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La paradoja de la invisibilidad y la “absolutidad” de la religión y moral The paradox of invisibility and the “absoluteness” of religion and morality Armin Nassehi Universidad Ludwig Maximilian de Múnich, Alemania RESUMEN: El estudio sociológico de la relación entre moral y religión ha sido conducido desde puntos de vista que remiten a tradiciones teóricas que muestran deficiencias para la comprensión de ambos términos. El presente trabajo tiene por objetivo analizar críticamente algunos aspectos centrales de estos enfoques y propone superar estas dificultades a través de la exposición de sus paradojas y puntos ciegos. El texto concluye con recomendaciones para el tratamiento sociológico de la religión y la moral en el contexto de una sociedad funcionalmente diferenciada. ABSTRACT: The sociological study of the relationship between morality and religion has been conducted from points of view belonging to theoretical traditions which evidence deficiencies for the understanding of both terms. The present work aims to critically analyze some central aspects of these approaches and proposes to overcome their difficulties by exposing their paradoxes and blind spots. The paper concludes with recommendations for the sociological study of religion and morality in the context of a functionally differentiated society. PALABRAS CLAVE: Sociología de la religión; Sociología de la moral; Modernización; Diferenciación funcional; Sistemas sociales KEYWORDS: Sociology of religion; Sociology of morality; Modernization; Functional differentiation; Social systems INTRODUCCIÓN Las perspectivas de la modernidad de la sociedad están bajo el dictamen de la contingencia, es decir, de la permanente alternativa de observación del mundo desde otro ángulo. Esto resulta no solo de una comprensión estructural de la sociedad entendida como una fragmentación en sistemas funcionales, donde cada uno de ellos posee perspectivas diferentes y son ellos mismos insubstituibles entre sí, sino también de la ‘cultura’ como esquema de observación, la cual crea nolens volens la paradoja de la ‘superación’ de la contingencia ‘poniendo acento’ en ella misma. Esto lo puede ver, sin embargo, solamente un observador que observa de este modo. Dicha perspectiva sociológica, no solo aquella que observa desde las contexturas de los sistemas funcionales, sino también la que usa a la ‘cultura’ como esquema de observación, de modo alguno da cuenta de las autodescripciones de los mismos sistemas funcionales o de la(s) cultura(s). Por el contrario, estas miradas tratan de desplegar estas paradojas de autoaplicación, o ‘paradojas de visibilidad’, de un modo tal que estas desaparecen. Hay variadas técnicas para esto: en el caso de los sistemas funcionales, por ejemplo, mediante la renuncia a MAD 43 (2020): 1–13 DOI: 10.5354/0719-0527.2020.60648 © CC BY-NC 3.0 CL formas de construcción de una ‘identidad’ semántica amplia para todo el sistema, puesto que basta con su forma estable de codificación para poder asegurar la unidad del sistema. En el caso del esquema de observación ‘cultura’, es decir, donde se producen elaboradas formas comparativas y descripciones convincentes de identidad (lo que ocurre, por supuesto, de vez en cuando también dentro de los sistemas funcionales), las técnicas más probadas son la ‘asimetrización’ de distinciones y la ‘autoatribución’ de particularidades y sublimaciones. La noción misma de cultura aspira (al menos en lengua alemana) a esta forma de sublimación, de manera tal que la ilustración sociológica abarque con el signo de lo ‘cultural’ menos temas que los que cubre el arte o la pertenencia étnica. Ahora, sin embargo, precisamente ambas áreas, arte y pertenencia étnica, se han convertido en temas realmente paradigmáticos, en los cuales se muestran formas ‘reflexivas’ de autoaplicación y de producción de paradojas: en el ‘arte’ como juego medial con la forma y en la pregunta de la ‘pertenencia’ a través de construcciones ‘intermedias’. La naturaleza misma ya no es más de fiar, pues le han sido negadas las formas de distinción (práctica). 2 Armin Nassehi Sin duda, hay también en la sociedad moderna formas de comunicación que viven de una invisibilización radical de su propia perspectividad y que además deben cesar gran parte de sus condiciones de nocondicionalidad para realizar su sentido funcional. Las formas más eminentes, casualmente entrelazadas, son, sin duda alguna, la religión y la moral. Entretanto, pertenece a una buena práctica de la sociología de la moral señalar que esta no consiste en emitir juicios o entregar fundamentaciones para determinados estándares, sino tomar a la moral como objeto de análisis sociológico. Esto en realidad debería ser obvio. Del mismo modo, debiera asegurarse regularmente en trabajos sociológicos sobre religión, el no juzgar religiosamente ni tampoco recurrir a la propia creencia como medio de conocimiento sociológico. Se coquetea aquí una y otra vez con la aseveración de Max Weber sobre la ‘falta de sentido musical de la religión’ y se asevera igualmente la ‘indiferencia moral’ de una sociología de la moral. Lo contrario sería como esperar obtener una ganancia monetaria de un artículo de sociología económica, la pérdida de los propios pliegues faciales de una sociología de la juventud u obtener una satisfacción sexual más allá de la reputación científica. Por lo tanto, debo destacar: acá no se trata de lo bueno o lo santo, sino de la religión y la moral –y esto en un sentido amplio, pero volveremos más adelante a eso. La relación entre la religión y la moral tiene muchos lados. Sin duda alguna, gran parte de la comunicación religiosa de nuestro tiempo elige formas morales. Apenas existen dilemas morales discutidos públicamente que se presenten sin opinión religiosa, es decir: desde una perspectiva confesional organizada. Esto es válido igualmente para el derrocamiento de las injusticias de la RDA como para los problemas derivados de los progresos técnicos de la medicina o los comentarios sobre violencia juvenil. Es posible que lo religioso de la religión haya reducido en gran parte su función básica social a la capacidad de infectar a la sociedad con moral, a distinguirse en este sentido de la indiferencia moral del día a día moderno. Sin duda, sigue siendo válido que lo que se comunica con la autodenominación “religión” es, en la mayoría de los casos, una instancia moral. Sin embargo, esto es solamente uno de sus lados. Así, por otra parte, se da por entendido que en la sociedad moderna de nuestros días la moral ya no puede fundarse religiosamente. Las fundamentaciones morales, como la ética, parecen construirse más bien bajo condiciones posmetafísicas que al alero de una autoridad proveniente de revelaciones o tradiciones religiosas, así como también el trato con la propia paradoja de la fundamentación inmanente de lo trascendente, la cual ha permitido siempre a las formas religiosas atar lo manifiesto a lo manifestado y proveer nuevamente de un momento de invisibilidad. Sobre todo, la reflexión de la religión bajo la forma de su teología que, al fin y al cabo, no es nada más que el despliegue artificial de aquel dilema, esto es, que lo trascendental e infinito debe ser comunicado de forma inmanente y finita. Hoy en día la ética ya no debe ni tiene que construirse bajo dichas formas teóricas ni emanciparse de fundamentaciones religiosas –al menos desde el intento de Kant de fundar la moral por medio de la mera razón práctica. La fundamentación moral se encuentra desde entonces en un área más allá de la religión y aspira a una fundamentación racional, antropológica, psicológica, hasta sociológica, en cualquier caso, una fundamentación académica o