa de constante desequilibrio. Médicos, moralistas y pedagogos deben tener esto muy presente, sin olvidar que este desequilibrio es, hasta cierto grado, lo normal en el hombre. La imaginación pone mucho más en el coito humano que el mero contacto de los cuerpos. Y, acaso, conviene que así sea, porque, de otro modo, sólo se perpetuaría la animalidad. Pero es preciso poner freno, con la censura moral, a esta tendencia, natural en el hombre, a substituir el contacto y la imagen percibida por la imagen representada, o, lo que es más peligroso y frecuente en cerebros superiores, por la imagen creada. No debe el hombre destruir su propia animalidad, y por ella han de velar médicos e higienistas.»

Abel Martín no insiste demasiado sobre este tema: cuando a él alude, es siempre de vuelta de su propia metafísica. Los desarreglos de la sexualidad, según Abel Martín, no se originan -como supone la moderna psiquiatría- en las obscuras zonas de lo subconsciente, sino, por el contrario, en el más iluminado taller de la conciencia. El objeto erótico, última instancia de la objetividad, es también, en el plano inferior del amor, proyección subjetiva.

Copiemos ahora algunas coplas de Abel Martín, vagamente relacionadas con este tema. Abel Martín -conviene advertirlo- no pone nunca en verso sus ideas, pero éstas le acompañan siempre:

CONSEJOS, COPLAS, APUNTES

1

   Tengo dentro de un herbario

una tarde disecada,

lila, violeta y dorada.

Caprichos de solitario.

2

   Y en la página siguiente,

los ojos de Guadalupe,

cuya color nunca supe.

3

   Y una frente...

4

   Calidoscopio infantil.

Una damita, al piano.

Do, re, mi.

Otra se pinta al espejo

los labios de colorín.

5

   Y rosas en un balcón

a la vuelta de una esquina,

calle de Válgame Dios.

6

   Amores, por el atajo,

de los de «Vente conmigo».

... «Que vuelvas pronto, serrano».

7

   En el mar de la mujer

pocos naufragan de noche;

muchos, al amanecer.

8

   Siempre que nos vemos

es cita para mañana.

Nunca nos encontraremos.

9

   La plaza tiene una torre,

la torre tiene un balcón,

el balcón tiene una dama,

la dama una blanca flor.

Ha pasado un caballero,

-¡quién sabe por qué pasó!-,

y se ha llevado la plaza

con su torre y su balcón,

con su balcón y su dama,

su dama y su blanca flor.

10

   Por la calle de mis celos

en veinte rejas con otro

hablando siempre te veo.

11

   Malos sueños he.

Me despertaré.

12

   Me despertarán

campanas del alba

que sonando están.

13

   Para tu ventana

un ramo de rosas me dió la mañana.

Por un laberinto, de calle en calleja,

buscando, he corrido, tu casa y tu reja.

Y en un laberinto me encuentro perdido

en esta mañana de mayo florido.

Dime dónde estás.

Vueltas y revueltas. Ya no puedo más.


(Los Complementarios.)



* * *

«La conciencia -dice Abel Martín-, como reflexión o pretenso conocer del conocer, sería, sin el amor o impulso hacia lo otro, el anzuelo en constante espera de pescarse a sí mismo. Mas la conciencia existe, como actividad reflexiva, porque vuelve sobre sí misma, agotado su impulso por alcanzar el objeto trascendente. Entonces reconoce su limitación y se ve a sí misma como tensión erótica, impulso hacia lo otro inasequible.» Su reflexión es más aparente que real, porque, en verdad, no vuelve sobre sí misma para captarse como pura actividad consciente, sino sobre la corriente erótica que brota con ella de las mismas entrañas del ser. Descubre el amor como su propia impureza, digámoslo así, como su otro inmanente, y se le revela la esencial heterogeneidad de la substancia. Porque Abel Martín no ha superado, ni por un momento, el subjetivismo de su tiempo, considera toda objetividad propiamente dicha, como una apariencia, un vario espejismo, una varia propección ilusoria del sujeto fuera de sí mismo. Pero apariencias, espejismos o proyecciones ilusorias, productos de un esfuerzo desesperado del ser o sujeto absoluto por rebasar su propia frontera, tienen un valor positivo, pues mediante ellos se alcanza conciencia en su sentido propio, a saber o sospechar la propia heterogeneidad, a tener la visión analítica -separando por abstracción lógica lo en realidad inseparable- de la constante y quieta mutabilidad.

El gran ojo que todo lo ve al verse a sí mismo, es, ciertamente, un ojo ante las ideas, en actitud teórica, de visión a distancia; pero las ideas no son sino el alfabeto o conjunto de signos homogéneos que representan las esencias que integran el ser. Las ideas no son, en efecto, las esencias mismas, sino su dibujo o contorno trazado sobre la negra pizarra del no ser. Hijas del amor, y, en cierto modo, del gran fracaso del amor, nunca serían concebidas sin él, porque es el amor mismo o conato del ser por superar su propia limitación quien las proyecta sobre la nada o cero absoluto, que también llama el poeta cero divino, pues, como veremos después, Dios no es el creador del mundo -según Martín-, sino el creador de la nada. No tienen, pues, las ideas realidad esencial, per se, son meros trasuntos o copias descoloridas de las esencias reales que integran el ser. Las esencias reales son cualitativamente distintas y su proyección ideal tanto menos substancial y más alejada del ser cuanto más homogénea. Estas esencias no pueden separarse en realidad, sino en su proyección ilusoria, ni cabe tampoco -según Martín- apetencia de las unas hacia las otras, sino que todas ellas aspiran conjunta e indivisiblemente a lo otro, a un ser que sea lo contrario de lo que es, de lo que ellas son, en suma, a lo imposible. En la metafísica intrasubjetiva de Abel Martín fracasa el amor, pero no el conocimiento, o, mejor dicho, es el conocimiento el premio del amor. Pero el amor, como tal, no encuentra objeto; dicho líricamente: la amada es imposible.

   En sueños se veía

reclinado en el pecho de su amada.

Gritó, en sueños: «¡Despierta, amada mía!»

Y él fué quien despertó; porque tenía

su propio corazón por almohada.


(Los Complementarios.)



La ideología de Abel Martín es, a veces, obscura, lo inevitable en una metafísica de poeta, donde no se definen previamente los términos empleados. Así, por ejemplo, con la palabra esencia no siempre sabemos lo que quiere decir. Generalmente, pretende designar lo absolutamente real que, en su metafísica, pertenece al sujeto mismo, puesto que más allá de él no hay nada. Y nunca emplea Martín este vocablo como término opuesto a lo existencial o realizado en espacio y tiempo. Para Martín esta distinción, en cuanto pretende señalar diversidad profunda, es artificial. Todo es por y en el sujeto, todo es actividad consciente, y para la conciencia integral nada es que no sea la conciencia misma. «Sólo lo absoluto -dice Martín- puede tener existencia, y todo lo existente es absolutamente en el sujeto consciente.» El ser es pensado por Martín como conciencia activa, quieta y mudable, esencialmente heterogénea, siempre sujeto, nunca objeto pasivo de energías extrañas. La substancia, el ser que todo lo es al serse a sí mismo, cambia en cuanto es actividad constante, y permanece inmóvil, porque no existe energía que no sea él mismo, que le sea externa y pueda moverle. «La concepción mecánica del mundo -añade Martín- es el ser pensado como pura inercia, el ser que no es por sí, inmutable y en constante movimiento, un torbellino de cenizas que agita, no sabemos por qué ni para qué, la mano de Dios». Cuando esta mano, patente aún en la chiquenaude cartesiana, no es tenida en cuenta, el ser es ya pensado como aquello que absolutamente no es. Los atributos de la substancia son ya, en Espinosa, los atributos de la pura nada. La conciencia llega, por ansia de lo otro, al límite de su esfuerzo, a pensarse a sí misma como objeto total, a pensarse como no es, a deseerse. El trágico erotismo de Espinosa llevó a un límite infranqueable la desubjetivación del sujeto. «¿Y cómo no intentar -dice Martín- devolver a lo que es su propia intimidad?» Esta empresa fué iniciada por Leibnitz -filósofo del porvenir, añade Martín-; pero sólo puede ser consumada por la poesía, que define Martín como aspiración a conciencia integral. El poeta, como tal, no renuncia a nada, ni pretende degradar ninguna apariencia. Los colores del iris no son para él menos reales que las vibraciones del éter que paralelamente los acompañan; no son éstas menos suyas que aquéllos, ni el acto de ver menos substancial que el de medir o contar los estremecimientos de la luz. Del mismo modo, la vida ascética, que pretende la perfección moral en el vacío o enrarecimiento de representaciones vitales, no es para Abel Martín camino que lleve a ninguna parte. El ethos no se purifica, sino que se empobrece por eliminación del pathos, y aunque el poeta debe saber distinguirlos, su misión es la reintegración de ambos a aquella zona de la conciencia en que se dan como inseparables.

En su Diálogo entre Dios y el Santo, dice este último:

-Por amor de Ti he renunciado a todo, a todo lo que no eras Tú. Hice la noche en mi corazón para que sólo tu luz resplandezca.

Y Dios contesta:

-Gracias, hijo, porque también las luciérnagas son cosa mía.

