Vol 8, Nº 15 (2020)
ISSN 2169-0847 (online)
Reindert Dhondt
Universiteit Utrecht
r.dhondt@uu.nl
Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría
del desplazamiento en Colombia
Tierra quemada by Óscar Collazos as an Allegory of
Displacement in Colombia
Resumen
A través del retrato de una caravana interminable de desplazados internos, la novela Tierra
quemada (2013) del escritor colombiano Óscar Collazos explora la interrelación de diferentes
formas de violencia y su impacto devastador en las zonas periféricas de Colombia. El presente
artículo propone una lectura alegórica de la novela al examinar cómo ésta representa la
dificultad de cerrar el ciclo de las violencias y el impacto de un conflicto de baja intensidad
sobre las víctimas del desplazamiento armado, sin caer en una perspectiva voyerista de la
violencia ni en una visión maniquea del conflicto armado.
Palabras claves
desplazamiento, Colombia, violencia, alegoría
Abstract
Through the portrayal of never-ending march of a caravan of internally displaced persons
(IDPs), the novel Tierra quemada (2013) by the Colombian author Óscar Collazos explores the
interrelation between different forms of violence and their devastating impact on the
peripheric outposts of Colombia. This article proposes an allegorical reading of the novel by
examining how it represents the difficulty to break the cycle of violence and the impact of a
low-intensity conflict on the IDPs, without presenting a voyeuristic perspective of the violence
nor a Manichean vision of the armed conflict.
Keywords
displacement, Colombia, violence, allegory.
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Nuestra historia es la historia de un
desplazamiento incesante,
sólo a ratos interrumpido.
Alfredo Molano (14)
Introducción: la poética de Collazos
La obra multifacética del escritor chocoano Óscar Collazos (1942, Bahía
Solano – 2015, Bogotá) se caracteriza por un fuerte compromiso social y por
estrategias literarias convencionalmente adscritas al realismo. Estos dos aspectos
marcaron también la famosa polémica que sostuvo con Julio Cortázar y Mario
Vargas Llosa sobre el papel de los escritores en la sociedad en las páginas de la
revista uruguaya Marcha entre 1969 y 1970.1 En su libelo “La encrucijada del
lenguaje” Collazos recriminó a los autores del boom un olvido e incluso un
menosprecio por la realidad, además de rechazar el experimentalismo formal y
expresivo de la nueva novela hispanoamericana. En ésta vio una imitación ciega de
las innovaciones técnicas del modernismo euro-norteamericano que les impidió a
los integrantes del boom indagar su propia realidad latinoamericana (Literatura en
la Revolución 15). Inspirado por la teoría marxista-lukacsiana de la literatura,
Collazos denunció “la mistificación del hecho creador, entendido como autonomía
verbal” (10), mostrándose partidario de un arte contenidista y mimético. De este
modo abogó por un regreso a una tendencia documental y naturalista de la novela
hispanoamericana, contra la que Carlos Fuentes polemizó en su teorización de la
nueva novela que salió el mismo año.2
Si bien es cierto que el panfleto de Collazos anticipó algunas tendencias del
‘posboom’ que eclosionaron a partir de los años 1970 (rechazo de una poética
1
Collazos afirmó también que los discursos de Castro deberían tomarse como fuente de un tipo de
literatura dentro de la revolución, acercándose peligrosamente al realismo socialista de la URSS.
Esta polémica puede verse como un parteaguas entre el boom y la Revolución cubana que anticipó
el caso Padilla. A este respecto, ver Kohut (37-39) y Rojas (113-119).
2
El autor de La nueva novela hispanoamericana, a quien Collazos atribuyó un complejo de
inferioridad (Literatura en la Revolución 32), veía en el realismo socialista una prolongación
paradójica del realismo burgués y de sus procedimientos (Fuentes 17-19).
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
antirrealista, escritura más asequible, interés en los grupos subalternos e
incorporación de elementos de la cultura popular, entre otras), su crítica contra un
uso del lenguaje literario que está desconectado la realidad resulta problemática por
su fe ilusoria en la transparencia del lenguaje y en la posibilidad de reproducir
verazmente un referente extraliterario. En una entrevista que concedió al diario
colombiano El Tiempo en 2013, Collazos aclaró que había renegado de la ortodoxia
izquierdista que caracterizaba su postura como joven novelista. Reconoció el
reduccionismo que implicó una concepción heteronomista de la literatura que había
defendido en el inicio de su carrera, así como una visión ingenua del realismo que
negaba toda literariedad: “[…] mis planteamientos eran en muchos sentidos tan
apasionados como ingenuos, sobre todo al pedir coherencia entre el pensamiento
político y los temas de la literatura, que yo encerraba en una concepción muy
estrecha de la ‘realidad’” (s.p.). En la misma entrevista afirmó que su idea de la
realidad estaba cerca de lo que Mario Vargas Llosa –su contrincante principal en la
polémica– entendía por ella: “No hay una realidad sino muchas […] Tengo unas
relaciones muy estrechas con la realidad de Colombia, por ejemplo, pero no me
interesa reproducirla, lo que es imposible, sino buscar en ella una expresión más
esencial de la sociedad y de mi época, atravesadas por la imaginación y una
irrenunciable perspectiva ética” (s.p.).
El presente artículo indaga la representación de la violencia en la
decimoquinta y última novela de Collazos, titulada Tierra quemada (2013). Se trata
de su novela más extensa que aborda el desplazamiento forzado y su incidencia en
la población civil, sin caer en un realismo mimético o una suerte de arte reportaje.3
En su reseña de la novela, el novelista y académico Pablo Montoya insiste en la
supuesta superficialidad de la novela, que imputa a “[…] la poca profundidad de su
3
El tema del desplazamiento no es nuevo en la obra de Collazos, pero antes de la publicación de
Tierra quemada sus novelas se centran en migrantes transnacionales y no en desplazados internos,
es decir personas expulsadas de sus hogares que buscan refugio en otra zona del país (ver Lienhard
15). Así, en Las trampas del exilio (1993) y El exilio y la culpa (2002) Collazos aborda el exilio
político en la época de las guerras sucias. Según Luz Mary Giraldo, estos textos presentan una
“conciencia histórica y lucha colectiva definida por la utopía” (89), frente a un acercamiento más
individualista de la emigración por motivos económicos o existenciales en la obra de autores como
Santiago Gamboa o Jorge Franco.
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trama, la escasa complejidad de sus personajes, la monotonía de su intriga, la
reiteración de sus atmósferas derruidas, la caricatura aviesa a que son reducidos
todos los militares, las escenas triviales y trilladas propias para el formato
telenovelesco […]” (167). Montoya le reprocha a Collazos sobre todo la extensión
de su libro de casi 400 páginas y se pregunta si no hubiera sido más acertado optar
por un cuento breve en la estela de Borges. El rechazo de Montoya se origina en
una lectura de la novela desde una concepción literaria de la que el propio Collazos
se distanció, la de una literatura social y comprometida de corte realista que
preconiza la trama y la concientización del lector mediante esquemas maniqueos.
A continuación, nos proponemos leer la novela como un relato alegórico sobre el
desplazamiento y el conflicto interno que se centra en la experiencia de las víctimas
frente a diferentes tipos de violencia, lo cual problematizará la lectura de la novela
como síntoma de una poética mimética y objetivista. Antes de analizar la novela,
nos detendremos primero en el tema de la violencia en la obra de Collazos y en las
dinámicas de violencia que provocan el desplazamiento forzado, que a su vez
genera otras violencias.
Una literatura de la violencia
Por más que se haya ampliado y complejizado su visión del realismo, el
compromiso sociopolítico de Collazos permaneció inalterado a lo largo de su
carrera, al igual que su visión de la escritura como un acto de liberación: “La
creación literaria, aceptemos, es una especie de exorcismo de nuestros demonios
interiores, de esas fijaciones y hechos monstruosos que nos persiguen.” (Literatura
en la Revolución 35) Desde mediados de los años 1990, la violencia –tanto del
crimen organizado como del conflicto armado interno– recorrió su obra novelística
y periodística como un hilo conductor. En varios ensayos y columnas el autor
chocoano desmanteló una concepción monolítica de la identidad colombiana y
deconstruyó la idea de una comunidad nacional imaginada basada en la
naturalización de la violencia. Según varios estudiosos, el conflicto interno y la
omnipresencia de una violencia difusa han llevado a los colombianos a adoptar un
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sentido de identidad nacional basada en una violencia fundacional y endémica, en
ausencia de un relato colectivo inclusivo.4 En la columna “¿Qué es la
colombianidad?” Collazos deja claro que concibe la identidad como un constructo.