científica. Estas pocas alusiones deben bastar para hacer plausible lo que debe ser dicho aquí. Se produce una ‘secularización de la moral’ en el sentido de un desacoplamiento de la fundamentación de la moral de la herencia religiosa/teológica, y se observa una ‘moralización de la religión’, precisamente en el sentido doble de una amplia concentración de la comunicación religiosa en cuestiones morales y en la liberación de la religión para emitir juicios morales. Si bien esto suena muy convincente, es también cierto que se esconden trampillas en estas simples tesis. ¿Cómo se armoniza el hecho que, por una parte, la fundamentación de la moral, es decir la ética, se desacople en gran parte de la herencia argumentativa de la religión y, por otra parte, sin embargo, la comunicación religiosa se presente precisamente no solo con pretensiones morales, sino que sea reconocida también como tal? ¿Y cómo se explica que éticas religiosamente fundadas y éticas fundadas académicamente se presenten todavía una al lado de la otra, incluso a veces juntas, como se ve en los comités o comisiones de ética, donde los teólogos son vistos siempre con mucho agrado? Tomo estas preguntas como motivo para indagar ante todo en la relación clásica entre religión y moral, la cual marca el punto de partida para las reflexiones de importantes teorías sociológicas. Luego intentaré explicar la noción, la función y las formas de la ‘moral’ desde una perspectiva sociológica, y con esto casi per se debo referirme a la religión. Luego, en un tercer paso, trataré de trazar el destino de la religión y la moral en el proceso de modernización social y, finalmente, trataré de extraer algunas consecuencias para una teoría sociológica adecuada de la moral actual –consecuencias que ciertamente están más cerca del problema religioso de lo que era quizá esperable. RELIGIÓN Y MORAL EN LOS CLÁSICOS DE LA SOCIOLOGÍA A pesar de que se distinguen entre sí los diferentes puntos de partida de los clásicos de la sociología, La paradoja de la invisibilidad y la “absolutidad” de la religión y moral algunos parecen concordar en mirar lo religioso como una fuente de lo colectivo, como fuerza que crea comunidad, como la trascendentalización de cada individuo. Sin duda alguna Émile Durkheim ha dado aquí las claves decisivas. Para Durkheim (1981: 68) es “la religión (como) un asunto colectivo en esencia”, la cual de ninguna manera es solo un sistema de ideas, creencias o un mero recurso a fuerzas o personas trascendentales, sino que contiene sobre todo un conjunto práctico de reglas sociales y factores de orden. La religión es en este sentido un “sistema de convicciones y prácticas” que produce una “comunidad moral” (Durkheim 1981: 75), a la cual sus miembros se subordinan. La moral y la religión comparten un mismo origen, al punto que para Durkheim la moral no es más que un sistema de comportamiento que está “provisto de autoridad especial” y que es “deseable” para el individuo (Durkheim 1985: 85). La religión se ocupa, en este sentido, de una moral social para el vasto orden de la sociedad, su solidaridad y la coordinación de sus acciones. Pero también Max Weber señala el “actuar en comunidad” que es determinado y creado por visiones de mundo y prácticas religiosas. Sus investigaciones históricas sobre la religión culminan en la descripción definitoria de la experiencia religiosa: “el mundo es un cosmos ordenado por Dios y que, por tanto, está significativa y éticamente dirigido en alguna dirección”. (Weber 1972: 564), subrayemos, un cosmos orientado significativa y ‘éticamente’, en el cual la acción individual obtiene su sentido ético, su sentido como actuar en comunidad apoyado en el orden religioso total del mundo. Aquí también la función más prominente de la religión es crear máximas de acción en favor de la solidaridad comunitaria. Talcott Parsons (1952: 286) asigna también a la religión funciones integrativas que debían ser realizadas sobre todo a través de la combinación de la formación de comunidades y la transmisión de valores morales. Se puede todavía ampliar esta lista. Parece ser, en todo caso, una cosa convenida confundir religión con moral y moral con religión, la religión entendida como una cifra para el todo y la moral como una coordinación de aspiraciones individuales en favor del todo. La clásica comprensión sociológica de la religión –del origen teórico que sea– asigna siempre a la religión una orientación hacia el todo, una función de mediación de sentido más allá de la particularidad del respectivo aquí y ahora. Como representante del todo, la religión es por consiguiente no solo una parte singular entre otras, sino más bien aquella que es parte para el todo. La religión remite a un valor central superior, a un centro significativo, y con esto la moral es aquella bisagra que provee significado social a la acción individual, que hace plausibles las normas de acción y las asignaciones de roles. La religión se funde aquí en cierto modo con la función básica de lo social, esto es: no dejar la reproducción social al azar de cualquier presente, sino producir expectativas, continuidades, control, poder, orientación y obligación. Dicho en breve: engendrar ‘orden’. La moral es desde esta comprensión en cierto modo una cosmología a escala de lo individual; ella une y alía a los individuos y su vida con la historia de la salvación y con lo universal, con eso que mantiene unido al mundo en su interior más profundo. Si con esto lo religioso de lo religioso ha sido descrito de modo adecuado, es algo que queda abierto. En todo caso, sospecho que el recurso a la religión y a la moral por parte de la temprana sociología de la religión explica menos sobre la religión que sobre los problemas de reflexión y de descripción de una joven disciplina, la cual no compartía ni la euforia por el progreso por parte de su fundador francés, ni tampoco la crítica cultural a la modernidad de muchos de sus contemporáneos. La sociología comenzaba más bien como una disciplina escéptica que tenía que traer los problemas derivados de la modernización social inicial a conceptos –conceptos que tenían que trabajarse hasta el cansancio para hacer frente a otras tradiciones históricas, y que se aferraban en demasía a diagnósticos de pérdida. Más o menos explícitamente y con consecuencias e interpretaciones absolutamente diferentes, esta ‘generación escéptica’ proveyó de diagnósticos de pérdida de comunidad y de sentido como elementos constituyentes de la época moderna. Pienso que una gran parte de las teorías sociológicas y los diagnósticos de la época moderna se han orientado demasiado hacia aquella primera generación de sociólogos que no perdieron ni la imagen, la nomenclatura o el contexto de la caída de una sociedad integrada presuntamente por la religión. Incluso hoy en día, la sociología parece tener realmente una fijación obsesiva con la capacidad de integración, la coordinación total, la capacidad de representación central y direccionalidad de la sociedad completa –y esto es válido independientemente si se prefiere señalar como precursor a Weber o a Durkheim. Me parece que el punto ciego de la modernidad sociológica ha sido no preguntarse por aquella función básica de integración, en cierto modo como condición preempírica de posibilidad y libre de distinciones. Esto es válido, solo para mencionar algunos ejemplos, para todo el estructural-funcionalismo y sus sucesores, cuya idea de ‘comunidad societal’ buscaba explícitamente en Parsons una fundamentación no solamente civil sino también religiosa. Esto es válido también acaso para la teoría de la sociedad de Jürgen Habermas que se funda en una teoría de la comunicación, la cual, si bien renuncia a lo sagrado del discurso, sin embargo, sacraliza al