Cuando se preguntaba a Martín si la poesía aspiraba a expresar lo inmediato psíquico, pues la conciencia, cogida en su propia fuente, sería, según su doctrina, conciencia integral, respondía: «Sí y no. Para el hombre, lo inmediato consciente es siempre cazado en el camino de vuelta. También la poesía es hija del gran fracaso del amor. La conciencia, en el hombre, comienza por ser vida, espontaneidad; en este primer grado, no puede darse en ella ningún fruto de la cultura, es actividad ciega, aunque no mecánica, sino animada, animalidad, si se quiere. En un segundo grado, comienza a verse a sí misma como un turbio río y pretende purificarse. Cree haber perdido la inocencia; mira como extraña su propia riqueza. Es el momento erótico, de honda inquietud, en que lo Otro inmanente comienza a ser pensado como trascendente, como objeto de conocimiento y de amor. Ni Dios está en el mundo, ni la verdad en la conciencia del hombre. En el camino de la conciencia integral o autoconciencia, este momento de soledad y angustia es inevitable. Sólo después que el anhelo erótico ha creado las formas de la objetividad -Abel Martín cita cinco en su obra de metafísica De lo uno a lo otro, pero en sus últimos escritos señala hasta veintisiete- puede el hombre llegar a la visión real de la conciencia, reintegrando a la pura unidad heterogénea las citadas formas o reversos del ser, a verse, a vivirse, a serse en plena y fecunda intimidad. El pindárico sé el que eres, es el término de este camino de vuelta, la meta que el poeta pretende alcanzar.» Mas nadie -dice Martín- logrará ser el que es, si antes no logra pensarse como no es.

* * *

De su libro de estética Lo universal cualitativo, entresacamos los párrafos siguientes:

«1. Problema de la lírica: La materia en que las artes trabajan, sin excluir del todo a la música, pero excluyendo a la poesía, es algo no configurado por el espíritu: piedra, bronce, substancias colorantes, aire que vibra, materia bruta, en suma, de cuyas leyes, que la ciencia investiga, el artista, como tal, nada entiende. También le es dado al poeta su material, el lenguaje, como al escultor el mármol o el bronce. En él ha de ver, por de pronto, lo que aun no ha recibido forma, lo que va a ser, después de su labor, sustentáculo de un mundo ideal. Pero mientras el artista de otras artes comienza venciendo resistencias de la materia bruta, el poeta lucha con una nueva clase de resistencias: las que ofrecen aquellos productos espirituales, las palabras, que constituyen su material. Las palabras, a diferencia de las piedras, o de las materias colorantes, o del aire en movimiento, son ya, por sí mismas, significaciones de lo humano, a las cuales ha de dar el poeta nueva significación. La palabra es, en parte, valor de cambio, producto social, instrumento de objetividad (objetividad en este caso significa convención entre sujetos), y el poeta pretende hacer de ella medio expresivo de lo psíquico individual, objeto único, valor cualitativo. Entre la palabra usada por todos y la palabra lírica existe la diferencia que entre una moneda y una joya del mismo metal. El poeta hace joyel de la moneda. ¿Cómo? La respuesta es difícil. El aurífice puede deshacer la moneda y aun fundir el metal para darle después nueva forma, aunque no caprichosa y arbitraria. Pero al poeta no le es dado deshacer la moneda para labrar su joya. Su material de trabajo no es el elemento sensible en que el lenguaje se apoya (el sonido), sino aquellas significaciones de lo humano que la palabra, como tal, contiene. Trabaja el poeta con elementos ya estructurados por el espíritu, y aunque con ellos ha de realizar una nueva estructura, no puede desfigurarlos.

»2. Todas las formas de la objetividad, o apariencias de lo objetivo, son, con excepción del arte, productos de desubjetivación, tienden a formas espaciales y temporales puras: figuras, números, conceptos. Su objetividad quiere decir, ante todo, homogeneidad, descualificación de lo esencialmente cualitativo. Por eso, espacio y tiempo, límites del trabajo descualificador de lo sensible, son condiciones sine qua non de ellas, lógicamente previas o, como dice Kant, a priori. Sólo a este precio se consigue en la ciencia la objetividad, la ilusión del objeto, del ser que no es. El impulso hacia lo otro inasequible, realiza un trabajo homogeneizador, crea la sombra del ser. Pensar es, ahora, descualificar, homogeneizar. La materia pensada se resuelve en átomos; el cambio substancial, en movimientos de partículas inmutables en el espacio. El ser ha quedado atrás; sigue siendo el ojo que mira, y más allá están el tiempo y el espacio vacíos, la pizarra negra, la pura nada. Quien piensa el ser puro, el ser como no es, piensa, en efecto, la pura nada; y quien piensa el tránsito del uno a la otra, piensa el puro devenir, tan huero como los elementos que lo integran. El pensamiento lógico sólo se da, en efecto, en el vacío sensible; y aunque es maravilloso este poder de inhibición del ser, de donde surge el palacio encantado de la lógica (la concepción mecánica del mundo, la crítica de Kant, la metafísica de Leibniz, por no citar sino ejemplos ingentes), con todo, el ser no es nunca pensado; contra la sentencia clásica, el ser y el pensar (el pensar homogeneizador) no coinciden, ni por casualidad.

   Confiamos

en que no será verdad

nada de lo que pensamos.


(Véase A. Machado.)



Pero el arte, y especialmente la poesía -añade Martín-, que adquiere tanta más importancia y responde a una necesidad tanto más imperiosa cuanto más ha avanzado el trabajo descualificador de la mente humana (esta importancia y esta necesidad son independientes del valor estético de las obras que en cada época se producen), no puede ser sino una actividad de sentido inverso al del pensamiento lógico. Ahora se trata (en poesía) de realizar nuevamente lo desrealizado; dicho de otro modo: una vez que el ser ha sido pensado como no es, es preciso pensarlo como es; urge devolverle su rica, inagotable heterogeneidad.

Este nuevo pensar, o pensar poético, es pensar cualificador. No es, ni mucho menos, un retorno al caos sensible de la animalidad; porque tiene sus normas, no menos rígidas que las del pensamiento homogeneizador, aunque son muy otras. Este pensar se da entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones, no entre conceptos. «El no ser es ya pensado como no ser y arrojado, por ende, a la espuerta de la basura.» Quiere decir Martín que una vez que han sido convictas de oquedad las formas de lo objetivo, no sirven ya para pensar lo que es. Pensado el ser cualitativamente, con extensión infinita, sin mengua alguna de lo infinito de su comprensión, no hay dialéctica humana ni divina que realice ya el tránsito de su concepto al de su contrario, porque, entre otras cosas, su contrario no existe.

Necesita, pues, el pensar poético una nueva dialéctica, sin negaciones ni contrarios, que Abel Martín llama lírica y, otras veces, mágica, la lógica del cambio substancial o devenir inmóvil, del ser cambiando o el cambio siendo. Bajo esta idea, realmente paradójica y aparentemente absurda, está la más honda intuición que Abel Martín pretende haber alcanzado.

«Los eleáticos -dice Martín- no comprendieron que la única manera de probar la inmutabilidad del ser hubiera sido demostrar la realidad del movimiento, y que sus argumentos, en verdad sólidos, eran contraproducentes; que a los heraclitanos correspondía, a su vez, probar la irrealidad del movimiento para demostrar la mutabilidad del ser. Porque ¿cómo ocupará dos lugares distintos del espacio, en dos momentos sucesivos del tiempo, lo que constantemente cambia y no -¡cuidado!- para dejar de ser, sino para ser otra cosa? El cambio continuo es impensable como movimiento, pues el movimiento implica persistencia del móvil en lugares distintos y en momentos sucesivos; y un cambio discontinuo, con intervalos y vacíos, que implican aniquilamiento del móvil, es impensable también. Del no ser al ser no hay tránsito posible, y la síntesis de ambos conceptos es inaceptable en toda lógica que pretenda ser, al par, ontología, porque no responde a realidad alguna.»

No obstante, Abel Martín sostiene que, sin incurrir en contradicción, se puede afirmar que es el concepto del no ser la creación específicamente humana; y a él dedica un soneto con el cual cierra la primera sección de Los complementarios:

AL GRAN CERO

   Cuando el Ser que se es hizo la nada

y reposó, que bien lo merecía,

ya tuvo el día noche, y compañía

tuvo el hombre en la ausencia de la amada.

   Fiat umbra! Brotó el pensar humano.

Y el huevo universal alzó, vacío,

ya sin color, desubstanciado y frío,

lleno de niebla ingrávida, en su mano.

   Toma el cero integral, la hueca esfera,

que has de mirar, si lo has de ver, erguido.

Hoy que es espalda el lomo de tu fiera,

   y es el milagro del no ser cumplido,

brinda, poeta, un canto de frontera

a la muerte, al silencio y al olvido.


En la teología de Abel Martín es Dios definido como el ser absoluto, y, por ende, nada que sea puede ser su obra. Dios, como creador y conservador del mundo, le parece a Abel Martín una concepción judaica, tan sacrílega como absurda. La nada, en cambio, es, en cierto modo, una creación divina, un milagro del ser, obrado por éste para pensarse en su totalidad. Dicho de otro modo: Dios regala al hombre el gran cero, la nada o cero integral, es decir, el cero integrado por todas las negaciones de cuanto es. Así, posee la mente humana un concepto de totalidad, la suma de cuanto no es, que sirva lógicamente de límite y frontera a la totalidad de cuanto es.

   Fiat umbra! Brotó el pensar humano.


Entiéndase: el pensar homogeneizador -no el poético, que es ya pensamiento divino-; el pensar del mero bípedo racional, el que ni por casualidad puede coincidir con la pura heterogeneidad del ser; el pensar que necesita de la nada para pensar lo que es, porque, en realidad, lo piensa como no siendo.

