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EL RÉQUIEM DE WELTSCHMERZ II CRISÁLIDAS DE CRISTAL ALEJANDRO G. J. PEÑA EL RÉQUIEM DE WELTSCHMERZ II CRISÁLIDAS DE CRISTAL Prólogo de Carlos BlanCo Pérez THÉMATA SEVILLA • 2019 Título: El Réquiem de Weltschmerz II. Crisálidas de cristal. Primera edición: noviembre de 2019. Este libro se realizó con la ayuda de la Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM) y del Centro de Investigación JFM. La imagen de cubierta es la acuarela Caronte. Canto II de la Divina Comedia (1929) de José Segrelles, cortesía de Colección BBVA. © Alejandro González Jiménez-Peña. © Del prólogo: Carlos Blanco Pérez. © De la fotografía: David Mecha. © Thémata Editorial 2019. ThémaTa ediTorial C/Antonio Susillo, 6. Valencina de la Concepción. 41907 Sevilla, ESPAÑA. Tlf: (+34) 677 796 248 E-mail: editorial.themata@gmail.com Web: www.themata.net Imagen de cubierta: © José Segrelles. Diseño de cubierta: Thémata Editorial y AGJP. Maquetación y Corrección: AGJP y AGF. ISBN: 978-84-120677-1-2 • Depósito Legal: SE 2055-2019 Imprime: esTugraf (Madrid) Impreso en España • Printed in Spain Reservados todos los derechos exclusivos de edición para Editorial Thémata. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios a cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con la autorización escrita de los titulares del Copyright ÍNDICE PRÓLOGO ...........................................................................................................11 POÉTICA DE AUTOR ........................................................................................17 LOS GORJEOS DEL MIEDO .............................................................................21 ¡Oíd! ¿Su nombre? .......................................................................................22 Una herida fresca ........................................................................................26 DEL AMOR VERDADERO ...............................................................................29 PENSAMIENTO ANTIGUO (MARZO DE 2008) ...........................................37 LAS VERJAS DEL JARDÍN EMBRUJADO ......................................................39 CARONTE ...........................................................................................................55 Non Sufficit Orbis .........................................................................................56 Omnia Mors Aequat ......................................................................................64 Mortui Vivos Docent .....................................................................................66 LA RAZÓN DEL ANTIHÉROE ........................................................................77 La fábula de la noble prostituta de Málaga .............................................80 VÍCTIMAS DE PAPEL MOJADO EN SANGRE .............................................89 LA CAZA SALVAJE ...........................................................................................93 LACÓNICAS ODAS .........................................................................................103 Canetti, aliado mío ....................................................................................103 Whitman, noble poeta ..............................................................................104 loor a la muerTe .....................................................................................107 Nosotros, ¿los mortales? ..........................................................................109 Opacidad animal .......................................................................................117 Tabú fúnebre ..............................................................................................122 Ars Vivendi .................................................................................................129 Ars Moriendi ...............................................................................................137 Amor (in)mortal ........................................................................................140 Memento Mori .............................................................................................149 7 A mis paternales doktorväter Juan A. García González y Francisco Rodríguez Valls PRÓLOGO Carlos BlanCo Pérez1 E l Réquiem de Weltschmerz, ¿qué es? Ante todo, un despliegue de sensibilidad, un canto al hermanamiento entre filosofía y poesía que lo convierte en un intento inspirador de fusionar el pensamiento con el arte. Si el filósofo busca comprender y el artista recrearse en la expresión, el libro de Alejandro G. J. Peña propone una valiosa síntesis de ambas perspectivas. En él presenciamos una búsqueda sincera de la verdad, en diálogo con algunos de los grandes nombres de la tradición occidental, pero también un deseo inocultable de aspirar a la creación y a la belleza por sí mismas, de explorar las posibilidades expresivas del lenguaje como ventana a esa misma verdad huidiza y en ocasiones inalcanzable, que llega a producirnos miedo y perplejidad por la envergadura de lo que no logramos comprender. La meditación poética sobre la fiereza de la muerte inunda la totalidad del libro. Nos ofrece un lamento que es también búsqueda, ansia, esperanza incontenible en la posibilidad de un sentido que justifique el sufrimiento humano. Dado que non sufficit orbis, ese sentido añorado sólo parece despuntar a través del amor a la creación [1] Carlos BlanCo Pérez (Madrid, 1986) es profesor de filosofía en la Universidad Pontificia Comillas y cofundador de la Altius Society de Oxford. Autor de más de veinte libros, pertenece a la World Academy of Art and Science y a la Academia Europea de Ciencias y Artes de Salzburgo. 11 artística y filosófica. La contemplación casi elegíaca de la muerte se entrelaza así con la pregunta por la naturaleza del amor verdadero, que nos otorgaría un tenue destello de esperanza en medio de tanto vacío ontológico. Porque, al fin y al cabo, este libro puede considerarse como la perfecta antítesis del famoso dictum de Spinoza, según el cual el sabio piensa en la vida y no en la muerte. Muy al contrario, aquí somos testigos de un pensamiento profundo y persistente sobre la muerte, sobre una muerte silenciosa y acechante, en la que convergen la totalidad y la nada. Una muerte que afecta a todos y que a todos nos convierte en nada. Sin embargo, el autor no teme abrazar el horizonte de nuestra finitud, si bien tampoco se conforma con asumir que el hombre es un «ser-para-la-muerte», como teorizaba Heidegger. Aunque la muerte se alce como el destino del hombre, y ni el arte más sublime consiga esconder esta fatalidad, de las páginas de este libro se desprende esperanza. La filosofía y el arte no nos librarán de la muerte (como el propio autor escribe: «¡Dime, voz perdida, qué buscas liberar!»), pero sí pueden redimirnos de una vida carente de sentido. El sabio piensa entonces en la muerte porque piensa en la vida, porque ama la vida y quiere comprender su sentido, aun preso de una impotencia conmovedora. Lo que aquí encontramos es, en definitiva, una inmersión en aguas demasiado profundas: las de un yo insatisfecho con el arte y con la filosofía, las de un yo que suspira, más allá de todo, por un sentido. Parece que para descender a esos fondos abisales no basta con el razonamiento filosófico. Hay que entregarse a la poesía, como si sólo en la amplitud del lenguaje pudiéramos atisbar respuestas a la sobrecogedora magnitud de nuestras preguntas. No espere el lector una progresión temática, un hilo conductor que encadene los distintos capítulos en que se 12 divide el libro. Lo que percibimos es una tentativa de retorno continuo, una filosofía poética que no teme volver sobre lo dicho y concebir el pensamiento como un ciclo incesante, como un retorno impávido a las mismas ideas, para extraer todo su jugo y captar la profundidad del desfiladero al que se enfrenta nuestra mente. Después de todo, uno tiene la sensación de que está leyendo un poema, rítmico, cadencioso, aderezado con palabras de hermosura diáfana que envuelven al lector en una crisálida de pureza y dulzura. No es así de extrañar que Alejandro G. J. Peña haya subtitulado su obra Crisálidas de cristal. Pues, en efecto, parece que la limpidez de un lenguaje poético cuidadosamente elegido nos eleva a un mundo de profundidad filosófica y de sensibilidad estética, a la anhelada unión entre la sabiduría y la belleza. Por mucho que los temas abordados en el libro sean en ocasiones tristes y dolorosos, de este texto emerge un sentimiento de fascinación y de esperanza, pese a que una de las preguntas principales se dirija abiertamente al corazón del misterio: «Muerte, ¿qué eres?». El libro habla constantemente de la muerte, y ante la desgarradora realidad de la muerte el lector puede llegar a interiorizar un vértigo parejo al que anega muchas de las páginas de este trabajo. No obstante, la búsqueda de la hondura estética y el énfasis en la pureza de las palabras no hace sino sugerir una vía de escape ante la amarga evidencia de la muerte, como si el arte y la creatividad, la voluntad de sobreponerse a la tiranía de lo fáctico mediante el amor a la belleza, consiguiera rescatarnos parcialmente del oscuro horizonte al que nos hallamos abocados. 13 EL RÉQUIEM DE WELTSCHMERZ II CRISÁLIDAS DE CRISTAL POÉTICA DE AUTOR Y a este mundo, esta palestra de seres atormentados y angustiados que solo subsisten a base de devorarse unos a otros, donde cada animal carnicero es la tumba viviente de miles de otros animales y su autoconservación una cadena de martirios, donde con el conocimiento crece la capacidad de sentir dolor, alcanzando este su mayor grado en el hombre, y tanto más cuanto más inteligente es: a este mundo, digo, se le ha pretendido adaptar el sistema del optimismo y se ha querido demostrar que es el mejor de entre los posibles. El absurdo es patente. arThur sChoPenhauer El mundo como voluntad y representación D e la célebre oración que principia mi tesis doctoral cosecho una leal simpatía con su sentido, que aspiro a descuidar. Schopenhauer sí supo escuchar y escribir los mundanos dolores que acaecen en el ser humano, en lo más íntimo de cada ser, razón por la cual confieso mi admiración al esqueleto filosófico, abanderado por el pesimismo, que compone el egregio pensador alemán. Lejos de anunciar el calamitoso esfuerzo que florece del escribir penurias que en el hondo sentido vital me es propio y no ya cansado, sino muy al contrario: rebosante de fortaleza y alegría, lo trágico y lo dramático —soportado por quienes ansían callar su ser más monstruoso— con cólera rivalizan contra la paz soñada. Embisten tardíos a aquel ser oscuro, al indómito placer de lo siniestro y lo desconocido que lentos gotean en las páginas de este libro, en cada capítulo y en cada tribu de palabras. 17 Una obra más para el elenco que conforman mis lamentaciones. Hoy suspiro una vez más al despedir los amargos desahogos que nadan en ruinas y precipitan sus raíces en columnas bamboleantes. ¿Poder, fuerza, ganas, ímpetu, asilo de gloria? Recelo del día en que sacie mi apetito por las letras. Si así fuera, si renunciara al aroma que enloquece a mi ser, solo en el olvido me hallaría, de mí nada quedaría, pues ¿quién velaría el recuerdo dispuesto en mis escritos? ¿Quién daría movimiento a lo petrificado? ¡A nadie culpo por ello! ¡Arrojados a un mundo cuyo final no imagino, al destierro a los confines de una historia ya podrida! Depositan en mí demasiadas esperanzas y creo defraudarlos como defraudo a mi yo. ¡Lo siento, lo siento a horrores, lo siento de corazón, mi yo! Pido que perdones, aun con engaño, al parásito que a tu lado duerme. No gano a las fuerzas del mal, no alejo todavía a la ingente serie de vilezas, no las soporto ni encaro con valentía, sino con pena y sumisión me entrego. A mi pesar, las atraigo encantadas de hospedarse en mi espíritu y, mal que me pese, allí prosperan. Sólo anhelo dormir y cada cabezada es un atisbo de muerte; sólo deseo soñar y cada sueño es un atisbo de vida y esperanza. No dejo de existir como un ridículo existencialista más. Codicio la mortalidad humana, ¡me fascina! Alardeo de no encerrar en mí el valor de torearla: es mi razón de ser. Presumí hará tiempo de la voluntad que movía a mi espíritu; fui un traidor. De corazón admito el error: aspiro con incesante tenacidad no a rebasar la muerte, sino a ser la muerte. En consecuencia, no hospedaría temor alguno a lo que se nos escapa, ni me horrorizaría entonces de algo, sino de alguien… ¡Mora aquí mi Weltschmerz! Somnolienta, de fantasiosa naturaleza o cómica redundancia supongo, de melancólico sabor a un romántico ideal o insinuante a mis delirios es la meta que apadrinó mi vida con el lunático tesón de libertarla. 18 Vendrían tiempos, escuché de las viejas lenguas, en los que cualquier inepto podría componer un libro dedicado a su yo y a la muerte como protesta nada constructiva. Esos tiempos arribaron temprano. Sólo veo en mi obra reproches histéricos, quijotescos y de corte poético que, hilados con Los presagios del mal, reconfortan al escribirse, pero sin a nada más aspirar, salvo a la decepción. Se lanzan comentarios sanchopancescos, se hacen pésimas lecturas, se ensalzan ofensas o veneraciones, mas en honor a la sinceridad sólo el escribir reconforta a las groseras penurias que lavan con estropajos mi locura, como si mi vida la atormentara un fantasma... Espectro que augura un morir colmado de vacíos. Siempre habrá algo sin respuesta, jamás sin pregunta. Ésta surgirá porque es la vida quien la acompaña, y vivir es preguntar(se). En realidad, yo, ser finito que el mundo habito, moriré sin respuestas o con mis respuestas, mas tendré, a no dudarlo, eternos desfiles de preguntas y marcharé sin el delito de no procurar responderlas. ¡Escribid! ¡Escribid cuantas respuestas se os ocurran! ¡Escribid y juro que os leeré! Es el privilegio de escribir, el saborear e imaginar lo indefinido, mi amado ensueño. ¿El sueño acaso de los escritores? ¡No, mi sueño! ¡Y heme aquí la vida misma briosa que honrosa clama paso en mi dolor! ¿Por qué yo? ¡Calma!, respira, piensa, crea, sueña y vuela en soledad... «Jamás escribas para el mundo —oí de voces sabias—, pues al mundo no has de llegar». Así es. Como los perros cuando antaño parían enloquecidos, sobran escritores. Siempre seré un cachorro huérfano. *** Filosofía, Poesía y Literatura, en realidad, un baile de trenzas son. Con igual origen, hermanas nacieron; con igual destino, hermanadas caminan. Escribo... y me trasluzco, así me habitúo al cristal. 19 LOS GORJEOS DEL MIEDO L os miedos, caballerosos lunáticos, son cuando menos el estupor que nos maneja hasta la desértica soledad de las lamentaciones. Son genios demoníacos que nos alarman no sólo de aquello que no es, sino que si es, si realmente hay algo, nos frenan y envuelven en una nebulosa sombra, sin visibilidad, sin escapatoria. Son, además, el pintoresco aliento de la naturaleza que, libre de culpa, arrastra malherida a nuestra propia condición. Omnipresentes merodeadores de cabezas, mutilados soñadores son pues allende anublan toda esperanza de sosiego, de lucha por la vida, por nuestra horrorosa resistencia. Moribundos, ingratos e infieles dan la mano desnuda al agua que de entre sus dedos resbala sin ser absorbida por el cuerpo. Luchan por la causa que causa malestar y, en la inmediatez del tiempo, ese infame tiempo que los saborea y los enfoca hacia mí, resplandecen en los demás. Son siempre el reclamo de ruidos desiertos, de noches abandonadas a la pena, de una pesquisa en el dolor de nuestro clamor. Lo descubren todo, como mi fragilidad desnuda ante sus elocuencias; soy vulnerable. Sus anatomías, sus formas, sus víctimas, no son las amadas por uno o por algún ser de alma pulida que de placer sereno pretende colmar su historia. Son las guerras de los mundos evitados en nuestra peculiar galopada hacia la desaparición los instigadores de los deseos. Perpetran un crimen en nuestros caminos y desollan lo soñado. Roban la migaja de cálida fantasía cuyo azar narra los sueños del 21 propio diablo. Son miedosos, por eso se enmudecen, por eso callan lo apasionante y, cómo no, lo majestuoso. Saborean sus luces, henchidas de odio y rencor por la pérdida, la bohemia sevicia que origina la locura más incontrolable de todas, la que nunca se subleva, pero siempre mutila desde el suave silencio de la noche. ¡oíd! ¿su nomBre? No, no conviene mentarlos, mi lóbrego ángel. No desprendes la insolencia del orgullo y la gloria. En ti triunfa el pánico, presumes de él, lo enalteces al grosero son de la indolencia, del entusiasmo. A veces creo ver destellos de un alma muerta. Eso es cruel, demasiado humano. ¿Cuál es el terror por lo desconocido si no se conoce? Es decir, ¿miedo por qué? ¿Miedo a qué? ¿A esa incertidumbre que nos devora desde que surge, a la luz que desvela lo borroso, al pánico que mueve nuestros cuerpos, a actuar bajo el dictamen de los impulsos, olvidando la prudencia? ¿A no saber qué puede matar, a qué es capaz de hacer? ¿A ver nuestro desaparecer más allá de las debilidades? Las fuerzas que embestían contra mí huyeron, ¡lo dije!, desaparecieron junto con la música al silencio. Los temores me ayudan a ver qué hay, lo que muere con ellos, y me permiten descubrir lo altruista e inocente quizá que suena la victoria de uno cuando se ve atiborrada de terror. Me doblegan a sus embaucadores misterios. Fui avaro al componer sus mayores tragedias. Mi habitual reacción ante sus singularidades, aunque amilanada y segura, era hacer restallar el sonido de campana por el ataque del enemigo que jamás veía, pero ahí estuvo siempre y aún permanece. Él sí, es su vitalidad la mía, siempre empujado a divisar en el horizonte las cabezas de los alfileres que sobresalían de sus ojos. El miedo… es perplejidad. 22 En la esencia de cada miedo se acomoda la maldad y el hastío. Permanezco a la espera del mayor desánimo pensable, de un futuro infiel. Soy el «feliz» histrión de un teatro ignorado por desgana, siempre sin cumplir los sueños, ¡cómo no!, abocado al suicidio más egoísta que se me ocurre. No vi en el pasado, no veo en el presente y ni veré en el futuro realizado ningún sueño, sólo hay una ramita a la que encadenarme si arrastra el río mi cuerpo. Es deprimente contemplar, tal cual antaño escribí, el fin de mis días. Mis miedos me conocen más aun que yo a ellos y la voracidad de cada miedo me es desleal. ¿Es posible empeorar los sueños de la vida, los temores que la penumbra oscurece al besarla? Ya no es pánico, es pura pasión, un afrodisíaco frenesí de temblores, de sangre y dolor en mis manos, de luz titilante que mueve sombras y las desorienta, y un no-ver qué hay oculto tras lo turbio. He sentido la fuerza del derrumbe que rehuía. He resistido a impulsos innombrables, constantes, fuertes y sinceros, que cómodamente se asientan en mí sin pedir permiso ni perdón. Son humildes y, en virtud de esa kafkiana humildad, arden por amor a su huésped y sucumben cumpliendo su cometido, calcinando a su paso aquello por lo que, alguna vez, mereció la pena luchar. Crecen y mueren en las profundidades de mi fosco ser. Desmiembran las esperanzas, las malditas zorras blancas de mil hopos, que pese a ser ruines, ¡despreciables!, son esos alientos que nos socorren cada mañana con sonrisas de airosa mendacidad. Encontré en mis horrores el verdadero poder: un potencial aterrador e indigno que reina en pos de la desaparición y en su nombre guerrean por agraciar al mal en la fantasmagórica nada. Nadie ha contemplado jamás el terror que mis temores tienen e incluso yo dudo olisquearlo, pues si mis miedos me matan ni por la gloria eterna querría saber los miedos de mis miedos. Sería, así, lo más similar a 23 crear una soga de aire y ahorcarse. No podría evitarlo aun queriendo y jamás contemplarían mis ojos al morir qué es lo que tanto aterra. Temores pendencieros acunan al mal para hacerlo crecer sano, mientras otros más jóvenes preparan las burlas del día. Segundos antes de ver mi cara refleja en un tintero rojizo, comienzan a temblar mis manos. ¿Alejandro, si es ese el bello nombre que espaldas al mío se esconde, es el ángel caído desde los infiernos de la imaginación? ¿Son sus sueños mi temor? ¿Es éste el empeño que con cólera explora? ¡Respóndeme! ¡Mudo diabólico! Son en vano mis esfuerzos, siquiera sé con quién hablo, a quién dirijo mis plegarias. No lo escucho ni siento en mi corazón ni en ningún lugar. Oírme puede hacerme enloquecer, mas no lo sabré si procuro huir y no pensar mi voz. Y yo, incauto y pobre de ideas, mortal doliente que con la muerte me conformo, acuné a sus encantos por el arroyo que nace en mis sueños y los arruiné e hice tormos con ellos que luego guardé. Esa voz… es maldad y cansancio, pero no es mi voz, no es mía, no es la voz con la que hablo, no es la voz que escucho. Es una voz intrusa. ¡Yo, que sé quién soy, que me escucho y soporto, reconozco en mí la voz que se aleja, la voz que (me) miente! Sin escucharla en nadie y sin nadie escucharla, está sola y sólo en mi cabeza. Amarrada a los bolardos del corazón reclama mis conquistas, pero son mías, al igual que mi voz. Habla sin hablar y oye sin oírse. Dice tener buenas intenciones, pero cuando se asienta en mí, cuando duerme mi voz, es descorazonado el sentimiento que despotrica, como cuando sobre la ceniza en la tierra calcinada por un incendio caen ascuas que lo avivan. Es diminuta y en apariencia inocente, pero letal si se hacina. Por momentos creo en lo posible que sería que fuera mía esa voz umbría, que fuera la palabra de la bestia parda (¿imaginada?) más aterradora. ¿Acaso constituiría una amenaza, si no fuera mía, que me engulliría? 24 En tanto, hago ademán de las lamentaciones que oigo de esa voz y, sin culpa, me afano en estar realmente solo, me encapricho en olvidar haber nacido hombre. Luego observo mi entorno, donde soy, y de todo nada he hecho yo. He ahí por como sé que la soledad es en mí, es ahí donde sé del fracaso. De aquel joven nada sobrevivió: la ira, el rencor y la oscuridad de esa voz le consumieron hasta pulverizar la cordura. Ahora, a la espera de la muerte natural, pues no habrá otra que considere, reconoce que igual de absurdo es aguardar el bien mayor una vez se agote la existencia que vivir y acabar desprotegido de lo único que me resguarda del auténtico mal. Los miedos son brisas cautivas que abrigan repugnancia e infligen estragos a la memoria y a los bellos recuerdos que nos erigen como lo que somos. Pero ya no somos sumisos o conformistas, ¡no, somos agresivos!, violentas marionetas que vuelcan su insatisfacción en sí mismas por temor a los otros. Un desastre cuya victoria es plausible y donde vemos cómo los miedos han logrado torturar a las voces dormidas en el eterno instante de un silencio. Sin más, piensen en la miseria de nuestras vidas que, aun habiendo muerte y nada más, acechamos sin sigilo y con falsa seguridad la oportunidad de ser inmortales. ¡Ridícula coincidencia esperanzada, siempre como bálsamo de mártir! Sueños, sueño, sueña… Me encapriché con aquella quimera. Maquiné un lugar en el que hacer de la muerte mi vasalla a merced de mi voluntad, arrodillada ante mí, y no temerla. En ese delirio elegía mi morir, el instante y el cómo. La vida no me desafiaba. No tenía que bregar por sobrevivir ni me resignaba a obedecer las leyes impuestas por la vida y la propia muerte, las leyes de la naturaleza. Un mundo hospitalario donde no batallar por resistir entre bestias, un mundo donde acuda a mí la muerte cuando la requiera. ¡Ahí y sólo ahí perpetran crímenes los miedos!, y las visiones y 25 maléficas voces me acorralan y me hacen ver que lo que extraño lo extraño macabro. Jamás averigüé el olor del miedo. ¿Cómo olía el terror espeluznante que soportaba al sentir nacer y crecer a monstruos amorfos bajo mi cama en la oscuridad de la noche? ¿A qué sabría mi piel si sintiera a un borracho acuchillar mi vientre? ¿Cómo sonaría el arrancar uno a uno los pelos de mi cabeza por enfermar de cáncer? ¡Horroso! Son miedos frívolos y ordinarios, tan feroces como aborrecibles e indeseables son, mas hay uno que sobre los demás sobresale, que se corona como Rey del Terror: el temor a la muerte, el horror de morir. No es igual a los otros, es, más bien, especial y único a su manera. La muerte sería miedo, sería lo propio del pavor que juega a enloquecernos. ¿Cómo huele, entonces, la muerte? De seguro su hedor es nauseabundo. Nunca sospeché lo contrario. ¿Cómo olería el miedo a la muerte? ¿Cómo olería mi muerte? una herida fresCa Se ahogaba. La sangre impedía que respirase con normalidad. Una luz, dos sombras…, ninguna ilusión y una amurallada libertad. Devoró mi carne, nada se salvó en el recuerdo; caí en el odio, en el terror, y me creí muerto. Eso me hacía tenaz de mente, pero tímido de corazón. Me hacía sentir agrado por lo que ofrecía el tormento. Mi vida como la cuña de madera de nogal que sostiene la picada viga por un réquiem. Hoy es el funeral de los miedos que en mí se posan y respiran. Siempre los tapo con mi cuerpo y mi cuerpo lo envuelvo en mantas a la espera de contemplar la señorial huida de sus encomios. ¿Acaso perseguía el austral viento que congela mis hazañas, mis sueños y deleites? ¿La ventisca que merece ser respirada? Era hermosa la máscara 26 del agua, pues serena era la frazada que cálida revestía mi torso. Duermo con sábanas para esquivar ser vencido. ¡Cuán viperina es la fuerza que obra en mí y que languidece hasta hacerla reír! Son miedos, nada más alejados de su excelencia; poco he de temer por ellos. Con gusto y sin piedad los lanzaba al caudaloso río de Heráclito, al menos, si no son, los temería a cada cual distinto y no a todos por igual. Él me devoró, temeroso de ellos, y pisó la vid que tempranas uvas de infancia daba. ¡No aprendí a resignarme, a soportar el apodo de traidor a mi causa! Descolorí la vergüenza que tizna al orgullo, al plácido y propio amor. No recibí el obsequio de mis semejantes y me conformé con mi naturaleza. Sólo enronquecí la voz de horror y pánico que luego fundida en el rencor quedó. Se fortalecieron hasta ser descomunales, ¡invencibles!, y desde mí atacar. ¡Por el vasallaje de los tiranos! Hay tanto en mi cabeza que desconozco si me es posible expresarlo con gestos y palabras o sólo reconocerlo como un sentir indescifrable… El oprobio mío es en mí y en nadie más, en mi soledad. De ese cáliz de pasiones honrosas dichas me pertenecen, mas quien sorbe vergüenza de él fabrica un canal por el que confluye el culto a la desgracia. ¡Dime, voz perdida, qué buscas liberar! ¡Dime, voz prohibida, qué buscas sofocar! Mi numen, fundado por las otras voces, las voces de mi yo, llora amargamente. De las injurias de un preso, sin temor a nada, sólo vileza se puede inferir. Así soy y, a juzgar por tu antojo, así estoy: prisionero y aprisionado. Son sus temores los míos más íntimos. Ahora, cual sendero recorriste a mi encuentro retómalo al tuyo. Olvida. Esconde tus suspiros. Aquí siquiera hallarás el consuelo que ambos deseamos. ¡No, no y más no! Jamás pondré en duda aquello que debo proteger de las malas voces pues sería rendirme a Él. Sé que Él me ofrece la solución, la última solución, pero 27 no debo aceptarla. Nunca escucho su silencio. Sólo la voz que es sacada de entre las hojas del libro escrito narra mi calvario. ¡Ay! ¡La noche y los sueños sortean, en ocasiones, a mis horrores! La oscuridad es mi aliada en las tinieblas y los sueños son mi remanso de paz que pudoroso ruego desde el saliente del precipicio. Demoré el escalar por las escarpas del edén. Vilmente masacradas mis manos, salpicadas de sangre y tierra, quise liberarlas de mi cuerpo, ¡y bien les haría! Son lúcidos momentos de confusa timidez, enloquecidos e impactantes, los que obran con pavor, aislados de sus semejantes olvidados, mas no conocen al abominable y atroz ser que los engendra. Supe, entonces, del final de mis lamentaciones. Comprendí qué es realmente lo que me aterra: mi yo, la senectud de mis horrores, mi sádica y sanguinaria voz será siempre lo temido. Irá en mí, de por vida, la cualidad de ser cobarde, y si por naturaleza sé que lo soy, ¿he de luchar contra el más feroz de mis horrores? Lo único: lo absurdo de lo que asombrarse. La terca rendición oprimida. ¡Eureka, brindemos en honor a los formidolosos tiempos de las voces rotas y dormidas! 