discurso como medio de integración. Esto es también muy cierto para el alarmismo sociológico sobre crisis sociales –desde el individualismo, pasando por la 3 4 Armin Nassehi creciente violencia, hasta problemas derivados de la globalización– que ha resonado públicamente con mucha fuerza señalando la desintegración social, así como la pérdida de aquel lazo social moral, o deberíamos decir: de la ‘unión’ que la sociología nos había prometido como poderosa teoría de reflexión y como salvación histórica del autárquico Estado nacional de tipo occidental. De este modo, no se pudo ver que quizá una de las mayores adquisiciones evolutivas del proceso de modernización hubiese sido ‘renunciar’ lo más posible a la integración y al lazo de lo social con la sociabilidad, y que la tarea de la reflexión sociológica podría haber sido buscar condiciones de posibilidad y no solo equivalentes funcionales para la antigua función de lo que la primera generación de catedráticos de sociología llamaba ‘religión’. Por su parte, la carrera de la moral ocurría de un modo similar. En primer término, una forma fundada de coordinación de acciones, en cierto modo práctica y ‘empírica’, presente en formas sociales grupales tradicionales y específicas, experimenta una oleada de generalización en el desarrollo del proceso de modernización. En el mundo tradicional, la moral está en cierto modo incrustada en el orden del mundo: como control social directo de un mundo social también directo. Si se mira el proceso de modernización social simplificadamente como un proceso de expansión del alcance de la comunicación, como expansión en el espacio de efectos a pequeña escala y sobre todo como aumento del contacto furtivo entre extraños en maneras de vivir citadinas, surgen otras demandas para la moral: estas “trascienden las fronteras de las unidades familiares, tribales y locales” (Luhmann 1997: 1038) y por eso dependen de elegir puntos de conexión con una autofundamentación que trascienda lo concreto. Comienza aquí la gran hora de la discusión sobre la formalización y universalización, no de la moral, sino de la ‘fundamentación’ de la moral. Ahora las fundamentaciones de la moral tienen que encontrar por sí mismas el nervio que mantiene unido al mundo en su interioridad y tienen que servir en general, sino para representar el orden social, al menos para conceptualizarlo de manera prescriptiva y normativa. Al igual que la religión: la moral está para la generalidad a escala de la individualidad. El grandioso kantismo como puerta de entrada para una fundamentación austera de universalidad, así como también el grandioso durkheimismo de una sociedad integrada por un vínculo moral –en cualquiera de sus versiones reducidas– desde sus inicios no parecen haber abandonado más a la sociología. Ahora bien, si se asume de manera evidente y probada que la moral sería aquel pegamento que mantiene unida a la sociedad y las aspiraciones individuales experimentarían algo parecido a lo que la religión para las partes profanas de la sociedad, entonces surge la pregunta sociológica sobre un concepto adecuado de moral que, por un lado, cumpla con la condición de no ignorar la existencia y función de la comunicación moral y que, por otro lado, asuma una distancia respetuosa respecto de aquella tesis de una presunta y necesaria integración social y moral total de las sociedades. CONCEPTO, “MORAL” FUNCIONES Y CONSECUENCIAS DE LA Friedrich Nietzsche emprendió en la quinta sección de su libro “Más allá del bien y el mal”, publicado en 1886, llamada “Para la historia natural de la moral”, el intento de diseñar un concepto de moral que no se sometiese a sí mismo a lo moral y que no tuviese como propósito ni una fundamentación de la moral ni una apelación a ella. Como sea que uno juzgue sus famosas tesis sobre la “rebelión de los esclavos en la moral” de la tradición judeocristiana y su ácida crítica de la “moral de rebaño” dirigida contra la autonomía espiritual de la voluntad de la aristocracia –un motivo que uno reencuentra por lo demás en Max Weber–, Nietzsche vio con claridad en qué medida el discurso moral es, a pesar de todo y en primer lugar, un discurso ‘moral’ y no una tipología, clasificación o genealogía de la moral. Él escribe: Con una envarada seriedad que hace reír, los filósofos en su totalidad han exigido de sí mismos, desde el momento en que se ocuparon de la moral como ciencia, algo mucho más elevado, más pretencioso, más solemne: han querido la fundamentación de la moral –y todo filósofo ha creído hasta ahora haber fundamentado la moral; la moral misma, sin embargo, fue considerada como ‘dada’ (Nietzsche 1980: 105s.). Desde una mirada enteramente sociológica, Nietzsche llama la atención sobre la banalidad de la pluralidad moral, sus limitaciones grupales específicas, sus condicionalidades históricas y socio-estructurales. Así, demanda comprender ante todo la moral misma como problema, antes que fundamentar su fundamentación. ¿Qué es entonces un concepto adecuado de moral ‘más allá’ de su lógica de fundamentación y cómo estaría ‘dada’ la moral? El problema se puede ver muy bien en Habermas. De acuerdo con él, morales son “aquellas normas que pudiesen encontrar el asentimiento de todos los potencialmente afectados si estos participasen en discursos racionales” (Habermas 1992: 138). En los términos de Habermas, esto quiere decir que dichas normas de acción pueden pretender validez de rectitud normativa, ellas son en consecuencia ‘buenas’. Pero lo moral no es al mismo tiempo lo ‘bueno’. No me refiero a la advertencia de Luhmann de que la moral puede también tener efectos malos. Me refiero más bien a esta expresión de que todas las normas de acción que cumplan ciertas condiciones puedan ser La paradoja de la invisibilidad y la “absolutidad” de la religión y moral llamadas ‘morales’, lo que es muy distinto de preguntar en qué condiciones las normas pueden valer como ‘moralmente relevantes’ y ‘moralmente indiferentes’. El problema de la definición habermasiana no es su fundamentación universalista, sino la validez universal de lo ‘moral’. Para el conocimiento sociológico es significativo también saber qué cuestiones normativas son ‘moralmente irrelevantes’, por así decir ‘moralmente indiferentes’. De acuerdo con Habermas, todo lo que persiga pretensiones de validez tendría que arrastrar moral y con esto se inserta nuevamente la moral en aquella función durkheimiana con seguridad inadecuada para una sociedad moderna funcionalmente diferenciada. Aquí nuevamente se visualiza la moral exclusivamente como problema de fundamentación, ella misma es válida como algo dado. Lo que uno encuentra en esta curiosa noción de moral, incluso en Habermas, tiene un peso considerable, pues es justamente Habermas quien tiene el olfato para instalar asimismo una teoría crítica de la sociedad, en este sentido: tiene que anteponer una pretensión moral a formas morales alejadas de sociabilidad. Como es sabido, como consecuencia de esto él desarrolló su concepto de sociedad de dos pisos, sistema y mundo de la vida, que fue rechazado por la teoría ‘crítica’ más crítica, precisamente a causa de la concesión a aquella coordinación sistémica moralmente indiferente de la acción –un rechazo provisto de una fuerte defensa moral, por lo demás (Bolte 1989, Rademacher 1993). Se puede distinguir la comunicación moralmente relevante frente a la comunicación moralmente indiferente –no la comunicación moral de la in-moral, sino la comunicación moral de la a-moral– posiblemente en las consecuencias de formas de aceptación y rechazo en la comunicación. Niklas Luhmann operacionalizó esto en la distinción entre “estima” y “menosprecio”. Él escribe: “Una comunicación asume una cualidad moral cuando (y en la medida