Tras este soneto, no exento de énfasis, viene el canto de frontera, por soleares (cante hondo) a la muerte, al silencio y al olvido, que constituye la segunda sección del libro Los complementarios. La tercera sección lleva, a guisa de prólogo, los siguientes versos:

AL GRAN PLENO O CONCIENCIA INTEGRAL

   Que en su estatua el alto Cero

-mármol frío,

ceño austero

y una mano en la mejilla-,

del gran remanso del río,

medite, eterno, en la orilla,

y haya gloria eternamente.

Y la lógica divina

que imagina,

pero nunca imagen miente

-no hay espejo; todo es fuente-,

diga: sea

cuanto es, y que se vea

cuanto ve. Quieto y activo

-mar y pez y anzuelo vivo,

todo el mar en cada gota,

todo el pez en cada huevo,

todo nuevo-,

lance unánime su nota.

Todo cambia y todo queda,

piensa todo,

y es a modo,

cuando corre, de moneda,

un sueño de mano en mano.

Tiene amor rosa y ortiga,

y la amapola y la espiga

le brotan del mismo grano.

Armonía;

todo canta en pleno día.

Borra las formas del cero,

torna a ver,

brotando de su venero,

las vivas aguas del ser.


CANCIONERO APÓCRIFO

JUAN DE MAIRENA,

poeta, filósofo, retórico e inventor de una Máquina de Cantar. Nació en Sevilla (1865). Murió en Casariego de Tapia (1909). Es autor de una Vida de Abel Martín, de un Arte poética, de una colección de poesías: Coplas mecánicas, y de un tratado de metafísica: Los siete reversos.

MAIRENA A MARTÍN, MUERTO

   Maestro, en tu lecho yaces,

en paz con Ella o con Él...

(¿Quién sabe de últimas paces,

don Abel?)

   Si con Ella, bien colmada

la medida,

dice, quieta, en la almohada

tu noble cabeza hundida.

Si con Él, que todo sea

-donde sea- quieto y vivo,

el ojo en superlativo,

que mire, admire y se vea.



   Del juglar meditativo

quede el ínclito ideario

para el alba que aun no ríe;

y el muñeco estrafalario

del retablo desafíe

con su gesto al sol gregario.



Hiedra y parra. Las paredes

de los huertos blancas son.

Por calles de Sal-Si-Puedes

brillan balcón y balcón.

   Todavía, ¡oh don Abel!,

vibra la campanería

de la tarde, y un clavel

te guarda Rosa María.

   Todavía

se oyen entre los cipreses

de tu huerto y laberinto

de tus calles -eses y eses,

trenzadas, de vino tinto-

tus pasos; y el mazo suena

que en la fragua de un instinto

blande la razón serena.

   De tu logos variopinto,

nueva ratio,

queda el ancla en agua y viento,

buen cimiento

de tu lírico palacio.

   Y cuajado en piedra el fuego

del amante,

(Amor bizco y Eros ciego)

brilla al sol como diamante.


La composición continúa, algo enrevesada y difícil, con esa dificultad artificiosa del barroco conceptual, que el propio Mairena censura en su Arte poética. En las últimas estrofas, el sentimiento de piedad hacia el maestro parece enturbiarse con mezcla de ironía, rayana en sarcasmo. Y es que toda nueva generación ama y odia a su precedente. El elogio incondicional rara vez es sincero. Lo del logos variopinto no es, sin duda, expresión demasiado feliz para significar la facultad creadora de aquellos universales cualitativos que persiguió Martín. Y más que incomprensión parece acusar -en Mairena- una cierta malevolencia, que le lleva al sabotage de las ideas del maestro. Lo del amor bizco tiene una cuádruple significación: anecdótica, lógica, estética y metafísica. Una honda explicación de ello se encuentra en la Vida de Abel Martín.

EL «ARTE POÉTICA» DE JUAN DE MAIRENA

Juan de Mairena se llama a sí mismo el poeta del tiempo. Sostenía Mairena que la poesía era un arte temporal -lo que ya habían dicho muchos antes que él- y que la temporalidad propia de la lírica sólo podía encontrarse en sus versos, plenamente expresada. Esta jactancia, un tanto provinciana, es propia del novato que llega al mundo de las letras dispuesto a escribir por todos -no para todos- y, en último término, contra todos. En su Arte poética no faltan párrafos violentos, en que Mairena se adelanta a decretar la estolidez de quienes pudieran sostener una tesis contraria a la suya. Los omitimos por vulgares, y pasamos a reproducir otros más modestos y de más substancia.

«Todas las artes -dice Juan de Mairena en la primera lección de su Arte poética- aspiran a productos permanentes, en realidad, a frutos intemporales. Las llamadas artes del tiempo, como la música y la poesía, no son excepción. El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar. El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.

«Todos los medios, de que se vale el poeta: cantidad, medida, acentuación, pausas, rima, las imágenes mismas, por su enunciación en serie, son elementos temporales. La temporalidad necesaria para que una estrofa tenga acusada la intención poética está al alcance de todo el mundo; se aprende en las más elementales preceptivas. Pero una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos en don Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara vez en nuestros poetas del siglo de oro».

«Veamos -dice Mairena- una estrofa de don Jorge Manrique:

   «¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados, sus vestidos,

sus olores?

   ¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

   ¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

   ¿Qué se hizo aquel danzar,

aquellas ropas chapadas

que traían?»


«Si comparamos esta estrofa del gran lírico español -añade Mairena- con otra de nuestro barroco literario, en que se pretenda expresar un pensamiento análogo: la fugacidad del tiempo y lo efímero de la vida humana, por ejemplo: el soneto A las flores, que pone Calderón en boca de su Príncipe Constante, veremos claramente la diferencia que media entre la lírica y la lógica rimada.»

«Recordemos el soneto de Calderón:

   Estas que fueron pompa y alegría,

despertando al albor de la mañana,

a la tarde serán lástima vana

durmiendo en brazos de la noche fría.

   Este matiz que al cielo desafía,

iris listado de oro, nieve y grana,

será escarmiento de la vida humana:

tanto se aprende en término de un día.

   A florecer las rosas madrugaron,

y para envejecerse florecieron.

Cuna y sepulcro en un botón hallaron.

   Tales los hombres sus fortunas vieron:

en un día nacieron y expiraron,

que, pasados los siglos, horas fueron.»


«Para alcanzar la finalidad intemporalizadora del arte, fuerza es reconocer que Calderón ha tomado un camino demasiado llano: el empleo de elementos de suyo intemporales. Conceptos e imágenes conceptuales -pensadas, no intuidas -están fuera del tiempo psíquico del poeta, del fluir de su propia conciencia. Al panta rhei de Heráclito sólo es excepción el pensamiento lógico. Conceptos e imágenes en función de conceptos -substantivos acompañados de adjetivos definidores, no cualificadores- tienen, por lo menos, esta pretensión: la de ser hoy lo que fueron ayer, y mañana lo que son hoy. El albor de la mañana vale para todos los amaneceres; la noche fría, en la intención del poeta, para todas las noches. Entre tales nociones definidas se establecen relaciones lógicas, no menos intemporales que ellas. Todo el encanto del soneto de Calderón -si alguno tiene- estriba en su corrección silogística. La poesía aquí no canta, razona, discurre en torno a unas cuantas definiciones. Es -como todo o casi todo nuestro barroco literario- escolástica rezagada.

»En la estrofa de Manrique nos encontramos en un clima espiritual muy otro, aunque para el somero análisis que suele llamarse crítica literaria la diferencia pasa inadvertida. El poeta no comienza por asentar nociones que traducir en juicios analíticos, con los cuales construir razonamientos. El poeta no pretende saber nada; pregunta por damas, tocados, vestidos, olores, llamas, amantes... El ¿qué se hicieron?, el devenir en interrogante, individualiza ya estas nociones genéricas, las coloca en el tiempo, en un pasado vivo, donde el poeta pretende intuirlas como objetos únicos, las rememora o evoca. No pueden ser ya cualesquiera damas, tocados, fragancias y vestidos, sino aquellos que, estampados en la placa del tiempo, conmueven -¡todavía!- el corazón del poeta. Y aquel trovar, y el danzar aquel -aquellos y no otros- ¿qué se hicieron?, insiste en preguntar el poeta, hasta llegar a la maravilla de la estrofa: aquellas ropas chapadas, vistas en los giros de una danza, las que traían los caballeros de Aragón -o quienes fueren-, y que surgen ahora en el recuerdo, como escapadas de un sueño, actualizando, materializando casi el pasado, en una trivial anécdota indumentaria. Terminada la estrofa, queda toda ella vibrando en nuestra memoria como una melodía única, que no podrá repetirse ni imitarse, porque para ello sería preciso haberla vivido. La emoción del tiempo es todo en la estrofa de don Jorge; nada, o casi nada, en el soneto de Calderón. La diferencia es más profunda de lo que a primera vista parece. Ella sola explica por qué en don Jorge la lírica tiene todavía un porvenir, y en Calderón -nuestro gran barroco- un pasado abolido, definitivamente muerto.»

Se extiende después Mairena en consideraciones sobre el barroco literario español. Para Mairena -conviene advertirlo-, el concepto de lo barroco dista mucho del que han puesto de moda los alemanes en nuestros días, y que -dicho sea de paso- bien pudiera ser falso, aunque nuestra crítica lo acepte, como siempre, sin crítica, por venir de fuera.