28 DEL AMOR VERDADERO Esa ternura sobrecogedora que nos inspiran las personas cuando sabemos que podrían morir pronto, ese desprecio por todo lo que antes considerábamos valioso o no valioso en ellas, ¡ese amor irresponsable por su vida, por su cuerpo, por sus ojos, por su respiración! ¡Y luego, si se recuperan, cuánto más los amamos! ¡Cómo les suplicamos que no vuelvan nunca a morirse! elias CaneTTi El libro contra la muerte a fiereza de la muerte obstaculiza al amor y nos nubla y perturba. No somos, en realidad, uno que en soledad desaparece o huye amedrentado a su amagatorio. No. Tomé consciencia de esa fatal suerte años ha. Besar, abrazar o ver vivir candente al amor son ejemplos de flaquezas que azuzan, como los gritos del miserable dueño a su rabioso perro, la lucha que continúa el yo, el enamoradizo espíritu ávido de unión. El alma más vivamente nuestra se resiste y se aferra al cuerpo, desgarrándolo, cayendo en el ensimismado, asestando cornadas en el busto malhechor... Ansía no sentir, ser invidente, ocultar la mirada acusadora, pero fuerza su permanencia y no batalla sola su desvanecerse. ¡Imaginen cuán poderosa e infatigable es el alma como para bárbaramente ser torturada y no liberarse ella misma de la agonía que la acorrala! Así me confiesa la muerte su apetito por los vivos. Ahí hallamos la liza prodigiosa en la que suspiramos longevidad. No sólo siento una resistencia que hinca sus uñas en los pechos de la vida L 29 para zafarse de la humillación a la que le somete la muerte. No. Siento asimismo aquello que la vida, traidora de su naturaleza, mata y ampara, y el alma hasta la saciedad paladea. Ese desfile de siniestras ironías se revela como el magistral baile que vigoriza la entereza del ser, crea pasión en él y regala alas al querer. Serían, entonces, las personas que con amor sincero obren las que ganaran el corazón de aquellos afortunados que las necesiten. La tétrica danza invisible. Así sería. ¡Ay, amor, delicada injuria o tierna adoración! Eres tan espinoso… Te ansío, doy contigo, te agarro, te muerdo y me hieres. Sepan, lectores, cómo siento el amor. No conocerán alegría alguna conmigo. Es peligroso, ¡y lo sé y lo asumo!, que descanse en mí lo más mágico que el hombre posee. Hasta considero razonable que no lo haga. Sé cuándo con innegable sinceridad hinca el diente el amor real, natural y verdadero. No saberlo, de hecho, sería todavía más arriesgado. ¿Cómo desnudo al amor verdadero? ¿Cómo sé cuál es auténtico y cuál no? ¿Cómo desgajo el afecto, el cariño o la pasión del amor puro? Tal vez se perciba como lamentable, nada erótico y, quizá, caótico, macabro u oscuro, pero sé con claridad si es amor verdadero al sentir con todo mi ser a la muerte abrazar lo amado. Y nada fuerzo al corazón, es natural: brota de la felicidad más inocente, de la tristeza más amarga, de la añoranza y del rencor, de la mugre del recuerdo más deshonroso y de las bellas alianzas conmigo y con los otros. ¡Juro que nada forzado es ese presagio, sino puro, repentino e inmaculado! Padezco el infausto legado de la muerte de lo amado. Profetizo su morir y no puedo obviarlo. Malhadado escupo a su llama y con seguridad corrompo en mí la condición privilegiada que al amado moribundo protegía. Combato el caos. ¡A la verdad! ¡Abrazar a quienes más amo es agonizar por asistir al cortejo de esa asesina invisible y natural! ¡Es un crimen que cometo 30 periódicamente! Siento con nitidez cómo la presencia de lo venerado se desvanece con la misma facilidad que mis ganas de adorar, de amar. No debe arrojarme cuando le plazca de mi serenidad, de mi contentadizo aburrimiento. Procuro escabullirme del amor si sé que a quien se lo confío morirá. ¡Y cuánto deseo no sentirlos morir una vez más! ¡Cuánto odio no sentirlos respirar! Así, procuro pensar, quien jamás haya catado el amor, quien en absoluto en su vida haya tomado el corazón del ser amado, aquel que nunca haya llorado como suyo el sufrimiento de ese ser adorado, nada sabrá de la catastrófica monstruosidad que supone saber que ante mi cándido yo se despliega su fatal muerte. Ser que a la muerte ame sólo a la Muerte ha de amar, pues si Ella jamás muere, sí los vivos morirán. Ser que a la muerte ame sólo a la Muerte amará, mas Ella hoy ha muerto, ¡los vivos vivirán! ¡Oh, destellos de lucidez temprana! ¿Es condena temprana por algún mal que hubiera hecho y olvido? ¿Soy, acaso, su siervo más leal? No, no creo que haya algo con tal protervia, empero acontece galopante arrollando hasta el más claro de mis delirios. ¿Será él, el que se hace llamar justamente yo, quien entierra mis recuerdos más apacibles y los transforma en agonías del futuro? ¡Qué sé yo! La duda corroe allá donde la adversidad renace del suplicio. Seré esa criatura ladina, sádica inhumana y cruel que misma muere en su tentativa de dormir sin estertor. Cierto es que no hay mejor enseñanza que la aprehendida de un profundo dolor y gracias al dolor comprendo que el amor es descarado y alocado. Es algo atroz que hace gala de una seductora malicia, pues si lo padezco certera y prudente sería mi huida de aquello que amaría. ¡Eso lo aseguro sin remordimientos! Sé, por la pérdida que supone, de la furia que irrumpe en el ser que yace vencido, del amargor que nostálgico 31 humedece páginas de libros antiguos, de la fiereza de la alimaña que es calmada con silencios inconexos… Conducir a las lágrimas por las purezas emergentes de centurias pasadas y aún sin suceder, por las grietas y surcos que forman éstas en el papel mojado, es sentir el dominio de lo ingobernable, lo indócil y lo rebelde. Así como el mitológico Ave Fénix sucumbe al tiempo y renace de sus cenizas, lo harán mis ganas de amar, al menos, eso imagino y procuro pensar. Incesantes punzadas perforan mi limpio gozar y la mística danza invisible que aúna amor, belleza y dolor hace de mí, si bien alguien algo valeroso, otro ser vulnerable y reprimido que teme las calaveras. Tan precisa es la sutileza de esa danza que coquetea antes de espolvorear fantasías sobre mis anhelos. Busco la réplica que se esconde tras la bruma que la muerte humea. Como esa silueta macabra que intimida pero apetece mirarla, que tan bella es según la contemple en la lejanía o en la oscuridad y tan espantosa en la cercanía o en la luz; amar me mantiene en vilo. Y si bien la muerte salpica al amor y lo ennegrece robándole su luz, su codiciada y virtuosa esencia, sentir morir a lo amado es el enjundioso secreto para averiguar si se ama verdaderamente. Al distraer a la Parca me pregunto qué me mueve a amar. ¿Por qué considero bueno al amor? ¿O, ahora que no me escucha, sería horrendo y perverso, y tras máscaras morbosas se oculta? ¿Amor por lo bello y su encanto? ¿Amor a qué? ¿Qué habrá para en quienes no descubra ese perverso sentir? ¿Qué será de quienes no descorchen en mí el frasco que enfrasca la muerte? ¿Será un amor siniestro o un odio meloso? ¿Los amaría realmente? Todavía lo ignoro. «¡Claro, los querría! ¿Cómo no?», diría velozmente sin dudarlo un sólo instante. No es nada fácil ni humilde por mi parte. ¿Creo fríamente que no amo a quienes me aman con sinceridad y así me lo muestran? ¿No es, acaso, 32 esa la razón por la que hago entrega de mi amor? ¿Será un peculiar querer, algo gradual, un aprecio más turbio y apagado, la amarga sensación de amar por despecho? Ahora sí lo siento cruel. Es el indecoroso galardón por pertenecer de una manera cruda y sentimentalmente vana, desprovista de querer verdadero, a las raíces del árbol del que brotan los verdaderos amores; como un amor forzado, algo que jamás se completa ni complementa sano. ¡Desgraciados serán quienes de las ramas de aquel árbol caigan de rodillas suplicando clemencia! Sólo indiferencia ofreceré. Esos llantos, similares a los de los niños que pierden trágicamente a su madre, son treguas para mis oídos. Cuando procuro explicarlos, aunque no muy acertado, suelo cotejar sus lamentos con el ejemplo del rabo cercenado de la lagartija. Desunido del cuerpo, se retuerce creyendo aún formar parte de él, del amor: esa hermosa unión natural. Sin embargo, es desterrado, arrojado a la inmundicia. Sí, así lo descubro, quizá hasta sea placentero. A los sentimientos de quienes des-conozco, de aquellos que laceraron al corazón, los destierro a la pugna por ver entrelazarse sus odios más déspotas. Con ellos sí pretendo herir, ser inclemente. No merecen siquiera la oportunidad de lamer la reconciliación y todavía menos el adiós eterno. ¡No me merecen! Sean, pues, el amputado miembro de lagartija que gracia me hace verlo retorcerse en la hierba. Lo prendía atado a un hilo y, anudado al cuello del animal, me enorgullecía seguir con la mirada el rastro del fuego. Era la gloria, servida de justa fama, el mugriento y vicioso sustento que contrae a la muerte y a su cruda realidad en la memorable codicia por el desahogo. ¡Sí!, y además fantaseaban mis ojos con construir ríos que condujeran su sangre hasta mi aureola para en ella verter la creación de lo imaginado. No obstante, enseguida mengua el espesor de los sueños y, al avistar lejanas las sombras, resisto a mi propia ojeriza y escapo del soñar oscuro y despierto. Recobro 33 el protagonismo del inocente animal desprotegido. Es de pacífica y fría naturaleza, de lengua viscosa y cola amorfa, de minúsculos ojos y piel rugosa. Y lo adoro por ser inocente. No puedo sino rescatarlo de las garfas de mi inquina con la bondadosa disculpa que le debo por pensar en su tortura y acompañarlo un rato para luego despedirme arrepentido. «No hay redención, nadie será privilegiado. Sólo desnudo un cuerpo enredado que teje dolor», descubro siempre horrorizado. Una falsa nostalgia de la que nunca espero escapar vivo. Cuando la antipatía, la rabia, el rencor o las heridas me consumen, de mi obrar escapan atrocidades. Pese al rebuscamiento de mi ingenio, es aún más engorroso el mal que maquino y recreo. No visto cilicios que penen mi conciencia, pues la naturaleza acusadora del ingenio del que gozo liberó a los diablillos que acojo. Humillado, avergonzado y receloso. La soledad corrompe su carne por pasión, por erotismo y afecto, y fuera de cuanto debe y anhela huye a su aciago rincón y así es rediviva ella y, además, el amor. Luego el amor, habiéndolo degustado y divisado la muerte en su sombra, se desvirtúa y se corona como líder en la pugna por ser lo peor que el humano preserva. Así, ser vomitado a la vida con dolor es mismamente la razón por la que, en presencia de la muerte, yo, mortal prisionero de esa suerte, recelo de lo amado. Lo que háceme sentir pesaroso, lo que háceme sentir cristalino bochorno porque no camina mi espíritu hacia ese respiro, es el amor. Aun cuando les duela a mis terrores, el amor es la melodramática treta de la naturaleza para eludir el infatigable pensar la muerte. No obstante, cuando sentimos al ser amado con igual nitidez con la que nos sentimos nosotros mismos, cuando empatizamos con lo más hondo del alma, cuando ese amar ensombrece al amor propio, cuando su luz nos embriaga tanto como su sombra, cuando con ternura oímos sus latidos y con terror saboreamos el instante; la muerte 34 pacta con el amor un ridículo descanso. Algo temerosa, cubre su rostro con el sudario y le concede momentos de fama y esplendor al corazón. Ahí, en ese lúdico lance de promesas donde la muerte asegura finitud, nada y paz, el amor, valentón, ruidoso y charlatán, ofrece oportunidades de eternidad. Con plena certidumbre escribo que es utópico amar hasta doler y no buscar con desesperación su salvaguardia ante la amenaza de la muerte, y no buscar la inmortalidad de lo amado. En aquel rincón apilada la inmundicia espera. ¿Qué simboliza el amor sino reconocer obscurecimiento en el siniestro destino de la persona? Réplica y, por misericordia del yo, pasión por la vida del corazón. Será en el amor vigilado por la muerte donde tropiece con el mal, con los heridos por pasión y los condenados a adorarse por la eternidad del mortal instante. Amar significa maldecir cada segundo en que la muerte acecha y asesina a aguijonazos la felicidad que aflora de las entrañas del otro, porque a buen seguro nos lo robará. Amar es sufrir y sentir en las profundas aguas del corazón la infatigable presencia de la muerte. El amor, entonces, es como esa alfombra que a la mugre cubre para impedir que se esparza. Entonces, ¿cuán perverso es amar si sabe el amor que la muerte robará lo único que nos hace ser inmortales? ¿Por qué amar? ¡No soportará mi yo, rey quejumbroso, enfermar de amor! Sí, el amor es poderoso enemigo de la muerte: la mayor indignación forzosa que ulcera como la metástasis a las vísceras sanas. En ocasiones invisible y silenciosa, gangrena el mágico instante de miradas, la armonía que habitó en el beso, las lágrimas del adiós antes del sueño de cada noche, los imborrables recuerdos, la voz traviesa, las caricias de gran terneza, los abrazos indomables... Misteriosamente angustioso me resulta saber que en el futuro de cada ser hay, y con seguridad asumo que habrá, algo horripilantemente traumático. 35 PENSAMIENTO ANTIGUO (MARZO DE 2008) H ubo una vez, como otra de tantas, que acosté mi cuerpo en paredes resquebrajadas de pintura verde esmeralda. Pensativo en mis mundos era dueño de sueños, sueños dormidos, y dormía despierto. La clase que jamás sentí mía grita, chilla sin motivo. Compañeros podridos de voces apagadas. Las apago. Siempre me ausento largo rato y detengo el tiempo al contemplar los garabatos que en la mesa dibujo. En el otro extremo, una profesora de blusa negra anticuada y falsa osadía explica menos que regaña. Sentada de brazos cruzados, espera el silencio de sus alumnos. Quisiera verla rezar. La miro admirado pensando cómo logra soportar a diario tantos grupos de zoquetes. Nunca entenderé la paciencia del maestro. Jamás seré profesor. Miro por la ventana sucia de salitre el abandonado campo del Maravilla, un desierto club de fútbol. Repleto de pintadas y escombros, con dos enormes eucaliptos que alzan sus ramas por encima de la Tabacalera. Es ahora cobijo de drogadictos vagabundos. La clase enmudece y eso me aterra. Suenan risas y suspiros de alivio y lamento. La bruja recita presuntuosa las notas del examen de matemáticas. Llega la lista a mi nombre, se detiene y, con cara de vergüenza y decepción, en voz alta dice aquel número que nada representa, pero que me representa. Apartado de la realidad, no asimilaba el cosquilleo que sentía cuando tan sólo dirigía su mirada a la última 37 de las mesas, en la quinta fila. Sin embargo, no era la nota lo peor. ¡No! Ese dichoso aparato táctil del demonio que sostenía en sus manos huesudas enviaba al instante y por correo la calificación a mis padres. Estaba perdido. Suena la sirena de la libertad: es viernes. Es hora de guerrear. La salida, créanme, es peligrosa. Comienza en el patio, lugar de reunión de todas las clases: los niños se apiñan como se agolpan las formas de matarlos en mi cabeza. Todavía sueño con un día sin patadas, codazos o testarazos. Hace tiempo que se convirtió en deporte para nuestro colegio. ¡Batíamos records a diario! Perdieron el respeto, no había distinción de rangos, era lo mismo un maestro que una niña. Encuentro la salida entre un mar de piojosas cabezas. Hoy he logrado escapar ileso. Tres días sin que me peguen, tres días sin cardenales. Rumbo a casa pienso: «¿Entrar o no entrar?», he ahí la cuestión. 38 LAS VERJAS DEL JARDÍN EMBRUJADO Vive la madrugada. Cobra tu señorío. Percibe la existencia en dolor puro. Ahora el alma es oscura, y los ojos no hallan sino tiniebla en torno. Es ésta la hora cierta para hablar de la vida, la vida tan amada. Si al Dios de quien es obra le reprochas que te la diera limitada en muerte, su don en sueños no malgastes. Hombre, despierta. luis Cernuda Como quien espera el alba N adie olvida el inconfundible olor a tierra mojada por tiempo que pase, a tierra húmeda por chaparrones insospechados. El agua brota por arañazos en las nubes y por pétalos y hojas patinan las primeras gotas de mi tormenta inacabada, las mismas que, resbalando adrede, se hundían en mi cabello. Siempre quise contemplar el campo despierto, sin soñar, y resistir ante el colosal poderío de las fantasías, hijas de la imaginación que a bien tienen alumbrarnos. Me seducen y dócil permito que me conquisten con su irrealidad. Suelo, con constancia, buscar discernir sobre lo que considero bello y jugar con ello, pero algo en el otro paraje me hace creer en el poder de los sueños; limpia mi memoria y me asusta. ¡Recuerdos para toda una vida, fugaz y esperanzada, lucen con gran apetencia en lo real! Así se vuelan los sueños, como cometas mecidas por el viento. Un ave rapaz de papel lanzo con dulzura al aire del aguacero... 39 Coronaba aquel frondoso y magnífico bosque, que para la posteridad se guardó en el rincón de mis pensares, con hojas de laurel y azahares. El jardín de fantasía con el que jugué sin descanso hasta perder la sensatez, la mísera sagacidad que amparaba los días tormentosos, era la tétrica estampa de la cordura hecha trizas. Sólo la luna, golosa de anochecer, se enreda en las zarzas y derrama en las hojas caídas gotas de plata. Sólo soñar me enamora. ¡El jardín! ¡El lugar donde comencé mi andadura! Sí, —suspiraba—, lo recordaba tal cual lo abandoné, antes de huir a las llanuras y su bajo cielo estrellado, casi a ras de las hierbas acariciadas sin descanso. Era magnífico, grandioso a su manera. Ideal e idealizado, era la más pura de las fantasías narradas; sin lugar a dudas, el mayor logro de mi vida pese a ser inventado, una holgada quimera. Nada cambió. Cuando sólo sentía pesar, siendo el legítimo heredero de los muertos durmientes, escuchaba nuevas nubes de rumores que con las hojas caían de la copa de los árboles. Rumores que no lograba alcanzar, pues a poco de rozarlos se desvanecían. Los pájaros de humo, que en su día volaban sobre las grandes secoyas, no eran más que recuerdo, un preciado y valioso recuerdo, eso sí. Aleteaban sobre mis cabezas, sobre todas las que tenía, pero la más especial e inoportuna fue la degollada. Por suerte, siempre fue única e inigualable. Las baladas de los troncos irónicamente calcinaban a las llamas. De ellos vuelan polillas blancas que apolillan ramas y las hacen caer. En otro mundo serían venerados por la fortaleza y energía de esos cánticos, pero en mi mundo eso era cruel. En el ocre de sus pieles podía verse la furia calmada que desataba la gloria de los sueños. Recordé el lugar en el que a mi alma vi jugar entre los árboles escondiendo el momento de caer sedosa a mis brazos. El alma es muda porque puede volar, ¡volar por donde plazca!, al contrario que el yo, condenado a oír las ásperas lamentaciones que le importuno, y yo las suyas. 40 Mi alma es el gorrión que libre vuela, mi yo es el perro amarrado que debería obedecerme. Por eso grita en mí. Por eso, cuando adolezco, es el alma la que en silencio se reivindica y es mi yo quien asustado no osa enmudecerse. Recuerdo cómo busqué en los recovecos de los troncos a la curiosidad, la misma que me hizo salir del claro de las sombras. Sus profundas raíces me acercan a lo desconocido, a lo oculto en lo abisal. La luz de las llamas, mis acompañantes, permitía contemplar cuán insondable era la imaginación de un loco que con celsitud asumía el colosal reto de encontrar su propio confín. No obstante, con honesta certeza admitía que de lo incomprensible nada entendería, aunque me cueste dos muertes y una vida superarlo. Recuerdo que ese yo acechaba sin descanso, desde la abertura, las formidables escaleras de raíz que descendían hasta lo impensable. Quizá fuera la gran cobardía que antaño encontrose conmigo o el gélido sudor que hacia la angustia me arrastraba al brotar de la piel, pero decidí enfrentarme a lo desconocido mismamente por ello, por ignorarlo. Lo desconocido solía dar una satisfacción poco valorada en el orgullo, pero sí en el valor que, desprovisto de realidad, se hacía algo inane y que ahora, narrando lo ocurrido, desprecio con rencor. Durante un tiempo, en distintas fantasías, oí historias que me hicieron recobrar el interés por saber más sobre las Guerras de los Sueños. Quien se atreviera a pronunciar ese nombre designaba pasión, orgullo, gloria, caos y, en especial, muerte. Desconozco qué ocurrió, mientras vivía despierto, en el más bello pasaje de mis fantasías soñadas. Sólo sé que la dulce maja vestida de flores, que en sus días coronaba a las plantas de vitalidad, ardía en el aire al poco tiempo de ver a la naturaleza llorar desconsolada. Pasé a su lado cabizbajo y arrepentido de formar parte del selecto grupo de los criminales. Me vigilaba rabiosa como 41 si buscara herirme, como si hubiera asesinado a su hija y, arrastrando su cabeza, la humillara. Le di la espalda y no supe reaccionar. Supuse que ese sería el peso que habría de portar por ser humano; fue a la derrota a quien cogí de las piernas agotado. Desaprendí el pasado que formaba parte de mí, ignoré los recuerdos de aquellos seres, sólo sentía, sin lograr oírlos, gritos y llantos de dolor. Abandoné mi celestial invención, aun cuando quise resurgir. No fui un buen padre. Entonces, noté un leve suspiro a mis espaldas. Las vivarachas flores se oscurecieron, su piel se tiznó color tizón, los ojos desparecieron y las luces murieron, solo quedó el corazón. La maja se marchitó empuñando una pluma de escribir. Así afloró su sinrazón. Arruinado por las esquirlas que recogía, descubría mi historia conforme caminaba por el bosque. Robé la única pluma con la que esbozar un mundo oscuro y opaco, con la que perfilar el misterioso y áureo esplendor. Siempre quise retornar y retomar el camino que en su día abandoné, adentrarme en las raíces de lo desconocido antes de despertar y enfrentarme a los horrores que moran en mis sueños, a esas lúgubres e incandescentes pesadillas. Eso hice. Sin más, acaricié mi alma, amilané a mi yo y entre lágrimas de impotencia rompí mis piernas y retrocedí hechizado por un poder más recio que la voluntad. Frente al tronco frené mis ansias. Pétalos carbonizados al viento lancé. Era un héroe olvidado, era una leyenda que nadie contó. Era un traidor de poca fe con la esperanza de luchar una última vez. No era nadie. Un temblor estremeció a los árboles y el viento comenzó a rasgar la carne que envuelve a mi yo. La grieta en mi presencia se revelaba. La decisión era mía. Palpé el calor del fuego al rememorar el cobarde recuerdo de lo escuchado. Ahora no huiría… Según las leyendas, los Señores de la Imaginación acudían al socorro de los seres inocentes y dormían en 42 nubes de blanca seda. Esas camas de algodón, asentadas en algún lugar de mis fantasías, les protegían de quienes aspiraban a destruir los Mundos de los Sueños. No había mayor interés que el postergar la paz y serenidad de sus dominios. Soñar en los sueños era arruinar la magia de cada fantástico rincón, era como aceptar aquel mágico lugar como la plácida antesala de la muerte real. Nadie podía soñar donde sueñan quienes sueñan, nadie podía cuestionarse cómo era soñar los sueños o cómo trazar el confín de la fascinante cadena perpetua de éstos. Entonces entendía el cometido de aquellos entes celestes, cuya labor sincera me colmaba de orgullo. ¡Qué de misteriosas proezas se hallaban escondidas en ellos; no fueron jamás reveladas, pues se adentraron en el descuido que las atrapaba eternamente! De no haber habido traición, todavía reinarían en armonía protegiendo, en apariencia, lo inerme. El pasar de una eternidad, pues varias no son posibles, suscita el clamor de la era cristalina de los mundos soñados. Sería amable corromper la desdicha de tales mundos, adscritos juntos con las estrellas como los diamantinos reinos del aflato. Allí, en su albor, nacen las maravillas soñadas, representaciones alígeras que cubren los cielos de esperanza silvestre. ¡A la vista su celaje!, en él los celícolas que a las Perseidas custodian en mis sueños yacen. La esfera cuya brillantez trazaba las miras al cielo fue apoteósica, guió a los astros con sutil delicadeza a su morada. Escuché en esas míticas leyendas hablar del mayor ejército jamás soñado, tan inmenso era que procuraba hacer del universo algo insignificante, conformado por bestias oscuras, inmunes a lo imaginado y de deformes rostros, cuya debilidad era saciarse de vidas y no continuar la matanza de la imaginación; cubiertas de un velo negro traslúcido. En fin, palabras: sólo historias sopladas y sacudidas por tifones. 43 Las raíces del árbol formaban preciosas escaleras de caracol que me sobrecogían, demasiado perfectas para ser producto del azar. No encontraba pared alguna que las afianzara ni techo que les diera cobijo: sólo sentía oscuridad y una curiosa gravedad, una poderosa fuerza dormida que hacía de mí un ser seducido por el tenebroso vacío. Como si agua fuera, un fuego glacial corría por acequias que se trenzaban en los pasamanos y, escondidos en el pilar escabroso de la escalera, vi rostros de rasgos siniestros y de apocado despertar. Parecían interminables los peldaños, pues por más que sugerían acabar sólo escalones deslucía con mis pisadas. No sabía cuánto tiempo hacía que caminaba. El tiempo…, ¡lo perdí!, el endemoniado tiempo, ¡me olvidé de él!, como si la grieta se lo hubiera apropiado y jugado con él. De la nada surgió la sensación de haber permanecido días allí. Ignoré el porqué, la meta o incluso las veraces historias que pronto escuché y de ellas me mofé. Quizá, si hubiera sentido haber avanzado algo, hubiera hecho el corazón algo más hondo. Sentí lo inquietante. Recuerdo cómo también mis falsos deseos de enfrentarme a lo que de nefasto tiene lo desconocido emergieron del silencio. Si cabe la verdad, comprendí que mejor bajar la escalinata que luchar por lo imposible, pero a más andar, mayor era la sensación de adamar a la muerte. Ni en sueños me liberaba de las cadenas de la Muerte. Y cuando el ansiar desparecer fue la horrible victoria de la adversidad, en un escalón, pareciendo desprenderse de la escasa estabilidad que le salvaba de hundirse en lo insondable, encontré lo que, en principio, aparentaba ser un vulgar libro. Me apresuré a libertarlo de las argollas de tan azaroso destino. En mis manos supe lo valioso que era. La cubierta, acabada en un material desconocido y de color similar al jade, conservaba grabados fastuosos dignos de maestros portadores de verdadera destreza en su oficio. 44 El olor, el deterioro de aquello que lo embellecía, las hojas, lo que lo conformaba, hacía suponer los siglos que el manuscrito se mantuvo en secreto. Allá en su fatigoso manejo, pues no lo consideré menudo, acomodé al señor cansancio, suplicante en mis pies, en uno de los escalones. Dispuesto a leerlo, sobrevino el sentir que, gloriándome de afinidad con los Vivos Soñadores, hizo compadecerme de los Muertos Durmientes. Del curioso interior, trozos de piel se desprendían; tuve miedo de desnudar su esencia y traicionarlo. Supuse que eran páginas lo que, en realidad, eran esqueletos de hojas de secoyas muertas. Las fisgaba con miramiento y delicadeza y las pasaba con enorme cuidado. Asombraba ver algo así, pero ¿qué valor poseía? ¿Qué sostenían mis manos? A través de esas hojas, entre sus nervaduras, contemplaba pequeñas motas de luz creciente. No pude concebir tan deslumbrante escena sino desde la locura. En el grosor de un nervio se hallaba escrito, aunque algo deteriorado, un lacónico poema manchado. Decía así: El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve. Me era familiar. Creí haberlo leído antes tras esta loca realidad. Sin embargo, si llegué a leerlo, jamás alcancé a sentir la sensación de descomunal poder y grandeza que se mecía delicada ante mis ojos. Si me arrimaba lo suficiente como para mi nariz rozar las nervaduras, avistaba muy en su lejanía otros mundos jamás soñados. En cada hueco que conformaba la moldura de las hojas había una historia, un mundo mágico y, a menudo, oscuro. Un universo jamás creado y soñado por mí crecía si no apartaba la mirada. Mas algo diferente me imbuía: no sentía ser yo al observar con mis ojos, era como si algo o alguien viera 45 por mí y sólo yo fuera el espectador consciente de ello. Era como si algo se observase a sí mismo. Al final del libro una nueva hoja parecía estar floreciendo. Luces luminosas y tenues, blancas y oscuras, pero siempre luces. Unos huecos se apagaban y se sumían en la oscuridad, otros se encendían con la fuerza de un gigante. Dícese de esa nueva hoja que rescataría del averno a la vid del dolor y haría un flamante mundo al que huir cuando menos lo necesitáramos. Los anales del mar bonancible en el cielo. Escondería la mudez de los callados, las tinieblas que el ciego encierra en su cárcel. Cada hoja era un chillido, cada hueco un ser que nace y muere. Del raigón brotaba lo masticado con desgana y lo que debía arrancar arrepentimiento en mí: la culpa. «No narraré lo invisible —pensaba sujetando el libro—. ¿Escoltarán esos ojos a mi destino?». Aunar los sueños en la conjura de las fantasías, en el letargo de los héroes, hace ser precioso imaginar en lo dado una única e inconmensurable Historia, donde los puentes a los mundos de los sueños cruzar. Antaño escuché de susurrar a las plantas sobre alguien llamado el Maestro de la Forja. Un ser peculiar, un loco borracho de alucinaciones que, encarcelado por sus desertores, pues temían su poder y él verse desfigurado, componía grandes obras en su cabeza. Era un privilegiado, decían rosas y claveles; un ser ignorado por los amantes de la magia. Era mago y rey de los tronos combatientes en el mundo de los sueños, reconocido por sabio y no por monarca, quien con la lengua escribía. Él compuso el mayor cuento jamás contado y escrito, inventó un libro que nunca fue leído, pues nunca fue acabado. Nunca terminaba de escribirse. Un libro perdido… Los nobles Señores Arcanos que en nubes dormían desaparecieron. Narraban las leyendas que velaban por preservar lo que en el pasado el ingenio del menor de los magos ideó. Algo tan divino y glorioso que el loco sabio atrapado quedó en su fantasía, entre las hojas del libro. 