que) da expresión a la estima o al menosprecio de los hombres” (Luhmann 1989a: 361). Curiosamente, Luhmann relaciona esto con situaciones de simetría, según las cuales las condiciones de estima y menosprecio de ego y alter tienen que ser idénticas. Sin embargo, esto me parece ser solo un caso especial. Más bien, denominaría ‘toda’ manifestación de estima o menosprecio como ‘comunicación moral’, en cuyas consecuencias luego se distingue si entre ego y alter hay una simetría moral. Solo de este modo la moral produce lo que uno supone de ella, esto es: relación social. Quien demanda a otro estima o menosprecio se somete, al fin y al cabo, a demostrar las mismas circunstancias de estima y menosprecio, produciendo así reciprocidad social (esto pensaba Nietzsche por lo demás con la “moral de esclavos”). Donde no se da esta simetría, las pretensiones morales se encargan de producirla. Esta comprensión de la moral demanda reflexiones socio-estructurales que puedan determinar en qué condiciones podría ser este el caso –volveré más adelante sobre esto. Sea dicho otra vez: según esta concepción, la moral se ubica de manera directa en el proceso basal de la socialización, esto es, en el problema de la doble contingencia. Se trata de condiciones inmediatas para las expectativas de aceptación y para los riesgos de rechazo de la comunicación. Con esto no se afirma que es necesaria la moral para que se produzcan enlaces. Es más bien una pregunta empírica hasta qué punto la aceptación y rechazo de lo comunicado elige o no la codificación social estima/menosprecio. Evidentemente, debiese quedar claro que la comunicación moral podría tener una función de integración solo si se presentan condiciones ‘extramorales’ que entreguen directamente simetría y reciprocidad. Tal condición ‘extramoral’ es en ocasiones la religión. Si no se entiende la religión simplemente como un recurso a lo santo, como la teología clásica (Otto 1963; Eliade 1984), y tampoco como un mecanismo a priori de coordinación total de la acción social, como la temprana sociología de la religión, solo queda como forma especial de la comunicación religiosa esto: transformar lo indeterminado del mundo en determinado (Luhmann 1977: 26) y familiarizarse con la distinción entre familiar y desconocido. Se trata aquí de un tipo de domesticación de la observación. Para que el todo se haga inteligible, la religión simula una posición trascendental exclusiva desde la cual se puede mirar el todo como un todo. Que esto se presente como comunicación, vale decir inmanentemente, le otorga a la comunicación religiosa una dignidad especial que tiene que ser asegurada por la escasez provista por la diferenciación temprana de los roles sacros y por la comunicación de la no-comunicación de secretos. En este sentido, la religión se ocupa de la primera diferenciación de roles de las altas culturas y de la primera diferenciación funcional (Luhmann 1989b). En materia de la moral, sería un malentendido asignar per se a la religión una función moral, pues se asume de hecho que las sociedades integradas moralmente pueden ser organizadas totalmente en base a la presencia y a una pequeña diferenciación de roles. Aquí religión, moral y sociedad se funden realmente. La moralización de la religión es un hecho más bien tardío, producto de una reacción a cambios estructurales de la sociedad que creó otras formas de aceptación y de rechazo distintas a las formas morales de la comunicación. Posiblemente sea este el error categorial que se debe reprochar a Durkheim, empecinado en la observación de las sociedades a partir de la religión y la moral. Esta idea de una fusión entre la religión y la codificación moral del orden social, y entre el orden social y la integración religiosa total, es posiblemente una proyección que resulta de la 5 6 Armin Nassehi perspectiva de la experiencia de crisis de la época moderna con vistas a sociedades segmentarias, las que, precisamente debido a la inseguridad causada por los procesos de modernización, se denominan ‘originarias’ o, en caso de Durkheim, ‘elementales’. En cualquier caso, la relación entre religión y moral no se da de un modo categorial, sino solamente histórico, y en este sentido se nos presenta la relación entre religión y moral como contingente. MODERNIZACIÓN DE LA SOCIEDAD, MORALIZACIÓN DE LA RELIGIÓN Y ETICIZACIÓN DE LA MORAL La identidad de moral y religión depende de la forma de diferenciación social. En primer lugar, se debe recordar que en sociedades segmentarias apenas se puede evitar la presencia mutua de sus miembros y toda su estructuración interior descansa en un fuerte control basado en la estima y el menosprecio, a pesar de que todos los contactos exteriores son moralmente indiferentes. En cierto modo, los extranjeros ni siquiera ameritan menosprecio. Sería equivocado deducir lo que sigue desde esta ‘forma elemental de vida religiosa’ así como también de la moral, la religión y la sociabilidad. Se tiene que comprender bien que esta forma temprana de socialización fue históricamente la única que estuvo integrada completamente por la moral, vale decir, a partir de la atribución de estima y menosprecio. En estructuras estratificadas, muy especialmente en las altas culturas, esto ya no ocurre. La simetría moral se mantiene también aquí, pero dentro de límites relativamente estrechos, referidos a estratos y grupos, a morales internas y otros espacios de reciprocidad social. Sin embargo, comienzan a establecerse nuevas formas de estructuración para la aceptación y el rechazo de la comunicación. Aquí es natural pensar en la estratificación como un factor ordinal indiferente a la estima –dado que aquel que se ubica en la más alta posición no puede vincularse socialmente a través de la prueba de la estima, dicha prueba representa para este una afrenta contra el orden social. Sin embargo, también comienzan a establecerse formas de orden económico y político que apenas emplean la moral, sino que usan en su lugar medios de intercambio y poder. Probablemente subyace a una proyección moderna de la sociedad medieval suponer algo así como un problema de integración. Sin embargo, no solamente los caminos para lograrla eran demasiado extensos, sino que además las prácticas cotidianas de las posiciones inferiores estaban atadas en demasía a la permanente subsistencia, por lo que el tratamiento con la contingencia y la superación de lo desconocido seguían en cualquier caso apenas el discurso cristiano ‘oficial’, sino más bien la siempre eficaz magia de lo cotidiano. Aquí el ejercicio abierto de poder era aún un factor ordinal para producir algo parecido a una seguridad estructural. Como podemos deducir de los estudios de Norbert Elias (1980) o Michel Foucault (1974), no se requerían complicados mecanismos para distinguir acciones y motivos, o efectos e intenciones –solo cuando se hace necesaria esta distinción, comienza la carrera ética de la moral, vale decir, la de su fundamentación. Aquí la religión ha jugado, especialmente en su tradición monoteísta occidental, un papel central. En primer lugar, durante el proceso de modernización la religión ha tenido al mismo tiempo una posición defensiva y ofensiva. Asumió una posición ‘defensiva’ debido a la emancipación que comienza a ocurrir en la economía, la lógica político-legal, científica y estética, todo lo cual se denomina usualmente ‘secularización’, así como el desacoplamiento de la religión del resto de la sociedad. Esto provocó, sin embargo y al mismo tiempo, asumir una posición ‘ofensiva’, pues esta forma de religión, reflejándose a sí misma, es decir de modo ‘autorreferencial’, estuvo en condiciones de aumentar sus ‘opciones religiosas’ considerablemente. Dicho de manera simplificada, el proceso de modernización