«En poesía se define -habla Mairena- como un tránsito de lo vivo a lo artificial, de lo intuitivo a lo conceptual, de la temporalidad psíquica al plano intemporal de la lógica, como un piétinement sur place del pensamiento que, incapaz de avanzar sobre intuiciones -en ninguno de los sentidos de esta palabra-, vuelve sobre sí mismo, y gira y deambula en torno a lo definido, creando enmarañados laberintos verbales; un metaforismo conceptual, ejercicio superfluo y pedante del pensar y del sentir, que pretende asombrar por lo difícil, y cuya oquedad no advierten los papanatas.»

El párrafo es violento, acaso injusto. Encierra, no obstante, alguna verdad. Porque Mairena vió claramente que el tan decantado dinamismo de lo barroco es más aparente que real, y más que la expresión de una fuerza actuante, el gesto hinchado que sobrevive a un esfuerzo extinguido.

Acaso puede argüirse a Mairena que, bajo la denominación de barroco literario, comprende la corriente culterana y la conceptista, sin hacer de ambas suficiente distinción. Mairena, sin embargo, no las confunde, sino que las ataca en su raíz común. Fiel a su maestro Abel Martín, Mairena no ve en las formas literarias sino contornos más o menos momentáneos de una materia en perpetuo cambio, y sostiene que es esta materia, este contenido, lo que, en primer término, conviene analizar. ¿En qué zona del espíritu del poeta ha sido engendrado el poema, y que es lo que predominantemente contiene? Sigue un criterio opuesto al de la crítica de su tiempo, que sólo veía en las formas literarias moldes rígidos para rellenos de un mazacote cualquiera, y cuyo contenido, por ende, no interesa. Culteranismo y conceptismo son, pues, para Mairena dos expresiones de una misma oquedad y cuya concomitancia se explica por un creciente empobrecimiento del alma española. La misma inopia de intuiciones que, incapaz de elevarse a las ideas, lleva al pensamiento conceptista, y de éste a la pura agudeza verbal, crea la metáfora culterana, no menos conceptual que el concepto conceptista, la seca y árida tropología gongorina, arduo trasiego de imágenes genéricas, en el fondo puras definiciones, a un ejercicio de mera lógica, que sólo una crítica inepta o un gusto depravado puede confundir con la poesía.

«Claro es -añade Mairena, en previsión de fáciles objeciones- que el talento poético de Góngora y el robusto ingenio de Quevedo, Gracián o Calderón son tan patentes como la inanidad estética del culteranismo y el conceptismo.»

El barroco literario español, según Mairena, se caracteriza:

l.º Por una gran pobreza de intuición.-¿En qué sentido? En el sentido de experiencia externa o contacto directo con el mundo sensible; en el sentido de experiencia interna o contacto con lo inmediato psíquico, estados únicos de conciencia; en el sentido teórico de enfrontamiento con las ideas, esencias, leyes y valores como objetos de visión mental; y en el resto de las acepciones de esta palabra. «Las imágenes del barroco expresan, disfrazan o decoran conceptos, pero no contienen intuiciones.» «Con ellas -dice Mairena- se discurre o razona, aunque superflua y mecánicamente, pero de ningún modo se canta. Porque se puede razonar, en efecto, por medio de conceptos escuetamente lógicos, por medio de conceptos matemáticos -números y figuras- o por medio de imágenes, sin que el acto de razonar, discurrir entre lo definido, deje de ser el mismo: una función homogeneizadora del entendimiento que persigue igualdades -reales o convenidas-, eliminando diferencias. El empleo de imágenes, más o menos coruscantes, no puede nunca trocar una función esencialmente lógica en función estética, de sensibilidad. Si la lírica barroca, consecuente consigo misma, llegase a su realización perfecta, nos daría un álgebra de imágenes, fácilmente abarcable en un tratado al alcance de los estudiosos, y que tendría el mismo valor estético del álgebra propiamente dicha, es decir, un valor estéticamente nulo.»

2.º Por su culto a lo artificioso y desdeño de lo natural.-«En las épocas en que el arte es realmente creador -dice Mairena- no vuelve nunca la espalda a la naturaleza, y entiendo por naturaleza todo lo que aun no es arte, incluyendo en ello el propio corazón del poeta. Porque si el artista ha de crear, y no a la manera del dios bíblico, necesita una materia que informar o transformar, que no ha de ser -¡claro está!- el arte mismo. Porque existe, en verdad, una forma de apatía estética, que pretende substituir el arte por la naturaleza misma, se deduce, groserísimamente, que el artista puede ser creador prescindiendo de ella. Esa abeja que liba en la miel y no en las flores es más ajena a toda labor creadora que el humilde arrimador de documentos reales, o que el consabido espejo de lo real, que pretende darnos por arte la innecesaria réplica de cuanto no lo es.»

3.º Por su carencia de temporalidad.-En su análisis del verso barroco, señala Mairena la preponderancia del substantivo y su adjetivo definidor sobre las formas temporales del verbo; el empleo de la rima con carácter más ornamental que melódico y el total olvido de su valor mnemónico.

«La rima -dice Mairena- es el encuentro, más o menos reiterado, de un sonido con el recuerdo de otro. Su monotonía es más aparente que real, porque son elementos distintos, acaso heterogéneos, sensación y recuerdo, los que en la rima se conjugan; con ellos estamos dentro y fuera de nosotros mismos. Es la rima un buen artificio, aunque no el único, para poner la palabra en el tiempo. Pero cuando la rima se complica con excesivos entrecruzamientos y se distancia, hasta tal punto que ya no se conjugan sensación y recuerdo, porque el recuerdo se ha extinguido cuando la sensación se repite, la rima es entonces un artificio superfluo. Y los que suprimen la rima -esa tardía invención de la métrica-, juzgándola innecesaria, suelen olvidar que lo esencial en ella es su función temporal, y que su ausencia los obliga a buscar algo que la substituya; que la poesía lleva muchos siglos cabalgando sobre asonancias y consonancias, no por capricho de la incultura medieval, sino porque el sentimiento del tiempo, que algunos llaman impropiamente sensación de tiempo, no contiene otros elementos que los señalados en la rima: sensación y recuerdo. Mas en el verso barroco la rima tiene, en efecto, un carácter ornamental. Su primitiva misión de conjugar sensación y recuerdo, para crear así la emoción del tiempo, queda olvidada. Y es que el verso barroco, culterano o conceptista, no contiene elementos temporales, puesto que conceptos e imágenes conceptuales son -habla siempre Mairena- esencialmente ácronos.»

4.º Por su culto a lo difícil artificial y su ignorancia de las dificultades reales.-«La dificultad no tiene por sí misma valor estético, ni de ninguna otra clase -dice Mairena-. Se aplaude con razón el acto de atacarla y vencerla; pero no es lícito crearla artificialmente para ufanarse de ella. Lo clásico, en verdad, es vencerla, eliminarla; lo barroco, exhibirla. Para el pensamiento barroco, esencialmente plebeyo, lo difícil es siempre precioso: un soneto valdrá más que una copla en asonante, y el acto de engendrar un chico, menos que el de romper un adoquín con los dientes.

5.º Por su culto a la expresión indirecta, perifrástica, como si ella tuviera por sí misma un valor estético.-Porque no existe perfecta conmensurabilidad -dice Mairena- entre el sentir y el hablar, el poeta ha acudido siempre a formas indirectas de expresión, que pretenden ser las que directamente expresen lo inefable. Es la manera más sencilla, más recta y más inmediata de rendir lo intuído en cada momento psíquico lo que el poeta busca, porque todo lo demás tiene formas adecuadas de expresión en el lenguaje conceptual. Para ello acude siempre a imágenes singulares, o singularizadas, es decir, a imágenes que no puedan encerrar conceptos, sino intuiciones, entre las cuales establece relaciones capaces de crear a la postre nuevos conceptos. El poeta barroco, que ha visto el problema precisamente al revés, emplea las imágenes para adornar y disfrazar conceptos, y confunde la metáfora esencialmente poética con el eufemismo de negro catedrático. El oro cano, el pino cuadrado, la flecha alada, el áspid de metal, son, en efecto, maneras bien estúpidas de aludir a la plata, a la mesa, a la flecha y a la pistola.

6.º Por su carencia de gracia.-«La tensión barroca -dice Mairena-, con su fría vehemencia, su aparato de fuerza y falso dinamismo, su torcer y desmesurar arbitrarios -síntaxis hiperbática e imaginería hiperbólica-, con su empeño de desnaturalizar una lengua viva para ajustarla bárbaramente a los esquemas más complicados de una lengua muerta, con su hinchazón y amaneramiento y superfluo artificio, podrá, en horas de agotamiento o perversión del gusto, producir un efecto que, mal analizado, se parezca a una emoción estética. Pero hay algo a que el barroco ha de renunciar, pues ni la mera apariencia le es dado contrahacer: la calidad de lo gracioso, que sólo se produce cuando el arte, de puro maestro, llega al olvido de sí mismo, y a hacerse perdonar su necesario apartamiento de la naturaleza.»