46 Ensueño escrito y descrito con detalle en un valioso libro que reunía la totalidad de los sueños posibles de soñar. El poder que en sus manos tenía era desconocido hasta para él. No sólo jugó con la imaginación, ¡la inventó!, y eso nos hizo cómplices del sigilo perpetuo, de la ceguera de la amarga existencia. Nadie sabe cómo la niña imaginación creó sin imaginación. Si la elimináramos, con seguridad caeríamos en la nada, pues al no jugar con ella jamás miraríamos nuestro interior. Es tan misteriosa, tan plácida y hermosa que no puedo apartarla y protegerla, nadie escapa a las sombras que proyecta la imaginación y al poder de la traición. Los grandes diluvios que asolaron los campos de esa fantasía inventada fueron invencibles. Nada hicieron los Grandes Señores, no lograron proteger lo indefendible, no lograron escapar vivos. Se hacía complicado vivir. En los sueños la vida es igual de finita que allá en la realidad: un traspié simplón puede trastornar los sueños de cualquiera. Él murió. La Muerte complacida acudió al festín y, como la relación que guardan los buitres con la carroña, devoró los cadáveres. Sólo se perdió el Libro de los Sueños, sólo motas de imaginación brillaron a escondidas. Ese mágico escudo fue obra del creador y padre del ingenio. Según el libro no existía El Sueño, único e igual para aquellos que osaran soñar sino fecundos sueños para cada uno en particular nacidos de ese Gran Sueño. Como el arriero atolondrado que con nuevos rumbos se malogra, el soñador es en un único firmamento y pertenece al Gran Sueño, algo así como el todo del que todo emerge. El Sueño que da vida a los sueños, un costal divino fabricado para meter la mano y soñar. Esa magia moría con el despertar pero, al reanudar la andadura del soñar, nos hacía regresar a los despedazados mundos que abandonábamos. Francamente, creía que los sueños eran recuerdos o reflejos de nuestras vidas, espejismos de nuestra experiencia creados por nosotros mismos, los soñadores, para esclavizar la 47 realidad. No, no lo eran. Eran esquirlas de un inconmensurable arsenal todavía por desenmascarar. De él sospechábamos el mayor universo posible, siempre soñado, eso sí, pues ¿dónde encontrar las fronteras de la imaginación que alimenta los sueños? Sospechaba en cada instante que el mundo de los recuerdos sería algo más extenso que el mundo de la imaginación. Así suponía… Sin embargo, confieso que ahora apremian los insondables reinos de la muerte. Sólo admiro el poder de la muerte, ¡es preciso y precioso!; a pesar de mencionarla, pese a hablar con ella, ella no es, no existe, no tiene cuerpo, es como transparente o invisible, como hecha de espléndido vidrio, de cristal finísimo. Es extraña. No la encontraré. El soñar siquiera es la cima de la montaña, tan sólo un muñón de tierras castañas que rueda colina abajo. En la cumbre, al son del contagioso compás, acompañan mis pasos las piedras de oscuros rasgos, parecidas quizá a los trasgos, que a la cripta de las memorias van. Un lugar sagrado, apilados los libros ante mí, donde los recuerdos están vivos y el olvido se esconde. Rojizo y tenebroso, oscuro y venerado. Los paredones, fortificados con grandes piedras verdosas, combaten la apetencia de murmurar los elogios de la dicha; y los arcos que las hermanan sostienen al coloso que en la bóveda descansaba. Ahora ese ido titán vaga por las raíces y pierdo mi alma una vez más. Alma que trota encantada sin él. ¡Soy dueño de lo que sueño, eso y nada más! En mis fantasías imaginaba con desollar la colorida piel del camaleón: rugosa, ligera y transparente según la mirase, la desmembraba de los libros y alteraba su magia en calor, inadecuada para huir u ocultarse, pero prodigiosa para no morir entumecido por los vientos provenientes de las pesadillas. Nunca las hazañas narradas en los libros son reales. Cada hoja es una insolente victoria que capitanea a los sueños hasta la lucidez de su creación. Con el nombre 48 de triunfo los conozco, ¡no hay destrozos! Si los escribo, sólo son historias, anclados en el pasado que pasó y en un presente firmado hace mucho tiempo. ¡Aquí y ahora son vividos! Se cumplen las lecturas conforme las páginas recorro, las vivo muy vivamente. Algo estancado en un futuro lejano que resulta asombroso. No obstante, no querría presenciarlo por pánico a la fallecida hueste de las sombras. A través de las nervaduras ojeaba con esmero las motas de luz relumbrantes que suavizaban e iluminaban mi cara. Acechaba historias interesantes. Posaba la mirada de la imaginación en aquello que deseaba y miles de páginas, rozadas con las mejillas, se desbarataban al pestañear. Discurría el tiempo que creía malgastar al pasear por los sueños, pero sólo en sueños corría, aun cuando no era ningún problema presumible. Luego, sólo debía soñar más tiempo que perder y descomponerlo en bellas fracciones que sediento bebía. Eran momentos de desengaño que iniciaban sofocantes pugnas por reaparecer en la vigilia, pese a odiarla. Olvidaba el tiempo, así salía del libro. Sueños, sueños y más sueños, así olvidaba los recuerdos, pero no las horas que viví en esas dimensiones. No discriminaba los sueños porque ignoraba si sueños eran, si en realidad soñaba o, tal vez, vivía. Me alojaba, como de costumbre, en los esperpentos literarios que imaginaba y notaba las cuchillas de madera apuntando a mi sesera. Largas noches sobrevolaban los sueños y, ¡para mi sorpresa!, sueños acaecían como tétricos delirios en garras de seres jamás vistos, pero sí oídos. El mundo infecto es para colmo envenenado y ya nada cabe socorrer. Muertos con vida y vivos harto muertos. ¿De qué sirve ahora rezar? Quisiera aprender para sentir en mis adentros la auténtica vergüenza de obrar absurdo cuando el mundo se derrumba. Comprendí para entonces el porqué de mi porvenir, y por qué el Mago Maestre no regresó de su locura. Aun siendo escritor y creador de tal 49 monstruosa y fabulosa obra, era imposible averiguar qué sueños eran reales y qué realidad era soñada. ¡Teman, estultos poetas del esperpento, pues la locura no es el encomio al caótico éxtasis, sino el asir a la dulce tortura de la más real y desafiante realidad! ¡Yo soy dios de mi mundo! Quería perder las sombras cosidas a mi piel, desvanecer mis pensamientos en nubes que enlazaran tranquilidad y apego a la derrota, y así nutrirme de esa hermosa alianza. La soledad, en cuantiosas ocasiones, devora con engaños mis más íntimas inspiraciones: me intimida, abofetea y escupe, me fuerza a huir al grito de la única voz escuchada cuando las demás en el silencio se enmudecen. Los escudos, esa coraza..., siempre en mí me escudé porque nadie más por mí lo hizo. No quería protección, pero ¿la repudiaría si con amor la ofrecieran? Realzo el vehemente desdén que en mí, ¡y en él!, reconozco. El libro lo absorbe todo y tomar de él sus dones hace al lector ser el fatídico e íntimo eje de sus propios obstáculos, de su propia desaparición. En raras ocasiones, la encomienda de un ser para con la vida es animar otras, ¡misteriosa misión!, y así como no escogimos nacer, no decidimos sobre el destino que nos depara. Desaparezco y duerme el ligero aroma del romero, luego reposo al olisquearlo. Con el libro en mi poder, deformes mis manos al tentarlo, emblanquecía el pensar. Era el rito a la enemistad, a la caza de brujas, tan gloriosa como estúpida. Sólo el viento entre las rudas cortezas del árbol a mí venía cansado de recorrer lo insólito, lo majestuoso de la grieta. Su coraje se amansaba, se espesaba al rozar las raíces y el agua de fuego. Entre las hojas de aquel libro el viento moría, y a él me rendía. Acudía con espanto a la azorada mirada de mi alma. Necesitaba voces para no dormir, para librarme del tiempo, ¡sé que descubriré qué es! Cuán agotado acabé de 50 triunfar que un libro me doblegaba; lo protegía con el brío de los titanes, de los elefantes enfurecidos, pues me mostró el confín más hondo e inacabado. Ojeé, entonces, mi mano derecha. Agarraba tembloroso un centelleo de luces esculpidas en un corazón de cuarzo. Brillaba con frescura la entalladura y la estudiaba curioso. Despedía un gélido vaho dorado que creaba una columna; así, se unían las motas y gotas caían a las raíces de la grieta: una neblina dorada de la que agua manaba. En la mano izquierda, un haz de sombras confinadas en un pulmón de jade que, al arrimármelo a la cara, hacía brotar retoños y pétalos al florecer. De repente, con la mirada distraída hacia la nada, decenas de tentáculos surgieron del otro lado del libro y desataron los nefarios recuerdos de mis muertes cobardes. Me capturaron sus ventosas, ahondaron en mi garganta, me hirieron e hicieron pedazos brazos y piernas, me vaciaron la cuenca de los ojos, me arruinaron la respiración... Empuñaban mi cuello como las boas a su presa, luego arrancaban mi pelo y lo arrojaban a la oscura fosa. Empujaron mi torso al interior del libro. Al querer zafarme, quebrantaron coléricos mis huesos y se vino a tierra mi aliento. En las colosales escaleras sonaba macabra la caída al mayor dilema de mis ensoñaciones. Eran coloridos los trazos que mis manos sombreaban, pero perfilar con destreza las florituras al impedírseme respirar con serenidad era una provocación. Yo quería colorear para así ahorcarme con la flor blanca de las madreselvas y los jazmines, pero un susurro despertó a la más limpia jamás escrita de las sonoridades y la escolté. Aullando en las escaleras, adoraba su empírea finura el lobo de negros tintes en su pelaje. Proverbial era su agudeza. Aspiraba el aliento final de los condenados al retiro entre las hojas del libro. Los alentaba a orar espaldas al cielo, algo más cerca del infierno, y los distanciaba del único refugio posible. Esos aullidos… retumbaban como 51 botellas rotas en cuevas huecas. Aterraban e infundían cautela. No imaginaba la forma de los fantasmas, no visualizaba sus apariencias, no palpaba sus cinturas. Creía en seres errantes igual de vivos que muertos. Incorpóreos, tenebrosos, pálidos y henchidos de maldad, seres agresivos y rencorosos. Por más que hubiera descendido, sentía el tiempo perdido y a algo bajar con lentitud acercándoseme. ¡Bésala! ¡Besa el hocico de tu fiera parda rabiosa! ¡Consiente que hunda sus colmillos en tu carne y bésala! ¡Bésala y duerme..., duerme y muere! ¡Ama, encadenada alimaña, las fauces babosas tras los espejos! Nunca espíes su mirada, pues sobrevive a tu nuca arrimada y jamás te alcanzará. Entre piedras la escondo, bella bestia de mar hondo, y no saldrá jamás, ¡por nunca más! Con detenimiento despierto mis párpados. Manos temblonas y sudadas, ojos lagrimosos, piel tirante e impura, sucia. Vengativo muerdo mis nudillos. Los hiero. Los hago sangrar. ¿Qué es de los sueños? ¿Qué es de la realidad? ¿Qué es de mis sueños? ¿Qué es de mi realidad? Nada ni nadie cobra sentido. La cima de los escarpados lapiaces era el cálido destino al que arrimaba mis deseos. A lo largo de mis viajes por los sueños kársticos, esos monumentos fueron la corona que no supe soportar. Consumían las fuerzas resignadas a revelarse y constituían una muralla en la que cuidarme. Sellaba con cera la salida del bohío y perdía la testuz por no saber soñar. Era todo en vano. Ese torneo de máscaras protegía la identidad del alma oscura, el brillo más endemoniado que mis ojos desprendía perforaba las cabezas y engendraba brechas para por ahí depurarse. Las sombras oyeron el gran retorno, dormido antes aun de crear el tiempo y ganar paz. Recias, incorpóreas y oscuras eran las efigies distorsionadas del pánico, camufladas ante la espantada de los temores, de las fantasías clandestinas. Admití que tuve 52 miedo; ahora no. Desconfiado las vigilaba, pero mansas sentenciaban la evidente insania y afinan el ascenso hasta la cima de aquellos hermosos lapiaces. Entreabiertos los luceros, la llama de la realidad me profesa un tórrido cariño y me brinda en la lejanía las históricas rocas de El Torcal. Acomodado en mi enorme roca, cercano al huerto, cambié de mano el paraguas y acaricié la tierra sólo para ubicarme en la sinceridad. Había amainado recientemente, pero por las nubes amenazantes era probable que lloviera más. Cogí trocitos de barro; recuerdo que algunos pedazos se desprendieron, pero los recogí. Apretando con fuerza la mano, hice de todos uno. Al soltarlo sobre la roca, dos gotas cayeron: la primera por mis sueños y la segunda por la magia. Pensé que resistiría, al fin y al cabo, eran dos migajas de agua. Sin embargo, la esfera de barro añicos se hizo. Abracé, entonces, a la resignación como la única epifanía de tristeza y amargura que fabrica consuelo… Escribir era el acto más solemne que pudo ocurrírseme en el momento, al menos, en esta realidad y aislando las esquirlas que renuncian a los sueños. Era eso o colmar de balas mi sien. Y aquellos fragmentos de barro fueron la evidencia de un inoperante sacrificio. ¡No, no la engrandecía! Tal fue mi caída que supuso la linde de mis lamentaciones, precisamente por ser infundadas desde una fatalidad. ¡Fue horroroso y heroico al mismo tiempo! ¡Y fue maravilloso y vilmente maquiavélico! ¡Fue, sencillamente, obra de mi perversidad! Los sueños siquiera nos obsequian algún insignificante capricho en esta vida, al revés, se ríen de nuestro seguir soñando, sea desvelado o adormecido. No anhelo indagar en sus misterios. Vendrá el día en que la desidia se pose abatida en la voluntad y el soñar, y sólo a partir de ahí nos sentaremos sin retorno a esperar a la muerte. Fantasear es grandioso, aunque deteste dormir, pues escucho 53 al corazón latir forzado y cuando se detiene, despierto de nuevo en sueños. ¡Átenme aquí, en mis sueños, y háganme preso de mi villano porvenir, que no será ruín ni rudo, que no será limpio ni impuro, que no será blanco ni oscuro, sino de un idílico gris! ¡Que soy, yo, introito del morir, rey del fuego vivo, clara voz ardida que mira y teme, que sangra y bebe, que nada y muere, una presencia que amanece dormida como el portón que sin viento se cierra y se olvida! ¡Soy dueño de lo que sueño! ¡Soy dueño del soñar! ¡Soy dueño de los sueños! ¡Dueño del engañar! ¡Sea mi mayor diseño! ¡Sea el que nunca se revele! Lástima que el tiempo aún no vuele… 54 CARONTE E n el nacer, al extirpar de entre las vísceras al hijo cuya paz se esfuma o en la conquista por nuestra libertad y poder, la serenidad germina y al vástago lame ansiosa a fin de sortear los tormentos mundanales que la primaria armonía olvidada nos remedió. Nos mecen, cantan, abrazan y susurran siempre enterrando piezas de la prodigiosa naturaleza del llorar, del desahogo, de la soledad donada al respirar. [Silencio]. En los ilusionados rostros paternales que fortuna guarecen no está cristalizada la decepción que engendran, concebida por devoción misteriosa, ¡por poco obligada!, sino un orgullo que en curiosas ocasiones disimula muescas de sincera alegría o insondable amargor. Camuflada, entronizada y castrada está la malsana vida, existencia absurda de perversa confusión y memez que convierte al huésped inocente en un ser de condición diabólica. ¡Qué calamidad la mía el no haber sabido regocijarme en los hábitos del gentío que despuebla hálitos de entusiasmo! Perderse ahí es ser aceptado y, en ocasiones, aplaudido; es labrar un espacio con el que soportar las sádicas ironías del infierno. ¡Soy tan libre que hasta mi muerte es una decisión! ¿No es así? ¿Qué sería, entonces, la libertad? ¿Soy, en realidad, tan libre como para escoger en la palestra que es la vida la manera de morir? ¡De veras, son tiempos pasados!, tanto remotos como aparentemente olvidados, pues apenas se invocan ahora en la memoria. No los recuerdo con lucidez. Es el borroso y taciturno período de mi historia: conocí el más impoluto rechazo de mis semejantes y aprendí que muchos no merecen las 55 mismas oportunidades y que dondequiera que fuera, al menos yo, la soledad desaparecía con parte de mi familia y con mi amada. No era yo, no era sencillamente. Lucí una suerte que no me era propia. Un digno ademán, dicho con énfasis, rasgaba la piel sombría del fantasma que entonces sentía vitorear en cada nicho de corazones. Rituales a las estrellas, lenguas viperinas que difaman arrojadas al hirviente caldero, silenciosos cadáveres de ciudad, u orden en el caos. Resumí mi historia en viajar más allá de lo inimaginable. NoN Sufficit orbiS El agua, tan imperiosa para la vida como sugerente para la muerte, adereza a quien la imagina desde la leal mirada del mal a soñar eclipsado. Son las pinceladas al cuadro de la realidad, que desde su cobijo inmortaliza al mar, las que hacen verla lacerante y mendaz. ¡Sí, recuerdos en la eternidad! Con andar sereno sumergí mi cuerpo en la orilla. Supe qué fin desenlazaba mi dramático culto. Nadie más miró y solo consentí ser ese instante. Camino de lo insondable, soporté a los peces deambular por entre el cuerpo, perforando la piel, desgarrando los órganos. Eran asustadizos y vestían vivos colores sus escamas, pero fueron tiñéndose de rojo sangre y se disfrazaron de demonios. Fui su carnaza; me hicieron pedazos. Esas criaturas de agua salada son cómplices de mi dolor, seguro, pero si bien recuerdo desconocían la piedad. ¿La razón? Por penoso y espinoso que sea el talante ante lo oculto u oscuro, hablo en nombre de los seres sintientes cuando aseguro que la paz es sencillamente sublime si se sucumbe a la perpetua e irreversible soledad. 56 Singular labor de la existencia es, entonces, el revelar y digerir aquel desliz magistral de haber nacido. Una vida en la nostalgia, cedida por cualquier abandonado. Son momentos confusos de presenciar y asumirlos es fundir la esperanza de quien se aventure a explorar el crisol de las devastaciones. Recuerdo las nobles palabras que recité segundos antes de alcanzar el agua la cima de mi cabeza, impredecibles y quizá, por esa razón, algo distraídas; mas el sentir era puro y limpio, honrado y cómodo de pensar. Por eso no las mancillé, sino que incliné la cabeza y tomé la decisión de guiarla hacia el misterio del silencio. Y recuerdo cómo para evitar flotar en el agua llené mis bolsillos con monedas en oro bañadas. La paz del momento trajo a la memoria mis bailes en las morgues al tiempo que el recuerdo del finado afrontaba su duelo: una sigilosa osadía de grotesca extrañeza, una indigna y solitaria ceremonia de miserable concurrencia. Resistí despierto, o eso sospecho, la insignificancia del desánimo, pero en la comodidad de mi refugio, aguantando el socorro, caí vencido. Soy consciente de un dolor, de una pesadumbre deleznable en ambos sentidos, como vil e inconsistente; una molestia que duele y escuece como una memorable embriaguez en su más álgido paraje. Luego sólo paz, la soez sepultura del agua, sea mar u océano... Estrené mis ojos en el desconocido Mundo de los Mares Muertos, de aguas muertas, como estancadas, ennegrecidas y nada espesas. Era agradable la sorpresa que bajo agua respirara. De pensarlo cada día a no hacerlo jamás. El olor de los suspiros, las repudias al aliento enfermo, el palpar los sabores de los copiosos ágapes, el perfume de vainilla de mi amada, ¡era alarmante!, todos me los ahorraba: los apacibles y los desapacibles. Procuraré olvidar cómo respirar, cómo olía cada cosa, pero fue ahondar en 57 una guerra de psicosis; no sirvió de nada el intento. No volví a respirar. ¡He aquí la calma! ¡He aquí la paz, la soledad, la inmortalidad, la justicia e injusticia, lo horrible, lo trágico y lo trivial! ¡He aquí mi vida y su fugaz final! ¡No! ¡No, no! ¿Merece este lugar si nada he de temer y amar? ¿Si pierdo el ser y estar? ¿Si he muerto y a nadie podré esperar? Seré víctima de la insania si el umbral de la vida y la muerte desleal me permite pensar. ¡Y malditos sean los libros que leí y puedo ahora imaginar! Porque en este cosmos fantasmal, flotando entre piélagos anochecidos por la nada y sin adivinar, sí, qué mora bajo mis pies…, sólo yo molesto al reposo, solo esbozo manos en el agua. Nada, ¡nada!, y nado sin tierras, sin orillas donde varar. Es la justa penitencia por una vida rezando a la nada y a la soledad. ¡Pesa! ¡Pesa demasiado!, aunque no lo suficiente como para hundirme sin llorar. El tiempo en el insólito averno, si es que vuela en aquel lugar, ha cesado. Hoy inicio lo que por cautela escribo como el Periplo de la desesperanza. Se escribirá en la piel, con las uñas arrancadas, y cuando sitio en el cuerpo falte volveré con tesón a empezar sobre las cicatrices describiendo lo que crea oír, ver, tentar o imaginar con el osado corazón entregado a mi réproba causa. Hoy las memorias custodiadas por la desesperación y la nulidad han comenzado su retiro. Será el fin, mas no sucumbe aquí mi historia. Todavía desconozco el acechante devenir. Creí morir y eso quise, pero sentirme muerto me hace ver que, en sí, la muerte no es tan sencilla como narran los sabios más diestros. No es liviana tarea la de sucumbir a la solitaria oscuridad y desconozco, si no es esto expirar, si lo será. Tuve la lejana suerte de aprehenderla, de ver morir a personas amadas, inocentes y culpables por atroces crímenes. Así supe algo de Ella. Mas eran los otros y no yo: eso me hacía (in)madurar; eso hizo mella en mí e hizo «mi muerte» más dulce y sencilla, que no menos dolorosa. 58 Ahora que sé que mis golpes retumban y en el Más Allá se aprecian deseo un morir ruidoso. No mendigué vivir, o eso recuerdo, empero coronó la muerte a mi ser en vida y aún cuando creí no ser consciente presencié el final sin nacer ileso en este mundo de cualquier delirio. De cierto tiene esto su grotesca rareza y eso me tranquiliza. Aquí podré esperar a mi muerte nuevamente, con calma y abundante tiempo, para con ella conversar por qué el morir es el fin. Ignoro su marcha, su vil recuerdo, andante de orgullo y pesar, su sentido trágico y su alivio, los presagios del mal. Es un búho ciego. El tedio colma el mar de nombres que a mis recuerdos invaden: los temo más que a la vida y son salvajes sus réplicas si de veras los amo. No impurifican nada, no. Solamente uno mismo es el incorpóreo ladrón que huye cual rata al abandono para desterrar esos nombres en él, en su corazón maniatado. Al estar en el olvido, uno los aprisiona y los espanta con soltura, uno desea aunar sus fuerzas para a sí mismo derrotarse, para así mismamente desaparecer. ¡Ay, lamento incoloro! Demasiado deben los poetas escribir sobre la muerte, ¡déjenlos soñar, al menos! ¡Que sus voces asalten mi silencio, pues ahora los anhelo! Recuerdo sus palabras, sus versos y sonetos escritos, como amasijos de muecas y lágrimas disimuladas, unas preciadas baladas sonoras que endulzan y enamoran a lectores. Y recuerdo las manecillas del reloj que con cada segundo, minuto y hora más funestas se hacían, coreaban su esfuerzo y aguantaban el ciclo fecundo de pesar implacable. ¡Por ese cansado recorrido que voltea la vida en un instante, por esa pluma que escribe versos criminales, por esa luz que alumbra halos de oscuridad! ¡Oh, el tiempo, el pasado y por llegar, creo que no existe! Todo es estable, un trazo en el agua que como aparece se ahorma en lo constante y no se insinúa, se equilibra 59 hasta retornar lo impensable. ¡Oh, el tiempo se cuartea e idealiza para hacerse entender! ¿Es, entonces, el tiempo como el ilustre y húmido eterno retorno del cual vida manarán las aguas? ¡Por favor, no! ¡Que no consuma la desgracia la suerte del concluir! ¡Que no robe el tiempo el don de morir! Olvidé las manecillas del reloj, olvidé los ciclos del hombre, ¡olvidé el señor tiempo!, siquiera sabría definir qué es o si es en lo eterno. No sabría cómo describirlo aquí en lo inmutable, en lo neutro o en lo culpable, sólo sé que condena a todo a ser interminable. ¿Estoy instaurado en la eternidad? ¿Qué es el tiempo si ahora para mí no es nada? ¿Qué lo delimita? ¿Seré yo, el yo, su único vasallo, el único capaz de cercarlo, la razón de su definirse? Antes era movimiento: realizarse, derruirse, crecerse, morirse, alegrarse...; y hoy, mientras sobrenado en las oscuras aguas, temeroso de pensar en las profundidades, no me conciencio de su eco. Si no hay tiempo, no hay nada que perder ni reclamar. Y ese lugar, colérico pero en calma y quietud, tampoco es. Podría aparentar que está, que, por ende, es, pero no, ¡no!, eso no sería morir. Puedo traicionar a mis palabras, pero de hacerlo, ¿qué poseería? ¿Qué me queda? Acabado, así es. Derroqué a mis ideales del pedestal al que los destiné. Los sueños y conocimientos nada alcanzaban aquende la negra mar; son el lastre que hacia lo insondable me encauza; son un sendero irreversible que permite ver mi inepta adaptación ante la adversidad, mi oprimida conmoción que agrede lo que aplasta, todavía un indefenso ratón soy. Deambular por el sendero es un duelo previsible, algo que hicieron los otros, mas no por la maleza. De frescas esperanzas se erigen los sueños y no las pesadillas. Resonó en las aguas negras el bajel invicto de loada lobreguez. Hubo silencio sobre el silencio y dibujaron calaveras las hondas en el agua: así fue el cambio de mi 60 grosera diatriba y mi asombro ante la esquelética silueta que definía el horizonte. Lo entreví como un espejismo que en la lejanía se emborronaba, pero conocí su historia nada más atisbarlo, pues en la cercanía un cascarón navega tardío hacia el holocausto. Y yo era, según inferí, ese holocausto. Trepan las gotas a la proa, corren despavoridas de la oscura y sobrenatural faz del barquero, a quien confundí primero con el soñado pescador de madera. Él, ciego anciano de pálida y parda piel, de grisácea cabellera y mediocre estatura; viejo exaltado al que mis brazos, erizados de invisibles púas, laurean su acercarse si a la nuez se dejan caer. En su vetusto rostro el blanco de los ojos no es blanco, sino rojo. Y diría que tiene vida, pero su mirada augura lo contrario: depositario y desertor de la arcaica tiranía, del flagrante sacrilegio que le impide morir, mas no envejecer. Encasilla como súbdito, como mero objeto, al osado vencedor que naufrague en la cúspide de su universo. Su presencia, as revelador del supremo divorcio entre los esclavos que blanden espadas y la innombrable escandalosa, es digna de sentir. Mediadores al tiempo que salvados. Es un desalmado, una pétrea criatura vagando en soledad que cree ser un ángel, pero se pudre como lo demás. Torso de blindada armadura, como un rebujo mal fabricado, pero defensor fatal que renuncia cortés al tiempo. Con medallas de pulido revestimiento, rompe el Más Allá con el Ahora y me brinda un pase al remoto horizonte, o eso sospecho, pero dudo una infinidad que consiga aliarse conmigo. Se acerca parecido al cuerpo que aplaude irónico su flotar en el agua. Descansó el remar y al mar se rindió. Recuerdo que tenía monedas… ¡Ah, esas monedas, endiabladas piezas codiciadas! ¿Dónde he de encontraros? Venid a mí y seréis la redención que en nombre de los males libre guerras o venga a mí únicamente una, la más brillante. ¡Seas maldita, óbolo del demonio, como el enigma de mi aburrimiento 61 que lánguido yace y cargante arroja el penar a lo hondo! Reclamo ahora verlo y reposar mi cuerpo con serenidad en el esquife que gobierna el barquero, al que nombraré Caronte. Es insólito no notar escapar del agua, sentirla de hecho pegada al cuerpo, como las capas de piel hendidas por desgaste, alguien las agrieta y estruja, alguien las hilvana y descose. En ese tiempo, uno muda el gusto por la vida. Son mis energías el telar que trenza sombras para con ellas vestirme pronto. Sin su socorro, trepé asustado; no giró siquiera el semblante que aclaraba su inhumanidad, más bien permaneció prudente sin mentar palabra, mirada al frente de rota verdad. Rajadas mis manos, heridas por astilladas ensangrentadas. ¡Por supuesto que los seres vagamos solos hacia la muerte!, pero él es la soledad. No tendiste la mano y tienes; no miraste los ojos del miserable que cansado se arrastraba hacia la barca y tienes también; no sentiste compasión, ¿y tienes? El desprecio por la vida no puede ser sino el alivio por la muerte: un sentirse cómodo en ella, resignado profundamente de sí mismo. «¡Maldita seas! ¡Habla putrefacta criatura, quiero oírte pronunciar mi nombre, porque sé que lo sabes y necesito escucharlo, necesito romper el silencio! ¡Dime quién soy y qué hago aquí!», chillé alicaído. De la desgracia menos deseada al más pobre de mis recuerdos, cualquier cosa pudo ser más reconfortante que encontrarme con él, eso aseguré. ¿Es que entre los desapacibles seres sólo él era el adecuado para procurar consolarme? ¿Y qué si no ansiaba obsequiarme consuelo? ¿Debía tomarlo y asentir su rescate? ¿Qué rescate? Soy prisionero, si no de la muerte, de su recadero. ¡Qué desgracia la mía! ¡Ay! ¡Y qué desgracia la nuestra, insuperable y perfectamente desechable, como todas las que atesoro en las breves memorias de mi piel! ¿Dónde encuentro el tiempo? ¡¿Dónde?! De rodillas en la barcaza, 62 apilo ante ti mis fantasías, sin remordimientos te las lego, y si escuchas, pues de orejas disfrutas y bien espantosas, te premiaré con el honor del ser ridículo que colecciono desde el primer recuerdo. ¡En fin, la humildad está en ti!, no hablas por no entrar en locura como yo. Escuchas o imaginas, ¡yo qué sabré!, la música del violín, como yo, por cierto, tan mágico, tan solitario, tan reciproco es el sentimiento que deseo danzar. ¡Bailar como un trastornado! Lo observaba con sospecha y pavor. Él quería acomodarme en la nociva locura. Según le oía pensar, alojarme ahí me haría respirar. Yo insistía en lo natural: «La locura, Caronte, buen enemigo, es un agasajo de la naturaleza que pretende ser juguetona con sus huéspedes para de ellos librarse como la serpiente de la piel que muda», le insinuaba acariciando el agua con las yemas de los dedos. Debía corresponder a la locura, sería ofensivo no hacerlo, ¿y no es la ofensa una invención humana para, con orgullo y reconocimiento, invadir el corazón incierto que sólo la manifestación de su amor da de sí algo más que lo terrorífico que hay en él? La naturaleza no ha de sentirse herida ni ofendida, en absoluto, al menos no con eso y no por mí, desde luego. Así siempre permanecerá viva la incertidumbre generada en torno a alguien cuando se desconoce si está cuerdo o loco. Es una estupidez más del ser humano, ¡qué gran primicia! Él se ofendió. Él, que fue mi limpio soñar, que creyó contemplar mi interior, no respetó al ser que en su modesta manifestación vetusta insultó. Gran parte del colorido aroma de la creación ha roto a llorar, ¡farsante! No sabe nada, ni nada es: sólo cree en él como en alguien único y especial, no como en un cualquiera. Él deposita el odio murmurado en mí; él, de dañino respirar, procura morir conmigo, ansía hundir sus pulgares en mis ojos e hincar sus sucias uñas en mi garganta. ¡Repugnante ser! No lo consentiré. ¡No lo consentiré! 63 omNia morS aequat Mi humanidad, la soberana superación de lo natural, de todo hace un obstáculo insuperable y me salva, así, de la andanada de incógnitas que amenaza con apalearme. Bien que parecieran lazos de tisú que cuero, pero ¡qué insalvable y hermoso obsequio de la naturaleza, eso sí, el ser mortal! ¡La muerte es tan perfecta que no puede ser Él, sino Ella!, mas eso no lo entiende el barquero. Sería la traición la bestial hazaña que obligue a su lengua a hablar si usurpa el Trono de los Difuntos Marineros, pues con anegado corazón mancilla el infierno. ¿Qué infierno delimita, con mirada ahogada e incolora, como buitre redentor de pecados? ¿Aquél que considero humano? ¿El que clamoroso se apaga en las entrañas del Hades? Sí, ahora sé, ¡es ese mágico cosmos, el coronado como «Humano», al que sus leales siervos destinan elogios! ¡Lo será! ¡Será del hombre, seguro! Todas las especies morirán y sólo perdurarán moribundas de naturaleza las capaces de soportar la ineludible presencia y carga del Humano, aquellas que tiendan a ser humanizadas y manipuladas por Él. Aquellas humildes enterradas, desgajadas de su especie. Como él. ¡Así es, seremos los hombres dueños y señores de él! ¡Ese fue el ansia del pasado, del ahora y del después! Lacera Caronte el instante habitado en mí como las historias del ayer. Aún revivo alguna. Aquel tempestuoso día recuerdo, de estruendos y aguaceros, en el que un limonero sembré. Árbol mendigante de agua y sembradío, de por medio en la espesura, que con vigor vi crecer. En el olvido abandoné, pasados los abriles, a esa única esperanza que aspiraba a soportar su momento en el cosmos, pues soñé avispado y lejos del recelo que allá donde fuera siempre lo querría. Mío era. Pero paseaba la noche con coros de aúllos y adormecía las flores de azahar y de la copa las descosía. Entonces, envilecido por el ruin recreo del alcohol y el frío, porté 64 desnudo el hacha y entre luces de relámpagos aquel limonero talé. Si el morir lo iguala todo, nada habrá que lo supere. Es, a su vez, la totalidad y la nada: un círculo; extrínseca e intrínseca a mí, como el tiempo o las palabras. Pero si él, vejestorio de achacoso penar, agoniza hasta desaparecer, ¡yo seré la muerte! Como la roca de Sísifo que hunde mi perseverancia encadenada a sus pies, arrastrará mi decaído ser por la falda del monte. Seré la Nada y el Todo al unísono, seré perfectamente injusto como lo es la muerte en sí. Nacerá en mí el sentimiento de venganza, causa del dolor alojado; crecerá la memoria de una historia que de irónicos triunfos se haya escrito, cuya honrada cosecha le sea impropia; y vencerá en sus carnes la más banal de las derrotas. Lloriqueará por lo nimio, lo realmente miserable, y sentirá la compasión de aquel callejón silente que presencie su endiosado e irremediable derrumbe. Como Él; como el fuego fatuo, ignis fatuus, los ancestrales libros del sigilo deambulan alentados por consumar su ciclo vital. El ocaso sus hojas esconde y las cubiertas se acorazan, colosales pórticos cuartean su maderamen para originar el cortejo de los delirios que en la oscuridad prosperan y en la luz avergüenzan. Así, la sublimidad del macabro desfile es a la de su onírico ciclo lo que la bóveda de estrellas, admiradas al danzar, es al aguacero celestial que rocía ascuas. Como Yo; como el fuego fatuo, ignis fatuus, mi vida nace de las entrañas de la Muerte, de los agónicos entonces, y con el rendido tesón de aluzar mi espíritu sucumbo a los infectos légamos del pantano. «¡Oh, Caronte!, ahora soy héroe y villano, ángel y demonio, verdugo y ahorcado. ¡Ahora, horrible ser, yo soy la Muerte y tú mi atormentado!», grité colérico mientras mis manos empuñaban su cuello. En ese momento, llorosas las nubes con aroma a citrón y la mar calmada, 65 la barca de largas cruzadas, de cuerpo aterido y argollas de paja, que temblando vulnerable forraron mi mente de impiedad, recobró el pulso. Y con la misma fuerza con la que uno se vale para talar árboles, sin pensarlo más bien, a Caronte empujé con su podrido remo que anidaba musgo y negros crisantemos. Así, las singulares ondas en el agua no serían sólo causa de la lluvia. Yo, de ruinoso nacer anclado en la eternidad, desterraba de la barca al feto que vio vencer a la más hermosa bondad; mas no esperé tal lacónica odisea, pues sin esfuerzo alguno, sin mover siquiera brazos y piernas, aquel mitológico ser de ojos sangrientos, de petrificada apariencia y sin pestañear un momento, dejó sumergir su cuerpo en lo abisal, arrastrando al seno de Anfítrite su valioso remo convertido en tridente. Allí huyó a encarase a la muerte en el fondo del océano. Esa, o eso recuerdo, fue la última mirada al inhumano semblante de inconmensurable edad que rebasada la raya que omite el ser, el estar y la noción del tiempo. No oí nada más que mis pensamientos y gritos a la nostalgia; de poco más me acuerdo. Y al lago gris y rosado que ocupa lugar en mi sesera, llegó la apasionada oscuridad, cautiva de la frialdad del cuerpo, diosa de todas las eras, que a mi mismo ser miró nadar. mortui ViVoS DoceNt Camino de los deseos, distraídas las flores, suenan coros a la alegría. Cubren mi rostro de tallos y hojas al son del ajetreo, y díjose de aquella leal armonía que la paz vivía de amor sincero. No desaparecía; sólo convertí mi cuerpo en un cántaro de agua vigilante de una sonora escena entre lavandas, bellas ellas que de mí manaban con altiva parsimonia. Desperté. El morir presenciado, pero no como el 66 muerto, sino como suplente de mí mismo, como un espectador de mi marcha. Así, no supe experimentarla, sólo imaginar con suave música coral otra muerte más. ¡Sí, estoy guardado a salvo! El cuerpo cubre protector mi ser y voceo porque siento inmunidad, vacilante, pero el movimiento de su intención, contoneante y apenado, resulta ser la rebeldía postrada a los pies de lo soñado. ¿Acaso creo que la piel me abriga? Si la rajo y sangre fluye de ella, no mi voz ni su pesar enjaulado. Es la elegante danza de la pasión que muerta por ver supone mi sentir ser: se apacigua al inspirarse, asalta a mi estabilidad, a mi razón, y cree así arruinarme, pero reanima su vivacidad al quedar malherida. Se regocija en ella hasta morir ensimismadamente. ¿En manos de qué ser dejaría yo mi muerte? Consiento el dolor y lo maldigo, pero no tolero la tortura que me quebranta. Acabaré con ella, sí. Tras la piel, asimilo el inconformismo, luego la imperfección e inmediatamente después su propia incapacidad de resignarse a morir. Sus formas, cada una especial, son de entera naturaleza humana, producto de los sueños al fin y al cabo. Jamás podrán transcendernos. Soy aquellas nubes... ¡Eso es! Nubes blancas que coronarán el trágico cielo gris. Aunque sin él nadie me vería, no consentiría la luz entre sus algodones. Quizá soy el cielo que contemplo desde de la habitación del hospital. Son varios los fracasos ante el nerviosismo, tantos al mencionarlos que angustio. Hoy he acostado mi cuerpo entre olores de jacinto y lavanda; lo he hecho dormir cercano al árbol de sombras que presenció mi nacer y por poco mi fallecer. Por consolarlo y querer fundirme en su natural ciclo, ahora me lamento. Como en el reflejo del agua, yo sólo vigilaba a un hombre y no sentía ser él. Acariciaba su rostro, secaba sus lágrimas y limpiaba la sangre que manaba de la herida, y al caer la gota en el agua, desaparecía su expresión. Luego lo golpeaba, porque no era nadie: sólo un destello ensom67 brecedor, un espejismo más. Yo no era él tampoco, y lo mismo ocurre con mis sueños, que ningún sueño es mío. Nada es lo propiamente mío o así, al menos, lo siento. Vecino al sanatorio se encontraba el camposanto colmado de fúnebres monumentos que conmemoran la ausencia, el dolor y el olvido, terreno de recuerdos y memorial para los todavía no desérticos de alma. Lejos descansan los seres que no supieron morir, que se resistieron a su dormir. El glorioso soportal de pilares ruega por las almas en el vergel de la sombría necrópolis. Allí, cuando menos, prospera el silencio. El austro que agrede, viento febril, posa su mal en los manes del presente. Espíritus perdidos, desangelados, ofrecen su muerte ante el ensimismado que los lastima. Solos seducen arropados la inquina profunda del ser arruinado. ¡Qué hermoso y calmado lugar! Recordatorios dedicados con pluma; son dudas lo único leído. Me cuidan y me dan de comer, yo sólo vivo entre luces y agujas. Desconozco si hubo alguien que maldijera y repugnara los recuerdos tanto como yo, que los odio de corazón por hacerme inestable, por hacer reaparecer el sentir lacerante. Montañas de huesos que ante mí conformaban aquello que jamás imaginé. Siempre entendí a los muertos —y a la muerte por ende— inofensivos, calmados y sucios de recuerdos para quienes permanecen. Después asimilé que mi luchar por entenderlos frágiles era desacertado e inane. Eso me hacía inmune, invencible, pero sólo si despojaba de valor a la vida. Nos descubren los fallecidos, prisioneros de nuestros recuerdos y mártires recelosos de la cordura impregnada con desdén. Actúan como el prender que lento calcina nuestra ilusión. Ante la muerte de los demás, de los otros, aparece casi siempre la conmiseración, ¡lástima!, una cruel e injusta sensación que nos rebaja a la altura del cadáver o el moribundo y nos envuelve forzados en un duelo que no debemos batir y al que estamos profundamente obligados. 