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De Garcilaso a Valle-Inclán

Alonso Zamora Vicente



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Siempre que se reúnen dentro de un volumen unos cuantos ensayos dispersos es menester un prólogo. Inevitablemente, ya. En ese prólogo, el autor vuelca todas las razones que se le ocurren buenamente para justificar la agrupación. Unas veces dice que está convencidísimo de cómo van a gustar al público. Otras, habla de lo armónicos que resultan. Y tantas otras cosas más. Pero pocas veces lo hace porque allí, en lo hondo de su propia creencia, entrevea que los articulejos compilados responden a una etapa cerrada, limitada (no voy a caer en la pedantería de decir «superada»: lo leal, lo sincero sería decir «trasnochada»); que, así, en el ceñido plisado del libro, ofrece una plástica evocación de lo que aquéllos fueron un día: promesa, intento, afán de ser algo. Apretados de nuevo en un solo volumen tienen algo de capullo pertinaz, resueltamente opuesto a toda dehiscencia. Sí, por eso reúno estos articulillos. Porque todos ellos, sin excepción, incluso aquéllos que en este acotado   —8→   paisaje de la ciencia han sido excepcionalmente bien recibidos, todos, digo, llevaron, al nacer, un escondido acezar de fe y de voluntad buenas, decididas, ciegamente empeñadas en ser, en sobreser, y fueron manifestaciones claras de una ruta a seguir, estrenada con ahínco.

No son, pues, la comodidad, la conveniencia, las razones triviales, las que añudan este libro. (Están, claro, sí, no se puede prescindir de ellas del todo, pero hay, además, otras.) Hoy, cuando remiro lo que aquí va, no acierto a ver grandes concordancias llamativas entre todos y cada uno de los ensayos recogidos. Pero lo cierto es que por mucho que los miremos y volvamos a mirar, lo que no se nota es que estén aquí reunidos quieras que no, con esfuerzos violentos. Ninguno, me parece, sale gravemente perjudicado, abollado, por la hiriente cercanía de otro cualquiera. Tienen unidad, su unidad, la suya, la que les dio aliento y la que se lo mantiene. En todos suena una voz española, inefablemente sonreída. Todos responden a una determinada postura ante el hecho poético que habla en español: Garcilaso, los poetas petrarquistas del siglo XVI, Tirso y su visión de Portugal, Forner y el afrancesamiento, Valle-Inclán y sus princesas. Unos cuantos estímulos ajenos interpretados de fronteras adentro, en una ejemplar lección   —9→   operante, generosa, cuyos ecos resuenan aún -¡tan dulces!- a través de la inesquivable lejanía.

De pasada, líneas atrás, he aludido -¿sin querer?, ¿meditada reacción?- a la posibilidad de que correspondan a una etapa cerrada. Es posible. Por lo menos reconozco que, en el filo del trabajo propio, las mellas serán de otro tipo en lo sucesivo. Estamos acostumbrados a hacer la Historia literaria con muy pobres elementos. (A veces la fabricamos con muchos elementos, es verdad, pero sin dejar asomar nuestra personalísima reacción.) De los ensayos que reúno, dos (Sobre petrarquismo y El modernismo en la Sonata de Primavera) quieren anunciar mi rompimiento con los viejos moldes de la crítica. Pero el adaptarse a una nueva norma es una laboriosa, tenaz aventura de dudoso gozo final, cicatero, remiso. (Yo no la he inventado, además, la norma, pero sí pretendo acercarme a ella, estrenando con su alerta zonas de nuestra literatura hasta ahora descuidadas.) Por otro lado, uno no puede menos de preguntarse si no es ya demasiado este alejandrinismo. Vivimos en plena reelaboración de nuestra propia cultura, estudiándonos, sacando a escena una vez y otra, y otra, pequeñas colinas de paisajes frecuentes. Y nunca nos surge entre las manos la delgada despreocupación   —10→   preocupación erguida de las cumbres. Crear es peligrosa, vedada expedición. Y el ensayo quiere bastar -¿y suple?- generosamente para henchir la pequeña desazón de lo no logrado, como una criatura propia donde todos los afanes se centraran, creados de nuevo, en el asombro inédito de nuestras horas vacías.

No sé si he ido demasiado lejos, y a través de zonas poco iluminadas. Pero quise, no justificarme, sino hacer ver la incapacidad propia para acercarme a cosas mejores, y, a la vez, destacar lo ya conocido: que hacer crítica leal, honrada, intentando buscar todas las resonancias próximas, es una forma nobilísima de creación. De re-creación, por lo menos. Y estos ensayos, perdidos en revistas de diversos matices y de reducida circulación, me estaban doliendo. Me parece que, al arrancarlos de allí, les he devuelto su dicha inicial, egoísta como todas las alegrías silenciosas, y los pongo de nuevo en el camino para el que fueron pensados: el de acercarnos, con la máxima unción, con el mayor sosiego de espíritu, a las voces que los motivaron. Después de todo -¡ay!-, siguen con sus rumbos en el aire, tan inciertos, como horas de reposo noche arriba. El ensayo nos condena, irremediablemente, a una pertinaz deriva, a la caza de esas ensenadas cordiales que se ofrecen, siempre, con   —11→   terco desvío. Agrupar unos ensayos es, en cierta forma, revivir aquellos instantes huidizos de Antonio Machado, agolpados a borbotones en la tarde tranquila. Los reúno aquí porque es, siempre, un hondo milagro


tener algunas alegrías lejos
y poder dulcemente recordarlas.



A. Z. V.





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ArribaAbajoSobre petrarquismo

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ArribaAbajoI

Al acercarse al estudio de la poesía lírica española en el siglo XVI, se tropieza, irremediablemente, con el tradicional casillero de las escuelas: la salmantina y la sevillana. Ambas denominaciones responden al intento de agrupar de alguna manera -con un matiz geográfico en este caso- la copiosa producción poética que sucede a la aclimatación de las formas italianas. Sin embargo, la agrupación de los poetas en el casillero tradicional no puede considerarse que sea muy exacta por el mero hecho de habitar o de escribir en un lugar determinado de la Península. Hay que reconocer que, en último término, la razón de la pervivencia de esta clasificación por escuelas no es otra que la comodidad. La vigencia de determinados rasgos -modestia o brillo de la expresión verbal, etc.- no es tampoco suficiente para considerar eficaz y definitiva la agrupación. Hay, en cambio, una serie de características diferenciadoras, de actitudes ante el hecho poético, ante la circunstancia histórica   —16→   misma, que, borrando el viejo reparto localista, enlazan a los escritores de ambas zonas en una superior manifestación vital, en un común destino histórico. Vista así la tarea lírica de esos poetas, nos encontramos con que el hecho de ser salmantino o sevillano no es más que un escalón inicial, bajísimo, en el mundo poético del quinientos. Es más clara, más honda, una aceptación de determinados motivos literarios que no han salido de ninguno de los dos sitios que dan nombre a las escuelas. Se trata de una consciente aceptación de la sensibilidad petrarquista, en su más amplio significado. Pero una aceptación de tal hondura, de tal fortaleza, que llega a representar no sólo una determinada manera de escribir, o un repertorio más o menos amplio de fórmulas estilísticas, sino una orientación a la peripecia vital misma, un vivir con arreglo a una conciencia histórica, con absoluto desdén de todas las demás posibilidades. En suma, se perfilan, lanzándose a primer plano desde el bajo vivir común, una serie de personalidades, en las que encontramos una identidad de convicciones, de decisiones vitales y literarias: asistimos, en una palabra, al paso por la vida española, de una -de dos, como veremos luego- generación histórica.

