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La isla posible

Congreso de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos

[13]

La Isla posible



                                                    Todas las islas del mar las hizo el viento,           
Pero aquí, el coronado, el viento vivo, el primero,
Fundó su casa, cerró las alas. Vivió...
Pablo Neruda

     A fines de marzo de 1998 se reunió en la Isla de Tabarca (Alicante) el III Congreso de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos. La sede singular del encuentro fue una pequeña isla situada frente a la costa alicantina, a media hora marítima desde Santa Pola y a una hora desde Alicante, en los barquitos habituales. La islita, fortificada parcialmente en el siglo XVIII, tiene un pequeño pueblo con graves deterioros urbanos y una amenaza especulativa actual que no hace otra cosa que degradarla. Un poblamiento en el XVIII, procedente de otra isla llamada Tabarka en Túnez, dejó en la Tabarca alicantina una estela de tunecino-genoveses que llegaron buscando aguas más tranquilas (1). El espacio es de un kilómetro y ochocientos por trescientos metros en sus lugares más anchos.

     Nosotros, a lo largo del año 1997, estuvimos buscando en la tranquilidad de la Isla la posibilidad de reunir un Congreso que acogiera a los integrantes de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos: un centenar de personas aproximadamente que, por entonces, respondía a la casi totalidad de profesores e investigadores sobre la América Literaria que había en las universidades españolas, junto a algunos de procedencia europea y latinoamericana. [14]

     En reuniones previas (con el entonces Presidente de la Asociación y con el Secretario de la misma, los profesores Teodosio Fernández y Francisco Tovar; y con Sonia Mattalía, de la Comisión Directiva), acordamos la reunión en Tabarca y el título de la convocatoria, que surgió como una broma: más de uno nos había dicho en los meses anteriores que era imposible reunir cómodamente un congreso en aquel espacio, cuya infraestructura inicial era un pequeño hotel donde no podían alojarse ni la cuarta parte de los asistentes. «La isla posible» significó, sobre todo inicialmente, eso: se alquilaron casas, restaurantes e, incluso, se obtuvo autorización del Obispado para reunir en la Iglesia -una de las raras iglesias de arquitectura militar y fortificada de la Comunidad- las sesiones plenarias, desestimándose esta posibilidad cuando nos dimos cuenta del riesgo que suponían para la supervivencia de los todavía escasos hispanoamericanistas españoles unos tejados y una estructura gravemente deteriorados. Un accidente podía hacer más daño al hispanoamericanismo español que el que le hicieran en el pasado algunos maestros y similares que no vamos a nombrar.

     El motivo de «la isla posible» sirvió también para muchas cosas en aquel 1998. Al año hispanoamericanista le suponíamos innumerables redundancias: Filipinas y, sobre todo, Cuba iban a ser producto de una reflexión acompañada por Congresos varios en los que «el 98» sería el motivo dominante. Partir de las islas en las que terminó un imperio nos podía permitir abrir el motivo a todos los sueños literarios que, en la tradición hispanoamericana, se habían nutrido de islas y, a partir de ellas, podíamos abrir el congreso además a símbolos correlativos que permitieran que, quien no tuviese una isla a mano, participase metaforizando su intervención en la isla-ciudad, la isla-eros, la isla-utopía, el símbolo de la Última Thule, la isla-salvación... o cualquier transformación simbólica que fuese posible. Hubo hasta quien pretendió hablar del Padre Isla y la persecución del Fray Gerundio en América, pero el Comité Científico desestimó su engañosa propuesta.

     El resultado de aquel encuentro es el que el lector tiene en sus manos: las más de sesenta ponencias que allí se leyeron a lo largo de tres apretados días, que fueron auspiciados por la Consellería de Cultura de la Generalitat Valenciana, el Ministerio de Educación y Ciencia, el Ayuntamiento de Alicante, la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM), que volcó generosa contribución, la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos y, por supuesto, la Universidad de Alicante, que aportó además un seguimiento por Internet de las sesiones con imágenes y extractos diarios de las mismas.

     Fue una experiencia para todos y no vamos a reflexionar en esta nota introductoria sobre el conjunto de islas, obras, símbolos y metáforas que construyen en las páginas que siguen una nueva inmersión en un tema universal: Ítaca, la Atlántida, la Utopía... son símbolos mayores de nuestra cultura, entrelazada también a relatos como los de Las afortunadas de Herman Melville, La isla del tesoro de Stevenson, o el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, por citar tres ejemplos paradigmáticos. Las «islas de tierra firme» americanas son aquí un recorrido en el que era inevitable el peso de Cuba y sus escritores insulares, Puerto Rico y sus representaciones históricas y literarias, Haití, o las islas nerudianas, desde Capri a la falsa Isla Negra; junto a poetas-islas, ciudades-islas, ínsulas sagradas, o la misma revista española Ínsula que también cabía en la reflexión.

     Ofrecemos por tanto una guía de recursos y autores sobre la insularidad en la literatura hispanoamericana, que tiene el valor de identificar un espacio desde el que es posible reflexionar sobre el argumento. Nuestra pequeña isla mediterránea fue la oferta. Si se [15] hubiera planteado la reflexión desde un lugar de la meseta castellana, o desde las cumbres del macizo central, o desde los valles pirenaicos... seguramente no habría sido lo mismo. Habría faltado ese aliento en el que la ponencia se junta con el vuelo de las gaviotas, o con la llegada de un barco a un pequeño puerto, o con un recorrido amaneciente hacia ese cementerio marino que está en una esquina de la isla. Habrían faltado aquellas sensaciones que hacen de la isla un lugar imprescindible para hablar de la literatura sobre las mismas. Aunque estas sensaciones no se reflejen en la prosa académica de un congreso, nosotros queremos pensar que, de forma indeleble, quedan en la memoria no académica de los congresistas.

Carmen Alemany Bay - Remedios Mataix Azuar - José Carlos Rovira

Primavera de 2000. [16] [17]





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Las ínsulas de «tierra firme» de la narrativa hispanoamericana: entre la memoria y la esperanza

Fernando Ainsa

UNESCO

     Empecemos por una pregunta elemental: ¿Qué es una isla? «Una porción de tierra rodeada de agua por todas partes», nos dice la respuesta escolar del manual de geografía. Esta simple definición es ratificada por la unívoca etimología de la palabra isla en un número significativo de lenguas. Isla proviene del término latino ínsula. De ahí derivan isla, islote, la ínsula en su forma cultista para la lengua española; la île, el ilot, la «isle» clásica para la lengua francesa; island y la metafórica «isle» para el inglés; la Insel del alemán; la ilha del portugués, la isola del italiano y la «ischia» del italiano meridional. Tiene idéntica etimología la iscla del occitano y la illa del catalán. También la íscola de Peñíscola, la «peña-isla» de la geografía valenciana.

     Sin embargo, la primera acepción de la palabra isla se complica de inmediato cuando se quiere precisar cuál es la dimensión representativa de la condición insular. Aparecen entonces las variantes geográficas de los islotes, las islas situadas en ríos y lagos, las más ambiguas «islas flotantes» (2) y los «islarios» (3); los archipiélagos y los istmos que se prolongan y se transforman en islas. También surge la figura de la «isla-nación», como Inglaterra o Madagascar, variados y complejos archipiélagos sutilmente interconectados [18] como Japón o las «islas-ciudades» de Amsterdam y Venecia. Por último, están las islas-continente, al modo de Australia y -tal como analizaremos en este trabajo- el propio continente americano, cuya separación geográfica, gracias al corte topológico del hemisferio situado entre los océanos Atlántico y Pacífico, fuera hasta 1492 garantía de su condición «inédita» para el resto del mundo y, posteriormente, pretexto para hacer de América el espacio «insular» privilegiado de la utopía.

     Esta variedad de «islas posibles», es aún mayor si tenemos en cuenta que la palabra isla tiene una segunda acepción que, no por menos recordada, es menos importante. La ínsula latina significa también islote urbano, esa ciudad amurallada y rodeada por el foso de agua que la «aísla», isla aislada que encarna la tautología semántica de la insularidad. Sobre esta acepción se edifica la noción de la «isla de tierra firme», sobre la que está centrada la segunda parte de este trabajo, y cuya significación literaria no dejaremos de subrayar al final del mismo.

     Vayamos, pues, por partes.



El arquetipo del topos insular

     Las diferencias en la dimensión geográfica de lo que puede considerarse isla -del islote a la «isla-continente»- no han sido óbice para que el arquetipo del topos insular desde tiempos inmemoriales fuera la sugerente fuente de inspiración de variadas connotaciones míticas, psicológicas y literarias. En efecto -y pese a que los viajes aéreos han indiferenciado el espacio insular y que el rito del pasaje marítimo que caracterizaba su ingreso desde la antigüedad ha perdido intensidad- el imaginario mantiene su significación simbólica, especialmente en aquellas islas que por su dimensión permiten una apropiación sensible. Porque islas-naciones como Japón o Inglaterra, por muy poderosas e influyentes que sean, no forman parte del mundo simbólico que invade nuestros sueños. En El hombre que amaba las islas (1928), D. H. Lawrence nos lo dice con palabras sencillas: «Una isla, si es suficientemente grande, no es mejor que un continente. En realidad debe ser bastante pequeña para sentirse como una isla y diminuta para que se adapte perfectamente a tu propia personalidad» (4).

     En efecto, la isla, cuando es pequeña, da la sensación de un espacio finito y descriptible que se puede percibir, recorrer y medir en forma individual, lo que permite su apropiación no sólo visual, sino personalizada. De ahí esa sensación de pertenencia y de espacio cerrado que invita a la exhaustividad, tanto por su exigüidad como por su autonomía; de ahí el sueño de la isla propia, la vocación «robinsoniana» que subyace en todo individuo.

     Cada pequeña isla tiene su propio trazado, su geografía y su espacio interior y en su costa sinuosa se dibujan playas donde «el mar abraza la tierra», al decir metafórico de Lamartine en su poema Ischia: «el océano enamorado de esas orillas tranquilas», «apretando en sus brazos esos golfos y esas islas». Pero todas ellas tienen la peculiaridad de ser intensas y originales, rasgos que se han ido precisando desde el pensamiento y la literatura clásica hasta nuestros días, símbolos que superviven incluso en los tópicos del paraíso insular ad usum turisti, cuya promoción inicia en plena era victoriana la agencia [19] de viajes Thomas Cook y que subyace en la propaganda subliminal que invita a visitarlas.

     El arquetipo de la isla de dimensión apropiable, cuando no su estereotipo, esconde en su perímetro los espacios de abrigo que la protegen de los temporales: bahías y ensenadas de aguas calmas, puertos cerrados sobre su propio territorio, atolones de formas anulares con sus lagunas interiores de aguas cristalinas, ensalzado como espacio paradisíaco, donde se reconoce el «jardín del Edén», como el que nos describió Cristóbal Colón al desembarcar en las islas del Caribe.

     Nada de esto es nuevo. De acuerdo a los míticos relatos cosmológicos sobre el origen de las islas que recoge el Diccionario científico de Trévoux de 1752, «Multitudes de islas nacientes» surgieron en los mares de la «región de las tempestades» como «osamentas y nervios de la tierra», levantando sobre «las olas irritadas» sus «cabezas negras coronadas de plantas exóticas» (5). Píndaro reitera esta idea de la autogénesis de la isla al definirla como «una tierra construida por oleadas de mareas».

     La Grecia de Homero, gracias a los viajes de Ulises entre las islas del Mediterráneo, funda el imaginario insular como símbolo y universo concentrado, microcosmos cuyo carácter secreto y replegado sobre sí mismo no sería otro que la expresión de una condición esencialmente femenina. En efecto, no sólo isla es palabra femenina y símbolo de feminidad y fertilidad en latín y en las lenguas derivadas, sino que la mayoría de las islas homéricas tienen seductores nombres de mujeres. Entre otras, la isla-refugio (la cueva de la matriz femenina) donde vive la maga Circe, la isla-hogar de Ítaca donde Penélope teje los recuerdos de su esposo ausente, las islas Lípari donde moran las sirenas que atraen a sus orillas a los navegantes, islas -en resumen- que, con sus forestas umbrías, húmedas y perfumadas nos recuerdan los secretos del cuerpo de la mujer con el cual el motivo de la isla siempre se asocia. ¿No dice, acaso, la publicidad de los perfumes Guy Laroche, que «La femme est une île, la nuit fait vibrer son parfum» y que «Fidji est son parfum», Fidji, la evocadora isla de la Polinesia?

     Fundada la mitología insular en la Grecia clásica es a partir del siglo XIII cuando, en realidad, se generaliza la creencia popular de que las maravillas más espectaculares y las tierras más exóticas están en islas misteriosas y lejanas. Los mitos celtas pueblan el océano Atlántico con «islas deliciosas» como Avalón, isla vinculada a la gesta del Rey Arturo y a la leyenda del Santo Grial, con Antilia que luego daría su nombre a las Antillas del Caribe, con Brazi que lo daría a Brasil, con la Isla verde, tierra de «santos y afortunados» que recoge la tradición islámica recapitulada por Alí Ibn Fazel, con la isla No-Encontrada donde, de acuerdo con las leyendas, estaría situado el Paraíso. En la isla emblemática de la mitología celta, la isla de San Brandán, «los prados son verdaderos jardines, floridos con perenne hermosura -como en santas moradas, las flores exhalan dulces fragancias- con árboles espléndidos, preciosas flores y frutas de deliciosos perfumes» (6). Un imaginario que se reconocerá en el Nuevo Mundo.

     La popularidad de las islas maravillosas se generaliza con las novelas de caballería. En Las Sergas de Esplandián, las Amazonas que Colón creerá reconocer en América, viven en la isla de Calafia, cerca del jardín del Edén. En el océano Tenebroso, en ese «mar [20] brumoso» situado más allá de las columnas de Hércules, están también las islas de Las Siete Ciudades donde se han refugiado los obispos cristianos de Porto huyendo de la invasión árabe en España.

     La isla medieval es también la isla de Montsalvat, de connotaciones espirituales y esotéricas, representada como una montaña que emerge en medio del mar y a la que ningún mortal tiene acceso. En ella se inspira Dante para crear su isla-Purgatorio. La montaña boscosa de Dante sustituye el desierto, el que fuera lugar por excelencia de la penitencia y la purga de la tradición bíblica. Pero además integra el «motivo del bosque» como espacio de iniciación y prueba que pone en boga la tradición celta y la literatura de caballería, al que le añade el topos de la isla. La isla se transforma, así, de espacio de maravilla o descubrimiento en espacio de purificación y de conversión interior. La isla del purgatorio, si bien está situada en las antípodas de Jerusalén en el medio del océano Atlántico del hemisferio austral, no es una isla oclusiva, cerrada. Por el contrario, está abierta hacia lo alto de la montaña que la corona, su cima comunica con el espacio superior del paraíso. Es una isla activa que no invita a la satisfecha pereza del Edén, sino al escalamiento y a una progresiva ascesis que transforma, purifica y «convierte» al que va remontando la espiral que la circunda.

     No es extraño, entonces, que cuando en Les Immémoriaux de Victor Segalen se pregunte «¿qué es una isla?», se responda aludiendo a su dimensión espiritual y se la represente como un espacio rocoso defendido por acantilados y por «una cintura de plegarias». Porque estas islas espirituales son también «las islas que esperan», evocadas por el profeta Isaías en el Antiguo Testamento (Isaías 51, 5), las «Ínsulas extrañas» a las que alude San Juan de la Cruz y parte del peregrinaje de la novela bizantina Los trabajos de Persiles y Segismunda de Miguel de Cervantes. En esta perspectiva místico-ascética la isla El Ribat, el monasterio guerrero islámico de la Edad Media, situado en una isla, que afirma su espiritualidad gracias a esa doble lucha de preservación de su condición insular y ciudadana: por un lado interior, contra sus deseos; exterior, contra los enemigos de la fe (7).

     La isla puede ser también -y no hay que olvidarlo- espacio oclusivo, carceral, cuando no infernal, pervertido por la locura, negación de toda felicidad posible. Desde la mitología griega y latina el topos de la isla bienaventurada se contrapone al de la isla maldita, ámbito cerrado donde la maldad se explaya. En La Eneida, Virgilio sitúa en las islas Estrófagas a las Arpías, ese animal extraño que encarna las fuerzas femeninas malignas y destructoras, esos seres que continuamente segregan «inmundicias» de sus cuerpos. La isla infernal puede ser también L'île des Hermaphrodites, donde se condensan las corrupciones y perversiones de la corte de Enrique III a través de la sátira de Artus Tomas, la isla de Houynhnms que habitan los horribles «yahoos» de Los viajes de Gulliver de Johnathan Swift, el «país de los Cafres» de Aline et Valcour del Marqués de Sade, la Isla de los Pingüinos de la alegoría de Anatole France.

     Pero también hay islas reales que son espacios carcelarios con su doble protección de muros y de agua, como el presidio de Alcatraz en la bahía de San Francisco, la penitenciaria [21] de «la isla del diablo», de donde se evade «Papillon» en la Guayana francesa, la isla de Santa Elena y la isla de Elba del ciclo napoleónico. En los cosmos miniaturizados de las islas regidos por leyes dictatoriales surge, así, la «isla laboratorio» de las experiencias científicas pesadillescas de La isla del Dr. Moreau de H. G. Wells o se instala la cruel auto-gestión de los niños de El señor de las moscas de William Goldwing. En ese espacio cortado del mundo pueden surgir las ambiguas islas de sueños fabricados a la merced de las mareas oceánicas como la de La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares o la pura aventura de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, el gran explorador y narrador de «las islas de los Mares del Sur».

     La dimensión paradisíaca o infernal, simbólica o espiritual de la isla no es privilegio de la cultura occidental que se proyectará en América en el momento del descubrimiento y la conquista. Puede también ser rastreada en el pensamiento oriental, donde tal vez la etimología más seductora de la palabra isla sea la de la apelación de origen sánscrito que le dan los brahmanes del sur de la India: «Langka», que deriva de «laka» que significa obtener. La isla de la doctrina hindú es, entonces, el lugar donde se obtiene y se logra la felicidad. Esa «isla esencial» es dorada y redonda y en su centro se eleva un palacio, en cuyo centro, a su vez, hay un recinto donde está el trono de la Magna Mater. La isla como centro, omphalos del mundo, reaparece en la noción del paraíso budista del imaginario japonés. Por ello, no es extraño que Ernst Jung, recogiendo la tradición hindú donde la isla es concebida como el punto de fuerza metafísico en el cual se condensan las fuerzas de la «inmensa ilógica del océano», hace de la isla el refugio contra el amenazador asalto del mar del inconsciente, es decir, la síntesis de la conciencia y la voluntad.