68 ¡Ay, tierra, cordura, venturoso remanso del Edén, de oculta historia insomne, de magna voz que el fuego sofoca y el silencio oscurece, de vorágines que desatan el desastre y de magistral saber! ¡Serenidad que no sólo no nace, sino que jamás sucumbe! No peleé cuando me fue posible por cobarde, siempre temeroso al dolor, al más desgarrador llanto y sufrimiento. Por eso procuré que fuera súbito y suave. Sin embargo, los tornadizos tiempos que atañen a la voluntad y a su descomunal supremacía convergen condenados en el corazón, lo corrompen y de él es fruto la ira y el rencor. Hundir a los acabados aún más, ser el Dios de los Muertos, ¡ser Thánatos!, y gozar al ver retorcer sus miembros en los rescoldos: esta fue mi única voluntad. Lo hago por mí y por nadie más. Ser el poder, el magno dominio que, gobernante de lo comprendido entre la vida y la muerte, celebra el completo control de la totalidad. Con ello podría obrar la ambicionada vindicta que jamás cumplí en vida. ¡No escuchen los lloros traidores, pues de ellos sólo confusión logra salir! La venganza, que allá pensada era la lúcida y prudente opción, daba un mayor placer que la justicia. ¡Que la pasión hable! ¡Que chille contra el poder de la furiosa voluntad! Yo siempre seré la criatura clemente, es mi rol, siempre lo fue, pero nadie supo verlo o apreciarlo, por eso es mi alma solitaria. Cuando invade a mi ser la cólera, la paz de los caídos lo ablanda. Aquello solamente fue la onírica obra teatral, cercana a la distopía de un misántropo, que ensombrecía toda mi historia y la encubría resumida en una coda. Lo tierno, lo deseable en mí, la vida gozada, era una máscara de la peste negra que salvó a mi espíritu de la pandemia. Ahora, por mor de esa enfermedad, me arropo en la piel de un muerto infectado; piel nacida en alguien y no en mí, un ropaje que encontraron y al que no pude negarme si pretendía respirar y como un mendigo vivir. Me forraron con el pellejo de un caído… Una mentira, colum69 na formidable de marfil manchado, cuyo penoso portar es la penitencia por actos atrás condenados. Rajar ese burdo batín sería la huida del hospital siendo otro y siendo yo, sintiéndome otro y yo, desafiado en soledad, en la piel desollada. Esas células revividas no eran mías y no sé de quién podrían ser. No era mi piel, no la sentía mía. La magia del futuro eran cuentos y nada más, y cada respiro un eslabón que apresaba pesadillas por siempre y siempre jamás. Era un fraude, un engaño engañado. Quise morir arropado plácido en la cama como en un sueño, ¡o como en una fantasía!, o como cuando dormía agotado y a la mañana despertaba abrazado por mi madre, o como al despedirme de mi amada en la parada del tren. Embelesar los ojos cansados de ver entre limpias sábanas blancas. Ese debiera ser el placer de quienes escogen la nada. Sin dolor, acariciado por quienes me aman. Sus recuerdos son mis sueños y sus alientos mi muerte. ¡He ahí el fracaso de la soledad! La fiereza de la muerte era arrolladora y su poder prodigioso. No era la inesquivable travesía que zarpan los seres al nacer, tampoco el vespertino paseo bajo lluvias de ensueño que resultaban ser ácidas, siquiera la cruel congoja de pensar, antes de dormir, qué ser me extirpará el corazón acusador. No, nada de lo anterior era sino la destrucción de gran parte de mi ser, del ser de cada cual, al fin y al cabo, que se despedía de la flojera y me arrojaba a un don sin igual; arrojado —como decía— a un viaje más real que el dolor de un puñal atravesando la palma de la mano o de la aguja clavada en un ojo que viaja más allá de él. Un tormento que impulsa el reconocimiento del ser yo, que vigila mi espíritu y mendiga oscuridad para procrear. Pero era mi constitución represora la que desconfiaba del genuino poder ser, luchar desde el forzado nacimiento por y hacia el desaparecer. Hay calzadas que no han de transitarse, pues sólo la muerte en sí ha de ser la razón de ser del yo. 70 ¿Quién defendería una muerte extrínseca, fuera y alejada de mí, sola y abandonada por el hombre y la mujer, por los animales y, en menor grado, las cosas? ¿Qué muerte es esa que ridícula aplaude lo que dócil nos condiciona? ¡Ninguna! ¿Dónde queda la muerte si no es en mí? ¿Cuál es el morir del hombre, de él y de nadie más? [Silencio]. Lo observaba. Lo estudiaba. Lo vigilaba. Son curiosas las apariencias de la muerte, muy excepcionales. La cama blanca me ardía y pensaba solo en la muerte. Entonces se abrió la puerta. Nadie era. El doctor descansó su agotado cuerpo en la pared y abstraído alzó la mirada a las luces de la habitación. Sus rasgos sugerían amistad y serenidad, pues de acecharlas al instante, eterno para él, a enmascarar sus ojos y apresarlas sólo hubo un [silencio]. «¡Qué bella y en apariencia simple es la luz!, ¿no es cierto?», opiné en voz alta. ¡Ah, la luz de lóbrego brotar en viejos vestigios de esperanzas, de sospechar errante o de amaneceres veleidosos que, como las lunas, aguardan algo perenne y poderoso que la haga, acaso, lucir hermosa! Nos honra con el don de la curiosidad, asesinando oscuridades, que oscila entre vientos huracanados y cuestiona la más minúscula hoja por la pasión de una suave brisa seducida. Parecía el médico haber averiguado lo que revuelve a mis entrañas. Manoseaba una cadena de reloj que sobresalía de su bolsillo y nervioso parecía murmurar: «Mentiroso..., ¿no es desesperanza lo que padeces?», dijo con voz apagada. Yo, que en honor a la más pura de las sinceridades ignoraba la razón de esa indagación, quedé sorprendido. «¿Temes morir?», preguntó embelesado por las luces. ¿Y quién no? ¡Ay, humilde aspirante a la supervivencia, a la inmortalidad si el optimismo embriaga tu espíritu! Tú, que combates a diario con los dolores, las enfermedades y la muerte; tú, que desatiendes la razón de ser de los seres. Tú, que humillas a la Parca cuando su sombra duerme en cada rincón de este maldito hospital; tú, buen samaritano, 71 tú haces que morir sea un reto, que la vida se recuerde melancólica, que los curados suspiren de alivio hasta nuevamente oír las trompetas de su particular apocalipsis y postrarse en la cama. Tú, bienaventurado, eres una piadosa mentira, como los seres en realidad. No temo morir, pero sí me aterra la muerte. El [silencio] respondía —o confundía quizá— a su pregunta. El [silencio] era la respuesta más sincera, más limpia, pero delicada. [Silencio]. El recuerdo del ser la muerte, el poder que grandilocuente se pronuncia, que no amilana si no aniquila, que infunde pánico, respeto, obsesión, tristeza…, que origina el duelo y su no saber encararlo, que padece el mal agüero, que oscurece el alma y al aura apaga, que cree estar vivo y la vida lo mata; el poder que engrandece la vida, con el que matar sólo es un delicado gesto, un beso en la mejilla, un chasquido de dedos o un desliz atónito infundado en el miedo. Porque la muerte y su presa son el invicto dúo que adormece, la pura actividad del ser; porque el ser es todo espectáculo, comedia que finge y culmina en nada; porque la muerte es, sin vacilar, lo mejor que acontece al hombre. Aquel poder majestuoso, —recitaba para mis adentros—, apresado en la esencia de cada ser, es la razón inerme de vivir. Nada ni nadie, por omnipotente que se pronuncie, acabaría con él, pues lo que finja vivir no será sino la morada de la muerte, pues ser la muerte es la más recóndita, misteriosa e incomprendida esencia del hombre. No hay huida, escapatoria divina, en las profundidades de cada ser que no sea ser la muerte, la suya propia e inigualable, insuperable y finita si la ofrezco, pero infinita si sucumbo al destino. Como el cosmos que libre se reivindica, no caminamos para arrodillarnos ante la Parca, nos vestimos su anochecido hábito y somos ella. ¡Por el momento vivo y, de seguir así, seré a buen seguro más fuerte y poderoso que todos los muertos habidos y por haber en la historia! 72 El mundo es, en realidad, una jaula de jilgueros sin lavar. Hablaban sobre cómo de la unión de corazones nace la fuerza y la resistencia, y sus efectos son siempre positivos para los luchadores del tedio, opuestos a los mundanales dolores. Lo sé, pues en mi corazón siento el tacto de la verdad que confinada en él florece hasta hacerme ver lo bueno que lo simple es en ocasiones. Siento el poder de aquella común frase que rueda y salta de persona en persona, de los chillidos míos que peregrinan a cada instante por las sinuosidades de mis pensares. El ser la muerte ha hecho trizas la cordura: tradujo la felicidad por la vida en un idioma críptico donde lo único revelado era el morir. Como la esquizofrénica idea por la que cada cual tiene un porqué en el universo, siempre se es en soledad y así se muere. No siento soledad, sin embargo. Son mis padres quienes a mi lado permanecen, mi familia y mi amada, aquí sentados lloran mi malhadado resbalón y celebran mi mejoría. Siento que no soy en soledad. Nací del otro, de la unión de espíritus, y me proyecto conforme a los demás, vivo gracias a las acompañadas soledades. ¡Eso rezan! ¡Y ansío creerlos, créanme! El amor, la preocupación por lo amado, no lo sentiría si no fuera por el otro, ¡ni sabría qué demonios es! Tampoco sabría del calor y el respirar del otro que manso coloca en mi frente, con el pelo recogido, la templada gasa que aleja al dolor de mi mullido cuerpo. ¿Siento que soy en soledad? Sí. La compañía, de suyo, es vomitiva: no hace más que engañarme y burlarse, que reírse y traicionarme, y eso me repugna y me hiere. ¿Cómo no voy a estar solo si ese sufrir lo padezco yo y no ellos, pues ellos padecen el suyo? ¿Cómo sería la vida con soledad? ¿Tendría que soportar como Sísifo el peso incesante del dolor que eternamente rueda hasta el pie de la montaña? ¿Debería sentir entre mis carnes el mal ajeno? ¿Pedir perdón por los actos del otro? ¿Escuchar sermones de culpables siendo inocente? ¿Morir con o por los demás? 73 ¡¿Cómo que no existo en soledad si morir es tarea mía en tanto que los demás, cual espectadores, contemplan mi lecho de muerte?! Dramáticas pinceladas estampadas en el lienzo hacen de los muertos historia. «¡Soy libre y muero!», exclamé furioso. Sea bendito el talentoso de la bata blanca, el que si sus fuerzas agrupa desciende al empedrado por su propio peso y si caldea su cerebro se evapora. Partiría a la orilla lejana del Aqueronte si mis recuerdos no calmaran al ímpetu nocturno que conspira en las noches contra mis ridículas apetencias por la vida. Escondidas en mi quebrado ser, apedrean con arrojo al corazón vendado por el otro. ¡Si nadie sufriera por mí…! ¡Médico ignaro! ¿Crees, acaso, que ganaron mis recuerdos? Jamás se vieron tan nublados precisamente por lo humano. ¡He ahí mi muerte! ¡Eso soy! ¡Libre y mortal! Sumergido en un oscuro océano desperté. Cansado floté y a Caronte encontré. Fue la atormentada el saturnal de un enajenado homicida, visionario del visceral odio humano, ¡el rasgo por excelencia!, que por el bien suyo egoísta atentó contra sí. Empero andrajoso de espíritu y aspiraciones, no supo vigilar el instinto más íntimo y prófugo de él. Originó la condena, enlodada de fe, que sentenció su historia y en seguida la mía. Balbucean sin respiro que el hombre es el único ser que conoce la muerte; yo les digo: «El hombre, ese bochornoso animal que tantas veces trompica con la muerte». No conozco nombre que la muerte no haya nombrado ni conozco ser que de la muerte haya escapado. Catalizadora de la verdad, vae victis, es esa cadavérica y fósil desdichada. «¡Por favor! —supliqué agarrándole del brazo— ¡Esos sentimientos vencidos secaron mi arsenal de valentías que jamás rescataré y créame cuando digo que nunca una segunda vez lo haré!». Mas el docto galeno de forasteros andares y harto cansados, macilento de tez y ajado de garganta y rostro, retiró mi mano, orientó la mirada al adiós 74 y pronto ció impávido. Caído en desgracia ante mis ojos lacrimosos, descuidó una rara pieza de plata allá en la yacija, a los pies de la cama. La reconocí. Entonces asimilé ser el patrón de mi propia odisea. «¡Jamás!», grité, pero Él siguió vagando. Vacío de espíritu y agónico le rogué: «¿En manos de qué ser dejaría yo mi muerte?», pero Él siguió vagando. Si mi codicia alcanzó adonde no venció el hombre, mi lamento receloso, regurgitado despiadado y con rencor, atrás quedó vacilante, pues en su soledad, con la vida y conmigo resentido, la guillotina desanudó al vocear: «¡En las garras de Caronte!». 75 LA RAZÓN DEL ANTIHÉROE S iente ella la suavidad de la seducción, limpia jarana de pasiones liberadas de insostenible súplica y adulación; aguja enhebrada de fino hilo la suya, de danza dulce y nada clásica, de sublime compás en virtud de su esplendor, de lisos estilos armoniosos que cantan con formas y coquetean con la melodía de las figuras y el bailar. Gracias don de hermosa alegría. Sabe realzar las curvas de su cuerpo. Discreto es el ropaje que ennoblece la excelencia de sus movimientos, de sus manchas en la piel y sus gestos. Al simple ojo, simpleza se le muestra; y exquisitez al ojo sibarita. Es brillo, luz reveladora de pasión. Es belleza, sólo acogedora perfección. Comienzan el juego las piernas que, labradas en su duro esforzar, ven los frutos de la victoria en cada mueca de dolor. El oleaje de su flequillo va más allá de la llamativa guedeja que a mi ver endiosa. Es magia, es corazón deseoso de perplejidad y eternidad. Es el sentimiento generoso que ríe, vuela, ama... Debe llegar a ser enfermiza la ejemplar tarea del discernimiento. Una belleza de absolutos caprichos; discreta, pero batiendo siempre las alas de la mística y en su cueva reposarlas. Ahí debiera ser el privilegiado curioso de la eminente belleza, pues considero el cometido de ésta enriquecer al espectador, golpearlo, complementarlo; y es la labor de él concebirla suya, con la cualidad de perfeccionarse para adentrarse, todavía más, en la fantasía aguardada que enmiela la birria de vida del atormentado que la vislumbra. 77 Es su ego poderoso el que la atrapa, una bestia dominadora. No obstante, cualquier ideal de la más radiante belleza, la máxima imaginada, no logra ser más que la secuela de una quimérica mente de perturbados horrores. La belleza, en mí, es fruto del horror. Saciada de angustias, en su irreconciliable rivalidad ensimismada se encarcela, desde ahí se atormenta despiadada y desde ahí me consume despaciosamente como espectador maravillado. Y justo ahí su futilidad se burla, se concede el placer de la mofa espléndida y presencia cómo lo humano, lo grandioso a nuestro ver, es memorable, pero da rienda a nuestro malestar enjaulado. Y eso nos engendra cierta endeblez; y eso nos precipita al sufrimiento; y del sufrimiento brota y florece la muerte. Me miró. Sólo inclinó sus vidriosos ojos: así se contó, así se escribió y así declaró su fiel designio al que acogí amansado. Las aciagas libélulas de su grácil sonrisa bregan para adamarme. No quiero evitar admirarla, no debo si escucho a mi pasión, pues el triunfo es el deber ver, el placer de la magna contemplación. Pero su olor, ¡ah, ese aroma!, reconfortante y reacio al rechazo, iguala a los ojos en fuerza. Es la musa del movimiento que desde el palomar conquista el vuelo de aquellas aves viajeras. Es la sutil gata que con mirada traviesa embelesa y endiosa a ratas. Surge en mí, entonces, un mayor deseo que el trascender o sucumbir a la muerte o el alcanzar la seca felicidad en sí misma. ¡Sí, apropiarme de la belleza en su entero valor, discernirla y sentirla rehacer mi ser que con fuerza sacuda mi fortaleza y la haga estallar! ¡Qué mísera sería aquella epifanía sobrenatural que lúgubre se escondería al mis lágrimas derramar! Si logro eso, ocultará lo anterior su vorágine fuerza y gloriaría al reciente ser con creerse inmortal. ¿No sería, acaso, lo que se pretende? ¡Quiero ese placer, esa meta o ideal, lo necesito como la vida al arte o como los pliegues de la piel a la belleza 78 que su sonrisa conforma! Son reales la angustia, el tormento y esas verdades olfateadas de depredador crimen desposeído, heredadas por el castigo que acerca la mirada sensible a la hermosura para verse inmune. No sobrevive al abandono, al retiro que monta con fe y valor guardia ante las puertas de su irresistible presencia. ¿Con qué capricho elijo martirizarme si deletreo su nombre, esa confusa verborrea que atonta y distrae? ¿Y si mal escojo y más me duele? ¡Dichosas dictaduras amorosas! ¡Malditas sean las cadenas del enamoramiento! Atan mi cuerpo cual siervo a su ama, resplandecen y arden como aldeas saqueadas por bárbaros, como almenas en la noche. Natural estupor el ocasionado por la eternidad; se me presta testarudo. La lid entre lo hermoso y lo mortal siempre cesa agotada y, a fortiori, humillada. Nada habrá en lo eterno algo que no consuma belleza ni hay, de hecho, en lo efímero algo que no la precise. Sus labios, ¡y no sólo sus labios, también su mirada!, ¡sus egipcios ojos que ensombrecen todo mal!, disipan la duda y la crueldad, la ira y la rabia; desierto de alma. No ansío contemplar más belleza. Ya no. Quisiera unirme a ella, ser ella, ser uno los dos. Serían dos vidas y seríamos uno. En cambio, cuando lo visible es poco, nada se ha de hacer con los sentidos. El ojo es poca cosa. Si escucharan, si sólo un minuto escucharan los sonidos que sus cuerdas vocales emiten… ¡Qué melodía de olores! ¡Qué admirable don de dones! Quisiera ser aquel con quien se aúne, quien la descubra y desnude; quien la conozca enteramente; quien hiciera desparecer el mundo si a su voz por la eternidad la escuchara. No hay amor que valga si mi vergüenza supera mi valentía. Nada. No, la honradez del amor sólo marcha alegre si fabrico figuras excelentes que jueguen con la demencia, con la muerte o bien con la belleza más sincera, natural e incomprendida. Por delante de placer suele el ser poner el sufrir por querer. 79 Las horas pasadas en su presencia no son horas realmente. Son años, lustros y hasta décadas. Con todo, siento el pasar de los segundos si oigo las manecillas del reloj, sereno la mente y su silueta retengo, si la pienso o la desgajo. Sólo es simbólico: únicamente una ilusión, un centelleo de claridad extranjera que ilumina ojos visionarios. Bien sincera debe ser la sombra de su halo y bien fingida puede ser la verdad de su regalo. Vestida de luto me hace acudir a mi entierro y yo, solo, me sepulto. Obligada muerte: mi razón, mi ruina, mi miseria. Labor, resistencia y deshonra. Taciturna franqueza de fruto picado. Una espiral de historias, de pasado incierto y sufrido en carnes, suplica ayuda. Hasta en el espíritu más oscuro y atormentado nace la luz sonrosada de la aurora... la fáBula de la noBle ProsTiTuTa de málaga Descansa aquí, en estas hojas de papel ahuesado salpicadas con tinta negra, la historia de la joven que fió su vida a la Bruja Libertad. Desolada estampa, fusca luz de alterne que presume de guardia. Humillada en el aula del soberano, obsequia caricias candentes. Abuso, suplicio, vergüenza, furor... Sometida a su héroe, marcada como la huella de la viruela en la piel que aqueja, al acecho de un cráneo aristócrata, de un Rey en el Azar. Maestros del fatalismo: sucios y con monstruosas vedejas. Diosa magullada y juglar de epopeyas tan reales como horribles, se arrodilla para blandir miradas desafiantes. Desafía. Y es esa actitud belicosa la que asola mundos, los recompone abatidos, faltos de amor y respeto, pero sobrados de tolerancia. Mundos pacificados. Bondadosa y concisa debe ser la palabra del alocado deseoso de expresar su amor, no el mío: es horrible. 80 Fracasan los diluvios en los que almaceno mis más hermosas esperanzas. No luché entonces a su lado con mansedumbre y ternura, con respeto y tolerancia; no adiestré lo inmerecido ni lo hice mío; no limpié sus heridas ni mimé los golpes en su espalda. Nunca hubo motivo más lejos que la admiración a la vida, que el besar la añorada balada de la soledad en vez de robarla. Jamás hubo razón de actuar. Yo sólo miraba. No lloré en la esquina, en el bar de la esperanza. No hice entonces nada. Me sentía como el ladrón vago que poco roba. Cruzado de brazos, sí, era un fisgón. Jamás vi a nadie abrazar la almohada de forma semejante: estaba sucia y desnuda, desplomada, con el cuerpo lacio, ligeramente ensangrentada y quebrada por los llantos. Cerraba con resignación los párpados. Creía que eso le alejaba del castigo. No valía nada la belleza, no arrebataba siquiera un segundo al tiempo para contemplarla. Ahora, aun con dolor en el alma, sólo observaba el color de los cardenales. Y ahora, espía de su serpentino quehacer, me pregunto: ¿es héroe o sólo villano? ¿Un confuso emblema tenebroso al que representa o la aprisionada decisión de un honrado paladín? Lástima ver anclado el remoto pasado en el futuro. ¡Lástima conocer sus memorias! Es la anécdota de los vanagloriados; es una historia de engaños. Son palabras retornadas que no la defienden. Él la entierra más y más en su culpa, en el abuso. Él la alambra de espinos y ella no logra escapar sin herirse. ¿Debe, entonces, obedecer sin réplica y entre breña fundirse? Él es calumnia, la súplica del pueblo. Él es entero vergüenza, lo que la muchedumbre derrama. Él es un traidor de valores. No debiera sino huir de cuanto hiere. Osado acuna a sus valores y su casta los escuda. Su trotar alípedo es elegante, pero vicioso y repugnante, pero a él le coronaron, es el héroe y ella la sumisa esclava que a él se debe. Así es su historia. ¡Condenada a desaparecer sea la injusticia! 81 La agrede y sus súplicas son mudas para quien entrega al dolor su risueño placer, sometido a la apoteósica belleza de una risueña tiranizada. Risueño semblante el de él, sencillamente risueño… es un vómito hermoso. Al parecer son sordos e invidentes. ¿Qué es el héroe sino una desesperada invención aleluyada que agita al corazón salvaje y apela a las esperanzas desorientadas? Decidme si no es acaso el iluminador de sufrimientos heredados o el protector de sueños derrotados que castiga hasta el hastío. El héroe es el memorial de vuestras inferioridades. Descuida el dolor ajeno de la existencia tanto como su álter ego irresponsable. Os siente y hace valoraros débiles y desiguales, y justamente por él lo sois. Yo, al menos, me percaté. ¡Presuntuosos indígenas! El héroe es un insecto inanimado, una ridícula y ostentosa figura inapropiada y nada ejemplar. No hablen, admirantes, de héroes como dioses, sino de apócrifas representaciones que vacilan engrandecidas por ustedes. Vosotros firmáis y reconocéis el vanagloriado estatus del que presumen. Vosotros, ¡fulanos de vulgar plebe y adeptos de la estrafalaria suerte!, sois sacrificados en la ensangrentada arena del Coliseo y aplaudís con amañada confianza a los leones. Os revolcáis en la deshonra por acrecentar, ¡engreídos!, a quienes no logran meritar más que lo burdo y patético. Merecéis, pues, lo mismo: suplicio y derrota, dolor y rechazo. Es el grito de venganza el que algún día, con fortuna, oiréis; es la cuchilla exaltada la que os arrastra a maltratar a vuestros indefensos semejantes, o sea, a quienes más dignidad cosechan, y tomarlos como caóticos cuadrúpedos que de la nada y de mala gana emergen con embrujo en vuestros corazones. ¡Sois la cúspide de la nulidad y precisamente ésta es quien os hace prosperar! Son los héroes el culmen de la hipocresía elitista. Y de los miembros de esa orden no sé qué esperar que no sea el fracaso de la honradez, el respeto y la vergüenza. 