social puede ser caracterizado como una reorganización de las formas de aceptación y rechazo de la comunicación. Por su parte, la diferenciación de cada lógica y el surgimiento de los medios de comunicación simbólicamente generalizados para la economía, el derecho, la política, la ciencia, el arte, el amor, etc., abría precisamente la probabilidad de un aumento considerable de la aceptación de comunicaciones bajo el marco de dichos medios. Para la religión se presentó entonces el problema relativo a cómo obtener ‘ofensivamente’ probabilidades de aceptación, a partir de su posición ‘defensiva’ basada en la simulación de trascendencia sobre el todo inmanente. El medio por el cual esto se hacía posible fue y aún es ‘la moral’. La religión –y, sociológicamente hablando, quizá solamente aquí comienza lo que percibimos hoy como ‘religión’– ahora nota en su entorno particularmente al “pecado” (Luhmann 1989b: 285s.). Junto a su codificación ‘inmanencia/trascendencia’ se establece una codificación secundaria que se dispone exactamente en aquel medio fuera de sus formas perceptibles, en el cual la religión puede engendrar la codificación moral ‘salvación/condena’. De manera ‘ofensiva’, y con el paso a la diferenciación funcional, la religión es capaz de actuar en su entorno solamente por este medio. La inmanencia/trascendencia queda relegada solamente a un tema religioso y reacciona a su entorno a-religioso de maneras muy diferentes –desde una radicalización de la semántica religiosa y la autoatribución de Roma como la única instancia competente para transmitir de manera inmanente verdades transcendentalmente protegidas, La paradoja de la invisibilidad y la “absolutidad” de la religión y moral hasta la casi total anulación de la trascendencia debido a la desmitologización de Bultmann y la teología del Dios-ha-muerto de Dorothee Selle. En todos estos casos, el sistema de religión se encargó de una segunda codificación moral que fue capaz de disponerse como esquema ‘moral’ precisamente allí dónde la estructura de la sociedad funcionalmente diferenciada fue dejando indeterminación, esto es, ‘en el individuo’. De ello resultó una enorme ‘moralización de la comunicación religiosa’. Así, el cristianismo, que apostaba a una relación individual con Dios, se debió ajustar al paso a la diferenciación funcional. La tradición judeocristiana rompe la jerarquía del ser y la concatenación infinita del regreso eterno a través del carácter de acontecimientos que da a la historia de la salvación. No es la repetición infinita, inevitable, al fin y al cabo, como en el budismo, o las formas religiosas orientadas a una circulación natural lo que pone en relación lo particular con lo general, sino el destruir la cadena. Es lo particular, lo individual, la diferencia, el acontecimiento, lo irrepetible, así como la biografía inmanente del individuo, lo que se incorpora a la historia de salvación de Dios. Desde la continuidad sustancial del núcleo de identidad humana de la creación individual, hasta el juicio final con derecho a un procedimiento propio, o la relación comunicativa con una deidad personal que exige un diálogo interior sobre motivos de acción y preferencias de valor; dejan florecer aquella rigurosidad moral que conocemos de la fase temprana del proceso de modernización. Las grandes batallas religiosas entre la burguesía y el clero en los siglos 17 y 18 sacudieron los lechos de los burgueses enfermos, para que estos, por lo menos ante la muerte, regresaran al seno de la iglesia (Groethuysen 1978). La crítica religiosa se empecinó –especialmente después de la Reforma– menos en las buenas obras que en los motivos. Nace con fuerza entonces la necesidad de dar fundamentación a las buenas obras, lo que se agudiza como se sabe en forma secularizada hasta llegar al rigorismo kantiano, según el cual el motivo moral, es decir la máxima adecuada de acción, es más importante en sentido moral que la consecuencia de la acción. Así, la diferenciación del sistema de la religión ha contribuido no solo a una considerable moralización de la comunicación religiosa, sino también a una ‘eticización’ de la moral, así como a una concentración en motivos, intenciones y fundamentaciones. Toda forma de autoinspección motivada de modo protestante, entre otras maneras, especialmente el conocimiento escrito sobre Un ejemplo realmente impresionante de esto lo entregan los influyentes comentarios públicos del cardenal Josef Ratzinger, quien han llamado la atención no solamente sobre una adecuación mental individualizada de la fe, sino también sobre su carácter de secreto. La estrategia argumentativa consiste en abordar la modernidad de manera doble. Ella descansaría no solo en la reflexividad 1 uno mismo y la desritualización de la confesión, se pueden entender solamente como trasfondo de esta moralización estructural de la sociedad, motivada por la religión como sistema funcional. La religión obra sobre el medio de la moral a través de los cuidados permanentes de la conciencia ante el pecado y no por último por medio de un aprovechamiento parasitario de la autorreferencia de la individualidad moderna en la sociedad, en cierto modo ‘de manera transversal a la estructura de la sociedad’1. La religión puede intervenir cada vez menos en las formas de comunicación mediadas por los sistemas económico, político, científico o legal y elige por esto el atajo hacia los individuos participantes y multincluídos, y en este sentido fragmentados, mientras mantiene en marcha la asignación de estima y menosprecio como factor de aceptación y rechazo de comunicaciones en la sociedad. Sobre este trasfondo, lo religioso de la religión aparece casi únicamente como algo moral. Esto no significa que lo moral de la moral pueda ser formulado solo religiosamente. Por el contrario, como la mayoría de las formas culturales, la moral se ha despegado también del medio religioso y tiene que descubrir ahora por sí misma las medidas morales dentro de la moral. En cierto modo, esto tenía que ser mencionado entre la facticidad y la validez de los estándares morales, y la instancia para mencionarlo fue la filosofía académica, más tarde también en las ciencias sociales empíricas y en la psicología. Surgieron finalmente tres exigencias que la ética, es decir, la fundamentación académica de la moral, tenía que realizar: En primer lugar, se requería de universalidad social y humana para el código moral; en segundo lugar, se requerían figuras para la fundamentación que, detrás de su declarada incondicionalidad, hicieran invisible el estatus contingente, incluso decisionista, de estos códigos; y, en tercer lugar, tenía que ser resuelta la paradoja de la autoaplicación: ¿Qué motiva moralmente a comportarse de modo moralmente intachable? CONSECUENCIAS PARA UNA TEORÍA DE LA MORAL MODERNA Subrayo: estos tres estándares para una teoría de la moral no son ‘en ningún caso’ estándares teóricomorales. Ellos resultan de fundamentos para una teoría de la sociedad. Si la función básica de la moral es relacionar a ego y a alter, y si este efecto vinculante solo surge si entre ellos existe una simetría en las condiciones de aceptación y rechazo de la comunicación, del individuo, sino también en la defensa de las consecuencias de una reflexión permanente. Con eso se reduce la contingencia, mientras se reduce también la transcendentalidad del entendimiento a través del reconocimiento de su arbitrariedad, haciendo distinguible la fe de la superstición (Ratzinger 2000: 40). 