Esto es lo que me propongo revisar en mi trabajo.   —17→   La marcha, a través de un período de la historia literaria nacional, de unas minorías -las minorías creadoras de lírica de una generación- cuya obra, cuya herencia literaria es mejor entendida de esta manera que por el cauce, ya exhausto, de las escuelas literarias. No es que pretenda desterrar esta clasificación tradicional: sé cuánto cuesta alejar de los manuales el tópico o el error. Pretendo, únicamente, matizar, enjuiciar con una inédita mirada de cariño, una amplia zona de la poesía española que, desde hace bastante tiempo, está petrificada.

El intento de una historia por generaciones aparece en la historiología alemana del siglo XIX. Ranke y Dilthey ya se ocuparon del tema. Posteriormente, nuestro Ortega y Gasset y el alemán Petersen han insistido en la cuestión hasta perfilar las características generacionales. Un acertado resumen de la historia del concepto «generación» puede encontrarse en el reciente libro de Pedro Laín Entralgo.1 Yo, por mi parte,   —18→   me atendré a los postulados de Petersen, y en alguna ocasión, a los de Ortega.2

Expuse ampliamente ambas teorías en un curso universitario en Santiago de Compostela, durante el invierno de 1944, aplicándolas a un mejor conocimiento de la tan traída y llevada Generación del 98. Sucintamente, brevísimamente, ya que no es del momento extenderse en estas consideraciones, haré un repaso de las conclusiones obtenidas.

Ortega piensa que bajo la envolvente del tiempo se perciben los puntos vitales de la conciencia contemporánea. La Historia vive para comprender las variaciones del espíritu humano.   —19→   Pero estas variaciones son de muy diversos calibres: cambian las cosas externas, los imperios, las nacionalidades, y cambian las ideas, la moral, la estética. Pero ideología, moral, etc., «no son, a su vez, más que consecuencias o especificaciones de la sensación radical ante la vida, de cómo se sienta la existencia en su integridad indiferenciada». Esta sensibilidad es la que Ortega llama «sensibilidad vital»,3 compleja e integradora, primer elemento a definir si se quiere comprender una época.

Cada una de estas transformaciones de la sensibilidad vital se presenta, para nuestro pensador, bajo la forma de una generación. «La generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada».4 La generación es un fenómeno compromisario entre individuo y masa, cada uno dentro de su jerarquía. Ortega piensa que la generación es como el gozne sobre el que gira la Historia para ejecutar sus movimientos. Es como «un proyectil biológico lanzado al espacio   —20→   en un instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas».5

Al llegar a la vida, una generación se encuentra con los módulos, con las normas que la anterior impuso. El que viene desea añadir algo al pasado. No quiere pasar desconocido en el engranaje común. Al asomarse a la vida todos encuentran este doble paisaje: el pasado y el futuro. Vivir es recibir lo que han elaborado los antepasados y dejar nacer una cosa o varias cosas más: algo que fluye en cada individuo a través de sus ideales. El estado de ánimo del individuo depende de la ecuación entre estos dos elementos: el pasado y la novedad. ¿Por cuál de ellos se decidirá la generación naciente?

Naturalmente, se pueden dar las dos tendencias. Cuando la generación naciente se encuentra a gusto con lo establecido, aumenta, a su manera, lo que encuentra, sin disentir de ello. Son las generaciones que Ortega llama cumulativas. La ancianidad manda. La juventud se entrega, se supedita a la reconocida perfección. Cuando la generación naciente disiente de lo que encuentra, se presentan períodos de lucha, de polémica: son las generaciones combativas.6 No se trata de   —21→   aumentar, ni de perfilar lo establecido, sino de destrozarlo, de eliminarlo. La juventud manda.

Petersen7 estudia primero la herencia. Se citan casos en los que la herencia espiritual creadora es tan potente que da lugar a familias enteras agrupadas a un solo quehacer. En música los Bach; en pintura los Bellini. El don poético es el menos adherido a la familia. Petersen recuerda algunos casos raros, excepcionales, como los Dumas. La herencia no puede, sin embargo, considerarse como un factor formativo: la necesaria mudanza de rumbo en las generaciones nuevas se opone, en cierta forma, al principio de la herencia.

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Si establecemos una comparación con Ortega, notaremos que, en las que éste llama cumulativas, se aumenta lo establecido, en vez de cambiar de rumbo, como hacen las otras. Si, en este caso último, es decir, en una generación combativa, consideramos como herencia el pasado inmediato, el sentido generacional no puede heredarse.

Estudia a continuación el nacimiento. Indudablemente, el hecho de nacer en una época, implica, a la larga, una comunidad de rasgos. No es el hecho un poco mágico de la coincidencia de fechas, no. Se da en algunos casos -Pinder, otro teorizante de la generación, señala varios- esta acumulación: tal, 1564, que da vida a Shakespeare, Marlowe y Hardy: es un año decisivo para el drama. -Es de notar que Lope de Vega nace dos años antes.- 1632 lo será para la Filosofía: nacen Locke y Spinoza. 1685 para la música: nacen Haendel, Bach y Scarlatti. El mismo Pinder hace observar períodos de notable fecundidad: tal, el tiempo que va de 1475 a 1483. En un espacio de ocho años nacen una auténtica legión de personalidades cimeras para el arte en Italia, entre ellas Miguel Ángel, Giorgione, Tiziano, Rafael.8

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Pero lo fundamental en lo que al nacimiento se refiere es que el hecho de haber nacido en épocas parejas coloca a los nacidos a una innegable equidistancia vital de los sucesos que vayan ocurriendo en el decurso de su vida. Inmediatamente lo aclararemos.

Se fija después Petersen en los elementos formativos del individuo: las influencias, los roces, la cultura, etc., y en la comunidad o trato personal, el conocimiento entre los componentes de la generación. La relación puede establecerse por muchos medios: el contacto personal, la vida universitaria, las simples tertulias, la colaboración en determinadas publicaciones y revistas. El factor comunidad es muy importante en el desarrollo de la generación, pero no es imprescindible.

Observemos lo que se refiere a los acontecimientos, sucesos, etc., a lo largo de la vida, es decir, lo que Petersen llama experiencias generacionales. Nunca como en este caso cabe hablar de la incontemporaneidad de los contemporáneos. Un hecho cualquiera, la guerra última por ejemplo, es un suceso contemporáneo de todos los que   —24→   lo hemos vivido. Pero no ha afectado por igual a todos; lo importante no es vivirla juntos, sino a una misma edad. Aquí la importancia del nacimiento. Se podrían espigar multitud de casos aclaratorios de esta forma de íntima contemporaneidad. Petersen cita algunos. Cuando la revolución de julio en Francia, hubo, natural y lógicamente, repercusiones en Alemania. Goethe tenía entonces ochenta y un años. Al hablarle de la revolución no quiso saber nada de ella, él, Goethe, la cima de toda curiosidad intelectual. Juzgaba entonces mucho más interesantes las cuestiones naturalistas de Cuvier. Humboldt, que tenía sesenta y tres años, pensaba lo mismo. En cambio, la gente joven reaccionó vivamente. No faltó un novel compositor que fabricara odas a la Francia contemporánea. Esto nos demuestra que las experiencias que influyen en la generación son las acaecidas durante la juventud. La juventud es un período plástico, receptivo, es cuando se vive en un perpetuo alerta, con una tensión constante, como acechando la llegada del oscuro milagro que afirme la personalidad. Un ejemplo análogo al pasado ocurrió en Alemania hacia la mitad del XIX, con la aparición del ferrocarril y de los barcos de vapor. Los viejos, románticos del 40, decían que aquello significaba la muerte de toda poesía. Los jóvenes   —25→   adivinaron que aquello marcaba una pauta a una vida nueva. Otra vez la juventud hizo suyo el cambio.