82 Ese sibilino odio se forjó de la ignorancia hacia la persona como persona. Ahora, al comprender el odio y el rencor alado a la humanidad, al arrancar los ojos de sus cuencas para contemplar lo íntimamente humano, siento auténtico bochorno. Entonces asimilé la naturaleza del hombre: no es bueno o malo, sino ignorante e inconsciente. Una barcaza a la deriva a merced de su tediosa aventura, una gabarra sin propósito que no ignora únicamente la brújula, sino que la lanza al océano y le inunda el orgullo. El poder engrandece a la maldad y al despotismo en tiempos en los que cualquiera puede sufrir en silencio o forjarse leyenda de barro. Si por algo la humanidad, anclada en la desidia, ha reconocido a los magnos pensadores y héroes de la mentira, es por hacer de las justas más perniciosas un mundo abordable e ingenioso y, sin embargo, ficticio, con el que cebar a las mentes menos ávidas al letargo de su deliberar. Son las damas y señores del encanto quienes al encanto se deben y no a los héroes. Nadie debe servir al héroe. Ahora desnudo al genio creador de verdades. No merecía presenciar esto. Cruzaban sus lágrimas el rostro muerto de amor propio y se arrojaban al vacío cuando en la barbilla quedaban sin camino por recorrer. Y las mías, ¡envidiosas!, emprendieron la misma travesía recelosas, precipitándonos los dos hacía el irrevocable destino que dilata las horas en la madrugada. Tiempo en que cuajó el rencor ardoroso y estoico ante la venganza. Tiempo vulnerable. Acostada en la cama, con la cabeza en mis rodillas, permaneció arrobada de sí. Sin nada querer. Supe, a pesar de todo, que debía mostrarme cercano no por amor ni dependencia a la sublimidad regalada, más bien por procurar escoltarla en lo ignoto. Lidiar ese encuentro en soledad es una incierta condena añeja y el martirio el miserable óbice que impedía su reconocerse como persona, como digno ser. Ahora valoraba mi cuerpo y el suyo. 83 A ella la protegía su pendil de los horrores que afuera gritaban furibundos, un precioso manto que velaba por su seguridad al que se aferraba como las crecidas raíces de un frondoso árbol a la tierra. Era su rostro la palestra donde observaba el pavor por las incesantes agresiones. Ya no bailaría por deleite, sino por amenaza. Desmentir la mentira jadeante, secar el mador de su piel… En el escarnio de mis demonios, ruines y bastardos, yazgo ebúrneo ante mi colosal odio. A él asesinaba despiadado, mendaz de mis temores, prisionero de mi austero Maligno. Sin importarme, ¡lo juro! ¡El yo, yo muerte! ¡Al infierno los malditos rezos! ¡Al diablo las plegarias! Sólo muertes cruentas y dolientes que en un abismo en el océano sumergen su rogar. En mi pesquisa rencor hallé y sólo salvajismo mostraré en quien desprecie su dignidad. No me detengo. Quiero ver la sangre lagrimear de su cuello y emponzoñar su alma hasta la locura, jabeando la mutilación de la luz cercenada, bramando bravío hacia una muerte confiada. Solo, derrotado... Romperán los cielos los cristales de su alma, devorarán los necrófagos los restos de su cuerpo que olvide quemar y encontraré su historia para luego borrarla. Antes coronaré mi hazaña obsequiando a quienes el héroe ama con su mismo destino. ¡Desaparecerán como antaño desaparecieron los linajes! Calmosa y colmada de majestuosidad es la muerte que deseo, sí, pero para mí. Lo prometo, es ajena e indulgente la vergüenza. Garganta servicial de desleal honor la mía que obsequia ruina por placer. En ocasiones, es la ironía la esencial pincelada para desvestir las ridiculeces convencionales y acabar con ellas. Cuando fracasa lo irónico, la dolorosa argucia, la vil sutileza, es el suculento manjar para quienes se alían con la heroicidad. ¡Elegancia por doquier! La muerte ha de ser ingeniosa y sublime, debe esquivar los problemas que amenazan a mis pensamientos más honrosos y apestar con arrogancia y rencor lo piadoso. Sólo preciso de la 84 oscuridad del diabólico ser al que doy cobijo en el corazón. ¡Ni yo quisiera mentarlo! Es un astuto asesino que trama paciente las muertes más bellas y prodigiosas jamás ideadas. Si asesinar fuera un arte, él sería el maestro al que todos admirarían. Ante mí sentado se encontraba… ¡Lo juro, lo degollaba por venganza! ¡Mírala llorar! Agotar sus fuerzas para luego jugar con él, ¡el héroe de los tontos!, y sus amados seres es lo único que deseo, pues es la facilidad de dar sufrimiento lo que incita su ejecución. La vileza reivindica mi espíritu, anhela la gloria, la adorna de banalidades y la abrasa. Gatea tarda y se abalanza feroz. Es placer, seguro, lo presiento. Hacen mis actos los suyos más rabiosos, hacen los suyos los míos más sinceros. Prestigiosos oídos para La Maligna Sinfonía de la Injusticia. Lo maquiné: cuatro sádicos movimientos para asesinar; dos primeros para la venganza; el tercero para sus mezquinas, siniestras y ecuánimes lamentaciones ante la majestuosidad de su lapidado; y el movimiento final sería la paz imperecedera, ilustre. Es exquisita la muerte si tan deseada es como la vida célebre. No habría mejor obra que la degustada con venganza y desenlace próspero para el justo, y aun conociéndola, prefiero no ansiarla. Reconocerán lamentados mis actos en la purga contra el mal: jamás será la voluntad la que dócil suavice ante lo inmerecido. Es hora de libertar al Ángel del Inframundo, de consentir a sus sombrías alas crecer, estirarse, embaucar al sobrecogedor hedor de la muerte y enfrascarlo por siempre. Así sería, a placer, la vida misma tenebrosa. Caen las últimas lágrimas de alivio sobre el prieto puño vengador y observo sus oscuras venas. Me resulta curioso cómo la empatía actúa sobre mí. La tranquilidad me calma y antes no era así. Sólo me ofreció su tiempo y el cariño que necesitaba, ahora postro mi persona a sus pies y mi venganza a su designio. He perdido fuerzas, las jus85 tas como para de valor arder y enfrentarme sin premeditación. Intuyo que no sólo debe ser empatía, que debe haber algo más: un amor oculto y profundo, olvidado, relegado al saber qué es, qué será. Mas ahora no debo aguzar los oídos ni el corazón amante. ¿Será cierto que tras la guerra la paz es próspera? De podar las ramas de la cruda arrogancia de los valores heroicos al amargo fracaso de los vencedores y su no saber disimularlo con elegancia y avenencia. ¿Cuándo el héroe se desploma y se entumece de tal modo su figura que su sometimiento es absoluto? ¿Por qué villanizan siempre al antihéroe? ¿Cuál es la razón del antihéroe? ¿Acaso sería disputar la (in)cuestionable legitimidad de los polémicos valores del insigne o, tal vez, cuartear el inexplorado velo de las mimadas fauces de los privilegiados? Como la titánica e invisible leontina que encadena al tiempo, nada ni nadie huye de la injusticia por héroe que ose proclamarse. Cualquier ser, glorioso o mediocre, siempre arrastra el cordaje que amarra lo innegable de él. La plebe es sumisa a las estrellas y el ídolo estéril a la justicia mundana. Todos los condenados depredadores montan en barcos con el mísero propósito de alejar del nebuloso alboroto que les carcome la excelentísima finura de sus figuras. ¡Todos santos ahora! ¡Que de sangre tiznen esto, jueces del absurdo, pues nada habrá en las epopeyas que no sea patraña! ¡Son los héroes, entonces, ídolos de lo burlesco, unos prisioneros de su mismo ego que consumidos vitorean la beatitud por saciarlo! ¡Bastardos! Sus gritos: mis amargos silencios que preceden a la angustia, al fiero abandono. ¡Ay, amante!, te hieren y me buscas, y si logras encontrarme, huyes a los brazos de otro. ¿Qué es el abandono? ¿Qué hago si tu voz me engaña por cómo lo siento e ignoro? ¿Y cómo sé yo si lucho por amor o palabras o si he de confiar en mí o en tus bellas baladas? La pétrea mirada de mimos ariscos, librándola de fuerza, a mi seguridad astilla. La presunción de amor roto no sólo 86 decolora la pasión que siento, sino que la intimida y la ansía insignificante. ¡¿Ahora recuerdo?! ¡Ahora recuerdo! Dos traiciones, dos calumnias y un borroso amor propio sin voluntad de aclararse. Un par de felonías en el tiempo, ¡a mi ser honrado!, alevosía hermana de olor a marga que deja poco aliento, una luz que pasos iluminaba al futuro y ahora los agrisa. Viajes espirituales a escenarios que imploran clemencia y serenidad, que no anhelan la pena, que envidan lo valioso con una encarnizada batalla en la que siempre me dan por vencido. Mentiras que hiladas forman un caótico ovillo de penurias y deshilarlas es faena insoportable hasta para la más hábil costurera. Oponerme es combatir contra titanes. El arrepentimiento es invisible, carente de tacto, de protección a la historia que se cosecha, de futuros auxiliados donde sólo gana uno. Mas uno no es suficiente. Raíces enraizadas en el paredón del corazón que muertas lo soportan. ¡Fui traicionado y delatado por la furcia que protegió a su héroe! Habrá quien componga heroicos actos por pura cobardía... Hoy únicamente conviene la espera, el abandono de los recuerdos y una personal y forzada Damnatio Memoriae. En el ínterin, desapareceré camuflado entre cortinas de humo cortantes. [...] Otra vez. 87 VÍCTIMAS DE PAPEL MOJADO EN SANGRE D ádivas del ayer. ¿Habrán los vientos deslizado el aroma del deshielo hasta el campanario? En los meses invernales, las nevadas calles pisan mi rostro al entreabrir las cortinas y la nevisca melancólica deslustra la piedra de los bancos. Memoriales de aquellas condenables madrugadas eran las viejas farolas que lucían envenenadas por entre la cenefa. Palpo la soledad de voz cadavérica en los cuadros y muebles que, con el correr del tiempo, me decoran y devoran. Entonces era una cría de cachorro humano que soñaba crecer y ser mayor, y así sucedió: en un soplo de aire turbio. Mansiones lujosas de pintura caída, solitarios bancos de madera podrida, árboles centenarios y nidos de golondrinas silenciados, coches que abuchean, personas que pilotan... ¡Rodean mi rincón, rodean mi derrota! Recitan las malas lenguas que lacónico es el eco de una navaja perforando la carne viva, que el tormento de ese gesto, por el cual la hoja de metal se adentra entre tendones, lo mitiga el pánico, las lágrimas y sudores. No nos escuchan todavía en la levedad de nuestros respiros; no se nos oye agonizantes. Pisadas en la arena, conchas de color verde botella, oscuridad enmascarada que entristece a las barcas y las bambolean, olas que remolcan sueños de doncella... Luces sospechosas ante mí reveladas que como ojos hipnotizan la mirada: la grandeza del búho, enormes y faraónicos ojos me guiñan, la mirada de asombro y picaresca del gato, y la fiereza y sin piedad del cocodrilo. Playas sin andares que 89 acompañan. Destierro hay en los reclamos de las gaviotas y hay también punzadas en el corazón. Miedos callejean en mis recuerdos; rompo a llorar en cántaros de sangre. Son de éter los puñales que hunden en rajas endiosadas diabluras. Lo veo. Al borde del lejano océano me espera sentado un asesino. ¡Hombres y mujeres vienen a mi encuentro y la marea los acoge dichosa! ¡Hombres y mujeres, rotos y viciosos, que nada bondadoso maquinan! El longevo soportal, que da paso al atrio, brega a su favor. La arena se incrusta en el óxido de las bisagras y observo cómo el portón se cierra y me desgarra. Encierra mi castigo. Ojeadas de reojo a la cancela y a las luces que en la lejanía arden y se asfixian. Las aguas saladas del mar salpican en los cristales y el vaho me desorienta. Brama feroz el peligro y silban las sardinas que perciben la impureza. Porfían los seres que desfloran aliviados a cuerpos y almas. Posturas dolorosas, agresiones tortuosas. Los salvajes dominan el don de lo bestial: la gracia de las bestias nauseabundas es en ellos natural. Las curvas molían los huesos quebrantados. Hacía acopio de valor y soñaba con coser los labios de la boca, pero manos blancas y negras los separaba. Pataleaba y golpeaba la cabeza contra la pared para repartir el dolor por el cuerpo. Era incapaz, eran sudores en vano. Me aferré a la creencia, ¡insana pero dulce como la ilusión!, de afrontar la culpa. Mi pecado. No era yo, eran ellos, mas no eran ellos, sino yo. «Soy un exhibicionista más —pensaba al llorar—. ¡Maldito niño que por beber a solas violado y muerto acabará!». Ni correr pude por excitarles. Signos de culpa, símbolo de turbación. Desparecemos encantadores, siempre cautivadores. La bufanda más y más el cuello estrechaba y al aire impedía pasar. Invadía la rojez mi cara hasta de púrpura ser tiznada y no respirar jamás. ¡Jamás! Víctima de golpes, un papel mojado en sangre decora las paredes. Mártir rebelde 90 y maniato. Sólo mártir. Sollozo, tiemblo, me retuerzo y me apago. Me ahogo... «No estás solo», rezan siempre. Mueres solo, en soledad. *** Baile de protagonistas, mujeres u hombres, hombres o mujeres, personas cuando menos; historias calcadas de pálidos desenlaces. Ojos, ojos y ojos en las espaldas y, por fortuna, aletas en los pies para ser el salmón que nada a contrarío. Somos los estúpidos iluminados, somos un mito, como la justicia que vitoreamos. ¡Las tragedias tenebrosas de ningún modo las vivimos, los siniestros de ensueño siempre les suceden a otros, nunca a nosotros! Cual penitencia, nos inculcan la mágica condición del destino, la lotería de los dados, mas harto de infamias nos ven dispensables. ¡He ahí las angustias y la bilis que ansían huir de mis entrañas! Memorial es el dolor de historias (no) olvidadas. 91 LA CAZA SALVAJE El cisne moribundo en los lagos norteños canta su canto agreste de muerte, dulce y claro, y al igual que se quiebra la música solemne sobre colina y valle, se disuelve en el aire; así, musical, vino tu voz suave, así tembló en tu lengua mi nombre. edgar allan Poe Fanny R everencias al sol asoman en la calma matinal; versos finales de poemas vesperales narrados por hálitos de brisa diurna, escoltados por luciérnagas y grillos embriagados; danzas de garzas y cigüeñas, relinches de caballos y vigilante desde las ramas una lechuza lucífuga de genio ardoroso ambiciona ser zancuda; árboles amantes que confunden copas, más lirondos los matorrales que robustecen la orilla del lago. Y nacidos en madrigueras misteriosas, entre rosadas plumas de flamenco, camadas de gazapos zascandilean sin orden y a las ánades como orgullosas madres las bautizan. Asoman reverencias a la luna, inclinados bustos de gracia y rectitud, de verdeantes serranías y ufanos andares se me despide el sol. La noche se avecina orquestada por cantos de grillos y la miel de las abejas, desprotegida de aguijones vehementes, rezuma recta al hormiguero que saborea la paciente victoria. Acuden a los ríos sitibundos los animales. Las ranas, dichosas diosas de mágicos cuentos, creídas princesas entre renacuajos, ríen engreídas de los ciervos que osados sacian su sed; astas 93 suntuosas, pelajes grasos de bellos marrones, de tonalidades inesperadas que azoran a las sombras de los bosques; susurrantes se retiran ante el crepitar de las ramas secas que la dama del tiempo envejece. En plena armonía del espectáculo, entre trinos de jilgueros más bucólicos que selvosos, con juncos y arroyos de atrezo, vigilo ligeras vibraciones que borrosas a lo lejos se acercan parecidas a un aleteo; mas en un lejano reflejo de luces albas, clavados mis ojos en el rociar chispas de elegancia y llaneza, una mariposa azafranada a la caza de néctar. Con más de monarca que de cebra, revolotea tornátil entre las turquinas flores de jade; un seductor bosquejo de acuarelas al que le concedo movimiento sobre el lienzo y sobre el papel le doy vida para mis escritos florecientes del crepúsculo otoñal. En los brotes se posa y en los pétalos después; su volar no es torpe sino escurridizo. Es la única que con vientos de atardecer juguetea: los acompaña y cierra las alas, luego las abre, y en el tiempo en que aparenta caer, reaviva su flotar. Con jocosa parsimonia, mariposea exultante entre los demás animales aspirantes a la inocencia y a sus tonalidades; un sereno cuadro que ningún desván podría esconder. Pero como el candil de anticuario que después de siglos apagado con el tiempo prende, las minúsculas llamas abruman el despertar de la luz y a caminos de silencios inspirados me destina. Toda mariposa ignora su grandeza sideral. De las criaturas resentidas, nacidas para devorar, que sin lápidas reconcomidas sólo buscan y ansían matar, se oyó lacónico un teatral contoneo —torpe y ciego, pareció algo confundido— y pidió calmar su hambruna y a la noche jadear un fantasmagórico murciélago, de grandes orejudas, que no hizo sino marear. Es brujo animal, vestido con frac y chistera, sensible de oídas y tosco de andar; vuelca su fuerza dormida y en cavernas ha de soñar. Un mamífero hogareño, sin sombra de duda. 94 Tan presuroso iba cabezón contra galerna y pleamar como reaparecía y retornaba su andadura y desatino. Pronto sintió a la mariposa surcar los elogios del resto de animales, mas a aquel insecto de tímidas y atolondradas cualidades, advertido de peligros por orugas videntes, en un despiste al vuelo mordió; quebradizas vidrieras coloridas entre alfileres apresadas. Huyendo el roedor alado tronantes sinfonías de órganos y coros satánicas sonaban. ¡Grandes obras se han escrito en un instante! En la pieza musical, posado en lo alto de un silencio, un señero halcón de pico diamantino, alas manchadas de cobrizo y estrecho pescuezo, de anteojos por ojos y digno planear silente, cazó al animal de chillar estridente que entre bruma navegaba. Cristalinos herederos de peregrina luz y sombra, de vida y muerte, de opuestos entrelazados, de perpetua transitoriedad, tronchan paraísos de barro al son del naciente atardecer, al cobijo de alcornoques desvestidos de súber y hojas resecas; escenas de astutas espirales, de formas áureas y apariencias matemáticas, de goteares armónicos y persistentes que juntos componen los enredos de los placeres. La hoja de sauce que embarca mansa en la travesía que el río le promete, guarnecida de pálida luz de luna, descansa entre los pliegues del agua y duerme. Su impermanencia es mágica: pasa de contemplar el recorrido solitario al despedirse con amargura de sus hermanas, caídas también del árbol, hasta tropezar con las rocas cubiertas de musgo y desaparecer en la lejanía del riachuelo; ser el asiento de las aguas. Fluía, armonizada con la nada, la hoja. Con igual delicadeza narran los cuentos que el inocente variar de sólo un aleteo de mariposas puede perturbar el cosmos. Así sean esas historias inescrutables quizá, mas no desoídas si apresamos el tiempo. Y sean acaso verdaderas, pues, a fuerza de costumbre y naturalidad, alteró la natura mi virgen ser natural. 95 Pasé la noche rumiando la función de la naturaleza salvaje. A la mañana, la urraca, heraldo de las tinieblas, celosa se empecinaba en robar mis ojos. Paseares forasteros por cercanas tierras de parajes extraños, de cipreses prominentes y llaves escondidas en clanes de tréboles; acontecían las lunas y soles vernales y el tiempo a la nubilosa noche servía. Liberadas de juramentos, las ninfas que mi rostro besaban viraban los cañones de los ruidosos quijotes que blanden escobas de plomo en la maleza, moribundos hasta oír el estruendo que les aporte la gloria de los cobardes. «Un cuerpo sin alma —berreaban cuando abatían—, es sólo el cuerpo de un animal». Sí, carne muerta de ser. Las bestias errabundas gobernaban por rocas, y cada roca un reino, y cada reino un Olimpo, y cada Olimpo un sepulcro de poéticas voces; lacrimosos recuerdos insomnes que lejos de ser inocuos, eran inmunes, innatos e inméritos. Sólo las flores fragrantes, jacintinas de colorido, persuadían al cuerpo libre y vaciaban la mente o, por fortuna, la colmaban de sugerencias. Como el pez diablo negro que en lo abisal ilumina el nadar de sus presas hacia su fatal destino: hacia los esparragales, camino que anochece, marchó el desfile de los cazadores con mi embelesada mirada de equipaje. Todavía huele a mar… El eco en los macizos de grajos, cuervos y cornejas, hermanos entre ramas de romero, bombea el corazón de los mirlos que canturrean con vehemencia. Nadie ama a los estorninos y su canto es mágico, las cotorras en parajes vestidos de verano arman ciudadelas. Incorpóreo se vuelve el camaleón irado al pasar zánganos y cigarras vagas sin hacer reverencias ni mostrar respeto. La salamandra tensa la lengua para disimular ser el camaleón, la libélula bromea y las moscas se mosquean. En tiempos pasados, en el bancal de la tierra nuestra, vecino a los campos silvestres, brotó un grano de granado que mi abuela sembró. Rojas flores como cálices de sangre 96 y pájaros al viento le rodean, cuyos frutos son reclamo de animales golosos. Con aquella insignia de leyendas familiares que abundancia y alianza desprendía, en el camino encontré, meses de telón bajado y a los pies de aquel granado, el flaco cuerpo del halcón por insectos embaulado. Un ciclo sellado, de saber arcano, que a la inmortalidad aludía: mi mente aspiraba a evaporar esa idea de permanencia, a confinarla en la vida, la historia y la fantasía, a ser vista como una mera creencia. No supe caminar más allá de mis dominios, más allá, incluso, de las verjas que alambran mis senderos. El empedrado asentado por los serenos es por los rebeldes esquivado, deseosos de perderse en el arriesgado vergel de las delicias orientales. El hueco: un limpio suspiro. De celestial hermosura se nos manifiesta la naturaleza, pero lo natural, por bello o cándido que lo sintiera, siempre es rompedor de lo estético o lo alegre, siempre es un burdo y rústico cebo embriagador que nos sumerge en la esperanza de desnudar lo bueno. De hermosa majestuosidad salvaje se acicala la cruda naturaleza prodigiosa. Vestidas de mala fortuna, la fingida soledad de las acacias es antes defendida por sus aliadas que no por el veneno de sus hojas. Un ardite de peligro alerta a sus iguales que como ella se protegen ante la amenaza; ¿cuál es su fin? La comedora de serpientes, cobra de cobras, reina escondida del adiós animal, reina del debacle natural, proclama su dársele bien matar; mas ¿cuál es su fin? Y yo, de andares abismados, de generosas caminatas por cerros y lagunas, de dolores en mis piernas por tal sudor costado, ¿cuál es mi fin? ¿Acaso gozo de fin? Tétrico deber el dar contestación a mis preguntas, un asunto espinoso la transitoriedad, sin duda. Siempre sobre lo impermanente escribo con harto pesar. No lo concibo; no deseo fecundar la idea, mejor dicho. No fui capaz siquiera de pronunciar palabras en voz alta que insinuaran permanencia, pues rendido al sigilo de mis entrañas 97 y por la lluvia de pétalos de almendro maravillado, pensé qué sería la voz. ¡Sí! La voz sería, claramente, el llavín que abriría la diminuta cajita de Pandora. ¿Sería, entonces, la voz hablada, la manifestación del pensamiento, lo más tangible de mi yo enjaulado? ¿Los albores del pensar o sólo un suspiro en plena oración discreta? Si yo me escucho sin hablar, esquivando el sonido, ¿podrán los no-humanos escucharse como yo me escucho? ¿Cuál es el fin de la naturaleza sino dar voz a los sigilosos? Cultivé el jardín con semillas de ambiciones peculiares: abundaban de esperanza por arrancar mis ojos y las limpias cuencas llenar de alborozo. Las regué y regué, empeñé mi tiempo en ello y, por pecar de envidia, las ahogué. Nada floreció. Codiciaba ser feliz, como aparentan los demás, y aguardar oír las voces de los animales, preguntarles si creen ser inmortales y, así, aceptar con dicha el fin de mi especie que aspiro a desgranar. Hoy se hallan podridos los frutos. Nací para escribir mundos sobre el morir y la muerte, sobre la finitud de los nacientes, no sobre la inmortalidad. Era la crisálida de cristal que eclosionaría en el ocaso de la metamorfosis. Escapaba a mí el pensar, el imaginar o el vivir lo impermanente o la nada, el vacío; pero estaba y está ahí. Me reconocía roto, estéril y herido; era la razón del sentimiento trágico de la naturaleza. Brego ahora por su opuesto: lo sempiterno; algo con comienzo, pero sin fin. Todo cuanto muere es tácitamente imperecedero, y todo cuanto aflora es fervorosamente mortal. Los seres menguantes rezamos a la fastuosa nada, oramos ante nada. El escándalo rechinante del grillo que, cuando enmudece, todo al unísono luce en silencio. Dichosas flores escarlatas oscurecen la venida de las garzas. Caen en un aliento, una tibia acogida floreciente que la paz busca desorientada. Si sintiera la libertad del viento, no tendría labios ni orejas, sino plumas negras atolondradas 98 alrededor de un desgastado pico. El origen de una sinfonía fantasmal con las aves como alumnas. Criaturas que anidan o azoraron antaño, criaturas que moran u hogaño florarían. Nacer y fenecer, viajar con ojos ciegos, tejer pensamientos, llorarle al viento, oler las húmedas tierras nuestras, jugar con fríos fuegos... Ser que a la muerte distraiga no se fortalecerá, sino que se fundirá en el crisol del vacío imperecedero, en la rueda trastabillada que gira en círculos. Frené mis piernas y detuve el caminar. Asomaron los animales con faz curiosa, atentos a los pasos que levantan sendas, pues camino del hogar una abeja moribunda cayó a mi vera y ante ella promesas arrodillé. Tiznadas de polen las alas, su abdomen se encorvaba y en el derrame de su linaje marchito sacrificó su aguijón. Un ala torcida la ahorcaba. Agónica la liberté del calor de la tierra y con temblores le pregunté: «¿Cuál es tu fin? Dime, ¿te escuchas? ¿Oyes lo que dices? ¿Oyes lo que piensas?». Retorció el cuerpo en mi palma; se estiraba y encogía. Entonces, lentamente fue haciéndose de piedra y misterio me obsequió. Sólo un cuerpo animal. «Zarpará sin su voz —pensé cerrando el puño con delicadeza—, pero guardará su secreto en mi tumba». Una lágrima se corrompe y encharca la ciénaga. Comenzó a lloviznar al cruzar las bóvedas de glicinas y las gárgolas de piedra escoltaban mi espíritu hasta el comedor. El arroyo sorteaba las rocas y el musgo resplandecía. De las plataneras brotan hojas que enfurecen a las buganvillas y el cactus ríe al tiempo que derrama savia. Lloraban las nubes el anochecer de un noble animal. Sentía con claror a las cigüeñas añorar a sus amigas las arañas, antaño tejían en sus nidos y reforzaban las secas ramas. Gemían los buitres carroñeros, posados en árboles muertos, y los linces reunían a la camada para honrar la pérdida de su leal aliada. Entre arbustos y lodo, los sapos croaban. Perros de fondo ladraban. ¡Un festín de salvajes 99 alimañas! Es la bruja fantasía de mis tierras color verde y blanco esperanza. Nada. Nada murió más señorialmente que esa dama señera. ¡Joven iluso era! Pesqué en lagos yermos. Jamás hubo qué temer de la poética animal. No hiere sino purifica, no mal suena sino hechiza y no mata sino vivifica; pequé, como prudente que me creía, de sabiduría. ¡Pensé que era sabio! ¡La peste de los Santos Ignorantes! ¡Tarde los oía y tardías eran sus voces y yo su caza! En el orbe salvaje no moran criaturas candorosas ni insignificantes; ni una convive cautiva, ninguna se siente cazada, ni una sola se arrodilla, no pecan ni difaman. Cada criatura un universo peculiar, pero semejante: zumbidos, rebuznos, gruñidos o aullidos, graznidos, trinos o cacareos. «Sinónimos» abandonados; voces personales, pero idénticas unas de otras. Se relacionan sin palabras, se comunican sin vocabulario, se armonizan en la bruma matutina y se coordinan sin escribir porque nada humano necesitan. No reclaman humanidad: la mudez animal es la mágica esencia natural de los reyes de la tierra. ¡Sobreviven como fieras carniceras y son dichosos! ¡Esa es la voz de la caza salvaje! La enjundia del secreto animal mora en lo inhumano. ¡Sí! Nada hablan pues nada han de hablar. En mi mano, el cadáver. Cintilaban los jarrones de cristal en el poyo de la vidriera. Al lado, las célebres obras El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstói. Jarrones vacíos, pero rebosantes de significado; libros saciados, pero despojados de sentimiento. Me embrujaron e hicieron de mí una polilla y me acerqué curioso como lo haría ese insecto a la luz de las bombillas. Recuerdo brotes de romero, tomillo, lavanda y cerezo en aguas estancadas. Una raíz de olivo crecía bosquejada con los rayos de sol por entre el pavés y la ventana; lienzos trazados por maestros del paisaje a los que acercarme fascinado e imaginar altos pórticos a mundos fantásticos. 100 La teja antigua, como adorno artesano de pared, confiesa recuerdos africanos y sus tintes embelesan. Colores que moldean figuras de personas. Una mujer negra aúpa niños con cántaros que vierten sus aguas en cuencos de barro. Fango sobre fango... Ahora raja hasta muy adentro el amargo amaretto de ayer. Paños húmedos limpian la tierra apelmazada en los botines. ¡Ay, flaco favor me hice! La vereda embarrizada hizo sentirme más pesado, todavía tímido y frágil, más cobarde que los animales por calzar la piel de otros seres. Como los barcos que encallan en arrefices de coral, mi dignidad traviesa en los guijarros brincó y engullida resultó por aguas venenosas. ¡Ay! ¡Vergüenza debí sentir! Mas no fue así. El universo es la factoría de cadáveres más bella jamás engendrada. La Muerte, guadaña en mano, me robó la sensatez. Me poseyó la rebeldía, la ambición refugiada que obra en mí cuando el pavor o la intriga golpean el torso malherido. Entonces hice de una espigada botella que a las playas de Tarifa aprisionaba un mausoleo sublime, una humilde tumba, un sepulcro de cristal para un libre animal. ¡Sí, juro que jamás vi escapatoria! Acosté con dulzura el yerto cuerpo del insecto en la arena y con un corcho la enfrasqué. Osé retar a la azabache esfera, a la anciana inmortalidad viajera, a la luna rielar en el mar la voz de las viejas eras y al soñar con la vejez. Sí, la muerte es mi arjé. Dulce fue su muerte; en ellos morir era madurar con el éxtasis de una vida saciada; más allá de esa muerte no hay inmortalidad, sino el sueño que cavila y no ha de «ser». Oh, que mi espíritu fatigado more allí, fuera del cielo eterno, y con todo ¡cuán lejos del infierno! edgar allan Poe El Aaraaf 101 LACÓNICAS ODAS CaneTTi, aliado mío C anetti, aliado mío, Enemigo de la Muerte, recréate en mi absurda mortalidad, ¡hazlo retozando, por favor, en un vanidoso juego de palabras! ¡Hazlo indoloro, así, libre, como una caricia en la mejilla del dormido! ¡Y hazlo consciente del perjuicio que tu prosa lírica trae consigo! ¡Embriaguez etérea! ¡Nadie se jacte de ese vil olvido ni de la flor de mi mal descuido! ¡Oh, Canetti, cuán ignorante era! ¡Cuánta sangre manó! ¡Qué equivocado y ciego estaba y cómo de poderosos son los recuerdos: leales brújulas y bravos monstruos carniceros que trituran huesos! Esquirlas de huesos hacen volar... ¡Ay de mí, amigo muerto, y ay de mis memorias absorbentes! ¡Memorias vivas y pegajosas son sólo para mí! ¡Remembranzas que prodigiosas épocas reavivan y renacen y unidos a su magia vivimos en la llorosa comodidad! Es la lluvia de restos óseos la que háceme imaginar atrocidades... ¡Eres tú mi arpía, mi quebrantahuesos! Eres mi lúgubre y luminoso sino. Hicimos en mi familia un juramento: no morir nadie hasta apurar el cirio blanco que soplábamos en los cumpleaños. Caducó hará décadas ese juramento. Siquiera sé qué fue del cirio. Hoy no hay nada: nada que suplicar o celebrar, nada, nadie a quien llorar o abrazar. Hoy, en tal día lastimero, el día en que nací quejumbroso, soplo velas de recuerdos y no de fuego que apuntan al cielo lloroso. Solo; sólo en soledad. Veneno son tus hojas y veneno son 103 las voces, mi voz, que las leen esperanzadas por encontrar alivio en ellas. ¡Son bálsamo para suicidas! ¿Mi voluntad? Morir con mis inmortales recuerdos y no ser recordado inmortal. ¡Canetti, aliado mío, ríase de mí! El día en que, ¡por fin!, venza la muerte correré como Zaratustra por calles y plazas, escritos en mano, imprecando: «¡Canetti se equivocaba! ¡Canetti se equivocaba!». No habrá rincón en el cosmos para tal decepción, ¡y bálsamo para mi conciencia mártir, martirizada y, por desgracia, martirizante si lo hubiera! No habrá escapatoria para ti y tus grisáceas ideas. Bien descubro a la soledad como uno de los infranqueables destinos que se nos antojan y debemos soportar para, cuando acuda nuestra muerte, morir con levedad. ¡Canetti, léame, aliado mío de ultratumba, escudero de cielos e infiernos, maestro de la catástrofe en la bóveda celeste, mentor de demonios sañudos! ¿Qué recuerdos amarras? Si ves la adversidad, es porque hay un haz de luz que la muestra. ¡De cristal la espada blandeas! ¡Rómpela contra los eternos! ¡Émulo mío eres en verdad! ¡Canetti, lo suplico, dóname pizcas de inmortalidad! WhiTman, noBle PoeTa Bailan conmigo los animales y yo los tomo y los acepto pues trasnocha el corazón y hay algo que los posee y los hace enloquecer. ¡Ay, Whitman, tú supiste verlo con diáfana brillantez y ojalá los vieras ahora! ¡No se arrepienten, no se arrodillan, no se avergüenzan, mas sí se suicidan! ¡Sí, sí que se suicidan! ¡Sé que se suicidan! No quieren vivir: ya no desean evitar el peligro de muerte que les acecha en la penumbra. Los he visto en sus inocentes ojos, escondidos tras hojas secas, tras troncos huecos, tras árboles calcinados, tras rocas de plástico, tras 104 el humo de las chimeneas, tras ruedas y charcos de gasolina, tras un manto de lluvia ácida y mar de petróleo... Me aterran bastante, Whitman, y me horrorizan, ¡ese es su exculpado cometido! Se detienen en la ventana y me vigilan como si la culpa del mal que les rodea mía y sólo mía fuera. ¡Sí que se suicidan, Whitman! ¡Hoy no son almas cándidas! Con vista a vuelo de pájaro los veo... Temo a los animales suicidas porque ellos golpean mi vida y, porque los amo, sufro en vano. Cuando en la noche el silencio se cierne sobre mí, ser trasnochador hasta el crepúsculo, los oigo caer desde altos árboles; percibo sus yertos cuerpos golpear el suelo y sé que se rompen por dentro porque sé cómo suenan los huesos al romperse. Entonces escucho el lamento de sus hermanos y coléricos me miran alocados... Es un desfile trágico y perverso que no querrías presenciar. Al comienzo, en la lejanía, siento un quejido lúgubre; luego, más cercano a mí, escucho quebrar los hilos que soportan la carne en los vivos, eso que llaman músculo. ¡Es espantoso, Whitman! ¡Créeme, horroriza a los valientes y yo soy el más cobarde de los valientes! Devoran los animales nuestros cuerpos y sienten virginal felicidad. Voy a morir a picotazos de gorriones cansados de ver desaparecer a su especie. He hablado con los míos: nadie sabe nada, nadie oyó nada, nada putefracto huelen. No conocen el porqué ni les interesa lo más mínimo. Nadie comenta nada, nadie, por osado que sea, cree tener arrojo como para lanzarse a desvelar el misterio de la ira de los caracoles. Nadie, mi viejo amigo muerto, nadie... Ni un sólo hombre o mujer aspira a despertar de este macabro y caprichoso ensueño. Danzan los suicidas su danza suicida sobre cuerpos de humanos muertos y destripados. Quizá no esté hecho para sobrevivir. Algún día descubriré por qué se arrojan los perros desde aquel puente de piedras arcillosas... 