7.º Por su culto supersticioso a lo aristocrático.-Hablando de Góngora, dice Juan de Mairena: «Cuanto hay en él apoyado en folklore tiende a ser, más que lo popular (tan finamente captado por Lope), lo apicarado y grosero. Sin embargo, lo verdaderamente plebeyo de Góngora es el gongorismo. Enfrente de Lope, tan íntegramente español como hombre de la corte, Góngora será siempre un pobre cura provinciano.» Y en verdad que la «obsesión de lo distinguido y aristocrático no ha producido en arte más que ñoñeces.» «El vulgo en arte, es decir, el vulgo a que suele aludir el artista, es, en cierto modo, una invención de los pedantes, mejor diré: un ente de ficción que el pedante fabrica con su propia substancia.» «Ningún espíritu creador -añade Mairena- en sus momentos realmente creadores pudo pensar más que en el hombre, en el hombre esencial que ve en sí mismo, y que supone en su vecino. Que existe una masa desatenta, incomprensiva, ignorante, ruda, el artista no lo ha ignorado nunca. Pero una de dos: o la obra del artista alcanza y penetra, en más o menos, a esa misma masa bárbara, que deja de ser vulgo ipso facto para convertirse en público de arte, o encuentra en ella una completa impermeabilidad, una total indiferencia. En este caso, el vulgo propiamente dicho no guarda ya relación alguna con la obra de arte y no puede ser objeto de obsesión para el artista. Pero el vulgo del culterano, del preciosista, del pedante, es una masa de papanatas, a la cual se asigna una función positiva: la de rendir al artista un tributo de asombro y de admiración incomprensiva.»

En suma, Mairena no se chupa el dedo en su análisis del barroco literario español. Más adelante añade -en previsión de fáciles objeciones- que él no ignora cómo en toda época, de apogeo o decadencia, ascendente o declinante, lo que se produce es lo único que puede producirse, y que aun las más patentes perversiones del gusto, cuando son realmente actuales, tendrán siempre una sutil abogacía que defiende sus mayores desatinos. Y en verdad que esa abogacía no defiende, en el fondo, ni tales perversiones ni tales desatinos, sino a un espíritu incapaz de producir otra cosa. Lo más inepto contra el culteranismo lo hizo Quevedo, publicando los versos de fray Luis de León. Fray Luis de León fué todavía un poeta, pero el sentimiento místico, que alcanzó en él una admirable expresión de remanso, distaba ya tanto de Góngora como de Quevedo, era precisamente lo que ya no podía cantar, algo definitivamente muerto a manos del espíritu jesuítico imperante.

LA METAFÍSICA DE JUAN DE MAIRENA

«Todo poeta -dice Juan de Mairena- supone una metafísica; acaso cada poema debiera tener la suya -implícita-, claro está -nunca explícita-, y el poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos claros. La posibilidad de hacerlo distingue al verdadero poeta del mero señorito que compone versos» (Los siete reversos, pág. 192). Digamos algunas palabras sobre la metafísica de Juan de Mairena.

Su punto de partida está en un pensamiento de su maestro Abel Martín. Dios no es el creador del mundo, sino el ser absoluto, único y real, más allá del cual nada es. No hay problema genético de lo que es. El mundo es sólo un aspecto de la divinidad; de ningún modo una creación divina. Siendo el mundo real, y la realidad única y divina, hablar de una creación del mundo equivaldría a suponer que Dios se creaba a sí mismo. Tampoco el ser, la divinidad, plantea ningún problema metafísico. Cuanto es aparece; cuanto aparece es. Todo el trabajo de la ciencia -que Mairena admira y venera- consiste en descubrir nuevas apariencias; es decir, nuevas apariciones del ser; de ningún modo nos suministra razón alguna esencial para distinguir entre lo real y lo aparente. Si el trabajo de la ciencia es infinito y nunca puede llegar a un término, no es porque busque una realidad que huye y se oculta tras una apariencia, sino porque lo real es una apariencia infinita, una constante e inagotable posibilidad de aparecer.

No hay, pues, problema del ser, de lo que aparece. Sólo lo que no es, lo que no aparece, puede constituir problema. Porque este problema no interesa tanto al poeta como al filósofo propiamente dicho. Para el poeta, el no ser es la creación divina, el milagro del ser que se es, el fiat umbra a que Martín alude en su soneto inmortal al Gran Cero, la palabra divina que al poeta asombra y cuya significación debe explicar el filósofo.

   Borraste el ser; quedó la nada pura.

Muéstrame, ¡oh Dios!, la portentosa mano

que hizo la sombra: la pizarra obscura

donde se escribe el pensamiento humano.


(Abel Martín. Los complementarios.)



O como más tarde dijo Mairena, glosando a Martín.

   Dijo Dios: Brote la nada.

Y alzó la mano derecha,

hasta ocultar su mirada.

Y quedó la nada hecha.


Así simboliza Mairena, siguiendo a Martín, la creación divina, por un acto negativo de la divinidad, por un voluntario cegar del gran ojo, que todo lo ve al verse a sí mismo.

Se preguntará: ¿cómo, si no hay problema de lo que es, puesto que lo aparente y lo real son una y la misma cosa, o, dicho de otro modo, es lo real la suma de las apariciones del ser, puede haber una metafísica? A esta objeción respondía Mairena: «Precisamente la desproblematización del ser, que postula la absoluta realidad de lo aparente, pone ipso facto sobre el tapete el problema del no ser, y éste es el tema de toda futura metafísica.» Es decir, que la metafísica de Mairena será la ciencia del no ser, de la absoluta irrealidad, o, como decía Martín, de las varias formas del cero. Esta metafísica es ciencia de lo creado, de la obra divina, de la pura nada, a la cual se llega por análisis de conceptos; sólo contiene, como la metafísica de escuela, pensamiento puro; pero se diferencia de ella en que no pretende definir al ser (no es, pues, ontología), sino a su contrario. Y le cuadra, en verdad, el nombre de metafísica: ciencia de lo que está más allá del ser, es decir, más allá de la física.

Los siete reversos es el tratado filosófico en que Mairena pretende enseñarnos los siete caminos por donde puede el hombre llegar a comprender la obra divina: la pura nada. Partiendo del pensamiento mágico de Abel Martín, de la esencial heterogeneidad del ser, de la inmanente otredad del ser que se es, de la substancia única, quieta y en perpetuo cambio, de la conciencia integral, o gran ojo...etc., etc.; es decir, del pensamiento poético, que acepta como principio evidente la realidad de todo contenido de conciencia, intenta Mairena la génesis del pensamiento lógico, de las formas homogéneas del pensar: la pura substancia, el puro espacio, el puro tiempo, el puro movimiento, el puro reposo, el puro ser que no es y la pura nada.

El libro es extenso, contiene cerca de 500 páginas, en cuarto mayor. No fué leído en su tiempo. Ni aun lo cita Menéndez Pelayo en su índice expurgatorio del pensamiento español. Su lectura, sin embargo, debe recomendarse a los estudiosos. Su análisis detallado nos apartaría mucho del poeta. Quede para otra ocasión y volvamos ahora a las poesías de Juan de Mairena.

Sostenía Mairena que sus Coplas mecánicas no eran realmente suyas, sino de la Máquina de trovar, de Jorge Meneses. Es decir, que Mairena había imaginado un poeta, el cual, a su vez, había inventado un aparato, cuyas eran las coplas que daba a la estampa.

Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses.

Mairena.-¿Qué augura usted, amigo Meneses, del porvenir de la lírica?

Meneses.-Pronto el poeta no tendrá más recurso que enfundar su lira y dedicarse a otra cosa.

Mairena.-¿Piensa usted?...

Meneses.-Me refiero al poeta lírico. El sentimiento individual, mejor diré: el polo individual del sentimiento, que está en el corazón de cada hombre, empieza a no interesar, y cada día interesará menos. La lírica moderna, desde el declive romántico hasta nuestros días (los del simbolismo), es acaso un lujo, un tanto abusivo, del hombre manchesteriano, del individualismo burgués, basado en la propiedad privada. El poeta exhibe su corazón con la jactancia del burgués enriquecido que ostenta sus palacios, sus coches, sus caballos y sus queridas. El corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es casi un insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada por el trabajo mecánico. La poesía lírica se engendra siempre en la zona central de nuestra psique, que es la del sentimiento; no hay lírica que no sea sentimental. Pero el sentimiento ha de tener tanto de individual como de genérico, porque aunque no existe un corazón en general, que sienta por todos, sino que cada hombre lleva el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia valores universales, o que pretenden serlo. Cuando el sentimiento acorta su radio y no trasciende del yo aislado, acotado, vedado al prójimo, acaba por empobrecerse y, al fin, canta de falsete. Tal es el sentimiento burgués, que a mí me parece fracasado; tal es el fin de la sentimentalidad romántica. En suma, no hay sentimiento verdadero sin simpatía, el mero pathos no ejerce función cordial alguna, ni tampoco estética. Un corazón solitario -ha dicho no sé quién, acaso Pero Grullo- no es un corazón; porque nadie siente si no es capaz de sentir con otro, con otros... ¿por qué no con todos?

Mairena.-¡Con todos! ¡Cuidado, Meneses!

Meneses.-Sí, comprendo. Usted, como buen burgués, tiene la superstición de lo selecto, que es la más plebeya de todas. Es usted un cursi.

Mairena.-Gracias.

Meneses.-Le parece a usted que sentir con todos es convertirse en multitud, en masa anónima. Es precisamente lo contrario. Pero no divaguemos. Hay una crisis sentimental que afectará a la lírica, y cuyas causas son muy complejas. El poeta pretende cantarse a sí mismo, porque no encuentra temas de comunión cordial, de verdadero sentimiento. Con la ruina de la ideología romántica, toda una sentimentalidad, concomitantemente, se viene abajo. Es muy difícil que una nueva generación siga escuchando nuestras canciones. Porque lo que a usted le pasa, en el rinconcito de su sentir, que empieza a no ser comunicable, acabará por no ser nada. Una nueva poesía supone una nueva sentimentalidad, y ésta, a su vez, nuevos valores. Un himno patriótico nos conmueve a condición de que la patria sea para nosotros algo valioso; en caso contrario, ese himno nos parecerá vacío, falso, trivial o ramplón. Comenzamos a diputar insinceros a los románticos, declamatorios, hombres que simulan sentimientos, que, acaso, no experimentaban. Somos injustos. No es que ellos no sintieran, es, más bien, que nosotros no podemos sentir con ellos. No sé si esto lo comprende usted bien, amigo Mairena.