Las experiencias generacionales pueden ser, para Petersen, culturales y catastróficas. Transformaciones lentas, parsimoniosas, y bruscas, que aparecen repentinamente, alterando con su presencia todo lo establecido. Un poeta español contemporáneo, Rafael Alberti, dice en uno de sus versos: he nacido -perdonadme- con el cine. En efecto, para el hombre actual es factor importante la radio, el cine, cualquiera de los grandes cambios culturales o catastróficos -la guerra- que hemos presenciado.

Petersen reconoce la existencia de un führer, caudillo o conductor. Cada época tiene su modelo humano. En el Renacimiento, el humanista. En el siglo XVI, el cortesano: el hombre galante y atrevido, militar y poeta, que sabe manejar las armas y los idiomas antiguos: Castiglione, Garcilaso. Fácilmente encontraríamos tipos claros, representativos de la época en que viven. Este caudillaje, este modelo vivo, lo concibe Petersen de dos formas. Como organizador, jefe de la generación, que muestra el camino a los jóvenes, o bien como un héroe cultural, que proyecta su mágico influjo en la generación operante. Recordemos, por ejemplo, el papel capital   —26→   de Góngora en el XVII, o la lejana, suave, presencia de Garcilaso en los poetas de que nos vamos a ocupar.

El caudillaje es un factor importante en la vida de la generación. Es como si le encontráramos una cabeza visible, casi responsable. Pero no es un factor imprescindible. Puede darse el caso, y de hecho lo hay, de generaciones sin führer, o de generaciones que, una vez encontrado su camino, disienten del guía inicial, ocasionalmente encontrado. Ejemplo preciso, las relaciones entre Rubén Darío y la Generación del 98.

Pero si el caudillaje y la comunidad son factores no decisivos, sí lo es, en cambio, la existencia de un lenguaje generacional. Toda generación tiene un lenguaje propio. Gracias a él se hacen ostensibles las tendencias comunes, la crítica de las circunstancias que se combaten, la tendencia a los mismos fines. El lenguaje no se inventa repentinamente, no es una palabrería buscada y alzada al frente de los componentes de la generación como una bandera, no. Va naciendo a través de ideas nuevas, de sentimientos imprecisos. En una palabra, la generación que habla es porque tiene algo que decir. Y lo dice a su manera, distinta también de la manera de decir de los demás. El lenguaje será la vanguardia,   —27→   el elemento de choque entre la generación naciente y la moribunda. Es, a la vez, la piedra de escándalo, el más notorio y hasta agresivo símbolo de lo que nace: recordad la lucha contra los gongorinos.

El factor que encierra más importancia para el desenvolvimiento de la generación nueva es el anquilosamiento de la generación anterior. Evidentemente, toda generación constituye una especie de organismo total, íntegro, en cierta forma cerrado. Más o menos conscientemente, el repertorio de ideas, de postulados de la generación se va hieratizando, petrificando. La fluidez de posturas, de iniciativas del apogeo de la generación se va limitando, encerrándose en una inicial cohesión que acaba por ser dogma, oposición franca y abierta al paso entre sus filas de lo joven, de lo que va naciendo. Así, la juventud, al encontrarse en la vida, se puede tropezar con esta generación anterior que le cierra todo camino, que le es hostil, área vital donde los nuevos no encuentran su sitio. Los jóvenes entonces se segregan de la anterior manifestando su protesta, su decisión de ser de otro modo: la generación entra así en el escenario histórico.

De todo lo que queda señalado, se deduce que generación no quiere decir una medida de tiempo regular, ni una igualdad determinada por   —28→   el nacimiento, sino una unidad de existencia, una semejanza vital determinada por una comunidad de destino que implica, a su vez, una igualdad de experiencias y de objetivos. Sin embargo, no hay que creer que la generación pueda explicarlo todo, ni que su módulo sea exclusivo. La personalidad del artista está por encima de todos los encasillamientos posibles. Dentro de la comunidad generacional los valores personales existen, y se reconocen las cualidades de la originalidad más íntima y peculiar.9 En ocasiones, como ya señala Ortega, los componentes de una generación pueden sentirse como enemigos.10 El   —29→   concepto de generación así expuesto no tiene más que un valor de guía total, de fondo sobre el que dibujar las mudanzas históricas.11




ArribaAbajoII

Abarcando en una ojeada de conjunto el panorama de la lírica del XVI, nos salta en seguida a la vista la transformación garcilasiana. Consuetudinariamente se viene diciendo que Boscán y Garcilaso transforman el panorama de la poesía española, transformación realizada con   —30→   una innegable voluntad de cambio, con una expresa decisión de novedad. Lo anterior no vale; la estrofa corta, fácil, de los cancioneros, no puede ser vehículo de un nuevo clima poético. Se impone el verso italiano. Lejos, con un callado gesto de mando, la sombra de Petrarca.

La subversión lírica de estos dos poetas es aceptada rápidamente por una serie de espíritus selectos, por una vanguardia creadora que hace suyos los nuevos postulados. No es, pues, el esfuerzo de Boscán y Garcilaso una intentona aislada, ni un afán de destacar: es una postura vital cuya necesidad era sentida por una minoría selecta, disconforme con lo establecido. Y así se nos van insinuando sobre el fondo de cancioneros, de villancicos, de coplas de arte mayor, sobre la selva del romancero colectivo y fácil, los versos largos, italianos, personalísimos y de complicada técnica: Boscán, Garcilaso, Acuña, Cetina, Sá de Miranda, Hurtado de Mendoza.

En cierta manera, la división en dos generaciones de los petrarquistas, perfilándose en la primera algunos de los nombres que acabo de señalar, fue insinuada ya por J. G. Fucilla.12   —31→   Pero su diferenciación está hecha exclusivamente a base de las influencias acusadas en una y otra generación. Es decir, su tesis es, simplemente, un dato de apoyo a la división por generaciones, pero no puede ser el motivo esencial. En cambio, si observamos a esos hombres preguntándonos con cuidado si constituyen realmente una decisión de obrar, nos encontraremos con una serie de circunstancias igualatorias, que dibujan nítidamente su agrupación. Veámoslo en detalle.

Nacimiento13

Sá de Miranda nace en 1481. Sería el patriarca del grupo. Es ya maduro cuando los otros son   —32→   jóvenes. Sin embargo, no debemos olvidar que el valor de la juventud es muy relativo. Sá de Miranda sería uno de esos viejos-jóvenes, que se nos presenta aceptando con toda consciencia y responsabilidad la transformación italianizante. Antes de 1521, fecha de su viaje a Italia, cultiva la poesía tradicional. Se trata de un espíritu alerta, despierto, joven.

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Garcilaso y Hurtado de Mendoza nacen en 1503. No sabemos cuándo nace Boscán: hemos de suponerle ya formado en 1525, fecha de la famosa conversación con Navagiero. Acuña, Cetina y Silvestre, en 1520, fecha probable también del nacimiento de Jorge de Montemayor. En 1524 Camões. La zona de fechas en que estos poetas aparecen es demasiado amplia para reducirla a una expresión sencilla y fácil. Sin embargo, no debemos olvidar que hasta después de 1520 no se hace una tarea fuerte de la imitación italiana. Este dato nos los acerca mucho más.