105 LOOR A LA MUERTE nosoTros, ¿los morTales? No es triste morir: es solamente el dedo del invierno reconociendo los cuerpos que se duermen. [...] Son extraños los males que los hombres inventan y es tan simple la muerte como el roce de un silencio cuando la luz se apaga. ChanTal maillard Poemas a mi muerte M uerte, ¿qué eres? ¿Qué es la Muerte? ¿Es un hecho, un momento, un suceso, un instante…, un atónito descuido o un acontecimiento? ¿Es el tamiz de la vida? ¿Una paralización de nuestra actividad, un tierno resbalón del yo que desmayado se enmudece, una violenta aniquilación, una inesperada violación, un lapsus temporal o un poético «adiós»? ¿Un algo que ocurre en nosotros, en las cosas naturales, que desde los organismos biológicos, como las personas o las ranas, hasta los conceptos u objetos inertes, como son las rocas o el amor, abraza? ¿Es quizá ajena a nosotros? ¿Los animales conocen a la señora muerte? ¿Sabrán las máquinas, los androides, lo que es el duelo humano? ¿El progreso biotecnológico nos salvará de fallecer? ¿Es monstruosa o celestial? ¿Acaso somos en la muerte? ¿Podemos experimentarla? ¿Somos hijos de lo inmortal o lo sempiterno? ¿Hay Más Allá?¿Es un proceso de homogeneización de la energía que poseemos por ser y sólo por ser, pero no sólo nosotros, los mortales, sino «lo absoluto», lo que está ahí? ¿Qué es, entonces, ser y no ser? ¿Qué significa yo y qué comprendo por «ser corpóreo»? ¿Qué es, entonces, morir? ¿Quién es la muerte? ¿Es, acaso, una persona o bien un animal? ¿Y qué es la muerte? 109 Hará eones que nacieron las hermanas Vida y Muerte. En la lejanía de los dos siglos anteriores a éste, quizá no tan alejados como aparentan estar, surgió la ruina de «la mala de las hermanas», la Muerte, como aquel algo que se carcomía a sí mismo, como ese algo que no sólo enfermaba por sí, sino que contagiaba a quien osara enfrentarse a él, condenándolo a padecer de nihilismo o existencialismo. Así lo explicó Louis-Vincent Thomas, quien sentenció que «a partir de la segunda mitad del siglo XIX, comienza una crisis de la muerte […]. La muerte, que carcome su propio concepto, va entonces a carcomer a los otros conceptos, a socavar los puntos de apoyo del intelecto, a subvertir las verdades, a condenar a la conciencia al nihilismo. Va a carcomer a la vida misma, a liberar y exasperar angustias a menudo privadas de protección. En este desastre del pensamiento, en esta impotencia de la razón frente a la muerte, la individualidad va a jugar sus últimas cartas: tratará de conocer la muerte, no ya por la vía intelectual, sino olfateándola como un animal a fin de penetrar en su guarida; tratará de rechazarla recurriendo a las fuerzas más brutales de la vida. Este enfrentamiento pánico, en un clima de angustia, de neurosis, de nihilismo, aparecerá como una verdadera crisis de la individualidad ante la muerte»1. Mataba la vida, angustiaba a la propia angustia y vestía al pensamiento con un lúgubre manto que impedía creer en el ideal de felicidad y lo sumía a lo absurdo. En tal catástrofe, se procuró conocerla, escucharla, investigar —desde las ciencias en general; la medicina, la biología, la etología, la religión, la cultura, la sociología, la literatura, la poesía, la filosofía, la metafísica, la antropología...— lo que nos regalaba y lo que con simples gestos tenía que mostrarnos; y no por la vida, sino por nosotros mismos. [1] Louis-Vincent Thomas, Antropología de la muerte. México: Fondo de Cultura Económica, 1983. 110 El poder pernicioso de la muerte, merecedor de páginas en la obra de Albert Camus, dibuja un tétrico paisaje en el cual reinan, a partes iguales, el inseparable sentimiento de lo absurdo y las calamidades que conciernen al hombre (como el suicidio). Lo absurdo, que es por cierto irresoluble asesino de las apetencias por vivir, se origina al no contemplarse uno mismo como parte del mundo que le tocó vivir. «El hombre absurdo entrevé así un universo ardiente y helado, transparente y limitado en el que nada es posible pero donde todo está dado, y más allá del cual sólo están el hundimiento y la nada»2. Y más allá del cual sólo mora el óbito que a todo le concede fin. ¿Preguntarse por la muerte es, en realidad, absurdo? Nadie muere para poder indagar en qué es morir. En mi opinión, curiosear con la pregunta de la muerte puede parecer absurdo, por supuesto, ¡nadie sacará respuestas en claro si no fallece! No obstante, tildarla de cuestión absurda es convertirla, aun sin pretenderlo, en el interrogante por antonomasia, en el absurdo mas absurdo de todos los absurdos, pues ¿qué otra cuestión denota tanto vacío racional, absurdo y sinsentido? Se aprecia cómo lo que es considerado pregunta absurda es, al mismo tiempo, la más insondable interrogación realizable. La majestuosidad de la muerte, dígase así, se afinca en el rodeo contemplativo de la presumible nada, en la evidencia de las fronteras que marcan lo ignorado del conocimiento que los humanos acaparamos. La Muerte, la caducidad de lo vivo, retumba implacable en los hombres como un impasse filosófico, como ese algo que no debe meditarse, pues tememos nosotros —inclusive, por desgracia— ver en ella una tragedia personal: el algo que limita y condiciona, que atormenta y menoscaba la vida y la hace absurda. Friedrich Nietzsche anotó: «La valentía y libertad del sentimiento ante un enemigo [2] Albert Camus, El mito de Sísifo. Madrid: Alianza, 1995. 111 poderoso, ante un infortunio sublime, ante un problema que causa espanto —ese estado victorioso es el que el artista escoge, el que él glorifica. Ante la tragedia lo que hay de guerrero en nuestra alma celebra sus saturnales; quien está habituado al sufrimiento, quien va buscando el sufrimiento, el hombre heroico, ensalza con la tragedia su existencia, —únicamente a él le ofrece el artista trágico la bebida de esa crueldad dulcísima»3. Es materia capital de la filosofía trágica nietzscheana: el enfrentamiento al destino como acto heroico del guerrero, reminiscencia del hombre griego. Encararse al fatal destino, que es la muerte, titán invencible, es sinónimo de fortaleza por aceptar la naturaleza de la existencia oscura y decrépita, mortal. Y quien tenga el hábito de sufrir llegará a ser un héroe trágico, celebrará sus saturnales. Una vida de dolor, un pesimismo trágico nada baladí. El hombre, al sobrevolar el tiempo, descubre que es un ser extraño destinado a morir y que en él hay un principio transformador que le acompaña en el proyecto vital al que llamamos yo, y en su reformarse hace gala de su ser más individual. El morir humano, por ende, es una incógnita. Conformidad parecen confesar las palabras de Vladimir Jankélévitch cuando escribe qué es la muerte: «Lo vivo se derrumba, desaparece, no es ya sino un cadáver. El problema de dejar de ser queda en sí como el más profundo misterio. Es impensable y es, en este sentido, escandaloso»4. La muerte, ese escándalo que encaja en nuestro ser a la perfección. Con todo, el conocimiento atesorado sobre la muerte y el morir es la razón por la que los humanos somos seres introspectivos desde la óptica filosófica. Si no viviéramos, no la temeríamos, es obvio. Si no fuéramos un ser que es, si [3] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza, 2002. [4] Vladimir Jankélévitch, Pensar la muerte. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004. 112 no tuviéramos consciencia de que somos, no sufriríamos el peso atronador de la muerte. La meditan los sabios como un misterioso portón de colosales dimensiones cuyo cruzar, fatigoso para algunos y breve para otros, nos conduce a la inmortalidad; además, la describen con actitud esperanzadora, motivando iluminadas muescas de hilaridad cuando se habla del terror a morir. Se describe como una «experiencia» que se inicia y no caduca, que no es consumada, como quien ciego nace y no aprecia la belleza en un cuadro de Dalí, Picasso, Goya o van Gogh y nunca los vería; o aquel cuya sordera le veda el paladear las obras de Chopin, Mendelssohn, Mozart o Bach y jamás los oiría: la muerte nos priva de un conocimiento que debiéramos, de hecho, en profundidad conocer. Ahora bien, ¿se considera o no la muerte una experiencia en nuestros tiempos? Con normalidad lucimos negación, pavor e impotencia ante la muerte con inaudita claridad, pues abandonamos lo específicamente nuestro. De suyo, la muerte no es una experiencia. Recordemos a Epicuro: «Cuando existimos nosotros la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no existimos. Por tanto, la muerte no tiene nada que ver ni con los vivos ni con los muertos, justamente porque con aquellos no tiene nada que ver y éstos ya no existen»5. Temer a la muerte es algo confuso, natural y en ocasiones inevitable, mas no hay un porqué —dice él— por el que debamos temerla. Visto que el hombre es mortal, como mortal que es, al fallecer se fulminan las vivencias, así, si no se es, la muerte no es nada pues nada se experimenta. No cabe esperar mal alguno si se suprimen las experiencias: nada se experimenta; nunca nos tropezaremos, cara a cara, con nuestra muerte porque mientras existimos no hay muerte para nosotros y, al morir, no somos como para vivirla. ¿Cómo podría mi muerte suponerme un mal si, al [5] Epicuro, Epístola de Epicuro a Meneceo. Madrid: Cátedra, 2012. 113 estar muerto, no tendría la capacidad de vivirla? Epicuro persigue mitigar, en la medida de lo posible, sino hasta desraizar, el terror infundido por la muerte. Débil mortal, no te asuste Mi oscuridad ni mi nombre; En mi seno encuentra el hombre Un término a su pesar. Yo compasiva le ofrezco Lejos del mundo un asilo, Donde a mi sombra tranquilo Para siempre duerma en paz6. La poesía que compuso el escritor romántico José de Espronceda en El diablo mundo brilla por la natural sintonía que le ofrenda la muerte. Ésta, pareciera magnánima, brinda descanso al hombre que en su sombra se cobije. Así aspira a sosegar el miedo a la muerte: pesaroso el hombre ha de abrazarse a ella y valiente encarar el nuevo asilo para finalmente dormir sereno y en paz. Un horror, según Immanuel Kant, que no se sitúa próximo a la muerte y sí al estar muerto: «El temor a la muerte, natural a todos los hombres, incluso a los más desgraciados o al más sabio, no es, pues, un pavor de morir, sino, como dice Montaigne justamente, de la idea de estar muerto»7. Imaginarnos muertos, siendo cadáveres, engendra pánico justamente por des-aparecer de entre lo que, de hecho, existe. La muerte es el destino ineluctable de los seres vivientes: la innegable posibilidad que imposibilita al hombre según Martin Heidegger, la innegable imposibilidad de toda posibilidad según Emmanuel Lévinas. Cuando la muerte aparece en escena, no se puede: el poder se incapacita, se [6] José de Espronceda, Obras completas. Madrid: Atlas, 1954. [7] Immanuel Kant, Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza, 1991. 114 pulveriza el dinamismo y se apodera del ser. El pensador francés la denominaría el «acontecimiento» cuyo dueño y señor no sería el ser, pues se nos escapa y no nos pertenece. Esto es, aquello por lo que «el sujeto ya no es dueño del acontecimiento»8, de ese algo. En suma, la muerte es lo propio del hombre, lo específicamente nuestro, lo intrínseca e íntimamente humano. La muerte es el don más preciado de nuestra naturaleza, así la historió J. R. R. Tolkien en su perenne, mirífica y fantasiosa literatura. «Uno y el mismo es este don de la libertad concedido a los hijos de los Hombres: que sólo estén vivos en el mundo un breve lapso, y que no estén atados a él, y que partan pronto; a dónde, los Elfos no lo saben. Mientras que los Elfos permanecerán en el mundo hasta el fin de los días, y su amor por la Tierra y por todo es así más singular y profundo, y más desconsolado a medida que los años se alargan. Porque los Elfos no mueren hasta que no muere el mundo, a no ser que los maten o los consuma la pena»9. Realzó la mortalidad como el obsequio que Ilúvatar les legó a los Hombres. A los Elfos se les concedió otro don: la inmortalidad. Sin embargo, esa ofrenda desaparecía al sufrir una herida mortal, razón por la cual procuraban no librar guerras pese a ser magníficos guerreros, o morir de tristeza al albergar su corazón una profunda melancolía. Para Tolkien, el hermoso don de la inmortalidad se malograba si el dolor era vitalicio. A nuestro pesar, ser la muerte un don no es motivo de consuelo. Con independencia de la personalidad que se posea, siempre habrá resquemor por morir, es inexcusable. Reparar en esa realidad, la cual se nos presenta en todo momento como inesquivable, no resta valía a la vida; más bien procuramos aceptarla y tomarla como el máximo acicate de nuestra existencia. Chantal Maillard, poeta [8] Emmanuel Lévinas, El tiempo y el otro. Barcelona: Paidós, 1993. [9] J. R. R. Tolkien, El Silmarillion. Barcelona: Minotauro, 2002. 115 de diáfana elegancia, sitúa a la muerte en su centro más íntimo, como una herida azucarada que proporciona el sentido existencial del que, en ocasiones, carecemos: Su presencia le otorga a mi vida el sentido. No concibo, sin ella, ni el frescor de la aurora, ni la espléndida compostura del gato al estirarse, ni el oquedal umbroso o esa inmensa pulsión que me convida al goce de la lluvia. No concibo el deseo que astutamente infiltra el dolor en las venas, al cumplirse. La dicha es la canción de cuna que sus labios exhalan mientras los va cerrando. Mi centro es una herida dulce y su nombre es mi muerte10. Mas bien nos resignamos. No obstante, huelga decir que al hombre le cuesta morir, claro está: le importa desaparecer, es un vivaracho animal inconformista. «Sería más fácil morir si de uno no quedara absolutamente nada, ni un recuerdo en otra persona, ni un nombre, ni una última voluntad, ni siquiera un cadáver»11, creía Elias Canetti. Sería un simple silencio, un des-aparecer; se moriría así como se nace, sin ser alguien. En la Grecia de los orígenes del filosofar (occidental), se denominaba al hombre como el «mortal». Se decía que sólo nosotros, los mortales, conocíamos la muerte en el reino animal, pues atesorábamos el conocimiento de la mortalidad que otros seres no poseían. Entonces, la muerte se contemplaba con la mesura que ahora escasea. No obstante, a [10] Chantal Maillard, Poemas a mi muerte. Madrid: La Palma, 2005. [11] Elias Canetti, El libro contra la muerte. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2017. 116 pesar de meditarse con detenimiento, la muerte siempre ha sido complicada de describir. Así, emprendiendo la escarpada aventura de definir el morir, recuerdo las palabras del difunto profesor Jorge Vicente Arregui —a quien debo el título de este subcapítulo—, pues alimentó esta noble labor al afirmar que «morir es reintegrarse al ciclo siempre nuevo de la naturaleza, consumar la esencia intrínsecamente perecedera del ser humano, realizar nuestra más íntima naturaleza»12. oPaCidad animal ¿Por qué, entonces, el hombre heredó el morir? ¿Por qué alcanza la grandiosidad de la muerte su escalón más prominente en el hombre, y tanto más cuanto más célebre es su fallecer, y no en el fenecer animal? ¿Acaso el fenecimiento del animal no es misterioso y no rocía grandeza? ¿Acaso los animales no son cautelosos y oscuros? ¿Por qué destacamos sobre los otros terrícolas que entre nosotros moran? Si no conocemos la muerte humana con seguridad, si faltan piezas del puzzle que montamos en la oscuridad, menos todavía del fenecer animal. Heidegger trazó la diferencia entre morir y fenecer, entre el hombre (Dasein) y el animal. «Al terminar del viviente lo hemos llamado fenecer. En la medida en que el Dasein también “tiene” su muerte fisiológica, vital, aunque no ónticamente aislada, sino codeterminada por su modo originario de ser, y en la medida en que el Dasein también puede terminar sin que propiamente muera, y que, por otra parte, como Dasein no perece pura y simplemente, nosotros designaremos a este fenómeno intermedio con el [12] Jorge V. Arregui, El horror de morir. El valor de la muerte en la vida humana. Barcelona: Tibidabo, 1992. 117 término dejar de vivir [Ableben]. En cambio reservamos el término morir para la manera de ser en la que el Dasein está vuelto hacia su muerte. Según esto, debe decirse: el Dasein nunca fenece»13. El filósofo de Meßkirch separó al hombre, al Dasein, de los demás seres vivientes, como los búhos o las plantas, que únicamente fenecen. ¡Quién sabe si es el hombre el único ser que se posee y se fascina de su existencia! Arthur Schopenhauer escribió con arrojo que, «con excepción del hombre, ningún ser se asombra de su propia existencia»14. Aun así, ¿cómo osar tenerlo verdaderamente seguro? ¿Alguien ha sido alguna vez murciélago para saber qué siente y qué es ser murciélago? ¿Sabe si se asombra o no de su existir? Thomas Nagel, que avistó el problema de excluir el carácter subjetivo, propio de cada cual, de la experiencia en relación al problema mente-cuerpo y al eterno dilema de la consciencia, se pronunció al respecto: «Cómo sería para mí comportarme como un murciélago. Pero ésa no es la cuestión. Deseo saber qué se siente para un murciélago ser murciélago»15. El saber real en torno al animal es una válvula atascada. Esas criaturas sencillamente se apagan y cesan, congelan sus funciones vitales, pues en su simple morir, en su simple des-aparecer, sólo mueren; eso y nada más. Siempre me ha enternecido la muerte de un elefante. No aparenta ser una muerte individual como la de cualquier otro ser viviente, ¡no!, casi al contrario: es algo análogo a la muerte social humana. La familia se inquieta y merodea en torno al moribundo o al finalmente fenecido —y al tratarse del vástago cuanto más dolor siente la hembra [13] Martin Heidegger, Ser y tiempo. Madrid: Trotta, 2016. [14] Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación. Madrid: Trotta, 2005. [15] Thomas Nagel, Ensayos sobre la vida humana. México: Fondo de Cultura Económica, 2000. 118 que lo dio a luz—, resisten días y semanas ante lo fatal, ante un cadáver. Prueban a levantarlo, lo miman, le colocan alimento en su boca; pero nada. Luego, se relacionan con su recuerdo, marchan de la zona largo tiempo y regresan, acarician su cráneo como si el recuerdo viviera en sus memorias. Sólo queda un cuerpo casi putrefacto, gélido y algo devorado por insectos y carroñeros hambrientos. ¡Siempre me fascinará la privilegiada memoria de los elefantes! Como poetizaba Walt Whitman: «me dan claras pruebas de que los poseen»16. ¿Por qué, por lo pronto, al hombre no «lo poseen»? Al respecto, y prosiguiendo la ruptura hombre-animal desde el plano individuo-especie, pues la segunda ruptura es el origen de la primera; Edgar Morin comentó que «la consciencia humana de la muerte no sólo supone consciencia de lo que era inconsciente en el animal, sino también una ruptura en la relación individuo-especie, una promoción de la individualidad con respecto a la especie, y una decadencia de la especie con respecto a la individualidad. [...] la vida animal no implica tanto una verdadera ignorancia de la muerte, [...] como una adaptación a la misma, es decir, adaptación a la especie. Queda fuera de toda duda que el animal, aun ignorante de la muerte, “conoce” una muerte»17. El animal no es tan profundamente ciego al fenómeno muerte: es evidente que cierta muerte o, mejor escrito, cierto presentir el peligro de muerte conocen. No obstante, no posee consciencia o idea de qué es morir o en qué consiste la mortalidad. Así, parafraseando a Whitman, el animal da claras pruebas de que posee duelo y de que goza de cierto grado de lucha interior, mas de ahí a garantizar un conocimiento profundo es sumergirse en aguas abisales. [16] Walt Whitman, Hojas de hierba. Madrid: Alianza, 2017. [17] Edgar Morin, El hombre y la muerte. Barcelona: Kairós, 1974. 119 La consciencia tanática es un regalo de la mente humana, no de la animal. «El animal vive y deja vivir, pero no puede decir soy. Soy mortal y soy persona guardan una relación sistémica. [...] sólo la persona puede decir soy mortal»18, sostenía Leonardo Polo. Muerte y mortalidad son invisibles y secretas para éste y, válidas sean mis humildes palabras, en ese detalle reside la mayor disonancia hombre-animal. En el animal sólo hay cabida para la vida, sólo vive y, en consecuencia, llega su hora únicamente se limita a morir. En el humano no sólo hay vida, no sólo se limita a vivir. Desde que el individuo posee uso de razón vislumbra en el horizonte la muerte y con ella se relaciona: asume su propio fallecer futuro y resuenan las palabras de Polo: «Soy mortal». Sin embargo, si ningún humano responde con plenitud, firme y certero en su contestación —y yo siquiera me acerco—, sobre si sabe acerca de la muerte y el ser mortal, todavía menos lo hará un animal. A la muerte de la mortalidad una delicada desemejanza las separa: la primera más bien nos parecería algo extrínseco, algo que nos sucede desde fuera —Lévinas, precisamente, resaltó que algo de asesinato tiene la muerte por atacar desde fuera—, como consumación de la existencia; la segunda, en cambio, es nuestra condición natural, consustancial a lo vivo, y parecería que surge desde dentro del ser. El humano siempre titubea. Respeto a esas criaturas sin maldad e inocentes, admiro a los animales, pero la quebradura del muro que nos enlaza y emparenta con fuerza no derrumba lo evidente: los animales no «gozan» de una consciencia de la muerte y la mortalidad, pero ¿acaso el humano sí? El animal, aun dotado de cierto conocimiento, no conoce la muerte y su propia mortalidad. No obstante, está de más anunciar que los animales siempre vivirán como si en su naturaleza estuviera [18] Leonardo Polo, Quién es el hombre. Un espíritu en el tiempo. Madrid: Rialp, 2007. 120 escrita a fuego la palabra inmortalidad. Hay mundo todavía por aprender... Empero el morir humano es lo equivalente a finalizar nuestro proyecto vital más íntimo, por lo que perdemos más que los no humanos. Mark Rowlands exteriorizó con perspicuidad cómo la muerte para el hombre es especial; el futurizar nuestra vida, el otear más allá —y el Más Allá, permítaseme el inciso— del mero presente, nos convierte en los seres del sufrimiento par excellence: «Lo que se pierde al morir es un factor que depende de la inversión que se haya hecho en la vida. Y como los seres humanos tienen un concepto de futuro, y por tanto pueden controlar, organizar y encaminar su comportamiento actual en torno al concepto de cómo les gustaría que fuese su futuro, efectúan una mayor inversión en su vida que otros animales. En consecuencia, los seres humanos pierden más cuando mueren que otros animales. Morir es peor para un ser humano que para cualquier otro animal. A la inversa, la vida de un ser humano es más importante que la de cualquier otro animal. Ésta no es más que otra faceta de la superioridad humana: perdemos más cuando morimos»19. En el presente mira el hombre hacia el pasado y el futuro. Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar20. Versificaba Antonio Machado en Proverbios y cantares cómo el hombre, el caminante, va edificándose conforme el tiempo le permite y según camina y avanza, fabricando su futuro porque es capaz de contemplar el pasado y pensar el mañana. Así, la muerte es para el ser humano no [19] Mark Rowlands, El filósofo y el lobo. Barcelona: Seix Barral, 2009. [20] Antonio Machado, Poesías completas. Madrid: Espasa-Calpe, 1989. 121 únicamente el fin de la vida, sino además es el confín de su proyecto vital, de su biografía; es la pérdida de su ser. Conoce más de la muerte que cualquier otro ser viviente y, sin necesidad de ver fallecer en ese preciso momento a alguien, sabe que la muerte le acompaña en su historia. El hombre posee, por así decir, una malnutrida sensación que nos guía a sentenciar, ligada a la insatisfactoria y nimia meditación sobre la muerte, que existe un proceso introspectivo cuyo noble propósito consiste en «hacer rodar» a lo que, por sí, es —y será, no lo cuestiono— incognoscible. Ilusorios por siempre serán los escritos sobre fenomenología de la muerte. Si bien adivinaremos cómo no morir, cómo ser inmortales, será impenetrable el saber cómo es la muerte, cómo es en un ámbito subjetivo y experiencial el morir, nuestro fallecer. El hombre es oscuro, el animal opaco. TaBú fúneBre ¿Quién sabe dónde reside lo grandioso de la muerte humana? ¿En el tiempo quizá? ¿En la consciencia del sí mismo, del yo, o en su reminiscencia? ¿En su vida y en la del otro? ¿En su proyectarse por lo desconocido? ¿En la libertad? Pero ¿qué significa, entonces, tener consciencia de la muerte? ¿Qué sería poseer la muerte? ¿Cómo poseo lo que jamás por mí experimentaré? ¿Cómo rozo lo intangible, lo invisible, lo que se nos escapa? La muerte es un gigantesco batacazo que nos propina la vida, un regalo de los otros y de la autoconsciencia intelectual, es un saber que nos embauca, un castigo por pretender ser los amos y señores de la vida, un mal no tan cruel (¿o sí?) con el cual se nos obsequia; la maldición que nos lega el otro. José Ortega y Gasset llegó a enunciar que «la muerte es, por lo pronto, la soledad que queda de 122 una compañía que hubo; como si dijéramos: de un fuego, la ceniza»21. Por lo pronto, porque en la actualidad se silencia, es tabú, lo cual dificulta más la labor de dilucidar la muerte y saca a relucir su carácter enigmático a raíz del legado del otro. Ignoramos qué es la muerte; el desconocer este enigma es justamente la esencia del hombre y su porqué lo custodia el sigilo. ¡Quizá nos aterre monstruosamente desvelar qué es la muerte! ¡Quizá, por ser un latente problema que rompe nuestros esquemas vitales, nos horrorice tanto como para acallarla y repudiarla! Blaise Pascal lo ojeó con precisión: «Los hombres, al no haber podido remediar la muerte, la miseria, la ignorancia, se han puesto de acuerdo, para ser felices, en no pensar en ello»22. Así es, a buen seguro tememos a la muerte. Descubrimos ese terror, ante todo, cuando amamos verdaderamente, pues sentimos (y lloramos) que la muerte nos robará aquello a lo que con fuerza le deseamos inmortalidad. Si bien algo de esa oscuridad, de ese desconocer, nos deslumbra y genera la admiración, conforme a los escritos de Platón, en el Teeteto, sabemos que Sócrates le confesó a Simmias la escabrosa ocupación de la filosofía: los que de verdad filosofan se ejercitan en morir. Así se percibía el pensar y, en consecuencia, la filosofía, como el «discurso que el alma tiene consigo misma sobre las cosas que somete a consideración»23 y tomó a la meditatio mortis como «modo de vida» de la existencia del hombre, del vivir filosófico, porque se valoraba a la muerte como un bien, pues consigo albergaba la liberación del alma y de los mundanos males. El filósofo no debía temer morir, sino anticiparse a su muerte, aprender a enfrentarla. El filósofo debía ejercitarse en morir. ¡Había una meditación [21] José Ortega y Gasset, En torno a Galileo. Madrid: Espasa-Calpe, 1965. [22] Blaise Pascal, Pensamientos. Madrid: Alianza, 1996. [23] Platón, Diálogos V. Madrid: Gredos, 1988. 123 de la muerte que ahora se enmudece por temor, por tabú! Pierde vigor su carácter enigmático y no buscan los humanos desenmascararlo, sino acomodarse en un pedestal del que caerán sorprendidos. Ansío prestar oídos a quienes consideren que sí y curiosear con ellos mis más íntimas inquietudes. En los aledaños de la meditatio mortis se ubica el comentario de Jankélévitch: «Los filósofos no siempre han pecado por exceso de despreocupación. Una especie de substancialismo ingenuamente realista les inclina a buscar la muerte en las profundidades de la vida, de la misma manera, por ejemplo, que los artistas macabros de la Edad Media imaginaban el esqueleto detrás de la apariencia carnal, el rostro gesticulante de la muerte detrás de los radiantes rostros de la vida y el rictus sardónico del difunto tras la sonrisa de la juventud. ¿La muerte está encerrada en el interior de la vida como ese horroroso cráneo dentro del rostro del que es la osamenta?»24. La historia de la muerte, testiga del alocado yugo estelar y protagonizada por filósofos, vuelca su vorágine en la vida, encerrando la esperanza de sonsacarle verdades sobre las codiciadas preguntas del comienzo de este capítulo, porque si bien pensar la muerte es imposible —antes se piensa sobre la muerte—, no lo es pensar la vida. «La furtiva muerte no está encerrada en la vida como el contenido en un continente, la joya en un cofre o el veneno en el frasco. ¡No! La vida está a la vez investida y penetrada por la muerte, envuelta por ella de cabo a rabo, empapada e impregnada por ella. El que el ser hable únicamente del ser y la vida de la vida es debido únicamente a una lectura superficial y demasiado literal. La vida nos habla de la muerte, no habla de otra cosa más que de la muerte. Es más: de cualquier cosa de que se trate, al menos en un sentido se está tratando de la muerte; hablar de cualquier cosa, por ejemplo de la [24] Vladimir Jankélévitch, La muerte. Valencia: Pre-Textos, 2002. 124 esperanza, significa hablar obligatoriamente de la muerte; hablar del dolor es hablar, sin nombrarla, de la muerte; filosofar sobre el tiempo es, mediante el rodeo de la temporalidad y sin llamar a la muerte por su nombre, filosofar sobre la muerte; meditar sobre la apariencia, que es una mezcla de ser y de no-ser, es implícitamente meditar sobre la muerte...»25. Oírla en cada rincón, siempre vigilante de tu ser, en las entrañas de cada cosa; hablar sobre la vida y sentir su sacudida, hablar sobre la felicidad y sentir sus acechantes ojos traspasar la piel, hablar acerca de la familia y lamentar cuando atacó sin prisas, hablar de problemas personales, existenciales o económicos y mirarla como solución... La muerte, egoísta hija de Narciso, abraza lo viviente y lo carcome ad nauseam. En la Antigüedad colocaban el mundo de los muertos en una índole inferior y lo encontrábamos a nuestros pies, pero precisamente porque es desconocido aquello nos infunde terror. ¡No lo vemos vivos! Si detuviéramos el tiempo lo suficiente como para reflexionar sobre por qué nos aterra, sin duda descubriríamos respuestas que, más bien, anhelaríamos esquivar. ¿Por qué tememos a la muerte? ¿Es por puro desconocimiento, por simplemente eso? Quiero decir, desde tiempos inmemoriables el desconocer mismo ha atemorizado al ser humano y, desde los orígenes del hombre, la muerte ha sido ese gran muro infranqueable y obturado sin el cual no podíamos contemplar nuestra vida, ha conformado un sinfín de hipótesis al respecto, pero eran eso: hipótesis o historias. En la Grecia y Roma clásicas, sírvanme como ejemplo, el hombre concibió hermosos mitos, leyendas, fábulas e historias que procuraban arrojar luz al fosco enigma de la vida y la muerte. Con pluma poética, reseña Maillard la metáfora griega de las Moiras, las tres divinidades cuyo deber consistía en regalar evanescencia a los hombres, y [25] Ibíd. 125 cómo la primera, «Cloto, la hilandera, lo hila en su huso; la segunda Láquesis, el destino, mide su longitud, y la tercera, Átropo, la inflexible, lo corta con sus tijeras. Las Parcas, nombre latino de las Moiras, son hijas de la diosa Necesidad, a la que los dioses, incluido el propio Zeus, están sometidos»26. El morir del ser, como yo, como existente individual, particular, no como conjunto, era tan delicado como el gesto de acercar el pulgar al índice sujetando unas tijeras. Perder la identidad era preocupación capital. Narraban también las anécdotas la única travesía de los hombres que abandonaban el mundo de los vivos para valientes viajar al mundo de los muertos, a un reino inferior, asentado en el subsuelo: el Inframundo, un mundo de ultratumba gobernado por Hades —Plutón en la mitología latina—, el gran señor de los muertos que hacía sombra al vasallo Caronte. En aquel lugar, Hades daba cabida al colosal conjunto de seres (no) vivos y los acogía hospitalario. Relataban esas leyendas cómo al dormir eternamente espectros errantes embarcaban en una solitaria travesía por el río y lamentaban, echada la mirada atrás, su imposible regreso. Entonces, aquel barquero que óbolos cobraba atravesaba las míticas aguas para acercar al «moribundo» al principio de su particular «infierno». En los dominios de Hades nuestro ser adopta una forma espectral; hay recuerdos, ¡sí los hay!, porque sin recuerdos nos desposeemos cuando no hasta muere nuestra identidad, hasta muere nuestra muerte. ¿Sería la muerte del alma el final de la vida humana o nos aguarda algo más? Aspiraron a «solucionar», como si de anestesia se tratara, la vida del hombre, la gozosa vida en la polis griega; mas aquel que naciera persona sabía, de algún modo, que en su peculiar futuro estaba la barca y el barquero del río Aqueronte. [26] Chantal Maillard, Contra el arte y otras imposturas. Valencia: PreTextos, 2009. 