Razones para la indignación, argumentos para la dignidad

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Vaya por delante que a mí un estado de indignación personal o social que se alarga en el tiempo no me parece algo muy saludable. Más bien creo que una respuesta indignada sólo es útil si constituye el detonante de un cambio, de una actuación a largo plazo orientada por unos objetivos y criterios bien definidos. Lo demás probablemente no pase de ser manifestaciones airadas que no llevan a ningún sitio, o protestas que se enquistan y generan tensiones que, de no controlarse, pueden llegar a convertirse en conflictos inesperados. Sin embargo, la impresión general es que desde hace aproximadamente un año todos tenemos razones para estar indignados. Es más: hay que indignarse, pero hay que hacerlo argumentos.

No es mi intención enumerar en este texto todo lo que a nuestro alrededor nos puede resultar indignante. Básicamente, porque muchos otros ya lo han hecho mejor que yo y, además, porque probablemente existan tantas listas de razones como ciudadanas y ciudadanos hay en este país, y seguro que me dejaría alguna. En este momento me parece más oportuno que nos cuestionemos si nuestra postura ante la situación general, estemos indignados o no, resulta de alguna manera constructiva.

Tiempos de crisis

Sin hacer un análisis profundo de la realidad que nos rodea, sí me atrevo a señalar tres aspectos que desde mi punto de vista están caracterizando el ambiente social de estos últimos meses: el aumento constante de la precariedad, el desconcierto generalizado, con una sensación creciente de miedo, y el deterioro de una generación de jóvenes cada vez más desengañados.

Todo lo que nos pasa parece haberse reducido a un conjunto de cifras que los responsables políticos y medios de comunicación se encargan de recordarnos a diario, y que hasta llegan a convertirse en comidilla de todo tipo de conversaciones. No sé si habrá existido algún período en la historia reciente de Europa y de nuestro país en el que se haya hablado y debatido tanto sobre deuda, presupuestos, índices macroeconómicos, solvencia financiera..., y en definitiva, sobre conceptos hasta ahora exclusivos del ámbito de los expertos en economía. Para los gobiernos, esas cifras nos dan la medida de los problemas y marcan el camino a seguir, y se esfuerzan en convencernos de ello; todo lo demás parece que no existiera. Pero a la gran mayoría de ciudadanos lo que de verdad nos hace conscientes de la situación es simplemente mirar a nuestro alrededor, comprobar cómo cada vez más personas que conocemos tienen problemas laborales, no pueden afrontar sus préstamos, ven desaparecer su medio de vida o se plantean, en el caso de los más jóvenes, marcharse lejos de su país, como hace 50 años. La precariedad, cuando no pobreza, está llamando a la puerta de muchos hogares, y crece el número de familias que viven en la inseguridad de no saber en qué situación se van a encontrar el día de mañana. Por encima de cualquier otro indicador, esta pérdida de seguridad y de confianza en la capacidad de la sociedad para garantizar un futuro constituye la medida real de cómo nos encontramos, y está afectando en especial a muchos jóvenes que no sólo ven frustradas sus intenciones de trabajar en aquello para lo que están preparados, sino que descubren que les han robado su capacidad de decisión y la libertad de hacer lo que quieren con su vida.

Todo esto resulta novedoso para la vieja Europa, que no estaba preparada para enfrentarse a este clima social, y su efecto sorpresa se ha instalado entre nosotros; algunos todavía están preguntándose qué está pasando, otros muchos se sienten engañados por el sistema, y casi todos observamos incrédulos que nuestro nivel de vida y modelo de protección social corre serio peligro.

Nada ni nadie parece escapar al desconcierto, aunque en realidad, yo no creo que las reglas del juego hayan cambiado. Nuestro sistema económico y social se rige por los mismos principios de siempre: prioriza el beneficio económico por encima de todo, mercantiliza todo lo que toca, siempre tiene que crecer y, para conseguirlo, si debe sacrificar o excluir a las personas, lo hace sin pudor. Nuestro principal problema hoy es que hasta ahora esas reglas nos convertían en ganadores, eran otros los que perdían: básicamente todos los países que llevan décadas instalados en la pobreza y un cierto porcentaje de población excluida presente en las propias sociedades ricas, eso sí, no tan elevado como el actual. Y al instalarse esta crisis, que está afectando en especial a los países ricos, nos hemos apresurado a reclamar que así no nos gusta jugar, que queremos volver a lo de antes y que quizás (pero sólo quizás) haya que revisar las reglas.