Se muestra muy crítico con un discurso de identificación nacional que se sustenta
en un relato de la violencia como rasgo constitutivo, como cuando la “astucia
criminal” de Pablo Escobar se califica de “típicamente colombiana” (Desplazados
158), como si fuera representativa de la psicología nacional:
¿Somos un país violento?, se vienen preguntando desde las ciencias
sociales. La existencia de tantos ‘violentólogos’ no basta para responder
afirmativamente. Si se aceptara que somos un país violento, tendríamos
que aceptar que el rasgo distintivo de nuestra conducta individual es la
violencia y que son tantos los colombianos que la asumen que podría
hablarse de una caracterización colectiva. Pero resulta que no hay
estadísticas que lo prueben. ¿Cuántos colombianos se están dando bala?
¿50.000, 200.000? ¡Somos más de 40 millones! Casi tres millones de
desplazados lo son, precisamente, por pacíficos. (Desplazados 155)
Varios estudiosos, de Juana Suárez (115) a Stacey Hunt (228-229), han
sostenido que el conflicto interno y la cultura popular (en particular la narcoficción)
han llevado a los colombianos adoptar un sentido de identidad nacional sustentado
en una violencia presuntamente congénita, al que paradójicamente el campo de
estudios conocido como la violentología contribuyó también. Es llamativo que la
mayoría de los novelistas tienda a privilegiar formas espectaculares de violencia
urbana a fin de cumplir las expectativas de un lectorado tanto nacional como global
(Herrero-Olaizola), en detrimento de una tragedia humanitaria más discreta y
4
Según el título de un conocido libro del historiador David Bushnell, Colombia es una “nación a
pesar de sí misma” por falta de un relato aglutinador. A este respecto, ver la siguiente afirmación
del filósofo Carlos Alberto Patiño Villa: “[…] la violencia constituye básicamente el relato de la
vinculación nacional que ha llevado al establecimiento de nuevos elementos de identidad colectiva
y a la ruptura con viejos modelos de identidad local y sectaria” (1114).
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silenciosa, que corresponde a una lógica de una guerra irregular y de baja
intensidad.5
El imperativo ideológico del Collazos polemista de los años 1960 se
sustituyó por una vocación ética en sus novelas que no sólo denuncian la violencia
subjetiva, es decir la violencia más visible que socava la normalidad pacífica y que
tiene un origen claramente identificable como en el caso de un homicidio, sino que
también ponen al descubierto la violencia objetiva y sistémica, como la precariedad
de los estratos más bajos y la corrupción. Así, la novela sicaresca Morir con papá
(1997) enfrenta la brutalidad y los aspectos más sórdidos de los bajos fondos de
Medellín, pero también ahonda en el tejido social degradado y los cambios
culturales que afectaron a la sociedad colombiana como consecuencia de la ‘cultura
traqueta’. Al mismo tiempo, la novelística de Collazos se hizo más dramática e
imaginativa. En sus incursiones en el relato criminal opta por el realismo sucio y el
melodrama: la novela negra La modelo asesinada (1999, publicada en España como
La muerte de Érika) tematiza el voyerismo urbano, la corrupción y el feminicidio
al resaltar la monstruosidad de los victimarios, mientras que Señor Sombra (2009)
es un roman à clef sobre el paramilitarismo y los aspectos más turbios de la política
nacional. Estas novelas forman parte de dos ciclos novelescos que Collazos escribió
en los últimos quince años de su vida: la primera novela, con Batallas en el Monte
de Venus (2003), hace parte de un “díptico sobre el matrimonio de la belleza con la
riqueza fácil” (Collazos citado en el paratexto de Señor Sombra) y sobre la
indiferencia social frente a la narcoviolencia, mientras que la segunda forma parte
de un tríptico sobre el impacto del conflicto interno en Colombia. A este tríptico
también pertenecen Tierra quemada y Rencor (2006). Esta última es una
ficcionalización de diferentes testimonios sobre el difícil reasentamiento de
desplazados internos en un entorno urbano, que Collazos recopiló en Desplazados
del futuro (2003). Tanto Tierra quemada como Rencor narran las vivencias de
personajes femeninos, pero se distancian de la mirada voyerista y de la erotización
5
Asimismo, tradicionalmente los estudios sobre las representaciones culturales de la violencia en
América Latina han privilegiado la violencia del Estado o la narcoviolencia en escenarios urbanos
sobre conflictos crónicos como el que aflige a las zonas rurales de Colombia desde hace décadas.
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del cuerpo/cadáver femenino en novelas como La modelo asesinada.6 Esta última
novela se caracteriza, de acuerdo con Glen S. Close, por varias escenas que estilizan
la violencia y que perpetúan fantasías de una violencia erótica, sin generar ningún
desasosiego empático (LaCapra 78), ni tampoco un sentimiento de culpabilidad en
el lector-voyeur implícito. De este modo, la novela no tiene en cuenta las
consecuencias éticas, banaliza una actitud misógina y termina por revictimizar a la
mujer. Tierra quemada, al igual que Rencor, también tematiza la violencia de
género, pero lo hace desde una perspectiva que reconoce la agencia de las mujeres.
La novela se centra tanto en la violencia subjetiva como en la objetiva, pero evita
la trampa de cosificar a las víctimas o de convertir los perpetradores en monstruos
inescrupulosos o psicópatas en una lógica binaria que es moralmente confortadora
y que se sustenta en el melodrama y la caricatura que Montoya le recrimina
precisamente a Collazos.
La violencia del desplazamiento
Tierra quemada se redactó y se publicó durante un período caracterizado
por “la persistencia del desplazamiento en escenarios de búsqueda de la paz (20052014), según la periodización sobre el desplazamiento forzado interno que
estableció el Centro Nacional de Memoria Histórica en su informe Una nación
desplazada (102). Al inicio de este período el gobierno de Álvaro Uribe empezó a
usar el término ‘posconflicto’, particularmente a raíz de la desmovilización de la
organización paramilitar ultraderechista de las Autodefensas Unidas de Colombia
(AUC) en el 2006, lo cual contribuyó a su vez a invisibilizar la continuación de una
parte de la guerra y el éxodo forzado en aquellos años. Como consecuencia del
conflicto interno, ostenta el doloroso título de país con el mayor número de
6
Sobre la dimensión ‘necropornográfica’ de la novela, ver el siguiente comentario de Glen S. Close:
“La modelo asesinada vigorously re-inscribes the misogynistic and pornographic tendencies so
prominent in the tradition of hard-boiled narrative. The novel’s title and central incident announce
the sexual politics of a narrative in which an implicitly male reader is enticed with images of
punishing violence inflicted on a desirable but unattainable or dangerous female body, and in
which the fantasy of violent vengeance exacted by a righteous male hero only flimsily conceals
the narrative’s exploitation, and the reader’s anticipated enjoyment, of images of sexualized
violence” (67).
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desplazados internos del mundo.7 No obstante, la tragedia humanitaria recibe poca
atención y cobertura en Colombia: investigadores sociales invocan una indiferencia
social para explicar que el desplazamiento no es visto como un trauma nacional
(Oslender). Tanto el mundo político como los medios de comunicación convierten
el fenómeno en algo abstracto a través de estadísticas que superan nuestro
entendimiento y despersonalizan la tragedia. En este sentido no es casual que la
Comisión Europea incluyera el desplazamiento interno en Colombia en una lista de
crisis olvidadas (ECHO), ya que tanto la ayuda humanitaria como la investigación
científica priorizaron durante mucho tiempo la categoría de los refugiados
transnacionales.
Tierra quemada da voz a una categoría de víctimas en la que el despojo y
el desarraigo han tenido un impacto cuantitativamente desproporcionado: mujeres
y niñas afrocolombianas de origen campesino. Más allá del protagonismo que les
confiere a los personajes femeninos, Collazos adopta una perspectiva de género al
centrarse no sólo en el maltrato físico y sexual, sino también en las alteraciones en
las relaciones intrafamiliares y en los roles desempeñados por ambos sexos
suscitadas por la migración forzada. En “Victims and Survivors of War in
Colombia”, la antropóloga Donny Meertens se centra en los efectos del conflicto
armado diferenciados por género. Se detiene ante todo en representaciones
simbólicas de masculinidad y feminidad en actos de violencia política y en las
distintas trayectorias de hombres y mujeres como víctimas indirectas o
sobrevivientes del desplazamiento forzado. Meertens traza una evolución de una
confrontación casi exclusivamente entre hombres en el siglo XIX, pasando por una
instrumentalización de la violencia física dirigida sistemáticamente contra mujeres
como representantes del honor colectivo de la comunidad, a partir de la época
conocida como “la Violencia” a mediados del siglo XX y por último, a partir de los
años 1980, a un conflicto menos ideológico o político en el que el ataque contra la
maternidad dejó de ser una práctica de guerra sistemática. A raíz de esta dinámica,
7
En la actualidad Colombia detenta el triste récord de contar con la población desplazada más
grande del mundo, con más de 7,5 millones de desplazados internos desde el año 1985 (ECHO).