126 ¡He ahí las ilustres tradiciones, vivas en las obras clásicas, de inhumar a los cuerpos con un óbolo en la boca! Curiosas, morbosas, originales y extrañas son las ceremonias mortuorias humanas. Dejaban descansar el cadáver, el gélido cuerpo desalmado, en el mundo de los vivos. Nada terrenal cargábamos entonces; nada valioso portamos hoy con nosotros en la acogida de la muerte. Nos abandonan seres amados con los que jamás coexistiremos y atrás dejan sus pertenencias preciadas, deseos o sueños, ideas y aspiraciones. Ved de cuán poco valor son las cosas tras que andamos y corremos, que, en este mundo traidor, aun primero que muramos las perdemos27. Idónea y maravillosamente lo poetizó el poeta del prerrenacimiento Jorge Manrique. Resta valor a todo cuanto nos rodea, pues a la hora de nuestro íntimo morir, nada ni nadie se conserva. La muerte nos traiciona y roba las más bellas posesiones. No obstante, la muerte no nos arroja, a nosotros, los humanos, al abandono de la imperdonable soledad, a la rejuvenecida nada. ¡Tantas incertidumbres, tantas sospechas! ¡Tanto por saber! Lo que sí sé seguro es que el morir será el eterno enigma del hombre y que en un futuro no tan lejano la muerte conquistará de nuevo el trono que le corresponde y que ahora ocupa el destierro. Bernard N. Schumacher escribió sin rodeos que, «aunque se habla mucho en el marco de la bioética y la ética médica, la sociología, la historia y la literatura, en el alba del tercer milenio la muerte [27] Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre. Madrid: Castalia, 1983. 127 es tema tabú»28. En nuestro presente, debemos contentarnos con escribir libros sobre la muerte, la mortalidad y, por qué no, la inmortalidad, pues «con el fin de proteger la felicidad, el hombre occidental contemporáneo se las ha ingeniado para dejar de pensar sobre la muerte y, más particularmente, sobre su propia muerte»29. La muerte no existe, ya no, se la ha silenciado martillazo a martillazo. Porque estos herbazales ahora (les) aterran u ofenden la muerte es tabú y, en honor a Pascal, debe ser silenciada como la ignorancia o la miseria: un asunto oscuro que oscurecer todavía más. Se aspira a torear la muerte, mas si ésta pervive, dígase la verdad, es gracias al amparo, entre otras hermosas disciplinas, de la tradición filosófica. Charles Baudelaire armonizó la muerte como lamento, mal prohibido que consuela malherido, con el valor de vivir encarando un morir oscuro. Si bien es meta de toda existencia, es, además, esperanza mareante que acompaña hermanada al ser. Las flores del mal son un apasionado ejemplo del fúnebre canto de la vida que es el óbito: La Muerte, ay, nos consuela y nos hace vivir; es meta de la vida y es esperanza exclusiva que, como un elixir, nos eleva y embriaga, dándonos el valor de llegar a la noche30. ¡Que perviva, entonces, el espectáculo del crepúsculo de la muerte, que en este aciago mundo somos el corpúsculo de un celestial engranaje! Su estudio no se debe sino continuar desde la filosofía y la antropología, las avezadas a ello, y preparar(se) un lugar cómodo, quizá en un sillón con vistas al mar, al [28] Bernard N. Schumacher, Muerte y mortalidad en la filosofía contemporánea. Barcelona: Herder, 2018. [29] Ibíd. [30] Charles Baudelaire, Las flores del mal. Madrid: Akal, 2003. 128 monte o al jardín, desde donde leer críticamente el más mínimo aforismo tanatológico que nos asombre e ilumine tanto como para animarnos a perpetuar el pensamiento incandescente sobre el morir y la muerte. arS ViVeNDi El ser humano, como premio por su condición, ha procurado consolarse con «una vida» en el Más Allá tras el morir, más allá de su muerte. Se codea con el ideal de inmortalidad, con el sueño prometido de la vida eterna que las religiones han excitado y, de hecho, prosiguen prendiéndolo. No obstante, eso no deja de ser exiguo, pues pese a sus hercúleas embestidas por esperanzar la vida de los mortales, el morir seguirá siendo desconocido, como desconocida será la hora de nuestra muerte, siquiera un condenado a pena capital sabe del instante exacto: morirá horas antes de su ejecución causa de una gripe española, según el ejemplo de Jean-Paul Sartre, pues «lo propio de la muerte es que puede siempre sorprender antes del término para aquellos que la esperan para tal o cual fecha»31. ¿O no? El Más Allá mismo es una incógnita, pura especulación, un derrotero escatológico más. ¿Qué hay tras la muerte? Nadie jamás responderá la pregunta. ¿El resto? «Cuestión de fe». El hombre muere, mas en él no hay muerte, otro algo en ese él descuidamos: un resucitar, un recuerdo, un nuevo cuerpo, un legado, un renacer, una descendencia, un enamorarse. Más cauteloso resultaría promulgar la inmortalidad de la vida terrenal, como ser corpóreo, que afianzar el conocimiento del andamiaje que sostiene al morir y a la muerte. [31] Jean-Paul Sartre, El ser y la nada. Buenos Aires: Losada, 2017. 129 La única seguridad en torno al fallecer humano es que no podemos ser-en-la-muerte (vale decir, ser siendo seres muertos) si somos-en-la-vida (ser siendo seres vivos). Sí podemos, a pesar de ello, una vez postrados a la eternidad, en sentido coloquial, estar-en-la-vida: la migaja del ser que, debilitado por su propia mortalidad y habiendo fallecido, pervive en los demás. Los otros nos obsequian vida con y en sus recuerdos. ¡Esa sería nuestra (única) salvaguardia! ¡En el recuerdo arde la mortalidad y de sus cenizas nace la «inmortalidad» en la que creo ciegamente! Si no podemos ser porque morimos, al menos, nos premiamos con estar si desaparecemos. Cuando menos los recuerdos mueven al difunto. Los vivos mueven, metafóricamente, al fallecido; debemos dar movimiento para fabricar su «existir» del modo más tenue y abstracto. Recordó Canetti, maestro literato de la vida en el recuerdo, que «demasiado poco se ha pensado sobre lo que realmente queda vivo de los muertos, disperso en los demás [...] Los amigos de un hombre muerto se reúnen determinados días y hablan sólo sobre él. Lo matan todavía más si únicamente dicen cosas buenas de él. Más les valdría discutir, ponerse a favor o en contra de él, revelar picardías secretas suyas; mientras puedan decirse cosas sorprendentes sobre él, cambiará y no estará muerto. [...] Para que el muerto, a su manera más tenue, siga viviendo, hay que darle movimiento»32. Por lo común, la muerte es una noción que se posterga en el tiempo. El ser alcanza a vislumbrar el ideal de inmortalidad como rememoración, como recuerdo, de un yo que sobrevive y se transciende en el tiempo. El deseo de Canetti es cristalino y la misma meta deseó Hannah Arendt; se aferró a la idea (o al ideal) de recuerdo que auxilia a la inmortalidad: «La tarea y potencial grandeza [32] Canetti, El libro contra la muerte, op. cit. 130 de los mortales radica en su habilidad en producir cosas —trabajo, actos y palabras— que merezcan ser, y al menos en cierto grado lo sean, imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos. Por su capacidad en realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza “divina”»33. Se debe hacer perdurar su obra, su historia, sus vivencias en aquellos que sin morir duermen con él. Una prístina, hermosa e impecable supervivencia al alcance de la persona, ¡una mágica filosofía por y para la vida! Salvamos a los otros en el recuerdo, ¡es ahí donde les privilegiamos con movimiento! El recuerdo como la bella guisa de inmortalidad donde el difunto sobre-vive en la muerte, como el hermoso fatum del fallecido de continuar estando, nutrido por quienes alzan la mirada hacia su futuro. ¡Pero morir es viajar, morir es trascender; y tú estás trascendiendo —recordarte sería acompañarte—, en las noches de estrellas, en las auroras puras, en las altas puestas de sol, vivo tú, vivo tú, vivo y ardiente, sobre la pobre paz de nuestro seco olvido!34 Poetizaba, así, el onubense Juan Ramón Jiménez, en Belleza, sobre lo que de inmortal habita en el recuerdo. A pesar de ser mortales, ¡cosa que todavía nos sorprende!, se sigue soñando en cuánto más prolongaríamos nuestra [33] Hannah Arendt, La condición humana. Buenos Aires: Paidós, 2009. [34] Juan Ramón Jiménez, Selección de poemas. Madrid: Castalia, 1987. 131 historia. En el fondo, siempre respondemos con un sí rotundo la pregunta sobre si compensa o no prorrogar el duelo de guadañas hasta la eternidad. A pesar de lo ignorado, una gran multitud escoge la inmortalidad. Si fallecemos, al menos seamos imperecederos de algún modo. El desconocimiento del Más Allá ha pervivido con gran brío hasta la actualidad y más lo hará en el futuro en consonancia con los postulados de las esperanzadoras y puede que utópicas nuevas «religiones»: el transhumanismo y el posthumanismo. En ellas, el cuerpo no es sino un envoltorio semisólido que moldear a nuestro antojo. Estas nuevas rutas del hombre abrazan al respeto por la razón y las ciencias, a la promesa de un progreso traducido en prosperidad y a la estimación de la vida que vivimos en sustitución del sobrenatural Más Allá. Sobre esta última arenga, Antonio Diéguez anota oportunamente que «la prolongación indefinida de la vida, la victoria final sobre la muerte, la promesa definitiva de inmortalidad, eso es toda la justificación que el transhumanismo necesita para afianzarse y para constituirse en proyecto utópico. Es lo que han prometido siempre, de una forma u otra, las grandes religiones, e incluso cualquier idea que haya querido cambiar el mundo. [...] No hace falta buscar una improbable vida más allá de la muerte, como la que las religiones anuncian, cuando podemos aspirar a no morir jamás. Una aspiración que no es tan descabellada como parece, pues se pueden aducir razones para sustentarla si acudimos a la ciencia»35. ¡Qué ironía de la vida sería! Mortales fabricando inmortales. Ambicionaremos, si al fin forjamos las llaves que nos encadenan a la inmortalidad, un desenlace no tan peculiar como el narrado en el mito griego de Eos y Titono. La diosa Eos, enamorada de Titono, un príncipe mortal, le rogó [35] Antonio Diéguez, Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano. Barcelona: Herder, 2017. 132 a Zeus inmortalidad para su amado hombre. Sin embargo, astuto y obsequioso, el rey del Olimpo escuchó las súplicas e inmortalidad únicamente le brindó. Con el pasar de los años, Titono más viejo se hacía, pues envejecía al ritmo que lo hacen los humanos. Eos realizó el deseo que al pie de la letra siguió Zeus hasta que en cigarra (o grillo, según las historias) Titono se transformó, anhelante, eso sí, de un último regalo: su muerte. ¡Mori! Envejecer fue el grueso grillete del que no pudo zafarse. No es inmortalidad sinónimo de plenitud si no es acompañada de eterna juventud. La muerte siembra serios dilemas que no solucionaría la inmortalidad que el transhumanismo pregona, aun cuando sea bello pensar en ello. Ni siquiera su servible praxis conquistaría la cima de esta inconmensurable problemática. El volcado de mente, la modificación genética, la clonación, la criogenización o la regeneración celular son ejemplos con los que se desea guardar y resguardar la existencia de la persona o lo que de ella queda sin (apenas) rozar la muerte. En efecto, ¡estamos aterrorizados porque no sabemos qué nos depara la muerte, qué hay tras ella! Aspiramos a no morir jamás, a ser inmortales en esta vida terrenal y corpórea, a buscar desesperadamente los avances en biotecnología justamente porque nada nos asegura una existencia al fallecer. El triunfo transhumanista en la lucha contra el envejecimiento sería problemático. Acertada es la observación de Carlos Blanco Pérez sobre esto: «Vivir más representa un valor ansiado por muchos, aunque la extensión de la vida tiene poco sentido si supone también prolongar sus injusticias, carencias y miserias, pues a lo que aspiramos es a una vida plena, en la que cada individuo pueda desplegar sus posibilidades, conocidas o ignotas, y donde las cadenas que aún atan a un número intolerable de personas cedan progresivamente el testigo a una civilización de la libertad. Más vida, sí, pero de mejor calidad para el máximo 133 número de individuos, por lo que si no somos capaces de perfeccionar realmente la vida y de incrementar el acceso a estos nuevos beneficios tecnológicos, un principio de mínima y sensata prudencia nos obliga a abstenernos de modificar la naturaleza humana»36. En las vidas supraterrenales encontramos paraísos como el Edén del Génesis, del Tanaj judío y de la Biblia cristiana, la Yanna del Corán musulmán, el Swarga (Suargá) hindú, los celestiales Campos Elíseos de la mitología griega, el magnánimo «Salón de los caídos» o Valhalla (Valhöll en nórdico antiguo), en la ciudad de Asgard, de la mitología nórdica, etcétera. «Mundos vivos» post morten repletos de placeres fantásticos que harían de la vida humana la mejor de todas las posibles. ¿Cómo pudo el «arquitecto minucioso» haber errado (calamitosamente) al crear este mundo? Nosotros, los dóciles mortales, podemos pensar universos todavía mejores de los ya pensados, pues el vivir requiere un esfuerzo que a miles de millones se les presenta innecesario —yo desistí al poco tiempo—. Quiero decir, ¿quién ambiciona estirar hasta el impensable límite su vida como para codiciar ser inmortal? Hablo de deshumanizar al humano, lo humano, literalmente. Si pensamos en la muerte como un algo que ocurre en el orden natural de las cosas, no debemos desnaturalizarnos de esa forma tan indigna, si se me permite la frase. Es cierto que también las enfermedades lo son y bien que nos enfrentamos a ellas; sin embargo y sin rodeos, no podría actuar en contra de la muerte. Sí podría argumentar la evidencia de no disponer de un organismo, y mucho menos de una moral férrea, para la vida perenne: desearíamos y necesitaríamos, en efecto, fallecer. Confieso que no tomo por buena la inmortalidad ni la preciso. [36] Carlos Blanco, Más allá de la cultura y la religión. Madrid: Dykinson, 2016. 134 ¡La vida inmortal!, ¿cómo sería? Pensémosla: no cabe duda que al hombre le urge situarse en la temporalidad para entender la realidad; mas la muerte y la inmortalidad, eo ipso, son realidades que escapan al tiempo. La muerte por encontrarse fuera de él y la inmortalidad por de él olvidarse. A ésta última lo que más le perjudica es el tiempo; bien sea porque no se recupera o porque pensar en algo que tienda al infinito nos resulta agotador. Existir es estar en el tiempo. José Ferrater Mora desovilló la maraña sobre la hipotética idea de una existencia indefinida. La muerte configura terriblemente, la muerte agrede, limita y nos limita, la muerte derrumba las esperanzas; pero la inmortalidad desbroza el sentido íntimo y último de la vida humana. En esa inmortalidad «habría siempre tiempo para llevar a cabo cualquier proyecto, para desdecirse de cualquier intento, hasta para borrar, con la acumulación de hechos en el tiempo, lo que acabarían por ser las huellas levísimas, casi imperceptibles, del pasado. Los hechos de la vida acabarían por no significar nada para ella. La vida resultaría, pues, prácticamente irreversible y, por ello, carente de sentido —justamente porque podría tener todos los sentidos que quisiere»37. A juzgar por las palabras del pensador español, (mucho) sentido no otorgaría la inmortalidad. ¿Qué sería del yo y de su identidad? ¿Cómo sería la noción del tiempo? ¿Y las etapas de la vida humana? Es decir, ¿habría etapas de la vida como la niñez, la juventud, la madurez o la vejez? ¿Continuaría el ciclo de la vida? ¿Cómo envejeceríamos entonces? ¿Habría un mejoramiento cognitivo? ¿Cómo sería acaso ese mejoramiento? ¿Sería una mejora en lo biológico, pero no en lo mental? Y si no lo hubiera, ¿cómo sería la vida inmortal? ¿Dónde quedaría la humanidad del humano?... Hay páginas, capítulos, [37] José Ferrater Mora, El ser y la muerte. Barcelona: Planeta, 1979. 135 libros y colecciones repletas de cuestiones similares; pero sea quizá la pregunta más delicada, y a su vez débil, ésta: ¿me aburriría de vivir? O sea, ¿me agotaría tanto la vida como para desear la muerte? Además, ¿qué proponen y qué contestarían quienes mágicamente prodigan la inmortalidad? ¿Sólo hay cabida para la mente, para el alma? ¿Cómo y qué serían los paraísos que nos prometen? No quieren ralentizar el reloj, sino hacer que las manecillas tomen un rumbo inédito al corriente. ¿Sería conveniente repensar y modernizar la propaganda del Más Allá o de la inmortalidad? He ahí el confín de la antropología filosófica: no tener rendija alguna por la cual ver qué hay tras la muerte, qué nos sucede al fallecer o si habría futuro. Las personas no congelan el mundo para meditar sobre el morir, la inmortalidad y sus consecuencias. Soñar con ser inmortales es corretear consagrándonos como dioses. El hastío, la agonía, mis propios pensamientos destructivos, por ejemplo, superan con creces las ganas de existir para siempre. No obstante, hay quienes no se deciden: ¿morir o no morir? «¿Cómo podemos, al mismo tiempo, no querer morir y no querer vivir para siempre? Obviamente, si no muere vivirá para siempre y la única manera de evitar vivir para siempre es morir»38, pregunta Michael Hauskeller. Al menos yo, y lo confieso con aplomo, desearía ignorar mi mortalidad, no cargar en mis hombros la pesantez atronadora de la muerte, desconocer si mueren mis seres más amados, no presenciar las muertes de los animales que me acompañaron, no sentir a la muerte zurcida a mi destino; como nacer ignorante de nacer, morir ignorante de morir. La cruda realidad animal es así: existir sin conocer, en profundidad, muerte alguna. Sólo entonces vida y muerte dulce nos regalaría la ignorancia. [38] Michael Hauskeller, Better Humans? Understanding the Enhancement Project. Durham: Acumen, 2013. 136 arS morieNDi Ingenio y desfigura hasta... ¿la sepultura? No, momentos anteriores a ésta; hasta lo macabro que la única criatura de costumbres al que le cuesta cambiar disfruta, porque somos ese «dios» que ha escrito míticas gestas al son de la lápida que duerme sobre el durmiente; el ser a cuyo ardor por preservar las cenizas del incinerado lo llama inspiración; el ser que se emociona, se conmociona; el ser que se dramatiza, se inquieta o se horroriza desmedidamente ante una matanza; el ser que en otro ser crea y descubre el desaparecer. El hombre ingenioso reinventó la muerte, la embelleció, divisó un arte perdido y pocos eran los que rozaban con la yema de los dedos su néctar. La concibió así de hermosa: oscura e iluminadora. La persona que tortura con deliberación hasta el acantilado que conduce a la muerte, el asesino talentoso y desalmado que adorna el cuerpo de la víctima con la sangre de las hendiduras, es un salvaje artista sin piedad, tan empático como un muñeco de esparto; un virtuoso inventor de pudor robado, apasionado de su vesania, que según su ley ajusticia, mas es un artista —y asumo cualquier desaprobación—. Estos renglones, realmente y sin enredos, nombran como estrella del arte al asesino y al verdugo, al torturador, pues se apodera de estilos del arte que sólo una minoría alcanza y logra comprender. ¡Desde luego, es artista! Pues ¿por qué acusarle de no pertenecer a esa selecta comunidad? ¿Por tildar de inmoralmente macabras sus obras? La gente, como con el pasar de los siglos se ha hecho, podrá innovar en cómo morir, pero la muerte en sí es repetitiva; siempre es la misma, no varía, es inmutable y cansina. Por eso, se resguardan los asesinos, los ilustres criminales, en cómo matar, porque la muerte es siempre la misma, en eso no hay mérito ni firma, pero en cómo morir hay arte y genialidad. 137 Si el cuerpo es lienzo, o eso se aclaró en la historia humana, «arte» sería aquello que sobre «lienzo» se erija: aquello que guarde cierta relación con un cuadro, una escultura o una pieza musical, verbi gratia. ¿Es, entonces, artista cualquier criminal? No, y no por ello a todo ser aborrecible ha de vanagloriársele ni debemos ciertamente aplaudir sus actos. Ser artista es ser explorador de perfecciones, siempre avizor de novedosas maneras de expresar mediante un «lienzo» mundos poco transitados. La tortura es ingenio y corrió a obrar arte. Largos milenios de historia invocan asiduamente maquiavélicos modos de proceder a dar tortura y muerte. Plutarco narraba el sádico y bárbaro escafismo practicado por el Imperio Persa, donde morir devorado por insectos que colocaban sus huevos en el recto del condenado era un tormento que, en ocasiones, persistía días; el toro de Falaris, una hueca efigie de bronce ascendida de los mismísimos infiernos en la que, situada sobre una hoguera, metieron a su creador hasta morir abrasado; la insigne crucifixión romana, el vergonzoso martirio de morir clavado; la gota china que guiaba al sacrificado a la sumersión psicológica hasta paralizar su corazón; el taburete sumergible, el empalamiento, la condena de los marineros: pasar por la quilla; el hombre de mimbre, la doncella de hierro, el nórdico y bárbaro Águila de sangre, el desollamiento, la privación de sueño o la popular y aclamada guillotina francesa que en la plaza del pueblo a centenares de fisgones nauseabundos reunía... ¿Acaso cabe duda del talento y la imaginación del sádico? ¿Acaso no tropezamos con el arte de cómo asesinar? ¿Acaso no hay genialidad en el matar? ¿Qué debo, entonces, entender por «arte»? ¿Qué misión atesora el arte? No es mi intención dar respuesta a tales preguntas en estos escritos. No obstante, diré del ser humano, eso sí, que en la muerte serena, en la «buena muerte», encontramos quizá el arte mismo reconocido, el arte fúnebre que el 138 mundo venera y agradece, el arte que nos rescata y salva de las afiladas garras de la muerte. Parece que el cerrar por siempre los ojos es símbolo de repudio, sin embargo, valientes héroes obran en la umbría como verdaderos artistas —¡artistas reconocidos!—, para crear arte donde sólo habita la ceguera y la impresión. El hombre muerto, así lo vemos, estaría des-figurado: la naturalidad, el proceso natural del muerto y de su descomposición, no nos es suficiente. El artista debe figurarlo, dotarlo de forma y «vida», debe embellecerlo para acercarlo a su público. En estas artes pocos se nombrarían artistas, algunos siquiera conseguirían acercarse al «lienzo». La atención post-mortem, sirva de ejemplo, es un innovador nadar en lo atractivo del óbito; allí sitúo a las históricas tanatopraxia y tanatoestética. Desde las antiguas culturas, como la sumeria o la egipcia, hasta la edad actual, como la practicada en algunas zonas orientales, el ser humano ha labrado una «leyenda de bellezas», un imaginario donde la hazaña de la mano artística tiene gran poder sobre el rechazo a la muerte, por así decir; procura maquillar esa gélida bofetada. En este elenco de prácticas algo tan sumamente siniestro como para dar escalofríos, como es el encontrarse frente a un cadáver, es mudado por la delicadeza en el cuidado del mismo. Entretanto, sobrevienen las mismas sensaciones en la fotografía. Ésta apresa enloquecedores corolarios de muerte o sentimientos delicadamente congelados en una imagen. Es una especialidad con cierta lejanía con respecto las anteriores: bien puede decirse de ella que es el ser que captura el tiempo, el narrador testigo de una trágica historia, de un preciso instante que inmortaliza la mortalidad. La fotografía acoge y encoge a nuestros corazones donde yacen y consumen los restos óseos y la sangre y vísceras del herido sólo para que allá su espíritu permanezca enclaustrado en mis manos mientras lo observo, 139 sólo por abrazar un recuerdo que esquiva a la muerte, aunque aprese algo muerto, pues «todas las fotografías son memento mori. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa»39, decía Susan Sontag. El arte, sólo el arte, es una connatural condición humana, como lo es el morir. El humano es un ser frágil e impotente ante la muerte y su propio fallecer. Así, el arte es un velo con el que revestir las desgracias, una cortina que nos protege de la oscuridad del sol, aquel parasol que guarda luz en días nublados. ¡No difamen a los artistas de la honra, aplaudan lo que somos capaces tan fácilmente de repudiar! amor (in)morTal ¿Es el hombre bondadoso o malévolo por naturaleza? ¿Es un lobo para el hombre (Homo homini lupus), como popularizó Thomas Hobbes rescatando la sentencia de Plauto? ¿Quizá es preferible pensar, como Jean-Jacques Rousseau, que es bueno por naturaleza? ¿O lanzarse, con Sigmund Freud, a que el hombre es constitutivamente bueno y malo, y ambos necesarios? El mundo juzga con su propio criterio y según su interés lo bueno y lo malo de la existencia, lo erróneo y lo acertado; qué sea el mal o qué sea el bien irá referido siempre al otro. Los otros son la medida nuestra. Lo valioso, a la par que fatídico, es palpar el peso muerto de la conservación no sólo en uno mismo, sino en los demás. Un elegante efugio lo escribió Konrad Lorenz al expresar que «el hombre no es por naturaleza tan malo como afirma el Génesis. Lo que pasa es que no es tan bueno como exige nuestra vida [39] Susan Sontag, Sobre la fotografía. México: Alfaguara, 2006. 140 social moderna»40, tan líquida para el amor —en el sentido que dictó Zygmunt Bauman—. El pervivir del yo se consagra, en suma, gracias al esencial auxilio al indefenso, al socorro dado al prójimo; a la réplica. Sea buena o mala la naturaleza humana, sea o no animal, henos aquí triunfantes porque primero son los otros y luego el individuo. Antes es el otro, pues después está el yo. ¿Realmente es así? Entonces, ¿sea el hombre un lobo hambriento, sea un santo desterrado, sea justo o despreciable, la tenue silueta dibujada en la pared siempre tiende la mano al otro? La bondad o malignidad del hombre —eso opino— es siempre dependiente a nuestra naturaleza y a las eventualidades que nos transformen. Es decir, ¿valdría pensar que es una de las ineludibles llamadas de la cerril Madre Tierra que implora preservar la especie, a nuestra calamitosa comunidad humana? Cuesta ver así al otro, como sí lo veo en la muerte. ¿Por qué aquellos que rechazan cuidar, aquellos quienes desatienden al impedido, son sus gestos considerados «inhumanos»? ¿Por qué descubro en mí un atisbo de obligación natural, un impulso limpio de amparar al necesitado? ¿Por qué queremos, en ocasiones, preservar al más odioso y repugnante ser, al ser cuyo destino fatal bien podría aparecérsele ahora y librarnos del lastre que nos estorba? ¿Por qué debemos depender del otro? Socorrer al herido, por ejemplo, es un ímpetu humano al que respondemos ansiosos y necesitados, sin razón aparente. Luego cuidar no es socorrer al impedido únicamente, sino salvaguardar lo que de persona vive en ese ser. Este cuidado, el cuidado del otro, es innegable y a su vez bello e incluso placentero, en ocasiones. ¿Por qué? Leí libros sobre hombres, sobre reinos combatidos, sobre historias corrientes, sobre personas con hambre y sed, [40] Konrad Lorenz, Sobre la agresión: el pretendido mal. México: Siglo XXI, 2005. 141 sobre enfermedades inventadas... Ahora aprecio la vida de las personas fracturadas. Siento sus historias oprimidas. La vida, para ciertas desdichadas criaturas, es una especie de mala suerte desafiante, pues el gran dolor que el hombre padece como resultado de la muerte (ajena) procura resistir a la separación, precisamente, del hombre ante su mortalidad. Esta ruptura en lo más hondo de nuestro afecto es siempre rompedora para los valientes que en pie permanecen en el mundo. Occidentalmente hablando, el hombre, en busca de la unión y la inmortalidad, ni tolera ni aplaude, por supuesto, ni comprende la muerte. Recuerdo los Diálogos de Platón... El hombre es un santo diabólico, insinúa entre líneas el discurso que Aristófanes le relata a Erixímaco. En el Banquete de Platón aparece la historia sobre cómo Zeus rompió en dos pedazos a los andróginos. La naturaleza humana no fue antaño, y según el mito, semejante a la nuestra de nuestros tiempos. Andrógino era, a la sazón, un mismo ser dispuesto de lo masculino y lo femenino, varón y mujer; pero arrogante y osado. Entonces, hastiados de sus malas conductas, «Zeus y los demás dioses deliberaban sobre qué debían hacer con ellos y no encontraban solución. Porque, ni podían matarlos y exterminar su linaje, fulminándolos con el rayo como a los gigantes, pues entonces se les habrían esfumado también los honores y sacrificios que recibían de parte de los hombres, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes. Tras pensarlo detenidamente dijo, al fin, Zeus: “Me parece que tengo el medio de cómo podrían seguir existiendo los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles. Ahora mismo, dijo, los cortaré en dos mitades a cada uno y de esta forma serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por ser más numerosos. Andarán rectos sobre dos piernas y si nos parece que todavía perduran en su insolencia y no quieren permanecer tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré en dos mitades, de 142 modo que caminarán dando saltos sobre una sola pierna”. […] Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos de otros. Y cada vez que moría una de las mitades y quedaba la otra, la que quedaba buscaba otra y se enlazaba con ella, ya se tropezara con la mitad de una mujer entera, lo que ahora precisamente llamamos mujer, ya con la de un hombre, y así seguían muriendo»41. En sintonía con la historia de Aristófanes, cabe sentenciar que no hay dolor más recio que el causado por la división invencible del yo para con el otro, del yo para con los demás y, al fin y al cabo, del yo para con su yo. Vivir es convivir, es proyectar como la luz sobre la blanca pared una vida que es compartida, es dispersarse en el otro. Cuando la muerte se produce, sólo el llanto nace desconsolado e impedirlo es símbolo de recomposición de esa unidad perdida. ¡Por eso cuidamos, por eso protegemos siempre al otro, por eso es tranquilizador el latir de su corazón! No buscamos la sensación de vacío existencial, angustia y ruptura que provoca la muerte o la soledad, sino la unión de ese yo con mi yo. ¡Por amor al otro! El amor, un león que come corazón. ¡Saltad, reíd; que aún no hay manto que enlute este reír! ... ¡Ya moriréis de amor, ¡ay!, ¡ay!, ya de amor haréis morir!42 [41] Platón, Diálogos III. Madrid: Gredos, 1988. [42] Juan Ramón Jiménez, Segunda Antolojía poética (1898-1918). Madrid: Espasa-Calpe, 1987. 