7 8 Armin Nassehi entonces se hace impensable una función moral de inclusión o aún de integración para la sociedad moderna. A pesar de esto, sigue vigente el discurso sobre estándares morales adecuados, como si se tratase de rescatar para la sociedad actual, bien una función básica o acaso al durkheimismo. Ya sea que se trate del discurso sobre el origen de los valores y su fuerza integradora (Joas 1997), de destacar el potencial éticodiscursivo del lenguaje como base para la coordinación de acciones moralmente integradas (Habermas en 1992), de perseguir la justicia, en el sentido de Rawls (1975), como una categoría fundamental de una socialización adecuada, de cuidar especialmente la crítica del liberalismo comunitarista a través de un universalismo limitado por el patriotismo (Taylor 1995; Sandel 1982; Etzioni 1993), de diseñar una moral mínima contraria al renacimiento del comunitarismo durkheimiano y que sea compatible con la época moderna diferenciada, como en Gertrud Nunner-Winkler (1997), o de crear, en el sentido esencialista-aristotélico de Martha Nussbaum (1993), una humanidad general a la medida de la moral social, el discurso sigue asumiendo que la moral tiene la capacidad de asegurar la integración de la sociedad. La sociedad funcionalmente diferenciada, por el contrario, defrauda precisamente esta supuesta capacidad de integración, vinculando con fuerza las probabilidades de aceptación y de rechazo de la comunicación a los medios de los sistemas funcionales, los que, por su parte, tienden a renunciar a la vinculación moral entre personas y pasan de la integración a la inclusión. La moral, esto significa entre otras cosas ‘evitar’ el menosprecio, es en cierto modo una especie de lubricador para una comunicación libre entre extraños. Por cierto, no comparto la opinión en ocasiones nítida de Luhmann de que la moral sirve en la sociedad moderna finalmente solo para el espacio estrecho y próximo de la interacción interpersonal. Tampoco sostengo que los estándares políticos de la sociedad moderna o el modelo de estado social o de bienestar de cuño occidental se apoyen en último término en valores morales o que sean fruto de debates morales –estos valores son quizá solamente mecanismos que sirven retrospectivamente para suprimir opiniones negativas en la comunicación. ¿Quién contradiría los valores centrales de nuestra cultura? Veo, por así decir, el significado ‘público’ de la moral sobre todo en la pregunta relativa a cuáles son las condiciones que hacen ‘moralizables’ los temas, es decir, en qué condiciones cuestiones políticas, legales, económicas o artísticas son comunicadas empleando la distinción estima/menosprecio –especialmente en los medios de comunicación de masas. El medio de la moral, vale decir la personalización de los problemas, es un medio oportuno para representar la sociedad de manera simplificada y luego se hace especialmente relevante trasladar estas cuestiones así tematizadas a las condiciones de operación de los sistemas funcionales. Esto se ve con mucha nitidez en la difusión de la indignación ambiental a través de textos sujetos a votación en los parlamentos. En este sentido, la moral sirve precisamente a la sociedad funcionalmente diferenciada para hacer que determinados temas sean comunicables. Sin embargo, ella definitivamente ‘no’ sirve para integrar o vincular, por el contrario: produce diferencias, levanta polémicas y protestas. Y esto no siempre solo para bien, pues no se puede evitar que también se moralicen intereses y valores de naturaleza particularista, así como el resentimiento contra los extranjeros y la desvalorización de las diferencias –no solamente por parte de teócratas islamistas, sino crecientemente también bajo ropajes de honorables formas académicas, como acaso en el comunitarismo. Debiese alegrarnos la inercia moral de estos sistemas funcionales que bajan la temperatura a la comunicación moral y precisamente por eso quizás son tan efectivos. En este sentido, ¡las comisiones de ética son indudablemente actividades para la evitación de la moral! No se puede hablar de una desaparición de la moral –el mundo está colmado de manifestaciones de estima y menosprecio–, sino más bien que las condiciones de su fundamentación han cambiado. No solo la moral, sino también la reflexión, las convicciones y la disposición de las maneras de vivir, deben ser radicalmente formalizadas y generalizadas para hacer posible el procesamiento de la pluralidad en la sociedad. Mientras más abstracta se hace la codificación de la idea de la unidad de la diferencia, a través de conceptos elaborados como razón, racionalidad y norma, tanto más claras se hacen las diferencias de dicha unidad. No se debe olvidar, con toda la sofisticación teórica de la ética, que ella es una sofisticación ‘teórica’ que conduce a un saber ‘desincrustado’ de los mundos de la vida directos y relevantes en la práctica, que luego se ‘reincrusta’ en el discurso científico. Luego el deber ser puede inferirse científicamente del ser: el lenguaje contiene ya el potencial para el tratamiento con la moral, los procesos de socialización se atienen de manera ontogenéticamente universal a determinadas etapas de la capacidad de juicio moral, o el hombre como tal está interesado en determinados estándares normativos. Con esto, la fundamentación de la moral misma se abandona al torbellino de la diferenciación funcional y se bate en retirada la ‘comunidad societal’ que discute libremente, siendo absorbida en el sistema científico. Luego se reconoce y se critica en el mundo solo lo inmoral –como la religión que antiguamente encontraba el pecado y lo evangelizaba. En efecto, hay algunos paralelos con el desarrollo de la religión. Lo que se condensa en el curso de la Reforma y la secularización de la sociedad en la figura deus absconditus, parece repetirse en la época moderna con el concepto de razón. El deus absconditus fue La paradoja de la invisibilidad y la “absolutidad” de la religión y moral tan funcional porque en definitiva él mismo se enfrentaba al mundo gracias a su lejanía. Algo parecido ocurre con la razón. Esta ratio abscondita es también muy abstracta, formalizada, vaciada de contenidos, y es solo una condición de posibilidad sobre la cual la razón misma es incapaz de dar explicaciones. También aquí es paradigmático de la versión de la época moderna de la filosofía ilustrada de la razón, el afán de Habermas por rescatar la unidad de la razón mediante el reconocimiento simultáneo de la pluralidad del mundo. Toda la obra de Habermas hace con el concepto de razón lo que en otro tiempo se hizo con la noción de Dios: este debe alejarse del mundo para no ser absorbido por la pluralidad y luego ser rencontrado en él para no perder su potencia y penetración. A pesar de que la fundamentación ética de la moral y la religión se hayan desacoplado en gran parte una de la otra, ambas dependen de referirse a ‘incondicionalidades’. Ambas parecen poder desplegarse bajo las condiciones sociales actuales solamente de manera ‘transversal’ a la estructura de la sociedad. Ambas tienen que encontrar una autofundamentación de su incondicionalidad reducible a comunicación y finalmente inobservable. Como la religión, la ética tiene que remitir también a lo inobservable, a lo ‘invisible’. ¿Cómo entonces debe ser tratada la paradoja de fundamentar lo bueno del bien, lo razonable de la razón, lo humano de lo humano, lo moral de la moral? Al fin y al cabo, no solo la religión sino también la moral tiene que ver con la determinación de lo indeterminado, con la reducción de la contingencia y también con la ‘autofundamentación’. Si esto es correcto, en el caso de la religión parecen abrirse tres caminos en la época moderna. Uno de ellos persevera en la dogmática de la tradición y mantiene un fundamentalismo contra el mundo. El segundo se observa a sí mismo y a los otros sistemas funcionales bajo signos religiosos, buscando puntos de intervención, sin embargo, constata una y otra vez que los medios