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el conflicto se centró más en intereses económicos y territoriales, descartando la
identidad política o de género de los adversarios. No obstante, el trauma, la pérdida
de sus medios de subsistencia y el desarraigo social de las víctimas no sólo implican
una pérdida de su identidad como individuo y ciudadano, sino que también
conducen a una redefinición de las identidades de género.
Si bien numerosos estudios optan por desenredar las madejas de las
violencias, siguiendo la tripartición que propone Slavoj Žižek (violencia subjetiva,
sistémica y simbólica; 1-3) o el triángulo de Johan Galtung (violencia directa,
cultural y estructural; 294), nos parece más fructífero reconocer el carácter
‘idealtípico’ de estas categorizaciones y, siguiendo a Philippe Bourgois (428),
abordar la violencia como un continuo. Este acercamiento nos parece más adecuado
por dos razones: en primer lugar, la naturaleza de los conflictos armados ha
cambiado radicalmente en las últimas décadas. Desde su recrudecimiento en los
años 1990, el conflicto colombiano ha adoptado algunos de los rasgos de lo que lo
que Mary Kaldor denominó las ‘nuevas guerras’, es decir conflictos de baja
intensidad que se caracterizan por la proliferación de actores armados irregulares,
el debilitamiento del poder estatal, el desmoronamiento de una agenda políticoideológica como fuerza motriz del conflicto, el aumento de intereses criminales,
económicos y territoriales, y la propagación del miedo y la desconfianza como
ingredientes básicos de la vida social diaria (6-10). Esta nueva configuración ha
llevado a una privatización de la guerra (ya que se introducen nuevos actores que
están más movidos por motivos económico-financieros que políticos) y a una
prolongación indefinida del conflicto bélico. Éste no se libra mediante batallas
como en el caso de las guerras clásicas, sino que se eterniza a través de prácticas
violentas que se dirigen contra la población civil, como tácticas contrainsurgentes
y operaciones de limpieza social o étnica. Por consiguiente, la violencia deja de ser
un fenómeno explosivo e instantáneo. Más bien, la temporalidad de la violencia se
diluye por la extensión y la recurrencia del conflicto en tanto proceso de desgaste
que muchas veces se zanja con una victoria pírrica. En la novela de Collazos, la
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violencia como fenómeno extensivo confluye además con otra violencia conocida
en la ecocrítica como ‘violencia lenta’ del daño medioambiental.8
En segundo lugar, la adopción del punto de vista de las víctimas incita a
repensar la violencia y sus repercusiones como un continuum o una escala gradual,
que Bourgois (428) compara con el concepto de ‘zona gris’ del sobreviviente del
holocausto Primo Levi (I sommersi e i salvati, 1986) porque las líneas divisorias
(entre violencia criminal y estatal, entre espectadores y perpetradores, etcétera) se
difuminan. En este acercamiento, las distintas formas de violencia (sean directas o
indirectas, visibles o invisibles, inhabituales o cotidianas, político-militares o
sexuales) se imbrican y se intensifican mediante una serie de complicidades. Según
el sociólogo Daniel Pécaut, son precisamente este desdibujamiento de la línea de
división ‘amigo-enemigo’ y la imposibilidad de atribuir la violencia a identidades
predefinidas dentro de una lógica antagónica los elementos que contribuyen al
carácter prosaico de la violencia en Colombia. En cuanto a los desplazados internos,
Pécaut resalta un triple proceso de victimización como efecto del terror diario que
induce progresivamente efectos de fragilización de los referentes temporales
(destemporalización), lleva a una dramática transformación del sentido de lugar
(desterritorialización) y obstaculiza la posibilidad de las víctimas de afirmarse
(desubjetivación) (121), como ilustraremos más adelante. A nuestro modo de ver,
la novela de Collazos alegoriza precisamente el triple proceso de desintegración
que experimentan los personajes, el sinsentido de la guerra y el destino inseguro
del país en general.
Hacia una lectura alegórica
Al igual que La multitud errante (2001) de Laura Restrepo, Tierra quemada
es una novela alegórica de factura realista escrita por un novelista que también ha
8
Al conflicto de baja intensidad, que se ha prolongado por más de seis décadas, la novela suma la
violencia ‘lenta’, que Rob Nixon define como: “a violence that occurs gradually and out of sight,
a violence of delayed destruction that is dispersed across time and space, an attritional violence
that is typically not viewed as violence at all” (2). La imbricación de la erosión natural y la erosión
social apunta hacia la necesidad de adoptar una perspectiva de larga duración (longue durée) que
permite visibilizar este tipo de efectos devastadores y de promover una ‘ecología de los pobres’.
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
ejercido como periodista. La historia retrata las peripecias de una caravana de varios
centenares de desplazados campesinos, mayoritariamente mujeres, que recorre una
zona rural destruida. Los desplazados marchan a pie en un convoy supuestamente
humanitario que está subdividido en grupos que no pueden comunicarse entre sí.
Son guiados por helicópteros y escoltados por un contingente de 80 efectivos de un
grupo paramilitar o ‘autodefensa’ llamado La Empresa. Desde el inicio de la
novela, la marcha se parece a una carrera eliminatoria: muchos son eliminados con
el transcurso de los días, por agotamiento o porque se transforman en blancos del
terror arbitrario y la desaparición forzosa. El focalizador más asiduo de la historia
es Elena, una maestra rural de facciones mestizas que viaja con su bebé y su prima
adolescente, y que cae víctima de abuso sexual por parte de un comandante y un
vigilante.
La
historia
está
desprovista
de
coordenadas
espacio-temporales
reconocibles o detalles que produzcan ‘efecto de realidad’ en el sentido barthesiano,
aunque se reestablece la referencialidad de manera oblicua, mediante la
incorporación de múltiples referencias al conflicto interno que son fácilmente
reconocibles para un lector colombiano. Así, por ejemplo, el texto alude a la
masacre de Bojayá en la que más de cien personas fallecieron al interior de una
iglesia bombardeada por las FARC-EP (55), al escándalo de las ejecuciones
extrajudiciales conocido popularmente como ‘falsos positivos’ (215), a la imagen
de los ríos, en particular el Magdalena, como ‘tumbas líquidas’ (cf. Uribe Alarcón
“Liquid Tombs”) o como corrientes que arrastran cadáveres desenterrados por la
naturaleza de los “cementerios escondidos en la selva” (201). La novela también
pone al descubierto los estragos del extractivismo depredador, la securitización
militar de los recursos mineros y los monocultivos agroindustriales (en particular,
la explotación de la palma africana que va reemplazando el cultivo del banano).
Estas referencias a determinadas políticas desarrollistas del medioambiente que
literalmente ‘vacían el terreno’ de las comunidades también permiten identificar al
país innombrado como Colombia. Sin embargo, la novela no presupone un lector
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implícito que esté familiarizado con la historia de Colombia, ya que se puede leer
como un relato universal y atemporal sobre el desplazamiento forzado.
La historia se centra en las ‘tierras de nadie’ que siguen siendo el epicentro
de la violencia. Más que una alegoría nacional en el sentido de Fredric Jameson
(69), Tierra quemada puede considerarse una alegoría del ‘revés de la nación’, un
concepto con el que Margarita Serje remite a las zonas consideradas como remotas
o periféricas en la que brilla el Estado por su ausencia.9 En la novela de Collazos
las tierras arrasadas funcionan como pantalla sobre la que se transfieren ideas de
atraso y los miedos del centro, personificado en los cuadros de origen urbano de La
Empresa, o como avecina uno de los pocos personajes citadinos, un periodista:
“[…] un país de ciudades que podían seguir el curso regular de sus vidas sin sentirse
afectadas por lo que sucedía en los campos, inabarcables extensiones de ruina
animal, vegetal y mineral” (177). No obstante, la novela no tarda en problematizar
esta separación entre el centro y la periferia al representar la ‘violencia del monte’
y la ‘violencia de la calle’ como interrelacionadas.
La alegoría (del griego allegorein, ‘hablar figuradamente’) se basa
tradicionalmente en una relación entre un sentido inmediato dado por las imágenes
evocadas y un significado abstracto. Tierra quemada cumple con varios rasgos de
la alegoría como género o modo que Gerhard Kurz distingue en su estudio clásico10:
los patronos narrativos dominantes de la lucha y del viaje (con o sin vigilante,
rectilíneo o laberíntico), que frecuentemente simboliza el curso de la vida; la
estructura episódica o paratáctica que sale a la superficie mediante repeticiones y
simetrías; y los escenarios ajenos e imaginarios. El desfile de los desplazados
9
Según Serje, el revés de la nación remite a “fronteras internas que están hoy en el ojo del huracán
del intenso conflicto armado que vive el país. Se han convertido en los bajos fondos del espacio
nacional, en su revés, en su negativo. Transformados en ‘vastas soledades’, sus paisajes y sus
habitantes se han visto reducidos a pura representación” (17).
