EL RÉQUIEM DE WELTSCHMERZ II
CRISÁLIDAS DE CRISTAL
ALEJANDRO G. J. PEÑA
EL RÉQUIEM DE WELTSCHMERZ II
CRISÁLIDAS DE CRISTAL
Prólogo de Carlos BlanCo Pérez
THÉMATA
SEVILLA • 2019
Título: El Réquiem de Weltschmerz II. Crisálidas de cristal.
Primera edición: noviembre de 2019.
Este libro se realizó con la ayuda de la Asociación para la promoción de la Filosofía
y la Cultura en Málaga (FICUM) y del Centro de Investigación JFM.
La imagen de cubierta es la acuarela Caronte. Canto II de la Divina Comedia (1929) de
José Segrelles, cortesía de Colección BBVA.
© Alejandro González Jiménez-Peña.
© Del prólogo: Carlos Blanco Pérez.
© De la fotografía: David Mecha.
© Thémata Editorial 2019.
ThémaTa ediTorial
C/Antonio Susillo, 6. Valencina de la Concepción.
41907 Sevilla, ESPAÑA.
Tlf: (+34) 677 796 248
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Imagen de cubierta: © José Segrelles.
Diseño de cubierta: Thémata Editorial y AGJP.
Maquetación y Corrección: AGJP y AGF.
ISBN: 978-84-120677-1-2 • Depósito Legal: SE 2055-2019
Imprime: esTugraf (Madrid)
Impreso en España • Printed in Spain
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contar con la autorización escrita de los titulares del Copyright
ÍNDICE
PRÓLOGO ...........................................................................................................11
POÉTICA DE AUTOR ........................................................................................17
LOS GORJEOS DEL MIEDO .............................................................................21
¡Oíd! ¿Su nombre? .......................................................................................22
Una herida fresca ........................................................................................26
DEL AMOR VERDADERO ...............................................................................29
PENSAMIENTO ANTIGUO (MARZO DE 2008) ...........................................37
LAS VERJAS DEL JARDÍN EMBRUJADO ......................................................39
CARONTE ...........................................................................................................55
Non Sufficit Orbis .........................................................................................56
Omnia Mors Aequat ......................................................................................64
Mortui Vivos Docent .....................................................................................66
LA RAZÓN DEL ANTIHÉROE ........................................................................77
La fábula de la noble prostituta de Málaga .............................................80
VÍCTIMAS DE PAPEL MOJADO EN SANGRE .............................................89
LA CAZA SALVAJE ...........................................................................................93
LACÓNICAS ODAS .........................................................................................103
Canetti, aliado mío ....................................................................................103
Whitman, noble poeta ..............................................................................104
loor a la muerTe .....................................................................................107
Nosotros, ¿los mortales? ..........................................................................109
Opacidad animal .......................................................................................117
Tabú fúnebre ..............................................................................................122
Ars Vivendi .................................................................................................129
Ars Moriendi ...............................................................................................137
Amor (in)mortal ........................................................................................140
Memento Mori .............................................................................................149
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A mis paternales doktorväter
Juan A. García González y
Francisco Rodríguez Valls
PRÓLOGO
Carlos BlanCo Pérez1
E
l Réquiem de Weltschmerz, ¿qué es? Ante todo, un despliegue de sensibilidad, un canto al hermanamiento
entre filosofía y poesía que lo convierte en un intento inspirador de fusionar el pensamiento con el arte. Si el filósofo busca comprender y el artista recrearse en la expresión, el libro de Alejandro G. J. Peña propone una valiosa
síntesis de ambas perspectivas. En él presenciamos una
búsqueda sincera de la verdad, en diálogo con algunos
de los grandes nombres de la tradición occidental, pero
también un deseo inocultable de aspirar a la creación y a
la belleza por sí mismas, de explorar las posibilidades expresivas del lenguaje como ventana a esa misma verdad
huidiza y en ocasiones inalcanzable, que llega a producirnos miedo y perplejidad por la envergadura de lo que
no logramos comprender.
La meditación poética sobre la fiereza de la muerte
inunda la totalidad del libro. Nos ofrece un lamento que
es también búsqueda, ansia, esperanza incontenible en
la posibilidad de un sentido que justifique el sufrimiento
humano. Dado que non sufficit orbis, ese sentido añorado sólo parece despuntar a través del amor a la creación
[1] Carlos BlanCo Pérez (Madrid, 1986) es profesor de filosofía en la Universidad
Pontificia Comillas y cofundador de la Altius Society de Oxford. Autor de más
de veinte libros, pertenece a la World Academy of Art and Science y a la Academia
Europea de Ciencias y Artes de Salzburgo.
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artística y filosófica. La contemplación casi elegíaca de la
muerte se entrelaza así con la pregunta por la naturaleza
del amor verdadero, que nos otorgaría un tenue destello
de esperanza en medio de tanto vacío ontológico. Porque,
al fin y al cabo, este libro puede considerarse como la
perfecta antítesis del famoso dictum de Spinoza, según
el cual el sabio piensa en la vida y no en la muerte. Muy
al contrario, aquí somos testigos de un pensamiento profundo y persistente sobre la muerte, sobre una muerte
silenciosa y acechante, en la que convergen la totalidad y
la nada. Una muerte que afecta a todos y que a todos nos
convierte en nada.
Sin embargo, el autor no teme abrazar el horizonte de nuestra finitud, si bien tampoco se conforma con
asumir que el hombre es un «ser-para-la-muerte», como
teorizaba Heidegger. Aunque la muerte se alce como el
destino del hombre, y ni el arte más sublime consiga esconder esta fatalidad, de las páginas de este libro se desprende esperanza. La filosofía y el arte no nos librarán de
la muerte (como el propio autor escribe: «¡Dime, voz perdida, qué buscas liberar!»), pero sí pueden redimirnos de
una vida carente de sentido. El sabio piensa entonces en
la muerte porque piensa en la vida, porque ama la vida
y quiere comprender su sentido, aun preso de una impotencia conmovedora.
Lo que aquí encontramos es, en definitiva, una inmersión en aguas demasiado profundas: las de un yo insatisfecho con el arte y con la filosofía, las de un yo que
suspira, más allá de todo, por un sentido. Parece que para
descender a esos fondos abisales no basta con el razonamiento filosófico. Hay que entregarse a la poesía, como
si sólo en la amplitud del lenguaje pudiéramos atisbar
respuestas a la sobrecogedora magnitud de nuestras preguntas.
No espere el lector una progresión temática, un hilo
conductor que encadene los distintos capítulos en que se
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divide el libro. Lo que percibimos es una tentativa de retorno continuo, una filosofía poética que no teme volver
sobre lo dicho y concebir el pensamiento como un ciclo
incesante, como un retorno impávido a las mismas ideas,
para extraer todo su jugo y captar la profundidad del
desfiladero al que se enfrenta nuestra mente.
Después de todo, uno tiene la sensación de que está
leyendo un poema, rítmico, cadencioso, aderezado con
palabras de hermosura diáfana que envuelven al lector
en una crisálida de pureza y dulzura. No es así de extrañar que Alejandro G. J. Peña haya subtitulado su obra
Crisálidas de cristal. Pues, en efecto, parece que la limpidez de un lenguaje poético cuidadosamente elegido nos
eleva a un mundo de profundidad filosófica y de sensibilidad estética, a la anhelada unión entre la sabiduría y la
belleza. Por mucho que los temas abordados en el libro
sean en ocasiones tristes y dolorosos, de este texto emerge un sentimiento de fascinación y de esperanza, pese
a que una de las preguntas principales se dirija abiertamente al corazón del misterio: «Muerte, ¿qué eres?».
El libro habla constantemente de la muerte, y ante
la desgarradora realidad de la muerte el lector puede llegar a interiorizar un vértigo parejo al que anega muchas
de las páginas de este trabajo. No obstante, la búsqueda
de la hondura estética y el énfasis en la pureza de las
palabras no hace sino sugerir una vía de escape ante la
amarga evidencia de la muerte, como si el arte y la creatividad, la voluntad de sobreponerse a la tiranía de lo
fáctico mediante el amor a la belleza, consiguiera rescatarnos parcialmente del oscuro horizonte al que nos hallamos abocados.
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EL RÉQUIEM DE WELTSCHMERZ II
CRISÁLIDAS DE CRISTAL
POÉTICA DE AUTOR
Y a este mundo, esta palestra de seres atormentados y angustiados que solo subsisten a base de devorarse unos a
otros, donde cada animal carnicero es la tumba viviente de
miles de otros animales y su autoconservación una cadena
de martirios, donde con el conocimiento crece la capacidad
de sentir dolor, alcanzando este su mayor grado en el hombre, y tanto más cuanto más inteligente es: a este mundo,
digo, se le ha pretendido adaptar el sistema del optimismo y
se ha querido demostrar que es el mejor de entre los posibles. El absurdo es patente.
arThur sChoPenhauer
El mundo como voluntad y representación
D
e la célebre oración que principia mi tesis doctoral
cosecho una leal simpatía con su sentido, que aspiro a descuidar. Schopenhauer sí supo escuchar y escribir
los mundanos dolores que acaecen en el ser humano, en
lo más íntimo de cada ser, razón por la cual confieso mi
admiración al esqueleto filosófico, abanderado por el pesimismo, que compone el egregio pensador alemán.
Lejos de anunciar el calamitoso esfuerzo que florece
del escribir penurias que en el hondo sentido vital me es
propio y no ya cansado, sino muy al contrario: rebosante
de fortaleza y alegría, lo trágico y lo dramático —soportado por quienes ansían callar su ser más monstruoso— con
cólera rivalizan contra la paz soñada. Embisten tardíos a
aquel ser oscuro, al indómito placer de lo siniestro y lo
desconocido que lentos gotean en las páginas de este libro, en cada capítulo y en cada tribu de palabras.
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Una obra más para el elenco que conforman mis lamentaciones. Hoy suspiro una vez más al despedir los
amargos desahogos que nadan en ruinas y precipitan sus
raíces en columnas bamboleantes. ¿Poder, fuerza, ganas,
ímpetu, asilo de gloria? Recelo del día en que sacie mi apetito por las letras. Si así fuera, si renunciara al aroma que
enloquece a mi ser, solo en el olvido me hallaría, de mí
nada quedaría, pues ¿quién velaría el recuerdo dispuesto
en mis escritos? ¿Quién daría movimiento a lo petrificado? ¡A nadie culpo por ello! ¡Arrojados a un mundo cuyo
final no imagino, al destierro a los confines de una historia ya podrida! Depositan en mí demasiadas esperanzas y
creo defraudarlos como defraudo a mi yo.
¡Lo siento, lo siento a horrores, lo siento de corazón,
mi yo! Pido que perdones, aun con engaño, al parásito que
a tu lado duerme. No gano a las fuerzas del mal, no alejo
todavía a la ingente serie de vilezas, no las soporto ni encaro con valentía, sino con pena y sumisión me entrego.
A mi pesar, las atraigo encantadas de hospedarse en mi
espíritu y, mal que me pese, allí prosperan. Sólo anhelo
dormir y cada cabezada es un atisbo de muerte; sólo deseo
soñar y cada sueño es un atisbo de vida y esperanza.
No dejo de existir como un ridículo existencialista
más. Codicio la mortalidad humana, ¡me fascina! Alardeo
de no encerrar en mí el valor de torearla: es mi razón de
ser. Presumí hará tiempo de la voluntad que movía a mi
espíritu; fui un traidor. De corazón admito el error: aspiro
con incesante tenacidad no a rebasar la muerte, sino a ser
la muerte. En consecuencia, no hospedaría temor alguno a
lo que se nos escapa, ni me horrorizaría entonces de algo,
sino de alguien… ¡Mora aquí mi Weltschmerz!
Somnolienta, de fantasiosa naturaleza o cómica redundancia supongo, de melancólico sabor a un romántico
ideal o insinuante a mis delirios es la meta que apadrinó
mi vida con el lunático tesón de libertarla.
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Vendrían tiempos, escuché de las viejas lenguas, en
los que cualquier inepto podría componer un libro dedicado a su yo y a la muerte como protesta nada constructiva. Esos tiempos arribaron temprano. Sólo veo en mi obra
reproches histéricos, quijotescos y de corte poético que,
hilados con Los presagios del mal, reconfortan al escribirse, pero sin a nada más aspirar, salvo a la decepción. Se
lanzan comentarios sanchopancescos, se hacen pésimas
lecturas, se ensalzan ofensas o veneraciones, mas en honor a la sinceridad sólo el escribir reconforta a las groseras
penurias que lavan con estropajos mi locura, como si mi
vida la atormentara un fantasma...
Espectro que augura un morir colmado de vacíos.
Siempre habrá algo sin respuesta, jamás sin pregunta. Ésta
surgirá porque es la vida quien la acompaña, y vivir es
preguntar(se). En realidad, yo, ser finito que el mundo
habito, moriré sin respuestas o con mis respuestas, mas
tendré, a no dudarlo, eternos desfiles de preguntas y marcharé sin el delito de no procurar responderlas.
¡Escribid! ¡Escribid cuantas respuestas se os ocurran!
¡Escribid y juro que os leeré! Es el privilegio de escribir, el
saborear e imaginar lo indefinido, mi amado ensueño. ¿El
sueño acaso de los escritores? ¡No, mi sueño! ¡Y heme aquí
la vida misma briosa que honrosa clama paso en mi dolor!
¿Por qué yo? ¡Calma!, respira, piensa, crea, sueña y vuela
en soledad... «Jamás escribas para el mundo —oí de voces
sabias—, pues al mundo no has de llegar». Así es. Como
los perros cuando antaño parían enloquecidos, sobran escritores. Siempre seré un cachorro huérfano.
***
Filosofía, Poesía y Literatura, en realidad, un baile
de trenzas son. Con igual origen, hermanas nacieron; con
igual destino, hermanadas caminan.
Escribo... y me trasluzco, así me habitúo al cristal.
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LOS GORJEOS DEL MIEDO
L
os miedos, caballerosos lunáticos, son cuando menos
el estupor que nos maneja hasta la desértica soledad
de las lamentaciones. Son genios demoníacos que nos
alarman no sólo de aquello que no es, sino que si es, si
realmente hay algo, nos frenan y envuelven en una nebulosa sombra, sin visibilidad, sin escapatoria. Son, además,
el pintoresco aliento de la naturaleza que, libre de culpa,
arrastra malherida a nuestra propia condición. Omnipresentes merodeadores de cabezas, mutilados soñadores
son pues allende anublan toda esperanza de sosiego, de
lucha por la vida, por nuestra horrorosa resistencia.
Moribundos, ingratos e infieles dan la mano desnuda
al agua que de entre sus dedos resbala sin ser absorbida
por el cuerpo. Luchan por la causa que causa malestar y,
en la inmediatez del tiempo, ese infame tiempo que los
saborea y los enfoca hacia mí, resplandecen en los demás.
Son siempre el reclamo de ruidos desiertos, de noches
abandonadas a la pena, de una pesquisa en el dolor de
nuestro clamor. Lo descubren todo, como mi fragilidad
desnuda ante sus elocuencias; soy vulnerable.
Sus anatomías, sus formas, sus víctimas, no son las
amadas por uno o por algún ser de alma pulida que de placer sereno pretende colmar su historia. Son las guerras de
los mundos evitados en nuestra peculiar galopada hacia la
desaparición los instigadores de los deseos. Perpetran un
crimen en nuestros caminos y desollan lo soñado. Roban
la migaja de cálida fantasía cuyo azar narra los sueños del
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propio diablo. Son miedosos, por eso se enmudecen, por
eso callan lo apasionante y, cómo no, lo majestuoso.
Saborean sus luces, henchidas de odio y rencor por la
pérdida, la bohemia sevicia que origina la locura más incontrolable de todas, la que nunca se subleva, pero siempre mutila desde el suave silencio de la noche.
¡oíd! ¿su nomBre?
No, no conviene mentarlos, mi lóbrego ángel. No desprendes la insolencia del orgullo y la gloria. En ti triunfa
el pánico, presumes de él, lo enalteces al grosero son de la
indolencia, del entusiasmo. A veces creo ver destellos de
un alma muerta. Eso es cruel, demasiado humano. ¿Cuál
es el terror por lo desconocido si no se conoce? Es decir,
¿miedo por qué? ¿Miedo a qué? ¿A esa incertidumbre que
nos devora desde que surge, a la luz que desvela lo borroso, al pánico que mueve nuestros cuerpos, a actuar bajo el
dictamen de los impulsos, olvidando la prudencia? ¿A no
saber qué puede matar, a qué es capaz de hacer? ¿A ver
nuestro desaparecer más allá de las debilidades?
Las fuerzas que embestían contra mí huyeron, ¡lo
dije!, desaparecieron junto con la música al silencio. Los
temores me ayudan a ver qué hay, lo que muere con ellos,
y me permiten descubrir lo altruista e inocente quizá que
suena la victoria de uno cuando se ve atiborrada de terror.
Me doblegan a sus embaucadores misterios. Fui avaro al
componer sus mayores tragedias. Mi habitual reacción
ante sus singularidades, aunque amilanada y segura, era
hacer restallar el sonido de campana por el ataque del enemigo que jamás veía, pero ahí estuvo siempre y aún permanece. Él sí, es su vitalidad la mía, siempre empujado
a divisar en el horizonte las cabezas de los alfileres que
sobresalían de sus ojos. El miedo… es perplejidad.
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En la esencia de cada miedo se acomoda la maldad
y el hastío. Permanezco a la espera del mayor desánimo
pensable, de un futuro infiel. Soy el «feliz» histrión de un
teatro ignorado por desgana, siempre sin cumplir los sueños, ¡cómo no!, abocado al suicidio más egoísta que se me
ocurre. No vi en el pasado, no veo en el presente y ni veré
en el futuro realizado ningún sueño, sólo hay una ramita
a la que encadenarme si arrastra el río mi cuerpo. Es deprimente contemplar, tal cual antaño escribí, el fin de mis
días. Mis miedos me conocen más aun que yo a ellos y la
voracidad de cada miedo me es desleal.
¿Es posible empeorar los sueños de la vida, los temores que la penumbra oscurece al besarla? Ya no es pánico, es pura pasión, un afrodisíaco frenesí de temblores, de
sangre y dolor en mis manos, de luz titilante que mueve
sombras y las desorienta, y un no-ver qué hay oculto tras
lo turbio.
He sentido la fuerza del derrumbe que rehuía. He
resistido a impulsos innombrables, constantes, fuertes
y sinceros, que cómodamente se asientan en mí sin pedir permiso ni perdón. Son humildes y, en virtud de esa
kafkiana humildad, arden por amor a su huésped y sucumben cumpliendo su cometido, calcinando a su paso
aquello por lo que, alguna vez, mereció la pena luchar.
Crecen y mueren en las profundidades de mi fosco ser.
Desmiembran las esperanzas, las malditas zorras blancas
de mil hopos, que pese a ser ruines, ¡despreciables!, son
esos alientos que nos socorren cada mañana con sonrisas
de airosa mendacidad.
Encontré en mis horrores el verdadero poder: un potencial aterrador e indigno que reina en pos de la desaparición y en su nombre guerrean por agraciar al mal en la fantasmagórica nada. Nadie ha contemplado jamás el terror
que mis temores tienen e incluso yo dudo olisquearlo, pues
si mis miedos me matan ni por la gloria eterna querría saber los miedos de mis miedos. Sería, así, lo más similar a
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crear una soga de aire y ahorcarse. No podría evitarlo aun
queriendo y jamás contemplarían mis ojos al morir qué es
lo que tanto aterra.
Temores pendencieros acunan al mal para hacerlo
crecer sano, mientras otros más jóvenes preparan las burlas del día. Segundos antes de ver mi cara refleja en un
tintero rojizo, comienzan a temblar mis manos.
¿Alejandro, si es ese el bello nombre que espaldas al
mío se esconde, es el ángel caído desde los infiernos de la
imaginación? ¿Son sus sueños mi temor? ¿Es éste el empeño que con cólera explora? ¡Respóndeme! ¡Mudo diabólico! Son en vano mis esfuerzos, siquiera sé con quién
hablo, a quién dirijo mis plegarias. No lo escucho ni siento
en mi corazón ni en ningún lugar. Oírme puede hacerme
enloquecer, mas no lo sabré si procuro huir y no pensar mi
voz. Y yo, incauto y pobre de ideas, mortal doliente que
con la muerte me conformo, acuné a sus encantos por el
arroyo que nace en mis sueños y los arruiné e hice tormos
con ellos que luego guardé.
Esa voz… es maldad y cansancio, pero no es mi voz,
no es mía, no es la voz con la que hablo, no es la voz que
escucho. Es una voz intrusa. ¡Yo, que sé quién soy, que
me escucho y soporto, reconozco en mí la voz que se aleja,
la voz que (me) miente! Sin escucharla en nadie y sin nadie escucharla, está sola y sólo en mi cabeza. Amarrada a
los bolardos del corazón reclama mis conquistas, pero son
mías, al igual que mi voz. Habla sin hablar y oye sin oírse. Dice tener buenas intenciones, pero cuando se asienta
en mí, cuando duerme mi voz, es descorazonado el sentimiento que despotrica, como cuando sobre la ceniza en
la tierra calcinada por un incendio caen ascuas que lo avivan. Es diminuta y en apariencia inocente, pero letal si
se hacina. Por momentos creo en lo posible que sería que
fuera mía esa voz umbría, que fuera la palabra de la bestia
parda (¿imaginada?) más aterradora. ¿Acaso constituiría
una amenaza, si no fuera mía, que me engulliría?
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En tanto, hago ademán de las lamentaciones que oigo
de esa voz y, sin culpa, me afano en estar realmente solo,
me encapricho en olvidar haber nacido hombre. Luego observo mi entorno, donde soy, y de todo nada he hecho yo.
He ahí por como sé que la soledad es en mí, es ahí donde
sé del fracaso.
De aquel joven nada sobrevivió: la ira, el rencor y la
oscuridad de esa voz le consumieron hasta pulverizar la
cordura. Ahora, a la espera de la muerte natural, pues no
habrá otra que considere, reconoce que igual de absurdo
es aguardar el bien mayor una vez se agote la existencia
que vivir y acabar desprotegido de lo único que me resguarda del auténtico mal. Los miedos son brisas cautivas
que abrigan repugnancia e infligen estragos a la memoria
y a los bellos recuerdos que nos erigen como lo que somos. Pero ya no somos sumisos o conformistas, ¡no, somos
agresivos!, violentas marionetas que vuelcan su insatisfacción en sí mismas por temor a los otros. Un desastre cuya
victoria es plausible y donde vemos cómo los miedos han
logrado torturar a las voces dormidas en el eterno instante
de un silencio.
Sin más, piensen en la miseria de nuestras vidas que,
aun habiendo muerte y nada más, acechamos sin sigilo y
con falsa seguridad la oportunidad de ser inmortales. ¡Ridícula coincidencia esperanzada, siempre como bálsamo
de mártir! Sueños, sueño, sueña…
Me encapriché con aquella quimera. Maquiné un lugar en el que hacer de la muerte mi vasalla a merced de mi
voluntad, arrodillada ante mí, y no temerla. En ese delirio
elegía mi morir, el instante y el cómo. La vida no me desafiaba. No tenía que bregar por sobrevivir ni me resignaba a obedecer las leyes impuestas por la vida y la propia
muerte, las leyes de la naturaleza. Un mundo hospitalario donde no batallar por resistir entre bestias, un mundo
donde acuda a mí la muerte cuando la requiera. ¡Ahí y
sólo ahí perpetran crímenes los miedos!, y las visiones y
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maléficas voces me acorralan y me hacen ver que lo que
extraño lo extraño macabro.
Jamás averigüé el olor del miedo. ¿Cómo olía el terror espeluznante que soportaba al sentir nacer y crecer
a monstruos amorfos bajo mi cama en la oscuridad de la
noche? ¿A qué sabría mi piel si sintiera a un borracho acuchillar mi vientre? ¿Cómo sonaría el arrancar uno a uno
los pelos de mi cabeza por enfermar de cáncer? ¡Horroso!
Son miedos frívolos y ordinarios, tan feroces como aborrecibles e indeseables son, mas hay uno que sobre los demás
sobresale, que se corona como Rey del Terror: el temor a
la muerte, el horror de morir. No es igual a los otros, es, más
bien, especial y único a su manera. La muerte sería miedo, sería lo propio del pavor que juega a enloquecernos.
¿Cómo huele, entonces, la muerte? De seguro su hedor es
nauseabundo. Nunca sospeché lo contrario. ¿Cómo olería
el miedo a la muerte? ¿Cómo olería mi muerte?
una herida fresCa
Se ahogaba. La sangre impedía que respirase con normalidad. Una luz, dos sombras…, ninguna ilusión y una amurallada libertad.
Devoró mi carne, nada se salvó en el recuerdo; caí en
el odio, en el terror, y me creí muerto. Eso me hacía tenaz
de mente, pero tímido de corazón. Me hacía sentir agrado
por lo que ofrecía el tormento. Mi vida como la cuña de
madera de nogal que sostiene la picada viga por un réquiem. Hoy es el funeral de los miedos que en mí se posan
y respiran. Siempre los tapo con mi cuerpo y mi cuerpo lo
envuelvo en mantas a la espera de contemplar la señorial
huida de sus encomios. ¿Acaso perseguía el austral viento
que congela mis hazañas, mis sueños y deleites? ¿La ventisca que merece ser respirada? Era hermosa la máscara
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del agua, pues serena era la frazada que cálida revestía mi
torso. Duermo con sábanas para esquivar ser vencido.
¡Cuán viperina es la fuerza que obra en mí y que languidece hasta hacerla reír! Son miedos, nada más alejados
de su excelencia; poco he de temer por ellos. Con gusto
y sin piedad los lanzaba al caudaloso río de Heráclito, al
menos, si no son, los temería a cada cual distinto y no a
todos por igual. Él me devoró, temeroso de ellos, y pisó
la vid que tempranas uvas de infancia daba. ¡No aprendí
a resignarme, a soportar el apodo de traidor a mi causa!
Descolorí la vergüenza que tizna al orgullo, al plácido y
propio amor. No recibí el obsequio de mis semejantes y
me conformé con mi naturaleza. Sólo enronquecí la voz
de horror y pánico que luego fundida en el rencor quedó.
Se fortalecieron hasta ser descomunales, ¡invencibles!, y
desde mí atacar. ¡Por el vasallaje de los tiranos!