Elementos formativos

Sobre todos estos escritores pesa una indiscutible semejanza de formación: Todos se han formado en un ambiente superior, de clases selectas, de minorías directoras. Todos son cortesanos, allegados estrechamente a la nobleza. Todos son, en el amplio sentido que hoy damos a la palabra, universitarios. Boscán se educa en la corte castellana y aprende de Lucio Marineo Sículo. Garcilaso debió de educarse junto a los príncipes, en la Casa Real, como ya insinuó Navarrete.14 Acuña pasa sus primeros años en   —34→   Valladolid, «entre las fastuosidades de una corte alegre y despreocupada».15 Uno de sus primeros recuerdos infantiles será probablemente el de las fiestas por el bautizo de Felipe II. Hurtado de Mendoza cursó en Granada y Salamanca, estudió con Pedro Mártir, y, en Italia, con Nifo y Montesdoca.16 Cetina conoce el esplendor de Sevilla en los primeros años del XVI, y las reminiscencias de los clásicos en su obra autorizan a suponer una educación análoga. Sá de Miranda es también poeta palatino, y, además, profesor universitario. A lo largo de su vida, las relaciones, las amistades, son las mismas. Sá de Miranda trata, en su viaje a Italia, a Bembo, Sannazzaro, Ariosto, Sadoletto, Giovio. La ilustre Vittoria Colonna, amiga de Miguel Ángel, era pariente del sabio portugués: ella sería el nexo entre el profesor de Coimbra y los escritores italianos.17 Boscán recibe elogios de Lucio   —35→   Marineo Sículo y es amigo de Navagiero. Garcilaso trata en Italia a Bembo, a Bernardo Tasso, a Tansillo, a muchos más. La estancia de Acuña en Italia, desempeñando incluso cargos de primera importancia, autoriza a suponerle en iguales relaciones.18 Así ocurre por lo menos con D. Diego Hurtado de Mendoza, del que la relación de su amistad y mecenazgo19 con artistas italianos sería abrumadora. Análogo capítulo de amistades italianas existe en la biografía de Cetina.20

En consecuencia, en los elementos formativos, coadyuvantes a una postura intelectual frente al mundo, notamos un innegable parecido.

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Comunidad personal

Y, ellos, ¿se conocieron? ¿Existió ese factor que Petersen llama comunidad personal?

Es proverbial la estrecha amistad entre Boscán y Garcilaso. La exquisita epístola de éste a Boscán, escrita desde Valclusa, basta para inmortalizar esta amistad. Boscán y Hurtado de Mendoza se expresan mutuamente por escrito su admiración y afecto. D. Diego hizo al poeta catalán su confidente, comunicándole sus deseos de una vida reposada y libre, lejos de embajadas y gobiernos.21 Sá de Miranda, a su regreso de Italia a Portugal, en 1526, se detiene en la corte de España, donde es casi seguro que trató a Boscán y a Garcilaso. Por lo menos es indudable que allí estaba, como dama de la Emperatriz, Isabel Freyre, la Celia de sus versos, la hermosa amada de Garcilaso. Una vez muerto el poeta toledano, Sá le llora, en emocionados versos.22 Un algo de simbólico puede hallarse en   —37→   este hecho de haber cantado los dos a la misma mujer. Igualmente parece simbólica la llegada de Acuña a Provenza poco antes de la muerte de Garcilaso. En esta época debió de ser su trato suficientemente íntimo para motivar el epigrama latino de Garcilaso, que, en loor de Acuña, figura en la traducción de El caballero determinado, de Olivier de la Marche, realizada por el vallisoletano.23 A su paso por Italia, en varias ocasiones y con varios cargos, políticos y militares, Acuña debió tratar a Hurtado de Mendoza, embajador de España en Roma, en Venecia, en Siena.24 Entre D. Diego Hurtado de Mendoza y Gutierre de Cetina existió asimismo una fuerte amistad. En 1542, Cetina escribe a   —38→   Hurtado, embajador en Venecia, pidiéndole un cuadro de Tiziano, probablemente la Flora de los Oficios, que quizá perteneció al embajador español. Por la carta pasa el recuerdo de Boscán y Garcilaso como algo muy familiar.25 En fin,   —39→   entre los primeros poetas petrarquistas hay una sólida trabazón de amistad, de camaradería.

Experiencias generacionales

Aun viene a unirlos más la identidad de sus experiencias vitales. A todos les corresponde vivir en el momento de mayor fuerza imperial   —40→   hispana. Las campañas de Carlos I, y, en parte, las de Felipe II barajan y reparten en el tapete europeo las figuras de nuestros poetas. La socorrida cita del verso de Acuña


un monarca, un imperio y una espada



explica este momento español de la Historia del mundo.

Sá de Miranda es el único que escapa a este aspecto militante de la generación, a pesar de haber conocido la febril actividad del Portugal manuelino. Los demás, en mayor o menor escala, llenan su cometido heroico con plena satisfacción. No voy a recordar la vida, hazañosa hasta lo legendario, de Garcilaso. Boscán, el burgués y pacífico Boscán, figura en la expedición a la isla de Rodas, en 1522. Acuña asiste a las campañas de Provenza en 1536; en 1544 es preso por los franceses. Hace la guerra de Sajonia, con elevados puestos, en 1547. En 1550, en Fiandes. Saca de Insbruck, en 1552, en circunstancias difíciles, el bagaje del Emperador. Le vemos ante Metz en el mismo año. En 1553 realiza en África una arriesgada e importantísima obra: la destrucción de Turris Annibalis, cerca de Túnez. San Quintín, Calais, etc., etc., conocen las huellas del capitán-poeta. Para que sea mayor su analogía con Garcilaso, también una mujer -su   —41→   viuda- publica sus versos a su muerte.26 Gutierre de Cetina tiene análoga hoja de servicios. Es soldado en las guerras de Italia. En 1543 asiste en Alemania a la toma de Duren. En 1545 va a América, la gran aventura de todo español del quinientos. Mendoza maneja las luchas italianas política y militarmente; trabaja en negociaciones matrimoniales de reyes en Inglaterra;27 su voz mueve el Concilio de Trento; guerrea en las luchas contra los moriscos en Granada; organiza armadas para los mares del norte; también Flandes conserva las huellas de su paso, etc., etc. Como vemos, la peripecia histórica, la circunstancia de estos poetas es bien análoga.

Pero la gran experiencia formativa, el gran acontecimiento vital para estos hombres, es su viaje a Italia. En plena juventud, la Italia del cinquecento tenía que ser, forzosamente, una experiencia   —42→   deslumbradora. El Renacimiento plástico en España es, en los primeros años del siglo XVI, tan sólo un vago presentimiento. Aún se hacen catedrales góticas: se están dando los últimos toques a la de Sevilla, se empieza la de Salamanca; la de Segovia no está ni en proyecto. Los reyes de España viven en viejos alcázares morunos o en austeros palacios medievales. A los ojos castellanos, hechos a este ambiente, el panorama de las ciudades italianas se presenta como el de un país de maravilla. La sensibilidad juvenil se siente fascinada por aquel terceto en piedra que es la fachada del Palazzo Farnese, por las cúpulas de Bramante, por la Farnesina, por la interminable lista de pintores y escultores geniales que andan por la Florencia de los Médicis, por la Roma de León X y de Clemente VII. En líneas generales, la permanencia de estos españoles en Italia coincide con la elevación de los más representativos monumentos del cinquecento. Desde la Librería veneciana a la cúpula de San Pedro. Desde Luini o el Sodoma hasta la Sixtina o el Tintoretto. Todavía en un escritor posterior, ya lejano en sensibilidad a este momento de fiebre artística, Cervantes, quedará como lo mejor de su vida el recuerdo de los años en Italia. Creo que esto justifica plenamente este esfuerzo por una nueva   —43→   arquitectura, por una inédita expresión formal dentro de la literatura española.