     Tras este rápido panorama sobre los diversos sentidos que tiene lo insular, resulta evidente que el topos de la isla está uncido al carrousel de la hermenéutica de temas, motivos y arquetipos de la historia del arte y la literatura y se transmite en las imágenes del imaginario colectivo con que su variada representación se asocia. La isla es, por lo tanto, espacio paradisíaco, locus amoenus por excelencia que ilustran mapas medievales, textos de poetas, viajeros y cronistas, pintores del arte visionario y constructores de utopías varias, desde la isla de la Utopía (1516) de Tomás Moro, La cittá del sole de Campanella y la Nueva Atlántida de Bacon. Islas del ensueño y de la memoria que condensan los arquetipos de la felicidad, islas opresivas y carcelarias, «isla-tema» verdadero hilo conductor del botín artístico, literario y pictórico acumulado por la cartografía imaginaria y real en que se representa la constante del espacio isleño.



Las islas del Nuevo Mundo

     El azar quiso que los primeros territorios del Nuevo Mundo abordados por Cristóbal Colón en 1492, buscando otra isla legendaria -Cipango- fueran también islas, islas de naturaleza edénica donde vivían «seres primitivos» en «estado puro». Colón es, pues, el símbolo paradigmático de la utopía geográfica, el expedicionario que aborda una América «inédita» y primordial y donde, al mismo tiempo que la descubre, objetiva en su territorio mitos del imaginario colectivo clásico y medieval: el Edén, el Jardín de las Hespérides, la Edad de Oro y el país de Jauja, cantado por el poema anónimo sobre la «Isla de la Chacona»: «Es el caso que un navío / del general don Fernando, / ha descubierto una isla / cuyos grandiosos espacios / o son jardines de Venus, / o son pensiles de Baco; / allí es [22] todo pasatiempos, / salud, contento y regalos / alegría y regocijos, / placeres, gozos y aplausos./ Vívese allí comunmente / lo menos seiscientos años / sin hacerse jamás viejos, / y mueren de risa al cabo» (8). Esta isla de Jauja, isla pagana por excelencia del imaginario popular hispánico, será buscada no sólo en los mares, sino en la misma «tierra firme» del Nuevo Mundo. De ella quedará hasta la toponimia de la región de Jauja en el Perú.

     Islas pequeñas «apropiables» a la dimensión del tópico insular forjado a través de los siglos, pero también islas a la dimensión de un continente, como la Atlántida -el «continente perdido» cuya «historia maravillosa y llena de verdad» es contada por Platón en los diálogos de Timeo y de Critias- que se cree reconocer en el Reino del Perú. Para probarlo, Pedro Sarmiento de Gamboa en la Historia de los Incas, publicada en Cuzco en 1572, explica cómo la tierra que «antiguamente, en la primera y segunda edad, se lee haber habido en el mundo, fue divisa en cinco partes». De esas partes se conocían Asia, África y Europa y se suponía la existencia de una cuarta -Catígara- situada en el Mar Índico y separada de Asia por el estrecho de Malaca. La quinta era la isla Atlántica, «tan famosa como grande», cuyos pobladores «de su descripción pondré», ya que «ésta es la tierra, o a lo menos parte de ella, de estas Occidentales Indias de Castilla» (9). En los capítulos siguientes, Gamboa vincula la población del Perú con la del antiguo Egipto y la Grecia de la época de Ulises, quien se habría aventurado más allá del Mediterráneo en una expedición que «de isla en isla vino a dar a la tierra de Yucatán y Campeche, tierra de la Nueva España» (10). Como pruebas de lo afirmado, entre otras, compara la vestimenta de los yucatecas, túnicas blancas y sandalias, con la de los antiguos griegos.

     Isla-continente, continente aislado entre dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, América condensa desde su ingreso al imaginario occidental el topos de «la isla posible» -título de este Congreso- en varias dimensiones. No sólo las ya evocadas, sino en otra no menos sugerente: la de las «islas de tierra firme» que encierran sus selvas y montañas inaccesibles, la de los microcosmos de sus «pueblos-isla» de una geografía humana implantada con dificultad en los claros abiertos en la selva a golpe de machete y purificados por el fuego o en esas chatas casas de adobe, prolongación terrosa del suelo polvoriento en las pampas desoladas o edificadas en el altiplano de secos pedregales, cerradas defensivamente sobre sí mismas, refugios de vida arcádica con una vocación autárquica que intenta preservar la Edad de Oro del pasado frente a la Edad de Hierro que impera en el mundo externo.



Las «ínsulas de tierra firme»

     Para comprender el alcance de la original representatividad de estas «ínsulas de tierra firme» que pueden identificarse en el continente iberoamericano, hay que recordar -como señalábamos al principio- que la palabra isla tiene, más allá de la conocida acepción geográfica, «una porción de tierra rodeada de agua por todas partes», una segunda acepción: la del «islote urbano». [23]

     Desde la antigua polis griega ha existido una relación profunda entre la isla y la ciudad. Los relatos de fundación, entre míticos e históricos -Ktiseis- sobre el poblamiento de un lugar, los ritos y cultos que lo «fundan» son idénticos en la tradición griega, tanto para una isla como para una ciudad a la que se tiende siempre a «aislar» con murallas y fosos de agua. La propia ciudad de Atenas aspira ser una isla. «Una sola desventaja tiene Atenas» -afirma Pericles en el famoso discurso que inaugura su era- ya que «si con su superioridad marítima fuera una isla podría evitar toda represalia de sus enemigos mientras tuviera el imperio del mar» (11). Al no ser una isla, Pericles propone que se «olvide la tierra y el continente y Atenas se consagre al mar y a la ciudad» (I, 143,5).

     La insularidad política y simbólica de Atenas será, desde entonces, inseparable de su hegemonía marítima y asegurará su seguridad, valga la redundancia. Ambigüedad que se reitera al considerarse la península del Peloponeso como una isla, ya que Peloponeso no significa en griego otra cosa que la «isla de Pelops».

     Si una isla no existe, pues, se la «fabrica» a partir de la decisión de cortar el cordón umbilical que la une al continente. Herodoto cuenta cómo los Cinidienos empezaron a construir un canal, porque querían hacer de su país una isla. Siglos más tarde, la isla de Utopía de Tomás Moro es el resultado de la obra decidida por el rey Utopos de cortar el istmo de Abraxa de quince millas de largo que la une al continente. La primera utopía de la historia del género se funda, pues, en una isla que es el resultado de una voluntad de «insularidad» y no de un accidente natural de la geografía. Desde entonces las utopías tendrán por escenario privilegiado las islas y su vocación primordial será el «a(isla)miento» y la autarquía que se le adjudica como virtud de incontaminada pureza.

     Es esta voluntad de aislarse en forma deliberada la que explica la insularidad de tierra firme. Aquí el espacio no es un lugar geográfico natural, geométrico, homogéneo al que se puede reconocer en la realidad, sino un particular conglomerado de simbología mítica que ha buscado autonomizarse, al mismo tiempo que ha fundado otra realidad. Es ésta la tradición mítico-literaria que Mircea Eliade tipifica como la empresa del navegante que quiere alcanzar el punto sagrado donde se encuentra el templo o el centro a partir del cual se ordena en forma cosmogónica el mundo, espíritu fundacional que resume el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier al decir:

                Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. Él ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figura en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad. (12)           

     La condición de la isla de tierra firme empieza por esa ambición de la ciudad que cristaliza y resume el mundo. Todo proyecto de utopía en una isla supone esa misma vocación de poder omnisciente en los límites del espacio donde pretende edificarse el proyecto alternativo que propone. Un poder que puede ser modesto, como un Robinsón Crusoe [24] enfrentado a un mundo en el que tiene que supervivir y cuya mejor expresión literaria se da, no sólo en la obra de Daniel Defoe o en la de Michel Tournier en Viernes o los limbos del Pacífico, sino en la vida y en la obra de Horacio Quiroga. En la decisión voluntaria del autor de Los desterrados de abandonar la ciudad de Buenos Aires por la selva de las Misiones, hay un desafío consciente de asumir un destino «robinsoniano» que él mismo define como: «la aptitud de desenvolverse, con muy pocos pesos -y cuanto menos, mayor la competencia, desde luego- en un ambiente hostil» y del cual su mejor prueba son los relatos de Los desterrados. La regla de este desafío es la soledad del protagonista frente al medio, como la de un náufrago en una isla desierta.

     La construcción de la «isla propia», edificada a golpes de machete en el centro de la selva amazónica peruana, constituye también el empeño de Fushia en La casa verde de Mario Vargas Llosa. Como otros Robinsones, Fushia busca el refugio en una isla selvática porque huye de «soldados y guardias». La isla, «el mejor lugar que existe», representa la imagen ideal del paraíso. Está escondida en una laguna en el centro de la foresta, a la que sólo puede accederse a través de un caño en el que parece todo «girar en redondo», lo que implica la destrucción de las claves y los mapas que han hecho posible su acceso. Los mapas que se queman para cortarse del resto del mundo: «¿Te acuerdas cómo quemamos tus mapas -dijo Aquilino-. Pura basura, los que hacen mapas no saben que la Amazonia es como mujer caliente, no se está quieta. Aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles. Vaya tierra loca la que nos ha tocado, Fushia» (13).

     Los ejemplos literarios de este tipo de espacio «insularizado» abundan en otros textos de la ficción iberoamericana: el Rumí de El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, El Valle de la obra del brasileño Adonias Filho, el Comala de Pedro Páramo de Juan Rulfo, el espacio significado del sertón de la obra de João Guimarães Rosa, la «agria» Lancomilla y Millavoro de Zurzulita de Mariano Latorre. A estos centros insulares ordenadores de la narrativa y del mundo, pueden añadirse la Santa María de la obra de Juan Carlos Onetti, Chimá en la de Manuel Zapata Olivella, Areguá en la de Gabriel Casaccia. Pero tal vez, el más emblemático y recurrido por la crítica sea el pueblo de Macondo de la obra de Gabriel García Márquez.

     Cuando José Arcadio Buendía grita: «¡Carajo! ¡Macondo está rodeado de agua por todas partes!», la imagen del pueblo-isla brota naturalmente de las páginas de Cien años de soledad. No se trata de que José Arcadio reconstruya arbitrariamente un mapa, «exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, como para castigarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar», sino que la representación de la isla nace versus la del continente. Para percibir el alcance de esta antinomia, hay que recordar que:

                Para los primeros navegantes, continentes eran sólo aquellas tierras del orbis terrarum: Europa y el Mediterráneo. Continente tenía entonces una acepción cultural e histórica, no geográfica. El Macondo insular no pertenece, pues, a Occidente; no es parte del mundo europeo, sino un lugar aislado, incapacitado de alcanzar el progreso que viene del Norte, donde hay tranvías, correo y máquinas. (14) [25]           

     La fundación de Macondo es casi religiosa, como corresponde a la magia que se desprende de las revelaciones en los sueños sobre islas. Al modo del Génesis, es decir, una vez creado y bautizado el contorno, la gran empresa en procura del Paraíso perdido, el fervor edénico, la búsqueda del oro o de la Edad de Oro y los sueños del camino hacia la utopía parecen detenerse y concentrarse en la posible realidad de un pueblo donde todas esas metas ya se han alcanzado. Macondo es el universo como síntesis, donde se da una particular concentración de la visión narrativa que se traduce en modos de intensificación sutilmente diversificados. Como en toda isla, los límites de Macondo son precisos y están bien definidos. Fuera del poblado se siente la presencia de lo incomprensible o peligroso para la vida comunitaria instaurada. La naturaleza circundante se percibe como un espacio enemigo y hostil, como un océano de peligrosas aguas rodeando los acantilados de una isla. Sin embargo, instintivamente, y como sucede con todo isleño, los habitantes de Macondo sienten que gracias a la incomunicación en que viven se protegen las notas más específicas de su identidad. La ciénaga resulta una garantía para la preservación de la Arcadia. Los mensajeros que finalmente las cruzan serán los asesinos de la inocencia, los mercaderes de la Edad de Hierro, quienes imponen los parámetros de otra identidad, en principio más moderna, pero en todo caso más cruel. Macondo se disuelve en la historia, más allá de la geografía que lo vio nacer como isla y del mito en que se condensó, aunque literariamente estará en el origen de los numerosos Macondos o maconditos, como se los ha bautizado irónicamente, que han emergido en la geografía insular de la literatura iberoamericana contemporánea.

     En la medida de su aislamiento, estos «pueblos-isla» de la geografía continental -que tan bien refleja la narrativa- preservan una armonía y felicidad primordial e incontaminada. De ahí su vulnerabilidad, ya que la incomunicación y el aislamiento son cada vez más difíciles de mantener. La condición de isla de tierra firme se pierde cuando los senderos se ensanchan y se transforman en caminos y luego en carreteras que traen, sobre los puentes tendidos entre sus «orillas» incomunicadas, formas de la temida civilización. Y también cuando los postes del telégrafo, del teléfono, las ondas de radio y televisión y las más recientes del «internet» hacen caer todo posible aislamiento para sumergir toda «isla posible» en el magma de la globalización.

     Por ello, la isla de «tierra firme» de la narrativa iberoamericana es espacio privilegiado de la nostalgia y la memoria. Anacrónica, arcaizante y pre-moderna, protectora de un pasado idealizado, el topos insular se sitúa a la defensiva y teme el futuro. En ningún caso apuesta al «principio Esperanza», tan caro a Ernst Bloch, para quien el Nuevo Mundo había sido la encarnación de la utopía geográfica, el depositario del futuro.

     Ésta sería otra isla posible que vale la pena imaginar: la isla del porvenir. ¿La reflejará algún día la narrativa? Sólo cabe esperarlo. Mientras tanto, el topos de la isla seguirá concitando esa ambigua atracción que atraviesa incólume los siglos. La prueba la tenemos aquí, en esta pequeña isla de Tabarca, espacio de maravilla que hubiera hecho las delicias de D. H. Lawrence y que, sin lugar a dudas, hace la nuestra. [26] [27]





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El poema como isla: Islas a la deriva de José Emilio Pacheco

Carmen Alemany Bay

Universidad de Alicante

     En mayo de 1976, el mexicano José Emilio Pacheco publica su poemario Islas a la deriva, escrito entre 1973 y 1975. Esta primera edición consta de siete partes, en lugar de las cinco que aparecerán en Tarde o temprano (15); pero las dos partes retiradas de las Islas, «Dieciséis poemas de Constantino Cavafis» y «Lectura de la antología griega» no desaparecen, sino que derivan hacia su propia autonomía y ganan en extensión. Pacheco dedicará a sus traducciones, bajo el título de «Aproximaciones (1958-1978)», un amplio capítulo en Tarde o temprano (16).

     Islas a la deriva se publica, debemos recordarlo, después de dos obras, No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) e Irás y no volverás (1973), que han sido consideradas [28] por el propio autor y por la crítica como los primeros libros de madurez dentro de la trayectoria poética del escritor mexicano. Islas a la deriva no supone una gran novedad respecto a la escritura de No me preguntes..., a excepción de la ampliación de motivos poéticos y la profundización de los ya tratados en su obra anterior; pero también es cierto que la proliferación de «artes poéticas» de las que hizo gala el autor, a través de numerosas composiciones en No me preguntes... e Irás y no volverás, han desaparecido al menos de forma explícita en los poemas de Islas a la deriva. Que Pacheco, conocido ya entre los poetas coloquiales hispanoamericanos por ser un agudo e inteligente observador del hecho poético, haya dejado de exponer su opinión de qué es para él la poesía a través de sus propios versos, como ocurre en Islas a la deriva, no significará sin embargo que su poética haya dejado de avanzar, revelándose esta vez por «aproximaciones»; a través de traducciones espléndidas y muy significativas.

     En el rastreo de los versos que componen sus Islas a la deriva -y salvo de forma muy matizada y con una derivación que poco tiene que ver con lo poético, en algún poema como «Traduttore, traditore»-, no hallamos composiciones donde de forma clara y palpable se refleje la ratificación o bien otra interpretación sobre lo que es la poesía para el propio poeta, es decir «artes poéticas». Sin embargo, la clave de esta aparente carencia se encuentra disimuladamente, o mejor dicho metafóricamente pura, en el título del libro en cuestión. El posible secreto del título se desvela en un verso del escritor guatemalteco-mexicano Luis Cardoza y Aragón que encabeza el poemario de Pacheco y que reza así: «Islas de sílabas a la deriva...». A partir de esta referencia el título cobra una nueva significación, claramente metapoética, que tendrá implicaciones en las composiciones que integran el volumen, tanto en sus poemas como en las traducciones, decisivas éstas para sostener nuestra argumentación, como se verá. Por este motivo, nos centraremos precisamente en indagar qué sentido y qué consecuencias tiene Islas a la deriva en la interpretación de lo poético dentro de la obra del escritor mexicano.

     Nuestro autor, de alguna forma, nos está ofreciendo una visión mucho más general y simbólica de la poesía. Por su interés, detengámonos en este punto. Pero para entender su novedad e importancia en la trayectoria del poeta, revisemos su visión sobre lo poético -tanto la función de la poesía como la del poeta- en obras anteriores.

     José Emilio Pacheco, desde el intelectualismo y el sentido filosófico de sus primeros poemarios, Los elementos de la noche (1963) o El reposo del fuego (1966), pasa a un tipo de poesía en la que el coloquialismo irrumpe de forma necesaria en sus versos creando poemarios como No me preguntes cómo pasa el tiempo e Irás y no volverás, donde al igual que en los poetas coloquiales el yo poético tiende a la disgregación y su lenguaje propende más a la narratividad. En las dos últimas obras citadas serán frecuentes los poemas que el escritor mexicano dedique a la reflexión metapoética, dándonos una visión modernizada del papel de la poesía en el mundo contemporáneo.