Hay tanto en mi cabeza que desconozco si me es posible expresarlo con gestos y palabras o sólo reconocerlo
como un sentir indescifrable… El oprobio mío es en mí
y en nadie más, en mi soledad. De ese cáliz de pasiones
honrosas dichas me pertenecen, mas quien sorbe vergüenza de él fabrica un canal por el que confluye el culto a la
desgracia.
¡Dime, voz perdida, qué buscas liberar! ¡Dime, voz
prohibida, qué buscas sofocar! Mi numen, fundado por
las otras voces, las voces de mi yo, llora amargamente. De
las injurias de un preso, sin temor a nada, sólo vileza se
puede inferir. Así soy y, a juzgar por tu antojo, así estoy:
prisionero y aprisionado. Son sus temores los míos más
íntimos.
Ahora, cual sendero recorriste a mi encuentro retómalo al tuyo. Olvida. Esconde tus suspiros. Aquí siquiera
hallarás el consuelo que ambos deseamos.
¡No, no y más no! Jamás pondré en duda aquello que
debo proteger de las malas voces pues sería rendirme a Él.
Sé que Él me ofrece la solución, la última solución, pero
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no debo aceptarla. Nunca escucho su silencio. Sólo la voz
que es sacada de entre las hojas del libro escrito narra mi
calvario.
¡Ay! ¡La noche y los sueños sortean, en ocasiones, a
mis horrores! La oscuridad es mi aliada en las tinieblas y
los sueños son mi remanso de paz que pudoroso ruego
desde el saliente del precipicio. Demoré el escalar por las
escarpas del edén. Vilmente masacradas mis manos, salpicadas de sangre y tierra, quise liberarlas de mi cuerpo, ¡y
bien les haría! Son lúcidos momentos de confusa timidez,
enloquecidos e impactantes, los que obran con pavor, aislados de sus semejantes olvidados, mas no conocen al abominable y atroz ser que los engendra. Supe, entonces, del
final de mis lamentaciones. Comprendí qué es realmente
lo que me aterra: mi yo, la senectud de mis horrores, mi
sádica y sanguinaria voz será siempre lo temido. Irá en
mí, de por vida, la cualidad de ser cobarde, y si por naturaleza sé que lo soy, ¿he de luchar contra el más feroz de
mis horrores?
Lo único: lo absurdo de lo que asombrarse. La terca rendición oprimida. ¡Eureka, brindemos en honor a los
formidolosos tiempos de las voces rotas y dormidas!
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DEL AMOR VERDADERO
Esa ternura sobrecogedora que nos inspiran las personas
cuando sabemos que podrían morir pronto, ese desprecio
por todo lo que antes considerábamos valioso o no valioso
en ellas, ¡ese amor irresponsable por su vida, por su cuerpo,
por sus ojos, por su respiración! ¡Y luego, si se recuperan,
cuánto más los amamos! ¡Cómo les suplicamos que no vuelvan nunca a morirse!
elias CaneTTi
El libro contra la muerte
a fiereza de la muerte obstaculiza al amor y nos nubla
y perturba. No somos, en realidad, uno que en soledad desaparece o huye amedrentado a su amagatorio. No.
Tomé consciencia de esa fatal suerte años ha. Besar, abrazar o ver vivir candente al amor son ejemplos de flaquezas que azuzan, como los gritos del miserable dueño a su
rabioso perro, la lucha que continúa el yo, el enamoradizo
espíritu ávido de unión. El alma más vivamente nuestra
se resiste y se aferra al cuerpo, desgarrándolo, cayendo
en el ensimismado, asestando cornadas en el busto malhechor... Ansía no sentir, ser invidente, ocultar la mirada
acusadora, pero fuerza su permanencia y no batalla sola
su desvanecerse.
¡Imaginen cuán poderosa e infatigable es el alma
como para bárbaramente ser torturada y no liberarse ella
misma de la agonía que la acorrala! Así me confiesa la
muerte su apetito por los vivos. Ahí hallamos la liza prodigiosa en la que suspiramos longevidad. No sólo siento
una resistencia que hinca sus uñas en los pechos de la vida
L
29
para zafarse de la humillación a la que le somete la muerte. No. Siento asimismo aquello que la vida, traidora de
su naturaleza, mata y ampara, y el alma hasta la saciedad
paladea. Ese desfile de siniestras ironías se revela como el
magistral baile que vigoriza la entereza del ser, crea pasión
en él y regala alas al querer. Serían, entonces, las personas
que con amor sincero obren las que ganaran el corazón de
aquellos afortunados que las necesiten. La tétrica danza
invisible. Así sería.
¡Ay, amor, delicada injuria o tierna adoración! Eres
tan espinoso… Te ansío, doy contigo, te agarro, te muerdo
y me hieres. Sepan, lectores, cómo siento el amor. No conocerán alegría alguna conmigo. Es peligroso, ¡y lo sé y lo
asumo!, que descanse en mí lo más mágico que el hombre
posee. Hasta considero razonable que no lo haga. Sé cuándo con innegable sinceridad hinca el diente el amor real,
natural y verdadero. No saberlo, de hecho, sería todavía
más arriesgado.
¿Cómo desnudo al amor verdadero? ¿Cómo sé cuál
es auténtico y cuál no? ¿Cómo desgajo el afecto, el cariño
o la pasión del amor puro?
Tal vez se perciba como lamentable, nada erótico y,
quizá, caótico, macabro u oscuro, pero sé con claridad si
es amor verdadero al sentir con todo mi ser a la muerte
abrazar lo amado. Y nada fuerzo al corazón, es natural:
brota de la felicidad más inocente, de la tristeza más amarga, de la añoranza y del rencor, de la mugre del recuerdo
más deshonroso y de las bellas alianzas conmigo y con los
otros. ¡Juro que nada forzado es ese presagio, sino puro,
repentino e inmaculado! Padezco el infausto legado de la
muerte de lo amado. Profetizo su morir y no puedo obviarlo. Malhadado escupo a su llama y con seguridad corrompo en mí la condición privilegiada que al amado moribundo protegía. Combato el caos. ¡A la verdad! ¡Abrazar
a quienes más amo es agonizar por asistir al cortejo de
esa asesina invisible y natural! ¡Es un crimen que cometo
30
periódicamente! Siento con nitidez cómo la presencia de
lo venerado se desvanece con la misma facilidad que mis
ganas de adorar, de amar. No debe arrojarme cuando le
plazca de mi serenidad, de mi contentadizo aburrimiento.
Procuro escabullirme del amor si sé que a quien se lo confío morirá.
¡Y cuánto deseo no sentirlos morir una vez más!
¡Cuánto odio no sentirlos respirar!
Así, procuro pensar, quien jamás haya catado el amor,
quien en absoluto en su vida haya tomado el corazón del
ser amado, aquel que nunca haya llorado como suyo el sufrimiento de ese ser adorado, nada sabrá de la catastrófica
monstruosidad que supone saber que ante mi cándido yo
se despliega su fatal muerte.
Ser que a la muerte ame sólo a la Muerte ha de amar,
pues si Ella jamás muere, sí los vivos morirán. Ser que a
la muerte ame sólo a la Muerte amará, mas Ella hoy ha
muerto, ¡los vivos vivirán!
¡Oh, destellos de lucidez temprana! ¿Es condena temprana por algún mal que hubiera hecho y olvido? ¿Soy,
acaso, su siervo más leal? No, no creo que haya algo con
tal protervia, empero acontece galopante arrollando hasta
el más claro de mis delirios. ¿Será él, el que se hace llamar
justamente yo, quien entierra mis recuerdos más apacibles
y los transforma en agonías del futuro? ¡Qué sé yo! La
duda corroe allá donde la adversidad renace del suplicio.
Seré esa criatura ladina, sádica inhumana y cruel que misma muere en su tentativa de dormir sin estertor.
Cierto es que no hay mejor enseñanza que la aprehendida de un profundo dolor y gracias al dolor comprendo
que el amor es descarado y alocado. Es algo atroz que hace
gala de una seductora malicia, pues si lo padezco certera
y prudente sería mi huida de aquello que amaría. ¡Eso lo
aseguro sin remordimientos!
Sé, por la pérdida que supone, de la furia que irrumpe en el ser que yace vencido, del amargor que nostálgico
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humedece páginas de libros antiguos, de la fiereza de la
alimaña que es calmada con silencios inconexos… Conducir a las lágrimas por las purezas emergentes de centurias
pasadas y aún sin suceder, por las grietas y surcos que
forman éstas en el papel mojado, es sentir el dominio de
lo ingobernable, lo indócil y lo rebelde. Así como el mitológico Ave Fénix sucumbe al tiempo y renace de sus cenizas, lo harán mis ganas de amar, al menos, eso imagino y
procuro pensar.
Incesantes punzadas perforan mi limpio gozar y la
mística danza invisible que aúna amor, belleza y dolor
hace de mí, si bien alguien algo valeroso, otro ser vulnerable y reprimido que teme las calaveras. Tan precisa es la
sutileza de esa danza que coquetea antes de espolvorear
fantasías sobre mis anhelos.
Busco la réplica que se esconde tras la bruma que la
muerte humea. Como esa silueta macabra que intimida
pero apetece mirarla, que tan bella es según la contemple
en la lejanía o en la oscuridad y tan espantosa en la cercanía o en la luz; amar me mantiene en vilo. Y si bien la
muerte salpica al amor y lo ennegrece robándole su luz,
su codiciada y virtuosa esencia, sentir morir a lo amado es
el enjundioso secreto para averiguar si se ama verdaderamente.
Al distraer a la Parca me pregunto qué me mueve a
amar. ¿Por qué considero bueno al amor? ¿O, ahora que
no me escucha, sería horrendo y perverso, y tras máscaras morbosas se oculta? ¿Amor por lo bello y su encanto?
¿Amor a qué? ¿Qué habrá para en quienes no descubra ese
perverso sentir? ¿Qué será de quienes no descorchen en mí
el frasco que enfrasca la muerte? ¿Será un amor siniestro
o un odio meloso? ¿Los amaría realmente? Todavía lo ignoro. «¡Claro, los querría! ¿Cómo no?», diría velozmente
sin dudarlo un sólo instante. No es nada fácil ni humilde
por mi parte. ¿Creo fríamente que no amo a quienes me
aman con sinceridad y así me lo muestran? ¿No es, acaso,
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esa la razón por la que hago entrega de mi amor? ¿Será
un peculiar querer, algo gradual, un aprecio más turbio
y apagado, la amarga sensación de amar por despecho?
Ahora sí lo siento cruel. Es el indecoroso galardón por pertenecer de una manera cruda y sentimentalmente vana,
desprovista de querer verdadero, a las raíces del árbol del
que brotan los verdaderos amores; como un amor forzado, algo que jamás se completa ni complementa sano.
¡Desgraciados serán quienes de las ramas de aquel
árbol caigan de rodillas suplicando clemencia! Sólo indiferencia ofreceré. Esos llantos, similares a los de los niños
que pierden trágicamente a su madre, son treguas para mis
oídos. Cuando procuro explicarlos, aunque no muy acertado, suelo cotejar sus lamentos con el ejemplo del rabo
cercenado de la lagartija. Desunido del cuerpo, se retuerce
creyendo aún formar parte de él, del amor: esa hermosa
unión natural. Sin embargo, es desterrado, arrojado a la inmundicia. Sí, así lo descubro, quizá hasta sea placentero.
A los sentimientos de quienes des-conozco, de aquellos que laceraron al corazón, los destierro a la pugna
por ver entrelazarse sus odios más déspotas. Con ellos
sí pretendo herir, ser inclemente. No merecen siquiera la
oportunidad de lamer la reconciliación y todavía menos
el adiós eterno. ¡No me merecen! Sean, pues, el amputado
miembro de lagartija que gracia me hace verlo retorcerse en la hierba. Lo prendía atado a un hilo y, anudado al
cuello del animal, me enorgullecía seguir con la mirada
el rastro del fuego. Era la gloria, servida de justa fama, el
mugriento y vicioso sustento que contrae a la muerte y a
su cruda realidad en la memorable codicia por el desahogo. ¡Sí!, y además fantaseaban mis ojos con construir ríos
que condujeran su sangre hasta mi aureola para en ella
verter la creación de lo imaginado.
No obstante, enseguida mengua el espesor de los
sueños y, al avistar lejanas las sombras, resisto a mi propia ojeriza y escapo del soñar oscuro y despierto. Recobro
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el protagonismo del inocente animal desprotegido. Es de
pacífica y fría naturaleza, de lengua viscosa y cola amorfa,
de minúsculos ojos y piel rugosa. Y lo adoro por ser inocente. No puedo sino rescatarlo de las garfas de mi inquina con la bondadosa disculpa que le debo por pensar en
su tortura y acompañarlo un rato para luego despedirme
arrepentido. «No hay redención, nadie será privilegiado.
Sólo desnudo un cuerpo enredado que teje dolor», descubro siempre horrorizado. Una falsa nostalgia de la que
nunca espero escapar vivo.
Cuando la antipatía, la rabia, el rencor o las heridas
me consumen, de mi obrar escapan atrocidades. Pese al
rebuscamiento de mi ingenio, es aún más engorroso el mal
que maquino y recreo. No visto cilicios que penen mi conciencia, pues la naturaleza acusadora del ingenio del que
gozo liberó a los diablillos que acojo. Humillado, avergonzado y receloso. La soledad corrompe su carne por pasión,
por erotismo y afecto, y fuera de cuanto debe y anhela
huye a su aciago rincón y así es rediviva ella y, además, el
amor. Luego el amor, habiéndolo degustado y divisado la
muerte en su sombra, se desvirtúa y se corona como líder
en la pugna por ser lo peor que el humano preserva.
Así, ser vomitado a la vida con dolor es mismamente
la razón por la que, en presencia de la muerte, yo, mortal
prisionero de esa suerte, recelo de lo amado.
Lo que háceme sentir pesaroso, lo que háceme sentir
cristalino bochorno porque no camina mi espíritu hacia
ese respiro, es el amor. Aun cuando les duela a mis terrores, el amor es la melodramática treta de la naturaleza
para eludir el infatigable pensar la muerte.
No obstante, cuando sentimos al ser amado con igual
nitidez con la que nos sentimos nosotros mismos, cuando empatizamos con lo más hondo del alma, cuando ese
amar ensombrece al amor propio, cuando su luz nos embriaga tanto como su sombra, cuando con ternura oímos
sus latidos y con terror saboreamos el instante; la muerte
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pacta con el amor un ridículo descanso. Algo temerosa,
cubre su rostro con el sudario y le concede momentos de
fama y esplendor al corazón.
Ahí, en ese lúdico lance de promesas donde la muerte
asegura finitud, nada y paz, el amor, valentón, ruidoso y
charlatán, ofrece oportunidades de eternidad. Con plena
certidumbre escribo que es utópico amar hasta doler y no
buscar con desesperación su salvaguardia ante la amenaza de la muerte, y no buscar la inmortalidad de lo amado. En aquel rincón apilada la inmundicia espera. ¿Qué
simboliza el amor sino reconocer obscurecimiento en el
siniestro destino de la persona? Réplica y, por misericordia del yo, pasión por la vida del corazón.
Será en el amor vigilado por la muerte donde tropiece con el mal, con los heridos por pasión y los condenados
a adorarse por la eternidad del mortal instante.
Amar significa maldecir cada segundo en que la
muerte acecha y asesina a aguijonazos la felicidad que
aflora de las entrañas del otro, porque a buen seguro nos
lo robará. Amar es sufrir y sentir en las profundas aguas
del corazón la infatigable presencia de la muerte. El amor,
entonces, es como esa alfombra que a la mugre cubre para
impedir que se esparza.
Entonces, ¿cuán perverso es amar si sabe el amor que
la muerte robará lo único que nos hace ser inmortales?
¿Por qué amar? ¡No soportará mi yo, rey quejumbroso,
enfermar de amor! Sí, el amor es poderoso enemigo de
la muerte: la mayor indignación forzosa que ulcera como
la metástasis a las vísceras sanas. En ocasiones invisible
y silenciosa, gangrena el mágico instante de miradas, la
armonía que habitó en el beso, las lágrimas del adiós antes del sueño de cada noche, los imborrables recuerdos, la
voz traviesa, las caricias de gran terneza, los abrazos indomables... Misteriosamente angustioso me resulta saber
que en el futuro de cada ser hay, y con seguridad asumo
que habrá, algo horripilantemente traumático.
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PENSAMIENTO ANTIGUO
(MARZO DE 2008)
H
ubo una vez, como otra de tantas, que acosté mi cuerpo en paredes resquebrajadas de pintura verde esmeralda. Pensativo en mis mundos era dueño de sueños,
sueños dormidos, y dormía despierto. La clase que jamás
sentí mía grita, chilla sin motivo. Compañeros podridos
de voces apagadas. Las apago. Siempre me ausento largo
rato y detengo el tiempo al contemplar los garabatos que
en la mesa dibujo.
En el otro extremo, una profesora de blusa negra anticuada y falsa osadía explica menos que regaña. Sentada de brazos cruzados, espera el silencio de sus alumnos.
Quisiera verla rezar. La miro admirado pensando cómo
logra soportar a diario tantos grupos de zoquetes. Nunca
entenderé la paciencia del maestro. Jamás seré profesor.
Miro por la ventana sucia de salitre el abandonado
campo del Maravilla, un desierto club de fútbol. Repleto
de pintadas y escombros, con dos enormes eucaliptos que
alzan sus ramas por encima de la Tabacalera. Es ahora cobijo de drogadictos vagabundos.
La clase enmudece y eso me aterra. Suenan risas y
suspiros de alivio y lamento. La bruja recita presuntuosa
las notas del examen de matemáticas. Llega la lista a mi
nombre, se detiene y, con cara de vergüenza y decepción,
en voz alta dice aquel número que nada representa, pero
que me representa.
Apartado de la realidad, no asimilaba el cosquilleo
que sentía cuando tan sólo dirigía su mirada a la última
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de las mesas, en la quinta fila. Sin embargo, no era la nota
lo peor. ¡No! Ese dichoso aparato táctil del demonio que
sostenía en sus manos huesudas enviaba al instante y por
correo la calificación a mis padres. Estaba perdido.
Suena la sirena de la libertad: es viernes. Es hora de
guerrear. La salida, créanme, es peligrosa. Comienza en
el patio, lugar de reunión de todas las clases: los niños
se apiñan como se agolpan las formas de matarlos en mi
cabeza. Todavía sueño con un día sin patadas, codazos o
testarazos. Hace tiempo que se convirtió en deporte para
nuestro colegio. ¡Batíamos records a diario! Perdieron el
respeto, no había distinción de rangos, era lo mismo un
maestro que una niña.
Encuentro la salida entre un mar de piojosas cabezas.
Hoy he logrado escapar ileso. Tres días sin que me peguen, tres días sin cardenales. Rumbo a casa pienso: «¿Entrar o no entrar?», he ahí la cuestión.
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LAS VERJAS DEL JARDÍN EMBRUJADO
Vive la madrugada. Cobra tu señorío.
Percibe la existencia en dolor puro.
Ahora el alma es oscura, y los ojos no hallan
sino tiniebla en torno. Es ésta la hora cierta
para hablar de la vida, la vida tan amada.
Si al Dios de quien es obra le reprochas
que te la diera limitada en muerte,
su don en sueños no malgastes. Hombre, despierta.
luis Cernuda
Como quien espera el alba
N
adie olvida el inconfundible olor a tierra mojada por
tiempo que pase, a tierra húmeda por chaparrones
insospechados. El agua brota por arañazos en las nubes
y por pétalos y hojas patinan las primeras gotas de mi
tormenta inacabada, las mismas que, resbalando adrede,
se hundían en mi cabello. Siempre quise contemplar el
campo despierto, sin soñar, y resistir ante el colosal poderío de las fantasías, hijas de la imaginación que a bien
tienen alumbrarnos. Me seducen y dócil permito que me
conquisten con su irrealidad. Suelo, con constancia, buscar discernir sobre lo que considero bello y jugar con ello,
pero algo en el otro paraje me hace creer en el poder de los
sueños; limpia mi memoria y me asusta. ¡Recuerdos para
toda una vida, fugaz y esperanzada, lucen con gran apetencia en lo real! Así se vuelan los sueños, como cometas
mecidas por el viento. Un ave rapaz de papel lanzo con
dulzura al aire del aguacero...
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Coronaba aquel frondoso y magnífico bosque, que
para la posteridad se guardó en el rincón de mis pensares,
con hojas de laurel y azahares. El jardín de fantasía con el
que jugué sin descanso hasta perder la sensatez, la mísera
sagacidad que amparaba los días tormentosos, era la tétrica estampa de la cordura hecha trizas. Sólo la luna, golosa
de anochecer, se enreda en las zarzas y derrama en las
hojas caídas gotas de plata. Sólo soñar me enamora.
¡El jardín! ¡El lugar donde comencé mi andadura! Sí,
—suspiraba—, lo recordaba tal cual lo abandoné, antes de
huir a las llanuras y su bajo cielo estrellado, casi a ras de las
hierbas acariciadas sin descanso. Era magnífico, grandioso a su manera. Ideal e idealizado, era la más pura de las
fantasías narradas; sin lugar a dudas, el mayor logro de mi
vida pese a ser inventado, una holgada quimera.
Nada cambió. Cuando sólo sentía pesar, siendo el
legítimo heredero de los muertos durmientes, escuchaba nuevas nubes de rumores que con las hojas caían de
la copa de los árboles. Rumores que no lograba alcanzar,
pues a poco de rozarlos se desvanecían. Los pájaros de
humo, que en su día volaban sobre las grandes secoyas, no
eran más que recuerdo, un preciado y valioso recuerdo,
eso sí. Aleteaban sobre mis cabezas, sobre todas las que
tenía, pero la más especial e inoportuna fue la degollada.
Por suerte, siempre fue única e inigualable.
Las baladas de los troncos irónicamente calcinaban
a las llamas. De ellos vuelan polillas blancas que apolillan ramas y las hacen caer. En otro mundo serían venerados por la fortaleza y energía de esos cánticos, pero en mi
mundo eso era cruel. En el ocre de sus pieles podía verse
la furia calmada que desataba la gloria de los sueños.
Recordé el lugar en el que a mi alma vi jugar entre
los árboles escondiendo el momento de caer sedosa a mis
brazos. El alma es muda porque puede volar, ¡volar por
donde plazca!, al contrario que el yo, condenado a oír las
ásperas lamentaciones que le importuno, y yo las suyas.
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Mi alma es el gorrión que libre vuela, mi yo es el perro
amarrado que debería obedecerme. Por eso grita en mí.
Por eso, cuando adolezco, es el alma la que en silencio se
reivindica y es mi yo quien asustado no osa enmudecerse.
Recuerdo cómo busqué en los recovecos de los troncos a la curiosidad, la misma que me hizo salir del claro
de las sombras. Sus profundas raíces me acercan a lo desconocido, a lo oculto en lo abisal. La luz de las llamas, mis
acompañantes, permitía contemplar cuán insondable era
la imaginación de un loco que con celsitud asumía el colosal reto de encontrar su propio confín. No obstante, con
honesta certeza admitía que de lo incomprensible nada
entendería, aunque me cueste dos muertes y una vida superarlo.
Recuerdo que ese yo acechaba sin descanso, desde la
abertura, las formidables escaleras de raíz que descendían
hasta lo impensable. Quizá fuera la gran cobardía que
antaño encontrose conmigo o el gélido sudor que hacia
la angustia me arrastraba al brotar de la piel, pero decidí
enfrentarme a lo desconocido mismamente por ello, por
ignorarlo. Lo desconocido solía dar una satisfacción poco
valorada en el orgullo, pero sí en el valor que, desprovisto
de realidad, se hacía algo inane y que ahora, narrando lo
ocurrido, desprecio con rencor.
Durante un tiempo, en distintas fantasías, oí historias
que me hicieron recobrar el interés por saber más sobre
las Guerras de los Sueños. Quien se atreviera a pronunciar
ese nombre designaba pasión, orgullo, gloria, caos y, en
especial, muerte.
Desconozco qué ocurrió, mientras vivía despierto,
en el más bello pasaje de mis fantasías soñadas. Sólo sé
que la dulce maja vestida de flores, que en sus días coronaba a las plantas de vitalidad, ardía en el aire al poco
tiempo de ver a la naturaleza llorar desconsolada. Pasé a
su lado cabizbajo y arrepentido de formar parte del selecto grupo de los criminales. Me vigilaba rabiosa como
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si buscara herirme, como si hubiera asesinado a su hija y,
arrastrando su cabeza, la humillara. Le di la espalda y no
supe reaccionar. Supuse que ese sería el peso que habría
de portar por ser humano; fue a la derrota a quien cogí de
las piernas agotado.
Desaprendí el pasado que formaba parte de mí, ignoré los recuerdos de aquellos seres, sólo sentía, sin lograr
oírlos, gritos y llantos de dolor. Abandoné mi celestial invención, aun cuando quise resurgir. No fui un buen padre.
Entonces, noté un leve suspiro a mis espaldas. Las vivarachas flores se oscurecieron, su piel se tiznó color tizón,
los ojos desparecieron y las luces murieron, solo quedó el
corazón. La maja se marchitó empuñando una pluma de
escribir. Así afloró su sinrazón.
Arruinado por las esquirlas que recogía, descubría mi
historia conforme caminaba por el bosque. Robé la única
pluma con la que esbozar un mundo oscuro y opaco, con
la que perfilar el misterioso y áureo esplendor. Siempre
quise retornar y retomar el camino que en su día abandoné, adentrarme en las raíces de lo desconocido antes de
despertar y enfrentarme a los horrores que moran en mis
sueños, a esas lúgubres e incandescentes pesadillas. Eso
hice. Sin más, acaricié mi alma, amilané a mi yo y entre
lágrimas de impotencia rompí mis piernas y retrocedí hechizado por un poder más recio que la voluntad.
Frente al tronco frené mis ansias. Pétalos carbonizados al viento lancé. Era un héroe olvidado, era una leyenda que nadie contó. Era un traidor de poca fe con la esperanza de luchar una última vez. No era nadie.
Un temblor estremeció a los árboles y el viento comenzó a rasgar la carne que envuelve a mi yo. La grieta
en mi presencia se revelaba. La decisión era mía. Palpé el
calor del fuego al rememorar el cobarde recuerdo de lo
escuchado. Ahora no huiría…
Según las leyendas, los Señores de la Imaginación
acudían al socorro de los seres inocentes y dormían en
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nubes de blanca seda. Esas camas de algodón, asentadas
en algún lugar de mis fantasías, les protegían de quienes
aspiraban a destruir los Mundos de los Sueños. No había mayor interés que el postergar la paz y serenidad de
sus dominios. Soñar en los sueños era arruinar la magia
de cada fantástico rincón, era como aceptar aquel mágico
lugar como la plácida antesala de la muerte real. Nadie
podía soñar donde sueñan quienes sueñan, nadie podía
cuestionarse cómo era soñar los sueños o cómo trazar el
confín de la fascinante cadena perpetua de éstos. Entonces
entendía el cometido de aquellos entes celestes, cuya labor
sincera me colmaba de orgullo.