Otros factores

En cuanto al caudillaje, Petrarca es el faro director de los nuevos poetas. Y con Petrarca toda su temática, más o menos alterada. Pero, siempre, por encima de las diferencias naturales debidas a la personalidad del escritor, el amor petrarquesco informa toda la producción mayor de estos poetas. La existencia de un lenguaje nuevo no hace falta recordarla. Harto conocido es su procedimiento estilístico, y por todo el mundo se reconoce su esfuerzo por transformar los viejos modos expresivos de la lírica. Es la nueva trova pulida de que habla Castillejo. Este mismo habla en una ocasión, textualmente, del nuevo lenguaje de los petrarquistas.28 En cuanto al   —44→   anquilosamiento de la generación anterior, todo un largo medio siglo de poesía de cancionero, de lírica de tono menor e intrascendente, viene a demostrarlo.



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ArribaAbajoIII

He pasado de prisa por el esquema de la primera generación, la combativa, la que trae al panorama de la lírica española una época de «polémica, de beligerancia constructiva», para mirar con más detenimiento la que sigue. Tropezamos ya con las tradicionales escuelas salmantina y andaluza. Veamos de emplazar a los escritores en un segundo bloque generacional.29

De muchos poetas de este tiempo desconocemos   —46→   los datos más elementales. Tal nos pasa, por ejemplo, con Francisco de la Torre, con Lomas Cantoral, con Pedro Laínez, con Francisco de Medrano.30 De algunos no contamos siquiera con una edición moderna aceptable. Por otro lado, la cantidad de la producción es tal, que cuesta verdadero esfuerzo intentarlo a través de esta enmarañada selva de églogas y sonetos. Quizá esto es lo que más ha contribuido a detenerse en dos o tres figuras de primera fila, agrupando a los demás a su lado con más o menos ligereza. Así, Fray Luis y Herrera. Lo cierto, lo que a primera vista brota con indiscutible diafanidad, es que todo este impulso poético llena cumplidamente todo el espacio vital de Felipe II: de 1527 a 1598, es decir, el tiempo en que en la historia nacional se prolonga, por así decirlo, el momento inaugural del emperador. Al acabarse el siglo puede darse por terminado el empuje petrarquista. En 1598 se publica La Arcadia; en 1599 el Guzmán. Al   —47→   empezar el siglo XVII, Góngora tiene 39 años, Villamediana, 18, y Quevedo, 20. La ternura y sencillez garcilasianas están muy lejos.

Nacimiento

Deteniéndonos en los nombres más interesantes de este período, encontramos lo siguiente:

Hacia 1525, nace Ramírez Pagán.31 En 1527, fecha del nacimiento de Felipe II, nacen Fray Luis de León, Arias Montano, Mal Lara. Baltasar de Alcázar nace en 1530. En 1533, Ercilla; hacia esta fecha nació también Juan Zumeta. Fernando de Herrera en 1534. Pacheco en 1535; Francisco de Figueroa en 1536. Francisco de Aldana en 1537.32 Céspedes en 1538. De   —48→   otros no sabemos la fecha de su nacimiento, pero la de la muerte los hace equidistantes de las nuevas corrientes que anuncian el XVII. Así Gaspar   —49→   Gil Polo, Gálvez de Montalvo y Fray Luis de León mueren en 1591. En igual fecha muere San Juan de la Cruz. En 1590 ha muerto Diego Girón. Malón de Chaide y Argote de Molina mueren en 1598, fecha también de la muerte de Arias Montano. Herrera ha muerto en 1597. Pacheco muere el 1599. Pedro Laínez en 1584;33 Ercilla, en 1594: si tenemos presente que la aprobación de la obra de La Torre está hecha por Ercilla, esta fecha de 1594 puede ser un dato para el desconocido poeta. Barahona de Soto muere en 1595. Algunos entran brevemente en el siglo XVII: Baltasar del Alcázar (1606), Céspedes (1603), Medina, seguramente Figueroa.

De una forma o de otra su vida transcurre en un período de moda, de vitalidad italianizante. Mejor, bajo la fascinación que ejerce el primer período italianizante del siglo XVI. Insisto de nuevo, y ahora más que nunca, en que el italianismo es un fondo, un denominador común,   —50→   sobre el que se perfilan, ahora acusadamente, las personalidades. Nos encontramos ante unos cuantos jóvenes, españoles del siglo XVI, que, sintiendo la necesidad de hacer poesía, encuentran a su alrededor un clima lírico que les satisface. Las ninfas doradas de Garcilaso, los tiernos requiebros de Cetina, la primavera perenne de la égloga, etc., son, para esta juventud de la mitad del siglo, excelentes procedimientos de creación. Los viejos no sólo no les cierran el paso, sino que les ayudan, les guían y aconsejan. Tal es el papel de Acuña y Mendoza en las tertulias granadinas. Los jóvenes se dejan guiar a su vez. Se unen en esta recíproca plasticidad hasta formar un todo orgánico con los anteriores. Así se forma ese bloque confuso y amplísimo que los manuales llaman, con toda imprecisión, petrarquismo. Observemos a la nueva generación.

Elementos formativos

Los elementos formativos andan muy cerca de los de la primera generación. En realidad, lo que ocurre con estos jóvenes es que consigue validez oficial la literatura de los anteriores. Es el momento, que hemos conocido en otras épocas, en que una creación particular alcanza consagración universitaria. Esta segunda generación   —51→   es la de los teorizantes y estudiosos de la primera. Ya no es necesario combatir aguerridamente -hasta la muerte- como hicieron Garcilaso o Cetina, o Acuña. Esto correspondía muy bien con las múltiples campañas del Emperador. Pero ahora se impone gobernar aquellas conquistas con la cabeza, con la meditación. A la marcha inacabable por Europa, sucederá el Escorial. Así, en la nueva generación abundan los teólogos, los eclesiásticos, los humanistas. Toma cuerpo el afán de descanso. Como Carlos se refugia en Yuste, Figueroa se retira a Alcalá, La Torre se hace sacerdote -según la biografía de Fernández-Guerra-, y Medina huye del bullicio sevillano. Si allí abundaban los militares, aquí, sin dejar totalmente ese aspecto -Alcázar, Montalvo, Torre-, hay profesores universitarios -Fray Luis, Medina-, algún jurista -Gil Polo-, un médico -Barahona de Soto-. Todos han recibido la influencia de Italia: Figueroa estudia en Siena (y conoce Flandes). La Torre habla del Tesino y del Po en sus versos. Medrano va a Italia. Medina intimó con muchos artistas y escritores italianos durante su viaje en 1564. Gálvez de Montalvo muere en Palermo. Céspedes fue dos veces a Roma. Herrera mantuvo relaciones con Giambattista Amalteo. Fray Luis traduce a escritores italianos... En fin: la influencia   —52→   italiana sigue clarísima. De cerca o de lejos, el recuerdo del cinquecento pesa sobre la obra de estos escritores.34

Comunidad personal

¿Se conocieron ellos entre sí? No cabe duda. Tradicionalmente, se considera la amistad entre Francisco de la Torre y Figueroa. Los nombres pastoriles que La Torre emplea en sus églogas autorizan a creerlo. De igual fuente se deduce su amistad con Pedro Laínez. El apéndice de traducciones de Petrarca y de Horacio que sigue a las obras de F. de la Torre puede servir de buen ejemplo de colaboración literaria. Si allí hay composiciones de escritores casi olvidados -Juan de Almeida, Alonso de Espinosa-, también las hay del Brocense y de Fray Luis.35

No   —53→   olvidemos la relación de identidad histórica en que colocan al Brocense y a Herrera sus respectivos Comentarios a Garcilaso. En las obras de Lomas Cantoral abundan los elogios a poetas contemporáneos. Pero aun hay una más estrecha intimidad en otros sectores. En Sevilla había fundado (hacia 1550) Juan de Mal Lara una escuela que alcanzó rápida celebridad. Se enseñaba allí Gramática y Humanidades, cosa que el maestro Mal Lara había aprendido en Salamanca, Alcalá y Barcelona. De su estancia en Salamanca salió el conocimiento con el Brocense, y con el famosísimo León de Castro, enemigo de Fray Luis. En la escuela de Mal Lara se trataron y conocieron los ingenios avecindados allí. Herrera, Medina -que fue alumno de la escuela-, Mosquera de Figueroa, Vergara, etc. A la muerte de Mal Lara, los contertulios se repartieron sus libros y antigüedades. Le sucedió en la dirección de la escuela Diego Girón, también poeta del grupo, alabado y conocido de Herrera.