10
Para Kurz, se trata de rasgos internos al texto que abren paso a una alegoresis, o sea incitan al
lector a interpretar la historia de modo alegórico: “Dominanz einer Handlungsstruktur; narrative
und deskriptive Muster der Reise, der Pilgerfahrt, der Suche, des Kampfes, des Traums, des
Theaters; entlegene und befremdliche Orte; episodische, parataktische, losere Struktur der
Narration (daher haben Allegorien Schwierigkeiten mit ihrem Ende) – loser, weil durch den Bezug
auf den Praetext die einzelnen Elemente des Textes ein relatives Eigengewicht enthalten; mittlere,
eher lakonische Stillage. Solche Merkmale zwingen den Leser zu einer mehr analytischen
Einstellung auf den Text. Man muß, wie es oft heiß, ‘nachsinnen’” (162).
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
internos en la novela se asemeja a una lucha interminable de supervivencia en un
entorno hostil y dantesco. Sin embargo, el patrono de la lucha en Tierra quemada
no corresponde a la batalla clásica entre el Bien y el Mal, ejemplificada mediante
la psychomachia entre el vicio y la virtud, sino que la novela alegoriza una guerra
de desgaste en la que no hay bandos claros.
Entre los rasgos del género alegórico Kurz también menciona el estilo, que
a su vez se relaciona con la interpretación de la alegoría como tropo. En la retórica
clásica de Quintiliano la alegoría forma parte de la elocutio: “Allègorian facit
continua metaphora” (Institutio oratoria IX, 2, 46). Frecuentemente la metáfora
continuada se inserta en una isotopía o campo semántico más amplio que confiere
cierta coherencia a la lectura (cf. Greimas). Así, la novela de Collazos está recorrida
por la isotopía del círculo y del infierno, al igual que el poema alegórico Divina
Commedia (1321) de Dante Alighieri. La novela pone de relieve el eterno retorno
de la violencia, pero sin usar la ‘psicología del colombiano’ o una esencia nacional
invariable como un marco explicativo. La monotonía del viaje y la homogeneidad
del paisaje postapocalíptico hacen que los desplazados tengan la sensación de estar
dando vueltas en círculos. Por mucho que se muevan, tienen la sensación de estar
“encerrados en un perímetro sin salida” (39).
La novela nunca aclara si la caravana está compuesta de secuestrados o de
desplazados. Es notable que el narrador trace un paralelo entre los desplazados y
los rehenes que intentaron escapar de los campamentos de la guerrilla, pero que
“corrían formando círculos en la selva” (159) por la imposibilidad de atravesar los
anillos de seguridad. En las narrativas de secuestros la naturaleza también se
codifica como un infierno verde y el cautiverio se presenta como un descenso a los
infernos.11 No sería descabellado afirmar que la travesía de los desplazados sin
destino simboliza el círculo vicioso del conflicto: como el enemigo nunca aceptará
estar derrotado, la ‘batalla final’ –que evoca el Armagedón entre el bien y el mal
del Apocalipsis de San Juan de Patmos– a la que aluden los paramilitares no es sino
una ilusión: no implica ningún triunfo, sino simplemente el inicio del siguiente
11
A este respecto, ver el artículo de Ospina (2013).
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conflicto bélico. Es llamativo que la novela misma no sea circular; más bien, ésta
termina con un final abierto (aunque después de una hecatombe), que refleja
formalmente la preocupación existencial y la incertidumbre en la que están
inmersos los personajes desplazados. El lugar seguro del campamento humanitario
al que los hombres de la Empresa prometieron conducirlos (“nuestro deber es
sacarlos [a los desplazados] de este infierno” (12)), resulta ser un espejismo
quimérico. En este sentido, la estructura no presenta una orientación teleológica
como en el caso del apocalipsis bíblico, sino que predominan la entropía y la
proliferación de sentidos.
De ahí que el periplo de los desplazados no parezca tener fin: “De tanto
repetir la visión de los mismos paisajes y pasar frente a igual desolación, quizás
perdieran la noción de espacio y estuvieran sintiendo lo que sienten quienes se
mueven sin cesar en un círculo.” (177) Una y otra vez la guerra traza “un nuevo
círculo infernal.” (200) Los recuerdos se hacen añicos por la imposibilidad de
reconocer los lugares, lo cual induce paradójicamente una paramnesia conocida
como déjà vu (o, mejor dicho, un déjà visité): “Había querido inventar sus
recuerdos. […] uno creía haber estado en el lugar que jamás había visitado” (49).
En efecto, el paisaje es invariablemente desolador e inhóspito como consecuencia
de la política de ‘tierra arrasada’ a la que refiere el título, pero también por la fuerza
aniquiladora de la industria extractiva y las fumigaciones aéreas.
Una alegoría barroca poblada de fantasmas andantes
La prominencia de la devastación del paisaje y las ruinas en la novela
proporciona una clave interpretativa que se sitúa en la tradición del arte barroco
alegórico como forma estética y como dispositivo filosófico. Según Walter
Benjamin, “Las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el
reino de las cosas” (171). Es decir, las alegorías barrocas se parecen a ruinas porque
contienen fragmentos de un pasado aparentemente ausente, pero que sobreviven
dinámicamente en el presente. Para Benjamin, el Trauerspiel o drama barroco
alemán se caracteriza por una serie de topoi, como la ruina y la calavera, que
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
permiten expresar la melancolía y pensar la fragmentariedad y la fugacidad de la
vida.12 Así, las alegorías barrocas son una especie de memento mori que recalcan
la transitoriedad y que exponen el progreso histórico como una ilusión engañosa
porque el devenir histórico está sometida a un irreversible proceso de degeneración
y de putrefacción, como una naturaleza caída. Esta sensibilidad barroca permite
pensar la persistencia fantasmal como una expresión de la melancolía o duelo
irresuelto. Los espectros no son proyecciones psíquicas deshistorizadas, sino la
forma en la que el pasado sobrevive dinámicamente en el presente. De la misma
manera, en la novela de Collazos, son los residuos del mundo de los vivos y los
fragmentos textuales (las citas intertextuales) los que abren el pasado hacia el
presente.
El íncipit de la novela –“Elena miró hacia atrás y no encontró más que
bruma” (11)– nos presenta un típico paisaje brumoso que se codificó en el
imaginario de la violencia en Colombia como un espacio espectral que anuncia
apariciones fantasmales. Es significativa la insistencia de la niebla en esta escena
de comienzo in medias res, no sólo por ser reminiscente de las topografías de
violencia en la narrativa y el cine colombianos sobre el conflicto, de Los ejércitos
(2006) de Evelio Rosero a La sirga (2012) de William Vega,13 sino también porque
se refiere a la ofuscación mental que experimenta el personaje principal. En la
experiencia de Elena, el mundo entero se ha vuelto extraño e irreconocible por la
experiencia imborrable de la pérdida y una violencia omnipresente y difusa. Una
niebla densa y persistente le cubre su visión del pasado, pero también penetra en su
horizonte de vida: el futuro le resulta tan aciago como inseguro. El desfile se parece
a una “marcha espectral” (21) que se encuentra con ‘almas en pena’ durante el
recorrido y mujeres que buscan desaparecidos para guardarles luto. Una de las
12
Según el filósofo Willem van Reijen, Benjamin revaloriza la escritura alegórica para iluminar su
entendimiento melancólico de la historia: “[…] this insight [of transitoriness or vanitas] leads to
melancholy reflections, which view the ruin as the appropriate symbol for threatened happiness
and the labyrinth as a metaphor for our earthly wanderings. The preferred artistic form for this
melancholy experience is the allegory” (1).
13
A este respecto, ver el artículo de Martínez (2015) sobre las topografías espectrales en el cine y
la literatura colombianos recientes.
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desplazadas se percata de unas mujeres viejas de una soledad insondable que
parecen reaparecer en ranchos vecinos y de las que duda si están vivas: “[…]
cuando creían haberlas perdido de vista, por un raro espejismo volvieron a verlas
en la puerta de los últimos ranchos, como si se multiplicaran fantasmalmente de
una puerta a la siguiente” (154). La dimensión espectral también se desprende de
la visión de la “belleza agonizante” (20) de una mansión en medio de la sabana
despoblada que guarda semejanza con un “castillo de fantasmas” (17), que evoca
la tradición literaria del gótico sureño de autores como William Faulkner y Cormac
McCarthy. Amenazados con el secuestro y una vacuna (extorsión) exorbitante, los
propietarios de estas tierras antes prósperas tuvieron que exiliarse al extranjero,
mientras que sus servidores fueron reclutados por la organización paramilitar. En
la misma escena Collazos introduce un guiño intertextual al segundo volumen de
su trilogía sobre el conflicto armado, sugiriendo de este modo la continuidad entre
la violencia urbana y la violencia rural: “En los últimos diez años [la casona] se
había convertido en morada de fantasmas después de ser usada como cuartel
general de alias Señor Sombra, uno de los cabecillas más despiadados de La
Empresa” (18). Sin embargo, el “castillo encantado de un cuento de hadas” también
presenta un lado oscuro que Elena va rememorando, ya que fue un centro de tortura
del Señor Sombra donde los prisioneros fueron degollados antes de ser arrojados a
“la fosa común de los ríos” (20), que representa la desmemoria.