¡Qué de misteriosas proezas se hallaban escondidas
en ellos; no fueron jamás reveladas, pues se adentraron en
el descuido que las atrapaba eternamente! De no haber habido traición, todavía reinarían en armonía protegiendo,
en apariencia, lo inerme.
El pasar de una eternidad, pues varias no son posibles, suscita el clamor de la era cristalina de los mundos
soñados. Sería amable corromper la desdicha de tales
mundos, adscritos juntos con las estrellas como los diamantinos reinos del aflato. Allí, en su albor, nacen las maravillas soñadas, representaciones alígeras que cubren los
cielos de esperanza silvestre. ¡A la vista su celaje!, en él
los celícolas que a las Perseidas custodian en mis sueños
yacen. La esfera cuya brillantez trazaba las miras al cielo
fue apoteósica, guió a los astros con sutil delicadeza a su
morada.
Escuché en esas míticas leyendas hablar del mayor
ejército jamás soñado, tan inmenso era que procuraba hacer del universo algo insignificante, conformado por bestias oscuras, inmunes a lo imaginado y de deformes rostros, cuya debilidad era saciarse de vidas y no continuar
la matanza de la imaginación; cubiertas de un velo negro
traslúcido. En fin, palabras: sólo historias sopladas y sacudidas por tifones.
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Las raíces del árbol formaban preciosas escaleras de
caracol que me sobrecogían, demasiado perfectas para ser
producto del azar. No encontraba pared alguna que las
afianzara ni techo que les diera cobijo: sólo sentía oscuridad y una curiosa gravedad, una poderosa fuerza dormida que hacía de mí un ser seducido por el tenebroso vacío.
Como si agua fuera, un fuego glacial corría por acequias
que se trenzaban en los pasamanos y, escondidos en el pilar escabroso de la escalera, vi rostros de rasgos siniestros
y de apocado despertar.
Parecían interminables los peldaños, pues por más
que sugerían acabar sólo escalones deslucía con mis pisadas. No sabía cuánto tiempo hacía que caminaba. El tiempo…, ¡lo perdí!, el endemoniado tiempo, ¡me olvidé de
él!, como si la grieta se lo hubiera apropiado y jugado con
él. De la nada surgió la sensación de haber permanecido
días allí. Ignoré el porqué, la meta o incluso las veraces
historias que pronto escuché y de ellas me mofé. Quizá,
si hubiera sentido haber avanzado algo, hubiera hecho el
corazón algo más hondo. Sentí lo inquietante.
Recuerdo cómo también mis falsos deseos de enfrentarme a lo que de nefasto tiene lo desconocido emergieron
del silencio. Si cabe la verdad, comprendí que mejor bajar
la escalinata que luchar por lo imposible, pero a más andar, mayor era la sensación de adamar a la muerte. Ni en
sueños me liberaba de las cadenas de la Muerte. Y cuando
el ansiar desparecer fue la horrible victoria de la adversidad, en un escalón, pareciendo desprenderse de la escasa
estabilidad que le salvaba de hundirse en lo insondable,
encontré lo que, en principio, aparentaba ser un vulgar
libro.
Me apresuré a libertarlo de las argollas de tan azaroso destino. En mis manos supe lo valioso que era. La
cubierta, acabada en un material desconocido y de color
similar al jade, conservaba grabados fastuosos dignos de
maestros portadores de verdadera destreza en su oficio.
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El olor, el deterioro de aquello que lo embellecía, las hojas, lo que lo conformaba, hacía suponer los siglos que
el manuscrito se mantuvo en secreto. Allá en su fatigoso
manejo, pues no lo consideré menudo, acomodé al señor
cansancio, suplicante en mis pies, en uno de los escalones.
Dispuesto a leerlo, sobrevino el sentir que, gloriándome
de afinidad con los Vivos Soñadores, hizo compadecerme
de los Muertos Durmientes.
Del curioso interior, trozos de piel se desprendían;
tuve miedo de desnudar su esencia y traicionarlo. Supuse
que eran páginas lo que, en realidad, eran esqueletos de
hojas de secoyas muertas. Las fisgaba con miramiento y
delicadeza y las pasaba con enorme cuidado. Asombraba
ver algo así, pero ¿qué valor poseía? ¿Qué sostenían mis
manos?
A través de esas hojas, entre sus nervaduras, contemplaba pequeñas motas de luz creciente. No pude concebir
tan deslumbrante escena sino desde la locura. En el grosor
de un nervio se hallaba escrito, aunque algo deteriorado,
un lacónico poema manchado. Decía así:
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Me era familiar. Creí haberlo leído antes tras esta loca
realidad. Sin embargo, si llegué a leerlo, jamás alcancé a
sentir la sensación de descomunal poder y grandeza que
se mecía delicada ante mis ojos. Si me arrimaba lo suficiente como para mi nariz rozar las nervaduras, avistaba
muy en su lejanía otros mundos jamás soñados. En cada
hueco que conformaba la moldura de las hojas había una
historia, un mundo mágico y, a menudo, oscuro. Un universo jamás creado y soñado por mí crecía si no apartaba
la mirada. Mas algo diferente me imbuía: no sentía ser yo
al observar con mis ojos, era como si algo o alguien viera
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por mí y sólo yo fuera el espectador consciente de ello. Era
como si algo se observase a sí mismo.
Al final del libro una nueva hoja parecía estar floreciendo. Luces luminosas y tenues, blancas y oscuras, pero
siempre luces. Unos huecos se apagaban y se sumían en la
oscuridad, otros se encendían con la fuerza de un gigante.
Dícese de esa nueva hoja que rescataría del averno a la vid
del dolor y haría un flamante mundo al que huir cuando
menos lo necesitáramos. Los anales del mar bonancible en
el cielo. Escondería la mudez de los callados, las tinieblas
que el ciego encierra en su cárcel. Cada hoja era un chillido, cada hueco un ser que nace y muere.
Del raigón brotaba lo masticado con desgana y lo que
debía arrancar arrepentimiento en mí: la culpa. «No narraré lo invisible —pensaba sujetando el libro—. ¿Escoltarán
esos ojos a mi destino?». Aunar los sueños en la conjura de
las fantasías, en el letargo de los héroes, hace ser precioso
imaginar en lo dado una única e inconmensurable Historia, donde los puentes a los mundos de los sueños cruzar.
Antaño escuché de susurrar a las plantas sobre alguien llamado el Maestro de la Forja. Un ser peculiar, un
loco borracho de alucinaciones que, encarcelado por sus
desertores, pues temían su poder y él verse desfigurado,
componía grandes obras en su cabeza. Era un privilegiado, decían rosas y claveles; un ser ignorado por los amantes de la magia. Era mago y rey de los tronos combatientes
en el mundo de los sueños, reconocido por sabio y no por
monarca, quien con la lengua escribía. Él compuso el mayor cuento jamás contado y escrito, inventó un libro que
nunca fue leído, pues nunca fue acabado. Nunca terminaba de escribirse. Un libro perdido…
Los nobles Señores Arcanos que en nubes dormían
desaparecieron. Narraban las leyendas que velaban por
preservar lo que en el pasado el ingenio del menor de los
magos ideó. Algo tan divino y glorioso que el loco sabio
atrapado quedó en su fantasía, entre las hojas del libro.
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Ensueño escrito y descrito con detalle en un valioso libro
que reunía la totalidad de los sueños posibles de soñar.
El poder que en sus manos tenía era desconocido hasta
para él. No sólo jugó con la imaginación, ¡la inventó!, y eso
nos hizo cómplices del sigilo perpetuo, de la ceguera de la
amarga existencia. Nadie sabe cómo la niña imaginación
creó sin imaginación. Si la elimináramos, con seguridad
caeríamos en la nada, pues al no jugar con ella jamás miraríamos nuestro interior. Es tan misteriosa, tan plácida y
hermosa que no puedo apartarla y protegerla, nadie escapa a las sombras que proyecta la imaginación y al poder
de la traición.
Los grandes diluvios que asolaron los campos de esa
fantasía inventada fueron invencibles. Nada hicieron los
Grandes Señores, no lograron proteger lo indefendible, no
lograron escapar vivos. Se hacía complicado vivir. En los
sueños la vida es igual de finita que allá en la realidad: un
traspié simplón puede trastornar los sueños de cualquiera.
Él murió. La Muerte complacida acudió al festín y, como
la relación que guardan los buitres con la carroña, devoró
los cadáveres. Sólo se perdió el Libro de los Sueños, sólo
motas de imaginación brillaron a escondidas. Ese mágico
escudo fue obra del creador y padre del ingenio.
Según el libro no existía El Sueño, único e igual para
aquellos que osaran soñar sino fecundos sueños para cada
uno en particular nacidos de ese Gran Sueño. Como el arriero atolondrado que con nuevos rumbos se malogra, el
soñador es en un único firmamento y pertenece al Gran
Sueño, algo así como el todo del que todo emerge. El Sueño
que da vida a los sueños, un costal divino fabricado para
meter la mano y soñar. Esa magia moría con el despertar
pero, al reanudar la andadura del soñar, nos hacía regresar
a los despedazados mundos que abandonábamos. Francamente, creía que los sueños eran recuerdos o reflejos de
nuestras vidas, espejismos de nuestra experiencia creados
por nosotros mismos, los soñadores, para esclavizar la
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realidad. No, no lo eran. Eran esquirlas de un inconmensurable arsenal todavía por desenmascarar. De él sospechábamos el mayor universo posible, siempre soñado, eso
sí, pues ¿dónde encontrar las fronteras de la imaginación
que alimenta los sueños?
Sospechaba en cada instante que el mundo de los recuerdos sería algo más extenso que el mundo de la imaginación. Así suponía… Sin embargo, confieso que ahora
apremian los insondables reinos de la muerte. Sólo admiro el poder de la muerte, ¡es preciso y precioso!; a pesar de
mencionarla, pese a hablar con ella, ella no es, no existe,
no tiene cuerpo, es como transparente o invisible, como
hecha de espléndido vidrio, de cristal finísimo. Es extraña.
No la encontraré.
El soñar siquiera es la cima de la montaña, tan sólo
un muñón de tierras castañas que rueda colina abajo. En
la cumbre, al son del contagioso compás, acompañan mis
pasos las piedras de oscuros rasgos, parecidas quizá a los
trasgos, que a la cripta de las memorias van. Un lugar sagrado, apilados los libros ante mí, donde los recuerdos
están vivos y el olvido se esconde. Rojizo y tenebroso, oscuro y venerado. Los paredones, fortificados con grandes
piedras verdosas, combaten la apetencia de murmurar los
elogios de la dicha; y los arcos que las hermanan sostienen
al coloso que en la bóveda descansaba. Ahora ese ido titán
vaga por las raíces y pierdo mi alma una vez más. Alma
que trota encantada sin él. ¡Soy dueño de lo que sueño, eso
y nada más! En mis fantasías imaginaba con desollar la
colorida piel del camaleón: rugosa, ligera y transparente
según la mirase, la desmembraba de los libros y alteraba
su magia en calor, inadecuada para huir u ocultarse, pero
prodigiosa para no morir entumecido por los vientos provenientes de las pesadillas. Nunca las hazañas narradas
en los libros son reales.
Cada hoja es una insolente victoria que capitanea a
los sueños hasta la lucidez de su creación. Con el nombre
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de triunfo los conozco, ¡no hay destrozos! Si los escribo,
sólo son historias, anclados en el pasado que pasó y en
un presente firmado hace mucho tiempo. ¡Aquí y ahora
son vividos! Se cumplen las lecturas conforme las páginas recorro, las vivo muy vivamente. Algo estancado en
un futuro lejano que resulta asombroso. No obstante, no
querría presenciarlo por pánico a la fallecida hueste de las
sombras.
A través de las nervaduras ojeaba con esmero las motas de luz relumbrantes que suavizaban e iluminaban mi
cara. Acechaba historias interesantes. Posaba la mirada de
la imaginación en aquello que deseaba y miles de páginas,
rozadas con las mejillas, se desbarataban al pestañear.
Discurría el tiempo que creía malgastar al pasear por los
sueños, pero sólo en sueños corría, aun cuando no era ningún problema presumible. Luego, sólo debía soñar más
tiempo que perder y descomponerlo en bellas fracciones
que sediento bebía. Eran momentos de desengaño que iniciaban sofocantes pugnas por reaparecer en la vigilia, pese
a odiarla. Olvidaba el tiempo, así salía del libro. Sueños,
sueños y más sueños, así olvidaba los recuerdos, pero no
las horas que viví en esas dimensiones. No discriminaba
los sueños porque ignoraba si sueños eran, si en realidad
soñaba o, tal vez, vivía.
Me alojaba, como de costumbre, en los esperpentos
literarios que imaginaba y notaba las cuchillas de madera
apuntando a mi sesera. Largas noches sobrevolaban los
sueños y, ¡para mi sorpresa!, sueños acaecían como tétricos delirios en garras de seres jamás vistos, pero sí oídos.
El mundo infecto es para colmo envenenado y ya nada
cabe socorrer. Muertos con vida y vivos harto muertos.
¿De qué sirve ahora rezar? Quisiera aprender para sentir
en mis adentros la auténtica vergüenza de obrar absurdo
cuando el mundo se derrumba. Comprendí para entonces
el porqué de mi porvenir, y por qué el Mago Maestre no
regresó de su locura. Aun siendo escritor y creador de tal
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monstruosa y fabulosa obra, era imposible averiguar qué
sueños eran reales y qué realidad era soñada.
¡Teman, estultos poetas del esperpento, pues la locura no es el encomio al caótico éxtasis, sino el asir a la dulce
tortura de la más real y desafiante realidad! ¡Yo soy dios
de mi mundo!
Quería perder las sombras cosidas a mi piel, desvanecer mis pensamientos en nubes que enlazaran tranquilidad y apego a la derrota, y así nutrirme de esa hermosa
alianza. La soledad, en cuantiosas ocasiones, devora con
engaños mis más íntimas inspiraciones: me intimida, abofetea y escupe, me fuerza a huir al grito de la única voz
escuchada cuando las demás en el silencio se enmudecen.
Los escudos, esa coraza..., siempre en mí me escudé porque nadie más por mí lo hizo. No quería protección, pero
¿la repudiaría si con amor la ofrecieran? Realzo el vehemente desdén que en mí, ¡y en él!, reconozco. El libro lo
absorbe todo y tomar de él sus dones hace al lector ser el
fatídico e íntimo eje de sus propios obstáculos, de su propia desaparición.
En raras ocasiones, la encomienda de un ser para con
la vida es animar otras, ¡misteriosa misión!, y así como no
escogimos nacer, no decidimos sobre el destino que nos
depara. Desaparezco y duerme el ligero aroma del romero, luego reposo al olisquearlo.
Con el libro en mi poder, deformes mis manos al tentarlo, emblanquecía el pensar. Era el rito a la enemistad, a
la caza de brujas, tan gloriosa como estúpida. Sólo el viento entre las rudas cortezas del árbol a mí venía cansado de
recorrer lo insólito, lo majestuoso de la grieta. Su coraje
se amansaba, se espesaba al rozar las raíces y el agua de
fuego. Entre las hojas de aquel libro el viento moría, y a
él me rendía. Acudía con espanto a la azorada mirada de
mi alma.
Necesitaba voces para no dormir, para librarme del
tiempo, ¡sé que descubriré qué es! Cuán agotado acabé de
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triunfar que un libro me doblegaba; lo protegía con el brío
de los titanes, de los elefantes enfurecidos, pues me mostró el confín más hondo e inacabado.
Ojeé, entonces, mi mano derecha. Agarraba tembloroso un centelleo de luces esculpidas en un corazón de
cuarzo. Brillaba con frescura la entalladura y la estudiaba
curioso. Despedía un gélido vaho dorado que creaba una
columna; así, se unían las motas y gotas caían a las raíces
de la grieta: una neblina dorada de la que agua manaba.
En la mano izquierda, un haz de sombras confinadas en
un pulmón de jade que, al arrimármelo a la cara, hacía
brotar retoños y pétalos al florecer.
De repente, con la mirada distraída hacia la nada, decenas de tentáculos surgieron del otro lado del libro y desataron los nefarios recuerdos de mis muertes cobardes. Me
capturaron sus ventosas, ahondaron en mi garganta, me
hirieron e hicieron pedazos brazos y piernas, me vaciaron
la cuenca de los ojos, me arruinaron la respiración... Empuñaban mi cuello como las boas a su presa, luego arrancaban mi pelo y lo arrojaban a la oscura fosa. Empujaron
mi torso al interior del libro. Al querer zafarme, quebrantaron coléricos mis huesos y se vino a tierra mi aliento.
En las colosales escaleras sonaba macabra la caída al
mayor dilema de mis ensoñaciones. Eran coloridos los trazos que mis manos sombreaban, pero perfilar con destreza
las florituras al impedírseme respirar con serenidad era
una provocación. Yo quería colorear para así ahorcarme
con la flor blanca de las madreselvas y los jazmines, pero
un susurro despertó a la más limpia jamás escrita de las
sonoridades y la escolté.
Aullando en las escaleras, adoraba su empírea finura el lobo de negros tintes en su pelaje. Proverbial era su
agudeza. Aspiraba el aliento final de los condenados al
retiro entre las hojas del libro. Los alentaba a orar espaldas
al cielo, algo más cerca del infierno, y los distanciaba del
único refugio posible. Esos aullidos… retumbaban como
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botellas rotas en cuevas huecas. Aterraban e infundían
cautela. No imaginaba la forma de los fantasmas, no visualizaba sus apariencias, no palpaba sus cinturas. Creía
en seres errantes igual de vivos que muertos. Incorpóreos,
tenebrosos, pálidos y henchidos de maldad, seres agresivos y rencorosos. Por más que hubiera descendido, sentía
el tiempo perdido y a algo bajar con lentitud acercándoseme.
¡Bésala! ¡Besa el hocico de tu fiera parda rabiosa!
¡Consiente que hunda sus colmillos en tu carne y bésala!
¡Bésala y duerme..., duerme y muere! ¡Ama, encadenada
alimaña, las fauces babosas tras los espejos! Nunca espíes
su mirada, pues sobrevive a tu nuca arrimada y jamás te
alcanzará. Entre piedras la escondo, bella bestia de mar
hondo, y no saldrá jamás, ¡por nunca más!
Con detenimiento despierto mis párpados. Manos
temblonas y sudadas, ojos lagrimosos, piel tirante e impura, sucia. Vengativo muerdo mis nudillos. Los hiero.
Los hago sangrar. ¿Qué es de los sueños? ¿Qué es de la
realidad? ¿Qué es de mis sueños? ¿Qué es de mi realidad?
Nada ni nadie cobra sentido.
La cima de los escarpados lapiaces era el cálido destino al que arrimaba mis deseos. A lo largo de mis viajes por
los sueños kársticos, esos monumentos fueron la corona
que no supe soportar. Consumían las fuerzas resignadas
a revelarse y constituían una muralla en la que cuidarme.
Sellaba con cera la salida del bohío y perdía la testuz por
no saber soñar. Era todo en vano. Ese torneo de máscaras
protegía la identidad del alma oscura, el brillo más endemoniado que mis ojos desprendía perforaba las cabezas
y engendraba brechas para por ahí depurarse. Las sombras oyeron el gran retorno, dormido antes aun de crear el
tiempo y ganar paz.
Recias, incorpóreas y oscuras eran las efigies distorsionadas del pánico, camufladas ante la espantada de los
temores, de las fantasías clandestinas. Admití que tuve
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miedo; ahora no. Desconfiado las vigilaba, pero mansas
sentenciaban la evidente insania y afinan el ascenso hasta
la cima de aquellos hermosos lapiaces. Entreabiertos los
luceros, la llama de la realidad me profesa un tórrido cariño y me brinda en la lejanía las históricas rocas de El
Torcal.
Acomodado en mi enorme roca, cercano al huerto,
cambié de mano el paraguas y acaricié la tierra sólo para
ubicarme en la sinceridad. Había amainado recientemente, pero por las nubes amenazantes era probable que lloviera más. Cogí trocitos de barro; recuerdo que algunos
pedazos se desprendieron, pero los recogí. Apretando
con fuerza la mano, hice de todos uno. Al soltarlo sobre
la roca, dos gotas cayeron: la primera por mis sueños y la
segunda por la magia. Pensé que resistiría, al fin y al cabo,
eran dos migajas de agua. Sin embargo, la esfera de barro
añicos se hizo.
Abracé, entonces, a la resignación como la única epifanía de tristeza y amargura que fabrica consuelo… Escribir era el acto más solemne que pudo ocurrírseme en el
momento, al menos, en esta realidad y aislando las esquirlas que renuncian a los sueños. Era eso o colmar de balas
mi sien. Y aquellos fragmentos de barro fueron la evidencia de un inoperante sacrificio.
¡No, no la engrandecía! Tal fue mi caída que supuso
la linde de mis lamentaciones, precisamente por ser infundadas desde una fatalidad. ¡Fue horroroso y heroico al
mismo tiempo! ¡Y fue maravilloso y vilmente maquiavélico! ¡Fue, sencillamente, obra de mi perversidad!
Los sueños siquiera nos obsequian algún insignificante capricho en esta vida, al revés, se ríen de nuestro
seguir soñando, sea desvelado o adormecido. No anhelo
indagar en sus misterios. Vendrá el día en que la desidia
se pose abatida en la voluntad y el soñar, y sólo a partir de
ahí nos sentaremos sin retorno a esperar a la muerte. Fantasear es grandioso, aunque deteste dormir, pues escucho
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al corazón latir forzado y cuando se detiene, despierto de
nuevo en sueños.
¡Átenme aquí, en mis sueños, y háganme preso de mi
villano porvenir, que no será ruín ni rudo, que no será
limpio ni impuro, que no será blanco ni oscuro, sino de un
idílico gris! ¡Que soy, yo, introito del morir, rey del fuego
vivo, clara voz ardida que mira y teme, que sangra y bebe,
que nada y muere, una presencia que amanece dormida
como el portón que sin viento se cierra y se olvida!
¡Soy dueño de lo que sueño! ¡Soy dueño del soñar!
¡Soy dueño de los sueños! ¡Dueño del engañar!
¡Sea mi mayor diseño! ¡Sea el que nunca se revele!
Lástima que el tiempo aún no vuele…
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CARONTE
E
n el nacer, al extirpar de entre las vísceras al hijo cuya
paz se esfuma o en la conquista por nuestra libertad y
poder, la serenidad germina y al vástago lame ansiosa a fin
de sortear los tormentos mundanales que la primaria armonía olvidada nos remedió. Nos mecen, cantan, abrazan
y susurran siempre enterrando piezas de la prodigiosa naturaleza del llorar, del desahogo, de la soledad donada al
respirar. [Silencio]. En los ilusionados rostros paternales
que fortuna guarecen no está cristalizada la decepción que
engendran, concebida por devoción misteriosa, ¡por poco
obligada!, sino un orgullo que en curiosas ocasiones disimula muescas de sincera alegría o insondable amargor.
Camuflada, entronizada y castrada está la malsana
vida, existencia absurda de perversa confusión y memez
que convierte al huésped inocente en un ser de condición
diabólica. ¡Qué calamidad la mía el no haber sabido regocijarme en los hábitos del gentío que despuebla hálitos
de entusiasmo! Perderse ahí es ser aceptado y, en ocasiones, aplaudido; es labrar un espacio con el que soportar
las sádicas ironías del infierno. ¡Soy tan libre que hasta mi
muerte es una decisión! ¿No es así? ¿Qué sería, entonces,
la libertad? ¿Soy, en realidad, tan libre como para escoger
en la palestra que es la vida la manera de morir? ¡De veras,
son tiempos pasados!, tanto remotos como aparentemente olvidados, pues apenas se invocan ahora en la memoria. No los recuerdo con lucidez. Es el borroso y taciturno
período de mi historia: conocí el más impoluto rechazo
de mis semejantes y aprendí que muchos no merecen las
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mismas oportunidades y que dondequiera que fuera, al
menos yo, la soledad desaparecía con parte de mi familia
y con mi amada.
No era yo, no era sencillamente. Lucí una suerte que
no me era propia. Un digno ademán, dicho con énfasis,
rasgaba la piel sombría del fantasma que entonces sentía
vitorear en cada nicho de corazones. Rituales a las estrellas, lenguas viperinas que difaman arrojadas al hirviente caldero, silenciosos cadáveres de ciudad, u orden en el
caos. Resumí mi historia en viajar más allá de lo inimaginable.
NoN Sufficit orbiS
El agua, tan imperiosa para la vida como sugerente para
la muerte, adereza a quien la imagina desde la leal mirada
del mal a soñar eclipsado. Son las pinceladas al cuadro
de la realidad, que desde su cobijo inmortaliza al mar, las
que hacen verla lacerante y mendaz. ¡Sí, recuerdos en la
eternidad!
Con andar sereno sumergí mi cuerpo en la orilla.
Supe qué fin desenlazaba mi dramático culto. Nadie más
miró y solo consentí ser ese instante. Camino de lo insondable, soporté a los peces deambular por entre el cuerpo,
perforando la piel, desgarrando los órganos. Eran asustadizos y vestían vivos colores sus escamas, pero fueron
tiñéndose de rojo sangre y se disfrazaron de demonios.
Fui su carnaza; me hicieron pedazos.
Esas criaturas de agua salada son cómplices de mi
dolor, seguro, pero si bien recuerdo desconocían la piedad. ¿La razón? Por penoso y espinoso que sea el talante ante lo oculto u oscuro, hablo en nombre de los seres
sintientes cuando aseguro que la paz es sencillamente sublime si se sucumbe a la perpetua e irreversible soledad.
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Singular labor de la existencia es, entonces, el revelar y
digerir aquel desliz magistral de haber nacido. Una vida
en la nostalgia, cedida por cualquier abandonado. Son
momentos confusos de presenciar y asumirlos es fundir
la esperanza de quien se aventure a explorar el crisol de
las devastaciones.