Y por supuesto, reaccionamos

Ante este caos, insisto que inesperado, se están dando diferentes reacciones, la mayoría profundamente contradictorias: miramos a los responsables políticos esperando respuestas y sólo encontramos dudas, predicciones fallidas y promesas que, para no perder la costumbre, no se llegan a cumplir; la misma clase dirigente que ahora hace bandera de la austeridad ha sido la responsable de todos los derroches, despropósitos y corruptelas que, a fuerza de insistir, ella solita está consiguiendo sacar a la luz pública; los mismos bancos que han desencadenado la crisis financiera son los principales beneficiarios de las ayudas, mientras se produce un drástico recorte del gasto público. Los políticos parecen incapaces de llegar a acuerdos, pero casi todos aplican las mismas recetas: ¿alguien escuchó en el debate electoral entre los candidatos de los dos partidos políticos que concentran más del 80% del voto ciudadano alguna mención a la cultura, la cooperación internacional, el medio ambiente, el mundo rural... ? ¿Alguien los oyó hablar de la lucha contra el fraude fiscal? A estas alturas ya se ha podido comprobar que sus políticas de ajuste no están sirviendo para nada: sólo crean más precariedad, más inseguridad y más desconcierto.

Entre la población la reacción más visible ha sido la movilización del llamado Movimiento 15 M, también conocidos como “indignados”. Si algo merece destacarse de sus protestas es precisamente que se hayan producido. Han sido los verdaderos artífices de que la población haya tomado cierta conciencia de que es posible salir a la calle y reivindicar una necesaria regeneración democrática que pase por aumentar la participación ciudadana, y han conseguido sorprender a los políticos, e incluso colar en su agenda algunas cuestiones referentes a la vivienda, la fiscalidad o los derechos sociales. También han servido de altavoz y han rescatado para los medios de comunicación viejas reivindicaciones de colectivos de derechos humanos, ONGs y plataformas sociales, que llevaban mucho tiempo demandando cambios y soluciones. Sin embargo, ni siquiera esta movilización ha conseguido escapar a las contradicciones en las que nos movemos: estando respaldada por un 70% de la población, sus demandas están muy alejadas de las propuestas políticas que por otro lado han sido votadas mayoritariamente por los españoles en las dos últimas elecciones locales y nacionales. Incluso su fuerza parece haberse diluido con el paso de los meses, quizás debilitados por una sociedad que, a la hora de la verdad, no les acompaña.

Pero en mi opinión, la reacción más significativa, por resultar preocupante y especialmente contradictoria, es la de esa población que se dice indignada (llamémosles indignados pasivos) y que fruto del desconcierto, del discurso político imperante y de la percepción general de que las soluciones no llegan, está pasando de la inseguridad al miedo. Y es que la reacción ante el miedo a perder lo que se tiene también puede tomar la forma de la indignación. Una indignación que no cuestiona el sistema, sino que sólo busca protegerse, defender la situación individual ante lo que considera una amenaza para su calidad de vida, y que culpabiliza de los problemas a quienes no dejan de ser víctimas de los mismos. Es la indignación contra los inmigrantes, que habiendo malvivido en sus países malviven también aquí; los perceptores de ayudas sociales, a quienes parece responsabilizarse de todos los fraudes; las trabajadoras y trabajadores públicos, a los que se mira con recelo por disponer de un trabajo estable del que la mayoría carece, gracias a los recursos de todos; o contra los que desarrollan su trabajo apoyándose en subvenciones públicas, como muchas organizaciones de carácter cultural o social, fundamentales en la formación de la ciudadanía, pero que empiezan a ser vistas como unas aprovechadas que sólo contribuyen al aumento del déficit público. “Con mis impuestos no” es su grito de guerra, y la desinformación, muchas veces dirigida, su principal aliada.

Buscando justicia

Por eso, en nuestra actitud indignada ante las estructuras de poder que nos rodean, y sobre todo, en nuestra respuesta posterior a los problemas, estamos obligados a adoptar una posición personal y colectiva que no esté dirigida por el miedo. Una actitud que señale con el dedo las verdaderas causas de la situación y favorezca una verdadera transformación social, lo que nos plantea algunos retos interesantes.

En primer lugar, aunque en este momento las reacciones, los esfuerzos y propuestas renovadoras puedan tener un desarrollo lógico en el entorno social más cercano, en el aquí y ahora de nuestros problemas, no podemos olvidar el contexto global y su vinculación con lo que nos sucede. Hay otras crisis, más antiguas y más destructivas, que quizás sólo sean otras caras de una única crisis: la del modelo global en el que vivimos. Debemos afrontar el reto de definir un nuevo modelo que no resuelva únicamente los problemas más actuales, los de los países recién llegados a la crisis, sin dar al mismo tiempo una solución a las desigualdades y la pobreza, o al deterioro ecológico. El reto de no caer en la tentación de gritar “los ricos primero” al comprobar que el barco donde vamos todos puede llegar a hundirse, aunque para muchos en realidad lleve décadas hundiéndose.