Aun hay más sitios de reunión de los ingenios sevillanos. Uno de gran importancia debió de ser la casa del marqués de Tarifa, don Fernando Enríquez de Ribera. Este noble, hijo del segundo   —54→   duque de Alcalá, tenía como preceptor a Francisco de Medina. El joven marqués, muerto en aún no lograda juventud, reunía en su palacio de Sevilla -la actual casa de Pilatos- o en su finca Huerta del Rey, amplio naranjal en los Caños de Carmona, a todos los artistas de la localidad. Allí se reunían Herrera, Medina, Céspedes -que trabajó como pintor en el palacio-, Juan de la Cueva, Pacheco. La muerte del noble provocó una larga serie de elegías y lamentos rimados.36 Análogos lugares de tertulia serían las casas del canónigo Pacheco -donde su sobrino y homónimo el pintor conocería a todos los artistas que describe en su Libro de Retratos- y de Gonzalo Argote de Molina, sabio historiador, propietario de una fabulosa colección de libros y objetos de arte.37

  —55→  

Es asimismo conocida la amistad entre Herrera y Lomas Cantoral. Barahona de Soto tuvo conocido trato con el poeta sevillano. Barahona había conocido en Granada a Acuña, Mendoza y Silvestre.38 Por todas partes encontramos una relación -estrechísima en algunos casos- de amistad, de colaboración. Se cumple holgadamente el requisito pedido por Petersen.

Experiencias generacionales

¿Cómo es la circunstancia histórica de estos hombres? Si repasamos rápidamente los sucesos de la época, nos encontramos con que su juventud discurre en una constante afirmación de los valores anteriores. Aún no se ha insinuado siquiera el descenso de la política española en Europa. El nacido en España tiene por el simple hecho de su nacionalidad una dimensión universal. Estos hombres se tropiezan a lo largo de su vida con Mülhberg (1547), San Quintín (1559), Lepanto (1571). Al ocurrir la famosa batalla   —56→   contra el elector de Sajonia, Fray Luis, Arias Montano y Mal Lara tienen 20 años. Cuando San Quintín, tienen 32; Figueroa, 23; Herrera, 25; Pacheco, 24. Para la circunstancia española no ha habido todavía serias nubes en el horizonte. Ya adultos, todavía verán la gloria de Lepanto: Fray Luis, Arias Montano, Mal Lara tienen 61 años; Figueroa, 52; Herrera, 54. Ya no es fácil que cambien. Alcazarquivir y La Invencible ya no suponen para ellos una nueva decisión. Algunos, como Mal Lara, o Laínez, ya han muerto cuando la desgraciada expedición a Inglaterra. En suma, no hay ni un solo elemento, ni un solo factor que, al asomarse estos jóvenes a la vida, les haga sentirse a disgusto con lo que encuentran. Se sienten emplazados con holgura y perfección dentro de la enorme máquina española. Las dudas, las vacilaciones, vendrán después: Cervantes, Quevedo. A los hombres del XVI no les ofrece la Historia síntomas de desazón y de zozobra. Por eso son clásicos, auténticamente clásicos. Todos sus problemas tienen una acorde, indubitable solución. Están acordes consigo mismos.39

  —57→  

Pero la gran experiencia de esta juventud es de tipo cultural, mejor sentimental. La gran convulsión es de tipo íntimo, emocionadamente íntima: es el descubrimiento de Garcilaso.

Ha tenido que haber un momento, un día lleno de confusos presentimientos, en que, en las manos de estos hombres, temblorosas de curiosidad, ha caído un «Boscán y Garcilaso». Dámaso   —58→   Alonso ha descrito prodigiosamente este hallazgo, refiriéndolo a otro poeta -el más alto poeta-, a San Juan de la Cruz.40

Las poesías de Garcilaso se publicaron en 1543, pero las ediciones se suceden con rapidez. En cualquier lugar de España podía encontrarse este libro mágico.41 Y la voz de Garcilaso, con su aroma de nostalgia y suave tristeza, orienta a los jóvenes poetas definitivamente. El milagro se produce; nada extraño, puesto que todavía   —59→   hoy la ternura garcilasiana está preñada de resonancias dulcísimas.

Otros factores

Y ya hay un patrón, un modelo al que seguir y venerar: un caudillo. Garcilaso se convierte automáticamente en un clásico. Se le comenta, se le estudia, se le trae de aquí para allá con encendido elogio. En la obra de estos poetas se encuentran, de vez en cuando, reproducidos literalmente, algunos versos garcilasianos. Su misma temática, con las alteraciones propias del tiempo y de las personalidades, informa la poesía de esta segunda generación.




ArribaAbajoIV

Creo que, con esta visión de una generación cumulativa, queda más ampliamente, más calurosamente entrevisto el panorama de la lírica del XVI -de raigambre italiana- que bajo el marchamo de una escuela. Dentro de esta multitud de escritores habría que prescindir, para el movimiento de la lírica, de algunos nombres. Por ejemplo, la ulterior creación, austera y altísima, de Fray Luis, o la tarea humanística de Arias Montano y el Brocense, o la fácil inspiración de   —60→   Baltasar del Alcázar. Sin embargo, todos rinden, de una u otra manera, su tributo al mundo generacional. Incluso cabe -ya queda dicho- el que sus componentes se consideren como antagonistas. Y sobre todos estos escritores anda el suavísimo mandato de Garcilaso, informándolos, protegiéndolos.

Un análisis de la materia poética de la generación nos llevaría igualmente a sorprendentes afinidades. No voy a detallar ahora cuál es este contenido. Creo que lo que expuse en mi edición de Francisco de la Torre es suficiente: en líneas generales, puede aplicarse a todos los poetas que siguen la voz garcilasiana. El amor, con su sistema de erudición platonizante; la mujer, con arreglo a un determinado canon de belleza; la idealización de la naturaleza, la melancolía y el fatalismo son los ingredientes fundamentales de esta lírica.42 Aun los caracteriza más la serie   —61→   de las influencias. Además de Petrarca llegan a los escritores de la segunda generación otros poetas, y, a veces, Petrarca, a través de otros poetas. Muchos traducen o se inspiran en poetas italianos de segunda o tercera fila. Así suenan nombres como los de Benedetto Varchi, Fortunio Spira, Giambattista Amalteo, Barignano,   —62→   Giraldi, etc. En fin: se percibe con absoluta claridad el ininterrumpido esfuerzo por aumentar la herencia inmediata. Ambas generaciones llenan un amplio capítulo de la literatura castellana, repleto de elegancia formal y de ternura, y cuyos componentes no deben encastillarse -nada más amplio ni universalista que sus sentimientos- en pequeñas clasificaciones geográficas.