Recuerdo las nobles palabras que recité segundos antes de alcanzar el agua la cima de mi cabeza, impredecibles y quizá, por esa razón, algo distraídas; mas el sentir
era puro y limpio, honrado y cómodo de pensar. Por eso
no las mancillé, sino que incliné la cabeza y tomé la decisión de guiarla hacia el misterio del silencio. Y recuerdo
cómo para evitar flotar en el agua llené mis bolsillos con
monedas en oro bañadas.
La paz del momento trajo a la memoria mis bailes en
las morgues al tiempo que el recuerdo del finado afrontaba su duelo: una sigilosa osadía de grotesca extrañeza,
una indigna y solitaria ceremonia de miserable concurrencia.
Resistí despierto, o eso sospecho, la insignificancia del desánimo, pero en la comodidad de mi refugio,
aguantando el socorro, caí vencido. Soy consciente de un
dolor, de una pesadumbre deleznable en ambos sentidos,
como vil e inconsistente; una molestia que duele y escuece
como una memorable embriaguez en su más álgido paraje. Luego sólo paz, la soez sepultura del agua, sea mar u
océano...
Estrené mis ojos en el desconocido Mundo de los Mares Muertos, de aguas muertas, como estancadas, ennegrecidas y nada espesas. Era agradable la sorpresa que bajo
agua respirara. De pensarlo cada día a no hacerlo jamás.
El olor de los suspiros, las repudias al aliento enfermo, el
palpar los sabores de los copiosos ágapes, el perfume de
vainilla de mi amada, ¡era alarmante!, todos me los ahorraba: los apacibles y los desapacibles. Procuraré olvidar
cómo respirar, cómo olía cada cosa, pero fue ahondar en
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una guerra de psicosis; no sirvió de nada el intento. No
volví a respirar.
¡He aquí la calma! ¡He aquí la paz, la soledad, la inmortalidad, la justicia e injusticia, lo horrible, lo trágico y
lo trivial! ¡He aquí mi vida y su fugaz final! ¡No! ¡No, no!
¿Merece este lugar si nada he de temer y amar? ¿Si pierdo
el ser y estar? ¿Si he muerto y a nadie podré esperar? Seré
víctima de la insania si el umbral de la vida y la muerte
desleal me permite pensar. ¡Y malditos sean los libros que
leí y puedo ahora imaginar! Porque en este cosmos fantasmal, flotando entre piélagos anochecidos por la nada y
sin adivinar, sí, qué mora bajo mis pies…, sólo yo molesto
al reposo, solo esbozo manos en el agua. Nada, ¡nada!, y
nado sin tierras, sin orillas donde varar. Es la justa penitencia por una vida rezando a la nada y a la soledad. ¡Pesa!
¡Pesa demasiado!, aunque no lo suficiente como para hundirme sin llorar. El tiempo en el insólito averno, si es que
vuela en aquel lugar, ha cesado.
Hoy inicio lo que por cautela escribo como el Periplo de la desesperanza. Se escribirá en la piel, con las uñas
arrancadas, y cuando sitio en el cuerpo falte volveré con
tesón a empezar sobre las cicatrices describiendo lo que
crea oír, ver, tentar o imaginar con el osado corazón entregado a mi réproba causa. Hoy las memorias custodiadas
por la desesperación y la nulidad han comenzado su retiro. Será el fin, mas no sucumbe aquí mi historia. Todavía
desconozco el acechante devenir. Creí morir y eso quise,
pero sentirme muerto me hace ver que, en sí, la muerte
no es tan sencilla como narran los sabios más diestros. No
es liviana tarea la de sucumbir a la solitaria oscuridad y
desconozco, si no es esto expirar, si lo será. Tuve la lejana
suerte de aprehenderla, de ver morir a personas amadas,
inocentes y culpables por atroces crímenes. Así supe algo
de Ella. Mas eran los otros y no yo: eso me hacía (in)madurar; eso hizo mella en mí e hizo «mi muerte» más dulce y
sencilla, que no menos dolorosa.
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Ahora que sé que mis golpes retumban y en el Más
Allá se aprecian deseo un morir ruidoso. No mendigué
vivir, o eso recuerdo, empero coronó la muerte a mi ser
en vida y aún cuando creí no ser consciente presencié el
final sin nacer ileso en este mundo de cualquier delirio.
De cierto tiene esto su grotesca rareza y eso me tranquiliza. Aquí podré esperar a mi muerte nuevamente, con
calma y abundante tiempo, para con ella conversar por
qué el morir es el fin.
Ignoro su marcha, su vil recuerdo, andante de orgullo y pesar, su sentido trágico y su alivio, los presagios del
mal. Es un búho ciego.
El tedio colma el mar de nombres que a mis recuerdos invaden: los temo más que a la vida y son salvajes
sus réplicas si de veras los amo. No impurifican nada, no.
Solamente uno mismo es el incorpóreo ladrón que huye
cual rata al abandono para desterrar esos nombres en él,
en su corazón maniatado. Al estar en el olvido, uno los
aprisiona y los espanta con soltura, uno desea aunar sus
fuerzas para a sí mismo derrotarse, para así mismamente
desaparecer.
¡Ay, lamento incoloro! Demasiado deben los poetas
escribir sobre la muerte, ¡déjenlos soñar, al menos! ¡Que
sus voces asalten mi silencio, pues ahora los anhelo! Recuerdo sus palabras, sus versos y sonetos escritos, como
amasijos de muecas y lágrimas disimuladas, unas preciadas baladas sonoras que endulzan y enamoran a lectores.
Y recuerdo las manecillas del reloj que con cada segundo,
minuto y hora más funestas se hacían, coreaban su esfuerzo y aguantaban el ciclo fecundo de pesar implacable. ¡Por
ese cansado recorrido que voltea la vida en un instante,
por esa pluma que escribe versos criminales, por esa luz
que alumbra halos de oscuridad!
¡Oh, el tiempo, el pasado y por llegar, creo que no
existe! Todo es estable, un trazo en el agua que como aparece se ahorma en lo constante y no se insinúa, se equilibra
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hasta retornar lo impensable. ¡Oh, el tiempo se cuartea e
idealiza para hacerse entender! ¿Es, entonces, el tiempo
como el ilustre y húmido eterno retorno del cual vida manarán las aguas? ¡Por favor, no! ¡Que no consuma la desgracia la suerte del concluir! ¡Que no robe el tiempo el don
de morir!
Olvidé las manecillas del reloj, olvidé los ciclos del
hombre, ¡olvidé el señor tiempo!, siquiera sabría definir
qué es o si es en lo eterno. No sabría cómo describirlo aquí
en lo inmutable, en lo neutro o en lo culpable, sólo sé que
condena a todo a ser interminable. ¿Estoy instaurado en
la eternidad? ¿Qué es el tiempo si ahora para mí no es
nada? ¿Qué lo delimita? ¿Seré yo, el yo, su único vasallo,
el único capaz de cercarlo, la razón de su definirse? Antes era movimiento: realizarse, derruirse, crecerse, morirse, alegrarse...; y hoy, mientras sobrenado en las oscuras
aguas, temeroso de pensar en las profundidades, no me
conciencio de su eco. Si no hay tiempo, no hay nada que
perder ni reclamar. Y ese lugar, colérico pero en calma y
quietud, tampoco es. Podría aparentar que está, que, por
ende, es, pero no, ¡no!, eso no sería morir. Puedo traicionar a mis palabras, pero de hacerlo, ¿qué poseería? ¿Qué
me queda?
Acabado, así es. Derroqué a mis ideales del pedestal
al que los destiné. Los sueños y conocimientos nada alcanzaban aquende la negra mar; son el lastre que hacia lo
insondable me encauza; son un sendero irreversible que
permite ver mi inepta adaptación ante la adversidad, mi
oprimida conmoción que agrede lo que aplasta, todavía
un indefenso ratón soy. Deambular por el sendero es un
duelo previsible, algo que hicieron los otros, mas no por
la maleza. De frescas esperanzas se erigen los sueños y no
las pesadillas.
Resonó en las aguas negras el bajel invicto de loada
lobreguez. Hubo silencio sobre el silencio y dibujaron
calaveras las hondas en el agua: así fue el cambio de mi
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grosera diatriba y mi asombro ante la esquelética silueta que definía el horizonte. Lo entreví como un espejismo
que en la lejanía se emborronaba, pero conocí su historia
nada más atisbarlo, pues en la cercanía un cascarón navega tardío hacia el holocausto. Y yo era, según inferí, ese
holocausto. Trepan las gotas a la proa, corren despavoridas de la oscura y sobrenatural faz del barquero, a quien
confundí primero con el soñado pescador de madera.
Él, ciego anciano de pálida y parda piel, de grisácea
cabellera y mediocre estatura; viejo exaltado al que mis
brazos, erizados de invisibles púas, laurean su acercarse
si a la nuez se dejan caer. En su vetusto rostro el blanco
de los ojos no es blanco, sino rojo. Y diría que tiene vida,
pero su mirada augura lo contrario: depositario y desertor
de la arcaica tiranía, del flagrante sacrilegio que le impide morir, mas no envejecer. Encasilla como súbdito, como
mero objeto, al osado vencedor que naufrague en la cúspide de su universo. Su presencia, as revelador del supremo divorcio entre los esclavos que blanden espadas y la
innombrable escandalosa, es digna de sentir. Mediadores
al tiempo que salvados. Es un desalmado, una pétrea criatura vagando en soledad que cree ser un ángel, pero se
pudre como lo demás.
Torso de blindada armadura, como un rebujo mal fabricado, pero defensor fatal que renuncia cortés al tiempo.
Con medallas de pulido revestimiento, rompe el Más Allá
con el Ahora y me brinda un pase al remoto horizonte, o
eso sospecho, pero dudo una infinidad que consiga aliarse
conmigo. Se acerca parecido al cuerpo que aplaude irónico su flotar en el agua. Descansó el remar y al mar se
rindió. Recuerdo que tenía monedas…
¡Ah, esas monedas, endiabladas piezas codiciadas!
¿Dónde he de encontraros? Venid a mí y seréis la redención que en nombre de los males libre guerras o venga
a mí únicamente una, la más brillante. ¡Seas maldita,
óbolo del demonio, como el enigma de mi aburrimiento
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que lánguido yace y cargante arroja el penar a lo hondo!
Reclamo ahora verlo y reposar mi cuerpo con serenidad
en el esquife que gobierna el barquero, al que nombraré
Caronte.
Es insólito no notar escapar del agua, sentirla de hecho pegada al cuerpo, como las capas de piel hendidas por
desgaste, alguien las agrieta y estruja, alguien las hilvana
y descose. En ese tiempo, uno muda el gusto por la vida.
Son mis energías el telar que trenza sombras para con ellas
vestirme pronto.
Sin su socorro, trepé asustado; no giró siquiera el
semblante que aclaraba su inhumanidad, más bien permaneció prudente sin mentar palabra, mirada al frente
de rota verdad. Rajadas mis manos, heridas por astilladas ensangrentadas. ¡Por supuesto que los seres vagamos
solos hacia la muerte!, pero él es la soledad. No tendiste
la mano y tienes; no miraste los ojos del miserable que
cansado se arrastraba hacia la barca y tienes también; no
sentiste compasión, ¿y tienes? El desprecio por la vida no
puede ser sino el alivio por la muerte: un sentirse cómodo
en ella, resignado profundamente de sí mismo.
«¡Maldita seas! ¡Habla putrefacta criatura, quiero oírte pronunciar mi nombre, porque sé que lo sabes y necesito escucharlo, necesito romper el silencio! ¡Dime quién
soy y qué hago aquí!», chillé alicaído. De la desgracia
menos deseada al más pobre de mis recuerdos, cualquier
cosa pudo ser más reconfortante que encontrarme con él,
eso aseguré. ¿Es que entre los desapacibles seres sólo él
era el adecuado para procurar consolarme? ¿Y qué si no
ansiaba obsequiarme consuelo? ¿Debía tomarlo y asentir
su rescate? ¿Qué rescate? Soy prisionero, si no de la muerte, de su recadero.
¡Qué desgracia la mía! ¡Ay! ¡Y qué desgracia la nuestra, insuperable y perfectamente desechable, como todas
las que atesoro en las breves memorias de mi piel! ¿Dónde
encuentro el tiempo? ¡¿Dónde?! De rodillas en la barcaza,
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apilo ante ti mis fantasías, sin remordimientos te las lego,
y si escuchas, pues de orejas disfrutas y bien espantosas,
te premiaré con el honor del ser ridículo que colecciono
desde el primer recuerdo.
¡En fin, la humildad está en ti!, no hablas por no entrar
en locura como yo. Escuchas o imaginas, ¡yo qué sabré!, la
música del violín, como yo, por cierto, tan mágico, tan solitario, tan reciproco es el sentimiento que deseo danzar.
¡Bailar como un trastornado! Lo observaba con sospecha y
pavor. Él quería acomodarme en la nociva locura. Según
le oía pensar, alojarme ahí me haría respirar. Yo insistía
en lo natural: «La locura, Caronte, buen enemigo, es un
agasajo de la naturaleza que pretende ser juguetona con
sus huéspedes para de ellos librarse como la serpiente de
la piel que muda», le insinuaba acariciando el agua con las
yemas de los dedos.
Debía corresponder a la locura, sería ofensivo no hacerlo, ¿y no es la ofensa una invención humana para, con
orgullo y reconocimiento, invadir el corazón incierto que
sólo la manifestación de su amor da de sí algo más que lo
terrorífico que hay en él? La naturaleza no ha de sentirse
herida ni ofendida, en absoluto, al menos no con eso y
no por mí, desde luego. Así siempre permanecerá viva la
incertidumbre generada en torno a alguien cuando se desconoce si está cuerdo o loco. Es una estupidez más del ser
humano, ¡qué gran primicia! Él se ofendió.
Él, que fue mi limpio soñar, que creyó contemplar mi
interior, no respetó al ser que en su modesta manifestación vetusta insultó. Gran parte del colorido aroma de la
creación ha roto a llorar, ¡farsante! No sabe nada, ni nada
es: sólo cree en él como en alguien único y especial, no
como en un cualquiera. Él deposita el odio murmurado en
mí; él, de dañino respirar, procura morir conmigo, ansía
hundir sus pulgares en mis ojos e hincar sus sucias uñas
en mi garganta. ¡Repugnante ser! No lo consentiré. ¡No lo
consentiré!
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omNia morS aequat
Mi humanidad, la soberana superación de lo natural, de
todo hace un obstáculo insuperable y me salva, así, de la
andanada de incógnitas que amenaza con apalearme. Bien
que parecieran lazos de tisú que cuero, pero ¡qué insalvable y hermoso obsequio de la naturaleza, eso sí, el ser mortal! ¡La muerte es tan perfecta que no puede ser Él, sino
Ella!, mas eso no lo entiende el barquero. Sería la traición
la bestial hazaña que obligue a su lengua a hablar si usurpa el Trono de los Difuntos Marineros, pues con anegado
corazón mancilla el infierno.
¿Qué infierno delimita, con mirada ahogada e incolora, como buitre redentor de pecados? ¿Aquél que considero humano? ¿El que clamoroso se apaga en las entrañas
del Hades? Sí, ahora sé, ¡es ese mágico cosmos, el coronado como «Humano», al que sus leales siervos destinan
elogios! ¡Lo será! ¡Será del hombre, seguro! Todas las especies morirán y sólo perdurarán moribundas de naturaleza
las capaces de soportar la ineludible presencia y carga del
Humano, aquellas que tiendan a ser humanizadas y manipuladas por Él. Aquellas humildes enterradas, desgajadas
de su especie. Como él. ¡Así es, seremos los hombres dueños y señores de él! ¡Ese fue el ansia del pasado, del ahora
y del después! Lacera Caronte el instante habitado en mí
como las historias del ayer. Aún revivo alguna.
Aquel tempestuoso día recuerdo, de estruendos y
aguaceros, en el que un limonero sembré. Árbol mendigante de agua y sembradío, de por medio en la espesura,
que con vigor vi crecer. En el olvido abandoné, pasados
los abriles, a esa única esperanza que aspiraba a soportar
su momento en el cosmos, pues soñé avispado y lejos del
recelo que allá donde fuera siempre lo querría. Mío era.
Pero paseaba la noche con coros de aúllos y adormecía
las flores de azahar y de la copa las descosía. Entonces,
envilecido por el ruin recreo del alcohol y el frío, porté
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desnudo el hacha y entre luces de relámpagos aquel limonero talé.
Si el morir lo iguala todo, nada habrá que lo supere.
Es, a su vez, la totalidad y la nada: un círculo; extrínseca e
intrínseca a mí, como el tiempo o las palabras. Pero si él,
vejestorio de achacoso penar, agoniza hasta desaparecer,
¡yo seré la muerte! Como la roca de Sísifo que hunde mi
perseverancia encadenada a sus pies, arrastrará mi decaído ser por la falda del monte.
Seré la Nada y el Todo al unísono, seré perfectamente
injusto como lo es la muerte en sí. Nacerá en mí el sentimiento de venganza, causa del dolor alojado; crecerá la
memoria de una historia que de irónicos triunfos se haya
escrito, cuya honrada cosecha le sea impropia; y vencerá
en sus carnes la más banal de las derrotas. Lloriqueará por
lo nimio, lo realmente miserable, y sentirá la compasión
de aquel callejón silente que presencie su endiosado e irremediable derrumbe.
Como Él; como el fuego fatuo, ignis fatuus, los ancestrales libros del sigilo deambulan alentados por consumar
su ciclo vital. El ocaso sus hojas esconde y las cubiertas se
acorazan, colosales pórticos cuartean su maderamen para
originar el cortejo de los delirios que en la oscuridad prosperan y en la luz avergüenzan. Así, la sublimidad del macabro desfile es a la de su onírico ciclo lo que la bóveda de
estrellas, admiradas al danzar, es al aguacero celestial que
rocía ascuas.
Como Yo; como el fuego fatuo, ignis fatuus, mi vida
nace de las entrañas de la Muerte, de los agónicos entonces, y con el rendido tesón de aluzar mi espíritu sucumbo
a los infectos légamos del pantano.
«¡Oh, Caronte!, ahora soy héroe y villano, ángel y
demonio, verdugo y ahorcado. ¡Ahora, horrible ser, yo
soy la Muerte y tú mi atormentado!», grité colérico mientras mis manos empuñaban su cuello. En ese momento,
llorosas las nubes con aroma a citrón y la mar calmada,
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la barca de largas cruzadas, de cuerpo aterido y argollas
de paja, que temblando vulnerable forraron mi mente de
impiedad, recobró el pulso. Y con la misma fuerza con la
que uno se vale para talar árboles, sin pensarlo más bien, a
Caronte empujé con su podrido remo que anidaba musgo
y negros crisantemos. Así, las singulares ondas en el agua
no serían sólo causa de la lluvia.
Yo, de ruinoso nacer anclado en la eternidad, desterraba de la barca al feto que vio vencer a la más hermosa bondad; mas no esperé tal lacónica odisea, pues
sin esfuerzo alguno, sin mover siquiera brazos y piernas,
aquel mitológico ser de ojos sangrientos, de petrificada
apariencia y sin pestañear un momento, dejó sumergir su
cuerpo en lo abisal, arrastrando al seno de Anfítrite su
valioso remo convertido en tridente. Allí huyó a encarase
a la muerte en el fondo del océano.
Esa, o eso recuerdo, fue la última mirada al inhumano semblante de inconmensurable edad que rebasada la
raya que omite el ser, el estar y la noción del tiempo. No oí
nada más que mis pensamientos y gritos a la nostalgia; de
poco más me acuerdo. Y al lago gris y rosado que ocupa
lugar en mi sesera, llegó la apasionada oscuridad, cautiva
de la frialdad del cuerpo, diosa de todas las eras, que a mi
mismo ser miró nadar.
mortui ViVoS DoceNt
Camino de los deseos, distraídas las flores, suenan coros a
la alegría. Cubren mi rostro de tallos y hojas al son del ajetreo, y díjose de aquella leal armonía que la paz vivía de
amor sincero. No desaparecía; sólo convertí mi cuerpo en
un cántaro de agua vigilante de una sonora escena entre
lavandas, bellas ellas que de mí manaban con altiva parsimonia. Desperté. El morir presenciado, pero no como el
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muerto, sino como suplente de mí mismo, como un espectador de mi marcha. Así, no supe experimentarla, sólo
imaginar con suave música coral otra muerte más.
¡Sí, estoy guardado a salvo! El cuerpo cubre protector
mi ser y voceo porque siento inmunidad, vacilante, pero
el movimiento de su intención, contoneante y apenado, resulta ser la rebeldía postrada a los pies de lo soñado. ¿Acaso creo que la piel me abriga? Si la rajo y sangre fluye de
ella, no mi voz ni su pesar enjaulado. Es la elegante danza
de la pasión que muerta por ver supone mi sentir ser: se
apacigua al inspirarse, asalta a mi estabilidad, a mi razón,
y cree así arruinarme, pero reanima su vivacidad al quedar malherida. Se regocija en ella hasta morir ensimismadamente. ¿En manos de qué ser dejaría yo mi muerte?
Consiento el dolor y lo maldigo, pero no tolero la tortura que me quebranta. Acabaré con ella, sí. Tras la piel,
asimilo el inconformismo, luego la imperfección e inmediatamente después su propia incapacidad de resignarse
a morir. Sus formas, cada una especial, son de entera naturaleza humana, producto de los sueños al fin y al cabo.
Jamás podrán transcendernos.
Soy aquellas nubes... ¡Eso es! Nubes blancas que coronarán el trágico cielo gris. Aunque sin él nadie me vería,
no consentiría la luz entre sus algodones. Quizá soy el cielo que contemplo desde de la habitación del hospital.
Son varios los fracasos ante el nerviosismo, tantos al
mencionarlos que angustio. Hoy he acostado mi cuerpo
entre olores de jacinto y lavanda; lo he hecho dormir cercano al árbol de sombras que presenció mi nacer y por
poco mi fallecer. Por consolarlo y querer fundirme en su
natural ciclo, ahora me lamento.
Como en el reflejo del agua, yo sólo vigilaba a un
hombre y no sentía ser él. Acariciaba su rostro, secaba sus
lágrimas y limpiaba la sangre que manaba de la herida, y
al caer la gota en el agua, desaparecía su expresión. Luego
lo golpeaba, porque no era nadie: sólo un destello ensom67
brecedor, un espejismo más. Yo no era él tampoco, y lo
mismo ocurre con mis sueños, que ningún sueño es mío.
Nada es lo propiamente mío o así, al menos, lo siento.
Vecino al sanatorio se encontraba el camposanto
colmado de fúnebres monumentos que conmemoran
la ausencia, el dolor y el olvido, terreno de recuerdos y
memorial para los todavía no desérticos de alma. Lejos
descansan los seres que no supieron morir, que se resistieron a su dormir. El glorioso soportal de pilares ruega
por las almas en el vergel de la sombría necrópolis. Allí,
cuando menos, prospera el silencio. El austro que agrede,
viento febril, posa su mal en los manes del presente. Espíritus perdidos, desangelados, ofrecen su muerte ante el
ensimismado que los lastima. Solos seducen arropados la
inquina profunda del ser arruinado.
¡Qué hermoso y calmado lugar! Recordatorios dedicados con pluma; son dudas lo único leído. Me cuidan y
me dan de comer, yo sólo vivo entre luces y agujas. Desconozco si hubo alguien que maldijera y repugnara los
recuerdos tanto como yo, que los odio de corazón por hacerme inestable, por hacer reaparecer el sentir lacerante.
Montañas de huesos que ante mí conformaban aquello que jamás imaginé. Siempre entendí a los muertos —y
a la muerte por ende— inofensivos, calmados y sucios de
recuerdos para quienes permanecen. Después asimilé que
mi luchar por entenderlos frágiles era desacertado e inane. Eso me hacía inmune, invencible, pero sólo si despojaba de valor a la vida. Nos descubren los fallecidos, prisioneros de nuestros recuerdos y mártires recelosos de la
cordura impregnada con desdén. Actúan como el prender
que lento calcina nuestra ilusión. Ante la muerte de los
demás, de los otros, aparece casi siempre la conmiseración,
¡lástima!, una cruel e injusta sensación que nos rebaja a la
altura del cadáver o el moribundo y nos envuelve forzados en un duelo que no debemos batir y al que estamos
profundamente obligados.
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¡Ay, tierra, cordura, venturoso remanso del Edén, de
oculta historia insomne, de magna voz que el fuego sofoca
y el silencio oscurece, de vorágines que desatan el desastre y de magistral saber! ¡Serenidad que no sólo no nace,
sino que jamás sucumbe!
No peleé cuando me fue posible por cobarde, siempre temeroso al dolor, al más desgarrador llanto y sufrimiento. Por eso procuré que fuera súbito y suave. Sin embargo, los tornadizos tiempos que atañen a la voluntad y
a su descomunal supremacía convergen condenados en el
corazón, lo corrompen y de él es fruto la ira y el rencor.
Hundir a los acabados aún más, ser el Dios de los Muertos, ¡ser Thánatos!, y gozar al ver retorcer sus miembros
en los rescoldos: esta fue mi única voluntad. Lo hago por
mí y por nadie más. Ser el poder, el magno dominio que,
gobernante de lo comprendido entre la vida y la muerte,
celebra el completo control de la totalidad. Con ello podría
obrar la ambicionada vindicta que jamás cumplí en vida.
¡No escuchen los lloros traidores, pues de ellos sólo
confusión logra salir! La venganza, que allá pensada era
la lúcida y prudente opción, daba un mayor placer que
la justicia. ¡Que la pasión hable! ¡Que chille contra el poder de la furiosa voluntad! Yo siempre seré la criatura clemente, es mi rol, siempre lo fue, pero nadie supo verlo o
apreciarlo, por eso es mi alma solitaria. Cuando invade a
mi ser la cólera, la paz de los caídos lo ablanda. Aquello
solamente fue la onírica obra teatral, cercana a la distopía
de un misántropo, que ensombrecía toda mi historia y la
encubría resumida en una coda. Lo tierno, lo deseable en
mí, la vida gozada, era una máscara de la peste negra que
salvó a mi espíritu de la pandemia.
Ahora, por mor de esa enfermedad, me arropo en la
piel de un muerto infectado; piel nacida en alguien y no
en mí, un ropaje que encontraron y al que no pude negarme si pretendía respirar y como un mendigo vivir. Me
forraron con el pellejo de un caído… Una mentira, colum69
na formidable de marfil manchado, cuyo penoso portar es
la penitencia por actos atrás condenados. Rajar ese burdo batín sería la huida del hospital siendo otro y siendo
yo, sintiéndome otro y yo, desafiado en soledad, en la piel
desollada. Esas células revividas no eran mías y no sé de
quién podrían ser. No era mi piel, no la sentía mía.