En segundo lugar, esto pasará inevitablemente por revisar nuestro modelo de consumo y por educarnos en una idea de “bien-estar” que no se reduzca al disfrute de bienes materiales. De hecho, deberíamos ser capaces de vivir mejor con menos, no porque se nos impongan recortes o austeridades desde los gobiernos, sino como consecuencia de una transformación de tipo cultural, que cree las condiciones para aceptar un estilo de vida con otros valores.

En tercer lugar, en ese nuevo modelo es seguro que los ciudadanos europeos y del llamado mundo desarrollado tendremos que renunciar a muchas de nuestras comodidades, pero también a muchas de nuestras esclavitudes. Ante ese cambio y esa renuncia, tendremos que poner en valor las oportunidades que se puedan presentar: trabajar para vivir y no vivir para trabajar, profundizar en una cultura de solidaridad sin exclusiones, disfrutar de un entorno natural sano, universalizar el acceso a la salud y la cultura... Suena a utopías, pero no podemos aspirar a menos.

Y en último lugar, y quizás como primer reto y el más difícil, tenemos que analizar en qué medida cada uno de nosotros y nosotras estamos contribuyendo a que nuestro estilo de vida sea como es, y decidir hasta qué punto estaremos dispuestos a sacrificar libremente nuestros privilegios para que pueda ser diferente. No podemos echar balones fuera, responsabilizar de todo únicamente a políticos, banqueros o empresarios, porque eso es algo así como reconocer que no podemos hacer nada por nosotros mismos. Y aunque sea en lo pequeño o en lo simbólico, tendremos que asumir que es necesario ir dando pasos para conseguir un mundo más justo para todos.

En definitiva, propongo no buscar más razones para la indignación, sino argumentos que permitan recuperar la dignidad: la individual y la colectiva, la del que sufre pero también la nuestra, que parece haber quedado en manos de quien nos gobierna. Y en esta tarea, nuestra guía de actuación y el espejo donde mirarnos no serán las cifras macroeconómicas: serán las personas, todas las caras de la dignidad.

En agosto de 2005 conocí en persona la realidad de algo más de 300 personas que permanecían acampadas en el centro de Managua, junto a la Asamblea Nacional. Habían llegado a ser miles y llevaban allí casi medio año sobreviviendo bajo unos plásticos negros, en condiciones imposibles, con el agravante de que casi todas ellas se encontraban muy enfermas. Eran campesinos y campesinas de Chinandega, que por cuarta vez habían marchado sobre la capital para pedir a la Asamblea su respaldo al reclamo de justicia que venían haciendo ante los tribunales estadounidenses y las transnacionales fruteras por las consecuencias que sobre su salud había causado el uso indiscriminado de un agroquímico en las plantaciones de banano, de nombre Nemagón. Se considera probado que este veneno, mucho después de ser prohibido en los Estados Unidos en el año 1979, ha sido el responsable de haber contaminado en Nicaragua multitud de pozos de agua, haber causado 2.000 muertes, muchos miles más de enfermos crónicos, niños nacidos con malformaciones y familias enteras afectadas. Tras muchos años de demandas, habían conseguido concretar un conjunto de compromisos de sus gobernantes y el reconocimiento de que su lucha era “legítima y cívica”. En palabras de aquella gente, su victoria en los juzgados simplemente era para morir dignamente. Recuerdo también perfectamente cómo en la marcha y acampada realizadas un año y medio antes uno de esos campesinos, un hombre ya mayor, lloraba desconsolado ante una cámara de televisión pidiendo perdón a sus compañeros y compañeras de lucha por sentirse incapaz de acompañarles en un gesto desesperado por llamar la atención de las autoridades: habían decidido manifestarse desnudos ante la Asamblea, y él, simplemente, no podía hacerlo.

En ninguna de las dos ocasiones sentí que aquellas personas estuvieran indignadas. Probablemente no tenían fuerzas suficientes para ello, o quizás ese sentimiento, que les había impulsado en su momento, había dejado de ser el motor de su lucha. En cambio, la lucha de esa gente, y en especial la imagen de aquel hombre en la televisión, han sido probablemente la mayor demostración de dignidad que he experimentado en mi vida, ese tipo de dignidad ante la que sólo cabe mirar para otro lado y justificarse sin ningún argumento, o reconocerla y acompañarla solidariamente.

Es posible que a nuestro alrededor algunas situaciones empiecen a ser igual de desesperadas. Ojalá no les perdamos la cara.

Javier González Ruiz de Zárate
Febrero de 2012