Mairena.-Sí, lo comprendo. Pero usted, ¿no cree en una posible lírica intelectual?

Meneses.-Me parece tan absurda como una geometría sentimental o un álgebra emotiva. Tal vez sea ésta la hazaña de los epígonos del simbolismo francés. Ya Mallarmé llevaba dentro el negro catedrático capaz de intentarla. Pero este camino no lleva a ninguna parte.

Mairena.-¿Qué hacer, Meneses?

Meneses.-Esperar a los nuevos valores. Entretanto, como pasatiempo, simple juguete, yo pongo en marcha mi aristón poético o máquina de trovar. Mi modesto aparato no pretende substituir ni suplantar al poeta (aunque puede con ventaja suplir al maestro de retórica), sino registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano, más o menos nutrido, como un termómetro registra la temperatura o un barómetro la presión atmosférica.

Mairena.-¿Cuantitativamente?

Meneses.-No. Mi artificio no registra en cifras, no traduce a lenguaje cuantitativo la lírica ambiente, sino que nos da su expresión objetiva, completamente desindividualizada, en un soneto, madrigal, jácara o letrilla que el aparato compone y recita con asombro y aplauso de la concurrencia. La canción que el aparato produce la reconocen por suya todos cuantos la escuchan, aunque ninguno, en verdad, hubiera sido capaz de componerla. Es la canción del grupo humano, ante el cual el aparato funciona. Por ejemplo, en una reunión de borrachos, aficionados al cante hondo, que corren una juerga de hombres solos, a la manera andaluza, un tanto sombría, el aparato registra la emoción dominante y la traduce en cuatro versos esenciales, que son su equivalente lírico. En una asamblea política, o de militares, o de usureros, o de profesores, o de sportmen, produce otra canción, no menos esencial. Lo que nunca nos da el aparato es la canción individual, aunque el individuo esté caracterizado muy enérgicamente, por ejemplo: la canción del verdugo. Nos da, en cambio, si se quiere, la canción de los aficionados a ejecuciones capitales, etc., etc.

Mairena.-¿Y en qué consiste el mecanismo de ese Aristón poético o máquina de cantar?

Meneses.-Es muy complicado, y, sin auxilio gráfico, sería difícil de explicar. Además, es mi secreto. Bástele a usted, por ahora, conocer su función.

Mairena.-¿Y su manejo?

Meneses.-Su manejo es más sencillo que el de una máquina de escribir. Esta especie de piano-fonógrafo tiene un teclado dividido en tres sectores: el positivo, el negativo y el hipotético. Sus fonogramas no son letras, sino palabras. La concurrencia ante la cual funciona el aparato elige, por mayoría de votos, el substantivo que, en el momento de la experiencia, considera más esencial, por ejemplo: hombre y su correlato lógico, biológico, emotivo, etc., por ejemplo: mujer. El verbo siempre en función en las tres zonas del aparato, salvo en caso de substitución por voluntad del manipulador, es el verbo objetivador, el verbo ser, en sus tres formas: ser, no ser, poder ser, o bien es, no es, puede ser, es decir, el verbo en sus formas positiva u ontológica, negativa o divina, e hipotética o humana. Ya contiene, pues, el aparato elementos muy esenciales para una copla: es hombre, no es hombre, puede ser hombre, es mujer, etc., etc. Los vocablos lógicamente rimados son hombre y mujer; los de la rima propiamente dicha: mujer y (puede) ser. Sólo el substantivo hombre queda huérfano de rima sonora. El manipulador elige el fonograma lógicamente más afín, entre los consonantes a hombre, es decir, nombre. Con estos ingredientes el manipulador intenta una o varias coplas, procediendo por tanteos, en colaboración con su público. Y comienza así:

Dicen (el sujeto suele ser un impersonal) que el hombre no es hombre.

Esta proposición esencialmente contradictoria la da mecánicamente el tránsito del substantivo hombre de la primera a la segunda zona del aparato. Mi artificio no es, como el de Lulio, máquina de pensar, sino de anotar experiencias vitales, anhelos, sentimientos, y sus contradicciones no pueden resolverse lógica, sino psicológicamente. Por esta vía ha de resolverla el manipulador, y con los solos elementos de que aun dispone: nombre y mujer. Y es ahora el substantivo nombre el que entra en función. El manipulador ha de colocarlo en la relación más esencial con hombre y mujer, que puede ser una de estas dos: el nombre de un hombre pronunciado por una mujer, o el nombre de una mujer pronunciado por un hombre. Tenemos ya el esquema de dos coplas posibles para expresar un sentimiento elementalísimo en una tertulia masculina: el sentimiento de la ausencia de la mujer, que nos da la razón psicológica que explica la contradicción lógica del verso inicial. El hombre no es hombre (lo es insuficientemente) para un grupo humano que define la hombría en función del sexo, bien por carencia de un nombre de mujer, el de la amada, que cada hombre puede pronunciar, bien por ausencia de mujer en cuyos labios suene el nombre de cada hombre.

Para abreviar, pongamos que el aristón nos da esta copla:

   Dicen que el hombre no es hombre

mientras que no oye su nombre

de labios de una mujer.

Puede ser.


Este puede ser no es ripio, aditamento inútil o parte muerta de la copla. Está en la zona tercera del teclado, y el manipulador pudo omitirlo. Pero lo hace sonar, a instancias de la concurrencia, que encuentra en él la expresión de su propio sentir, tras un momento de reflexión autoinspectiva. Producida la copla, puede cantarse en coro.

* * *

En el prólogo a sus Coplas mecánicas hace Mairena el elogio del artificio de Meneses. Según Mairena, el aristón poético es un medio, entre otros, de racionalizar la lírica, sin incurrir en el barroco conceptual. La sentencia, reflexión o aforismo que sus coplas contienen van necesariamente adheridos a una emoción humana. El poeta, inventor y manipulador del artificio mecánico, es un investigador y colector de sentimientos elementales, un folklorista, a su manera, y un creador impasible de canciones populares, sin incurrir nunca en el pastiche de lo popular. Prescinde de su propio sentir, pero anota el de su prójimo y lo reconoce en sí mismo como sentir humano (cuando lo advierte objetivado en su aparato), como expresión exacta del ambiente cordial que le rodea. Su aparato no ripia ni pedantea, y aun puede ser fecundo en sorpresas, registrar fenómenos emotivos extraños. Claro está que su valor, como el de otros inventos mecánicos, es más didáctico y pedagógico que estético. La Máquina de Trovar, en suma, puede entretener a las masas e iniciarlas en la expresión de su propio sentir, mientras llegan los nuevos poetas, los cantores de una nueva sentimentalidad.

ÚLTIMAS LAMENTACIONES DE ABEL
MARTÍN

(CANCIONERO APÓCRIFO)

   Hoy, con la primavera,

soñé que un fino cuerpo me seguía

cual dócil sombra. Era

mi cuerpo juvenil, el que subía

de tres en tres peldaños la escalera.

   -Hola, galgo de ayer. (Su luz de acuario

trocaba el hondo espejo

por agria luz sobre un rincón de osario.)

   -¿Tú, conmigo, rapaz?

-Contigo, viejo.

   Soñé la galería

al huerto de ciprés y limonero;

tibias palomas en la piedra fría,

en el cielo de añil rojo pandero,

y en la mágica angustia de la infancia

la vigilia del ángel más austero.

   La ausencia y la distancia

volví a soñar con túnicas de aurora;

firme en el arco tenso la saeta

del mañana, la vista aterradora

de la llama prendida en la espoleta

de su granada.

¡Oh Tiempo, oh Todavía

preñado de inminencias!

tú me acompañas en la senda fría,

tejedor de esperanzas e impaciencias.


* * *

   ¡El tiempo y sus banderas desplegadas!

(¿Yo, capitán? Mas yo no voy contigo.)

¡Hacia lejanas torres soleadas

el perdurable asalto por castigo!


* * *

   Hoy, como un día, en la ancha mar violeta

hunde el sueño su pétrea escalinata,

y hace camino la infantil goleta,

y le salta el delfín de bronce y plata.

   La hazaña y la aventura

cercando un corazón entelerido...

Montes de piedra dura

-eco y eco- mi voz han repetido.

   ¡Oh, descansar en el azul del día

como descansa el águila en el viento,

sobre la sierra fría,

segura de sus alas y su aliento!

   La augusta confianza

a ti, Naturaleza, y paz te pido,

mi tregua de temor y de esperanza,

un grano de alegría, un mar de olvido...


SIESTA

EN MEMORIA DE ABEL MARTÍN

   Mientras traza su curva el pez de fuego,

junto al ciprés, bajo el supremo añil,

y vuela en blanca piedra el niño ciego,

y en el olmo la copla de marfil

de la verde cigarra late y suena,

honremos al Señor

-la negra estampa de su mano buena-

que ha dictado el silencio en el clamor.

   Al Dios de la distancia y de la ausencia,

del áncora en la mar, la plena mar...

Él nos libra del mundo -omnipresencia-,

nos abre senda para caminar.

   Con la copa de sombra bien colmada,

con este nunca lleno corazón,

honremos al Señor que hizo la Nada

y ha esculpido en la fe nuestra razón.


A LA MANERA DE JUAN DE MAIRENA

APUNTES PARA UNA GEOGRAFÍA EMOTIVA
DE ESPAÑA

I

   ¡Torreperogil!