La magia del futuro eran cuentos y nada más, y cada
respiro un eslabón que apresaba pesadillas por siempre y
siempre jamás. Era un fraude, un engaño engañado. Quise
morir arropado plácido en la cama como en un sueño, ¡o
como en una fantasía!, o como cuando dormía agotado y a
la mañana despertaba abrazado por mi madre, o como al
despedirme de mi amada en la parada del tren. Embelesar los ojos cansados de ver entre limpias sábanas blancas.
Ese debiera ser el placer de quienes escogen la nada. Sin
dolor, acariciado por quienes me aman. Sus recuerdos son
mis sueños y sus alientos mi muerte. ¡He ahí el fracaso de
la soledad!
La fiereza de la muerte era arrolladora y su poder
prodigioso. No era la inesquivable travesía que zarpan los
seres al nacer, tampoco el vespertino paseo bajo lluvias de
ensueño que resultaban ser ácidas, siquiera la cruel congoja de pensar, antes de dormir, qué ser me extirpará el
corazón acusador. No, nada de lo anterior era sino la destrucción de gran parte de mi ser, del ser de cada cual, al
fin y al cabo, que se despedía de la flojera y me arrojaba a
un don sin igual; arrojado —como decía— a un viaje más
real que el dolor de un puñal atravesando la palma de la
mano o de la aguja clavada en un ojo que viaja más allá de
él. Un tormento que impulsa el reconocimiento del ser yo,
que vigila mi espíritu y mendiga oscuridad para procrear.
Pero era mi constitución represora la que desconfiaba del
genuino poder ser, luchar desde el forzado nacimiento por
y hacia el desaparecer. Hay calzadas que no han de transitarse, pues sólo la muerte en sí ha de ser la razón de ser
del yo.
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¿Quién defendería una muerte extrínseca, fuera y alejada de mí, sola y abandonada por el hombre y la mujer,
por los animales y, en menor grado, las cosas? ¿Qué muerte es esa que ridícula aplaude lo que dócil nos condiciona?
¡Ninguna! ¿Dónde queda la muerte si no es en mí? ¿Cuál
es el morir del hombre, de él y de nadie más? [Silencio].
Lo observaba. Lo estudiaba. Lo vigilaba. Son curiosas
las apariencias de la muerte, muy excepcionales. La cama
blanca me ardía y pensaba solo en la muerte. Entonces se
abrió la puerta. Nadie era. El doctor descansó su agotado
cuerpo en la pared y abstraído alzó la mirada a las luces
de la habitación. Sus rasgos sugerían amistad y serenidad,
pues de acecharlas al instante, eterno para él, a enmascarar
sus ojos y apresarlas sólo hubo un [silencio]. «¡Qué bella
y en apariencia simple es la luz!, ¿no es cierto?», opiné en
voz alta. ¡Ah, la luz de lóbrego brotar en viejos vestigios de
esperanzas, de sospechar errante o de amaneceres veleidosos que, como las lunas, aguardan algo perenne y poderoso
que la haga, acaso, lucir hermosa! Nos honra con el don
de la curiosidad, asesinando oscuridades, que oscila entre
vientos huracanados y cuestiona la más minúscula hoja por
la pasión de una suave brisa seducida.
Parecía el médico haber averiguado lo que revuelve a mis entrañas. Manoseaba una cadena de reloj que
sobresalía de su bolsillo y nervioso parecía murmurar:
«Mentiroso..., ¿no es desesperanza lo que padeces?», dijo
con voz apagada. Yo, que en honor a la más pura de las
sinceridades ignoraba la razón de esa indagación, quedé
sorprendido. «¿Temes morir?», preguntó embelesado por
las luces. ¿Y quién no?
¡Ay, humilde aspirante a la supervivencia, a la inmortalidad si el optimismo embriaga tu espíritu! Tú, que
combates a diario con los dolores, las enfermedades y la
muerte; tú, que desatiendes la razón de ser de los seres.
Tú, que humillas a la Parca cuando su sombra duerme en
cada rincón de este maldito hospital; tú, buen samaritano,
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tú haces que morir sea un reto, que la vida se recuerde
melancólica, que los curados suspiren de alivio hasta nuevamente oír las trompetas de su particular apocalipsis y
postrarse en la cama. Tú, bienaventurado, eres una piadosa mentira, como los seres en realidad. No temo morir, pero
sí me aterra la muerte.
El [silencio] respondía —o confundía quizá— a su
pregunta. El [silencio] era la respuesta más sincera, más
limpia, pero delicada. [Silencio]. El recuerdo del ser la
muerte, el poder que grandilocuente se pronuncia, que no
amilana si no aniquila, que infunde pánico, respeto, obsesión, tristeza…, que origina el duelo y su no saber encararlo, que padece el mal agüero, que oscurece el alma
y al aura apaga, que cree estar vivo y la vida lo mata; el
poder que engrandece la vida, con el que matar sólo es
un delicado gesto, un beso en la mejilla, un chasquido de
dedos o un desliz atónito infundado en el miedo. Porque
la muerte y su presa son el invicto dúo que adormece, la
pura actividad del ser; porque el ser es todo espectáculo,
comedia que finge y culmina en nada; porque la muerte
es, sin vacilar, lo mejor que acontece al hombre.
Aquel poder majestuoso, —recitaba para mis adentros—, apresado en la esencia de cada ser, es la razón
inerme de vivir. Nada ni nadie, por omnipotente que se
pronuncie, acabaría con él, pues lo que finja vivir no será
sino la morada de la muerte, pues ser la muerte es la más
recóndita, misteriosa e incomprendida esencia del hombre. No hay huida, escapatoria divina, en las profundidades de cada ser que no sea ser la muerte, la suya propia e
inigualable, insuperable y finita si la ofrezco, pero infinita
si sucumbo al destino. Como el cosmos que libre se reivindica, no caminamos para arrodillarnos ante la Parca, nos
vestimos su anochecido hábito y somos ella. ¡Por el momento vivo y, de seguir así, seré a buen seguro más fuerte
y poderoso que todos los muertos habidos y por haber en
la historia!
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El mundo es, en realidad, una jaula de jilgueros sin lavar. Hablaban sobre cómo de la unión de corazones nace la
fuerza y la resistencia, y sus efectos son siempre positivos
para los luchadores del tedio, opuestos a los mundanales
dolores. Lo sé, pues en mi corazón siento el tacto de la verdad que confinada en él florece hasta hacerme ver lo bueno
que lo simple es en ocasiones. Siento el poder de aquella
común frase que rueda y salta de persona en persona, de
los chillidos míos que peregrinan a cada instante por las
sinuosidades de mis pensares.
El ser la muerte ha hecho trizas la cordura: tradujo la
felicidad por la vida en un idioma críptico donde lo único
revelado era el morir. Como la esquizofrénica idea por la
que cada cual tiene un porqué en el universo, siempre se
es en soledad y así se muere. No siento soledad, sin embargo. Son mis padres quienes a mi lado permanecen, mi
familia y mi amada, aquí sentados lloran mi malhadado
resbalón y celebran mi mejoría. Siento que no soy en soledad. Nací del otro, de la unión de espíritus, y me proyecto
conforme a los demás, vivo gracias a las acompañadas soledades. ¡Eso rezan! ¡Y ansío creerlos, créanme! El amor,
la preocupación por lo amado, no lo sentiría si no fuera
por el otro, ¡ni sabría qué demonios es! Tampoco sabría del
calor y el respirar del otro que manso coloca en mi frente,
con el pelo recogido, la templada gasa que aleja al dolor
de mi mullido cuerpo.
¿Siento que soy en soledad? Sí. La compañía, de suyo,
es vomitiva: no hace más que engañarme y burlarse, que
reírse y traicionarme, y eso me repugna y me hiere. ¿Cómo
no voy a estar solo si ese sufrir lo padezco yo y no ellos,
pues ellos padecen el suyo? ¿Cómo sería la vida con soledad? ¿Tendría que soportar como Sísifo el peso incesante
del dolor que eternamente rueda hasta el pie de la montaña? ¿Debería sentir entre mis carnes el mal ajeno? ¿Pedir perdón por los actos del otro? ¿Escuchar sermones de
culpables siendo inocente? ¿Morir con o por los demás?
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¡¿Cómo que no existo en soledad si morir es tarea mía en
tanto que los demás, cual espectadores, contemplan mi lecho de muerte?!
Dramáticas pinceladas estampadas en el lienzo hacen
de los muertos historia. «¡Soy libre y muero!», exclamé furioso. Sea bendito el talentoso de la bata blanca, el que si
sus fuerzas agrupa desciende al empedrado por su propio
peso y si caldea su cerebro se evapora.
Partiría a la orilla lejana del Aqueronte si mis recuerdos no calmaran al ímpetu nocturno que conspira en las
noches contra mis ridículas apetencias por la vida. Escondidas en mi quebrado ser, apedrean con arrojo al corazón
vendado por el otro. ¡Si nadie sufriera por mí…! ¡Médico
ignaro! ¿Crees, acaso, que ganaron mis recuerdos? Jamás
se vieron tan nublados precisamente por lo humano. ¡He
ahí mi muerte! ¡Eso soy! ¡Libre y mortal!
Sumergido en un oscuro océano desperté. Cansado
floté y a Caronte encontré. Fue la atormentada el saturnal de un enajenado homicida, visionario del visceral odio
humano, ¡el rasgo por excelencia!, que por el bien suyo
egoísta atentó contra sí. Empero andrajoso de espíritu
y aspiraciones, no supo vigilar el instinto más íntimo y
prófugo de él. Originó la condena, enlodada de fe, que
sentenció su historia y en seguida la mía. Balbucean sin
respiro que el hombre es el único ser que conoce la muerte;
yo les digo: «El hombre, ese bochornoso animal que tantas
veces trompica con la muerte». No conozco nombre que la
muerte no haya nombrado ni conozco ser que de la muerte haya escapado. Catalizadora de la verdad, vae victis, es
esa cadavérica y fósil desdichada.
«¡Por favor! —supliqué agarrándole del brazo— ¡Esos
sentimientos vencidos secaron mi arsenal de valentías que
jamás rescataré y créame cuando digo que nunca una segunda vez lo haré!». Mas el docto galeno de forasteros andares y harto cansados, macilento de tez y ajado de garganta y rostro, retiró mi mano, orientó la mirada al adiós
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y pronto ció impávido. Caído en desgracia ante mis ojos
lacrimosos, descuidó una rara pieza de plata allá en la yacija, a los pies de la cama. La reconocí. Entonces asimilé
ser el patrón de mi propia odisea. «¡Jamás!», grité, pero
Él siguió vagando. Vacío de espíritu y agónico le rogué:
«¿En manos de qué ser dejaría yo mi muerte?», pero Él
siguió vagando. Si mi codicia alcanzó adonde no venció
el hombre, mi lamento receloso, regurgitado despiadado
y con rencor, atrás quedó vacilante, pues en su soledad,
con la vida y conmigo resentido, la guillotina desanudó al
vocear: «¡En las garras de Caronte!».
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LA RAZÓN DEL ANTIHÉROE
S
iente ella la suavidad de la seducción, limpia jarana de
pasiones liberadas de insostenible súplica y adulación;
aguja enhebrada de fino hilo la suya, de danza dulce y nada
clásica, de sublime compás en virtud de su esplendor, de
lisos estilos armoniosos que cantan con formas y coquetean
con la melodía de las figuras y el bailar. Gracias don de
hermosa alegría. Sabe realzar las curvas de su cuerpo. Discreto es el ropaje que ennoblece la excelencia de sus movimientos, de sus manchas en la piel y sus gestos. Al simple
ojo, simpleza se le muestra; y exquisitez al ojo sibarita. Es
brillo, luz reveladora de pasión. Es belleza, sólo acogedora
perfección.
Comienzan el juego las piernas que, labradas en su
duro esforzar, ven los frutos de la victoria en cada mueca
de dolor. El oleaje de su flequillo va más allá de la llamativa guedeja que a mi ver endiosa. Es magia, es corazón
deseoso de perplejidad y eternidad. Es el sentimiento generoso que ríe, vuela, ama...
Debe llegar a ser enfermiza la ejemplar tarea del discernimiento. Una belleza de absolutos caprichos; discreta,
pero batiendo siempre las alas de la mística y en su cueva
reposarlas. Ahí debiera ser el privilegiado curioso de la
eminente belleza, pues considero el cometido de ésta enriquecer al espectador, golpearlo, complementarlo; y es la
labor de él concebirla suya, con la cualidad de perfeccionarse para adentrarse, todavía más, en la fantasía aguardada que enmiela la birria de vida del atormentado que la
vislumbra.
77
Es su ego poderoso el que la atrapa, una bestia dominadora. No obstante, cualquier ideal de la más radiante belleza, la máxima imaginada, no logra ser más que la
secuela de una quimérica mente de perturbados horrores.
La belleza, en mí, es fruto del horror. Saciada de angustias, en su irreconciliable rivalidad ensimismada se encarcela, desde ahí se atormenta despiadada y desde ahí me
consume despaciosamente como espectador maravillado.
Y justo ahí su futilidad se burla, se concede el placer de la
mofa espléndida y presencia cómo lo humano, lo grandioso a nuestro ver, es memorable, pero da rienda a nuestro
malestar enjaulado. Y eso nos engendra cierta endeblez; y
eso nos precipita al sufrimiento; y del sufrimiento brota y
florece la muerte.
Me miró. Sólo inclinó sus vidriosos ojos: así se contó,
así se escribió y así declaró su fiel designio al que acogí
amansado. Las aciagas libélulas de su grácil sonrisa bregan para adamarme. No quiero evitar admirarla, no debo
si escucho a mi pasión, pues el triunfo es el deber ver, el
placer de la magna contemplación. Pero su olor, ¡ah, ese
aroma!, reconfortante y reacio al rechazo, iguala a los ojos
en fuerza. Es la musa del movimiento que desde el palomar conquista el vuelo de aquellas aves viajeras. Es la
sutil gata que con mirada traviesa embelesa y endiosa a
ratas.
Surge en mí, entonces, un mayor deseo que el trascender o sucumbir a la muerte o el alcanzar la seca felicidad en sí misma. ¡Sí, apropiarme de la belleza en su entero
valor, discernirla y sentirla rehacer mi ser que con fuerza
sacuda mi fortaleza y la haga estallar! ¡Qué mísera sería
aquella epifanía sobrenatural que lúgubre se escondería
al mis lágrimas derramar! Si logro eso, ocultará lo anterior
su vorágine fuerza y gloriaría al reciente ser con creerse
inmortal. ¿No sería, acaso, lo que se pretende?
¡Quiero ese placer, esa meta o ideal, lo necesito como
la vida al arte o como los pliegues de la piel a la belleza
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que su sonrisa conforma! Son reales la angustia, el tormento y esas verdades olfateadas de depredador crimen
desposeído, heredadas por el castigo que acerca la mirada
sensible a la hermosura para verse inmune. No sobrevive
al abandono, al retiro que monta con fe y valor guardia
ante las puertas de su irresistible presencia. ¿Con qué capricho elijo martirizarme si deletreo su nombre, esa confusa verborrea que atonta y distrae? ¿Y si mal escojo y más
me duele? ¡Dichosas dictaduras amorosas! ¡Malditas sean
las cadenas del enamoramiento! Atan mi cuerpo cual siervo a su ama, resplandecen y arden como aldeas saqueadas
por bárbaros, como almenas en la noche.
Natural estupor el ocasionado por la eternidad; se
me presta testarudo. La lid entre lo hermoso y lo mortal
siempre cesa agotada y, a fortiori, humillada. Nada habrá
en lo eterno algo que no consuma belleza ni hay, de hecho,
en lo efímero algo que no la precise.
Sus labios, ¡y no sólo sus labios, también su mirada!,
¡sus egipcios ojos que ensombrecen todo mal!, disipan la
duda y la crueldad, la ira y la rabia; desierto de alma. No
ansío contemplar más belleza. Ya no. Quisiera unirme a
ella, ser ella, ser uno los dos. Serían dos vidas y seríamos
uno. En cambio, cuando lo visible es poco, nada se ha de
hacer con los sentidos. El ojo es poca cosa. Si escucharan,
si sólo un minuto escucharan los sonidos que sus cuerdas
vocales emiten… ¡Qué melodía de olores! ¡Qué admirable
don de dones! Quisiera ser aquel con quien se aúne, quien
la descubra y desnude; quien la conozca enteramente;
quien hiciera desparecer el mundo si a su voz por la eternidad la escuchara.
No hay amor que valga si mi vergüenza supera mi valentía. Nada. No, la honradez del amor sólo marcha alegre
si fabrico figuras excelentes que jueguen con la demencia,
con la muerte o bien con la belleza más sincera, natural e
incomprendida. Por delante de placer suele el ser poner el
sufrir por querer.
79
Las horas pasadas en su presencia no son horas realmente. Son años, lustros y hasta décadas. Con todo, siento
el pasar de los segundos si oigo las manecillas del reloj, sereno la mente y su silueta retengo, si la pienso o la desgajo. Sólo es simbólico: únicamente una ilusión, un centelleo
de claridad extranjera que ilumina ojos visionarios. Bien
sincera debe ser la sombra de su halo y bien fingida puede
ser la verdad de su regalo. Vestida de luto me hace acudir
a mi entierro y yo, solo, me sepulto. Obligada muerte: mi
razón, mi ruina, mi miseria.
Labor, resistencia y deshonra. Taciturna franqueza de
fruto picado. Una espiral de historias, de pasado incierto y
sufrido en carnes, suplica ayuda. Hasta en el espíritu más
oscuro y atormentado nace la luz sonrosada de la aurora...
la fáBula de la noBle ProsTiTuTa de málaga
Descansa aquí, en estas hojas de papel ahuesado salpicadas con tinta negra, la historia de la joven que fió su vida
a la Bruja Libertad.
Desolada estampa, fusca luz de alterne que presume
de guardia. Humillada en el aula del soberano, obsequia
caricias candentes. Abuso, suplicio, vergüenza, furor... Sometida a su héroe, marcada como la huella de la viruela
en la piel que aqueja, al acecho de un cráneo aristócrata,
de un Rey en el Azar. Maestros del fatalismo: sucios y con
monstruosas vedejas.
Diosa magullada y juglar de epopeyas tan reales como
horribles, se arrodilla para blandir miradas desafiantes.
Desafía. Y es esa actitud belicosa la que asola mundos, los
recompone abatidos, faltos de amor y respeto, pero sobrados de tolerancia. Mundos pacificados. Bondadosa y concisa debe ser la palabra del alocado deseoso de expresar
su amor, no el mío: es horrible.
80
Fracasan los diluvios en los que almaceno mis más
hermosas esperanzas. No luché entonces a su lado con
mansedumbre y ternura, con respeto y tolerancia; no adiestré lo inmerecido ni lo hice mío; no limpié sus heridas ni
mimé los golpes en su espalda. Nunca hubo motivo más
lejos que la admiración a la vida, que el besar la añorada
balada de la soledad en vez de robarla. Jamás hubo razón
de actuar. Yo sólo miraba. No lloré en la esquina, en el bar
de la esperanza. No hice entonces nada. Me sentía como
el ladrón vago que poco roba. Cruzado de brazos, sí, era
un fisgón. Jamás vi a nadie abrazar la almohada de forma semejante: estaba sucia y desnuda, desplomada, con el
cuerpo lacio, ligeramente ensangrentada y quebrada por
los llantos. Cerraba con resignación los párpados. Creía
que eso le alejaba del castigo.
No valía nada la belleza, no arrebataba siquiera un
segundo al tiempo para contemplarla. Ahora, aun con dolor en el alma, sólo observaba el color de los cardenales. Y
ahora, espía de su serpentino quehacer, me pregunto: ¿es
héroe o sólo villano? ¿Un confuso emblema tenebroso al
que representa o la aprisionada decisión de un honrado
paladín? Lástima ver anclado el remoto pasado en el futuro. ¡Lástima conocer sus memorias! Es la anécdota de los
vanagloriados; es una historia de engaños. Son palabras
retornadas que no la defienden. Él la entierra más y más
en su culpa, en el abuso. Él la alambra de espinos y ella no
logra escapar sin herirse.
¿Debe, entonces, obedecer sin réplica y entre breña
fundirse? Él es calumnia, la súplica del pueblo. Él es entero vergüenza, lo que la muchedumbre derrama. Él es un
traidor de valores.
No debiera sino huir de cuanto hiere. Osado acuna a
sus valores y su casta los escuda. Su trotar alípedo es elegante, pero vicioso y repugnante, pero a él le coronaron,
es el héroe y ella la sumisa esclava que a él se debe. Así
es su historia. ¡Condenada a desaparecer sea la injusticia!
81
La agrede y sus súplicas son mudas para quien entrega al
dolor su risueño placer, sometido a la apoteósica belleza
de una risueña tiranizada. Risueño semblante el de él, sencillamente risueño… es un vómito hermoso.
Al parecer son sordos e invidentes. ¿Qué es el héroe
sino una desesperada invención aleluyada que agita al
corazón salvaje y apela a las esperanzas desorientadas?
Decidme si no es acaso el iluminador de sufrimientos heredados o el protector de sueños derrotados que castiga
hasta el hastío. El héroe es el memorial de vuestras inferioridades. Descuida el dolor ajeno de la existencia tanto
como su álter ego irresponsable. Os siente y hace valoraros débiles y desiguales, y justamente por él lo sois. Yo, al
menos, me percaté.
¡Presuntuosos indígenas! El héroe es un insecto inanimado, una ridícula y ostentosa figura inapropiada y
nada ejemplar. No hablen, admirantes, de héroes como
dioses, sino de apócrifas representaciones que vacilan engrandecidas por ustedes. Vosotros firmáis y reconocéis el
vanagloriado estatus del que presumen. Vosotros, ¡fulanos de vulgar plebe y adeptos de la estrafalaria suerte!,
sois sacrificados en la ensangrentada arena del Coliseo y
aplaudís con amañada confianza a los leones. Os revolcáis en la deshonra por acrecentar, ¡engreídos!, a quienes
no logran meritar más que lo burdo y patético. Merecéis,
pues, lo mismo: suplicio y derrota, dolor y rechazo. Es el
grito de venganza el que algún día, con fortuna, oiréis; es
la cuchilla exaltada la que os arrastra a maltratar a vuestros indefensos semejantes, o sea, a quienes más dignidad
cosechan, y tomarlos como caóticos cuadrúpedos que de
la nada y de mala gana emergen con embrujo en vuestros
corazones. ¡Sois la cúspide de la nulidad y precisamente
ésta es quien os hace prosperar!
Son los héroes el culmen de la hipocresía elitista. Y
de los miembros de esa orden no sé qué esperar que no
sea el fracaso de la honradez, el respeto y la vergüenza.
82
Ese sibilino odio se forjó de la ignorancia hacia la persona
como persona. Ahora, al comprender el odio y el rencor
alado a la humanidad, al arrancar los ojos de sus cuencas
para contemplar lo íntimamente humano, siento auténtico bochorno. Entonces asimilé la naturaleza del hombre:
no es bueno o malo, sino ignorante e inconsciente. Una
barcaza a la deriva a merced de su tediosa aventura, una
gabarra sin propósito que no ignora únicamente la brújula, sino que la lanza al océano y le inunda el orgullo.
El poder engrandece a la maldad y al despotismo en
tiempos en los que cualquiera puede sufrir en silencio o
forjarse leyenda de barro. Si por algo la humanidad, anclada en la desidia, ha reconocido a los magnos pensadores
y héroes de la mentira, es por hacer de las justas más perniciosas un mundo abordable e ingenioso y, sin embargo,
ficticio, con el que cebar a las mentes menos ávidas al letargo de su deliberar. Son las damas y señores del encanto
quienes al encanto se deben y no a los héroes. Nadie debe
servir al héroe.
Ahora desnudo al genio creador de verdades. No
merecía presenciar esto. Cruzaban sus lágrimas el rostro
muerto de amor propio y se arrojaban al vacío cuando en
la barbilla quedaban sin camino por recorrer. Y las mías,
¡envidiosas!, emprendieron la misma travesía recelosas,
precipitándonos los dos hacía el irrevocable destino que
dilata las horas en la madrugada. Tiempo en que cuajó el
rencor ardoroso y estoico ante la venganza. Tiempo vulnerable.
Acostada en la cama, con la cabeza en mis rodillas,
permaneció arrobada de sí. Sin nada querer. Supe, a pesar de todo, que debía mostrarme cercano no por amor
ni dependencia a la sublimidad regalada, más bien por
procurar escoltarla en lo ignoto. Lidiar ese encuentro en
soledad es una incierta condena añeja y el martirio el miserable óbice que impedía su reconocerse como persona,
como digno ser. Ahora valoraba mi cuerpo y el suyo.
83
A ella la protegía su pendil de los horrores que afuera
gritaban furibundos, un precioso manto que velaba por
su seguridad al que se aferraba como las crecidas raíces
de un frondoso árbol a la tierra. Era su rostro la palestra
donde observaba el pavor por las incesantes agresiones.
Ya no bailaría por deleite, sino por amenaza.
Desmentir la mentira jadeante, secar el mador de su
piel… En el escarnio de mis demonios, ruines y bastardos,
yazgo ebúrneo ante mi colosal odio. A él asesinaba despiadado, mendaz de mis temores, prisionero de mi austero Maligno. Sin importarme, ¡lo juro! ¡El yo, yo muerte!
¡Al infierno los malditos rezos! ¡Al diablo las plegarias!
Sólo muertes cruentas y dolientes que en un abismo en el
océano sumergen su rogar. En mi pesquisa rencor hallé y
sólo salvajismo mostraré en quien desprecie su dignidad.
No me detengo. Quiero ver la sangre lagrimear de
su cuello y emponzoñar su alma hasta la locura, jabeando
la mutilación de la luz cercenada, bramando bravío hacia
una muerte confiada. Solo, derrotado...
Romperán los cielos los cristales de su alma, devorarán los necrófagos los restos de su cuerpo que olvide
quemar y encontraré su historia para luego borrarla. Antes coronaré mi hazaña obsequiando a quienes el héroe
ama con su mismo destino. ¡Desaparecerán como antaño
desaparecieron los linajes! Calmosa y colmada de majestuosidad es la muerte que deseo, sí, pero para mí.