143 Una vez más, plasmo en estas hojas el ingenio del poeta andaluz Juan Ramón Jiménez en torno a la voraz y un tanto oscura inocencia del amor, que no hace sino engañar, jugar, divertirse a costa nuestra, devorarnos y devorar nuestras esperanzas: nos convierte en bestias deseosas, anhelantes de sed de gloria eterna, de inmortalidad, de una vida alejada del manto umbrío de la muerte. Al final, somos el heraldo de nuestro morir. Por el otro conocemos la muerte, pues ¿cómo la conocería sino por las personas o los animales que nos rodean (otros, al fin y al cabo)? Ese yo que nos conforma, ese otro yo al que Lévinas ve como dirigiéndose y refiriéndose al otro, contiene una belleza sin igual que se inicia al involucrar el rostro como prueba fehaciente de la existencia, justamente, de ese otro. Muerte y amor sólo desde el otro u otro yo los siento. «El amor al otro es la emoción por la muerte del otro. Es mi forma de acoger al prójimo, y no la angustia de la muerte que me espera, lo que constituye la referencia a la muerte. Nos encontramos con la muerte en el rostro de los demás»43, en el rostro del otro. Así, prosigue Lévinas, «el amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es sin razón, nos invade y nos hiere y, sin embargo, el yo sobrevive en él»44. Un bélico pulso a la férrea ontología heideggeriana desde la presencia del otro. Así, un proceder más pulido y metafórico de sobrellevar la vida nuestra con la del otro sería, entre otros, el acto de abrazar, la calidez de la caricia, el besar o, en una sola palabra, amar. En sintonía con lo inmediato anterior, la malagueña María Zambrano escribió que «la unidad del amor consigue su eternidad y con ello se han disipado de una vez el horror del nacimiento y el horror de la [43] Emmanuel Lévinas, Dios, la muerte y el tiempo. Madrid: Cátedra, 1994. [44] Lévinas, El tiempo y el otro, op. cit. 144 muerte, que junto con la injusticia son los elementos de la pesadilla de la existencia»45. Sea como fuere, el amor confiesa una compasión, nos salva de morir y en él coexisten los enamorados, los buscadores de réplica. El amor es la más hermosa estratagema para esquivar de soslayo la muerte y soportar nuestro sobrevivir en el mundo hostil. «Cuando uno se pasa al otro, cuando uno es el otro, cuando uno ama olvidándose de sí, mi muerte ya no existe. Quien ama no muere. El miedo desaparece»46, ilumina Byung-Chul Han el problema del amor. La muerte contornea al ser, lo rodea y acorrala, y suerte tiene el ser de ser el otro el oasis que nos escolta ante la letal amenaza de la muerte, de ser ese algo o alguien que vela por el yo, su existencia y su individualidad. El amor, arma voraz que campa al son de los delirios humanos, es como el agua: se moldea y adopta bellas formas. Agapē es el amor incondicional, la búsqueda sincera del Bien para lo amado; Philia es el cariño o la pura amistad fraternal; Storgē se refiere al amor que nace con naturalidad, como el de una buena madre hacia su vástago; y Eros, dios del amor y la fertilidad en la mitología griega, es el amor sexual o romántico. El amor es lo mejor que posee el hombre: en y con él se conquista un nuevo universo, unas experiencias antes desconocidas que son valiosas en sí mismas. Omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori. Por eso, la ausencia del otro aniquila lo único capaz de unir los yo y hacerlos sentir la «eternidad» no como inmortalidad, sino, y así lo acuñó Boecio, como permanencia rigurosamente real, como lo que está fuera del tiempo, como «la posesión total y perfecta de una vida interminable. [...] Todo ser que vive en el tiempo está de continuo yendo desde lo pasado a lo futuro, siendo incapaz de abarcar de una [45] María Zambrano, La Confesión: Género literario. Madrid: Siruela, 2001. [46] Byung-Chul Han, Muerte y alteridad. Barcelona: Herder, 2018. 145 sola vez toda la duración de su existencia. No ha alcanzado aún el día de mañana, cuando ya ha perdido el día de ayer. En vuestra vida actual sólo vivís el momento presente, rápido y fugaz»47. La vida es, entonces, la razón diferenciadora porque sólo los vivos aman y sólo a la muerte le compete la destrucción irrevocable de la individualidad. Se colorea el amor con mágicas tonalidades para que las personas, los que aman y los amados con suerte, cristalicen el tiempo y lo eternicen. Gabriel Marcel lo escenificó a la perfección al escribir que «amar a otro es decirle “tú no morirás”»48; es desearle inmortalidad. En El misterio del ser, el amante experimenta, vive, la muerte del otro, una muerte en tercera persona como espectador (nada) privilegiado. El vivo vive en sus carnes la muerte que no debería vivir. Entonces y sólo entonces ya no me agrede tanto de fuera como desde lo más abisal de mi corazón. En virtud de la muerte de lo amado, siento y vivo una sensación íntima de muerte: mi yo se derrumba con el fallecer del otro amado porque destruye el nosotros, y parte del yo se resiente y siente la muerte enraizada en la vida, viviéndola, experimentándola. La vida prosigue, florece y se marchita olvidándose de todo ser viviente, sin nosotros, pues les somos indiferentes, desechables y reemplazables. Al fin y al cabo, no es la Vida la que muere, sino el individuo —o la especie si se origina una hecatombe—, el yo, cuya muerte no es catástrofe cósmica, ¿por qué debería serlo? ¿Por el poder que le ha sido otorgado a la muerte? ¿Por poder alterar al otro que no muere? Aunque para el hombre la muerte sea ese siniestro cósmico, sea dicha la verdad, no lo es. El fallecer de lo amado, la muerte del otro, me hiere y me conmueve, me concierne y, por ende, ataña a mi identidad. La muerte [47] Boecio, La consolación sobre la filosofía. Buenos Aires: Aguilar, 1955. [48] Gabriel Marcel, Obras selectas de Gabriel Marcel I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2002. 146 altera al otro y obsequia al damnificado con un nuevo sentido de la existencia. El superviviente no experimenta la muerte del difunto: son siempre otros los que fallecen y es especialmente eso lo que origina angustia. Mas es un naufragio galático si repensamos con crudeza las palabras de Julián Marías, quien acertó al escribir cómo es sentida la angustia que transmite «la absoluta soledad de la muerte, que tiene que morir cada cual sin compañía, y es la raíz de la más honda desesperación al ver morir a una persona que se quiere como propia. Ésta es la verdadera impotencia, no el no poder salvar, sino no poder estar con el que muere: es el abismo»49. La muerte de lo amado nos transforma: esa ruptura propicia una nueva realización del yo superviviente. El abismo es infranqueable; por mucho amor que derramemos, se muere en soledad, sin ser inmortal y con la palabra «temor» entre los labios. Si el amor es el embobamiento que impide un pensar despierto, avispado y diáfano que transforma nuestro mundo y lo emborrona, distrayendo a la muerte; la muerte, entonces, es horror enloquecedor que carcome al amor y nos recuerda el certero golpe que aplastará la felicidad como se aplasta una hormiga con el pulgar. Imagino, como poco, una de las razones por las que en Estudios sobre el amor Ortega y Gasset escribió, encarnizadamente o no, que «cuando hemos caído en ese estado de angostura mental, de angina psíquica, que es el enamoramiento, estamos perdidos»50. Soy capaz de imaginarla porque nadie desea vivir la muerte futura del ser amado, nadie desea ver y sentir la agonía final de la persona amada. Octavio Paz, vislumbró que «frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación [49] Julián Marías, Miguel de Unamuno. Madrid: Espasa-Calpe, 1943. [50] José Ortega y Gasset, Obras completas V. Madrid: Revista de Occidente, 1964. 147 ante la nada o como nostalgia del limbo»51. Un talante, quizá fatalista, que escolta a la muerte a lo largo de la existencia y la arruina; y otra postura, algo fantasiosa, que admira compadecida la aberración oscura creadora de mundos. Una actitud optimista que, a menudo, enferma del amor que desdibuja la verdadera y fúnebre silueta de la Muerte. Vedar la muerte es negar la vida. ¡Enamorémonos del amor! ¡Perdámonos, enfermemos de amor y seamos de él rehenes! ¡Sea tan poderoso como la muerte que una vez muerto lo amado siga el amor latente! Que la vil muerte vagabundee, desbarra y erre al ansiar matar, porque el amor viste un titánico poder y mallas de diamantes, mas no el fino hilo de cristal, frágil, que lía a la vida con la muerte si las Moiras prestan sus tijeras. Un taciturno Machado anegó de amargura el papel: Una noche de verano —estaba abierto el balcón y la puerta de mi casa— la muerte en mi casa entró. Se fue acercando a su lecho —ni siquiera me miró—, con unos dedos muy finos, algo muy tenue rompió. Silenciosa y sin mirarme, la muerte otra vez pasó delante de mí. ¿Qué has hecho? La muerte no respondió. Mi niña quedó tranquila, dolido mi corazón. ¡Ay, lo que la muerte ha roto era un hilo entre los dos!52 [51] Octavio Paz, El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica, 1985. [52] Machado, Poesías completas, op. cit. 148 memeNto mori La muerte y el recuerdo, el inamovible bastión del pasado y el imparable carruaje del futuro, el leal presente que irrumpe en la memoria e inspira a la imaginación, la añoranza de un ser amado... ¡Las inconmensurables catástrofes humanas! La muerte comprende ese abismarse, ese dolor sumergido. La muerte es comprensiva: iguala la totalidad, erradica toda desproporción. Sí, y la muerte es compasiva además, por ello el hombre se refugia y se silencia en el culto: nuestra salvación ante lo fatídico. ¿Cómo abrazar al difunto perdido, que no a su recuerdo? ¿Cómo aliviar la insipidez del tiempo que de los vivos se apodera? ¿Cómo relacionarse con los recuerdos tan desafiantes como inmarcesibles? ¿Cómo sellar la herida causada por la división, por la separación que desencadena la muerte, si forma una sutura o cicatriz que sanar cada día, en cada despertar o en cada dormitar? Rendir culto, tener presente al fallecido, es hacer vivir a su biografía. Pero ¿qué es la biografía del vivo y del muerto? ¿Regalamos con la biografía vida al fallecido? Las personas gozamos de un morir que no sólo es biológico, porque el hombre «no muere»: es un ser biográfico. En él hay algo inmortal, no desaparece sin más. Muere, claro está, no porque su proyecto vital culmine y al final se corone como completo, es decir, que no pueda dar más de sí, pues siempre es capaz de más; sino porque su cuerpo fracasa. El ser humano es, valga la palabra, sempiterno. Su historia nunca debe agotarse. Según ha venido comentándose, el ser humano es un ser biográfico porque no finaliza sino corpóreamente. Sin embargo, lo incorpóreo, ¿qué es? Y si es biografía, ¿qué es y por qué es, por sí misma, sobrenatural y deslumbrante? Jacinto Choza lo explica lúcidamente: «Lo que tiene que darse en el sujeto humano para que, además de una vida biológica, pueda hablarse de una vida biográfica, es lo que 149 se designa con el nombre de persona. [...] “ser suyo”, como un ser que se posee, que surge y que en su propio surgir se mantiene y permanece cabe sí. [...] Biografía es una acumulación de lo vivido, de otra manera, es el encauzamiento del vivir por un camino y una dirección inédita, de un modo original y acumulable en el mismo ser del sujeto. ¿Qué quiere decir original? Que es propio en cada ser vivo»53. Alejada del factum biológico, la vida biográfica que ampara el ser humano, dueño de ella, nos es dada por nuestra condición de persona. Sabría responder en escorzo la pregunta sobre qué es la biografía e iría todavía más allá del aspecto. El gato, sírvame de ejemplo, criatura carente de biografía por no ser persona ni «ser suyo», sí goza de cierta historia, de una curiosidad original que le es propia y si bien él, por su naturaleza, no puede darse biografía, el hombre sí tiene ese poder. El ser humano no sólo posee biografía, sino que puede regalarla. Con esa casi divina licencia, dota de biografía al animal o, en el caso que nos ocupa, al fallecido. Entonces, el poder que la biografía nos concede es, justamente, regalar biografía, inclusive a lo que per se no posee. El gato atesoraría la biografía que le regaláramos, eso sí, ignorante de poseerla. No sería ya un animal cualquiera: sería ese histórico animal que un día nos acompañó en la vida y sería en especial ese y no otro; sería sin más nuestro gato: sus aires elegantes, sus gustos, sus maullidos, sus lugares de siesta, sus colores y manchas en el pelaje... le distinguiría entre miles de felinos. Y así como el gato, el bebé que falleció sin nada, sin «ser suyo», sin poseer nada original (en tanto que propio), como proyecto de persona que fue desafortunadamente interrumpido: sin historia, sin relaciones, sin elecciones, sin vivencias ni consciencia; pero sí con nombre, con padres [53] Jacinto Choza, La supresión del pudor y otros ensayos. Pamplona: EUNSA, 1980. 150 que lo amaban, con amigos en cuyas biografías estará y vivo permanecerá en la memoria como el feliz y fugaz recuerdo de un hijo perdido. La biografía del fallecido, entonces, es amparada por la persona: un digno ademán del vivo que protege la vida del difunto, recoge lo específicamente humano de él y le transfiere movimiento a su mismísimo e íntimo ser; un tributo al recuerdo que perdura en la memoria de los despiertos, de los vivos. La biografía, así pues, me gusta imaginarla como esa vida, como la salvaguardia, que tras el morir «nos aguarda», aunque sea imposible vivirla. Hermosa voz dio William Shakespeare a esa forma de enlutar lo vivo y de hacerlo vivir en la memoria, pues es, discusiones aparte, bella en sí; se inclina en silencio hacia lo eterno y procura no surcar los lagos del olvido. Así, como el diario que una persona escribe día tras día, que trabaja con el noble fin de recordar, las vivencias nos forjan y nuestra obra nos pervive. En sus Sonetos, el dramaturgo inglés escribió con tinta perenne una alabanza al recuerdo: Tu regalo, tu cuaderno, está dentro de mi mente, todo escrito con memoria imperecedera, que quedará por encima de aquellas vacías páginas, más allá de toda fecha, aún hasta la eternidad: o, por lo menos, tanto como la mente y el corazón tengan por naturaleza la facultad de subsistir; hasta que al frágil olvido no ceda cada cual su parte de ti, tu recuerdo nunca se podrá borrar54. De esta venerable forma, aunque la eternidad de los recuerdos, como tal, no sea real, Arregui pensó que «es mejor un recuerdo capaz de iluminar toda una vida, que la realidad de una vida en común insípida y aburrida, por cuanto que el aburrimiento destroza eso que al menos el [54] William Shakespeare, Poesía Completa. Barcelona: Ediciones 29, 1992. 151 recuerdo conserva»55. Por eso es hermosa la inmortalidad élfica de Tolkien; una razón separa la ansiada eternidad de la muerte: la abismal melancolía de la pérdida. El recuerdo, a menudo, no es suficiente: si los recuerdos ponen a salvo nuestra condición humana y el hombre vivo le dona vida al fallecido, el culto a los muertos es como un cántaro en el que reposan nuestras biografías; y cada gota que cae dentro de ese cántaro es un nuevo movimiento al difunto, un recuerdo inédito que amparar. Son incontables los modos de dar culto a los muertos: templos, capillas, criptas, catacumbas o simples monolitos de piedra en honor al difunto conmemoran la desaparición del desaparecido; festejos, reuniones, lecturas grupales sobre él; fotografías, escritos suyos, objetos que atesoraba... ¿En qué momento aquello que fue es venerado y cuál es el significado real de esa veneración? Ignoramos (y creo firmemente que ignoraremos) el nacimiento exacto del culto al cadáver, a aquello que fue: no tiene un origen definido y no poseemos una única respuesta al respecto. Quizá ese culto apareciera en el neolítico; no obstante, por insólito que nos parezca, son muchas las razones que impiden cercar su eclosión, aunque no divisarlo en el horizonte. Lo más aclamado emerge con la consciencia de la vida y la muerte. El lugar de enterramiento, en la peculiar «despedida» humana, es el camposanto donde enlazar y ensalzar cuerpos y recuerdos de vidas que fueron. Individuales como la tumba de un familiar amado que cada año se visita, comunales como los valles donde antaño acontecieron guerras o perdidos a su suerte: los muertos nómadas; recuerdos que han de ser honrados, reverenciándolos, pues «el respeto que sentimos ante un muerto es afín al que nos inspira un gran sufrimiento, y cada caso de muerte se nos presenta en cierta medida como una especie de apoteosis o una canonización; por eso no contemplamos [55] Arregui, El horror de morir, op. cit. 152 sin respeto ni siquiera el cadáver del hombre más insignificante y, por muy extraña que pueda sonar la observación en este lugar, la guardia presenta armas ante cualquier cadáver»56, escribió apropiadamente Schopenhauer. Ningún ser que fuera es ahora más o menos que otro sino igual a ojos de la muerte. Justo, sentencia Ferrater Mora, «al morir parece que se ejecuta el acto supremo de la existencia; los diversos momentos del vivir se hacen entonces más comprensibles, de suerte que quedan como impregnados con la claridad de un súbito mediodía. El respeto a la muerte, entendido como respeto a todo difunto, sea amigo o enemigo, familiar o extraño, es primariamente el respeto a esa peculiar nobleza que la vida cobra cuando ha sido rematada. Por eso el conocido respeto al cadáver es algo más que la piedad, y algo más también que el temor suscitado por la presencia de lo desconocido; es el respeto a la misma vida que parece haber cumplido, quisiéralo o no, su terrenal destino»57. La sepultura es ese respeto que sentimos ante un muerto; comenzó cuando los hombres del lejano pasado se percataron de ese algo que nos arrebataba la vida y a todos nos hacía iguales. Del adiós del que fallecía brotó el duelo, la solemne «despedida», la conmemoración, el honor o respeto para con el fallecido; un ritual místico. ¿Quizá por no querer recordarlo en estado de descomposición? ¿Quizá por no quererlo ver siendo devorado por el resto de animales? ¿O quizás por no querer asumir realmente su muerte? Ritualizamos los enterramientos por ser personas, por la condición personal del que inhuma, pues el difunto vive en la memoria del vivo, de quien permanece despierto en la penumbra. Ritualizando, depositamos la imborrable marca del muerto en su pasear por la vida. Dejando huella de ello, [56] Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, op. cit. [57] Ferrater Mora, El ser y la muerte, op. cit. 153 la sepultura socorre a esa marca personal del ser, pues amolda esporádicamente nuestros recuerdos en forma de monumento. La tumba, así, es abrazada por ser la prístina referencia al recuerdo, lo subsistente de lo ausente que subsiste; y si descuidamos o abandonamos ese recuerdo des-aparece el muerto en el ocaso del yo propio. Philippe Ariès describió esa belleza de forma magistral: «Si la tumba designaba el lugar necesariamente exacto del culto funerario es porque también tenía por objeto transmitir a las generaciones siguientes el recuerdo del difunto. De ahí su nombre de monumentum, de memoria: la tumba es un memorial»58. El rito funerario y la tumba alcanzan a hacer presente lo no presente. Si acaece el olvido, si nos despistamos del recuerdo, su olvido es olvido propio, olvido de un trozo de nuestro yo, olvido de un yo en concordia con el fallecido. Al no dar culto, no ritualizar la muerte y la despedida, el muerto aparece «sin nombre», se persona des-nombrado, sin recuerdos ni localización; el muerto «se pierde» en el zumo de la nada. Como beber las aguas del río Lete (o Leteo), querer adentrarse en el charco embarrado del olvido es, con plena seguridad, una sandez. Marías avisó sobre el irrisorio e histriónico esfuerzo de olvidar la muerte, de ambicionar ocultarla bajo su sudario y esperanzarnos en que jamás se manifestará. Sin necesidad de sufrir en vano: imposible es ignorarla, en el fondo «todo el mundo está seguro de que morirá, pero nadie puede estar seguro de que con la muerte terminará absolutamente su realidad. [...] el que olvida la muerte sabe que la está olvidando, que la está dejando fuera, que se está desentendiendo de ella, tapándose los ojos para no verla»59, que está jugando con un fenómeno que todopoderoso arrolla y sobrepasa cruelmente. Por esa noble ra[58] Philippe Ariès, El hombre ante la muerte. Madrid: Taurus, 1983. [59] Julián Marías, La felicidad humana. Madrid: Alianza, 1987. 154 zón, se refuerza la creencia de que con el culto, con la remembranza, con la tumba o con el legado se rebelan ante el olvido los muertos que sus cuerpos «escondemos» para en la memoria acomodarlos. Revelado lo anterior, morir sin culto es ser desterrado al sigiloso olvido, son, por así decir, las formas «no humanas» de hospedar a la muerte. Los animales no entierran sabiendo, stricto sensu, qué y que entierran, siendo conscientes del «enterrar» mismo. Pero, ¿acaso enterramos nosotros sabiendo qué y que enterramos? El animal que «ritualiza» o entierra al fenecido no domina un conocimiento pleno y puro del significado de la muerte, pero ¿está ese codiciado conocimiento en el humano? El hombre, al menos, sí dispone de una determinada capacidad de elección en torno al cómo ritualizar o simbolizar el morir. El humano es el ser que entierra sabiendo qué entierra; es, sin más, ese (mágico) ser que sabe de su mortalidad y de la muerte de los otros que custodia el recuerdo. La muerte es el impasse filosófico por antonomasia y la encomienda del filósofo es vivirla, desnudarla, agigantarla y, lejos de ser abrazado por Ella, abrazarla. Y en cuanto a ti, muerte, y a ti, amargo abrazo mortal . . . . es inútil que trates de asustarme. [...] Y en cuanto a ti, cadáver, pienso que eres buen abono, pero eso no me ofende, [...] Y en cuanto a ti, vida, pienso que eres el legado de muchas muertes, sin duda yo he muerto diez mil veces antes. WalT WhiTman Hojas de hierba 155 COLECCIONES Y TÍTULOS DE EDITORIAL THÉMATA 2019 COLECCIONES Y TÍTULOS DE EDITORIAL THÉMATA 2019 ColeCCión PensamienTo direCTores: JaCinTo Choza, Juan José Padial, franCisCo rodríguez Valls Ensayos y estudios sobre ciencias y técnicas, ciencias naturales, ciencias sociales y ciencias humanas. Investigaciones personales y de equipo, memorias y, en general, toda aportación que contribuya a un mejor conocimiento y una mejor comprensión del cosmos y de la historia. 1. La recomposición de la crisma. Guía para sobrevivir a los grandes ideales. saTur sangüesa 2. Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote. Juan José areChederra y JaCinTo Choza 3. Aristotelismo. Jesús de garay 4. El nacimiento de la libertad. Jesús de garay 5. Historia cultural del humanismo. JaCinTo Choza 6. Antropología y utopía. franCisCo rodríguez Valls 7. Neurofilosofía: Perspectivas contemporáneas. ConCePCión diosdado, franCisCo rodríguez Valls y Juan arana 8. Breve historia cultural de los mundos hispánicos. La hispanidad como encuentro de culturas. JaCinTo Choza y esTeBan PonCe-orTíz 9. La nostalgia del pensar. Novalis y los orígenes del romanticismo alemán. aleJandro marTín naVarro 10. Heráclito: naturaleza y complejidad. gusTaVo fernández Pérez 11. Habitación del vacío. Heidegger y el problema del espacio después del humanismo. rosario BeJarano CanTerla 159 12. El principio antropológico de la ética. En diálogo con Zubiri. urBano ferrer sanTos 13. La ética de Edmund Husserl. urBano ferrer sanTos y sergio sánChez-migallón 14. Celosías del pensamiento. Jesús PorTillo fernández 15. Historia de los sentimientos. JaCinTo Choza 16. ¿Cómo escriben los estudiantes universitarios en inglés? Claves lingüísticas y de pensamiento. rosa muñoz luna 17. Filosofía de la Cultura. JaCinTo Choza 18. La herida y la súplica. Filosofía sobre el consuelo. enrique anruBia 19. Filosofía para Irene. JaCinTo Choza 20. La llamada al testigo. Sobre el Libro de Job y El Proceso de Kafka. Jesús alonso Burgos 21. Filosofía del arte y la comunicación. Teoría del interfaz. JaCinTo Choza 22. El sujeto emocional. La función de las emociones en la vida humana. franCisCo rodríguez Valls 23. Racionalidad política, virtudes públicas y diálogo intercultural. Jesús de garay y Jaime araos (eds.) 24. Antropologías positivas y antropología filosófica. JaCinTo Choza 25. Clifford Geertz y el nacimiento de la antropología posmoderna. JaCoBo negueruela 26. Ensayo sobre la Ilíada. BarTolomé segura 27. La privatización del sexo. JaCinTo Choza y José maría gonzález del Valle 160 28. Manual de Antropología filosófica. JaCinTo Choza 29. Antropología de la sexualidad. JaCinTo Choza 30. Philosophie für Irene. JaCinTo Choza 31. Amor, matrimonio y escarmiento. JaCinTo Choza 32. El arte hecho vida. Reflexiones estéticas de Unamuno, d’Ors, Ortega y Zambrano. alfredo esTeVe 33. Sebreli, la Ilustración argentina. José manuel sánChez lóPez 34. La experiencia de la persona en el pensamiento de Edith Stein. ananí guTiérrez aguilar 35. Ulises, un arquetipo de la existencia humana. JaCinTo Choza y Pilar Choza 36. Antropología filosófica. Las representaciones del sí mismo. JaCinTo Choza 37. La supresión del pudor y otros ensayos. JaCinTo Choza 38. La realización del hombre en la cultura. JaCinTo Choza 39. Conciencia y afectividad (Aristóteles, Nietzsche, Freud). JaCinTo Choza 40. Los otros humanismos. JaCinTo Choza 161 ColeCCión ProBlemas CulTurales direCTores: marTa BeTanCurT, JaCinTo Choza, Jesús de garay, Juan José Padial Investigaciones y estudios sobre temas concretos de una cultura o de un conjunto de culturas. Investigaciones y estudios transculturales e interculturales. Con atención preferente a las tres grandes religiones mediterráneas, y a las áreas de América y Asia oriental. 1. Danza de Oriente y danza de Occidente. JaCinTo Choza y Jesús de garay 2. La escisión de las tres culturas. JaCinTo Choza y Jesús de garay 3. Estado, derecho y religión en Oriente y Occidente. JaCinTo Choza y Jesús de garay 4. La idea de América en los pensadores occidentales. marTa C. BeTanCur, JaCinTo Choza y gusTaVo muñoz 5. Retórica y religión en las tres culturas. aleJandro ColeTe y Jesús de garay 6. Narrativas fundacionales de América Latina. marTa C. BeTanCur, JaCinTo Choza y gusTaVo muñoz 7. Dios en las tres culturas. JaCinTo Choza, Jesús de garay y Juan José Padial 8. La independencia de América. Primer centenario y segundo centenario. JaCinTo Choza, Jesús fernández muñoz, anTonio de diego y Juan José Padial 9. Pensamiento y religión en las Tres Culturas. miguel ángel asensio, aBdelmumin aya y Juan José Padial 10. Humanismo Latinoamericano. Juan José Padial, ViCToria saBino, BeaTriz Valenzuela (eds.) 11. Los ideales educativos de América Latina. JaCinTo Choza, K. rodríguez PuerTo y e. sierra 162 ColeCCión arTe y liTeraTura direCTores: franCisCo rodríguez Valls, miguel nieTo, Juan Carlos Polo zamBruno, aleJandro ColeTe Obras de creación literaria en general. Novela, relato, cuento, poesía, teatro. Guiones y textos para creaciones musicales, visuales, escénicas de diverso tipo, montajes, instalaciones y composiciones varias. Traducciones de textos literarios de los géneros mencionados. 1. La Danza de los árboles. JaCinTo Choza 2. Cuentos e imágenes. franCisCo rodríguez Valls 3. El linaje del precursor y otros relatos. franCisCo rodríguez Valls 4. Filosofía y cine 1: Ritos. alBerTo Ciria (ed.) 5. Cuentos completos. osCar Wilde. ediCión de franCisCo rodríguez Valls 6. Poemas del cielo y del suelo. franCisCo rodríguez Valls 7. II Certamen Literario Dos Hermanas Divertida. ayunTamienTo de dos hermanas 8. Al otro lado de la muerte. Las elegías de Rilke. JaCinTo Choza 9. III Certamen Literario Dos Hermanas Divertida. ayunTamienTo de dos hermanas 10. Museu da Agua. miguel BasTanTe 11. Museu da Electricidade. miguel BasTanTe 12. El Réquiem de Weltschmerz II. Crisálidas de cristal. aleJandro g. J. Peña 163 ColeCCión oBras de auTor direCTores: Juan José Padial, alBerTo Ciria Obras de autores consagrados en la historia del pensamiento, del arte, la ciencia y las humanidades. Obras anónimas de relevancia para una cultura o un periodo histórico. Clásicos del pasado y de la actualidad reciente. 1. Desarrollo como autodestrucción. Estudios sobre el problema fundamental de Rousseau. reinhard lauTh 2. ¿Qué significa hoy ser abrahamita? reinhard lauTh 3. Metrópolis. Thea Von harBou 4. “He visto la verdad”. La filosofía de Dostoievski en una exposición sistemática. reinhard lauTh 5. Lecciones sobre la filosofía del espíritu subjetivo. I. Introducciones. g.W.f. hegel. ediCión de Juan José Padial y alBerTo Ciria 6. La exigencia ética. Knud eJler løgsTruP 7. Lecciones sobre la filosofía del espíritu subjetivo II. Antropología. g.W.f. hegel. ediCión de Juan José Padial y alBerTo Ciria en PreParaCión... 8. Lecciones sobre la filosofía del espíritu subjetivo III. Fenomenología y Psicología. g.W.f. hegel. ediCión de Juan José Padial y alBerTo Ciria 164 ColeCCión saBiduría y religiones direCTores: José anTonio anTón PaCheCo, JaCinTo Choza, Jesús de garay Textos de carácter sapiencial de las diferentes culturas. Textos sagrados y sobre lo sagrado y textos religiosos de las diferentes confesiones de la historia humana. Textos pertenecientes a confesiones y religiones institucionalizadas del mundo. 1. El culto originario: La religión paleolítica. JaCinTo Choza 2. La religión de la sociedad secular. JaVier álVarez Perea 3. La moral originaria: La religión neolítica. JaCinTo Choza 4. Metamorfosis del cristianismo. Ensayo sobre la relación entre religión y cultura. JaCinTo Choza 5. La revelación originaria: La religión de la Edad de los Metales. JaCinTo Choza 6. Rābi‘a de Basora. Maestra mística y poeta del amor. ana salTo sánChez Corral del 7. Vigencia de la cultura griega en el cristianismo. José maría garrido luCeño 8. Desarrollo doctrinal del cristianismo. José maría garrido luCeño 9. La oración originaria: La religión de la Antigüedad. JaCinTo Choza 165 ColeCCión esTudios ThémaTa direCTores: JaCinTo Choza, franCisCo rodríguez Valls, Juan José Padial Trabajos de investigación personal y en equipo, específicos y genéricos, instantáneos y prolongados, concluyentes y abiertos a ulteriores investigaciones. Textos sobre estados de las cuestiones y formulaciones heurísticas. 1. La interculturalidad en diálogo. Estudios filosóficos. sonia París e irene Comins (eds.) 2. Humanismo global. Derecho, religión y género. sonia París e irene Comins (eds.) 3. Fibromialgia. Un diálogo terapéutico. ayme Barreda, JaCinTo Choza, ananí guTiérrez y eduardo riquelme (eds.) 4. Hombre y cultura. Estudios en homenaje a Jacinto Choza. franCisCo rodríguez Valls y Juan J. Padial (eds.) 5. Leibniz en diálogo. manuel sánChez rodríguez y miguel esCriBano CaBeza (eds.) 6. Historiografías político-culturales rioplatenses. Jaime Peire, arrigo amadori y Telma liliana Chaile (eds.) 7. Afectividad y Subjetividad. Calisaya, l.; Choza, J.; delgado, P.; guTiérrez, a. (eds.) 8. Platón y Aristóteles. Nuevas perspectivas de metafísica, ética y epistemología. Jaime araos san marTin (ed.) 166 Este libro se terminó de imprimir el día 2 de noviembre de 2019, festividad de los Fieles Difuntos.