¡Quién fuera una torre, torre del campo

del Guadalquivir!


II

   Sol en los montes de Baza.

Mágina y su nube negra.

En el Aznaitín afila

su cuchillo la tormenta.


III

   En Garciez

hay más sed que agua;

en Jimena, más agua que sed.


IV

   ¡Qué bien los nombres ponía

quien puso Sierra Morena

a esta serranía!


V

   En Alicún se cantaba:

«Si la luna sale,

mejor entre los olivos

que en los espartales.»


VI

   Y en la Sierra de Quesada:

«Vivo en pecado mortal:

No te debiera querer;

por eso te quiero más.»


VII

   Tiene una boca de fuego

y una cintura de azogue.

      Nadie la bese.

      Nadie la toque.

   Cuando el látigo del viento

suena en el campo: ¡amapola!

(como llama que se apaga

o beso que no se logra)

su nombre pasa y se olvida.

Por eso nadie la nombra.

   Lejos, por los espartales,

más allá de los olivos,

hacia las adelfas

y los tarayes del río,

con esta luna de la madrugada,

¡amazona gentil del campo frío!...


(ABEL MARTÍN)

LOS COMPLEMENTARIOS

(CANCIONERO APÓCRIFO)

RECUERDOS DE SUEÑO, FIEBRE Y DUERMIVELA

I

   Esta maldita fiebre

que todo me lo enreda,

siempre diciendo: ¡claro!

Dormido estás: despierta.

¡Masón, masón!

Las torres

bailando están en rueda.

Los gorriones pían

bajo la lluvia fresca.

¡Oh, claro, claro, claro!

Dormir es cosa vieja,

y el toro de la noche

bufando está a la puerta.

A tu ventana llego

con una rosa nueva,

con una estrella roja

y la garganta seca.

¡Oh, claro, claro, claro!

¿Velones? En Lucena.

¿Cuál de las tres? Son una

Lucía, Inés, Carmela;

y el limonero baila

con la encinilla negra.

¡Oh, claro, claro, claro!

Dormido estás. Alerta.

Mili, mili, en el viento;

glu-glu, glu-glu, en la arena.

Los tímpanos del alba,

¡qué bien repiquetean!

¡Oh, claro, claro, claro!

II

   En la desnuda tierra...

III

   Era la tierra desnuda,

y un frío viento, de cara,

con nieve menuda.

   Me eché a caminar

por un encinar de sombra:

la sombra de un encinar.

   El sol las nubes rompía

con sus trompetas de plata.

La nieve ya no caía.

   La vi un momento asomar

en las torres del olvido.

Quise y no pude gritar.

IV

   ¡Oh, claro, claro, claro!

Ya están los centinelas

alertos. ¡Y esta fiebre

que todo me lo enreda!...

Pero a un hidalgo no

se ahorca; se degüella,

seor verdugo. ¿Duermes?

Masón, masón, despierta.

Nudillos infantiles

y voces de muñecas.


   ¡Tan-tan! ¿Quién llama, di?

-¿Se ahorca a un inocente

en esta casa?

-Aquí

se ahorca, simplemente.


   ¡Qué vozarrón! Remacha

el clavo en la madera.

Con esta fiebre... ¡Chito!

Ya hay público a la puerta.

La solución más linda

del último problema.

Vayan pasando, pasen;

que nadie quede fuera.


   -¡Sambenitado, a un lado!

-¿Eso será por mí?

¿Soy yo el sambenitado,

señor verdugo?

-Sí.


   ¡Oh, claro, claro, claro!

Se da trato de cuerda,

que es lo infantil, y el trompo

de música resuena.

Pero la guillotina,

una mañana fresca...

Mejor el palo seco,

y su corbata hecha.

¿Guitarras? No se estilan.

Fagotes y cornetas,

y el gallo de la aurora,

si quiere. ¿La reventa

la hacen los curas? ¡Claro!

¡¡¡Sambenitón, despierta!!!

V

   Con esta bendita fiebre

la luna empieza a tocar

su pandereta; y danzar

quiere, a la luna, la liebre.

De encinar en encinar

saltan la alondra y el día.

En la mañana serena

hay un latir de jauría,

que por los montes resuena.

Duerme. ¡Alegría! ¡Alegría!

VI

   Junto al agua fría,

en la senda clara,

sombra dará algún día

ese arbolillo en que nadie repara.

Un fuste blanco y cuatro verdes hojas

que, por abril, le cuelga primavera,

y arrastra el viento de noviembre, rojas.

Su fruto, sólo un niño lo mordiera.

Su flor, nadie la vió. ¿Cuándo florece?

Ese arbolillo crece

no más que para el ave de una cita,

que es alma -canto y plumas- de un instante,

un pajarillo azul y petulante

que a la hora de la tarde lo visita.

VII

   ¡Qué fácil es volar, qué fácil es!

Todo consiste en no dejar que el suelo

se acerque a nuestros pies.

Valiente hazaña, ¡el vuelo!, ¡el vuelo!, ¡el vuelo!

VIII

   ¡Volar sin alas donde todo es cielo!

Anota este jocundo

pensamiento: Parar, parar el mundo

entre las puntas de los pies,

y luego darle cuerda del revés,

para verlo girar en el vacío,

coloradito y frío,

y callado -no hay música sin viento-.

¡Claro, claro! ¡Poeta y cornetín

son de tan corto aliento!...

Sólo el silencio y Dios cantan sin fin.

IX

   Pero caer de cabeza,

en esta noche sin luna,

en medio de esta maleza,

junto a la negra laguna...


   -¿Tú eres Caronte, el fúnebre barquero?

Esa barba limosa...

-¿Y tú, bergante?

-Un fúnebre aspirante

de tu negra barcaza a pasajero,

que al lago irrebogable se aproxima.

-¿Razón?

-La ignoro. Ahorcóme un peluquero.

-(Todos pierden memoria en este clima.)

-¿Delito?

-No recuerdo.

-¿Ida, no más?

-¿Hay vuelta?

-Sí.

-Pues ida y vuelta, ¡claro!

-Sí, claro... y no tan claro: eso es muy caro.

Aguarda un momentín, y embarcarás.

X

   ¡Bajar a los infiernos como el Dante!

¡Llevar por compañero

a un poeta con nombre de lucero!

¡Y este fulgor violeta en el diamante!

Dejad toda esperanza... Usted, primero.

¡Oh, nunca, nunca, nunca! Usted delante.


   Palacios de mármol, jardín con cipreses,

naranjos redondos y palmas esbeltas.

Vueltas y revueltas,

eses y más eses.

«Calle del Recuerdo». Ya otra vez pasamos

por ella. «Glorieta de la Blanca Sor».

«Puerta de la luna». Por aquí ya entramos.

«Calle del Olvido». Pero ¿adónde vamos

por estas malditas andurrias, señor?

   -Pronto te cansas, poeta.

-«Travesía del Amor»...

¡y otra vez la «Plazoleta

del Desengaño Mayor!»...

XI

   -Es ella... Triste y severa.

Di, más bien, indiferente

como figura de cera.


   -Es ella... Mira y no mira.

-Pon el oído en su pecho

y, luego, dile: respira.


   -No alcanzo hasta el mirador.

-Háblale.

-Si tú quisieras...

-Más alto.

-Darme esa flor.

¿No me respondes, bien mío?

¡Nada, nada!

Cuajadita con el frío

se quedó en la madrugada.

XII

   ¡Oh, claro, claro, claro!

Amor siempre se hiela.

¡Y en esa «Calle Larga»

con reja, reja y reja,

cien veces, platicando

con cien galanes, ella!

¡Oh, claro, claro, claro!

Amor es calle entera,

con celos, celosías,

canciones a las puertas...

Yo traigo un do de pecho

guardado en la cartera.

¿Qué te parece?

-Guarda.

Hoy cantan las estrellas,

y nada más.

-¿Nos vamos?

-Tira por esa calleja.

-Pero ¿otra vez empezamos?

«Plaza Donde Hila la Vieja».

Tiene esta plaza un relente...

¿Seguimos?

-Aguarda un poco.

Aquí vive un cura loco

por un lindo adolescente.

Y aquí pena arrepentido,

oyendo siempre tronar,

y viendo serpentear

el rayo que lo ha fundido.

«Calle de la Triste Alcuza».

-Un barrio feo. Gentuza.

¡Alto!... «Pretil del Valiente».

-Pregunta en el tres.

-¿Manola?

-Aquí. Pero duerme sola:

está de cuerpo presente.

¡Claro, claro! Y siempre clara,

le da la luna en la cara.

-¿Rezamos?

-No. Vamonós.

Si la madeja enredamos

con esta fiebre, ¡por Dios!,

ya nunca la devanamos.

... Sí, cuatro igual dos y dos.


(CANCIONES A GUIOMAR)

I

   No sabía

si era un limón amarillo

lo que tu mano tenía,

o el hilo de un claro día,

Guiomar, en dorado ovillo.

Tu boca me sonreía.

   Yo pregunté: ¿Qué me ofreces?

¿Tiempo en fruto, que tu mano

eligió entre madureces

de tu huerta?

   ¿Tiempo vano

de una bella tarde yerta?

¿Dorada ausencia encantada?

¿Copia en el agua dormida?

¿De monte en monte encendida,

la alborada

verdadera?

¿Rompe en sus turbios espejos

amor la devanadera

de sus crepúsculos viejos?


II

   En un jardín te he soñado,

alto, Guiomar, sobre el río,

jardín de un tiempo cerrado

con verjas de hierro frío.