Lo prometo, es ajena e indulgente la vergüenza. Garganta servicial de desleal honor la mía que obsequia ruina
por placer. En ocasiones, es la ironía la esencial pincelada para desvestir las ridiculeces convencionales y acabar
con ellas. Cuando fracasa lo irónico, la dolorosa argucia,
la vil sutileza, es el suculento manjar para quienes se alían
con la heroicidad. ¡Elegancia por doquier! La muerte ha
de ser ingeniosa y sublime, debe esquivar los problemas
que amenazan a mis pensamientos más honrosos y apestar con arrogancia y rencor lo piadoso. Sólo preciso de la
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oscuridad del diabólico ser al que doy cobijo en el corazón. ¡Ni yo quisiera mentarlo! Es un astuto asesino que
trama paciente las muertes más bellas y prodigiosas jamás
ideadas. Si asesinar fuera un arte, él sería el maestro al que
todos admirarían.
Ante mí sentado se encontraba… ¡Lo juro, lo degollaba por venganza! ¡Mírala llorar! Agotar sus fuerzas para
luego jugar con él, ¡el héroe de los tontos!, y sus amados
seres es lo único que deseo, pues es la facilidad de dar
sufrimiento lo que incita su ejecución. La vileza reivindica
mi espíritu, anhela la gloria, la adorna de banalidades y la
abrasa. Gatea tarda y se abalanza feroz. Es placer, seguro,
lo presiento. Hacen mis actos los suyos más rabiosos, hacen los suyos los míos más sinceros.
Prestigiosos oídos para La Maligna Sinfonía de la Injusticia. Lo maquiné: cuatro sádicos movimientos para asesinar; dos primeros para la venganza; el tercero para sus
mezquinas, siniestras y ecuánimes lamentaciones ante la
majestuosidad de su lapidado; y el movimiento final sería
la paz imperecedera, ilustre.
Es exquisita la muerte si tan deseada es como la vida
célebre. No habría mejor obra que la degustada con venganza y desenlace próspero para el justo, y aun conociéndola, prefiero no ansiarla. Reconocerán lamentados mis
actos en la purga contra el mal: jamás será la voluntad
la que dócil suavice ante lo inmerecido. Es hora de libertar al Ángel del Inframundo, de consentir a sus sombrías
alas crecer, estirarse, embaucar al sobrecogedor hedor de
la muerte y enfrascarlo por siempre. Así sería, a placer, la
vida misma tenebrosa.
Caen las últimas lágrimas de alivio sobre el prieto
puño vengador y observo sus oscuras venas. Me resulta
curioso cómo la empatía actúa sobre mí. La tranquilidad
me calma y antes no era así. Sólo me ofreció su tiempo y el
cariño que necesitaba, ahora postro mi persona a sus pies
y mi venganza a su designio. He perdido fuerzas, las jus85
tas como para de valor arder y enfrentarme sin premeditación. Intuyo que no sólo debe ser empatía, que debe haber
algo más: un amor oculto y profundo, olvidado, relegado
al saber qué es, qué será. Mas ahora no debo aguzar los
oídos ni el corazón amante.
¿Será cierto que tras la guerra la paz es próspera? De
podar las ramas de la cruda arrogancia de los valores heroicos al amargo fracaso de los vencedores y su no saber
disimularlo con elegancia y avenencia. ¿Cuándo el héroe
se desploma y se entumece de tal modo su figura que su
sometimiento es absoluto? ¿Por qué villanizan siempre al
antihéroe? ¿Cuál es la razón del antihéroe? ¿Acaso sería
disputar la (in)cuestionable legitimidad de los polémicos
valores del insigne o, tal vez, cuartear el inexplorado velo
de las mimadas fauces de los privilegiados? Como la titánica e invisible leontina que encadena al tiempo, nada ni
nadie huye de la injusticia por héroe que ose proclamarse. Cualquier ser, glorioso o mediocre, siempre arrastra el
cordaje que amarra lo innegable de él.
La plebe es sumisa a las estrellas y el ídolo estéril a
la justicia mundana. Todos los condenados depredadores
montan en barcos con el mísero propósito de alejar del
nebuloso alboroto que les carcome la excelentísima finura
de sus figuras. ¡Todos santos ahora! ¡Que de sangre tiznen
esto, jueces del absurdo, pues nada habrá en las epopeyas
que no sea patraña! ¡Son los héroes, entonces, ídolos de lo
burlesco, unos prisioneros de su mismo ego que consumidos vitorean la beatitud por saciarlo! ¡Bastardos!
Sus gritos: mis amargos silencios que preceden a la
angustia, al fiero abandono. ¡Ay, amante!, te hieren y me
buscas, y si logras encontrarme, huyes a los brazos de otro.
¿Qué es el abandono? ¿Qué hago si tu voz me engaña por
cómo lo siento e ignoro? ¿Y cómo sé yo si lucho por amor
o palabras o si he de confiar en mí o en tus bellas baladas?
La pétrea mirada de mimos ariscos, librándola de fuerza,
a mi seguridad astilla. La presunción de amor roto no sólo
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decolora la pasión que siento, sino que la intimida y la
ansía insignificante.
¡¿Ahora recuerdo?! ¡Ahora recuerdo! Dos traiciones,
dos calumnias y un borroso amor propio sin voluntad de
aclararse.
Un par de felonías en el tiempo, ¡a mi ser honrado!,
alevosía hermana de olor a marga que deja poco aliento,
una luz que pasos iluminaba al futuro y ahora los agrisa.
Viajes espirituales a escenarios que imploran clemencia y
serenidad, que no anhelan la pena, que envidan lo valioso
con una encarnizada batalla en la que siempre me dan por
vencido. Mentiras que hiladas forman un caótico ovillo de
penurias y deshilarlas es faena insoportable hasta para la
más hábil costurera. Oponerme es combatir contra titanes.
El arrepentimiento es invisible, carente de tacto, de protección a la historia que se cosecha, de futuros auxiliados
donde sólo gana uno. Mas uno no es suficiente.
Raíces enraizadas en el paredón del corazón que
muertas lo soportan. ¡Fui traicionado y delatado por la
furcia que protegió a su héroe! Habrá quien componga heroicos actos por pura cobardía... Hoy únicamente conviene la espera, el abandono de los recuerdos y una personal
y forzada Damnatio Memoriae. En el ínterin, desapareceré
camuflado entre cortinas de humo cortantes.
[...] Otra vez.
87
VÍCTIMAS DE PAPEL MOJADO EN SANGRE
D
ádivas del ayer. ¿Habrán los vientos deslizado el aroma del deshielo hasta el campanario? En los meses
invernales, las nevadas calles pisan mi rostro al entreabrir
las cortinas y la nevisca melancólica deslustra la piedra de
los bancos. Memoriales de aquellas condenables madrugadas eran las viejas farolas que lucían envenenadas por
entre la cenefa. Palpo la soledad de voz cadavérica en los
cuadros y muebles que, con el correr del tiempo, me decoran y devoran. Entonces era una cría de cachorro humano
que soñaba crecer y ser mayor, y así sucedió: en un soplo
de aire turbio.
Mansiones lujosas de pintura caída, solitarios bancos de madera podrida, árboles centenarios y nidos de
golondrinas silenciados, coches que abuchean, personas
que pilotan... ¡Rodean mi rincón, rodean mi derrota! Recitan las malas lenguas que lacónico es el eco de una navaja
perforando la carne viva, que el tormento de ese gesto,
por el cual la hoja de metal se adentra entre tendones, lo
mitiga el pánico, las lágrimas y sudores. No nos escuchan
todavía en la levedad de nuestros respiros; no se nos oye
agonizantes.
Pisadas en la arena, conchas de color verde botella,
oscuridad enmascarada que entristece a las barcas y las
bambolean, olas que remolcan sueños de doncella... Luces
sospechosas ante mí reveladas que como ojos hipnotizan
la mirada: la grandeza del búho, enormes y faraónicos ojos
me guiñan, la mirada de asombro y picaresca del gato, y la
fiereza y sin piedad del cocodrilo. Playas sin andares que
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acompañan. Destierro hay en los reclamos de las gaviotas
y hay también punzadas en el corazón. Miedos callejean
en mis recuerdos; rompo a llorar en cántaros de sangre.
Son de éter los puñales que hunden en rajas endiosadas diabluras. Lo veo. Al borde del lejano océano me
espera sentado un asesino. ¡Hombres y mujeres vienen a
mi encuentro y la marea los acoge dichosa! ¡Hombres y
mujeres, rotos y viciosos, que nada bondadoso maquinan!
El longevo soportal, que da paso al atrio, brega a su favor.
La arena se incrusta en el óxido de las bisagras y observo
cómo el portón se cierra y me desgarra. Encierra mi castigo.
Ojeadas de reojo a la cancela y a las luces que en la
lejanía arden y se asfixian. Las aguas saladas del mar salpican en los cristales y el vaho me desorienta. Brama feroz
el peligro y silban las sardinas que perciben la impureza.
Porfían los seres que desfloran aliviados a cuerpos y almas. Posturas dolorosas, agresiones tortuosas. Los salvajes dominan el don de lo bestial: la gracia de las bestias
nauseabundas es en ellos natural. Las curvas molían los
huesos quebrantados. Hacía acopio de valor y soñaba con
coser los labios de la boca, pero manos blancas y negras
los separaba. Pataleaba y golpeaba la cabeza contra la pared para repartir el dolor por el cuerpo. Era incapaz, eran
sudores en vano.
Me aferré a la creencia, ¡insana pero dulce como la
ilusión!, de afrontar la culpa. Mi pecado. No era yo, eran
ellos, mas no eran ellos, sino yo. «Soy un exhibicionista
más —pensaba al llorar—. ¡Maldito niño que por beber
a solas violado y muerto acabará!». Ni correr pude por
excitarles. Signos de culpa, símbolo de turbación. Desparecemos encantadores, siempre cautivadores.
La bufanda más y más el cuello estrechaba y al aire impedía pasar. Invadía la rojez mi cara hasta de púrpura ser
tiznada y no respirar jamás. ¡Jamás! Víctima de golpes, un
papel mojado en sangre decora las paredes. Mártir rebelde
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y maniato. Sólo mártir. Sollozo, tiemblo, me retuerzo y me
apago. Me ahogo... «No estás solo», rezan siempre. Mueres
solo, en soledad.
***
Baile de protagonistas, mujeres u hombres, hombres o
mujeres, personas cuando menos; historias calcadas de
pálidos desenlaces. Ojos, ojos y ojos en las espaldas y, por
fortuna, aletas en los pies para ser el salmón que nada
a contrarío. Somos los estúpidos iluminados, somos un
mito, como la justicia que vitoreamos. ¡Las tragedias tenebrosas de ningún modo las vivimos, los siniestros de ensueño siempre les suceden a otros, nunca a nosotros!
Cual penitencia, nos inculcan la mágica condición del
destino, la lotería de los dados, mas harto de infamias nos
ven dispensables. ¡He ahí las angustias y la bilis que ansían huir de mis entrañas! Memorial es el dolor de historias (no) olvidadas.
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LA CAZA SALVAJE
El cisne moribundo en los lagos norteños
canta su canto agreste de muerte, dulce y claro,
y al igual que se quiebra la música solemne
sobre colina y valle, se disuelve en el aire;
así, musical, vino tu voz suave,
así tembló en tu lengua mi nombre.
edgar allan Poe
Fanny
R
everencias al sol asoman en la calma matinal; versos
finales de poemas vesperales narrados por hálitos de
brisa diurna, escoltados por luciérnagas y grillos embriagados; danzas de garzas y cigüeñas, relinches de caballos y vigilante desde las ramas una lechuza lucífuga de
genio ardoroso ambiciona ser zancuda; árboles amantes
que confunden copas, más lirondos los matorrales que
robustecen la orilla del lago. Y nacidos en madrigueras
misteriosas, entre rosadas plumas de flamenco, camadas
de gazapos zascandilean sin orden y a las ánades como
orgullosas madres las bautizan.
Asoman reverencias a la luna, inclinados bustos de
gracia y rectitud, de verdeantes serranías y ufanos andares se me despide el sol. La noche se avecina orquestada
por cantos de grillos y la miel de las abejas, desprotegida de aguijones vehementes, rezuma recta al hormiguero
que saborea la paciente victoria. Acuden a los ríos sitibundos los animales. Las ranas, dichosas diosas de mágicos cuentos, creídas princesas entre renacuajos, ríen
engreídas de los ciervos que osados sacian su sed; astas
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suntuosas, pelajes grasos de bellos marrones, de tonalidades inesperadas que azoran a las sombras de los bosques;
susurrantes se retiran ante el crepitar de las ramas secas
que la dama del tiempo envejece.
En plena armonía del espectáculo, entre trinos de jilgueros más bucólicos que selvosos, con juncos y arroyos
de atrezo, vigilo ligeras vibraciones que borrosas a lo lejos
se acercan parecidas a un aleteo; mas en un lejano reflejo
de luces albas, clavados mis ojos en el rociar chispas de
elegancia y llaneza, una mariposa azafranada a la caza de
néctar. Con más de monarca que de cebra, revolotea tornátil entre las turquinas flores de jade; un seductor bosquejo
de acuarelas al que le concedo movimiento sobre el lienzo
y sobre el papel le doy vida para mis escritos florecientes
del crepúsculo otoñal.
En los brotes se posa y en los pétalos después; su volar no es torpe sino escurridizo. Es la única que con vientos de atardecer juguetea: los acompaña y cierra las alas,
luego las abre, y en el tiempo en que aparenta caer, reaviva su flotar. Con jocosa parsimonia, mariposea exultante
entre los demás animales aspirantes a la inocencia y a sus
tonalidades; un sereno cuadro que ningún desván podría
esconder. Pero como el candil de anticuario que después
de siglos apagado con el tiempo prende, las minúsculas
llamas abruman el despertar de la luz y a caminos de silencios inspirados me destina. Toda mariposa ignora su
grandeza sideral.
De las criaturas resentidas, nacidas para devorar, que
sin lápidas reconcomidas sólo buscan y ansían matar, se
oyó lacónico un teatral contoneo —torpe y ciego, pareció algo confundido— y pidió calmar su hambruna y a la
noche jadear un fantasmagórico murciélago, de grandes
orejudas, que no hizo sino marear. Es brujo animal, vestido con frac y chistera, sensible de oídas y tosco de andar;
vuelca su fuerza dormida y en cavernas ha de soñar. Un
mamífero hogareño, sin sombra de duda.
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Tan presuroso iba cabezón contra galerna y pleamar como reaparecía y retornaba su andadura y desatino.
Pronto sintió a la mariposa surcar los elogios del resto de
animales, mas a aquel insecto de tímidas y atolondradas
cualidades, advertido de peligros por orugas videntes, en
un despiste al vuelo mordió; quebradizas vidrieras coloridas entre alfileres apresadas. Huyendo el roedor alado
tronantes sinfonías de órganos y coros satánicas sonaban.
¡Grandes obras se han escrito en un instante! En la pieza musical, posado en lo alto de un silencio, un señero
halcón de pico diamantino, alas manchadas de cobrizo y
estrecho pescuezo, de anteojos por ojos y digno planear
silente, cazó al animal de chillar estridente que entre bruma navegaba.
Cristalinos herederos de peregrina luz y sombra, de
vida y muerte, de opuestos entrelazados, de perpetua
transitoriedad, tronchan paraísos de barro al son del naciente atardecer, al cobijo de alcornoques desvestidos de
súber y hojas resecas; escenas de astutas espirales, de formas áureas y apariencias matemáticas, de goteares armónicos y persistentes que juntos componen los enredos de
los placeres.
La hoja de sauce que embarca mansa en la travesía
que el río le promete, guarnecida de pálida luz de luna,
descansa entre los pliegues del agua y duerme. Su impermanencia es mágica: pasa de contemplar el recorrido solitario al despedirse con amargura de sus hermanas, caídas
también del árbol, hasta tropezar con las rocas cubiertas
de musgo y desaparecer en la lejanía del riachuelo; ser
el asiento de las aguas. Fluía, armonizada con la nada, la
hoja. Con igual delicadeza narran los cuentos que el inocente variar de sólo un aleteo de mariposas puede perturbar el cosmos. Así sean esas historias inescrutables quizá,
mas no desoídas si apresamos el tiempo. Y sean acaso verdaderas, pues, a fuerza de costumbre y naturalidad, alteró
la natura mi virgen ser natural.
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Pasé la noche rumiando la función de la naturaleza
salvaje. A la mañana, la urraca, heraldo de las tinieblas,
celosa se empecinaba en robar mis ojos.
Paseares forasteros por cercanas tierras de parajes
extraños, de cipreses prominentes y llaves escondidas en
clanes de tréboles; acontecían las lunas y soles vernales
y el tiempo a la nubilosa noche servía. Liberadas de juramentos, las ninfas que mi rostro besaban viraban los
cañones de los ruidosos quijotes que blanden escobas de
plomo en la maleza, moribundos hasta oír el estruendo
que les aporte la gloria de los cobardes. «Un cuerpo sin
alma —berreaban cuando abatían—, es sólo el cuerpo de
un animal». Sí, carne muerta de ser.
Las bestias errabundas gobernaban por rocas, y cada
roca un reino, y cada reino un Olimpo, y cada Olimpo
un sepulcro de poéticas voces; lacrimosos recuerdos insomnes que lejos de ser inocuos, eran inmunes, innatos e
inméritos. Sólo las flores fragrantes, jacintinas de colorido, persuadían al cuerpo libre y vaciaban la mente o, por
fortuna, la colmaban de sugerencias. Como el pez diablo
negro que en lo abisal ilumina el nadar de sus presas hacia
su fatal destino: hacia los esparragales, camino que anochece, marchó el desfile de los cazadores con mi embelesada mirada de equipaje. Todavía huele a mar…
El eco en los macizos de grajos, cuervos y cornejas,
hermanos entre ramas de romero, bombea el corazón de
los mirlos que canturrean con vehemencia. Nadie ama a
los estorninos y su canto es mágico, las cotorras en parajes
vestidos de verano arman ciudadelas. Incorpóreo se vuelve el camaleón irado al pasar zánganos y cigarras vagas
sin hacer reverencias ni mostrar respeto. La salamandra
tensa la lengua para disimular ser el camaleón, la libélula
bromea y las moscas se mosquean.
En tiempos pasados, en el bancal de la tierra nuestra,
vecino a los campos silvestres, brotó un grano de granado
que mi abuela sembró. Rojas flores como cálices de sangre
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y pájaros al viento le rodean, cuyos frutos son reclamo de
animales golosos. Con aquella insignia de leyendas familiares que abundancia y alianza desprendía, en el camino
encontré, meses de telón bajado y a los pies de aquel granado, el flaco cuerpo del halcón por insectos embaulado.
Un ciclo sellado, de saber arcano, que a la inmortalidad aludía: mi mente aspiraba a evaporar esa idea de permanencia, a confinarla en la vida, la historia y la fantasía,
a ser vista como una mera creencia. No supe caminar más
allá de mis dominios, más allá, incluso, de las verjas que
alambran mis senderos. El empedrado asentado por los
serenos es por los rebeldes esquivado, deseosos de perderse en el arriesgado vergel de las delicias orientales. El
hueco: un limpio suspiro.
De celestial hermosura se nos manifiesta la naturaleza, pero lo natural, por bello o cándido que lo sintiera,
siempre es rompedor de lo estético o lo alegre, siempre es
un burdo y rústico cebo embriagador que nos sumerge en
la esperanza de desnudar lo bueno. De hermosa majestuosidad salvaje se acicala la cruda naturaleza prodigiosa.
Vestidas de mala fortuna, la fingida soledad de las
acacias es antes defendida por sus aliadas que no por el
veneno de sus hojas. Un ardite de peligro alerta a sus
iguales que como ella se protegen ante la amenaza; ¿cuál
es su fin? La comedora de serpientes, cobra de cobras, reina escondida del adiós animal, reina del debacle natural,
proclama su dársele bien matar; mas ¿cuál es su fin? Y yo,
de andares abismados, de generosas caminatas por cerros
y lagunas, de dolores en mis piernas por tal sudor costado, ¿cuál es mi fin? ¿Acaso gozo de fin?
Tétrico deber el dar contestación a mis preguntas, un
asunto espinoso la transitoriedad, sin duda. Siempre sobre lo impermanente escribo con harto pesar. No lo concibo; no deseo fecundar la idea, mejor dicho. No fui capaz
siquiera de pronunciar palabras en voz alta que insinuaran permanencia, pues rendido al sigilo de mis entrañas
97
y por la lluvia de pétalos de almendro maravillado, pensé qué sería la voz. ¡Sí! La voz sería, claramente, el llavín
que abriría la diminuta cajita de Pandora. ¿Sería, entonces, la voz hablada, la manifestación del pensamiento, lo
más tangible de mi yo enjaulado? ¿Los albores del pensar
o sólo un suspiro en plena oración discreta? Si yo me escucho sin hablar, esquivando el sonido, ¿podrán los no-humanos escucharse como yo me escucho? ¿Cuál es el fin de la
naturaleza sino dar voz a los sigilosos?
Cultivé el jardín con semillas de ambiciones peculiares: abundaban de esperanza por arrancar mis ojos y
las limpias cuencas llenar de alborozo. Las regué y regué,
empeñé mi tiempo en ello y, por pecar de envidia, las ahogué. Nada floreció. Codiciaba ser feliz, como aparentan
los demás, y aguardar oír las voces de los animales, preguntarles si creen ser inmortales y, así, aceptar con dicha
el fin de mi especie que aspiro a desgranar. Hoy se hallan
podridos los frutos.
Nací para escribir mundos sobre el morir y la muerte,
sobre la finitud de los nacientes, no sobre la inmortalidad.
Era la crisálida de cristal que eclosionaría en el ocaso de la
metamorfosis.
Escapaba a mí el pensar, el imaginar o el vivir lo impermanente o la nada, el vacío; pero estaba y está ahí. Me
reconocía roto, estéril y herido; era la razón del sentimiento trágico de la naturaleza. Brego ahora por su opuesto: lo
sempiterno; algo con comienzo, pero sin fin. Todo cuanto
muere es tácitamente imperecedero, y todo cuanto aflora
es fervorosamente mortal.
Los seres menguantes rezamos a la fastuosa nada,
oramos ante nada. El escándalo rechinante del grillo que,
cuando enmudece, todo al unísono luce en silencio. Dichosas flores escarlatas oscurecen la venida de las garzas.
Caen en un aliento, una tibia acogida floreciente que la paz
busca desorientada. Si sintiera la libertad del viento, no
tendría labios ni orejas, sino plumas negras atolondradas
98
alrededor de un desgastado pico. El origen de una sinfonía fantasmal con las aves como alumnas. Criaturas que
anidan o azoraron antaño, criaturas que moran u hogaño florarían. Nacer y fenecer, viajar con ojos ciegos, tejer
pensamientos, llorarle al viento, oler las húmedas tierras
nuestras, jugar con fríos fuegos...
Ser que a la muerte distraiga no se fortalecerá, sino
que se fundirá en el crisol del vacío imperecedero, en la
rueda trastabillada que gira en círculos.
Frené mis piernas y detuve el caminar. Asomaron los
animales con faz curiosa, atentos a los pasos que levantan sendas, pues camino del hogar una abeja moribunda
cayó a mi vera y ante ella promesas arrodillé. Tiznadas de
polen las alas, su abdomen se encorvaba y en el derrame
de su linaje marchito sacrificó su aguijón. Un ala torcida
la ahorcaba. Agónica la liberté del calor de la tierra y con
temblores le pregunté: «¿Cuál es tu fin? Dime, ¿te escuchas? ¿Oyes lo que dices? ¿Oyes lo que piensas?». Retorció
el cuerpo en mi palma; se estiraba y encogía. Entonces,
lentamente fue haciéndose de piedra y misterio me obsequió. Sólo un cuerpo animal. «Zarpará sin su voz —pensé
cerrando el puño con delicadeza—, pero guardará su secreto en mi tumba». Una lágrima se corrompe y encharca
la ciénaga.
Comenzó a lloviznar al cruzar las bóvedas de glicinas y las gárgolas de piedra escoltaban mi espíritu hasta
el comedor. El arroyo sorteaba las rocas y el musgo resplandecía. De las plataneras brotan hojas que enfurecen
a las buganvillas y el cactus ríe al tiempo que derrama
savia. Lloraban las nubes el anochecer de un noble animal.
Sentía con claror a las cigüeñas añorar a sus amigas las
arañas, antaño tejían en sus nidos y reforzaban las secas
ramas. Gemían los buitres carroñeros, posados en árboles
muertos, y los linces reunían a la camada para honrar la
pérdida de su leal aliada. Entre arbustos y lodo, los sapos
croaban. Perros de fondo ladraban. ¡Un festín de salvajes
99
alimañas! Es la bruja fantasía de mis tierras color verde y
blanco esperanza.
Nada. Nada murió más señorialmente que esa dama
señera. ¡Joven iluso era! Pesqué en lagos yermos. Jamás
hubo qué temer de la poética animal. No hiere sino purifica, no mal suena sino hechiza y no mata sino vivifica;
pequé, como prudente que me creía, de sabiduría. ¡Pensé
que era sabio! ¡La peste de los Santos Ignorantes! ¡Tarde
los oía y tardías eran sus voces y yo su caza!
En el orbe salvaje no moran criaturas candorosas ni
insignificantes; ni una convive cautiva, ninguna se siente cazada, ni una sola se arrodilla, no pecan ni difaman.
Cada criatura un universo peculiar, pero semejante: zumbidos, rebuznos, gruñidos o aullidos, graznidos, trinos o
cacareos. «Sinónimos» abandonados; voces personales,
pero idénticas unas de otras. Se relacionan sin palabras,
se comunican sin vocabulario, se armonizan en la bruma
matutina y se coordinan sin escribir porque nada humano
necesitan. No reclaman humanidad: la mudez animal es la
mágica esencia natural de los reyes de la tierra. ¡Sobreviven como fieras carniceras y son dichosos! ¡Esa es la voz de
la caza salvaje! La enjundia del secreto animal mora en lo
inhumano. ¡Sí! Nada hablan pues nada han de hablar.
En mi mano, el cadáver. Cintilaban los jarrones de
cristal en el poyo de la vidriera. Al lado, las célebres obras
El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y La muerte de
Iván Ilich, de Lev Tolstói. Jarrones vacíos, pero rebosantes
de significado; libros saciados, pero despojados de sentimiento. Me embrujaron e hicieron de mí una polilla y me
acerqué curioso como lo haría ese insecto a la luz de las
bombillas. Recuerdo brotes de romero, tomillo, lavanda y
cerezo en aguas estancadas. Una raíz de olivo crecía bosquejada con los rayos de sol por entre el pavés y la ventana; lienzos trazados por maestros del paisaje a los que
acercarme fascinado e imaginar altos pórticos a mundos
fantásticos.
