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Ornamento no es delito

29 julio 2021

Un ensayo escrito en 1908 por Adolf Loos, bajo el título algo incendiario de Ornamento y delito, tenía por objeto sacudir el ambiente intelectual de aquel momento, fundamentalmente en el ámbito del arte y la arquitectura.

En realidad, el ensayo de Loos formaba parte de una cadena argumentativa de más vieja data, iniciada ya en el siglo XVIII, en el marco de la enseñanza académica y en fuerte reacción respecto de la experiencia barroca precedente. Todo el siglo siguiente – el siglo XIX- podría entenderse como un tiempo de alto control ornamental, pero no de anulación definitiva ya que, si bien el ornatus fue entendido como un componente de condición última y hasta superflua, no dejó de actuar como factor de terminación y énfasis compositivo en el plano del diseño.

 

El ornamento no abandonaría, por tanto, su lugar en el proyecto arquitectónico, destacándose incluso un alto protagonismo en ciertas experiencias como en los llamados estilos historicistas – neo-gótico, neo-renacimiento, etc.-, en los pintoresquismos regionalistas y, ya en tiempos finiseculares, en la irrupción novedosa del art nouveau. Pero ¿a qué se debe esa tendencia contraria al ornamento y, sobre todo, la fuerte iconoclastia que lo ha acompañado. No es esta una pregunta de fácil respuesta, si bien resulta medular, en términos epistémicos, para la arquitectura. Aunque en la historia de la humanidad el rechazo a la imagen permite identificar importantes y largos períodos -incluyendo las más diversas épocas- desconocemos la razón fundamental que da respuesta a este fenómeno.

 

Cariátide con guirnalda y venera en la fachada del Palacio Heber Jackson, actual Museo del Gaucho.

 

Las últimas décadas han sido ricas en investigaciones sobre el “poder de las imágenes” y quizá, ese sea uno de los caminos para entender el fenómeno planteado. Distintos autores como D. Freedberg y H. Belting – y más atrás en el tiempo E. Gombrich, H. G. Gadamer y W. Benjamin, entre otros- han realizado interesantes aportes, desde la historia del arte y la filosofía, que podrían ayudar a entender mejor tal iconoclastia y el rechazo a lo ornamental en la modernidad. No obstante, es necesario aclarar que este artículo no tiene tal aspiración, sino apenas identificar el problema y ayudar a replantear esta postura que ha operado en nuestro campo crítico e historiográfico, como así también en el ejercicio profesional al intervenir antiguos edificios, destruyendo de manera indiscriminada lo que se entiende, muy erróneamente, como objeto sin valor.

 

Origen y rol de lo ornamental

 

Quizá lo primero que es necesario analizar y asumir, es que la arquitectura fue en sus orígenes patrimonio de Dios. Este se transfirió, en tiempos de antiguas civilizaciones, a sus mayores representantes en la Tierra: el jefe de la tribu, el faraón, el monarca… Solo a manera de ejemplo, en la antigua Mesopotamia fue el dios Ningirsú, quien inspiró a Gudea en la conformación del plano arquitectónico más antiguo conocido hasta hoy, hecho en piedra, cuyo propósito fue la construcción del templo de Lagash. En Egipto, también el faraón ejerció la arquitectura, trazando los planos y purificando el edificio sagrado. Podríamos seguir, asimismo, con otros ejemplos como el de Salomón y el Templo de Jerusalén, de perfección absoluta por ser la divinidad quien guía a este rey en su trazado y construcción material.

 

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Escultura que representa a James Watt, evocando al mundo de la ciencia y al pensamiento positivista en la fachada de la Estación Central de Ferrocarriles Gral. Artigas.

 

Esta relación del proyecto arquitectónico con lo sagrado definirá, a lo largo de la historia, el importante papel de la arquitectura como microcosmos y, en forma indirecta, el papel del arquitecto como demiurgo o hacedor-creador de piezas y partes que componen un edificio cargado de mensajes. Sin embargo, esta dimensión teográfica irá cambiando a lo largo del tiempo, incorporándose otros valores de significado, a veces más terrenales pero no por eso menos importantes para sociedades más modernas.

 

En pocas palabras, la arquitectura tiene desde sus orígenes un sentido microcósmico y, por esto, una enorme y potente vocación simbólica. Tal vocación demanda al cuerpo de la arquitectura un sentido comunicativo, obligando a narrativas iconográficas que tendrán una retórica fácil y directa o bien una más encriptada y metafórica.