políticos, legales, económicos, pedagógicos o estéticos, son cada vez menos irritables por la religión. Finalmente, el tercer camino –y seguramente el más afortunado– encuentra su problema de referencia dominante en la determinación de aquello que la sociedad funcionalmente diferenciada deja siempre y crecientemente indeterminado: ‘la individualidad de los individuos’. Esta es, por así decir, la ‘trascendencia’ de la sociedad moderna, su exclusión de la individualidad (Nassehi & Nollmann 1997), sobre cuya determinación comunicativa la religión puede obtener inclusión exitosa, incluso si tiene que presentar la exitosa distinción de la modernidad temprana entre ‘salvación’ y ‘perdición’ de modo ‘perdidamente’ asimétrico –un Dios castigador se vería hoy en día en serios problemas morales (Nassehi 1995). La totalidad sobre la cual la religión obra hoy exitosamente parece ser de hecho la totalidad de los individuos que ella misma coproduce de modo comunicativo. Tres caminos parecidos le están abiertos también a la ética. Esta puede remitirse a la dogmática de su propia tradición –lo que tendría como efectos sociales acaso algunas tesis de habilitación académica. En segundo lugar, podría tratar de producir, bajo la forma de éticas de ‘censura’, irritaciones en los sistemas funcionales económico, político, médico, pedagógico o científico, sin embargo, se encontraría luego, al igual que las llamadas trasferencias teóricoprácticas, como ética científica exactamente en el entorno de cada lógica funcional. En tercer lugar, le queda el camino de la determinación de la individualidad del individuo como aquel horizonte en el cual se define el dilema de la pluralidad y la indeterminación de las expectativas de seguridad y reciprocidad. Así como la determinación psicológico-desarrollista sobre la ontogénesis de la capacidad de juicio moral, también las éticas que derivan deberes universalistas del ser de la conditio humana, incluso aquellas éticas procedimentales que aplican el punto común referido a condiciones lingüísticas o racionales, todas ellas refieren una ‘condición externa’ de la sociedad moderna que está ‘más allá’ de sus propias dinámicas. Más aún, todas ellas se producen no sin la complicidad metafísica de la incondicionalidad para su fundamentación, de modo de poder trabajar la paradoja antes mencionada de la autofundamentación y autoaplicación. En este sentido, la ética se orienta también hacia un tipo de trascendencia de la sociedad moderna –y, al fin y al cabo, cada muestra trascendental de una fundamentación más incondicional, más metafísica, corresponde todavía a la ética, no sin azar como se puede ver quizá ahora. Que actualmente muchos problemas nos aparezcan como problemas éticos no es seguramente en este trasfondo ninguna casualidad. Esto pues la ética es quizá el último complejo teórico al cual se puede demandar todavía univocidad y universalismo, ausencia de contradicción y coherencia. El problema de referencia de la moral, es decir del objeto de la reflexión ética, es precisamente la inseguridad sobre estándares de comportamiento, la ambigüedad principal resultante de contar con alternativas de comportamiento. Aquí radica el renovado interés en la filosofía: la ética, quizá como última forma de teoría, consigue afirmar certezas universalizables, despejar potencialidades de negación y apaciguar inseguridades, sin embargo, solo como forma de teoría, no como medio de dirección. Este tipo de ‘importancia práctica’ del razonamiento filosófico se puede analizar a partir de un pequeño ensayo del filósofo moral Julian Nida-Rümelin (2001) titulado “Racionalidad estructural”, un ensayo que, de acuerdo con su autopresentación, de ningún modo está pensado solamente para el gabinete de un 9 10 Armin Nassehi estudioso, aunque quizá ni siquiera para esto sería adecuado. Se trata de la reconstrucción de la razón práctica y de probar que las fundamentaciones racionales de las decisiones son posibles de un modo ‘objetivista’ en cuanto a sus motivos prácticos, de modo ‘estructuralista’ respecto de sus criterios normativos, y ‘coherentista’ en lo relativo a su anclaje en los mundos de vida. El autor representa una ética deontológica, es decir una ética de obligaciones, que está construida de manera estrictamente no-consecuencialista y que sostiene una dignidad incondicional del hombre. Aquí no interesa la fundamentación en sí, sino el contexto en el cual ‘se introduce la idea de fundamentación’. El filósofo se interesa naturalmente por las buenas razones –y la forma especial de importancia práctica se cumple cuando se pregunta por la introducción de las buenas razones en condiciones de estructuras sociales responsables. Ya esta pregunta implica que todos los problemas de coordinación de la acción, o si se quiere: cada orden social debe ser acompañado, al fin y al cabo, por la pregunta relativa a la fundamentación racional de su principio ético. Nida-Rümelin reconstruye los problemas de decisión en todos los campos de acción posibles como problemas éticos y les da con eso un ajuste que permite introducirlos en conceptos unívocos que, en definitiva, no se pueden contradecir. En la discusión ético-filosófica ha sido por largo tiempo polémico evitar la noción de ‘dignidad’, debido a que es muy difícil de operacionalizar –sin embargo, este es precisamente el secreto de este tipo de conceptos. Si se resalta la “dignidad” de la “persona” y su “responsabilidad”, se le atribuyen “derechos” y se la deja decidir a “ellas mismas”, se acentúa que solamente los motivos “racionales” son “buenos” motivos, y solo pueden ser racionales cuando pueden ser introducidos en una “racionalidad estructural”, dentro de la cual aparecen no solo temporal sino también sistemáticamente “coherentes”. Los escritos de Nida-Rümelin (1996; 2002) están llenos de tales insinuaciones, las cuales tienen precisamente la función de apartar del camino la indeterminación y de dibujar una imagen del mundo que supone un continuum de racionalidad. Sus textos están atravesados por la idea de una ubicación armónica de las partes, cuya realización se ve estorbada al fin y al cabo solo por la comprensión insuficiente de los actores. Como si a niños se dirigiera, nos asegura el filósofo: “Una manera de vivir en sí perfectamente coherente no plantea ningún problema interno de fundamentación” (Nida-Rümelin 2001: 160). Así está escrito en el pequeño libro “Racionalidad estructural” y suena como si quisiera quitarles los obstáculos y las ganas a los molestos obstruccionistas. La utopía de Nida-Rümelin consiste en promover una manera de vivir en la cual no surgen más problemas de fundamentación relacionados con la idea de una necesidad de continuidad racional y fundamentación coherente. Sin embargo, este es al mismo tiempo su problema de referencia, pues finalmente debe contar siempre con indeterminación, irracionalidad y fundamentación defectuosa, por esto apuesta tanto más a un fantasma coherente, el cual llega en ocasiones a ser la caricatura de una máquina de racionalidad. Aunque el filósofo ya sabe que las “personas reales” solo de vez en cuando siguen caminos rectos y que las decisiones cotidianas pueden ser tomadas intuitivamente o pueden sufrir de imponderabilidades, la “persona estructuralmente racional” se hace realmente libre-libre de atender a la necesidad de tomar sus decisiones en favor de una manera coherente de vivir (Nida-Rümelin 2001: 151ss.). Lo anterior puede considerarse filosóficamente perspicaz –o quizá no. En todo caso, adolece de fundamento empírico respecto de la manera en que se efectúan las acciones, cómo se toman las decisiones y se producen personas responsables bajo este contexto. Esta es una ‘filosofía de gabinete’ de formación burguesa que persevera en