     El autor de Islas a la deriva intentaba en estas obras anteriores buscar el valor intrínseco del hecho poético, sin restar ironía ni sentido del humor a sus «artes poéticas», y llegó a la conclusión de que la poesía es fidedignamente efímera y de que, a pesar de los espejismos con que los poetas pretenden dotarla, el escritor se encuentra ante la imposibilidad de enriquecerla mucho más: el verdadero valor de la poesía está en el ahora, en el presente; por tanto, el cuestionamiento de la figura del poeta queda intrínsecamente unido al de la propia poesía. Como indica Mario Benedetti: [29]

           Hay asimismo en Pacheco un recurrente cuestionamiento de su función como poeta y aun de la condición básica, insustituible de la poesía. Y todo ello expresado con tal sinceridad, que no despierta en el lector ni siquiera la mínima sospecha de que acaso se trata de una hábil máscara autocrítica. (17)           

     En No me preguntes cómo pasa el tiempo, además de denunciar las continuas agresiones contra el mundo, el poeta se convierte en un cirujano de la poesía que disecciona a través de múltiples «artes poéticas»: «Crítica de la poesía», «Dichterliebe», «Job 18, 2», «Disertación sobre la consonancia», «Conversación romana» o «Legítima defensa», composición ésta que forma parte de un «Apéndice: Cancionero apócrifo». Estas propuestas conforman por sí solas lo que Oviedo ha denominado «una urgencia por definir el oficio de poeta» (18), y que Luis Antonio de Villena analiza desde la siguiente óptica:

                «Crítica de la poesía» es un poema sobre la mecánica de la escritura poética («Se borra lo anterior, se escribe luego:») y también una reflexión sobre la maravilla y absurdo -según el punto de mira- del propio hecho poético. Metapoesía pura (aunque sin las sutilísimas teorizaciones en que el género, frecuentemente, ha caído entre nosotros), o sea, un poema sobre la poesía [...] Otro más «Dichterliebe», continúa los pasos del inicialmente comentado [...] Pero creo que el más original entre los metapoemas de Pacheco es el titulado «Disertación sobre la consonancia». (19)           

     Del conjunto de poemas enunciados nos encontramos con que el autor reivindica y, al mismo tiempo, declara explícitamente una ruptura con la poética anterior, hecho bastante común en la reflexión metapoética de los escritores coloquiales, lo que implica darle una nueva significación a la poesía, tal como subraya en «Disertación sobre la consonancia».

     Además, José Emilio Pacheco diseña una propuesta estética a través de la desmitificación del hecho poético: «debe plantearse a la asamblea una redefinición / que amplíe los límites (si aún existen los límites)» (20), y mediante un canto en el que se critica la [30] ortodoxia poética, el autor concibe la poesía como un abanico infinito de posibilidades y protesta airadamente contra quienes cierran las puertas a la palabra. Porque el autor afirma que éstos no son buenos tiempos para la poesía: «Quizá no es tiempo ahora: / nuestra época / nos dejó hablando solos» (pág. 76), como se admite en «Crítica de la poesía» y reincide en «Dichterliebe»: «La poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento. / [...] / la supervivencia amenazada de un arte / que nadie lee pero que al parecer / todos detestan» (pág. 77). En su poema «Conversación romana», Pacheco ironiza sobre la poesía alegando que

                               Acaso nuestros versos duren tanto                                 
como un modelo Ford 69
-y muchísimo menos que el Volkswagen (pág. 90).

     Mención aparte merece la composición «Legítima defensa», incluida en el apartado «Cancionero apócrifo» de No me preguntes... Establezco la diferenciación porque el autor en esta última parte del poemario disgrega aún más su yo poético mediante la invención de autores apócrifos: Julián Hernández y Fernando Tejada. En el poema atribuido a Julián Hernández, nos encontramos con una relación de epigramas donde el autor insiste en la aceleración a que están sometidos los modelos literarios: «Todo poema es un ser vivo: / envejece» (pág. 104).

     Las manifestaciones sobre la rapidez con que cambia la poesía se multiplican, de modo que en su siguiente libro, Irás y no volverás, las encontraremos en composiciones como «Al terminar la clase», «Una cartita rosa a Amado Nervo» o «Manifiesto», poema este último donde Pacheco, tomando como puntos de referencia textos de los cubanos José Zacarías Tallet y Roberto Fernández Retamar, nos dirá:

                               Todos somos poetas                                 
de transición
La poesía jamás
se queda inmóvil (pág. 144).

     Aseveración que enfatiza lo que ha venido expresando en su poemario anterior. Pero además, en Irás y no volverás, su visión sobre la poesía se amplía a través de una reflexión directa entre ésta y la realidad, como se lee en «A quien pueda interesar». Reaparecen las máscaras -Julián Hernández y Fernando Tejada-, y el autor relativiza mucho más la presencia del yo poético al afirmar que el poema tiene que volverse anónimo, colectivo y, por supuesto, perecedero: «La poesía no es de nadie: / se hace entre todos», dirá Pacheco en estos versos variando el famoso pensamiento de Lautréamont.

     A partir de poemas como «The dream is over (II)», donde manifiesta la dificultad de incluir más novedades en la poesía, o de «El autor declara su anonimato», donde toma una postura resignada ante la imposibilidad de luchar contra otros libros como el Kamasutra o revistas como el Reader's Digest, en «Birds in the night» Pacheco plantea la misión del poeta en una sociedad que lo desprecia y le resta la importancia que merece: «En la poesía no hay final feliz -nos dice en «Lives of the poets»- / Los poetas acaban / viviendo su locura» (págs. 141-142). Una visión pesimista que se redondea con algunos versos de «Escrito con tinta roja»: «La poesía es la sombra de la memoria / pero será materia del olvido» (pág. 149). [31]

     Sin duda, estos poemarios, No me preguntes... e Irás y no volverás, como hemos anunciado, son claves para la búsqueda de lo poético y para su definición como autor. Además, fueron escritos en una década en la que la poesía coloquial adquiría su mayor esplendor y significación, y los escritores que participaron en esta corriente, como es el caso del escritor mexicano, se apresuraron a escribir «artes poéticas» en las que se dejara patente su nueva concepción de lo poético. Fue ésta una época de versos que deseaban tener el valor de manifiestos; pero, con la llegada de una nueva década, y también del cuestionamiento de la poesía coloquial, los poetas toman nuevos rumbos para expresar, desde un punto de vista menos dramático con menos pathos y a pesar de lo desmitificador de la obra, una visión más personal, y también más universal, más ética, de lo poético. Éste es el caso de José Emilio Pacheco y sus Islas a la deriva, que, pensamos, abre una nueva etapa en su concepción de lo poético.

     Llegados a este punto, y consideradas ya las «artes poéticas» anteriores a Islas a la deriva, retomamos lo que hay de metapoético en esta obra. En el mismo título, como ya hemos avanzado al comienzo de este texto, mediante una metáfora pura, el autor mexicano nos formula un arte poética de significación mucho más global que en sus libros anteriores; y si se quiere más centrada en la tradición literario-poética. En cierto modo podría decirse que Pacheco ha encontrado una tradición en la que su misma concepción del hecho poético como efímero, anónimo y psicológicamente límite se siente «traducida».

     Ahora los poemas, para José Emilio Pacheco, son como islas; pero esta percepción tiene por lo menos dos niveles. Un primer nivel sería el de imagen visual; entendiendo que el poema es una isla de sílabas en una página, y cada poema es una isla en el mar textual. Precisamente, y teniendo en cuenta lo que acabamos de exponer, si examinamos las composiciones de Islas a la deriva (21) comprobaremos que la libre disposición de los versos, tal como enfatizaron los vanguardistas en sus obras, es un denominador común en estos poemas; baste recordar las siguientes composiciones: «Horas altas», «El mar sigue adelante» o «Las perfecciones naturales», en que el autor dispone los versos, exentos de puntuación, en forma de oleaje; las estrofas -a modo caligramático- sugieren olas en la página, como ha señalado Luis Antonio de Villena. Con ello, no estamos manifestando que en poemarios anteriores José Emilio Pacheco no se sirviese de este recurso, nada más lejos de la realidad; pero sí afirmamos que de forma intencionada -y repetitiva- las composiciones de este libro adquieren diversas formas, caprichosas hechuras, como cualquier isla que por los designios marinos va configurando sus contornos recortados y arbitrarios.

     Pero hay un segundo nivel, más complejo, simbólico, diverso y novedoso en el significado del título.

     Si admitimos que los poemas son como islas, entendemos que estos están expuestos a los designios no ya del autor, sino del mar. Esto se hace evidente cuando, con un oxímoron, Pacheco añade el término a la deriva, dándonos a entender que los poemas [32] están ausentes de dirección, de destino o de propósito fijo, sólo a merced de las circunstancias, como extrañas islas. Las composiciones -entiéndase la poesía- al ir a la deriva pierden todo destino, pueden destruirse o desaparecer, y no pueden evitar el naufragio, en otras palabras, nadie las gobierna. Por tanto, el poeta y su obra se arriesgan a no dejar ninguna huella, a eclipsarse; o bien, aceptar lo inesperado, a que el mar, en su eterna mutación -por otra parte, tema continuo en la poesía de Pacheco-, le cambie sus formas. El poema está sometido a múltiples cambios; la poesía vive modificándose. Ilustrativo de lo que estamos apuntando es el siguiente texto de José Emilio Pacheco en el prólogo a su recopilación Tarde o temprano:

           Respecto a lo que escribimos pueden tomarse dos actitudes y no existe un terreno de conciliación entre ambas: se cree que cada página es sagrada y no debe alterarse jamás; o bien se piensa en la poesía no como creación eterna sino como trabajo humano, producto histórico y perecedero: por tanto susceptible de mejorarse. No acepto la idea de «texto definitivo». Mientras viva seguiré corrigiéndome (pág. 10).           

     El oxímoron del título, islas a la deriva, corrige la imagen de la isla quieta, puramente caligramática, pues efectivamente una isla por sí misma no va a la deriva, sólo quien viaja puede ir a la deriva; pero también implica algo como un barco, un viaje sin rumbo, pero hecho de sílabas.

     Sin duda, esas islas a la deriva son la objetivación de otra imagen, la del poeta mismo, que al igual que un marinero con su barca a la deriva, se encuentra desorientado, abandonado, y no le queda otro remedio que aceptar los designios de su propio destino, dejarse llevar por la marea, no por el vacío, sino fuera de todo rumbo, mientras ve derivar a lo lejos las islas/los poemas. En cierto modo los dos niveles de significación que hemos señalado confluyen en esta interpretación del título como un simple hipálage, es decir, que es el poeta el que las deja a la deriva. La imagen, marina y poética, como se sabe, tiene sus raíces en los orígenes de la lírica, en el mundo órfico y homérico, y que el petrarquismo tomará como paradigma, creando toda una tradición poética que aún no ha llegado a su fin. José Emilio Pacheco, al pensar en sus islas a la deriva, se sitúa en un lugar avanzado de esta tradición ya universal; en el tópico del barco y marinero a la deriva que leyó y tradujo de los poetas finiseculares: Rimbaud, Mallarmé y Baudelaire. Traducciones -«aproximaciones»- que Pacheco realizó en la década de los 60, antes de la publicación de Islas a la deriva.

     Es necesario recordar aquí que «José Emilio Pacheco -como apunta Luis Antonio de Villena (22)- elije sus traducciones por afinidad. Poetas (y sobre todo poemas) traducidos, lo son en función de su cercanía al mundo del que los traduce. Pudiéramos decir que son los poemas que Pacheco hubiera querido escribir, y que -en consecuencia- rehace. Se trata de lírica de su propia cuerda» (23).

     Rimbaud, al igual que José Emilio Pacheco, se veía a sí mismo -y es necesario sacar aquí a colación a Lezama Lima y su tratado «La calle Rimbaud»-, «como el perenne desembarcado [33] en las islas», y después de anotar esta frase, el poeta origenista señalará: «como si hablase con el timonel de guardia nocturna: tiene que ser el fin del mundo si avanzamos. O el principio, añadimos, de la poesía» (24). El enigmático Lezama nos lleva a esta enigmática imagen de lo poético: poetas que no abandonan sus naves en medio del mar, barcos que son como islas a la deriva, marineros-poetas resignados a que sus versos sean engullidos por el mar. En definitiva, especulaciones sobre lo poético que se resumen en los siguientes versos que tomamos de una traducción, bastante fiel, de «Le bateau ivre», y que rezan así:

                               Y yo, barco perdido en la maraña de las algas,                                 
lanzado por el huracán contra el éter sin pájaros,
y a quien los monitores y veleros del Hansa
no hubiesen salvado el armazón, embriagado de agua (25)

     Obligado en este caso es remitirnos a la traducción de los citados versos por José Emilio Pacheco:

                               Y yo, barco lanzado hacia el éter vacío                                 
por tormentas que agitan cabellos de ensenadas,
no vi en el horizonte otras velas odiadas, (26)
ebrio entre tantas aguas en mi casco sombrío (pág. 289)

     Si bien Pacheco intenta mantener la rima consonante que aparece en la versión original de Rimbaud, hay algunos cambios lo suficientemente sugerentes para ser comentados. Claramente, el verso «no vi en el horizonte otras velas odiadas» no aparece en el poema de Rimbaud, quien escribió «a quien los monitores y veleros del Hansa / no hubieran salvado el armazón». El escritor mexicano ha obviado un aspecto circunstancial y muy delimitado en el tiempo y en la historia («monitores y veleros del Hansa»), para sustituirlo por una realidad al mismo tiempo subjetiva y universal: «no vi en el horizonte otras velas odiadas / ebrio de tantas aguas en mi casco sombrío». Cambios subjetivos que enfatizan la soledad, el deleite de ir a la deriva, teniendo asumido que ese barco ebrio (título que le da Pacheco al poema de Rimbaud) en el que se deja llevar el poeta, el poema, no va a llegar a ningún puerto.

     Junto a esta composición de Rimbaud, se encuentra otra de Stéphan Mallarmé, «Brisa marina», traducida por la misma época, en la que también se refuerza la imagen del poeta en permanente naufragio, e incluso manifiesta el deseo de sentirse permanentemente en ese estado, variando de algún modo la versión original. Elijo algunos versos: [34]

                               Porque ni esos jardines que copió la mirada                                 
retienen a mi pecho, náufrago en mar incierta.
[...]
Más subiré a la nave: quiero huir de mi hastío
[...]
E ignoro si las velas como dobles presagios
incitarán del viento su avidez de naufragios (pág. 286) (27)

     En esta misma línea, aunque ya en menor grado de intensidad, se encuentra otra traducción de algunos versos de «La cabellera» de Charles Baudelaire, donde nuevamente, por parte de Pacheco, hay un proceso de subjetivación basado en la experiencia poética del yo, tomando como axioma la relación identificativa entre el mar y el poeta. Donde Baudelaire escribió:

                               Tú contienes, mar de ébano, un deslumbrante sueño                                  
de velas, de remeros, de gallardetes y de mástiles (28)

Pacheco propone la siguiente «aproximación»:

                               Naveguen, mar de ébano, mis sueños las visiones                                 
de mástiles, remeros, negras embarcaciones (pág. 291)

     La conclusión es bien obvia, aunque Pacheco en sus poemas tiende a la desaparición o disgregación de la primera persona, en las traducciones, al menos en las que tratan del tópico de islas a la deriva el poeta se integra, se traduce, en la imagen del poeta ansioso de naufragios.

     Después de este cotejo, nos queda añadir que el autor, antes de Islas a la deriva, a través de traducciones recoge la extensa y sólida tradición literaria que mostró la función del poeta como viajero en el mar. Pacheco ha revitalizado el tópico siguiendo de cerca a Rimbaud, Mallarmé y Baudelaire a través de algunas composiciones. En Islas a la deriva se ve una poética en marcha, una deriva que le lleva de la poética anterior hasta Tarde o temprano al compás de lecturas y traducciones en las que sobre el tema continuo, aunque intermitente del viaje en el mar, va a someter a la voz poética a una esencialidad no del pathos, como todavía se puede observar en Rimbaud, Mallarmé o Baudelaire, sino mucho más ética como observamos en la poesía de los autores griegos clásicos, que Pacheco incluye en su primera edición de Islas a la deriva, y también en la voz de Cavafis. La obra, pues, se publica entre dos etapas de ejercicios de traducción, señalando ya el [35] rumbo de la nueva poética. Creemos que, paradójicamente, Islas a la deriva refleja una transformación en la poética consciente del autor, siendo el resultado no sólo de su poesía anterior sino de la influencia de otro trabajo poético tan imprescindible como el de la escritura: la asimilación, mediante traducciones muy notables de otras escrituras. El autor ha encontrado, siguiendo el ejemplo de otras voces poéticas decisivas, desde Rimbaud a Cavafis, la vieja imagen de la poesía como cuaderno de bitácora de la condición humana. José Emilio Pacheco en sus «aproximaciones» le quita el pathos a Rimbaud, poeta embriagado en el mar, y le da un contenido ético que encontrará en otros poetas que también hablan del mar. El poeta mexicano, por tanto, se instala en una tradición para perder la autoría, a través de otros viajes simbólicos desde los poetas griegos clásicos hasta el ya mencionado Constantino Cavafis. La tradición del viaje por el mar desconocido se hizo lírica en la poesía francesa de finales de siglo, pero también en Stevenson y en la tradición que aquí no nos interesa de los poetas venecianos en Viaje a Citerea.

     Resumiendo, y volviendo a sus composiciones de Islas a la deriva, podemos afirmar que metafóricamente son como hojas caídas en un inmenso follaje y, consecuentemente, anónimas, como el mismo autor lo expresa en el poema «Las islas», de Islas a la deriva:

                               por todas partes                                  
las infinitas hojas caídas
(La isla y yo éramos
hojas también
y nunca lo supimos) (pág. 173)

     Ratificación de un anonimato sin duda ficticio que le llevará, a partir de Islas a la deriva, a prescindir prácticamente de reflexiones metapoéticas, como podemos comprobar en poemarios posteriores, si no es de la mano, nuevamente, de la traducción. En su libro Miro a la tierra. Poemas 1983-1986 nos encontramos con dos textos -nuevamente «aproximaciones», es decir, traducciones- que el escritor titula «Dos imitaciones de Vlademir Holan» con los siguientes títulos: «¿Qué es la poesía?» y «La verdad del infierno», donde a través de la traducción Pacheco suscribe que «sólo escribe quien carece de todo», y en el segundo poema que «Al poeta no se le perdona, / ni siquiera su muerte» (29).

     Creación y traducción (30) se combinan en la poesía de Pacheco con el convencimiento de que la Poesía en estos días ya ha perdido su significado histórico. Pero el poeta asume, sin mesura ni melancolía, esta situación y está plenamente convencido, como lo hace con la utilización de máscaras -entiéndase heterónimos, traducciones reinterpretadas, etc.-, [36] de que la deriva del yo hacia otras voces hace del poeta un nuevo juglar que, tomando textos de otros autores, de otros géneros, crea espacios textuales lúdicos a través de los cuales el lector perciba la presencia de otras voces fundidas en una (31).