  —63→  

ArribaAbajoObservaciones sobre el sentimiento de la naturaleza en la lírica del siglo XVI

  —64→     —65→  

El paisaje es uno de los elementos primordiales de toda lírica. La reacción personal ante la naturaleza, con sus múltiples manifestaciones, puede señalar el índice de la sensibilidad, de la carga emocional, en esa lírica. Siempre que pensando en la poesía española se ha planteado ese problema de las actitudes ante la naturaleza, la inmediata conclusión ha sido la de que no ha habido una gran literatura paisajista. Efectivamente, nos faltan, en líneas generales, grandes páginas descriptivas. No hay en nuestra literatura enormes trozos narradores de este o aquel paisaje. Pero sí, en cambio, abundan las pinceladas, las reacciones rápidas, apenas perceptibles, indicadoras de una agudísima percepción de la belleza natural. Es frecuente el hallazgo del adjetivo concreto, preciso, delimitador de todo un estado emotivo. Tal ocurre ya, por ejemplo, en el Poema del Cid, cuando desde la alta torre divisan la huerta de Valencia. Esto es lo que ocurre -montañas azules de Castilla- en los versos de Gonzalo de Berceo. Diversos estudios ponen de manifiesto esta característica en cada   —66→   uno de los temas y manifestaciones de la literatura española.

Evidentemente, la literatura de paisaje es una conquista moderna. En la literatura española, muy moderna. Una absoluta integración de la naturaleza, un absoluto dramatismo del paisaje, en la creación literaria, no lo encontramos hasta muy tarde. Habría que llegar al arte de Gabriel Miró o de Antonio Machado. Ahora bien, los elementos del paisaje literario, los árboles, los ríos, los pájaros, la quietud y diversidad de las horas, cuando aparecen por vez primera llenando amplios trozos poéticos es con el Renacimiento. El hombre del quinientos se encuentra constantemente en este perpetuo asombro de la vida recién hallada. Es el centro del mundo, el eje de toda posibilidad vital. Y encuentra un placer inédito en la observación de cuanto le rodea. Y la Naturaleza, intendente o mayordomo de Dios,43 va a atraerle en primer término.

La vuelta a la Antigüedad ha despertado, entre otras cosas dormidas, la gracia luminosa de su geografía. Entre las perspectivas arcádicas y las de la Italia meridional y central hay bien pocas diferencias. De Siracusa a Fiésole el cielo presenta   —67→   la misma hondura brillante: Sannazaro. En Italia la literatura reflejará, en parte, la vida de la Antigüedad, participando de la serenidad de las pastorales. En España, sin dejar de lado esta tónica cultural, aparecerán manifestaciones de personalidad, de ternuras íntimas: Garcilaso, La Torre.

La tradición eglógica ya tenía manifestaciones anteriores. Recordemos, rápidamente, la traducción de Virgilio realizada por Juan del Encina. En este aparecer tímido de renacimiento clasicista la naturaleza es aún simbólica, como lo es el árbol en el apellido del traductor. Fuera de esta manifestación erudita, Juan del Encina es el tope final de una trayectoria que, viniendo desde el Arcipreste de Hita, considera el paisaje como una secundaria emoción nacida de motivos eróticos. Así, sobre todo, en Santillana.44 La aparición de los elementos del paisaje cobra carta de naturaleza   —68→   en Gil Vicente. Éste aprovecha todos los recursos posibles para elevarse a grandes alturas líricas. Aun reconociendo cuanto de simbolista tiene el Auto dos quatro tempos, cuando Gil Vicente se olvida hasta de lo religioso, y da lugar   —69→   a su popularismo, su voz suena firmísima y emocionada:



   En la huerta nace la rosa:
quiérome ir allá
por mirar al ruiseñor
cómo cantabá.

   ¡Afuera, afuera nublados,
neblinas y ventisqueros!
¡Reverdecen los oteros,
los valles, sierras y prados!

   Reventado sea el frío
y su natío:
salgan los nuevos vapores,
píntese el campo de flores
hasta que venga el estío.

   Por las riberas del río
limones coge la virgo:
quiérome ir allá
por mirar al ruiseñor
cómo cantabá.


No hace falta esta explosión primaveral para   —70→   que Gil Vicente nos indique cómo es su emoción paisajista. El invierno duro, el invierno arrojado de los versos precedentes, también puede inspirarle:



   Hago mustios los perales,
los bosques frescos, medoños,
y alegres los madroños
y llorosos los rosales.

   Hago sonar las campanas
muy lejos con mis primores
y callar los ruiseñores
y los grillos y las ranas.

   Hago a buenos y a ruines,
cerrar ventanas y puertas,
y hago llorar a las huertas
la muerte de los jardines.

   Las viñas hago marchitas
y los arroyos riberas;
hago lagunas las eras
y cisternas las ermitas.45


  —71→  

Gil Vicente dedicó encendidos versos a la Sierra de Cintra, donde ya vemos sustituido el sentido antiguo por una exaltación pánica de la naturaleza. La corriente renacentista de identificar a la naturaleza con Dios ya aparece.46

Pero la máxima altura de este empuje lírico se alcanza en Garcilaso. La lírica garcilasiana es el   —72→   patrón, el arquetipo de la forma de reaccionar ante el paisaje, típica del siglo XVI. El paisaje se mueve en función de la amada. Es una constante invitación amorosa, de ternura delicadísima. Primavera absoluta. Paisaje estático. Por todas partes aparece una definida sensación de reposo, de quietud. Una luz de mediodía baña dulcemente los prados amenos:


   El sol tiende los rayos de su lumbre
por montes y por valles...


(Églog. I, vs. 71-72)                



   Secaba entonces el terreno aliento
el sol subido en la mitad del cielo...


(Églog. III, vs. 77-78)                


La naturaleza garcilasiana es siempre el fondo obligado a las escenas que narra el poeta. El paisaje está descrito sobriamente con rápidos rasgos, dentro del más riguroso linealismo: árboles rectos, sombrosos, avenidas de cipreses paralelos, cuyas agudas cimas se van escalonando en una sucesión de planos, alejándose dentro de la más rigurosa y organizada perspectiva. Colores fríos, sin matización, insinuación de claroscuro. Los fondos garcilasianos están en intenso parentesco con los de los cuadros de pleno Renacimiento. Recordemos, por ejemplo, la naturaleza jubilosa de algunos lienzos de Tiziano. Salicio y Nemoroso pasean su dolor -¡qué reposada pesadumbre!-   —73→   por una naturaleza comprendida lírica y estéticamente. M. Arce Blanco ha analizado detenidamente cómo es la paleta garcilasiana.47 Su limitación colorista hace, en cambio, más aguda su sensibilidad para los tonos empleados. De ahí la extraordinaria frecuencia del epíteto:


   Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde yerba, el fresco viento,
el blanco lirio y encarnada rosa
y dulce primavera deseaba...


(Églog. I, vs. 99-104)                


En este instante de suprema serenidad, el contenido espiritual del Renacimiento se exhibe sin rodeos. La primavera había vuelto ya plenamente en la pintura de Botticelli; el bucolismo era el gran escape, el lugar de evasión del hombre de la época, que veía hundirse otros ideales. Garcilaso no es solamente eso. Él rinde su tributo a la   —74→   corriente de la época, dentro de su molde virgiliano, que le llevará, incluso, a un discreto panteísmo; pero su paisaje aparece, a través de su encendida sensibilidad, dramatizado, identificados su vivir y el medio:


   Con mi llorar las piedras enternecen
su natural dureza y la quebrantan;
los árboles parece que se inclinan;
las aves que me escuchan cuando cantan,
con diferente voz se condolecen
y mi morir cantando me adivinan.


(Églog. I, vs. 197-202)                


Pero aún hay más; no es sólo esta morosa contemplación, este asombrado mirar lo que Garcilaso incorpora a la literatura nacional: Garcilaso oye el paisaje. La referida M. Arce ha hecho notar ya cómo no se escapan nunca a Garcilaso los rumores del paisaje. Este ruido no es nunca «áspero o disonante». Dejando a un lado las manifestaciones corrientes al esteticismo de la época, en la lírica garcilasiana el paisaje suena con maravillosa claridad. En un medio de soledad, de silencio, llega su más agudo mensaje poético:


   En el silencio sólo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba.