100
La teja antigua, como adorno artesano de pared, confiesa recuerdos africanos y sus tintes embelesan. Colores
que moldean figuras de personas. Una mujer negra aúpa
niños con cántaros que vierten sus aguas en cuencos de
barro. Fango sobre fango... Ahora raja hasta muy adentro
el amargo amaretto de ayer. Paños húmedos limpian la tierra apelmazada en los botines. ¡Ay, flaco favor me hice! La
vereda embarrizada hizo sentirme más pesado, todavía tímido y frágil, más cobarde que los animales por calzar la
piel de otros seres. Como los barcos que encallan en arrefices de coral, mi dignidad traviesa en los guijarros brincó
y engullida resultó por aguas venenosas. ¡Ay! ¡Vergüenza
debí sentir! Mas no fue así.
El universo es la factoría de cadáveres más bella jamás engendrada. La Muerte, guadaña en mano, me robó
la sensatez. Me poseyó la rebeldía, la ambición refugiada
que obra en mí cuando el pavor o la intriga golpean el
torso malherido. Entonces hice de una espigada botella
que a las playas de Tarifa aprisionaba un mausoleo sublime, una humilde tumba, un sepulcro de cristal para un
libre animal. ¡Sí, juro que jamás vi escapatoria! Acosté con
dulzura el yerto cuerpo del insecto en la arena y con un
corcho la enfrasqué. Osé retar a la azabache esfera, a la
anciana inmortalidad viajera, a la luna rielar en el mar la
voz de las viejas eras y al soñar con la vejez. Sí, la muerte
es mi arjé.
Dulce fue su muerte; en ellos morir era madurar
con el éxtasis de una vida saciada;
más allá de esa muerte no hay inmortalidad,
sino el sueño que cavila y no ha de «ser».
Oh, que mi espíritu fatigado more allí,
fuera del cielo eterno, y con todo ¡cuán lejos del infierno!
edgar allan Poe
El Aaraaf
101
LACÓNICAS ODAS
CaneTTi, aliado mío
C
anetti, aliado mío, Enemigo de la Muerte, recréate en
mi absurda mortalidad, ¡hazlo retozando, por favor,
en un vanidoso juego de palabras! ¡Hazlo indoloro, así,
libre, como una caricia en la mejilla del dormido! ¡Y hazlo
consciente del perjuicio que tu prosa lírica trae consigo!
¡Embriaguez etérea! ¡Nadie se jacte de ese vil olvido ni de
la flor de mi mal descuido!
¡Oh, Canetti, cuán ignorante era! ¡Cuánta sangre
manó! ¡Qué equivocado y ciego estaba y cómo de poderosos son los recuerdos: leales brújulas y bravos monstruos
carniceros que trituran huesos! Esquirlas de huesos hacen
volar... ¡Ay de mí, amigo muerto, y ay de mis memorias
absorbentes! ¡Memorias vivas y pegajosas son sólo para
mí! ¡Remembranzas que prodigiosas épocas reavivan y
renacen y unidos a su magia vivimos en la llorosa comodidad! Es la lluvia de restos óseos la que háceme imaginar
atrocidades... ¡Eres tú mi arpía, mi quebrantahuesos! Eres
mi lúgubre y luminoso sino.
Hicimos en mi familia un juramento: no morir nadie
hasta apurar el cirio blanco que soplábamos en los cumpleaños. Caducó hará décadas ese juramento. Siquiera sé
qué fue del cirio. Hoy no hay nada: nada que suplicar o
celebrar, nada, nadie a quien llorar o abrazar. Hoy, en tal
día lastimero, el día en que nací quejumbroso, soplo velas
de recuerdos y no de fuego que apuntan al cielo lloroso.
Solo; sólo en soledad. Veneno son tus hojas y veneno son
103
las voces, mi voz, que las leen esperanzadas por encontrar
alivio en ellas. ¡Son bálsamo para suicidas! ¿Mi voluntad?
Morir con mis inmortales recuerdos y no ser recordado
inmortal.
¡Canetti, aliado mío, ríase de mí! El día en que, ¡por
fin!, venza la muerte correré como Zaratustra por calles y
plazas, escritos en mano, imprecando: «¡Canetti se equivocaba! ¡Canetti se equivocaba!». No habrá rincón en el
cosmos para tal decepción, ¡y bálsamo para mi conciencia
mártir, martirizada y, por desgracia, martirizante si lo hubiera! No habrá escapatoria para ti y tus grisáceas ideas.
Bien descubro a la soledad como uno de los infranqueables destinos que se nos antojan y debemos soportar para,
cuando acuda nuestra muerte, morir con levedad.
¡Canetti, léame, aliado mío de ultratumba, escudero
de cielos e infiernos, maestro de la catástrofe en la bóveda celeste, mentor de demonios sañudos! ¿Qué recuerdos
amarras? Si ves la adversidad, es porque hay un haz de luz
que la muestra. ¡De cristal la espada blandeas! ¡Rómpela
contra los eternos! ¡Émulo mío eres en verdad! ¡Canetti, lo
suplico, dóname pizcas de inmortalidad!
WhiTman, noBle PoeTa
Bailan conmigo los animales y yo los tomo y los acepto
pues trasnocha el corazón y hay algo que los posee y los
hace enloquecer. ¡Ay, Whitman, tú supiste verlo con diáfana brillantez y ojalá los vieras ahora! ¡No se arrepienten,
no se arrodillan, no se avergüenzan, mas sí se suicidan!
¡Sí, sí que se suicidan! ¡Sé que se suicidan!
No quieren vivir: ya no desean evitar el peligro de
muerte que les acecha en la penumbra. Los he visto en sus
inocentes ojos, escondidos tras hojas secas, tras troncos
huecos, tras árboles calcinados, tras rocas de plástico, tras
104
el humo de las chimeneas, tras ruedas y charcos de gasolina, tras un manto de lluvia ácida y mar de petróleo...
Me aterran bastante, Whitman, y me horrorizan, ¡ese
es su exculpado cometido! Se detienen en la ventana y me
vigilan como si la culpa del mal que les rodea mía y sólo
mía fuera. ¡Sí que se suicidan, Whitman! ¡Hoy no son almas cándidas! Con vista a vuelo de pájaro los veo...
Temo a los animales suicidas porque ellos golpean
mi vida y, porque los amo, sufro en vano. Cuando en la
noche el silencio se cierne sobre mí, ser trasnochador hasta el crepúsculo, los oigo caer desde altos árboles; percibo
sus yertos cuerpos golpear el suelo y sé que se rompen por
dentro porque sé cómo suenan los huesos al romperse.
Entonces escucho el lamento de sus hermanos y coléricos
me miran alocados... Es un desfile trágico y perverso que
no querrías presenciar.
Al comienzo, en la lejanía, siento un quejido lúgubre;
luego, más cercano a mí, escucho quebrar los hilos que
soportan la carne en los vivos, eso que llaman músculo.
¡Es espantoso, Whitman! ¡Créeme, horroriza a los valientes
y yo soy el más cobarde de los valientes! Devoran los animales nuestros cuerpos y sienten virginal felicidad. Voy a
morir a picotazos de gorriones cansados de ver desaparecer a su especie.
He hablado con los míos: nadie sabe nada, nadie oyó
nada, nada putefracto huelen. No conocen el porqué ni
les interesa lo más mínimo. Nadie comenta nada, nadie,
por osado que sea, cree tener arrojo como para lanzarse
a desvelar el misterio de la ira de los caracoles. Nadie, mi
viejo amigo muerto, nadie... Ni un sólo hombre o mujer
aspira a despertar de este macabro y caprichoso ensueño.
Danzan los suicidas su danza suicida sobre cuerpos de humanos muertos y destripados. Quizá no esté hecho para
sobrevivir.
Algún día descubriré por qué se arrojan los perros
desde aquel puente de piedras arcillosas...
105
LOOR A LA MUERTE
nosoTros, ¿los morTales?
No es triste morir: es solamente el dedo del invierno reconociendo los cuerpos que se duermen. [...] Son extraños los
males que los hombres inventan y es tan simple la muerte
como el roce de un silencio cuando la luz se apaga.
ChanTal maillard
Poemas a mi muerte
M
uerte, ¿qué eres? ¿Qué es la Muerte? ¿Es un hecho,
un momento, un suceso, un instante…, un atónito
descuido o un acontecimiento? ¿Es el tamiz de la vida?
¿Una paralización de nuestra actividad, un tierno resbalón del yo que desmayado se enmudece, una violenta aniquilación, una inesperada violación, un lapsus temporal
o un poético «adiós»? ¿Un algo que ocurre en nosotros,
en las cosas naturales, que desde los organismos biológicos, como las personas o las ranas, hasta los conceptos u
objetos inertes, como son las rocas o el amor, abraza? ¿Es
quizá ajena a nosotros? ¿Los animales conocen a la señora
muerte? ¿Sabrán las máquinas, los androides, lo que es el
duelo humano? ¿El progreso biotecnológico nos salvará
de fallecer? ¿Es monstruosa o celestial? ¿Acaso somos en
la muerte? ¿Podemos experimentarla? ¿Somos hijos de lo
inmortal o lo sempiterno? ¿Hay Más Allá?¿Es un proceso
de homogeneización de la energía que poseemos por ser y
sólo por ser, pero no sólo nosotros, los mortales, sino «lo
absoluto», lo que está ahí? ¿Qué es, entonces, ser y no ser?
¿Qué significa yo y qué comprendo por «ser corpóreo»?
¿Qué es, entonces, morir? ¿Quién es la muerte? ¿Es, acaso,
una persona o bien un animal? ¿Y qué es la muerte?
109
Hará eones que nacieron las hermanas Vida y Muerte.
En la lejanía de los dos siglos anteriores a éste, quizá no
tan alejados como aparentan estar, surgió la ruina de «la
mala de las hermanas», la Muerte, como aquel algo que se
carcomía a sí mismo, como ese algo que no sólo enfermaba
por sí, sino que contagiaba a quien osara enfrentarse a él,
condenándolo a padecer de nihilismo o existencialismo.
Así lo explicó Louis-Vincent Thomas, quien sentenció
que «a partir de la segunda mitad del siglo XIX, comienza
una crisis de la muerte […]. La muerte, que carcome su
propio concepto, va entonces a carcomer a los otros conceptos, a socavar los puntos de apoyo del intelecto, a subvertir las verdades, a condenar a la conciencia al nihilismo.
Va a carcomer a la vida misma, a liberar y exasperar angustias a menudo privadas de protección. En este desastre
del pensamiento, en esta impotencia de la razón frente a
la muerte, la individualidad va a jugar sus últimas cartas:
tratará de conocer la muerte, no ya por la vía intelectual,
sino olfateándola como un animal a fin de penetrar en su
guarida; tratará de rechazarla recurriendo a las fuerzas
más brutales de la vida. Este enfrentamiento pánico, en
un clima de angustia, de neurosis, de nihilismo, aparecerá como una verdadera crisis de la individualidad ante la
muerte»1.
Mataba la vida, angustiaba a la propia angustia y
vestía al pensamiento con un lúgubre manto que impedía
creer en el ideal de felicidad y lo sumía a lo absurdo. En
tal catástrofe, se procuró conocerla, escucharla, investigar
—desde las ciencias en general; la medicina, la biología,
la etología, la religión, la cultura, la sociología, la literatura, la poesía, la filosofía, la metafísica, la antropología...—
lo que nos regalaba y lo que con simples gestos tenía que
mostrarnos; y no por la vida, sino por nosotros mismos.
[1] Louis-Vincent Thomas, Antropología de la muerte. México: Fondo de
Cultura Económica, 1983.
110
El poder pernicioso de la muerte, merecedor de páginas en la obra de Albert Camus, dibuja un tétrico paisaje
en el cual reinan, a partes iguales, el inseparable sentimiento de lo absurdo y las calamidades que conciernen al
hombre (como el suicidio). Lo absurdo, que es por cierto
irresoluble asesino de las apetencias por vivir, se origina
al no contemplarse uno mismo como parte del mundo que
le tocó vivir. «El hombre absurdo entrevé así un universo
ardiente y helado, transparente y limitado en el que nada
es posible pero donde todo está dado, y más allá del cual
sólo están el hundimiento y la nada»2. Y más allá del cual
sólo mora el óbito que a todo le concede fin.
¿Preguntarse por la muerte es, en realidad, absurdo?
Nadie muere para poder indagar en qué es morir. En mi
opinión, curiosear con la pregunta de la muerte puede parecer absurdo, por supuesto, ¡nadie sacará respuestas en
claro si no fallece! No obstante, tildarla de cuestión absurda es convertirla, aun sin pretenderlo, en el interrogante
por antonomasia, en el absurdo mas absurdo de todos los
absurdos, pues ¿qué otra cuestión denota tanto vacío racional, absurdo y sinsentido? Se aprecia cómo lo que es
considerado pregunta absurda es, al mismo tiempo, la
más insondable interrogación realizable. La majestuosidad de la muerte, dígase así, se afinca en el rodeo contemplativo de la presumible nada, en la evidencia de las
fronteras que marcan lo ignorado del conocimiento que
los humanos acaparamos.
La Muerte, la caducidad de lo vivo, retumba implacable en los hombres como un impasse filosófico, como ese
algo que no debe meditarse, pues tememos nosotros —inclusive, por desgracia— ver en ella una tragedia personal:
el algo que limita y condiciona, que atormenta y menoscaba la vida y la hace absurda. Friedrich Nietzsche anotó:
«La valentía y libertad del sentimiento ante un enemigo
[2] Albert Camus, El mito de Sísifo. Madrid: Alianza, 1995.
111
poderoso, ante un infortunio sublime, ante un problema
que causa espanto —ese estado victorioso es el que el artista escoge, el que él glorifica. Ante la tragedia lo que
hay de guerrero en nuestra alma celebra sus saturnales;
quien está habituado al sufrimiento, quien va buscando
el sufrimiento, el hombre heroico, ensalza con la tragedia
su existencia, —únicamente a él le ofrece el artista trágico
la bebida de esa crueldad dulcísima»3. Es materia capital
de la filosofía trágica nietzscheana: el enfrentamiento al
destino como acto heroico del guerrero, reminiscencia del
hombre griego. Encararse al fatal destino, que es la muerte, titán invencible, es sinónimo de fortaleza por aceptar
la naturaleza de la existencia oscura y decrépita, mortal.
Y quien tenga el hábito de sufrir llegará a ser un héroe
trágico, celebrará sus saturnales. Una vida de dolor, un
pesimismo trágico nada baladí.
El hombre, al sobrevolar el tiempo, descubre que es
un ser extraño destinado a morir y que en él hay un principio transformador que le acompaña en el proyecto vital
al que llamamos yo, y en su reformarse hace gala de su ser
más individual. El morir humano, por ende, es una incógnita. Conformidad parecen confesar las palabras de Vladimir Jankélévitch cuando escribe qué es la muerte: «Lo
vivo se derrumba, desaparece, no es ya sino un cadáver.
El problema de dejar de ser queda en sí como el más profundo misterio. Es impensable y es, en este sentido, escandaloso»4. La muerte, ese escándalo que encaja en nuestro
ser a la perfección.
Con todo, el conocimiento atesorado sobre la muerte
y el morir es la razón por la que los humanos somos seres
introspectivos desde la óptica filosófica. Si no viviéramos,
no la temeríamos, es obvio. Si no fuéramos un ser que es, si
[3] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza, 2002.
[4] Vladimir Jankélévitch, Pensar la muerte. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004.
112
no tuviéramos consciencia de que somos, no sufriríamos el
peso atronador de la muerte. La meditan los sabios como
un misterioso portón de colosales dimensiones cuyo cruzar, fatigoso para algunos y breve para otros, nos conduce
a la inmortalidad; además, la describen con actitud esperanzadora, motivando iluminadas muescas de hilaridad
cuando se habla del terror a morir. Se describe como una
«experiencia» que se inicia y no caduca, que no es consumada, como quien ciego nace y no aprecia la belleza en
un cuadro de Dalí, Picasso, Goya o van Gogh y nunca los
vería; o aquel cuya sordera le veda el paladear las obras de
Chopin, Mendelssohn, Mozart o Bach y jamás los oiría: la
muerte nos priva de un conocimiento que debiéramos, de
hecho, en profundidad conocer.
Ahora bien, ¿se considera o no la muerte una experiencia en nuestros tiempos? Con normalidad lucimos negación, pavor e impotencia ante la muerte con inaudita
claridad, pues abandonamos lo específicamente nuestro.
De suyo, la muerte no es una experiencia. Recordemos a
Epicuro: «Cuando existimos nosotros la muerte no está
presente, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no existimos. Por tanto, la muerte no tiene nada que
ver ni con los vivos ni con los muertos, justamente porque
con aquellos no tiene nada que ver y éstos ya no existen»5.
Temer a la muerte es algo confuso, natural y en ocasiones
inevitable, mas no hay un porqué —dice él— por el que
debamos temerla. Visto que el hombre es mortal, como
mortal que es, al fallecer se fulminan las vivencias, así, si
no se es, la muerte no es nada pues nada se experimenta.
No cabe esperar mal alguno si se suprimen las experiencias: nada se experimenta; nunca nos tropezaremos, cara
a cara, con nuestra muerte porque mientras existimos no
hay muerte para nosotros y, al morir, no somos como para
vivirla. ¿Cómo podría mi muerte suponerme un mal si, al
[5] Epicuro, Epístola de Epicuro a Meneceo. Madrid: Cátedra, 2012.
113
estar muerto, no tendría la capacidad de vivirla? Epicuro
persigue mitigar, en la medida de lo posible, sino hasta
desraizar, el terror infundido por la muerte.
Débil mortal, no te asuste
Mi oscuridad ni mi nombre;
En mi seno encuentra el hombre
Un término a su pesar.
Yo compasiva le ofrezco
Lejos del mundo un asilo,
Donde a mi sombra tranquilo
Para siempre duerma en paz6.
La poesía que compuso el escritor romántico José de
Espronceda en El diablo mundo brilla por la natural sintonía que le ofrenda la muerte. Ésta, pareciera magnánima,
brinda descanso al hombre que en su sombra se cobije. Así
aspira a sosegar el miedo a la muerte: pesaroso el hombre
ha de abrazarse a ella y valiente encarar el nuevo asilo
para finalmente dormir sereno y en paz. Un horror, según
Immanuel Kant, que no se sitúa próximo a la muerte y sí
al estar muerto: «El temor a la muerte, natural a todos los
hombres, incluso a los más desgraciados o al más sabio,
no es, pues, un pavor de morir, sino, como dice Montaigne justamente, de la idea de estar muerto»7. Imaginarnos
muertos, siendo cadáveres, engendra pánico justamente
por des-aparecer de entre lo que, de hecho, existe.
La muerte es el destino ineluctable de los seres vivientes: la innegable posibilidad que imposibilita al hombre según Martin Heidegger, la innegable imposibilidad de toda
posibilidad según Emmanuel Lévinas. Cuando la muerte
aparece en escena, no se puede: el poder se incapacita, se
[6] José de Espronceda, Obras completas. Madrid: Atlas, 1954.
[7] Immanuel Kant, Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza,
1991.
114
pulveriza el dinamismo y se apodera del ser. El pensador
francés la denominaría el «acontecimiento» cuyo dueño y
señor no sería el ser, pues se nos escapa y no nos pertenece. Esto es, aquello por lo que «el sujeto ya no es dueño del
acontecimiento»8, de ese algo.
En suma, la muerte es lo propio del hombre, lo específicamente nuestro, lo intrínseca e íntimamente humano.
La muerte es el don más preciado de nuestra naturaleza,
así la historió J. R. R. Tolkien en su perenne, mirífica y
fantasiosa literatura. «Uno y el mismo es este don de la
libertad concedido a los hijos de los Hombres: que sólo
estén vivos en el mundo un breve lapso, y que no estén
atados a él, y que partan pronto; a dónde, los Elfos no lo
saben. Mientras que los Elfos permanecerán en el mundo
hasta el fin de los días, y su amor por la Tierra y por todo
es así más singular y profundo, y más desconsolado a medida que los años se alargan. Porque los Elfos no mueren
hasta que no muere el mundo, a no ser que los maten o
los consuma la pena»9. Realzó la mortalidad como el obsequio que Ilúvatar les legó a los Hombres. A los Elfos se
les concedió otro don: la inmortalidad. Sin embargo, esa
ofrenda desaparecía al sufrir una herida mortal, razón por
la cual procuraban no librar guerras pese a ser magníficos
guerreros, o morir de tristeza al albergar su corazón una
profunda melancolía. Para Tolkien, el hermoso don de la
inmortalidad se malograba si el dolor era vitalicio.
A nuestro pesar, ser la muerte un don no es motivo
de consuelo. Con independencia de la personalidad que
se posea, siempre habrá resquemor por morir, es inexcusable. Reparar en esa realidad, la cual se nos presenta en
todo momento como inesquivable, no resta valía a la vida;
más bien procuramos aceptarla y tomarla como el máximo acicate de nuestra existencia. Chantal Maillard, poeta
[8] Emmanuel Lévinas, El tiempo y el otro. Barcelona: Paidós, 1993.
[9] J. R. R. Tolkien, El Silmarillion. Barcelona: Minotauro, 2002.
115
de diáfana elegancia, sitúa a la muerte en su centro más
íntimo, como una herida azucarada que proporciona el
sentido existencial del que, en ocasiones, carecemos:
Su presencia le otorga a mi vida el sentido.
No concibo, sin ella,
ni el frescor de la aurora, ni la espléndida
compostura del gato al estirarse,
ni el oquedal umbroso o esa inmensa
pulsión que me convida
al goce de la lluvia. No concibo
el deseo que astutamente infiltra
el dolor en las venas, al cumplirse.
La dicha es la canción de cuna
que sus labios exhalan mientras los va cerrando.
Mi centro es una herida dulce
y su nombre es mi muerte10.
Mas bien nos resignamos. No obstante, huelga decir
que al hombre le cuesta morir, claro está: le importa desaparecer, es un vivaracho animal inconformista. «Sería más
fácil morir si de uno no quedara absolutamente nada, ni un
recuerdo en otra persona, ni un nombre, ni una última voluntad, ni siquiera un cadáver»11, creía Elias Canetti. Sería
un simple silencio, un des-aparecer; se moriría así como
se nace, sin ser alguien.
En la Grecia de los orígenes del filosofar (occidental),
se denominaba al hombre como el «mortal». Se decía que
sólo nosotros, los mortales, conocíamos la muerte en el reino
animal, pues atesorábamos el conocimiento de la mortalidad que otros seres no poseían. Entonces, la muerte se contemplaba con la mesura que ahora escasea. No obstante, a
[10] Chantal Maillard, Poemas a mi muerte. Madrid: La Palma, 2005.
[11] Elias Canetti, El libro contra la muerte. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2017.
116
pesar de meditarse con detenimiento, la muerte siempre
ha sido complicada de describir. Así, emprendiendo la
escarpada aventura de definir el morir, recuerdo las palabras del difunto profesor Jorge Vicente Arregui —a quien
debo el título de este subcapítulo—, pues alimentó esta
noble labor al afirmar que «morir es reintegrarse al ciclo
siempre nuevo de la naturaleza, consumar la esencia intrínsecamente perecedera del ser humano, realizar nuestra más íntima naturaleza»12.
oPaCidad animal
¿Por qué, entonces, el hombre heredó el morir? ¿Por qué
alcanza la grandiosidad de la muerte su escalón más prominente en el hombre, y tanto más cuanto más célebre es
su fallecer, y no en el fenecer animal? ¿Acaso el fenecimiento del animal no es misterioso y no rocía grandeza?
¿Acaso los animales no son cautelosos y oscuros? ¿Por qué
destacamos sobre los otros terrícolas que entre nosotros
moran? Si no conocemos la muerte humana con seguridad, si faltan piezas del puzzle que montamos en la oscuridad, menos todavía del fenecer animal.
Heidegger trazó la diferencia entre morir y fenecer,
entre el hombre (Dasein) y el animal. «Al terminar del viviente lo hemos llamado fenecer. En la medida en que el
Dasein también “tiene” su muerte fisiológica, vital, aunque
no ónticamente aislada, sino codeterminada por su modo
originario de ser, y en la medida en que el Dasein también
puede terminar sin que propiamente muera, y que, por
otra parte, como Dasein no perece pura y simplemente,
nosotros designaremos a este fenómeno intermedio con el
[12] Jorge V. Arregui, El horror de morir. El valor de la muerte en la vida
humana. Barcelona: Tibidabo, 1992.
117
término dejar de vivir [Ableben]. En cambio reservamos el
término morir para la manera de ser en la que el Dasein está
vuelto hacia su muerte. Según esto, debe decirse: el Dasein
nunca fenece»13. El filósofo de Meßkirch separó al hombre,
al Dasein, de los demás seres vivientes, como los búhos o
las plantas, que únicamente fenecen.
¡Quién sabe si es el hombre el único ser que se posee y se fascina de su existencia! Arthur Schopenhauer
escribió con arrojo que, «con excepción del hombre, ningún ser se asombra de su propia existencia»14. Aun así,
¿cómo osar tenerlo verdaderamente seguro? ¿Alguien ha
sido alguna vez murciélago para saber qué siente y qué
es ser murciélago? ¿Sabe si se asombra o no de su existir? Thomas Nagel, que avistó el problema de excluir el
carácter subjetivo, propio de cada cual, de la experiencia
en relación al problema mente-cuerpo y al eterno dilema
de la consciencia, se pronunció al respecto: «Cómo sería
para mí comportarme como un murciélago. Pero ésa no es
la cuestión. Deseo saber qué se siente para un murciélago
ser murciélago»15. El saber real en torno al animal es una
válvula atascada.
Esas criaturas sencillamente se apagan y cesan, congelan sus funciones vitales, pues en su simple morir, en
su simple des-aparecer, sólo mueren; eso y nada más.
Siempre me ha enternecido la muerte de un elefante. No
aparenta ser una muerte individual como la de cualquier
otro ser viviente, ¡no!, casi al contrario: es algo análogo a
la muerte social humana. La familia se inquieta y merodea en torno al moribundo o al finalmente fenecido —y
al tratarse del vástago cuanto más dolor siente la hembra
[13] Martin Heidegger, Ser y tiempo. Madrid: Trotta, 2016.
[14] Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.
Madrid: Trotta, 2005.
[15] Thomas Nagel, Ensayos sobre la vida humana. México: Fondo de
Cultura Económica, 2000.
