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AMOR FECUNDO


El amor siempre da vida. Por eso, el amor conyugal «no se agota dentro de la pareja [...] Los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre" (AL 165).

Así se abre el capítulo 5 de Amoris Laetitia. El amor en cuanto tal, está siempre abierto a acoger una nueva vida y da siempre vida: la familia es el lugar donde se engendra la vida, donde la vida es acogida y se desarrolla. Toda nueva vida llega como don de Dios como signo de su amor gratuito.

“Cada nueva vida «nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de que lleguen». Esto nos refleja el primado del amor de Dios que siempre toma la iniciativa, porque los hijos «son amados antes de haber hecho algo para merecerlo» (AL 166)

No por casualidad los momentos más bellos de la vida de una pareja se tienen con el nacimiento de los hijos, con su crecimiento... Cuando el amor se abre a la vida, a las relaciones, entonces se vive la alegría, la felicidad. Un amor cerrado no conduce al amor pleno.

Vivir la vocación matrimonial es estar abiertos a la vida no solo generativa en sentido biológico, sino generativa en el plano de las relaciones con los demás, del servicio, del apostolado.

Fecundidad y sacramento del matrimonio

La fecundidad está inserta en la opción del sacramento del matrimonio. El matrimonio comporta que el destino del amor de los esposos no sea una cuestión privada, sino que tenga un destino público. No es solo para mí, sino para los otros, para la sociedad, para la Iglesia. En la Eucaristía emerge con claridad que Jesús no se da solo a los devotos, sino como él mismo dice: “este es el cáliz de mi sangre, de la nueva y eterna alianza que será derramada por vosotros y por todos”. Casarse en el Señor significa entonces, afirmar que el amor es no solo una cuestión de dos, sino que está intrínsecamente abierto al tercero, al otro, al hijo… a Dios. Y este amor, precisamente porque es al mismo tiempo plenamente humano y ‘divino’, es siempre generativo y fecundo. ¡Produce vida! El destino del amor es, pues, la generación, es decir, la fecundidad del amor. Significa que la intimidad de los esposos o es generativa o es estéril, Porque el amor cuando es verdadero, engendra vida. Siempre.

Vida en la relación entre los esposos: diálogo, escucha, ternura, búsqueda de comunión.

Vida en la relación con los demás: acogida, hospitalidad, apertura, generosidad.

Vida especialmente en la generación de los hijos: ser padres y madres.

En el cristianismo hablar de generación es lo que hay de más divino. En la paternidad y en la maternidad existe la belleza de los afectos y también el destino de ellos y no algo a lo que antes o después hay que resignarse. Es la alegría más grande y al mismo tiempo la más profunda, percibir que el amor es fecundo y generativo.

El mayor riesgo es que, en nuestra cultura, el buen ‘deseo del hijo’ se transforme en ‘hijo de deseo’. De este modo el otro –y el hijo es siempre otro, aunque no haya ninguno que se nos parezca como él/ella- es acaparado para uno mismo, anulado en su ser, reducido a objeto de deseo, a cosa, a posesión nuestra o a una ‘necesidad’. De aquí la pretensión de colmar, en el hijo, las propios ‘necesidades” ilusiones, deseos, fracasos. Por el contrario, el hijo es otro y como tal es recibido como don. Por eso pide ser acogido con responsabilidad: es un don que pide una respuesta de quien lo ha engendrado. ¡La respuesta se llama paternidad y maternidad!

La responsabilidad de ser padres

El punto de partida es que la responsabilidad de ser padres, como cualquier responsabilidad, no es una carga sino un recorrido maravilloso.

Exactamente tiene que ver con un recorrido de plenitud, de realización de sí. La responsabilidad no comienza con una competencia – nunca nadie ha sido padre sin serlo antes– sino con una ignorancia. No alarmarse, pues, si no se sabe cómo responder, qué hacer, qué decir. Estamos en el camino seguro. El camino es llegar a ser respons-ábiles, hábiles en responder a una pregunta, luego vendrá otra ante la que nos encontraremos completamente deshabilitados y tendremos que empezar de cero. Se es persona responsable cuando uno se preocupa, y se es responsable porque se está respondiendo a una petición de preocupación.

La diferencia entre un padre y una madre biológicos y un padre y una madre engendradores es que el padre y la madre engendradores son conscientes de tener un hijo. Y esto no es algo automático. La responsabilidad es la actitud de respuesta a una pregunta que no planteas tú, sino el otro. Es exactamente la escucha consciente del otro. Sin este paso la responsabilidad, lo mismo que hablar de fecundidad, es pura retórica.

El ser engendradores es una respuesta: por eso con frecuencia se siente uno incapaz. A todos nos sucede. Y es, por sentirse así, que pedimos responsabilidad. Si tuviésemos toda una serie de respuestas prestablecidas, no se llamaría responsabilidad, esto es, responder. Las preguntas son diversas y, por tanto, las respuestas también siempre lo son. Nos sorprenden siempre a contrapié. Por esto necesitamos compartir con los otros esta fragilidad. Cuando se está en familia y se trata de dirigir y de educar a los hijos, lo más complejo, pero también lo más importante, es mantener sólida la alianza entre el marido y la mujer.

Ser madres y padres

El Papa Francisco precisa así:

«No se trata sólo del amor del padre y de la madre por separado, sino también del amor entre ellos, percibido como fuente de la propia existencia, como nido que acoge y como fundamento de la familia. De otro modo, el hijo parece reducirse a una posesión caprichosa. Ambos, varón y mujer, padre y madre, son «cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes» Muestran a sus hijos el rostro materno y el rostro paterno del Señor. Además, ellos juntos enseñan el valor de la reciprocidad, del encuentro entre diferentes, donde cada uno aporta su propia identidad y sabe también recibir del otro. Si por alguna razón inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún modo de compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo» (AL 172).