 

Sociedad y ornatus

 

A partir de volúmenes puros o formas simples y geométricas los edificios pueden “hablar”, pero lo hacen desde un discurso más abstracto y, por tanto, más difícil de comprender y socializar. De hecho, muchas de las arquitecturas más modernas han apelado a las artes visuales o al ornamento para facilitar este discurso, mediante referencias mítico-clásicas o bien a otras más comprometidas con el tiempo de su construcción -barcos, puentes, aviones, fábricas, obreros trabajando- que reafirman su vínculo con la modernidad.

 

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Grifo tallado en madera, guardián de las puertas del Palacio Santos, actual Ministerio de Relaciones Exteriores.

 

Este rol discursivo de las imágenes ornamentales contiene también un sentido social insoslayable: el vínculo estrecho entre los significados retóricos de los ornamentos y la sociedad que los demandó o consumió. Cuando hoy se interviene un edificio y se aplica – como sucede de manera tan frecuente- un plan  de “limpieza” o “asepsia” ornamental  heredada del corpus ideológico del movimiento moderno, se desconoce o se ignora que más allá de los significados propios hay también un espesor sociocultural que está involucrado en dicha ornamentación, a partir de los gustos, los conocimientos y la identidad del colectivo social que lo demandó.

 

Es probable entonces que muchas de las cornucopias, leones, grifos, veneras, escudos, erotes y tantas otras imágenes identificables sobre fachadas, no resultaran tan indiferentes para sus propietarios originales como lo son hoy para nosotros. Tampoco para quienes fueron sus artesanos o artistas finalistas ni para quienes circularon por las calles como simples ciudadanos, todos capaces de leer y entender sus sentidos más codificados.

 

Sabemos bien, por ejemplo, que había una relación directa entre la imagen ornamental y su específica ubicación dentro del conjunto de la fachada: leones y grifos a los costados de la puerta o en su propia carpintería o herrería; representaciones del dios Jano o Mercurio por encima de las puertas; las veneras o conchas marinas generalmente sobre ventanas aunque a veces también en el acceso; escudos heráldicos y cuernos de la abundancia como remates superiores, pero siempre por debajo de cornisas; atlantes o tenantes sosteniendo dichas cornisas o como soportes de cúpulas y miradores.

 

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Trabajo y energía, relieves de S. Moncalvi y J. Lanzaro en columnas de acceso al Palacio de la Luz.

 

Pero hay también un relato iconográfico, bastante más específico, si consideramos el cuerpo ornamental del interior de las viviendas más suntuosas, en particular de aquellas concebidas, en nuestro país, entre el último tercio del siglo XIX y la tercera década del XX. Se trata de ornamentos en yesería o de base cementicia que muestran cómo los comedores recurrieron al tema tan frecuente de las cuatro estaciones o de las cornucopias, ambos ilustrando elementos de naturaleza gastronómica. En las grandes salas, en cambio, los temas fueron más variados como las cuatro partes del mundo, variadas alegorías o manejos de órdenes clásicos que aluden siempre a principios de jerarquía y prestigio. Los frentes de estufas, en particular fueron soportes reiterados para escudos y referencias heráldicas.

 

En términos de significado, los ornamentos delatan una serie de ideas y principios de la sociedad de la época -en particular de la sociedad burguesa- señalando muy especialmente sus valores y aspiraciones. La idea de seguridad y control del espacio íntimo se verifica en la puerta de entrada con la presencia de los ya citados  leones o monstruos mitológicos que buscan amedrentar al intruso; la representación del cuerno de la abundancia es la manifestación más explicita de un ideario burgués que encuentra en la base económica su mayor sustento social; personajes míticos como la diosa Venus, o atributos suyos como la venera, refieren al valor de la fertilidad y la aspiración a una familia grande, de muchos hijos.

 

Verificado y asumido entonces, que el ornamento es para la arquitectura una manifestación intrínseca y ancestral, así como un soporte clave de su vocación retórica; aceptado también que su presencia en arquitecturas pasadas constituye un verdadero documento de carácter social y cultural respecto a una sociedad que lo admitió y se identificó con él ¿no ha llegado el momento de repensar y cuestionar ese desprecio histórico, hasta ahora imperante, acerca de su valor? Seguramente, ornamento no es delito.

 

Ver artículo en la revista Número

 

Imagen destacada: Puerta ornamentada con leones como guardianes de la entrada, contrapesados por erotes vinculados al amor y a la fraternidad familiar. Casa del Fauno, en la calle Lauro Müller.

Escrito por:
William Rey Ashfield
William Rey Ashfield