(Églog. III, vs. 79-80)                


Hay que llegar a cimas de lírica pura, desnuda,   —75→   aristocrática, para encontrar vibraciones semejantes.48

Este afán de claridades, tan propio de la pastoral, volvemos a encontrarle de nuevo en el tan poco conocido y leído Francisco de la Torre.49   —76→   De nuevo los verdes prados frescos, salpicados de florecillas blancas, azules, rojas. Altas arboledas de robles cubiertas de la báquica yedra, y, cubriéndolo todo, el azul hondo, imperturbable, de los cielos. La Torre recurre a una constante   —77→   contraposición de rojo y blanco.50 Sus aguas van siempre cristalinas, claras.51 En el sentido del color es donde pienso sobrepuja a Garcilaso. Su cromatismo, dentro de la limitación pictórica de su escuela, es usado con prodigalidad:52 frecuentísimos contrastes rojo-verde (sangre de la cierva   —78→   herida-prado, ameno); ríos coronados de sauces, de cañas, con arenas de oro; cárdenas violetas en el trance gozoso de abril. Una copiosa flora anima los fondos; en ocasiones, el ciprés erecto pone su nota pensativa, vertical, en la primavera rotunda. Una suave intimidad, una tristeza -ya garcilasiana- inunda esta lírica exquisita:


   Y nunca, oh, tiempo por mi mal rogado,
trais una primavera deseada
a la seca esperanza de mi vida


(Libro I, soneto 19)                


El paisaje fundamentalmente pastoril de Francisco de la Torre se mueve también, como todos los de esta manifestación estética, en función de la amada:


   Salía ya la Aurora derramando
por las azules, blancas, rojas flores
el néctar soberano que las cría
dando sus perfectísimos colores
a cuanto mansamente va mirando
en monte, soto y valle, y selva umbría,
—79→
y tras ella venía
la lumbre soberana
que sigue a la mañana,
serenando los vientos levantados,
resplandeciendo con su luz los prados,
y descubriendo en ellos la hermosura...


(Égloga II)                


Los tópicos italianos de esta arcadia huidiza encontraron en él un delicioso interpretador; la quietud de la fuente que refleja el rostro de la amada; el cromatismo de las guirnaldas decorativas (violeta y amaranto, azucenas nevadas) de la plástica de la época, etc., etc.53 Todo esto aparece en F. de la Torre. Pero su gran hallazgo es la noche. La noche es, en este poeta del XVI, un emocionado sospechar romántico. La noche es consustancial con los objetos líricos: su amor y su dolor. La contemplación, sosegada y pensativa, del alto cielo estrellado le despierta una insospechada ternura, una delicada voz temblorosa, extraordinaria en su tiempo. Las estrellas son las máximas guardadoras de su congoja.54 A veces,   —80→   esta noche se presenta clásica, personalizada, con sus aves nocturnas, agoreras: la estatua de Miguel Ángel. Pero lo típico, la nota clave de la lírica de Francisco de la Torre, es esta noche amiga y solitaria, dilecta del poeta. El silencio nocturno es su refugio, su amigo y confidente.55 Comparando esta actitud con la de sus contemporáneos, en seguida brota la diferencia, en seguida notamos esta fruición, este halago por los temas de la oscuridad. Incluso Figueroa, con el que tantos y tan estrechos puntos de contacto tiene, considera la noche como símbolo de oscuridad, de horror, donde sólo cabe la desgracia, la negación de sus motivos poéticos.56 Lo mismo en Herrera,   —81→   Mendoza, Arguijo. Solamente Francisco de la Torre halló en su tiempo esta valoración sentimental de la noche, dibujándose su interpretación por un camino de pesadumbre y ternura personalísimas; véase este soneto, uno de los más hermosos del español:



    ¡Cuántas veces te me has engalanado,
clara y amiga noche! ¡Cuántas llena
de oscuridad y espanto, la serena
mansedumbre del cielo me has turbado!

   Estrellas hay que saben mi cuidado,
y que se han regalado con mi pena:
que entre tanta beldad, la más ajena
de amor, tiene su pecho enamorado.

   Ellas saben amar, y saben ellas
que he cantado su mal llorando el mío,
envuelto en los dobleces de tu manto.

   Tú, con mil ojos, noche, mis querellas
oye y esconde; pues mi amargo llanto
es fruto inútil que al amor envío.


(Libro I, soneto 21)                


Su mundo pastoril, cromático, de salces hundidos bajo la armonía del caramillo antiguo, palidece ante esta íntima pincelada, nacida de la directa observación.

  —82→  

Independientemente de estos matices personales, toda la lírica que sigue la voz garcilasiana emplea una abundante flora simbólica, además de encerrarse en estos marcos de bucolismo. Así, todos recordarán el laurel de Dafne, la encina noble de la Edad Dorada, los blancos álamos del Eridano, la vida de Clicie y de Narciso. Por encima de esta humanística vegetación, Filomena prolongará su vuelo hasta San Juan de la Cruz. Los poetas posponen a la vegetación de mayor prosapia -y aquí resuena el eco de Virgilio- los modestos árboles preferidos por la pastora. La humedad de rocío de esta aurora llega a Camões, Sá de Miranda, a Bernardino Ribeiro.

Para terminar estas rápidas insinuaciones sobre la actitud ante el paisaje de la lírica del XVI hay que recordar, inexcusablemente, a Fray Luis de León. Fray Luis es el caso pleno del anti-descripcionismo. Difícilmente se podrá encontrar en ninguna literatura un ejemplar como éste, en el que, con la menor cantidad posible de medios materiales, el resultado emotivo sea mayor. Para Fray Luis la Naturaleza es la más acabada manifestación del orden divino y de la grandeza de Dios. En un pájaro que suena, en la fuente que se despeña, en el reposo de la alta noche estrellada, en la amplitud sin horizonte de la llanura, Dios se muestra callado, en íntimas vibraciones. Y,   —83→   naturalmente, es mucho mayor el encanto de aquellas otras cosas pequeñas, cuidados de la mano propia, donde parece que la suprema música de las esferas se ha doblegado a la mano del poeta: de ahí su intimidad narradora. No es la lírica de Fray Luis la de la ya repetida musa horaciana: indudablemente hubo en él mucho de Horacio. Pero la naturaleza del poeta está totalmente alejada del espíritu del latino; no tiene trivialidades más o menos ramplonas. Fray Luis, que se aparta tanto de la moda estética de su tiempo, habla por sí solo, por su propia emotividad, que adquiere categoría universal inmediatamente. Un hilo subterráneo, pero fuerte y vigoroso, une la quinta de la Flecha con el jardín de Lope en Madrid.57 Ambos supieron decir, con las palabras más corrientes, la hondura de su emoción:


    ¡Oh monte, oh campo, oh río,
oh secreto seguro, deleitoso!...


Fray Luis se ha olvidado por completo de todo el mundo cultural que le rodea -¿acaso persiste sólo el afán de evasión que tanto hizo usar y   —84→   abusar de la Edad de oro?- cuando dice sencillamente:


   Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto.


Pero aparte de este sentido del campo, de plácida quietud, Fray Luis sabe de la dulzura acongojada del sobresalto poético. Me refiero al principio de la composición dedicada a Diego Oloarte:



   Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo,
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,

   el amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente.


Para Fray Luis, la contemplación de la naturaleza es, siempre, la mejor prueba del prado de bienandanza, del huerto fértil de las rosas eternas.58



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