la cultura moderna de la univocidad y que, por esto mismo, se obliga a no ver antecedentes y condiciones sociales y culturales bajo las cuales surgen las obsesiones por la univocidad en la época moderna –la diferenciación funcional, diversificación cultural, inseguridad del conocimiento, crisis de representación, descentramiento del sujeto, entre otras. No es necesario pensar inmediatamente en el posestructuralismo francés o en las perspectivas constructivistas y posmodernas para sentirse al menos parcialmente inseguro de haber encontrado el cálculo de la no-contradicción y la coherencia del algoritmo de los eventos mundanos. El ignorar forzadamente esto desenmascara realmente una mirada fija hacia la contingencia y la ambivalencia –igual que los más estrictos chaperones que ven sexo en todas partes. Donde sea que se escuche a este filósofo hablar sobre integración cultural, uno oye siempre la idea de la centralidad estatal-política de la dinámica social; donde sea que razone sobre “buenos motivos”, uno oye al educador severo que no deja pasar ninguna desviación; y donde uno lee ética, desaparece la ambivalencia de todos quienes toman decisiones en las fórmulas vacías de la univocidad. El correlato político de esta filosofía es, sin duda, la creencia en la realización de una decisión “racional” en el continuum de racionalidad de la sociedad –este es un resto de paternalismo autoritario que solo se puede mantener si uno no se ha percatado que la propia estrategia de univocidad es una estrategia, y que debe menos a los “buenos motivos” que a condiciones eficaces de acción política más bien subcutáneas. No es preciso ser un dialéctico negativo como Adorno para decir aquí: La paradoja de la invisibilidad y la “absolutidad” de la religión y moral no cabe la vida justa en la vida falsa –y que se nos proteja de lo justo. No seguiré con la filosofía moral de Nida-Rümelin. Esta me sirve solo para señalar dos cosas: ‘por un lado’, es válido que las fundamentaciones morales dependen realmente de implementar seguridad y univocidad allá dónde se presenten indeterminaciones e inseguridades –en este sentido, la moral reacciona siempre con afirmaciones de incondicionalidad, cuyas condiciones tienen que mantenerse invisibles. ‘Por otro lado’, se ve que toda moral y su fundamentación necesitan un ambiente ecológico, al cual un orden coherente le es inherente. Por esto, a la comunicación moral –y como se puede ver en el caso de Nida-Rümelin, también en su fundamentación ética– no le queda más que elegir formas de comunicación que en gran medida se aíslan a sí mismas de potenciales indeterminaciones e inseguridades, o que ven en estas una comprobación de su propia programación. Así, el acento en lo inmoral –es decir, la contradicción– podría ser la forma más alta de comprobación de la comunicación moral. Por último, la comunicación moral se encuentra con la religiosa. Que la lucha por la representación política en la sociedad mundial se haya llevado esencialmente en el lenguaje de la religión no parece ser algo azaroso. La codificación religiosa consigue acercarse más establemente a la determinación bajo condiciones de indeterminación, hablar de lo desconocido en una lengua familiar. La retórica de la religión consiste en relacionar distinciones y diferencias con lo indistinguible, o cómo lo formuló acertadamente Kenneth Burke (1961: 33): “Linguistic entitelment leads to a search for the title of titles, which is technically a ‘godterm’”. La comunicación religiosamente codificada es capaz de formular univocidades que difícilmente se pueden contradecir –ni confrontando con ‘otras’ creencias religiosas o siquiera con otra interpretación de documentos importantes para la salvación, o tratando con comprensión, tolerancia o algo por el estilo. La perorata del diálogo de las culturas, del diálogo de las religiones mundiales y del intento de ‘entender’ al otro, pasan por alto que con dicha observación ‘cultural’ de la religión se agudizan precisamente las diferencias. Si es correcto que el esquema de observación ‘cultura’ observa otras posibilidades, y todo lo que ocurre es visto con signo de asombro, la ‘religión’, por su parte, busca en la pluralidad de lo observable las univocidades e incondicionalidades, cuyos god-terms apenas se pueden dominar comunicativamente. Esto hace precisamente superior ‘técnicamente’ a la retórica religiosa frente a cualquier oferta de acuerdo y a cada exigencia de comprensión. En este sentido, la comunicación con gente que se programa religiosamente llega a fronteras retóricas, pues no se alcanzan las potenciales indeterminaciones e inseguridades que están montadas en las máximas formas de comunicación política, económica, legal y sobre todo científica –Jacques Derrida (2001: 72) habla de la “autoinmunidad de lo sagrado”. Al menos en lo que concierne a la ‘forma’ de comunicación, las formas morales y religiosas parecen ser muy parecidas. Ambas se autoinmunizan contra las negaciones, así como ambas, afirmando sus intenciones, se desrracionalizan. Precisamente por eso, las formas de comunicación religiosas y también morales sirven para gestionar inseguridades. Ambas pueden comunicar que no se puede comunicar. Una puede desarrollar la paradoja de la incondicionalidad de sus condiciones, haciéndola explícita en su programa; la otra puede hacer como si hubiera fundamentaciones que no enfrentan la paradoja de la autofundamentación. Ambas deben recurrir a lo invisible y producir univocidades visibles. La ‘paradoja de la invisibilidad’ se desarrolla acentuando las incondicionalidades. Espero haber señalado plausiblemente que resulta demasiado sencillo afirmar una mera secularización de la ética y la moral; y espero haber clarificado por qué la religión y la moral permanecen detenidas entre sí también en la época moderna secularizada – más de lo que podría esperarse. Que para la religión y la moral el individuo quede como punto de referencia comunicativo –como horizonte trascendental y como caso más empírico–, sobre el cual aún pueden afirmarse incondicionalidades de una altísima coherencia tiene evidentemente causas estructurales en la sociedad. Así, seguramente no resulta fortuito que las éticas de las grandes confesiones y las iglesias –quizá en todo el mundo– se refieran a disposiciones mínimas de la conditio humana, cuyo trasfondo religioso y teológico queda siempre invisible. Al fin y al cabo, la humanidad del ser humano es el god-term central para la comunicación ética y religiosa –con un pequeño riesgo de rechazo, pero con mucha libertad de interpretación en casos aislados de dilemas morales. Nada de esto tiene funciones de integración o inclusión para la sociedad moderna –y deberíamos aprender a valorarlo. Por lo demás: todos los obsesivos deseos sociológicos de integración, donde se promete la humanidad del hombre, la razonabilidad de la razón y la moralidad de la moral, son quizá automalentendidos intelectuales, como si la fundamentación moral científica y religiosa pudiese condicionar la misma comunicación moral. Al final podemos constatar: hay una diferencia si hablamos de ética y teología/religión o de moral y creencia. La última pareja conceptual está sujeta a una enorme riqueza de formas diseminadas en la sociedad moderna, la primera reacciona con exigencias de orden que no obstante solo siguen lógicas propias de sistemas funcionales. La creencia y la moral, por su parte, no pueden ser condicionadas por la teología/religión y la ética, ya que estas solo pueden 11 12 Armin Nassehi reflejarlas. Para observar esto existe acaso la sociología de la religión –sin embargo, también solo por ello. REFERENCIAS Bolte, G. (1989). Unkritische Theorie. Gegen Habermas. 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