     Para el autor de Islas a la deriva el futuro de la poesía en el mundo contemporáneo no es otro que el que tuvo gran parte de la poesía en sus orígenes, es decir, la anonimia (32); y, como consecuencia, multiplicidad de variantes en la obra. Asimismo, el convencimiento de que el autor contemporáneo no tiene otro porvenir que el de la soledad creadora en una isla a la deriva, y como producto de esta experiencia nacerán versos que tendrán un idéntico destino. [37]





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La isla en peso. Yo también pido la canonización de Virgilio Piñera

Rosario Alonso Martín

     Es una desnuda certeza, una profecía oscura, definitiva la que sirve de prólogo del libro de poemas La vida entera. Una declaración descarnada que tiene la misma sentenciosa y dolorosa sinceridad con la que se enfrentaba a la vida y a su obra el escritor cubano Virgilio Piñera:

                [...] Si bien no estimo que este libro sea peso muerto en mi obra de escritor, no obstante quiero dejar sentado que siempre me consideré un poeta ocasional. Con este juicio no hago sino adelantarme al de mis posibles lectores.           
     ¿Qué justifica esta edición de mis «poesías»? Pues hacer en vida lo que muerto no podría hacer: ordenar. Dejemos nuestra casa en orden antes de cerrar, por última vez, sus puertas. (33)

     Ordenar supuso seleccionar algunos de sus poemas escritos entre 1941 y 1967 publicados en diversas revistas donde Piñera tuvo un papel destacado como Poeta, Orígenes, Ciclón, Casa de las Américas, Lunes de Revolución, La Gaceta de Cuba, Unión... y formar con ellos un corpus definitivo antes de cerrar, inexorablemente, la casa de la palabra poética, ese género al que el dramaturgo, el novelista, el cuentista y el crítico dedicara tan breve y apasionado espacio.

     ¿Cómo podemos entender esta declaración del polémico «pájaro de talento amargo» como le llamara Eloísa Lezama Lima a quien tantas máscaras atribuía -con su regocijado consentimiento- la intelectualidad habanera? ¿Intuía dolorosamente su muerte física acaecida [38] diez años después de la publicación en 1969 de La vida entera? ¿Vaticinaba el ignominioso silencio al que el aparato político iba a condenarle a él como a tantos otros? Los años sesenta fueron una paradoja piñeriana que empujó a muchos intelectuales cubanos al exilio y condenó a quienes permanecieron en la isla a una existencia de parias, reducidos a modestas traducciones, recluidos en remotas bibliotecas, desaparecida su obra, imposible la publicación, anatemizada su existencia... abocados a la dolorosa insularidad del silencio y del desprecio.

     Los últimos años de la vida de Piñera estuvieron marcados por este castigo, los posteriores también. Era un ilustre desconocido cuya reivindicación pedían a gritos los autores del exilio, baste recordar el grito de Severo Sarduy, «Pido la canonización de Virgilio Piñera», o la palabra de Guillermo Cabrera Infante. Una reivindicación acorde con la obra y la personalidad de quien fue fundador y partícipe del Grupo Orígenes, colaborador y traductor en casi todas las revistas literarias cubanas, acerado crítico instigador de feroces polémicas, narrador y, finalmente, el mejor y más prolífico dramaturgo de la literatura cubana contemporánea. Jamás un personaje inofensivo, la suya era una trayectoria vital libre, plena de individualismo y singularidad que rozaba la provocación y concitaba la maledicencia. El duende burlón, maléfico, implacable, irónico, mordaz, era en verdad un pájaro solitario de talento amargo descrito siempre con los adjetivos de la genialidad y la displicencia ante el insurrecto, dueño de una voz «múltiple, indagadora y chirriante» (34), como la describiera Fernández Retamar reflexionando sobre la revista Orígenes, esa summa de individualidades.

     Sí, la conflictiva personalidad de Piñera chirriaba con su inconformismo, su homosexualidad y sus acusadas maneras, pero también le convertía en un referente único, enervante y esencial que remitía a un autor dedicado en cuerpo y alma a su obra, ético y esforzado siempre. Es el dueño de una voz contenida que transmuta el hecho cotidiano en parábola trágica, en una vuelta de tuerca de un absurdo que esconde tras el humorismo mordaz, el choteo criollo, la tragedia mortal. El autor que explica el mundo en clave alegórica en La carne de René (35), el que reviste de lucidez el desconcierto existencial en Pequeñas maniobras (36), el que narra la obra teatral y teatraliza el relato con un lenguaje de claridad cortante y despiadada. Piñera escribió treinta obras de teatro donde «se realiza un inteligente diálogo sobre la condición humana» (37). Si el diálogo es la primera fase de la sabiduría platónica, Piñera sabía manejar los resortes de una indagación que supo anticiparse al teatro del absurdo o al teatro de la crueldad. El suyo era un mundo inabarcable de recursos para ahondar aún más en el tema de la angustia existencial, en la inutilidad y el absurdo de la vivencia humana, una obsesión que recorre el diálogo de Piñera con sus lectores, espectadores, sus hermanos, sus semejantes.

     Un diálogo que Piñera alentó en su vida personal, en su narrativa, en su teatro y en su poesía. Las opciones que hacen sufrir a Lezama por ser excluyentes, según la maléfica [39] ironía piñeriana, fueron en él un rasgo característico, manejaba con igual virtuosismo el arte de la conversación, el de la narración y el de la poesía:

                En el conversador estaba implicado el poeta y el novelista; en el novelista el poeta y el conversador; en el poeta el conversador y el novelista. No tres personas distintas, pero un solo dios verdadero, sino tres personas indistintas y un solo dios verdadero. Este Dios era la Forma que había que adoptar para expresarse en el juego de las dificultades y a través de ellas acceder a la futuridad. (38)           

     Estas palabras dirigidas a Lezama podían aplicarse a un escritor como Piñera que se prueba constantemente en la polifonía de sus voces. ¿Cómo entender entonces su extrema humildad hacia el género poético? No se trata de una captatio benevolentiae dirigida a un lector que ve en Piñera únicamente al dramaturgo y al narrador, hay una cierta agresividad en sus afirmaciones, por ejemplo, reconoce haber destruido poemas y dejado alguno a la voracidad de sus biógrafos... un sarcasmo inútil puesto que nombró albacea literario a su íntimo amigo y excelente escritor Antón Arrufat, quien jamás se comportaría vorazmente con los despojos del poeta. Insistimos en que se autodenomina poeta ocasional e incluso, entrecomilla la palabra «poesías» al dirigirse a los textos que leerán sus «futuros lectores» -esta vez el entrecomillado es nuestro-. ¿Cómo un hombre de reconocido prestigio, reconocida vanidad, crítico literario, conocedor y estudioso de la poesía cubana, traductor de poesía extranjera hace gala de tantas reticencias? Ironía grandilocuente o respeto absoluto a un género desnudo, íntimo y esencial.

     Las narraciones y obras teatrales de Piñera están llenas de claves personales, claves que se desnudan en la poesía, un crisol donde concentrar sus posibilidades expresivas tan fascinantes como endemoniadas, sus reflexiones acerca de la propia poesía y su capacidad para indagar el mundo que le rodea indagándose a su vez. Se acerca al género con la reverencia de quien escribe sobre poesía y se expresa en otros géneros con absoluta libertad, dueño de una capacidad infinita de trabajar el lenguaje: la poesía será para él un espacio donde desnudarse definitivamente y articular un discurso que buscaba y admiraba en otros poetas. Un discurso cerrado en el que se identificará por completo sólo con el título La vida entera, que concentrará su obra en toda su poesía. Las preocupaciones de Piñera se sintetizan en un libro que forma un todo pleno de coherencia significativa, porque el autor no creía en los recueils de poesía, en la acumulación de las antologías, para él un libro de poemas debía articularse firmemente en torno a una idea central:

                 Un libro es algo más que la suma de sus partes. La lectura de un verdadero libro y no de una colección o recopilación de poemas de un mismo autor deja en el lector al menos dos impresiones. Una fácil de expresar: la emoción aislada de cada poema. Y otra un tanto más difícil: la sospecha de que detrás de ese conjunto orgánico de poesía hay algo más. [...] Ese algo podía definirse, tal vez torpemente, como unidad de visión. [40] Y a medida que conocemos mejor los poemas, descubrimos más su presencia. Lo que al principio parecía un grupo de poemas hermosos, revela luego su trabazón espiritual: el libro como totalidad expresiva». (39)           

     Investigador y divulgador de la poesía cubana, Piñera aplica sobre Avellaneda, Juan Clemente Zenea, Milanés o Ballagas su teoría de la «concentración expresiva». Para él, el mejor ejemplo de poeta concentrado es Julián del Casal, con quien tantos puntos en común tiene Piñera. Ambos tienen una visión trágica de la existencia humana marcada por la muerte y la inutilidad que articula toda su obra, «La Vida, la insoportable, la implacable Vida», según Casal, será la piedra angular del edificio poético de estos dos autores, baste un ejemplo significativo:

                          Porque en mi alma desolada siento                                  
el hastío glacial de la existencia
y el horror infinito de la muerte. (40)

     Utilizando la misma estructura métrica del soneto, escribiría Piñera:

                            Mientras moría imaginé mi imagen                                  
de turbios ojos y erizados pelos
contemplando el supremo desconsuelo
la muerte disfrazada con mi imagen.
 
Así me iba muriendo, con hartazgo
de flores y gusanos. Expirando
encima de mi boca desbocada;
 
ordenando mi escoria, mi contraria
colocando mis huesos en la nada
y vomitando mi imagen funeraria. (41)

     Podríamos extendernos largamente acerca del conceptismo feroz de ambos sonetos quevedescos. Pero baste el ejemplo para señalar una característica de Piñera, sus teorías críticas acerca de la poesía desarrolladas en el estudio de otros autores, se aplican a sí mismo y a su propia obra. Las opciones de Lezama son opciones de Piñera, la concentración de Casal es la concentración significativa de Piñera. Expresa poéticamente aquello sobre lo que teoriza en otros, de ahí el deseo de orden, concentración y recopilación que rige La vida entera.

     La vida entera es una unidad tripartita que sólo se resiente levemente con la inclusión del largo poema «La isla en Peso», un texto que por sí mismo constituye un hallazgo [41] aparte. Aun así, «La isla en Peso» compendia en sus versículos todos los elementos de los restantes poemas, contiene y atesora el peso específico de cada uno de estos textos. Textos ordenados cronológicamente que se inician con «Las furias», que contiene según Cintio Vitier «...los versos más fúnebres y sombríos que se hayan escrito jamás en Cuba» (42), son poemas herméticos y elaborados que configuran un mundo de símbolos animales y mitológicos con los que nombrar la muerte y el dolor de la existencia: «Todo es triste». Hermetismo que comparte con los poemas de la segunda parte «El oro de los días» en la que la mirada del poeta discurre por un entorno poblado por seres imposibles descritos con humor, ironía, distorsión cubista y complejas imágenes surrealistas. Es una descripción de la isla toda que se resume en «La Isla en peso» y que sin abandonar el diálogo consigo mismo, constituye un diálogo con el interlocutor que nos recuerda al Piñera narrador y teatral siempre atento a la segunda persona:

                Como el interlocutor existía para Virgilio Piñera, en sus novelas se conversa, y en sus piezas teatrales, también. Sus artículos y ensayos parecen escritos con el interlocutor delante. Sus narraciones se dirigen a este lector invisible, aunque presente en la conciencia del autor. Lo mencionan. Lo comprometen. Intenta polemizar con él. Y a fin de hacerse oír, le gritan advertencias y premoniciones. En su poesía aparecen varias voces. Y en toda su obra vibra el nerviosismo, se oyen la fluencia y los repentes humorísticos, y se siente el aire encantador de la improvisación: elementos inherentes a la gracia y el sabor de las conversaciones. (43)           

     Su talento de conversador se agudiza en la tercera parte del libro titulada «Un bamboleo frenético», sólo el título indica música, sensualidad, sexo, rapidez, y choteo habanero: «Mi socio», «¿Qué fue de tus piernas?», «Tú ves, yo no lloro». El coloquialismo ha sustituido al soneto perfecto y al versículo infinito, el verso acorta sus sílabas, se llena de ritmo y se puebla de mujeres descritas con la pincelada expresionista del narrador y dramaturgo que fue Piñera. Ya no existe la simbólica y mítica Flora, trasunto cruel, paupérrimo y caribeño como lo era Electra Garrigó, es el turno de la tísica fotogénica María Viván o la Santa Rosa Cagí para quien Virgilio Piñera pedirá la canonización como para él habría de pedirla el joven escritor Severo Sarduy. La voz de estos poemas es irónica, insolente, tropical e irracional. El lenguaje busca la jerigonza cubana, la cubanía esencial de música y sensualidad, la mezcla atroz de la belleza y la fealdad que retrata un pueblo sincrético e insular, el pueblo que habita la isla en peso.

     Publicado en forma de cuaderno en 1943, «La isla en Peso» consta de 347 versículos donde se suceden las imágenes en un collage delirante, en una yuxtaposición alucinada de metáforas surrealistas con las que el poeta intenta describir la isla en toda su extensión. La isla es una entidad compleja y embriagadora, marcada obsesivamente por su insularidad, por el agua y el peso que se hunde en esa misma agua. Sentado en un café, el poeta contempla a la bestia que se despereza en los momentos cruciales del día: la madrugada, el mediodía, el crepúsculo y la noche. Caracterizada temporalmente, la isla [42] muestra su furiosa individualidad, su historia y su entidad mítica ante los ojos de un poeta que describe empujado por el arrebato en el que gritará, preguntará retóricamente, clamará, imprecará e invocará a este pueblo marcado por la circunstancia de estar rodeado de agua por todas partes. Es la visión submarina del ahogado, la óptica distorsionada del habitante anfibio de un pueblo que no lleva el cielo en la masa de la sangre, que no es trascendente, sino terrenal, material, sensual.

     La descripción se inicia en una madrugada donde se dan cita todos los elementos identificadores de la sincrética cultura y vida cotidiana cubanas: la santería, la música, el baile, el sexo, el carácter de ciudad portuaria, la nocturna actividad misérrima de sus gentes y el recuerdo -la eterna miseria que es el acto de recordar- de la llegada de los conquistadores. Cuba es un país joven y Piñera le increpa en uno de esos accesos de paroxismo que llenarán el poema interrumpiendo la letanía de imágenes surrealistas, de escenas cubistas que forman el tapiz colorista que es la Isla en Peso, cuadro de Wilfredo Lam: «¡País mío tan joven, no sabes definir!». Como en el comienzo de los tiempos, no hay nombre para nombrar una realidad donde se amontonan los antiguos pobladores de la isla, el sexo, el cuerpo, la música, la fruta y la inexistencia de animales salvajes... un mundo alejado de los caballos símbolo de los conquistadores. La falta de raíz, de historia propia le hace repetir: «Cavo esta tierra para encontrar ídolos y hacerme una historia». Cuba es un país joven sin memoria que sólo puede recurrir al mito de la conquista como recuerdo colectivo de una violación. Y que se enfrenta a la claustrofobia atroz de la insularidad: «¡Nadie puede salir! ¡Nadie puede salir!», un lugar agónico donde cada habitante se come cada partícula de la isla.

     Piñera siempre relató un mundo atroz devorado por sus habitantes, un mundo absurdo y caótico del que no se puede salir. La isla es su más adecuada imagen, un lugar cerrado sobre sí mismo que ni siquiera puede recurrir a su propio pasado y que vive horadando la superficie de este animal que es la isla. La forma reptiliana de la isla es una fuente de imágenes significativas, su superficie es la lectura fragmentaria de la identidad nacional, una identidad no abstracta, sino palpable, viva, la pura piel, la sola materia, el peso de la carne y de la tierra.

     Confusamente, irremediablemente, el pueblo escapa de su propia piel, la piel vegetal del caimán que se despereza a las doce del día. Nocturnos, los habitantes de la isla se mueren de luz: «¡Pueblo mío tan joven, no sabes ordenar!», «¡Pueblo mío divinamente retórico, no sabes relatar!». La isla sin historia recibe la savia negra de los santeros, la sonrisa cartesiana del europeo, pero no sabe relatar ni relatarse, la cultura cubana no es propia, sino adquirida, no es pura, sino mestiza.

     El crepúsculo marca el nacimiento de una nueva noche, es la hora del ángelus y el poeta traza una letanía vegetal, latina y botánica: «Una poesía vegetal no codificada». Es la hora que inicia la noche marcada por el olfato, el calor y los sentidos desatados. El día ha pasado sobre la isla con su caudal de espumas y su barroca imaginería de metáforas, de complejas reflexiones acerca de la entidad de un pueblo sin orígenes. La isla está marcada únicamente por su propia insularidad, por su carácter de mundo cerrado, por su claustrofobia triunfal, por su individualismo, por su propio peso. La isla, como Piñera, está marcada por su propia identidad, por su visión literaria de un mundo en perpetua voracidad, por la angustia de isla que es lugar, tiempo, una forma de pensar y un estado poético. [43]

     Arrufat señalaba una certera cualidad de la escritura piñeriana: «Invertía mediante la farsa sus más entrañables y graves aspiraciones» (44). Hay farsa y parodia en sus versos, dolor y lucidez, pues Piñera concebía el poema como un acto de conocimiento. Su reverencia ante el género poético provoca esa humildad agresiva que exhibe el prólogo de La vida entera. Con «La isla en Peso» levanta el mito de la insularidad para un pueblo que no sabe nombrar, con el resto de los textos constituye esa coherencia significativa que Piñera buscaba en Casal. La poesía desnuda y agudiza la percepción del mundo y de sí mismo que tenía Virgilio Piñera, conforma un todo desquiciado, desgarrador, cerrado y concentrado que termina con el desolador poema titulado «Testamento»:

                               Como he sido iconoclasta                                 
me niego a que me hagan estatua;
si en la vida he sido carne,
en la muerte no quiero ser mármol.
 
Como soy de un lugar
de demonios y de ángeles
en ángel y en demonio muerto
seguiré por estas calles...
 
En tal eternidad verá
los nuevos demonios y ángeles
con ellos conversaré
en un lenguaje cifrado.
 
Y todos entenderán
el yo no lloro, mi hermano...
Así fui, así viví,
así soñé. Pasé el trance (pág. 146).

     La última invocación descubre la absoluta sinceridad de un escritor que eligió el género de la poesía para darse entero, para descubrirse impúdico. Deseó hacer de su poesía un todo armónico que le contuviera por completo, a él y a su obra, personalidad y escritura fundidas en una vida entera. Así es su poesía, así fue, así vivió, así soñó, cubano e isla, desesperadamente humano, y ante esta vida ejemplar cifrada humildemente en sus «poesías», yo pido la canonización de Virgilio Piñera. [44] [45]





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«Lo que llama responde con otra voz»: Las ínsulas extrañas de Emilio Adolfo Westphalen

Gema Areta Marigó

Universidad de Sevilla

     En febrero de 1933 el poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen publica con 21 años Las ínsulas extrañas, poemas escritos entre 1931-1932, cuya belleza inquietante venía avalada por aquel verso del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz que tanto le gustaba. La imagen elegida (como él mismo comentó) era la que entonces equivalía a sus poemas, la adecuada «cuando he escrito sobre poesía», porque hay «una relación extraña en que la experiencia de lo vivido se transforma en el poema. Porque no se parecen...» (45).

