La propaganda política

La propaganda política es uno de los fenómenos dominantes en la primera mitad del siglo xx. Sin ella serían inconcebibles las grandes conmociones de nuestra época, la revolución comunista y el fascismo. Fue en gran parte gracias a ella que Lenin pudo establecer el bolchevismo; y esencialmente a ella Hitler debió sus victorias, desde la toma del poder hasta la invasión del 40. Los dos hombres que han marcado más profundamente, aunque de manera muy distinta, nuestra reciente historia son, antes que hombres de estado y jefes militares, dos genios de la propaganda que proclamaron la supremacía de esta arma moderna. «Lo principal, dijo Lenin, es la agitación y la propaganda en todas las capas del pueblo”.Hitler, por su parte, afirmó; «La propaganda nos permitió conservar el poder y nos dará la posibilidad de conquistar el mundo”.

En su libro Le Pouvoir et L´Opinión. Alfred Sauvy observa, justamente, que ningún estado moderno de corte fascista ha caído sin intervención exterior, y ve en ello la prueba del poder de la propaganda política. Podría decirse que, sobremanera, ése es el efecto de la acción de la policía. Pero la propaganda precedía a la policía o al ejército y preparaba su labor. La policía alemana poco podía hacer fuera de las fronteras de su país; la anexión sin combate de Austria y Checoslovaquia y el derrumbe de las estructuras militares y políticas de Francia son, en primer lugar, victorias de la propaganda.En la jerarquía de los poderes del totalitarismo moderno la propaganda política ocupa, innegablemente, el primer puesto, antes que la policía.

Durante la Segunda Guerra Mundial la propaganda acompañó siempre a los ejércitos y con frecuencia los precedió. En España, las brigadas internacionales tenían sus comisarios políticos. En Rusia, la Wehrmacht tenía «compañías de propaganda». La Resistencia francesa nunca hubiera sacrificado miles de hombres, y de los mejores, para imprimir y difundir folletos o volantes de contenido frecuentemente muy pobre, si no hubiera tenido la oscura intuición de que ese esfuerzo era vital. Después llegó el armisticio; pero la propaganda no cejó en su esfuerzo. Contribuyó a la conversión de China al comunismo más que las divisiones de Mao Tse-tung. Radios, diarios, películas cinematográficas, folletos, discursos y affiches, enfrentan las ideas, se impugnan los hechos y se disputan los hombres. Muy de nuestra época es esa historia de los prisioneros japoneses que, en 1949, retornan de la URSS convertidos al comunismo después de una permanencia en campos de «educación política», y que cuando desembarcan son esperados, Biblia en mano, por los ardientes predicadores de la otra doctrina, para someterlos a una «reeducación democrática».

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