El clima de inseguridad y paranoia también afecta a la percepción de la
naturaleza. Las frutas y los animales dejan de ser familiares e inocentes porque
suponen un peligro constante, lo cual incrementa el carácter siniestro (en el sentido
freudiano de Unheimlich) del entorno. No solo los campos parecen de repente
inquietantes por temor a que hayan sido envenenados, sino que una bestia de tiro
ordinaria – el medio de transporte por antonomasia en la selva – también produce
un efecto de extrañamiento después del uso de un ‘burro-bomba’ como arma de
guerra (133).14 Al recurrir a procedimientos de desfamiliarización, Collazos hace
14
Esta escena se inspira en el atentado que las FARC-EP perpetraron contra la estación de Policía
de Chalán (Sucre) en el año 1996 mediante un burro cargado de dinamita.
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
hincapié en que la violencia se origina en lugares cotidianos, lo cual obliga a los
personajes a estar siempre alertas.
Si al inicio de su calvario, los propios desplazados todavía se parecen a
apariciones fantasmales, a “desechos humanos de la guerra” (20) que no saben nada
de lo que ocurre en el mundo con excepción de ecos fantasmales de bombardeos
que les quedan en los oídos como “un fastidioso registro de la memoria” (23), al
final de la novela “el mundo de los vivos había desaparecido” (319) por completo.
La novela pone al descubierto la ‘necropolítica’ (Mbembe 2019) detrás del
desplazamiento: las fuerzas que gestionan la muerte de cuerpos ‘desechables’ o
‘matables’ dentro de un estado de excepción en el que la ley internacional queda
suspendida. A veces los desplazados se topan en el camino con unos viejos que
piden ayuda pero que son considerados como meros estorbos por el convoy; son
reducidos al estado de ‘nuda vida’ (existencia biológica sin más), según la fórmula
de Giorgio Agamben: son excluidos de la comunidad humana y pueden ser
eliminados impunemente.15 Los desplazados se dan cuenta de que la misión no
consiste en salvar a la gente ya que los militares “van matando a los que estorban”
(173), los “arreaban como ganado” (77), sacrifican a los inválidos “como bestias”
(119) y nunca se vuelve a saber nada de los desplazados que son trasladados a otros
grupos de la caravana. Asimismo, los guardianes recurren a un lenguaje médico
para justificar la eliminación de ‘desechables’: eliminan a los inválidos como
“medida profiláctica” (119), que uno de los desplazados define como “limpiar
muchas veces lo que no está sucio” (199). Cuando circulan rumores de lepra, varios
desplazados interiorizan este lenguaje axiomático para justificar las acciones de
‘limpieza social’ contra personas indefensas, ya que están “convencidos de que así
se preserv[a] la salud de los demás” (120).
15
Roland Anrup ha señalado que los desplazados internos en Colombia constituyen un caso
paradigmático de la nuda vida: “Lo que el filósofo italiano Giorgo [sic] Agamben llama la nuda
vita ha dejado en Colombia de ser una idea, para tomar cuerpo en esta ‘muchedumbre desnuda’,
en este cuerpo vivo de millones de desterrados, mujeres y hombres, campesinos y trabajadores,
que a causa de la violencia militar y paramilitar han perdido sus tierras y su terruño” (113).
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La mirada de Elena ya anticipa su desaparición al ver a los refugiados como
muertos en vida: “Si se miraba atrás, recordó Elena, como si se tratara de la imagen
congelada de una fotografía, los ancianos parecían un mojón de desechos inmóviles
en la vía. Una quieta aparición fantasmal” (25). De este modo, se establece una
conexión entre los propios desplazados despojados de sus viviendas y los espectros
que buscan una última morada. El retorno espectral del pasado, como algo no
resuelto, también se ilustra mediante el fulgor que emana las fosas comunes (202),
y se destaca en las numerosas referencias a personas que siguen buscando el cuerpo
de sus parientes o que han enterrado a alguien sin posibilidad de marcar el lugar:
“Las había [mujeres], dijo, que pasaban días y noches a la orilla de los ríos,
esperando el milagro de pescar el cuerpo que buscaban” (311).
El Trauerspiel como obra teatral fúnebre juega con la teatralización de la
muerte. Esta dramaturgia se hace patente en la puesta en escena de los efectos de la
violencia y el terrorismo en la novela. Las descripciones gráficas de fosas comunes,
camiones repletos de cadáveres y ejecuciones de infiltrados, sapos u otros sujetos
‘excedentes’, como por ejemplo los inválidos que son “sacrificados como bestias”
(119), ilustran lo que Ileana Diéguez ha llamado el ‘necroteatro’ o el “despliegue
escénico de un necropoder que decide soberanamente no sólo la muerte, sino los
modos de sufrir y de reducir la condición humana” (79, cursivas en el original). Los
grupos armados, tanto legales como ilegales, tienen como propósito eliminar los
focos de resistencia, sea cual sea el método. En un tono neutro y distante, el narrador
se centra en la crueldad extrema ejercida sobre los cuerpos mutilados o
desmembrados, cuyos rostros son desfigurados. La mise-en-scène abyecta
corresponde a una acción vindicativa (30-31) que evoca Los desastres de la guerra
(1810-1820) de Francisco de Goya y que a veces implica un reordenamiento
minucioso de los cadáveres antes de fotografiarlos (87), para dar constancia de la
represalia. Sin embargo, las descripciones explícitas de la barbarie en la novela no
llevan a un sensacionalismo del acto violento individualizado, sino que se centran
en el impacto masivo sobre los cuerpos degradados que se encuentran en la vía:
“montones de hombres ensangrentados, unos encima de otros, como un racimo de
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heridos y cadáveres” (21). La escenografía barroca de la muerte en la tradición de
las vanitas de un Juan de Valdés Leal, en combinación con el punto de vista de una
víctima femenina y el tono distante del narrador, hacen que esta novela no tenga la
postura voyerista o necrofílica de las novelas negras de Collazos. Más bien, las
escenas testimonian la agonía de los que han padecido el terror.
La triple experiencia de las víctimas: destemporalización, desterritorialización
y desubjetivación
De acuerdo con Daniel Pécaut, la experiencia del desplazamiento acarrea
“[…] una alteración de los referentes temporales, en la medida en que […] implica
una espera en la cual el desplazado no tiene ningún asidero” (129). El profundo
trauma emocional que Elena arrastra se origina en las represalias de militares contra
la comunidad de paz en la que tuvo que convivir con insurgentes a la fuerza. El
ataque que causó la muerte de su pareja y de su madre se va narrando mediante una
serie de analepsis externas que desorganizan la narración lineal.16 Este suceso
traumático se resiste a una comprensión cabal e inmediata, generando omisiones en
la narración, pero vuelve a manifestarse de manera fantasmal y disruptiva cuando
el personaje sufre otro acontecimiento límite: el narrador anónimo va alternando el
ataque del pueblo natal de Elena –ahora un pueblo fantasma– con la violación que
sufre por parte de Anselmo, uno de los comandantes del grupo paramilitar. Sin
embargo, el personaje quiere testimoniar lo ocurrido y busca mantener vivo el
recuerdo de la tragedia: “Tampoco tenía ganas de olvidarlas. Tenía que convivir
con aquellas imágenes sin que le hicieran tanto daño. Cerró los ojos de su memoria”
(86).
Si bien la irrupción de memorias involuntarias genera una anacronía, la
organización temporal del mundo diegético está regida por la acronía, que transmite
una ilusión de atemporalidad: a medida que va avanzando la caravana, los
desplazados pierden la noción de tiempo, lo cual se ve reforzado por la narración
16
Cf. “En realidad, estaba confundiendo tiempo y espacio. La explosión se había producido hacía
muchísimas horas, hacía dos días y en otro lugar. Solo al cabo de un tiempo, lo sucedido en
aquellos minutos de zozobra volvió a ser representado en su memoria” (79).