     Aunque atraído por la poesía de San Juan de la Cruz, «la más hermosa y enigmática poesía jamás escrita en español» (46), fue aquella prosa «(nítida abierta deleitosa)» de las mejores de los Siglos de Oro la que provocó la simulación del título. Westphalen confiesa que en «una época tuve la ingenuidad de creer que podía hacer algo parecido a lo que había hecho San Juan de la Cruz con sus comentarios. Pero esas 'declaraciones' de San Juan son muy buena literatura, pero también una manera de convertir la poesía en teología. Él era un buen teólogo y exégeta bíblico; tuvo la capacidad de hacer de una cosa irracional como es la poesía una explicación racional sobre bases teológicas» (47).

     Frente a un título tan marcado, connotado (que provocó un constante equívoco crítico, con gran desconcierto Westphalen repetirá hasta la saciedad que no es un místico, que no tiene la visión inefable de un ser Todopoderoso), los poemas no llevan ningún [46] nombre. Para Westphalen aquella línea o cita epigramática en el interior con el nombre del Santo responde a la necesidad de identificar una serie o una colección de poemas a través del título, mientras que en general, dice, «los poemas no los necesitan. Los que uno pone en ocasiones al releerlos -luego que han adquirido forma propia- son una réplica consciente a lo expresado involuntariamente -una manera personal de ponerlos en duda- o -con más frecuencia- un intento pobre o fallido de resumir o describir el contenido. Por ello los he evitado en lo posible» (48).

     Si escribir sobre poesía y hacer un poema estarían por lo tanto en la raíz de las primeras declaraciones de Westphalen, en segundo lugar hay algo que tiene que ver con el acento de la juventud angustiada, una «pasión tumultuosa», «vividas luchas y tempestades», como le comentaba en una dedicatoria a Eugenio d'Ors (49). De los trastornos y complejos de la adolescencia (junto a un precario tono vital) nace el radicalismo estético de Las ínsulas extrañas, que se encuentra sin embargo muy suavizado por ese aprendizaje de la fragilidad lírica a través de la poesía de José María Eguren, su mayor influencia: «todo lo que he hecho es como hijo de Eguren. Si tengo un padre literario, ese es Eguren...» (50).

     Pero junto a este protectorado literario en su famoso ensayo Poetas en la Lima de los años treinta reconoce siempre la otra voz: Eguren y Vallejo (su caos primigenio, su tensión afectiva), Martín Adán (con su oreja de poeta) y Xavier Abril (espíritu abierto a todas las tendencias, gran importador de material literario), además de un largo listado que incluiría a Carlos Oquendo, Enrique Bustamante y Ballivián (51), junto a Gilberto Owen y Juan Larrea (que coincidieron por esos días en Lima); las lecturas en traducciones de Valéry, Eliot, Wallace Stevens, Emily Dickinson, Withman; además «de la frecuentación continua de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y Góngora, quien por entonces había sido reivindicado» (52).

     Aquel hartazgo de poesía se convirtió en un determinado momento en práctica, en aquel uso de la palabra (53) que tanto le obsesionaba y que llegaba a vertebrar de forma simple toda su estructura lírica: poesía-poema-poeta. El autor de 1933 fue Emilio Adolfo von Westphalen (en 1935 será sólo Westphalen), un descendiente de familias de emigrantes (de sus cuatro abuelos sólo su abuela paterna había nacido en el Perú), que padecía la hostilidad de una Lima cuyos hábitos marca el oncenio de Augusto Leguía.

     De hecho, como señalaba André Coyné, cuando César Moro volvió al Perú a fines de 1933 «fue el único que lo recibió y estuvo dispuesto a compartir tanto sus entusiasmos como su repulsa hacia el medio tristemente idiota de su ciudad natal. Ambos entonces se esforzaron por sacudir un orden pernicioso y vicioso, con la esperanza de que su [47] misma desesperanza contribuyese a derribar los muros de la bestialidad humana y a abrir las puertas del mundo implacable del sueño» (54). Recordemos que José Carlos Mariátegui muere en 1930, César Vallejo no regresará jamás después de publicar Trilce (1922), José María Eguren es un poeta en la sombra, Martín Adán inicia por esos años esa marginalidad vital y literaria que lo aleja del proceso poético lineal peruano «de su dinámica de grupos y cambios generacionales» (55), y Xavier Abril regresa a Europa en 1930, residiendo en Francia y España hasta 1936. La guerra civil española provocará, después del importante destierro intelectual de Leguía, una segunda generación de emigrantes.

     La poesía de Westphalen también se levanta contra esa solitaria y horrible Lima (56) que tanto espantó a César Moro, quien a través de sus anteojos de azufre veía que la «Poesía no existe, pues, en el Perú sino como fenómeno enteramente individual, ignorado; o como existe en todas partes a pesar de... un poco más, un poco menos que en todas partes; en la aparición furtiva de ciertos rostros, inconfundibles señales de fuego; en algunos encuentros; en 1934, en la devastación patética de los jardines de la Exposición (no en su utilización capitalista); al capricho, al azar de cada embriaguez... La nostalgia del crimen es poética. Para mejor decirlo, la sola poesía entre nosotros está en la producción borrascosa y esporádica: textos, objetos, cuadros de los alienados, en el Hospital Larco Herrera. Luego por libertar, como la que sin sospecharse a sí misma cruzamos en la calle» (57).

     Frente a los que se marchan (como Oquendo de Amat), hace tiempo que se fueron (Alberto Hidalgo en 1920 a Buenos Aires), o simplemente viven un exilio interior, el regreso de César Moro a su tierra (y su estancia hasta 1938 rumbo a México) fue el de un poeta «disconforme, exigente y quejoso de una realidad que no concordaba en absoluto con el esplendor de su imaginación o el rigor de sus principios morales» (58). En César Moro encontrará Westphalen el interlocutor más válido para hablar sobre poesía, sobre la poesía de Las ínsulas extrañas. Con él y Manuel Moreno Jimeno editaría Westphalen un boletín en favor de la República Española, que acarreó persecución policial a sus autores.

     El encuentro con César Moro, cuando tenía ya escrito su segundo poemario Abolición de la muerte (1935), fue en primer lugar el de una brillante coincidencia con los principales presupuestos de la poética surrealista, de hecho su poema «Mundo mágico» fue publicado en inglés en la revista Front (La Haya, núm. 1, diciembre de 1930), aunque no fue recogido hasta la edición de Otra imagen deleznable (1980) donde junto a sus dos poemarios del 33 y 35, reunía en la sección «Belleza de una espada clavada en la lengua» 17 poemas sueltos publicados en revistas entre 1930 y 1978. Entre ellos destacan algunos [48] poemas breves, que para Westphalen son una vía complementaria al largo flujo de sus series anteriores. Un texto de Westphalen de 1931 sobre «La poesía de Xavier Abril» y publicado como prólogo en Difícil trabajo. Antología personal (1926-1930) (59) -Madrid, Plutarco, 1935-, pone especial énfasis en la defensa de la penosa búsqueda de disciplina por los superrealistas, frente a lo ininteligible la necesidad de explicarse todo, la cristalización de la imagen y su absurdo, siguiendo la línea que va del sueño a la creación como su más exigente y absorbente método.

     Utilizando las palabras de Xavier Abril, en esa suerte de arte poética que incluyó en Descubrimiento del alba (1937), diríamos que también para Westphalen «la poesía es una dificultad que se vence a fuerza de perforarse el hueso íntimo, de quemarse diariamente la sangre, incluso de perderse uno mismo más allá de toda intención y de todo límite [...] La poesía es un duelo a muerte [...]» (60). Y lo es fundamentalmente contra la otra voz del poeta: el poema, o mejor expresado la voz que se había encarnado en el poema (no necesariamente identificable con la suya propia).

     Para Westphalen el poema será la única explicación y justificación de la actividad poética, entendiendo cada poema como un ente aparte. A partir de aquí los nueve poemas de Las ínsulas extrañas se tejen como una maravillosa y deslumbrante tela donde, como señala Américo Ferrari, se produce la «conjunción privilegiada entre un extraordinario don verbal asistido de un trabajo asiduo de la lengua, y una experiencia vital directa radicalmente asumida, cuya autenticidad no deja lugar a dudas» (61).

     Cada poema es en realidad una vida en pedazos, un renacer, un volver a empezar a partir del silencio, «reflejos de espejismos disueltos a la cercanía» (62). Se sabe, dirá Westphalen, que «un poema es un objeto hecho de palabras y dotado de determinada carga afectiva (de intensidad variable)» (63), los suyos son fundamentalmente letras de amor, cuyo simulacro poético permite el recuerdo de la experiencia pasada. El pretérito marca entonces el tiempo de una memoria, el largo camino de un regreso que se cuenta en sonidos entrechocados, el sueño de una imagen difuminada que toma cuerpo en extrañas figuras, donde las palabras se declaran a sus resonancias.

     «Lo que llama responde con otra voz», el desaliento convertido en aliento, la desesperanza en esperanza, la sin memoria en memoria, lo inmóvil en móvil, la niña en mujer anunciada, el silencio en poesía. «Por temor de mostrar tanta belleza» el decir se enreda en una palabra que se repliega sobre su propia dispersión, porque a Westphalen le «atrae [49] la operación de dar cuerpo y materia, aunque volátil, a las palabras del poema» (64) donde la levedad hiere porque el maravilloso final siempre resulta ser un más allá.

     En el último poema de la serie Westhaplen declara, una vez más, por dónde discurre el ejercicio poético y si es posible ordenar y contar este tipo de conocimiento: la sabiduría esencial de un Verbo a través del amante, entender clara y puramente esa abundancia. Con una mecánica intertextual que permite la entrada de palabras aisladas del Cántico espiritual (también paráfrasis del texto, elipsis e isocolon, entre muchas otras figuras) Westphalen deslumbra -se deslumbra- por una mezcla donde se conjugan las repeticiones, supresiones o correspondencias, pero sobre todo por el sentir lento de una misma matriz espiritual, una lengua de siglos con la que el poeta se defiende tenazmente a cedernos su secreto, «su propensión a anular la revelación apenas hecha, a borrar huellas comprometedoras, a tomar falsas identidades que baraja impunemente con otras muchas auténticas, a jugar inacabablemente con ironía agresiva y naturalidad portentosa a la mezcla y trueque de todas la plurivalencias de su personalidad» (65).

     Las ínsulas extrañas forman parte de ese dilema indiscutible que para Westphalen es la poesía, objeto de una rigurosa descifración al tiempo que miradero desconcertante y efímero. El rigor de una preceptiva (la de San Juan de la Cruz) se enriquece con una imaginación que refuerza y recarga de significados múltiples la delicada, severa y ambigua estructura nominal.

                                    Quedándome sospechando                                 
Si es cierto que te fuiste o que regresaste
Una madrugada dorada daba a la comba
Saltando tú montes y espesuras
Collados desiertos mares horizontes
Crecían en cada vuelta
Aparecías luego chiquitita
Y tu voz vaciada en dedales alcanzaba a llenar
un mar. (66) [50] [51]




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El peso de la isla en la literatura cubana actual: pervivencia conjunta de las figuras de Virgilio Piñera y José Lezama Lima

Matías Barchino

Universidad de Castilla-La Mancha

     El escritor cubano Virgilio Piñera publicó en 1943 una plaquette de quince páginas titulada La isla en peso, que contenía un único y extenso poema con ese mismo título. La figura de Virgilio Piñera, a menudo unida al recuerdo de su poema, no ha dejado de pesar -se nos permitirá el juego- sobre una forma de entender lo cubano en muchos escritores de la isla hasta hoy, cuando Piñera, desde su desaparición en 1979, se ha convertido en un maestro y ejemplo de dignidad literaria, humana y civil ante las difíciles situaciones por las que muchos escritores cubanos han pasado en las últimas décadas. Desde entonces el poema, que empieza con los inolvidables versos «La maldita circunstancia del agua por todas partes me obliga a sentarme en la mesa del café / Si yo no pensara que el agua me rodea como un cáncer, habría podido dormir a pierna suelta», se ha convertido en un símbolo, casi en un tópico, de una forma de ver la isla, radical y rebelde como la del propio Piñera. Las últimas menciones que hemos visto de este poema son las que aparecen en las recientes obras de dos escritores cubanos de las últimas generaciones, las memorias de Eliseo Alberto, tituladas Informe contra mí mismo, y en la novela de Abilio Estévez, Tuyo es el reino. En la evocación que hace Estévez, discípulo confeso de Piñera, de los viejos versos y de la figura del viejo maestro, cuya función es básica en la novela, está el origen de este trabajo.

     Lo que resulta curioso es que junto al recuerdo de Piñera por parte de los jóvenes escritores, suele aparecer la figura paralela y antitética a la vez de José Lezama Lima. Ambos se han unido en el tiempo, generando conjuntamente la tradición principal que rige la nueva literatura cubana en la que ambos ejercen un papel de fundadores, pese a sus notables diferencias estéticas. Piñera y Lezama se recordarán siempre unidos, lo que resulta [52] en cierta medida paradójico si tenemos en cuenta las históricas rivalidades de ambos escritores. De hecho, La isla en peso, fue escrito y publicado por Piñera dentro de una polémica literaria que le enfrentaba en aquel momento a Lezama Lima y su grupo literario. El pequeño libro suscitó desde su aparición una lectura polémica entre sus contemporáneos ya que el año anterior, Piñera había roto ruidosamente con el grupo poético de Lezama Lima, generado alrededor de la revista Orígenes, y había fundado su propia revista, llamada Poeta, a la que en los años cincuenta sucederá Ciclón, dirigida por José Rodríguez Feo, otro disidente de Orígenes. Por lo tanto, el poema se leyó más que como expresión de un conflicto personal del propio Piñera con respecto a la isla, como una interpretación cultural de lo cubano que se opone radicalmente a la que en esos momentos defendía el grupo de Lezama. Más exactamente, fue interpretado como una respuesta directa a las imágenes de la isla que Lezama había trazado en otro conocido poema, «Noche insular: jardines invisibles», publicado en 1941 en el libro Enemigo rumor. Como el mismo Lezama comentó, su poema era una proyección de su interés por «buscar las raíces de los cubanos en sus manifestaciones estelares y telúricas, en la tierra y en lo estelar [...] buscando esos símbolos nuestros, esas extrañas pulsaciones del aire, de las interrogaciones, de las insinuaciones, de lo secreto, de las pausas que nos rodean» (Lezama Lima, 1992: 118). Isla contra isla, visión insular contra visión insular, La isla en peso sería una réplica a la idea de lo cubano que propone Lezama en «Noche insular». Ambos poemas contrastan radicalmente en algunos aspectos, sobre todo en la pesadumbre del sentimiento de la isla de Piñera, llena de ruido y falta de armonía, frente a la invisibilidad, el silencio de las pulsaciones del aire que encuentra Lezama en su noche insular. Piñera recuerda irónicamente las palabras que definían tradicionalmente la cubanidad criolla: el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco; y llega a parodiar los términos cultistas y las imágenes cerradas que caracterizan la poesía de Lezama.

     Prueba de esta lectura conflictiva son las críticas que le dedicó Cintio Vitier, uno de los miembros más destacados de Orígenes, en sus diversos acercamientos a la obra poética de Piñera. En su antología Diez poetas cubanos 1937-1947, publicada por la editorial de Orígenes en 1948, que recoge nueve composiciones y una nota biográfica, se refiere a La isla en peso como una fracasada «experiencia pseudo-nativista». En enero de 1955 Piñera presentó una provocadora conferencia en el Lyceum de La Habana titulada «Cuba y la literatura», que luego publicó la revista Ciclón, en la que expresaba sus opiniones radicales sobre el panorama de la literatura de la isla, dominado en ese momento por Lezama y su grupo, que tildaba de inexistente. Poco después, en 1957, Cintio Vitier respondió con un curso también ofrecido en el mismo lugar, titulado Lo cubano en la poesía, que luego se divulgó como libro, en el que pretendía contradecir las palabras de Piñera en el sentido de la inexistencia de una literatura cubana, mostrando una trayectoria coherente de la poesía de la isla desde sus orígenes hasta su generación. Por supuesto, Vitier incluyó a Piñera entre los poetas cubanos destacados, pero su visión no carece de malas intenciones, incluso sugiere en nota a pie de página un plagio de François Villon por parte de Piñera en su famoso poema «Vida de Flora». En realidad, La isla en peso hacía añicos el esquema progresivo y teleológico de la poesía cubana trazado por Vitier, por lo que sobre ese poema descargará toda su crítica, usando todo tipo de argumentos: [53]

                En La isla en peso, va a convertir a Cuba, tan intensa y profundamente individualizada en sus misterios esenciales por generaciones de poetas, en una caótica, telúrica y atroz Antilla cualquiera, para festín de existencialistas. La vieja mirada de autoexotismo, regresiva siempre en nuestra poesía, prolifera aquí con el apoyo de un resentimiento cultural que no existió nunca en las dignas trasmutaciones de lo cubano. Trópico de inocencia pervertida, huit clos insular radicalmente agnóstico, tierra sin infierno ni paraíso, en el sitio de la cultura se entronizan los rituales mágicos, y en lugar del conocimiento, el acto sexual (Vitier 1970: 480).           

     Aunque Vitier, que considera que el testimonio de la isla en el poema «está falseado», hace una interpretación malintencionada, el poema es notable y plantea una vivencia antitética de la realidad cubana, convocando alguno de los mitos más constantes de la insularidad. La isla es un lugar odiado y amado a la vez, que proyecta el mito del paraíso para los europeos y llega a ser una cárcel para sus habitantes. El poema propende a la ambigüedad y la cita que lo abre es, en este sentido, muy significativa respecto al carácter antitético de la posición de Piñera: «Uno dice: '-...alaba o maldice?'; Otro contesta '-...Eso no importa.'». Piñera contempla una realidad polimórfica que no es fácil de someter a un esquema como el que traza Vitier. Una isla de la que se realizan distintas lecturas y en la que se presentan variadas visiones culturales y, sobre todo, una nación nueva que todavía no ha encontrado su literatura, por lo que aún no tiene un rostro reconocible. «Pueblo mío -escribe Piñera- tan joven, no sabes ordenar / Pueblo mío divinamente retórico, no sabes relatar. / Como la luz o la infancia aún no tienes rostro.» Esta inexistencia poética choca directamente con la tesis dominante entre los miembros de Orígenes que expuso Vitier y que se puede sintetizar en que lo cubano consiste en una interiorización progresiva del paisaje insular hasta llegar de una forma teleológica a la construcción de una sobrenaturaleza poética reveladora, cuyo exponente más desarrollado en ese momento sería la obra de Lezama Lima (González Echevarría 1993: 35-36). Esta visión de lo cubano está identificada con lo tradicional criollo, que es la ascendencia mayoritaria de los miembros de Orígenes, y no reconoce como expresión de la cubanidad otras herencias culturales presentes en la isla, especialmente la negra y la mulata, que Vitier identifica con lo haitiano o antillano. Esta confrontación de perspectivas, leída como una disidencia, determinará, entre otras razones, el enfrentamiento entre Piñera y Lezama.