   Un ave insólita canta

en el almez, dulcemente,

junto al agua viva y santa,

toda sed y toda fuente.

   En ese jardín, Guiomar,

el mutuo jardín que inventan

dos corazones al par,

se funden y complementan

nuestras horas. Los racimos

de un sueño -juntos estamos-

en limpia copa exprimimos,

y el doble cuento olvidamos.

   (Uno: Mujer y varón,

aunque gacela y león,

llegan juntos a beber.

El otro: No puede ser

amor de tanta fortuna:

dos soledades en una,

ni aun de varón y mujer).

* * *

   Por ti la mar ensaya olas y espumas,

y el irás, sobre el monte, otros colores,

y el faisán de la aurora canto y plumas,

y el buho de Minerva ojos mayores.

Por ti, ¡oh, Guiomar!...


III

Tu poeta

piensa en ti. La lejanía

es de limón y violeta,

verde el campo todavía.

Conmigo vienes, Guiomar;

nos sorbe la serranía.

De encinar en encinar

se va fatigando el día.

El tren devora y devora

día y riel. La retama

pasa en sombra; se desdora

el oro de Guadarrama.

Porque una diosa y su amante

huyen juntos, jadeante,

los sigue la luna llena.

El tren se esconde y resuena

dentro de un monte gigante.

Campos yermos, cielo alto.

Tras los montes de granito

y otros montes de basalto,

ya es la mar y el infinito.

Juntos vamos; libres somos.

Aunque el Dios, como en el cuento

fiero rey, cabalgue a lomos

del mejor corcel del viento,

aunque nos jure, violento,

su venganza,

aunque ensille el pensamiento,

libre amor, nadie lo alcanza.

* * *

   Hoy te escribo en mi celda de viajero,

a la hora de una cita imaginaria.

Rompe el iris al aire el aguacero,

y al monte su tristeza planetaria.

Sol y campanas en la vieja torre.

¡Oh, tarde viva y quieta

que opuso al panta rhei su nada corre,

tarde niña que amaba tu poeta!

¡Y día adolescente

-ojos claros y músculos morenos-,

cuando pensaste a Amor, junto a la fuente,

besar tus labios y apresar tus senos!

Todo a esta luz de Abril se transparenta;

todo en el hoy de ayer, el Todavía

que en sus maduras horas

el tiempo canta y cuenta,

se funde en una sola melodía,

que es un coro de tardes y de auroras.

A ti, Guiomar, esta nostalgia mía.


OTRAS CANCIONES A GUIOMAR

(A LA MANERA DE ABEL MARTÍN Y DE JUAN
DE MAIRENA)

I

   ¡Sólo tu figura,

como una centella blanca,

en mi noche obscura!

* * *

   ¡Y en la tersa arena,

cerca de la mar,

tu carne rosa y morena,

súbitamente, Guiomar!

* * *

   En el gris del muro,

cárcel y aposento,

y en un paisaje futuro

con sólo tu voz y el viento;

* * *

   en el nácar frío

de tu zarcillo en mi boca,

Guiomar, y en el calofrío

de una amanecida loca;

* * *

   asomada al malecón

que bate la mar de un sueño,

y bajo el arco del ceño

de mi vigilia, a traición,

¡siempre tú!

Guiomar, Guiomar,

mírame en ti castigado:

reo de haberte creado,

ya no te puedo olvidar.


II

   Todo amor es fantasía;

él inventa el año, el día,

la hora y su melodía;

inventa el amante y, más,

la amada. No prueba nada,

contra el amor, que la amada

no haya existido jamás.


III

   Escribiré en tu abanico:

te quiero para olvidarte,

para quererte te olvido.


IV

   Te abanicarás

con un madrigal que diga:

en amor el olvido pone la sal.


V

   Te pintaré solitaria

en la urna imaginaria

de un daguerrotipo viejo,

o en el fondo de un espejo,

viva y quieta,

olvidando a tu poeta.


VI

   Y te enviaré mi canción:

«Se canta lo que se pierde»,

con un papagayo verde

que la diga en tu balcón.


VII

   Que apenas si de amor el ascua humea

sabe el poeta que la voz engola

y, barato cantor, se pavonea

con su pesar o enluta su viola;

y que si amor da su destello, sola

la pura estrofa suena,

fuente de monte, anónima y serena.

Bajo el azul olvido, nada canta,

ni tu nombre ni el mío, el agua santa.

Sombra no tiene de su turbia escoria

limpio metal; el verso del poeta

lleva el ansia de amor que lo engendrara

como lleva el diamante sin memoria

-frío diamante- el fuego del planeta

trocado en luz, en una joya clara...


VIII

   Abre el rosal de la carroña horrible

su olvido en flor, y extraña mariposa,

jalde y carmín, de vuelo imprevisible,

salir se ve del fondo de una fosa.

Con el terror de víbora encelada,

junto al lagarto frío,

con el absorto sapo en la azulada

libélula que vuela sobre el río,

con los montes de plomo y de ceniza,

sobre los rubios agros

que el sol de mayo hechiza,

se ha abierto un abanico de milagros

-el ángel del poema lo ha querido-

en la mano creadora del olvido...

………..........................................


*

(MUERTE DE ABEL MARTÍN)

   Pensando que no veía

porque Dios no le miraba,

dijo Abel cuando moría:

Se acabó lo que se daba.


J. de Mairena: Epigramas.



I

   Los últimos vencejos revolean

en torno al campanario;

los niños gritan, saltan, se pelean.

En su rincón, Martín el solitario.

¡La tarde, casi noche, polvorienta,

la algazara infantil, y el vocerío,

a la par, de sus doce en sus cincuenta!


   ¡Oh alma plena y espíritu vacío,

ante la turbia hoguera

con llama restallante de raíces,

fogata de frontera

que ilumina las hondas cicatrices!


   Quien se vive se pierde, Abel decía.

¡Oh, distancia, distancia!, que la estrella

que nadie toca, guía.

¿Quién navegó sin ella?

Distancia para el ojo -¡oh lueñe nave!-,

ausencia al corazón empedernido,

y bálsamo suave

con la miel del amor, sagrado olvido.

¡Oh gran saber del cero, del maduro

fruto sabor que sólo el hombre gusta,

agua de sueño, manantial oscuro,

sombra divina de la mano augusta!

Antes me llegue, si me llega, el Día,

la luz que ve, increada,

ahógame esta mala gritería,

Señor, con las esencias de tu Nada.


II

   El ángel que sabía

su secreto salió a Martín al paso.

Martín le dió el dinero que tenía.

¿Piedad? Tal vez. ¿Miedo al chantage? Acaso.

Aquella noche fría

supo Martín de soledad; pensaba

que Dios no le veía,

y en su mudo desierto caminaba.


III

   Y vió la musa esquiva,

de pie junto a su lecho, la enlutada,

la dama de sus calles, fugitiva,

la imposible al amor y siempre amada.

Díjole Abel: Señora,

por ansia de tu cara descubierta,

he pensado vivir hacia la aurora

hasta sentir mi sangre casi yerta.

Hoy sé que no eres tú quien yo creía;

mas te quiero mirar y agradecerte

lo mucho que me hiciste compañía

con tu frío desdén.

Quiso la muerte

sonreír a Martín, y no sabía.


IV

   Viví, dormí, soñé y hasta he creado

-pensó Martín, ya turbia la pupila-

un hombre que vigila

el sueño, algo mejor que lo soñado.

Mas si un igual destino

aguarda al soñador y al vigilante,

a quien trazó caminos,

y a quien siguió caminos, jadeante,

al fin, sólo es creación tu pura nada,

tu sombra de gigante,

el divino cegar de tu mirada.


V

   Y sucedió a la angustia la fatiga,

que siente su esperar desesperado,

la sed que el agua clara no mitiga,

la amargura del tiempo envenenado.

¡Esta lira de muerte!

Abel palpaba

su cuerpo enflaquecido.

¿El que todo lo ve no le miraba?

¡Y esta pereza, sangre del olvido!

¡Oh, sálvame, Señor!

Su vida entera,

su historia irremediable aparecía

escrita en blanda cera.

¿Y ha de borrarte el sol del nuevo día?

Abel tendió su mano

hacia la luz bermeja

de una caliente aurora de verano,

ya en el balcón de su morada vieja.

Ciego, pidió la luz que no veía.

Luego llevó, sereno,

el limpio vaso, hasta su boca fría,

de pura sombra -¡oh, pura sombra!- lleno.


- CLXXVI -

(OTRO CLIMA)

   ¡Oh cámaras del tiempo y galerías

del alma ¡tan desnudas!,

dijo el poeta. De los claros días

pasan las sombras mudas.

Se apaga el canto de las viejas horas

cual rezo de alegrías enclaustradas;

el tiempo lleva un desfilar de auroras

con séquito de estrellas empañadas.

¿Un mundo muere? ¿Nace

un mundo? ¿En la marina

panza del globo hace

nueva nave su estela diamantina?

¿Quillas al sol la vieja flota yace?

¿Es el mundo nacido en el pecado,

el mundo del trabajo y la fatiga?

¿Un mundo nuevo para ser salvado

otra vez? ¡Otra vez! Que Dios lo diga.

Calló el poeta, el hombre solitario,

porque un aire de cielo aterecido

le amortecía el fino estradivario.

Sangrábale el oído.

Desde la cumbre vió el desierto llano

con sombras de gigantes con escudos,

y en el verde fragor del océano

torsos de esclavos jadear desnudos.

Y un nihil de fuego escrito

tras de la selva huraña,

en áspero granito,

y el rayo de un camino en la montaña...