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lenta y repetitiva de la novela. Es llamativo, a este respecto, el título de una película
que Elena intenta descifrar frente a un cine desvencijado: La odisea del espacio
(49), una obra que recurre a tomas prolongadas de escenarios sin vida sin
preocuparse por el progreso narrativo. Por un lado, este ritmo de la narración se
vincula con el tiempo más sosegado de la vida en el campo, como opuesto al tiempo
urbano más agitado. Por otro lado, los fugitivos se sienten atrapados en una especie
de bucle temporal –que simboliza “el círculo de la guerra” (177)– que se observa
también en las vueltas que dan en la selva. La acronía de la novela apunta a una
temporalidad mítica, según la cual “la misma violencia está allí ‘desde siempre’ y
se reproduce sin fin” (Pécaut 131). Si bien la temporalidad se ‘descronologiza’, la
experiencia del tiempo de los personajes mismos se intensifica por la falta de
progreso de la trama, que aparenta la rutinización y la cronicidad de la guerra. En
relación con eso, es elocuente el pasaje en el que los vigilantes hacen una requisa
en la que quitan los relojes de pulsera a los desplazados antes de emprender la
marcha (12-13), ya que el tiempo mecánico u objetivo como símbolo de la vida
moderna es reemplazado por el tiempo psico-biológico o subjetivo que recalca la
duración y la experiencia inmediata (que Pécaut denomina el “presentismo”, 177).
Después de varios meses de zigzagueo sin destino, los ciclos menstruales de las
mujeres terminan siendo la única medida del tiempo (205).
A la destemporalización corresponde también un proceso equivalente a
nivel espacial, que Pécaut llama la desterritorialización. El des-plazamiento puede
entenderse como un ‘no-emplazamiento’ en la sociedad, que se define por una falta
de reconocimiento y visibilidad. En cambio, el concepto de desterritorialización
que propone el autor apunta a la metamorfosis permanente de los grupos armados
y a la fluctuación de las fronteras territoriales y simbólicas. Como consecuencia de
esta territorialidad cambiante de la guerra, ya no quedan lugares seguros de refugio.
La violencia fue en su origen espacial en el sentido de que el conflicto surgió en
parte como una disputa por la tierra, pero la violencia también se proyecta sobre el
espacio rural, creando geografías de terror que impiden la movilidad porque
algunos terrenos se perciben como peligrosos (sobre esta dimensión mental de la
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desterritorialización, ver arriba). Por la reorganización del espacio, se multiplican
zonas ‘extraterritoriales’ donde el poder soberano del Estado está ausente. Según
Pécaut, la desterritorialización también se traduce por una homogeneización del
espacio: “[el] espacio se desmaterializa: cada uno de sus puntos es definido por su
posición, real o virtual, en las redes a través de las cuales se ejercen las presiones
de los grupos armados” (125). Pécaut retoma el concepto de ‘no lugar’ (non lieu)
de Marc Augé, aunque no lo usa para referirse a los campamentos como lugares de
tránsito, como era de esperar, sino para hacer referencia a “espacios que, privados
de toda característica material, resultan de las interacciones entre redes de fuerza”
(126). El no lugar se caracteriza, de acuerdo con el autor, por la ubicuidad (“cada
uno sabe que está vigilado potencialmente por todos los grupos armados”; 126) y
la desconfianza generalizada (“es imprudente […] confiar en los vecinos y hasta en
los miembros de la familia, que un día cualquiera pueden volverse informantes o
tienen hijos en campos opuestos”; 127).
Como su integridad física y libertad se encuentran amenazadas, los
campesinos en la novela inician una vida itinerante cuyo fin no pueden vislumbrar.
Por consiguiente, la noción de ‘hogar’ se evapora. En la novela, las líneas de
separación entre los territorios se vuelven móviles por los avances y repliegues de
los grupos armados que a su vez determinan el derrotero de la caravana. Como
consecuencia, el campo se convierte en un locus horribilis desértico y los suelos
quedan erosionados e improductivos. Asimismo, el mapa imaginado de los
personajes se vuelve borroso. Al mismo tiempo, los procesos de reterritorialización
no implican necesariamente un retorno o reacomodo de los propios desarraigados,
sino que resultan en la recuperación de los territorios por otras entidades. Es
significativo que el único paisaje idílico y seguro que se evoca en la novela
corresponda a las plantaciones prósperas custodiadas por ejércitos particulares. La
vida encerrada entre muros con alambradas de estos loci amoeni privatizados y
“vigilad[os] como fábricas de armas nucleares” (354), contrasta marcadamente con
la tierra arrasada por la guerra. El archipiélago de “espléndidos campos sembrados
de árboles frutales, legumbres y hortalizas” (190) presenta una clara similitud con
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las ciudades porque se trata zonas prósperas y seguras. Unos de los pocos
personajes de origen urbano en la novela, un periodista que se suma a la caravana
y que había escrito en una de sus crónicas que ‘Ninguna Parte’ era el lugar al que
se dirigían los refugiados, le predice a Elena un futuro distópico en el que las
ciudades se volverán autárquicos y ya no necesitarán el campo: “Solo se podía
entrar en las ciudades con salvoconductos especiales […] Entre las ciudades y el
campo se estaba creando un muro periférico y suburbial, un limbo” (351). El
personaje del periodista presiente que en algún momento se detendrá el flujo de
desplazados hacia los extramuros de las ciudades con el propósito de frenar el
éxodo rural y confinar la guerra a las ‘tierras de nadie’, estos confines de la nación
que se caracterizan por un salvajismo premoderno.
A los personajes desplazados de la novela les resulta imposible distinguir
entre soldados de las fuerzas armadas, guerrilleros y civiles vestidos de uniformes
camuflados: son presos del “círculo vicioso de la desconfianza” (174) y están
impregnados de un temor y desasosiego permanentes. La mera complejidad del
conflicto en el que los actores armados parecen intercambiables ya induce al recelo.
Según la antropóloga María Victoria Uribe Alarcón, los campesinos atribuyen a los
camuflados un “carácter espectral” por su identidad elusiva que produce “efectos
identitarios fantasmagóricos” (118). En efecto, la novela de Collazos desdibuja
constantemente las fronteras entre rebeldes, contrainsurgentes, grupos delincuentes
y el Estado. Así, los guardianes no tardan en fusilar a aquellas personas cuya
alteridad resulta sospechosa, de indígenas que no saben expresarse en español a
desplazados que posiblemente tienen parientes entre los insurgentes. Los vigilantes
recelan de posibles guerrilleros infiltrados en sus filas, mientras que los vigilados
sienten temor de soplones e informantes que pertenecen a La Empresa. Esta
multiplicidad también afecta a las posiciones de adyuvante y adversario en el
esquema actancial de la historia, que se tornan inestables por las infiltraciones.
Dicha ambigüedad, a la que contribuye en gran medida la focalización interna, se
observa claramente en la doble posición de los sapos, que desempeñan el papel de
amigo y enemigo en el seno de la caravana, pero que son eliminados por ser
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traidores en cuanto dejen de ser útiles como aliados. La confusión se origina en esta
indiferenciación, pero también en las noticias falsas y la rumorología, otro rasgo
del terror que tematiza la novela. Así, la información aportada por los sapos
tampoco es fidedigna porque éstos son animados a señalar a cualquier persona
mediante un sistema perversa que les permite cobrar una recompensa por cada
delación. De ahí que todos aparezcan como chivatos en potencia. Es decir, la
enajenación a la que recurre Collazos no sólo se aplica al paisaje, sino también a
los conocidos y vecinos que de repente se vuelven extraños y hostiles. A esta
cacería en el seno de la caravana se suma una guerra de propaganda en la que los
actores armados se valen de estrategias de enmascaramiento y desinformación
mediante panfletos y grafiti que firman en nombre del otro bando (161-162). Desde
la perspectiva de los paramilitares, los insurgentes se confunden con los
campesinos. Los insurgentes que se esconden en la montaña para hostilizar al
enemigo son tan escurridizos que son vistos como como fantasmas evanescentes:
“Desaparecían como por arte de magia” (156).