     A finales de los años 50, sin embargo, el panorama cubano está próximo a cambiar. Los enfrentamientos entre escuelas poéticas sobre perspectivas culturales se van a acallar en gran medida con el triunfo de la Revolución. Pasadas las euforias revolucionarias en las que casi todos los intelectuales participaron, la evolución de la política cultural en Cuba va a determinar el fin de las hostilidades poéticas, ante la existencia del problema mucho más grave de la supervivencia intelectual y personal ante la presión política. Ocurre que, pasados unos años, el asunto de definición poética de la cubanidad, que había determinado rechazos y disputas intelectuales enconadas entre Piñera y Lezama, incluso episodios de cierta violencia, se minimiza hasta apenas quedar como una anécdota, como un choque personal de dos escritores amados y considerados como maestros por las nuevas generaciones. Casi todos los jóvenes, pese a la admiración que profesan a Lezama, que se incrementó tras publicación de Paradiso en 1966, van a estar más cerca de la visión multicultural de la isla que propone Piñera. Es el caso de Severo Sarduy, que escribe [54] su novela De donde son los cantantes, como una contestación estética a las ideas de Lezama y Vitier, y también es el caso de Reinaldo Arenas, quien evocará en Antes que anochezca su admiración personal y literaria por Piñera y el conflicto de éste con Vitier. «No participaba de la típica hipocresía literaria al estilo de Vitier, donde la realidad siempre se ve envuelta como en una suerte de nebulosa violeta. Virgilio veía la Isla en su terrible claridad desoladora; su poema, 'La Isla en peso', es una de las obras maestras de nuestra literatura», escribirá en sus memorias (1992: 106). La visión de la isla de Arenas y de Piñera, envueltos ambos en una persecución sexual y política, será coincidente, como se lee en el homenaje que Arenas dedicó a Piñera tras su muerte, titulado «La isla en peso con todas sus cucarachas», cuyo título recuerda precisamente el viejo poema (Arenas 1986).

     Lo interesante es que con la distancia del tiempo y los acontecimientos políticos, las figuras estelares de Lezama y Piñera, separados varios años intelectual y personalmente, se unifican por encima de sus diferencias originales e incluso por encima de sus respectivas y fuertes personalidades. La autoridad literaria de Lezama es absoluta entre los escritores más jóvenes y su obra poética y narrativa es tan ambiciosa que su misma presencia influye incluso en los que no comparten su visión de la isla. La publicación de Paradiso aglutinó muchas de las opiniones previamente discordantes, pese a que Lezama no varió en esta obra su visión esencialmente poética de la realidad. Como es sabido, Lezama Lima plantea su novela como conclusión y síntesis de su poesía: «Paralelo al sistema poético comenzaron a surgir los capítulos de Paradiso. La poesía y la novela tenían para mí la misma raíz. El mundo se relacionaba y resistía como un inmenso poema» (Lezama Lima 1992: 711). Por otro lado, el libro es también fruto de una pulsión autobiográfica, de un intento de rescatar del olvido algunos aspectos de su historia personal y familiar. Lezama afirma: «Tuve siempre fe en que yo sería el relator, que ese era mi destino» (Lezama Lima 1992: 574). De alguna forma, y para sorpresa de muchos, la versión criolla y transcendente de la isla había encontrado en Lezama uno de los narradores que reivindicaba el poema de Piñera. La novela es tan poderosa que funda definitivamente la literatura cubana contemporánea y resultará difícil no rendirse ante ella, hasta para los que antes habían sido enemigos literarios. No podrá seguir diciendo Piñera desde entonces que Cuba no tiene un rostro literario reconocible y es él mismo, antes que Julio Cortázar, quien da la bienvenida elogiosamente a Paradiso. Con ello acaban los viejos enfrentamientos y se funda una curiosa y entrañable sociedad entre ambos, unidos ante al acoso del gobierno de Cuba. Fruto de ella será el poema que en 1972 Lezama dedicará a Piñera, titulado «Virgilio Piñera cumple 60 años».

     A partir de este momento, las figuras de Lezama y Piñera, como las de «el flaco y el gordo» que se fagocitan en la obra teatral de este último, van a persistir unidas en el recuerdo de los jóvenes escritores cubanos, ambos en calidad de maestros indiscutibles. Una de las visiones más entrañables de esta comunidad es la imagen crepuscular que traza Reinaldo Arenas en su autobiografía, en la que ambos esperan juntos cada día en la sala de Trocadero 162, la casa de Lezama, a que María Luisa Bautista, su mujer, les sirva un improbable té a las nueve de la noche. Arenas comenta sobre esta costumbre cotidiana: «La reunión de aquellos tres personajes, en aquella casa ya un poco destartalada, que a veces se inundaba, tenía un carácter simbólico; era el fin de una época, de un estilo de vida, de una manera de ver la realidad y superarla mediante la creación artística y una [55] fidelidad a la obra de arte por encima de cualquier circunstancia. Y, además, era como una especie de conspiración secreta el juntarse y brindarse apoyo que para ambos era imprescindible» (Arenas 1992: 112). La presión del régimen cubano sobre todo lo que resultara discordante -y la presencia de ambos al parecer lo era en grado sumo-, la persecución despiadada contra los homosexuales y contra la independencia de pensamiento que ellos ostentaban, acabó con cualquier recuerdo de las viejas disputas poéticas. El enemigo, en este caso, estaba en otro frente, y ambos se mantuvieron en el campo de la resistencia moral e intelectual. Así los vieron los escritores que estaban surgiendo en los años 60.

     Otra visión representativa de los dos escritores unidos para la eternidad es la que dibuja magistralmente Guillermo Cabrera Infante en su doble biografía de ambos titulada irónicamente «Tema del héroe y la heroína», recordando el cuento de Borges, «Tema del traidor y del héroe», la primera de sus Vidas para leerlas. Cabrera traza las trayectorias de ambos escritores, sus peleas y sus diferencias estéticas y su final reconciliación. La biografía pareada comienza señalando justamente su divergencia original y su paralelismo esencial en vocación intelectual y ejemplo moral: «No hay vidas más disímiles (y a la vez más similares) que las de José Lezama Lima y Virgilio Piñera» (Cabrera Infante 1998: 13). Y prosigue, antes de pasar a contar muchas de sus anécdotas biográficas: «Era inevitable que Lezama y Virgilio se encontraran en comunidad, era también previsible que se separaran con violencia. Virgilio era pendenciero, Lezama sólido, pero los dos eran vulnerables en más de un sentido» (Cabrera Infante 1998: 15). Al valorar sus obras poéticas, Cabrera recuerda los episodios en torno a La isla en peso -que considera el poema más notable de Piñera- y la censura de Vitier. Pero sobre todo, lo que Cabrera destaca de ambos es su extraña valentía y su valor intelectual ante el poder político que los acosó hasta el final de sus vidas. Cabrera concluye hablando de la muerte de Virgilio, para confirmar lo que estamos señalando, «su muerte para siempre lo reúne con Lezama» (Cabrera Infante 1998: 58).

     Esta integridad hace que pervivan juntas sus figuras en el recuerdo de los que llegaron a conocerlos en aquellas duras circunstancias. Sus diferencias poéticas y personales en torno a la isla y la vida se han borrado ante la imagen conciliadora de estos dos maestros dispares, apoyándose mutuamente en sus penalidades. El problema de los jóvenes escritores de los 60 es cómo conciliar en su obra actitudes estéticas tan diversas. ¿Cómo declararse heredero de Lezama, por ejemplo, sin compartir sus presupuestos culturales sobre Cuba? Severo Sarduy exploró los caminos que seguir en este caso en un texto que revela su actitud de rebeldía y de respeto ante el maestro, titulado precisamente «Un heredero». Allí escribe que Lezama es, en el espacio literario cubano, el antecesor cuya obra invita a ser recobrada. «Pero -se pregunta Sarduy-, cómo suscitar ese regreso, cómo lograr que el antecesor, sin renunciar a su función de precursor, de guía, nos vuelva a ser familiar, contemporáneo? ¿Cómo devolver hasta nosotros la vasta ficción de Paradiso para reactivarla en nuestro presente y anclarla de nuevo en la realidad de nuestro tiempo de aflicción?» (Sarduy 1992: 590). Para Sarduy, que recuerda las ideas de Vitier, Lezama ha construido la identidad de la isla, liberándola de estereotipos y mitologías arcaicas o europeas: «Lezama es el descifrador de la noche insular, de los jeroglíficos nocturnos, garabatos incandescentes en el aire denso del archipiélago, que, como animitas o cocuyos, pueblan e imantan las islas a la deriva» (Sarduy 1992: 596). Pero si está claro que Lezama [56] es el antecesor, el problema ahora está en cómo convertirse en heredero. Su primera respuesta es coherente con su labor novelística: «Quizá, descifrando a contracorriente, haciendo con la lectura que su palabra advenga para que el porvenir se convierta en presente, en presencia. Heredar a Lezama es practicar esa escucha inédita, única, que se escapa a la glosa y a la imitación» (Sarduy 1992: 596). De esta forma ha concebido Sarduy su herencia de Lezama y así lo ha practicado en su novela Maitreya, donde recupera un personaje secundario y marginal de Paradiso, el chino Luis Leng, y lo convierte en protagonista de la novela. Pero hay otra forma más importante de heredar al maestro, que es asumir su doble dimensión pasional que le condenó al ostracismo y apoderarse hasta de su agonía vital, lo que también le lleva a una posición marginal: «Pero quizás heredar a Lezama sea, sobre todo, asumir su pasión, en los dos sentidos del término: vocación indestructible, dedicación, y padecimiento, agonía. Saber que el descifrador, precisamente porque impugna y perturba el código establecido, está condenado a la indiferencia, o a algo que es peor que la franca agresión y el ataque frontal: la sorna» (Sarduy 1992: 597).

     Por este doble sistema de herencia que concibe Sarduy, tanto Lezama como Piñera -aunque no sólo ellos- se convierten en antecesores para muchos de los escritores cubanos posteriores que han tomado de ellos su afán de resistencia estética y moral, refundando con su solo recuerdo una forma de la literatura cubana actual, tanto en el interior como en el exilio, que quiere sobrevivir por encima de las censuras y presiones políticas a la que está sometida. Me referiré a dos escritores cubanos con publicaciones recientes, Eliseo Alberto y Abilio Estévez.

     Eliseo Alberto, en sus dolorosas memorias tituladas Informe contra mí mismo, aparecidas en 1997, traza un panorama desolador de las condiciones culturales de vida de los que han permanecido escribiendo dentro de la isla a pesar de todo. La denuncia de la cobardía del Consejo Nacional de Cultura, que negó a Lezama Lima y acorraló a Piñera, está presente inevitablemente en su informe (Alberto 1997: 84). Para Alberto ambos aparecen también en paralelo, como figuras resistentes y aisladas en un ambiente hostil. Lezama surge relacionado con una imagen insular, «prisionero entre las cuatro paredes de su isla Trocadero, rodeado de habanas y de habanos por todas partes» (Alberto 1997: 86), finalmente liberado con su muerte, desde la que sigue ejerciendo una influencia regeneradora sobre las generaciones más jóvenes: «La Muerte, en verdad, llenó de vida a Lezama. Muchachas de fin de siglo, poetas sin miedo, diletantes a la moda, novias felices y pretendientes tristes, sacerdotes, santeros y presos políticos se acercan a los libros de Lezama con distintas intenciones pero con idéntica devoción. Todos le dicen, desde su entierro, El Maestro, no sin cierto temblor de metal de la voz. Lo citan. Lo recuerdan, lo sueñan o lo resucitan a imagen y semejanza de sus ilusiones perdidas» (Alberto 1997: 88). La evocación de Virgilio Piñera en las memorias se ilustra con una anécdota que muestra la persistencia en el recuerdo de sus contemporáneos de los versos de La isla en peso. Su primera imagen de Piñera es la de una tarde de lluvia en que acompañaba a su padre Eliseo Diego a un librería de La Habana, de pronto apareció Piñera, flaco y empapado. Diego le ofreció su pañuelo y le saludó, recordando jocosamente los versos de su viejo poema: [57]

                -Virgilio, ¿quién desdeña ahogarse en la indefinible llamarada del flamboyán?           
     Virgilio sonrió, feliz porque mi padre había recordado unos versos de La Isla en peso.
     -Ay, Eliseo, cómo llueve, viejito, no hay derecho -respondió el recién llegado, y completó su poema con voz de falsete: -Ahora no pasa un tigre sino su descripción (Alberto 1997: 157)

     El recuerdo se completa con alguna otra anécdota de su actitud sexual irreverente ante las autoridades y con una valoración de la presencia de Piñera en la poesía y en la cultura cubana, en la que también se recuerdan los versos de La isla en peso:

                Virgilio nos dijo: «Esta noche he llorado al conocer a una anciana / que ha vivido ciento ocho años rodeada de aguas por todas partes. Hay que morder / hay que gritar / hay que arañar / He dado las últimas instrucciones. / El perfume de la piña puede detener a un pájaro». Virgilio es raíz, no rama, de la cultura cubana. Nadie, antes que él, había visto el tacón jorobado en los pies de Flora ni una tormenta en el lomo de un caballo ni esos muertos de la patria en el negro penacho de una palma. Nadie hasta Virgilio había vomitado su propia imagen funeraria ni se había atrevido a pedir, para sí, un poco más, otro poco más, de escarnio (Alberto 1992: 157).           

     Eliseo Alberto reconoce en Piñera, en su obra y en su actitud vital, la calidad de maestro que señala nuevos caminos en la literatura cubana actual y de clásico, lo que lo convierte en uno de los antecesores, junto a Lezama y otros poetas de su generación: «Virgilio, el nuestro, es un clásico americano de pies a cabeza, porque su vida (complicada y pública, apasionante y secreta) funda para nosotros una tradición, nutre un nuevo árbol: el árbol magnífico de un ahorcado» (Alberto 1997: 157-8). En adelante, Eliseo Alberto construirá un cuerpo imaginario con la poesía cubana, en el que Lezama y Carpentier serían los hemisferios del cerebro, el imaginativo y el histórico; Eliseo Diego, la mirada; Guillén, el músculo, el movimiento; Fina García Marruz, el corazón; Cintio Vitier, los pulmones limpios; Emilio Ballagas, la piel sensible al miedo y a la herida; Dulce María Loynaz, la fuga interior, la sombra; Virgilio Piñera, «el intestino nervioso, colon violado, hígado oculto tras el ombligo, nocturno riñón golpeado, indigesto, censurado o maltratado por los alcoholes y las envidias de los otros cuerpos políticos de la patria. Pero Virgilio ya está a salvo. De todos y de todo, menos de su propia descripción, de su literatura. Él nos dijo: «Todavía puede esta gente salvarse del cielo, pues al compás de los himnos las doncellas agitan diestramente los falos de los hombres» (Alberto 1997: 158-159).

     La persistencia de la figura de Virgilio Piñera en la actual literatura cubana, unida ya irremediablemente a la de Lezama y la de sus respectivas visiones de entender la isla, no tan antagónicas finalmente, la encontramos también en la reciente novela de Abilio Estévez, Tuyo es el reino. En este caso el ámbito narrativo se remite simbólica y físicamente a una isla, o mejor dicho, a una propiedad arbolada en Marianao, cerca de La Habana, que se llama precisamente «La Isla», en la que coexisten diversos personajes que viven «aislados» en este espacio que parece tener vida propia. La novela de Estévez es un texto complejo y apasionante que desarrolla distintas vertientes del mito insular. La Isla de la novela aparece como un ámbito paradisíaco, aunque lleno de misterios, miedos e incertidumbres, [58] ya que está representando la infancia de uno de los protagonistas que se convertirá en narrador, el joven Sebastián. Tocado por el veneno de la literatura, Sebastián tratará de reinventar su isla con palabras, como un intento lleno de limitaciones y en última instancia inútil pero indispensable. El final de La Isla, arrasada por un incendio, al mismo tiempo que los barbudos de Fidel entran en La Habana, tiene el valor simbólico de aniquilación y restauración de todos los fuegos sagrados. Una conquista y una pérdida, ya que significa el final de la ingenuidad y la clausura del paraíso, que sólo pervivirá en forma de isla de la memoria (67).

     La persistencia de Piñera, junto a la de Lezama, en la obra de Estévez -y no sólo en esta novela, también en su producción dramática- es evidente desde la dedicatoria: «Para Virgilio Piñera in memoriam, porque el reino continúa siendo suyo». Pero es al final, en el epílogo de novela titulado «La vida perdurable» donde es más patente y se efectúa por medio de una fusión mítica al estilo dantesco, como una alegoría de la pasión literaria. Es una digresión metanarrativa donde se revelan algunos misterios sobre la naturaleza de la ficción que estamos leyendo y el narrador indaga en los secretos de su propia escritura. El esfuerzo de ponerse a escribir por una obligación misteriosa contrasta con la vida real que se adivina tras la ventana, que invita a dejar la labor. Una frase de Lezama Lima -«lo importante es el flechazo, no el blanco»- lo devuelve de nuevo al ejercicio narrativo. El recuerdo persistente de la pasión de Lezama, en el doble sentido del que hablaba Severo Sarduy, le obliga a escribir de nuevo y convierte al narrador en uno de los herederos:

                Pienso en él, en ese escritor inmenso, gordo, gordísimo, encerrado en la casa de Trocadero 162, en pleno corazón de la ciudad más pestilente, horrenda y gritona del planeta, sin poder desplazarse más que de la sala al comedor, apoyado en María Luisa (aun vivo él, ya ella se había convertido en la viuda perfecta), oyendo por música las pingas y cojones de los vecinos, atrapado entre libros polvorientos, paredes húmedas, ahogado, hundido en el sillón, escribiendo en un papelito, escribiendo con terquedad, con el seguro paso del mulo en el abismo (Estévez 1997: 328).           