El sentimiento de ser huérfanos que experimentan muchos niños y jóvenes es más profundo de lo que pensamos. Verdaderamente tenemos necesidad de madres y padres que estén con sus hijos y los eduquen con la riqueza típica de la maternidad y paternidad que se convierta en verdadera y cotidiana alianza.

De hecho, «las madres son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta. Son ellas quienes testimonian la belleza de la vida». Sin duda, «una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque las madres saben testimoniar siempre, incluso en los peores momentos, la ternura, la entrega, la fuerza moral. Las madres transmiten a menudo también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que aprende un niño. Sin las madres, no sólo no habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo. La madre, que ampara al niño con su ternura y su compasión, le ayuda a despertar la confianza, a experimentar que el mundo es un lugar bueno que lo recibe, y esto permite desarrollar una autoestima que favorece la capacidad de intimidad y la empatía. La figura paterna, por otra parte, ayuda a percibir los límites de la realidad, y se caracteriza más por la orientación, por la salida hacia el mundo más amplio y desafiante, por la invitación al esfuerzo y a la lucha. Un padre con una clara y feliz identidad masculina, que a su vez combine en su trato con la mujer el afecto y la protección, es tan necesario como los cuidados maternos. Hay roles y tareas flexibles, que se adaptan a las circunstancias concretas de cada familia, pero la presencia clara y bien definida de las dos figuras, femenina y masculina, crea el ámbito más adecuado para la maduración del niño (AL 174-175).

Familias abiertas y acogedoras

El papa nos recuerda además que ninguna familia debe concebirse demasiado “diferente o separada”. Las familias cristianas no son familias “extrañas”, sino familias abiertas a todos, ya sea que compartan los mismos valores o que no los comparten plenamente, aun buscando en ellas amparo y ayuda. Abiertas sobre todo a los pobres y los necesitados. Familias que son capaces de tejer amistades.

Con el testimonio, y también con la palabra, las familias hablan de Jesús a los demás, transmiten la fe, despiertan el deseo de Dios, y muestran la belleza del Evangelio y del estilo de vida que nos propone. Así, los matrimonios cristianos pintan el gris del espacio público llenándolo del color de la fraternidad, de la sensibilidad social, de la defensa de los frágiles, de la fe luminosa, de la esperanza activa. Su fecundidad se amplía y se traduce en miles de maneras de hacer presente el amor de Dios en la sociedad (AL 184).

La fuente de la fecundidad

¿Dónde encontrar la fuerza para vivir la fecundidad del amor?

Ante todo en la Eucaristía. Las familias que se alimentan de la Eucaristía, con las debidas disposiciones, reforzando su deseo de fraternidad, su sentido social y su compromiso con los necesitados, saben que encuentran en el Cuerpo y la Sangre donados por el Señor, la fuente de su entrega. Por tanto en familias ampliadas, abiertas que se encuentran y colaboran entre sí.


Ahora más que nunca necesitamos construir redes de familias, superando

“la tentación del individualismo que conduce a recluirse en un pequeño nido" Sin embargo, ese aislamiento no brinda más paz y felicidad, sino que cierra el corazón de la familia y la priva de la amplitud de la existencia (AL 187).

Finalmente, si logramos reconciliarnos con el tiempo, comprenderemos la fecundidad de la espera. Contra la cultura del gozo inmediato que pretende todo y súbito, el hombre sabe que el auténtico deseo se refuerza y purifica con el tiempo, que el amor crece con el tiempo, que los afectos toman forma y fuerza solo si les damos tiempo, que las relaciones pueden ser fieles y felices solo si son fruto de un tiempo prolongado de conocimiento, de respeto y de atención.

Frutos de alegría

Una familia que genera amor, y convierte su casa en un hogar para todos es una casa de alegría para todos, es una cuna de amor para los hijos, para los amigos. Y así la familia se transforma en escuela de vida, de amor y de alegría.

En la carta de identidad de la Familia Salesiana (art. 33) se nos indican tres actitudes que favorecen la alegría y la comunicación con los demás

  1. La confianza en la victoria del bien: En nosotros y a nuestro alrededor. Siempre hay un punto accesible al bien sobre el que apoyarse.

  2. El aprecio de los valores humanos: El discípulo de Don Bosco capta los valores del mundo y rehúsa lamentarse de su tiempo: retiene todo lo que es bueno. Están de más las lamentaciones y profecías de desgracias. Entrenémonos en decir solo palabras de bendición.

  3. La educación en las alegrías cotidianas: Pidamos la gracia de un paciente esfuerzo de educación para aprender, o aprender nuevamente, a gustar, con sencillez, las múltiples alegrías humanas que el Creador pone cada día en nuestro camino.


PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y EN GRUPO

  • ¿Cuáles son los signos más claros de fecundidad y de apertura que observas en ti y en tu familia? ¿Cuáles son, por el contario, los de mayor cerrazón y egoísmo?

  • ¿Estas construyendo una red de familias donde la amistad y el compartir son de casa? ¿Qué pasos deberías todavía dar en esta dirección?

  • ¿Cómo es la atención a las personas y/o familias más pobres y necesitadas de ayuda y cercanía?

  • ¿Cómo vives tu oficio de padre/madre en el tiempo que dedicas a estar con tus hijos, a dialogar y jugar con ellos? ¿Rezas por ellos ofreciendo también tus pequeños y grandes sacrificios?¿Eres consciente de que cuanto más creces en el amor concreto hacia tu cónyuge, más alimentas tu paternidad y maternidad?

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