La desorientación no se limita al extravío espacial y temporal que sufren los
refugiados, sino que también afecta al estatuto de los desplazados mismos y al de
los bandos beligerantes. Los desplazados no saben si han sido rescatados como
víctimas o si están presos, ni tampoco saben si son escoltados o si son usados como
un escudo humano: “Tal vez no fueran ellos los fugitivos; podía pensarse que los
fugitivos eran los ejércitos de La Empresa” (175). En esta guerra sin frente, las
dinámicas de los enfrentamientos militares son cada vez más descentralizadas y
aleatorias. La novela deja claro que la permeabilidad de las facciones se origina en
el desvanecimiento de las lealtades: los combatientes se pasan al otro bando porque
no están motivados por ideales identitarios o ideológicos. Así, una de las cabecillas
de los paramilitares fue un antiguo comandante de una cuadrilla insurgente que
desertó y se convirtió primero en informante antes de organizar “emboscadas a sus
antiguos compañeros de causa. La destreza acumulada en un bando le sirvió para
trabajar en el opuesto” (130). Es evidente que las adhesiones no son durables, sino
que son instrumentalizadas; lo único que cuenta es la capacidad de causar daños
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como una suerte de habilidad transferible. Al final nos enteramos de que a esta
cabecilla no le beneficia la desmovilización, sino que se empeña en prolongar la
guerra al infinito y mantener la cultura del terror, ya que está convencido de que un
ejército privado es la mejor manera de protegerse de la venganza. Su propósito es
“reclutar desocupados, combatientes de la Empresa y desertores de la insurgencia”
(355) para proteger minas ilegales y cultivos de cocaína en el campo y vender
vigilancia en el mercado de la seguridad de las ciudades. En este contexto
posideológico, todos los combatientes se convierten en mercenarios que cobran
extorsiones y luchan en guerras privatizadas, que corresponden a la lógica de las
‘nuevas guerras’ de Kaldor (ver arriba). A este respecto, no es fortuito que el
escuadrón de contrainsurgentes se denomine ‘La Empresa’, porque su finalidad
consiste en avivar la máquina de guerra y expoliar recursos para fines lucrativos,
independientemente de quien sea su adversario: “Si desaparecen los bandidos, no
desaparecerá el negocio de la guerra” (340).
Las adhesiones cambiantes provocan conjeturas que van y vienen de un
extremo de la caravana a otro y también inciden en el vocabulario de los
paramilitares que desmiente rotundamente el estado de guerra. Los desplazados y
el narrador llaman a los guerrilleros ‘insurgentes’, mientras que los paramilitares
prefieren el término de ‘bandidos’, colocándolos de este modo fuera del marco
legal.17 Del mismo modo, el estado de excepción permanente despoja a los
detenidos de su estatuto jurídico: “[…] nadie carga con prisioneros de guerra. Los
chulos hacen la última limpieza” (160). En este contexto no ha de sorprender que
los actores armados terminen por destruirse unos a otros. El desconcierto llega a su
punto álgido al final de la novela. Allí la frontera entre víctimas y victimarios se
difumina cuando la caravana cae en una emboscada en una mina abandonada que
simboliza el ecocidio. Varios helicópteros sin matrícula les tienden una trampa y
las ráfagas de metralla no resultan ser un caso de fuego amigo, sino una masacre
17
Como señala Roland Anrup (91), el término ‘bandido’ también se infiltró en la retórica oficial de
las fuerzas armadas colombianas. Si bien el término remite a la conversión de ciertos grupos
guerrilleros a la delincuencia organizada, también es un ejemplo claro de un lenguaje moralizante
que construye otro cuadro interpretativo de la guerra.
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planeada para deshacerse de testigos incómodos: un “círculo de bombas y plomo
que en pocos segundos no distinguiría entre amigos o enemigos” (358). La
operación humanitaria resulta ser una “caravana de exterminio” (366) que nunca
llegará a una zona pacificada. Uno de los paramilitares advierte que este desenlace
es la consecuencia última del camuflaje y el enmascaramiento: “Ahora todos somos
enemigos de todos” (361). Al final, todos sobrevivientes, tanto los vigilantes como
los vigilados, han perdido la noción de tiempo y de espacio y pertenecen a “un
mismo bando” (322). Esta división entre víctimas y victimarios también se hace
borrosa porque las víctimas se transforman en victimarios al alistarse voluntaria o
forzosamente en las filas de uno de los bandos, como es el caso del capitán Anselmo
o el primo de Elena. Cabe notar que la novela exhibe también el lado humano de
los paramilitares, que muestran compasión o indulgencia o sienten asco al relatar
lo que hicieron sus compañeros, dejando de este modo a la imaginación lo que pasó
para los personajes y el lector.
La violencia no sólo rompe con las formas de vivir la temporalidad y de
habitar el territorio, sino que también entraña un proceso de ‘desubjetivación’.
Según Pécaut, la experiencia de la violencia puede “[…] engendrar una
discontinuidad en [la] identidad narrativa y, más aún, cuestionar la posibilidad de
inscribir el relato individual en un relato colectivo” (134). En la novela, la desazón
se instaura en los desplazados a través de una serie de dispositivos de
hipervigilancia. La amenaza constante en el terreno por medio de delatores se
complementa mediante los helicópteros. Una aeronave silenciosa conocida como
‘avión fantasma’, que lleva a cabo misiones de búsqueda y destrucción, también
contribuye a este efecto panóptico. Además, los guardianes graban por vídeo a los
desplazados con la finalidad de detectar contradicciones en sus testimonios y
registrar su distribución en grupos. De este modo, complementan su poder represivo
discontinuo mediante un poder disciplinario permanente, incluso si los desplazados
saben que existe la posibilidad de que la cámara sea “un simulacro para hacernos
creer que eran [sic] vigilados” (212). Eso resulta en la sensación de estar trazando
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un “recorrido vigilado de prisioneros en un centro carcelario” (262), como si toda
la caravana fuera una gran prisión ambulante sin posibilidad de salida.
Según Pécaut, “La interiorización de la ley del silencio era casi
generalizada. Los desplazados tenían siempre el mismo temor de contar, como si
temieran estar siempre vigilados.” (Pécaut & Valencia Gutiérrez 252) En la novela,
los guardianes tienen prohibido hablar con los “prisioneros” (280 y passim),
mientras que los personajes desarraigados tergiversan su verdadera personalidad,
niegan lazos de parentesco u ocultan a un bebé muerto al que se aferran, se hacen
pasar por otra persona o simplemente silencian su pasado o retienen información
que pueda ser perjudicial, lo cual se traduce por elipsis en la narración y en el
mutismo de algunos de los personajes traumatizados. En estas circunstancias, los
que se conocen evitan a todo trance la familiaridad: “No hablaban del pasado ni de
sus muertos. Las conversaciones transcurrían en presente, el tiempo elegido para
evitar cualquier imprudencia en la evocación del pasado” (217). La desubjetivación
también se traduce por una falta de sinceridad y una personalidad escindida: Elena
se presenta como soltera al comandante, mientras que cae la sospecha sobre el
periodista de que es médico a pesar de que finge ser comerciante.18 La novela
presenta todo un abanico de dramaturgias individuales que podrán abordarse desde
la microsociología de Erving Goffman: los desplazados llevan máscaras y recurren
a sutiles tácticas de mistificación de su persona. Para que la gestión de impresiones
sea exitosa, es importante mantenerse ‘en carácter’. El trastorno bipolar afectivo y
los tics nerviosos que sufre la prima de Elena constituyen un peligro latente por
falta de control expresiva. Mediante su performance en el escenario de la marcha,
algunos personajes logran salvaguardar a otros en “en las bambalinas de la
caravana” (364). Elena, a su vez, tiene una capacidad sorprendente para salir a flote:
18
En la última parte de la novela se sugiere que el periodista es el narrador de la historia que hemos
estado leyendo: “[…] me gustaría escribir un libro sobre un éxodo de miles y miles de personas
que marchan hacia ninguna parte, conducidas por un ejército de civiles que se confunde con los
ejércitos regulares, dirigidos a su vez desde un alto comando especial que ordena el rumbo de la
guerra, cuyos miembros sin identidad mueren y son reemplazados en ciclos que se repiten por
años” (305-306); “[…] una crónica sobre un éxodo hacia ninguna parte, con una historia de amor
de fondo” (369).
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
es capaz de hacer frente a las numerosas atrocidades ‘ordinarias’ que presencia o
experimenta, normalizándolas a modo de estrategia de supervivencia. De este
modo, crea una protección psicológica ante la rutina diaria de acoso y abuso sexual,
pero al mismo tiempo se da cuenta del peligro de su condición sumisa: “Me estoy
acostumbrando y eso me asusta” (217). De modo parecido, varias mujeres tratan de
ganar la confianza de los comandantes, ablandándoles la voluntad, lo cual les
confiere una superioridad frente a los hombres crédulos: “[los hombres] son
capaces de creer las declaraciones de amor de la mujer que están violando” (126).
El ejemplo más elocuente de estrategias de simulación son dos actores de la
commedia dell’arte que se disfrazan de ‘viejitos’ andrajosos a fin de pasar
desapercibidos. Al final, resulta que sus nombres e identidades ‘verdaderos’
también fueron inventados.
Gradualmente la mayoría de los desplazados se entrega a la “rutina de la
indiferencia” (183), que el narrador compara con “una muerte en vida” (347). Casi
como estrategia de supervivencia, estas víctimas se vuelven inmunes a la violencia.