     Pero inmediatamente surge la evocación de Piñera, unida a la de Lezama para el narrador por su pasión por la escritura y por su marginalidad vital:

                Pienso en Virgilio Piñera, borrado de los diccionarios, de las antologías, de los recuentos críticos, en el apartamentico de la esquina de 27 y N, con aquel asfixiante olor dulzón que mezcla el gas con la borra de café, levantado desde las cuatro de la mañana, machacando, machacando sobre la máquina de escribir los versos de ¿Un pico o una pala?, su última pieza teatral, en verso y prosa (inconclusa), levantándose a cada rato para saborear una cucharada de leche condensada, o escuchar mil veces la Apassionata (en música, o se es Beethoven o nadie), y leer en francés y alta voz una página del Diario íntimo de los hermanos Goncourt, de las cartas de Madame de Sevigné, de las Memorias de Casanova, y Proust (otra vez Proust, Proust sin cansancio en desayuno, almuerzo y comida, Proust). Ahora recuerdo, cierta noche exclamó para siempre (él sabía que para siempre). Entre Marcel Proust y yo habrá las distancias que tú quieras, [59] pero a los dos nos iguala la pasión con que nos sentamos a escribir (Estévez, 1997: 329).           

     El narrador, concentrado de nuevo en su labor por su recuerdo y ejemplo, se adentra en una suerte de viaje dantesco a los infiernos de la literatura. El peregrinaje del joven narrador se llena de visiones alegóricas y en un momento determinado aparece un guía, una encarnación de Sherezada, el narrador eterno, el que salva la vida gracias a sus relatos, que finalmente se hace llamar Maestro. Sebastián ha encontrado como Dante, a su Virgilio que le guiará por los infiernos de la literatura, donde contemplarán las almas sufrientes de los que han padecido por ella, muertos, suicidas, asesinados, torturados por la pasión que se convierte en una necesidad vital. De pronto, el guía lee en unos papeles los ya familiares versos de Piñera:

                Lo escuché leer, sin énfasis aunque con énfasis, cansado el acento y al propio tiempo de extraordinaria vivacidad: «La maldita circunstancia del agua por todas partes me obliga a sentarme en la mesa del café. Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer, hubiera podido dormir a pierna suelta. Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar, doce personas morían en un cuarto por compresión...» Y era el poder de ir entrando en la Isla casi por primera vez, sentir la compresión del mar, el encierro que cualquier isla provoca, la posibilidad de reconocerla, desvelar sus misterios, asistir a la llegada del día, de la luz que se hace invisible y borra los colores, a la neblina de la luz, «todo un pueblo puede morir de luz como puede morir de peste...» (Estévez 1997: 332).           

     El Maestro ha introducido a Sebastián en el ámbito sagrado de su propia palabra, usando los versos del poema de Piñera que para el joven son una revelación sobre el poder de los signos para construir el mundo, la isla que representan e incluso la posibilidad de contemplar el paraíso. En adelante, el narrador revela la raigambre textual de su propia naturaleza al descubrir que su figura ha sido construida sobre las entrañas del propio Piñera. Se produce un efecto de fusión mítica como la que se opera entre Virgilio y Dante en la Comedia, que ha servido de modelo al proceso: «Yo mismo, ¿quién soy? ¡Tu personaje!, si vamos a ser honestos, estoy siendo construido con entrañas tuyas, y también con entrañas de ese gran escritor, Virgilio Piñera, a quien tanto quisiste y a quien tanto debes y deberás siempre, el escritor maldito, bendito contigo (¡ah, tenías que encontrar el modo de unirte a él!), y también estoy siendo construido con muchas otras entrañas, por supuesto, el personaje se hace con cuerpos y almas de tantos cadáveres que se van saqueando por el camino» (Estévez 1997: 342). De esta forma el antecesor, Piñera, se ha unido simbólicamente con el heredero, el narrador Sebastián, sin duda también con el propio Estévez. La persistencia de Piñera, del peso de su isla, como lo hemos llamado, se hace evidente en esta novela que pone en conexión aspectos aparentemente distantes de la literatura cubana, obsesionada por trazar el mito insular, al mismo tiempo que lo pone en cuestión continuamente. Sus versos se han reencontrado en este ejercicio alegórico de trasmisión poética establecida entre antecesores y herederos, a través de las generaciones de la literatura cubana que han reescrito la figura de la isla, esa «maldita circunstancia del agua por todas partes» que, como en la novela de Estévez, a veces se [60] asemeja al paraíso y otras al infierno. Ocurre entonces que un poema como La isla en peso, inicialmente inserto en una polémica cultural, se ha convertido en una especie de fórmula mágica, que sirve para conectar a las distintas generaciones en una tradición literaria y moral, que ha unido para siempre en el recuerdo a Virgilio Piñera y José Lezama Lima, y los ha hecho persistir juntos como antecesores y fundadores de la literatura cubana actual.



Referencias bibliográficas

     ALBERTO, Eliseo, Informe contra mí mismo. Madrid, Alfaguara, 1997.

     ARENAS, Reinaldo, «La isla en peso con todas sus cucarachas», Necesidad de libertad. Mariel, testimonios de un intelectual disidente. México, Kosmos, 1986, págs. 115-131.

     ___, Antes que anochezca. Barcelona, Tusquets, 1992.

     CABRERA INFANTE, Guillermo, Vidas para leerlas. Madrid, Alfaguara, 1998.

     ESTÉVEZ, Abilio, Tuyo es el reino. Barcelona, Tusquets, 1997.

     GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, Roberto, «Introducción» a su edición de Severo Sarduy, De donde son los cantantes. Madrid, Cátedra, 1993.

     LEZAMA LIMA, José, Paradiso. Ed. de Cintio Vitier. Madrid, CSIC, 1992.

     PIÑERA, Virgilio, La isla en peso. Un poema. La Habana, 1943.

     SARDUY, Severo, «Un heredero», recogido en Lezama Lima 1992: 590-596.

     VITIER, Cintio, Diez poetas cubanos 1937-1947. La Habana, Orígenes, 1948.

     ___, Lo cubano en la poesía. La Habana, 1970. [61]





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El poeta en su isla: Guillermo Valencia

Trinidad Barrera

Universidad de Sevilla

     No ha sido muy generosa la crítica con la figura y la obra del poeta colombiano Guillermo Valencia (1873-1947), quizás no le haya favorecido su leyenda de «aristocrático y señorial en sus gustos y estilo de vida», como lo calificó José Olivio Jiménez (68), pero sobre todo ha prevalecido una mirada sesgada que insistía más que sobre los valores de su obra en la actitud personal y cívica: sus servicios parlamentarios (llegó a ser varias veces miembro de la Cámara de Representantes y del Senado), su participación en la carrera diplomática como primer secretario de la Legación de Colombia en Francia, Suiza y Alemania, sus puestos administrativos: secretario de Educación en el departamento de Cundinamarca y jefe civil y militar del Cauca, y cómo olvidar que fue en dos ocasiones candidato a la Presidencia de la República por el partido conservador. Su carrera política corrió paralela a una actividad literaria e intelectual pausada pero continua, pero desgraciadamente la primera ensombreció la segunda. Y sin embargo su papel, en cierto modo, es heredero del que ejerciera el intelectual decimonónico, las letras y la vida pública no tenían por qué estar divorciadas, así lo entendieron Bello, Echeverría, Sarmiento y tantos otros.

     Hombre de fuerte formación clásica y humanista, su cultura y su saber se dejan notar fuertemente en su poesía, como también se dejan notar sus raíces ancestrales ligadas indisolublemente a una región, el Cauca; a una ciudad, la de su nacimiento, Popayán, y a una hacienda donde solía residir cuando estaba en su país, Belalcázar. Allí, en Belalcázar, en medio del vergel de la región del Cauca, tejió su torre de marfil modernista, su aislamiento paradisíaco, el espacio idóneo para la escritura, la isla dentro de la isla, pues si Popayán es una de las ciudades colombianas más tradicionalmente hispana, un oasis en el sur, la hacienda es el centro de ese reducto aislado y señorial que significaba su lugar de nacimiento. [62]

     Pese a lo dicho nadie le discute su papel principal de representante del modernismo en Colombia, no sólo los libros sino las antologías del movimiento publicadas en España cuentan con él (J. Olivio Jiménez, Iván Schulman, Pere Gimferrer, Fernández Molina (69), etc.), como contrapartida escasea la bibliografía crítica sobre su obra poética y los escasos estudios publicados adolecen de falta de una mirada serena que abandone los tópicos repetidos, su consideración del mejor poeta parnasiano de América, su espíritu francés, o más bien los analice debidamente para calibrar lo que pueda haber de verdad o falsedad en los mismos.

     Dada la brevedad de este trabajo me voy a limitar a plantear algunas cuestiones previas que, en mi opinión, deben hacerse para abordar el estudio de su obra sin prejuicios ni tabúes.

     No fue Guillermo Valencia un poeta prolífico, es una de las opiniones más extendidas, sin embargo no parece esa la impresión si vemos las llamadas Obras poéticas completas publicadas por la Editorial Aguilar (70). Más de ochocientas páginas que reúnen los dos libros publicados en vida del autor, Ritos y Catay y otro tanto en número de poemas y traducciones bajo el epígrafe de Otras poesías y Versiones. Efectivamente si nos atenemos a lo que ve la luz como libro antes de su muerte, su producción podría calificarse de reducida, sólo dos libros donde está contenida la doble dirección que practicó siempre, la creación original y las versiones, donde alcanza, en mi opinión, una altura muy superior en su tiempo.

     Baldomero Sanín Cano, su amigo y secretario, trabajó con empeño en la obra del popayanés pero la suerte no acompañó nunca este intento de reunir su obra completa, la primera edición de Aguilar fue un fracaso debido sobre todo a las erratas vertidas y las iras despertadas por ello en la propia Colombia hasta el punto de que los editores se vieron en la necesidad de acompañar la segunda edición con una larga nota exculpatoria, donde aparte de la corrección de erratas se habla de que «se han agregado algunas composiciones menores, se han suprimido otras» (71). Cuestionemos pues que sean completas, digamos casi completas y ese casi debería haber permitido una mayor exigencia crítica. Si se reconoce que ha habido supresiones, quizás tendrían que haberse suprimido algunas más, en definitiva lo que quiero decir es que se podría haber realizado una labor de purga o poda en aquellas composiciones que sólo pueden interesar para la prehistoria de una edición crítica.

     Si nos referimos a sus libros, tendríamos que hacer también algunas puntualizaciones. Ritos se publica por primera vez bajo el sello de la editorial Samper de Bogotá en 1899, con una máscara alusiva en su portada que remite al título del libro. Está dedicado a su hermano Antonio y viene precedida por una carta dirigida a D. Juan Manuel Abelló, fechada en Bogotá en 1898, año en el que el Maestro marchó a Europa.

     En la misiva Valencia reconoce que sus poesías habían sido publicadas en varios periódicos de la época -una de las dificultades para su recopilación-, pero lo interesante [63] es que reflexiona aquí sobre la dificultad de la poesía en lengua castellana haciendo un breve ensayo sobre los escollos del «buen uso de la rima». Un escueto tratado de poética que pone de relieve un Valencia ignorado por sus críticos, su labor de reflexión crítica sobre la dificultad del idioma castellano si se le compara con el francés o con el alemán, todo un fragmento de teoría de la literatura que le lleva a decir: «En idiomas como el francés, donde casi no existe el prosaísmo, bien pudo el refinamiento de Flaubert esquivar la repetición de la misma palabra en un espacio de cincuenta líneas». Flaubert, Victor Hugo, Heredia son citados como ejemplos, lo que evidencia cuando menos al buen lector de poesía francesa -no se olvide que de estos tres franceses, entre otros, realizará versiones en Ritos-.

     Al idioma alemán le reconoce su cualidad germinante que añora para su idioma, pero frente a esas carencias proclama directamente: «ha sido necesaria penosísima gestación para que el genio de un Rubén Darío rete a las Academias habidas y por haber y haga encaje con nuestras palabras de seis pies y enseñe a los anarquistas del Arte cómo puede realizarse este hermoso pensamiento del crítico danés: hay que tener el valor de tener talento». Reconocimiento directo al genio dariano al lado de unas palabras finales que bien podrían relacionarse con la poética del silencio reciente; «la belleza no se realiza por adición sino por sustración y que tal vez el arte supremo es el silencio supremo...».

     Son cuarenta y nueve composiciones, de las cuales diecinueve son versiones libres de poetas admirados. Cuando se publica la segunda y definitiva edición de Ritos aparecerán todas ellas y algunas más, excepto una de las versiones: «A un poeta muerto» de Leconte de Lisle, un bello soneto en alejandrinos que nos recuerda «Lo fatal» de Darío en sus versos finales:

                     yo te envidio en el fondo de tu lóbrega estancia,           
libre ya de la vida, libre de la ignorancia,
del baldón de la mente, del horror de ser hombre!...

     ¿Por qué suprimió esta única versión en la siguiente edición? Probablemente porque no le satisfacía. Sólo en otra ocasión traduce a Lisle, es un poema fechado en 1920 y recogido en OPC, «El fin del hombre».

     En 1914 se publica en Londres la segunda edición de Ritos. Se le ha añadido a la anterior catorce poemas y veintinueve versiones nuevas. El libro viene prologado por quien se ocuparía de la edición de sus poesías en el futuro, Baldomero Sanín Cano.

     Bajo el título de «El poeta» escribe un corto ensayo sobre los valores poéticos del Maestro y comienza aludiendo a la polémica que para siempre acompañaría su nombre, el incidente parlamentario del 96. De entrada Sanín Cano nos apunta que no fue aquél una figura cómoda en su país por motivos extrapoéticos. Relata su viaje a Europa en el 98 y su regreso a la patria para refugiarse en su isla popayaneja, impulsado por la lectura de Maurice Barrès y sus «desplantados». Popayán es su cuna y allí se reinstala y desde allí escribe y participa en la vida pública. El conocedor de Europa y sus literaturas tiene como contrapunto al cosmopolitismo viajero, el reposo de la provincia, la quietud inmóvil de la bonanza provinciana. De su obra señala Sanín Cano el carácter alejandrino de su poesía. Y a la definición del «alejandrinismo» y su plasmación en el espíritu de Valencia dedica sus reflexiones sobre los poemas contenidos en el libro, de los que destaca algunos de [64] los que más tarde se harían célebres y repetidos por los antólogos, «Cigüeñas blancas», «Los camellos», «San Antonio y el centauro» o «Palemón el estilita».

     Al hablar de sus versiones resalta un rasgo que quiero hacer notar, Valencia no sólo traduce poesías sino que traslada al verso, cuando lo cree oportuno, la prosa, es el caso de su versión titulada «Los caballos de Herodes» que resulta ser la puesta en verso de un fragmento del cuento de Flaubert «Hérodias» (Tres contes, 1877). Lo mismo ocurre con Peter Altenberg, su versión «Oíd» es un fragmento sacado de una larga prosa perteneciente a su libro Wie ich es sehe, sección «Revolutionär». El poema en prosa de Oscar Wilde «El artista» pasa en su versión al verso. Precisamente una de las tareas más urgentes para restaurar su obra con firmes pilares es el análisis de los escritores, poetas o no, que elige para traducir, esa galería de «raros» y «consagrados» que van del genio de Victor Hugo a las excentricidades de Stefan George, Peter Altenberg o Augusto de Armas, uno de los raros de Darío.

     El gusto e interés por la traducción lleva a Guillermo Valencia en 1929, desde el retiro de Belalcázar, a la publicación de Catay, personalísimas versiones de poetas chinos (Li-Tai-Po, Tu-Fu, Wang-Hei) que realizó a partir de la traducción de estos por el escritor francés Franz Toussaint en su libro La flûte de jade (1879). Como «una traducción en segundo grado» las calificó en el prólogo a su libro. Si las tendencias sincréticas del modernismo -romanticismo, parnasianismo, simbolismo- hallan cabal expresión en su primer libro, en este segundo, publicado en una década de explosión vanguardista, se acerca en su elección a un orientalismo muy distinto al que practicara con «San Antonio y el centauro» o «Palemón el estilita». Su estética está ahora más próxima a las formas breves que tuvo en José Juan Tablada y sus hai-ku una cabal expresión. Sin embargo, con cierta dosis de ironía y consciente de los derroteros de los «ismos», dice Valencia en el prólogo: «Inútil sugerir que este trabajillo no va destinado a cubistas, ultraístas, dadaístas ni futuristas, como que los más antiguos autores de estos versos vivieron entre los siglos VIII y XIII antes de nuestra Era... Este libro sería más bien el libro preterista por excelencia» (72).

     Aparte de la importancia que la presencia china va a tener para la poesía moderna, los niveles de pulimiento expresivo y captación del espíritu oriental hacen de este libro una joya de la traducción que habría que juzgar bajo los presupuestos que Octavio Paz ha defendido en algunos de sus ensayos, traducción y creación como operaciones gemelas (73).

     No ha servido de mucho el espaldarazo que le diera Darío en una de sus crónicas para La Nación de Buenos Aires ni tampoco que la encuesta de El espectador de Bogotá en 1941 lo proclamase por amplia mayoría el poeta más popular de Colombia. Urge por tanto una revisión pausada de su obra que analice cabalmente ambos libros y despeje, en la medida de lo posible, los fantasmas de una actividad política (74) que no ensombreció su obra poética al menos hasta los niveles que algunas torpes miopías han querido apreciar. [65] Supo asimilar la estética modernista en sus más puras manifestaciones, pero el tiempo le permitió también conocer las explosiones de la primera vanguardia, su obra reflejó el tiempo que le tocó vivir así como su persona, con independencia del signo ideológico de sus preferencias, vivió apasionada y comprometidamente la vida política de su país, Colombia, marcado desde siempre por la violencia política. [66] [67]





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Viajes sin islas: la aventura de la desventura en algunas novelas hispanoamericanas recientes

Eduardo Becerra

Universidad Autónoma de Madrid

                                        por el gaviero que fui, casi niño, mirando hacia las islas que nunca aparecían         
Álvaro Mutis

     La noción de la isla como paradigma utópico no necesita, por su antigüedad, de muchas precisiones. Tampoco las necesita el hecho de cómo diversos factores facilitaron, desde el mismo momento de la irrupción de América en la escena universal, una mirada hacia esas nuevas tierras cargada de vislumbres quiméricos, que hicieron de la insularidad mítica la condición frecuentemente asignada a esos territorios. La línea que va desde la Atlántida platónica hasta la Utopía de Tomás Moro dibuja un proceso en el que el Nuevo Mundo pasó de ser prefiguración fabulosa a convertirse en espacio real que prometía el cumplimiento de viejos sueños humanos.

     Las letras hispanoamericanas se vieron afectadas desde sus orígenes, con las crónicas, por el rango fabuloso y la calidad imaginativa de esta contemplación. Desde aquel momento, la literatura de Hispanoamérica ha insistido en ofrecer representaciones arquetípicas del continente. Ello ha sido especialmente notorio en la época contemporánea, lo que indica la pervivencia hasta tiempos muy recientes de un acusado sesgo utópico en las elaboraciones mentales e imágenes simbólicas con las que la literatura, y sobre todo la narrativa, ha tratado de revelar la claves esenciales de una definición de lo americano. Y es que lo que se ha ocultado detrás de tal proceder no ha sido otra cosa que la pregunta sobre la identidad propia. Así lo vio Fernando Ainsa en dos interesantes estudios, íntimamente ligados, sobre narrativa latinoamericana: Los buscadores de la utopía [68] (1977) e Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa (1986). En ambos trabajos la noción de significación novelesca del espacio americano constituye el eje articulador tal vez más importante. En las líneas que siguen, tras unas breves consideraciones sobre el funcionamiento de tal concepto en el pasado, trataré de seguir la evolución de este concepto en algunas novelas de fechas más recientes a las utilizadas por Ainsa para ilustrar sus reflexiones.

     La literatura hispanoamericana ha constituido en buena medida un largo proceso de apropiación territorial que exploraba en una geografía diversa y singular. A partir de la emancipación, los programas americanistas de Bello y los románticos vieron en los elementos autóctonos de su realidad -con la naturaleza en primer plano- instrumentos especialmente aptos para la consecución de la emancipación mental y el logro de la expresión propia. Continuando con este proceso de «bautismo primordial» de su geografía, Fernando Ainsa (75) apunta que, con la llegada de la modernidad, la narrativa comenzó a indagar, superando todo realismo simplista, en el espacio americano desde una percepción de la realidad en la que ésta es vista como metáfora y arquetipo de reductos secretos, más esenciales y totalizadores, de ahí que en los relatos empiecen a abundar ámbitos novelescos con pretensiones simbólicas de alcance global. La imaginación volvía a cobrar así un papel fundamental para el desentrañamiento del ser de América y en estas imágenes arquetípicas, que han sido siempre pilares básicos de las identidades culturales de civilizaciones, pueblos y sociedades, los resabios utópicos mostraron considerable vigencia.

     Como es lógico, la isla, en su condición de espacio ideal, se convirtió en una presencia habitual en la trayectoria de la narrativa hispanoamericana de nuestro siglo. La reina de Rapa-Nui (1914), del chileno Pedro Prado, es uno de los primeros ejemplos de esta visión de la insularidad. En esta obra, la Isla de Pascua sirve de marco a las peripecias de un viajero modernista hastiado de la civilización en un lugar misterioso donde perviven rastros de antiguas civilizaciones míticas. Adolfo Bioy Casares, por su parte, hará de la isla, en La invención de Morel (1940) y Plan de evasión (1945), el campo de prueba para la demostración de los límites inciertos que separan la realidad y la fantasía, la vida y la muerte y el sueño y la vigilia, hasta llegar a cuestionar nuestra imagen familiar y común de lo real. La isla surge en su visión paradisíaca en Tierra de nadie (1941), de Juan Carlos Onetti, El camino de El Dorado (1947), de Arturo Uslar Pietri, y en La casa verde (1966), de Mario Vargas Llosa, y mucho más en Paradiso (1966), de José Lezama Lima, construcción de una utopía poética, de un territorio mítico que, finalmente, no es otro que el de la propia novela. Además, otros ámbitos novelescos han sido perfilados con características -como su carácter arcádico y su aislamiento- muy próximas a las que suelen ser típicas de las ínsulas utópicas. Son los definidos por el propio Ainsa como pueblos-isla: el Macondo de García Márquez, al que en un momento de Cien años de soledad (1967) José Arcadio Buendía descubre rodeado de agua; la comunidad de Rumí de Ciro Alegría, en El mundo es ancho y ajeno (1941), y también la Santa Mónica de los Venados de Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier. [69]

     La novela de Carpentier señala con especial claridad los aspectos principales y la meta final de estas búsquedas. El recorrido del protagonista por la geografía americana, convertido en viaje a través de las edades del tiempo, construye un argumento muy similar al del viaje del héroe del relato de aventuras, en cuyo final, tras la superación de diversas pruebas, le espera la recompensa y la restauración de un orden antes perdido. El punto de llegada del camino es aquí un territorio arcádico, capaz de garantizar una existencia plenaria en la que la vida humana y la cósmica discurrirían en perfecta armonía. A pesar de la ausencia de final feliz, la geografía novelesca de Los pasos perdidos estampa una imagen de América en la que prevalece con toda su fuerza su condición de tierra promisoria.

     La aventura del protagonista de la novela se erige en emblema de la aventura que una parte fundamental de la narrativa hispanoamericana de nuestro siglo emprende. Si utilizo el término aventura es porque considero que contemplar estas búsquedas como una gigantesca novela de aventuras puede conducirnos a conclusiones nada desdeñables. En un interesante trabajo José María Bardavío (76) relaciona la decadencia de este género en los tiempos recientes con lo que él llama la «crisis o pérdida del espacio ignoto», consecuencia de los avances científicos y el desarrollo de los medios de comunicación. En otras páginas, al comentar Viaje al centro de la tierra (1864), de Julio Verne, Bardavío ve en esa novela uno de los modelos paradigmáticos de la aventura: el proceso según el cual la inmersión del héroe en lo desconocido conlleva inevitablemente el intento de reconquistar un centro ordenador del mundo, perdido precisamente por esa intromisión en lo ignoto. Este proceso de búsqueda de un centro en medio de un territorio incógnito constituye, en mi opinión, uno de los grandes relatos de una parcela fundamental de la narrativa hispanoamericana contemporánea, pues la visión de América como espacio desconocido ha conservado una vigencia indiscutible en este campo.

     Si volvemos a las palabras de Ainsa se nos revela una de las claves básicas de este recorrido: «En Iberoamérica -señala- [...] la búsqueda de la identidad parece haber sido más importante que su definición. La tensión entre el 'querer ser' y el 'poder ser' se ha dado y sigue dándose con particular intensidad» (77). Sin alejarnos del tema, quizás sea bueno traer aquí la distinción que lleva a cabo Bardavío entre dos tipos de relatos de aventuras: el intrascendente, caracterizado por la apoteosis de la acción, y el trascendente, que, según el autor, se define «por una soldadura racional, personal, interna e indisoluble entre la voluntad y la aventura, de forma que cualquier acto se impregne de la huella de esa alianza físico-moral. Tal decisión supone por un lado la multiplicación de lo problemático y al mismo tiempo la instauración de un ideal. Desde ese momento no importa tanto vencer, sino no desfallecer, no traicionar el pacto interior. La decisión contiene ya el final, porque el final ya no importa. Interesa ser en lugar de conseguir o alcanzar» (78). El ser, el encuentro con el propio rostro, aparece entonces como meta final de la aventura trascendente; pero si aplicamos tal categoría a los relatos hispanoamericanos que han narrado la búsqueda de una identidad a través de los espacios propios del continente, hay que matizar que en ellos sí importa el final y no es posible separar el ser del conseguir o el alcanzar: la meta [70] definitiva es conseguir para ser o, más exactamente, conseguir ser. América como enigma, como mundo oculto necesitado de su revelación: he aquí el ideal, idéntico al señalado por Bardavío como marca de la aventura trascendente, que puede ser aplicado a las letras hispanoamericanas. A menudo las crónicas de Indias relataron las aventuras extraordinarias de hombres enfrentados a un inmenso espacio desconocido; bien entrado el siglo XX -en concreto en 1979-, Alejo Carpentier (79) defendió la necesidad de que los novelistas latinoamericanos se convirtieran en los cronistas de Indias de la época contemporánea: son éstas las dos orillas, separadas por una distancia de siglos, del marco de la experiencia aventurera emprendida por una parte esencial de la literatura de Hispanoamérica hasta fechas muy recientes.

     La imagen de América como isla ignota, a cuyo encuentro se aventura el escritor hispanoamericano de la mano de sus personajes, corresponde a un amplio período de la narrativa contemporánea en el que abundaron las reinterpretaciones míticas, y a veces utópicas, de su espacio. Es hora de seguir el rastro de esta aventura sin dejar de estar atentos a los significados que surgen de nuevos espacios novelescos. Para ello, me serviré de algunas narraciones de autores bastante representativos de las últimas décadas: son Gonzalo Contreras, Osvaldo Soriano, Luis Sepúlveda y Álvaro Mutis.

     En La ciudad anterior (1991), del primero de ellos, un vendedor de armas por catálogo, del que muy pronto sabremos que su vida pasada ha quedado definitivamente enterrada en una tumba cavada por él mismo, se baja de un autobús que, como leemos en las primeras líneas, «le deja a uno siempre al borde del camino» (80). Al emprender viaje, en «una noche nada hospitalaria y más bien indiferente», el camino quedará tragado de inmediato por la oscuridad. El destino es una ciudad dominada por un «tedio secular» y en cuyos habitantes el protagonista verá multiplicada su propia soledad. A pesar de todo, el protagonista decide quedarse por una razón bien simple: «Ya nadie me esperaba en otra parte [...]. No había percibido cómo el mundo se había deshabitado y cómo ya nada tenía que ir a buscar lejos de ahí. No tuve que indagar demasiado en el alivio que sentí al saber que el viaje había terminado y que había llegado a esa ciudad para quedarme, porque en ese momento supe cuánto más peligrosa y fatigante era la simple idea de partir. ¿En qué momento me había quedado a este lado de la línea? ¿Ya no valía la pena preguntárselo?» (pág. 140). Se aprecia en esta reflexión cómo la llegada al punto de destino no es resultado de una voluntad que intenta imponerse a los obstáculos que surgen en el camino, es más bien un detenerse sin metas consecuencia de la inexistencia de otro lugar adonde ir y que además se revela imposible, pues el final de la novela nos descubrirá que tampoco esa ciudad, habitada por fantasmas, señalará el fin del viaje. La significación del espacio novelesco de La ciudad anterior no se agota por su condición inhóspita y desolada. El relato está salpicado de referencias explícitas a un contexto histórico que coincide con la dictadura pinochetista, a doce años del golpe de 1973. Frente a esta situación, se va subrayando la imagen de un territorio que se encuentra en los márgenes de la realidad, en un Chile interior que, como el protagonista al bajarse del autobús en el inicio de la novela, vive en la cuneta de la historia. [71]

     En la novela -de revelador título- Una sombra ya pronto serás (1990), de Osvaldo Soriano, nos topamos también en la primera página con un personaje perdido: «Antes de que oscureciera -leemos- miré el mapa porque no tenía idea de dónde estaba. Hice un recorrido absurdo, dando vueltas y retrocediendo y ahora me encontraba en el mismo lugar que al principio o en otro idéntico» (81); ante esta situación, emprende el camino desde una actitud muy significativa: «Ahora no sabía dónde iba pero al menos quería entender mi manera de viajar» (pág. 10). También de forma parecida a La ciudad anterior, se nos revela una trastienda histórica muy precisa cuando Zárate, el protagonista, explica su regreso a Argentina: «Yo estuve en Italia trabajando en la Olivetti. Me iba bien pero cuando se fueron los milicos pegué la vuelta. Me pareció que valía la pena volver» (pág. 173). El argumento será en buena medida un largo desmentido a tales expectativas. El paso de una novela a otra nos permite ver cómo, para algunos, ni siquiera el fin de las dictaduras del cono sur significó la posibilidad del regreso de la esperanza. En la obra de Soriano tres personajes, Zárate, un hombre cansado de llevarse puesto; Coluccini, el gordo italiano que repite hasta la saciedad que la aventura acabó, y Lem, un aventurero perdido y perdedor, emprenden un viaje delirante por el interior argentino. En esta travesía por lugares que no aparecen en los mapas, los tres se encontrarán siempre extraviados, de ahí que vuelvan a menudo al punto de partida en un movimiento circular sin dirección alguna. Tampoco aquí se percibe meta alguna, pues como dice Lem: «Dios nos tira por ahí y si no nos gusta el lugar empezamos a buscar otro» (pág. 99). Lo que queda es un puro mantenerse, la convicción de vivir un naufragio tragicómico sin expectativas y exento de cualquier tipo de trascendencia: «Allí, agachado entre los pastos -reflexiona el protagonista-, tuve la sensación de que ya no existíamos para nadie, ni siquiera para nosotros mismos [...]. Lo que nos atraía era mirar nuestra propia sombra derrumbada y quizá pronto íbamos a confundirnos con ella» (pág. 226). Según se acerca el final, confirmando tales augurios y en medio de un «apocalipsis de pacotilla», vemos a Zárate «buscando alguna respuesta en [un] horizonte vacío» (pág. 229). Aunque a la conclusión de la novela el mismo Zárate intuya que tal vez, sin saberlo, estén llegando a alguna parte, el destino final nos ofrece otro viaje tras el cual no se percibe un nuevo horizonte ahora habitado.

     No es necesario profundizar mucho más en ambas obras para percibir un significado distinto de las aventuras narradas y de los espacios novelescos construidos respecto a relatos de épocas pasadas. En esta América el futuro que se entrevió va a ser mucho más desgarrador de lo profetizado. El viaje hacia el corazón de ese mundo nos lleva ahora hacia la periferia de la historia, hacia una tierra de nadie en la que el futuro ya no es el tiempo de la esperanza sino el de la espera. Por parecidos derroteros se mueve Luis Sepúlveda en Patagonia Express (1995), que comienza con estas palabras: «El pasaje a ninguna parte fue un regalo de mi abuelo» (82). El itinerario del personaje, el propio autor, abarcará un recorrido de ida y vuelta que comprende la experiencia de las cárceles y las torturas de la dictadura de Pinochet, el exilio y el regreso a un Chile que mantiene intacto su sabor aventurero e indómito, ubicado en los confines del mundo, el Chile patagónico [72] y de la Tierra de Fuego: de nuevo un lugar alejado de la Historia en mayúsculas. En las obras de Sepúlveda, Soriano y Contreras la mirada hostil hacia la historia no es, como en décadas anteriores, el resultado de una actitud que busca superar su contingencia para lograr una síntesis superadora de rango arquetípico que encarne la imagen de una América intemporal; es más bien consecuencia de una conciencia lúcida que ve ahora la representación emblemática de lo americano en rincones olvidados de su geografía desde los que el devenir histórico se ve a larga distancia y desde la cuneta.

     Los espacios narrativos de estas tres novelas construyen lugares de tierra adentro, donde no, el mar no existe ni, por tanto, las islas son posibles. Sin embargo, si nos centramos ahora en las peripecias de un navegante, vamos a observar que no son muy diferentes los sentidos de los espacios novelescos que perfilan las narraciones de Álvaro Mutis contenidas en su saga Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (1986-1993). En estos relatos, la geografía novelesca es no un lugar sino un discurrir, el que trazan los viajes y aventuras del Gaviero: reo de «incurable trashumancia», «rehén de la nada» y «viejo lobo de la aventura, de los esquinazos de la vida». Curiosamente, la mayoría de las narraciones de la saga nos relatan experiencias de Maqroll en tierra adentro, mundo que le es extraño y en el que, como afirma el personaje al analizar una de tales aventuras, trata con ellas de «hallar en tierra así fuera una pequeña parcela de lo que el mar me proporciona siempre». Y concluye: «Ahora sé que era inútil y que perdía el tiempo. Entonces no lo sabía. Mala suerte» (83). Las aventuras terrestres del Gaviero acabarán siendo siempre tragadas por la nostalgia del mar; espacio de plenitud donde el horizonte inalcanzable es la lección más perfecta que el hombre puede recibir. En contacto con el mar, Maqroll siente que vuelve a ser él mismo, «sin patria ni ley, entregado a lo que digan los antiguos dados que ruedan para solaz de los dioses y ludibrio de los hombres» (II, pág. 161). Ahora bien, el mar tampoco constituye un punto de llegada; es el lugar del vivir en un perpetuo errar, eterno viaje que supone un intento de «despejar la insípida madeja del tiempo» (I, pág. 56). Instalado en el «rechazo de lo que pudiera significar un compromiso duradero, una obligada permanencia en no importa qué lugar de la tierra» (I, pág. 74), Maqroll el Gaviero acepta con lucidez, desde el comienzo de su singladura, que en su viaje el premio no es otro que la aventura misma, un camino de «signos estériles» cuyo final sólo esta en la muerte ineludible.

     Así, pues, ni siquiera en el mar de Mutis y Maqroll es posible hallar islas: «Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. No existía el país en donde terminar sus pasos» (I, pág. 299); estas palabras de El Gaviero son eco de las que leemos en Patagonia Express, cuando una mujer le dice a Sepúlveda: «En otro tiempo fue tan fácil llegar al país de la felicidad. No estaba en ningún mapa, pero todos sabíamos llegar. Había unicornios y bosques de marihuana. Tenemos la frontera extraviada» (pág. 43); extravío que se revela también en Coluccini y Zárate, cuando, en Una sombra ya pronto serás, durante una delirante partida de truco, tratan, al no tener nada, de encontrar una ilusión o un recuerdo que apostar; el italiano le dice a Zárate: «Ponga algo mejor. Tiene que ser un buen recuerdo... Un viaje en barco o una isla perdida, qué sé yo» (pág. 150). Por mucho que hurgue en su memoria nada de eso encontrará Zárate. Si recordamos las palabras [73] de Ainsa citadas más arriba, en las que definía la búsqueda de la identidad hispanoamericana en su narrativa como una tensión entre el «querer ser» y el «poder ser», ha de constatarse que, al menos en estas novelas, tal tensión decide resolverse en un simple ser lo que se pueda.

     Parece que las islas y otras tierras promisorias son ámbitos cada vez más escasos en el panorama de la narrativa más reciente, son, sí, Atlántidas sumergidas pero ahora imposibles de reflotar. Cuando aparecen, se alejan bastante de antiguos valores utópicos, más típicos de épocas ya traspasadas. Así ocurre en La fragata de las máscaras (1996), del uruguayo Tomás de Mattos, donde las islas constituyen espacios degradados y letales y la tierra prometida señala a un lugar de imposible retorno; más claro es el caso de Tuyo es el reino (1997), del cubano Abilio Estévez, novela en la que la isla, que es Cuba y es más cosas, resulta finalmente el escenario de un apocalipsis de ambiguos sentidos. Tal vez estos dos ejemplos tan recientes indiquen la continuidad y mayor amplitud de una aventura novelesca que, como la de la narrativa hispanoamericana de los últimos años, parece haber escogido derroteros distintos a los de un pasado no muy lejano.

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