Esta insensibilización parece la consecuencia lógica de un entorno en la que la
violencia es omnipresente. Los indiferentes o “sonámbulos” son ajenos del dolor
de los demás e intentan olvidar sus propias tragedias. El término también se
convierte en insulto: “Sonámbulo era todo aquel que se mostraba incapaz de
defender su integridad y la integridad de los demás, que diera repetidas muestras
de servilismo y prefiriera callar a buscarse problemas” (70-71). Al tematizar esta
condición de los desplazados que caminan estando aún dormidos, al llamar la
atención sobre la rutinización de la violencia y al obligarnos a ponernos en la piel
de las víctimas, Collazos también interroga nuestra indiferencia como lectores
‘irreflexivos’. Según el geógrafo político Ulrich Oslender, esta falta de pensamiento
o ‘thoughtlessness’ (un concepto que toma prestado del famoso análisis de Hannah
Arendt sobre el caso Eichmann) es rastreable en el discurso sobre el desplazamiento
interno en Colombia (11). La irreflexión produce lo que Oslender ha llamado la
‘banalidad del desplazamiento’, es decir la percepción del desplazamiento como un
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hecho social mundano y hasta trivial.19 Al llamar la atención sobre esta actitud
pasiva y desinteresada del bystander frente a la barbarie, la novela nos obliga a
interrogar nuestra propia complicidad. Al confrontar al lector urbano como ‘sujeto
implicado’ (Rothberg) en la banalización de la violencia en el ‘revés de la nación’,
Collazos problematiza el imaginario de la víctima versus el victimario con respecto
al conflicto armado.
Los personajes femeninos de la novela los que denuncian y contrarrestan el
sonambulismo de los apáticos. Elena y otras mujeres sostienen un sistema de
comunicación mediante señales en clave y canciones que permiten transmitir
noticias sobre parientes perdidos y eventos sangrientos. Como mensajes escritos
constituyen un riesgo, las mujeres se transforman en las portadoras de la memoria
colectiva oral. De este modo, el individualismo y el retraimiento de los sonámbulos
son contrarrestados por una solidaridad incondicional entre las mujeres. Además,
Elena convierte la abnegación y el autosacrificio en una estrategia para proteger a
sus prójimos y a los demás. Aunque es víctima de repetidas agresiones sexuales,
encuentra la fuerza mental de usar su posición como favorita del comandante para
ablandar la voluntad de su abusador, buscar aliados, evitar que los guardianes
manoseen a niñas y consolidar la red de solidaridad. En sus sueños intenta tomar
venganza de su violador, pero también se ve a sí misma como cómplice, ya que
viste el camuflado de La Empresa y toma medidas ejemplarizantes contra el
comandante y los desplazados, lo cual complejiza su posición de víctima. No es
casual que Elena cuente algunas historias de Las mil y una noches a sus compañeros
de infortunio para matar el tiempo, lo cual establece también una analogía entre la
historia de Scheherezade y la concubina del comandante a modo de mise-en-abyme
(307). El poder redentor de la literatura también se desprende de los versos que
recita la pareja de comediantes, de León de Greiff a Federico García Lorca, pasando
por romances medievales. Así, un verso de Prometeo encadenado de Esquilo
contiene una lección sobre la actitud que uno debe adoptar frente a una escena de
19
Nótese que la metáfora del sonambulismo también aparece en la reflexión de Arendt: “A life
without thinking is quite possible; it then fails to develop its own essence – it is not merely
meaningless; it is not fully alive. Unthinking men are like sleepwalkers” (Arendt 191).
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
sufrimiento, pero también se puede interpretar a nivel metaficcional: “Cuando se es
bien ajeno a la desgracia / es fácil cosa / a aquel que está sufriendo ofrecerle
consejos y advertencias” (317). Es a través de estas referencias literarias y el sentido
de comunidad basado en el reconocimiento de un dolor compartido que se
reconstruye una ‘identidad narrativa’ que permite inscribir una trayectoria
individual en un relato colectivo. Más allá del uso de estas rapsodias intertextuales,
la red de comunicación entre las mujeres también hace pensar en las tragedias
griegas, como se observa claramente en la escena en la que las “voces de mujeres
[…] se superponían y todas se dirigían como un coro pidiendo que se permitiera
enterrar a Dolores” (284). Como una Antígona moderna, Elena se mantiene en
medio de las coacciones y se opone a la ley de Anselmo/Creonte de dejar a la vieja
mujer insepulta. Como símbolo de resistencia y dignidad, Elena evita que Dolores
siga vagando como una desplazada más allá de la muerte y posibilita el duelo. De
este modo, Collazos deshace la equiparación estereotipada entre feminidad y
pasividad. La resistencia de las mujeres en la novela lleva a actos heroicos o
espectaculares, sino que consta de una multitud de pequeños gestos a primera vista
intrascendentes y banales.
Conclusiones
Como alegoría del desplazamiento interno forzado, Tierra quemada es una
obra comprometida con la realidad colombiana que intenta llamar la atención sobre
la crisis humanitaria en el ‘revés de la nación’, que obtuvo poca resonancia en la
opinión pública nacional. Sin aspirar a una veracidad testimonial, la novela tematiza
y denuncia la indiferencia social hacia el sufrimiento de los desplazados al narrar
experiencias traumáticas singulares y al dar un rostro a los sobrevivientes y los
muertos. El texto nos confronta con una violencia difusa que opera lentamente
contra la población y el medio ambiente, sin recurrir a un sensacionalismo que
desensibilice al lector o que capitalice la violencia.
La lectura de la novela como alegoría barroca nos ha permitido abordar la
dimensión melancólica y espectral de la historia. La alegorización de los cadáveres
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y de las ruinas en medio de un campo destrozado exterioriza un mundo
desaparecido cuyos residuos interpelan el presente. Esta lectura barroca permite
entender también las experiencias de las víctimas desde un punto de vista
necropolítico: en medio de una guerra imposible de clausurar, la caravana circular
hace patente la absoluta vulnerabilidad de los desplazados que quedan reducidos a
‘vida desnuda’ y se van confundiendo con muertos en vida.
Collazos se enfoca en la experiencia de las víctimas al ‘desterritorializar’ y
‘destemporalizar’ la narración y al indagar el proceso de ‘desubjetivación’ que
sufren los desplazados. La desubjetivación explica en parte la falta de complejidad
de los personajes que Montoya le reprocha a Collazos en su reseña, aunque es
evidente que los personajes distan de ser emblemas unidimensionales como en las
alegorías aleccionadoras de la Edad Media. En Tierra quemada la alegorización
funciona como mecanismo de distanciamiento que complejiza una lectura
mimética, que se combina con procedimientos de extrañamiento a fin de evocar la
confusión en la que están hundidos los desplazados. De este modo, la novela
muestra a los desplazados atrapados en un torbellino de fuerzas debido a la
fragmentación de las dinámicas bélicas. Además, la historia problematiza una
interpretación en términos categóricos de perpetradores y víctimas de diferentes
maneras: al humanizar a los victimarios, al desvelar una zona gris de apatía y de
complicidad, al evidenciar que los perpetradores de una violencia subjetiva (p.ej. el
acoso sexual, las desapariciones) a veces son víctimas de una violencia objetiva o
sistémica (p.ej. el clima de inseguridad, el abandono del Estado, el machismo), sin
por lo tanto justificar las atrocidades. Otro aspecto que contribuye a desdibujar la
frontera es la negativa de Collazos a reproducir la imagen de la víctima desprovista
de agencia, que contrasta con la representación de los personajes femeninos en sus
novelas negras. En efecto, Tierra quemada puede leerse como un elogio a la
resiliencia de las mujeres frente a la adversidad del desplazamiento forzado, el
despojo y la desprotección. Mediante sutiles tácticas de sobrevivencia y formas de
resistencia, los personajes femeninos distan de ser víctimas pasivas e impotentes.
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Tierra quemada de Óscar Collazos como alegoría del desplazamiento en Colombia
Asimismo, el recurso a la alegoría le permite a Collazos ir más allá de una
referencialidad documental sin renunciar a un retrato verosímil y complejo de la
violencia como un continuum y del conflicto como una ‘nueva guerra’ en el sentido
de Kaldor. Está claro que la alegoría no se usa como evasiva, ni tampoco como
libelo denunciatorio, sino que le permite a Collazos resaltar la interrelación entre lo
personal y lo comunal, entre Elena y la muchedumbre, entre el trauma individual y
el colectivo. Collazos pone al descubierto la inestabilidad de los actores
involucrados en el conflicto colombiano y la naturaleza heterogénea de la violencia,
desde la violencia diaria hasta el terror, desde la violencia visible con un impacto
puntual e inmediato hasta la violencia más insidiosa como fenómeno acumulativo
y persistente en el tiempo. Al proyectar una distopía de las relaciones entre las
ciudades y el campo, Collazos incita al centro a reconocer el efecto de la guerra en
las poblaciones vulnerables y periféricas, para cerrar de este modo el ciclo de la
violencia.
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