118
que lo dio a luz—, resisten días y semanas ante lo fatal,
ante un cadáver. Prueban a levantarlo, lo miman, le colocan alimento en su boca; pero nada. Luego, se relacionan
con su recuerdo, marchan de la zona largo tiempo y regresan, acarician su cráneo como si el recuerdo viviera en sus
memorias. Sólo queda un cuerpo casi putrefacto, gélido
y algo devorado por insectos y carroñeros hambrientos.
¡Siempre me fascinará la privilegiada memoria de los elefantes! Como poetizaba Walt Whitman: «me dan claras
pruebas de que los poseen»16.
¿Por qué, por lo pronto, al hombre no «lo poseen»? Al
respecto, y prosiguiendo la ruptura hombre-animal desde
el plano individuo-especie, pues la segunda ruptura es el
origen de la primera; Edgar Morin comentó que «la consciencia humana de la muerte no sólo supone consciencia
de lo que era inconsciente en el animal, sino también una
ruptura en la relación individuo-especie, una promoción
de la individualidad con respecto a la especie, y una decadencia de la especie con respecto a la individualidad. [...]
la vida animal no implica tanto una verdadera ignorancia de la muerte, [...] como una adaptación a la misma, es
decir, adaptación a la especie. Queda fuera de toda duda
que el animal, aun ignorante de la muerte, “conoce” una
muerte»17.
El animal no es tan profundamente ciego al fenómeno muerte: es evidente que cierta muerte o, mejor escrito,
cierto presentir el peligro de muerte conocen. No obstante, no posee consciencia o idea de qué es morir o en qué
consiste la mortalidad. Así, parafraseando a Whitman,
el animal da claras pruebas de que posee duelo y de que
goza de cierto grado de lucha interior, mas de ahí a garantizar un conocimiento profundo es sumergirse en aguas
abisales.
[16] Walt Whitman, Hojas de hierba. Madrid: Alianza, 2017.
[17] Edgar Morin, El hombre y la muerte. Barcelona: Kairós, 1974.
119
La consciencia tanática es un regalo de la mente humana, no de la animal. «El animal vive y deja vivir, pero
no puede decir soy. Soy mortal y soy persona guardan
una relación sistémica. [...] sólo la persona puede decir soy
mortal»18, sostenía Leonardo Polo. Muerte y mortalidad
son invisibles y secretas para éste y, válidas sean mis humildes palabras, en ese detalle reside la mayor disonancia
hombre-animal. En el animal sólo hay cabida para la vida,
sólo vive y, en consecuencia, llega su hora únicamente se
limita a morir. En el humano no sólo hay vida, no sólo se
limita a vivir. Desde que el individuo posee uso de razón
vislumbra en el horizonte la muerte y con ella se relaciona:
asume su propio fallecer futuro y resuenan las palabras de
Polo: «Soy mortal».
Sin embargo, si ningún humano responde con plenitud, firme y certero en su contestación —y yo siquiera me
acerco—, sobre si sabe acerca de la muerte y el ser mortal,
todavía menos lo hará un animal. A la muerte de la mortalidad una delicada desemejanza las separa: la primera más
bien nos parecería algo extrínseco, algo que nos sucede desde fuera —Lévinas, precisamente, resaltó que algo de asesinato tiene la muerte por atacar desde fuera—, como consumación de la existencia; la segunda, en cambio, es nuestra
condición natural, consustancial a lo vivo, y parecería que
surge desde dentro del ser. El humano siempre titubea.
Respeto a esas criaturas sin maldad e inocentes, admiro a los animales, pero la quebradura del muro que nos enlaza y emparenta con fuerza no derrumba lo evidente: los
animales no «gozan» de una consciencia de la muerte y la
mortalidad, pero ¿acaso el humano sí? El animal, aun dotado de cierto conocimiento, no conoce la muerte y su propia
mortalidad. No obstante, está de más anunciar que los animales siempre vivirán como si en su naturaleza estuviera
[18] Leonardo Polo, Quién es el hombre. Un espíritu en el tiempo. Madrid:
Rialp, 2007.
120
escrita a fuego la palabra inmortalidad. Hay mundo todavía
por aprender...
Empero el morir humano es lo equivalente a finalizar
nuestro proyecto vital más íntimo, por lo que perdemos
más que los no humanos. Mark Rowlands exteriorizó con
perspicuidad cómo la muerte para el hombre es especial;
el futurizar nuestra vida, el otear más allá —y el Más Allá,
permítaseme el inciso— del mero presente, nos convierte
en los seres del sufrimiento par excellence: «Lo que se pierde al morir es un factor que depende de la inversión que
se haya hecho en la vida. Y como los seres humanos tienen
un concepto de futuro, y por tanto pueden controlar, organizar y encaminar su comportamiento actual en torno
al concepto de cómo les gustaría que fuese su futuro, efectúan una mayor inversión en su vida que otros animales.
En consecuencia, los seres humanos pierden más cuando
mueren que otros animales. Morir es peor para un ser humano que para cualquier otro animal. A la inversa, la vida
de un ser humano es más importante que la de cualquier
otro animal. Ésta no es más que otra faceta de la superioridad humana: perdemos más cuando morimos»19. En el
presente mira el hombre hacia el pasado y el futuro.
Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar20.
Versificaba Antonio Machado en Proverbios y cantares
cómo el hombre, el caminante, va edificándose conforme
el tiempo le permite y según camina y avanza, fabricando su futuro porque es capaz de contemplar el pasado y
pensar el mañana. Así, la muerte es para el ser humano no
[19] Mark Rowlands, El filósofo y el lobo. Barcelona: Seix Barral, 2009.
[20] Antonio Machado, Poesías completas. Madrid: Espasa-Calpe, 1989.
121
únicamente el fin de la vida, sino además es el confín de
su proyecto vital, de su biografía; es la pérdida de su ser.
Conoce más de la muerte que cualquier otro ser viviente
y, sin necesidad de ver fallecer en ese preciso momento a
alguien, sabe que la muerte le acompaña en su historia.
El hombre posee, por así decir, una malnutrida sensación que nos guía a sentenciar, ligada a la insatisfactoria
y nimia meditación sobre la muerte, que existe un proceso introspectivo cuyo noble propósito consiste en «hacer
rodar» a lo que, por sí, es —y será, no lo cuestiono— incognoscible. Ilusorios por siempre serán los escritos sobre
fenomenología de la muerte. Si bien adivinaremos cómo
no morir, cómo ser inmortales, será impenetrable el saber
cómo es la muerte, cómo es en un ámbito subjetivo y experiencial el morir, nuestro fallecer. El hombre es oscuro, el
animal opaco.
TaBú fúneBre
¿Quién sabe dónde reside lo grandioso de la muerte humana? ¿En el tiempo quizá? ¿En la consciencia del sí mismo, del yo, o en su reminiscencia? ¿En su vida y en la del
otro? ¿En su proyectarse por lo desconocido? ¿En la libertad? Pero ¿qué significa, entonces, tener consciencia de la
muerte? ¿Qué sería poseer la muerte? ¿Cómo poseo lo que
jamás por mí experimentaré? ¿Cómo rozo lo intangible, lo
invisible, lo que se nos escapa?
La muerte es un gigantesco batacazo que nos propina la vida, un regalo de los otros y de la autoconsciencia
intelectual, es un saber que nos embauca, un castigo por
pretender ser los amos y señores de la vida, un mal no
tan cruel (¿o sí?) con el cual se nos obsequia; la maldición
que nos lega el otro. José Ortega y Gasset llegó a enunciar
que «la muerte es, por lo pronto, la soledad que queda de
122
una compañía que hubo; como si dijéramos: de un fuego,
la ceniza»21. Por lo pronto, porque en la actualidad se silencia, es tabú, lo cual dificulta más la labor de dilucidar
la muerte y saca a relucir su carácter enigmático a raíz del
legado del otro.
Ignoramos qué es la muerte; el desconocer este enigma
es justamente la esencia del hombre y su porqué lo custodia el sigilo. ¡Quizá nos aterre monstruosamente desvelar qué es la muerte! ¡Quizá, por ser un latente problema
que rompe nuestros esquemas vitales, nos horrorice tanto
como para acallarla y repudiarla! Blaise Pascal lo ojeó con
precisión: «Los hombres, al no haber podido remediar la
muerte, la miseria, la ignorancia, se han puesto de acuerdo, para ser felices, en no pensar en ello»22. Así es, a buen
seguro tememos a la muerte. Descubrimos ese terror, ante
todo, cuando amamos verdaderamente, pues sentimos (y
lloramos) que la muerte nos robará aquello a lo que con
fuerza le deseamos inmortalidad.
Si bien algo de esa oscuridad, de ese desconocer,
nos deslumbra y genera la admiración, conforme a los
escritos de Platón, en el Teeteto, sabemos que Sócrates le
confesó a Simmias la escabrosa ocupación de la filosofía:
los que de verdad filosofan se ejercitan en morir. Así se
percibía el pensar y, en consecuencia, la filosofía, como
el «discurso que el alma tiene consigo misma sobre las
cosas que somete a consideración»23 y tomó a la meditatio
mortis como «modo de vida» de la existencia del hombre,
del vivir filosófico, porque se valoraba a la muerte como
un bien, pues consigo albergaba la liberación del alma y
de los mundanos males. El filósofo no debía temer morir,
sino anticiparse a su muerte, aprender a enfrentarla. El filósofo debía ejercitarse en morir. ¡Había una meditación
[21] José Ortega y Gasset, En torno a Galileo. Madrid: Espasa-Calpe, 1965.
[22] Blaise Pascal, Pensamientos. Madrid: Alianza, 1996.
[23] Platón, Diálogos V. Madrid: Gredos, 1988.
123
de la muerte que ahora se enmudece por temor, por tabú!
Pierde vigor su carácter enigmático y no buscan los humanos desenmascararlo, sino acomodarse en un pedestal del
que caerán sorprendidos. Ansío prestar oídos a quienes
consideren que sí y curiosear con ellos mis más íntimas
inquietudes.
En los aledaños de la meditatio mortis se ubica el comentario de Jankélévitch: «Los filósofos no siempre han
pecado por exceso de despreocupación. Una especie de
substancialismo ingenuamente realista les inclina a buscar
la muerte en las profundidades de la vida, de la misma
manera, por ejemplo, que los artistas macabros de la Edad
Media imaginaban el esqueleto detrás de la apariencia
carnal, el rostro gesticulante de la muerte detrás de los radiantes rostros de la vida y el rictus sardónico del difunto
tras la sonrisa de la juventud. ¿La muerte está encerrada
en el interior de la vida como ese horroroso cráneo dentro del rostro del que es la osamenta?»24. La historia de la
muerte, testiga del alocado yugo estelar y protagonizada
por filósofos, vuelca su vorágine en la vida, encerrando
la esperanza de sonsacarle verdades sobre las codiciadas
preguntas del comienzo de este capítulo, porque si bien
pensar la muerte es imposible —antes se piensa sobre la
muerte—, no lo es pensar la vida. «La furtiva muerte no está
encerrada en la vida como el contenido en un continente,
la joya en un cofre o el veneno en el frasco. ¡No! La vida
está a la vez investida y penetrada por la muerte, envuelta
por ella de cabo a rabo, empapada e impregnada por ella.
El que el ser hable únicamente del ser y la vida de la vida
es debido únicamente a una lectura superficial y demasiado literal. La vida nos habla de la muerte, no habla de
otra cosa más que de la muerte. Es más: de cualquier cosa
de que se trate, al menos en un sentido se está tratando
de la muerte; hablar de cualquier cosa, por ejemplo de la
[24] Vladimir Jankélévitch, La muerte. Valencia: Pre-Textos, 2002.
124
esperanza, significa hablar obligatoriamente de la muerte;
hablar del dolor es hablar, sin nombrarla, de la muerte;
filosofar sobre el tiempo es, mediante el rodeo de la temporalidad y sin llamar a la muerte por su nombre, filosofar
sobre la muerte; meditar sobre la apariencia, que es una
mezcla de ser y de no-ser, es implícitamente meditar sobre
la muerte...»25. Oírla en cada rincón, siempre vigilante de
tu ser, en las entrañas de cada cosa; hablar sobre la vida
y sentir su sacudida, hablar sobre la felicidad y sentir sus
acechantes ojos traspasar la piel, hablar acerca de la familia y lamentar cuando atacó sin prisas, hablar de problemas personales, existenciales o económicos y mirarla
como solución... La muerte, egoísta hija de Narciso, abraza lo viviente y lo carcome ad nauseam.
En la Antigüedad colocaban el mundo de los muertos en una índole inferior y lo encontrábamos a nuestros
pies, pero precisamente porque es desconocido aquello
nos infunde terror. ¡No lo vemos vivos! Si detuviéramos
el tiempo lo suficiente como para reflexionar sobre por
qué nos aterra, sin duda descubriríamos respuestas que,
más bien, anhelaríamos esquivar. ¿Por qué tememos a la
muerte? ¿Es por puro desconocimiento, por simplemente
eso? Quiero decir, desde tiempos inmemoriables el desconocer mismo ha atemorizado al ser humano y, desde
los orígenes del hombre, la muerte ha sido ese gran muro
infranqueable y obturado sin el cual no podíamos contemplar nuestra vida, ha conformado un sinfín de hipótesis al
respecto, pero eran eso: hipótesis o historias.
En la Grecia y Roma clásicas, sírvanme como ejemplo, el hombre concibió hermosos mitos, leyendas, fábulas
e historias que procuraban arrojar luz al fosco enigma de
la vida y la muerte. Con pluma poética, reseña Maillard la
metáfora griega de las Moiras, las tres divinidades cuyo
deber consistía en regalar evanescencia a los hombres, y
[25] Ibíd.
125
cómo la primera, «Cloto, la hilandera, lo hila en su huso;
la segunda Láquesis, el destino, mide su longitud, y la
tercera, Átropo, la inflexible, lo corta con sus tijeras. Las
Parcas, nombre latino de las Moiras, son hijas de la diosa
Necesidad, a la que los dioses, incluido el propio Zeus, están sometidos»26. El morir del ser, como yo, como existente
individual, particular, no como conjunto, era tan delicado
como el gesto de acercar el pulgar al índice sujetando unas
tijeras. Perder la identidad era preocupación capital.
Narraban también las anécdotas la única travesía de
los hombres que abandonaban el mundo de los vivos para
valientes viajar al mundo de los muertos, a un reino inferior, asentado en el subsuelo: el Inframundo, un mundo
de ultratumba gobernado por Hades —Plutón en la mitología latina—, el gran señor de los muertos que hacía
sombra al vasallo Caronte. En aquel lugar, Hades daba
cabida al colosal conjunto de seres (no) vivos y los acogía hospitalario. Relataban esas leyendas cómo al dormir
eternamente espectros errantes embarcaban en una solitaria travesía por el río y lamentaban, echada la mirada
atrás, su imposible regreso. Entonces, aquel barquero que
óbolos cobraba atravesaba las míticas aguas para acercar
al «moribundo» al principio de su particular «infierno».
En los dominios de Hades nuestro ser adopta una forma
espectral; hay recuerdos, ¡sí los hay!, porque sin recuerdos
nos desposeemos cuando no hasta muere nuestra identidad, hasta muere nuestra muerte. ¿Sería la muerte del alma
el final de la vida humana o nos aguarda algo más?
Aspiraron a «solucionar», como si de anestesia se tratara, la vida del hombre, la gozosa vida en la polis griega;
mas aquel que naciera persona sabía, de algún modo, que
en su peculiar futuro estaba la barca y el barquero del río
Aqueronte.
[26] Chantal Maillard, Contra el arte y otras imposturas. Valencia: PreTextos, 2009.
126
¡He ahí las ilustres tradiciones, vivas en las obras clásicas, de inhumar a los cuerpos con un óbolo en la boca!
Curiosas, morbosas, originales y extrañas son las ceremonias mortuorias humanas. Dejaban descansar el cadáver,
el gélido cuerpo desalmado, en el mundo de los vivos.
Nada terrenal cargábamos entonces; nada valioso portamos hoy con nosotros en la acogida de la muerte. Nos
abandonan seres amados con los que jamás coexistiremos
y atrás dejan sus pertenencias preciadas, deseos o sueños,
ideas y aspiraciones.
Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdemos27.
Idónea y maravillosamente lo poetizó el poeta del
prerrenacimiento Jorge Manrique. Resta valor a todo
cuanto nos rodea, pues a la hora de nuestro íntimo morir,
nada ni nadie se conserva. La muerte nos traiciona y roba
las más bellas posesiones. No obstante, la muerte no nos
arroja, a nosotros, los humanos, al abandono de la imperdonable soledad, a la rejuvenecida nada.
¡Tantas incertidumbres, tantas sospechas! ¡Tanto por
saber! Lo que sí sé seguro es que el morir será el eterno
enigma del hombre y que en un futuro no tan lejano la
muerte conquistará de nuevo el trono que le corresponde
y que ahora ocupa el destierro. Bernard N. Schumacher
escribió sin rodeos que, «aunque se habla mucho en el
marco de la bioética y la ética médica, la sociología, la historia y la literatura, en el alba del tercer milenio la muerte
[27] Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre. Madrid: Castalia,
1983.
127
es tema tabú»28. En nuestro presente, debemos contentarnos con escribir libros sobre la muerte, la mortalidad y,
por qué no, la inmortalidad, pues «con el fin de proteger
la felicidad, el hombre occidental contemporáneo se las
ha ingeniado para dejar de pensar sobre la muerte y, más
particularmente, sobre su propia muerte»29. La muerte no
existe, ya no, se la ha silenciado martillazo a martillazo.
Porque estos herbazales ahora (les) aterran u ofenden la
muerte es tabú y, en honor a Pascal, debe ser silenciada
como la ignorancia o la miseria: un asunto oscuro que oscurecer todavía más. Se aspira a torear la muerte, mas si
ésta pervive, dígase la verdad, es gracias al amparo, entre
otras hermosas disciplinas, de la tradición filosófica.
Charles Baudelaire armonizó la muerte como lamento, mal prohibido que consuela malherido, con el valor de
vivir encarando un morir oscuro. Si bien es meta de toda
existencia, es, además, esperanza mareante que acompaña
hermanada al ser. Las flores del mal son un apasionado ejemplo del fúnebre canto de la vida que es el óbito:
La Muerte, ay, nos consuela y nos hace vivir;
es meta de la vida y es esperanza exclusiva
que, como un elixir, nos eleva y embriaga,
dándonos el valor de llegar a la noche30.
¡Que perviva, entonces, el espectáculo del crepúsculo
de la muerte, que en este aciago mundo somos el corpúsculo de un celestial engranaje!
Su estudio no se debe sino continuar desde la filosofía y la antropología, las avezadas a ello, y preparar(se)
un lugar cómodo, quizá en un sillón con vistas al mar, al
[28] Bernard N. Schumacher, Muerte y mortalidad en la filosofía contemporánea. Barcelona: Herder, 2018.
[29] Ibíd.
[30] Charles Baudelaire, Las flores del mal. Madrid: Akal, 2003.
128
monte o al jardín, desde donde leer críticamente el más
mínimo aforismo tanatológico que nos asombre e ilumine
tanto como para animarnos a perpetuar el pensamiento
incandescente sobre el morir y la muerte.
arS ViVeNDi
El ser humano, como premio por su condición, ha procurado consolarse con «una vida» en el Más Allá tras el
morir, más allá de su muerte. Se codea con el ideal de inmortalidad, con el sueño prometido de la vida eterna que
las religiones han excitado y, de hecho, prosiguen prendiéndolo. No obstante, eso no deja de ser exiguo, pues
pese a sus hercúleas embestidas por esperanzar la vida de
los mortales, el morir seguirá siendo desconocido, como
desconocida será la hora de nuestra muerte, siquiera un
condenado a pena capital sabe del instante exacto: morirá
horas antes de su ejecución causa de una gripe española,
según el ejemplo de Jean-Paul Sartre, pues «lo propio de
la muerte es que puede siempre sorprender antes del término para aquellos que la esperan para tal o cual fecha»31.
¿O no?
El Más Allá mismo es una incógnita, pura especulación, un derrotero escatológico más. ¿Qué hay tras la
muerte? Nadie jamás responderá la pregunta. ¿El resto?
«Cuestión de fe». El hombre muere, mas en él no hay
muerte, otro algo en ese él descuidamos: un resucitar, un
recuerdo, un nuevo cuerpo, un legado, un renacer, una
descendencia, un enamorarse. Más cauteloso resultaría
promulgar la inmortalidad de la vida terrenal, como ser
corpóreo, que afianzar el conocimiento del andamiaje que
sostiene al morir y a la muerte.
[31] Jean-Paul Sartre, El ser y la nada. Buenos Aires: Losada, 2017.
129
La única seguridad en torno al fallecer humano es que
no podemos ser-en-la-muerte (vale decir, ser siendo seres
muertos) si somos-en-la-vida (ser siendo seres vivos). Sí
podemos, a pesar de ello, una vez postrados a la eternidad,
en sentido coloquial, estar-en-la-vida: la migaja del ser que,
debilitado por su propia mortalidad y habiendo fallecido,
pervive en los demás.
Los otros nos obsequian vida con y en sus recuerdos.
¡Esa sería nuestra (única) salvaguardia! ¡En el recuerdo
arde la mortalidad y de sus cenizas nace la «inmortalidad» en la que creo ciegamente! Si no podemos ser porque
morimos, al menos, nos premiamos con estar si desaparecemos. Cuando menos los recuerdos mueven al difunto.
Los vivos mueven, metafóricamente, al fallecido; debemos
dar movimiento para fabricar su «existir» del modo más
tenue y abstracto.
Recordó Canetti, maestro literato de la vida en el
recuerdo, que «demasiado poco se ha pensado sobre lo
que realmente queda vivo de los muertos, disperso en los
demás [...] Los amigos de un hombre muerto se reúnen
determinados días y hablan sólo sobre él. Lo matan todavía más si únicamente dicen cosas buenas de él. Más les
valdría discutir, ponerse a favor o en contra de él, revelar
picardías secretas suyas; mientras puedan decirse cosas
sorprendentes sobre él, cambiará y no estará muerto. [...]
Para que el muerto, a su manera más tenue, siga viviendo, hay que darle movimiento»32.
Por lo común, la muerte es una noción que se posterga en el tiempo. El ser alcanza a vislumbrar el ideal de
inmortalidad como rememoración, como recuerdo, de un
yo que sobrevive y se transciende en el tiempo. El deseo
de Canetti es cristalino y la misma meta deseó Hannah
Arendt; se aferró a la idea (o al ideal) de recuerdo que
auxilia a la inmortalidad: «La tarea y potencial grandeza
[32] Canetti, El libro contra la muerte, op. cit.
130
de los mortales radica en su habilidad en producir cosas
—trabajo, actos y palabras— que merezcan ser, y al menos
en cierto grado lo sean, imperecederas con el fin de que,
a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar
en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos
mismos. Por su capacidad en realizar actos inmortales, por
su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a
pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza “divina”»33.
Se debe hacer perdurar su obra, su historia, sus vivencias en aquellos que sin morir duermen con él. Una
prístina, hermosa e impecable supervivencia al alcance de
la persona, ¡una mágica filosofía por y para la vida! Salvamos a los otros en el recuerdo, ¡es ahí donde les privilegiamos con movimiento! El recuerdo como la bella guisa
de inmortalidad donde el difunto sobre-vive en la muerte,
como el hermoso fatum del fallecido de continuar estando,
nutrido por quienes alzan la mirada hacia su futuro.
¡Pero morir es viajar,
morir es trascender;
y tú estás trascendiendo
—recordarte sería acompañarte—,
en las noches de estrellas,
en las auroras puras,
en las altas puestas de sol,
vivo tú, vivo tú, vivo y ardiente,
sobre la pobre paz de nuestro seco olvido!34
Poetizaba, así, el onubense Juan Ramón Jiménez, en
Belleza, sobre lo que de inmortal habita en el recuerdo. A
pesar de ser mortales, ¡cosa que todavía nos sorprende!,
se sigue soñando en cuánto más prolongaríamos nuestra
[33] Hannah Arendt, La condición humana. Buenos Aires: Paidós, 2009.
[34] Juan Ramón Jiménez, Selección de poemas. Madrid: Castalia, 1987.
131
historia. En el fondo, siempre respondemos con un sí rotundo la pregunta sobre si compensa o no prorrogar el
duelo de guadañas hasta la eternidad. A pesar de lo ignorado, una gran multitud escoge la inmortalidad. Si fallecemos, al menos seamos imperecederos de algún modo.
El desconocimiento del Más Allá ha pervivido con
gran brío hasta la actualidad y más lo hará en el futuro en
consonancia con los postulados de las esperanzadoras y
puede que utópicas nuevas «religiones»: el transhumanismo y el posthumanismo. En ellas, el cuerpo no es sino un
envoltorio semisólido que moldear a nuestro antojo. Estas
nuevas rutas del hombre abrazan al respeto por la razón
y las ciencias, a la promesa de un progreso traducido en
prosperidad y a la estimación de la vida que vivimos en
sustitución del sobrenatural Más Allá. Sobre esta última
arenga, Antonio Diéguez anota oportunamente que «la
prolongación indefinida de la vida, la victoria final sobre
la muerte, la promesa definitiva de inmortalidad, eso es
toda la justificación que el transhumanismo necesita para
afianzarse y para constituirse en proyecto utópico. Es lo
que han prometido siempre, de una forma u otra, las grandes religiones, e incluso cualquier idea que haya querido
cambiar el mundo. [...] No hace falta buscar una improbable vida más allá de la muerte, como la que las religiones
anuncian, cuando podemos aspirar a no morir jamás. Una
aspiración que no es tan descabellada como parece, pues
se pueden aducir razones para sustentarla si acudimos a
la ciencia»35. ¡Qué ironía de la vida sería! Mortales fabricando inmortales.
Ambicionaremos, si al fin forjamos las llaves que nos
encadenan a la inmortalidad, un desenlace no tan peculiar
como el narrado en el mito griego de Eos y Titono. La diosa Eos, enamorada de Titono, un príncipe mortal, le rogó
[35] Antonio Diéguez, Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano. Barcelona: Herder, 2017.
132
a Zeus inmortalidad para su amado hombre. Sin embargo,
astuto y obsequioso, el rey del Olimpo escuchó las súplicas e inmortalidad únicamente le brindó. Con el pasar de
los años, Titono más viejo se hacía, pues envejecía al ritmo que lo hacen los humanos. Eos realizó el deseo que al
pie de la letra siguió Zeus hasta que en cigarra (o grillo,
según las historias) Titono se transformó, anhelante, eso
sí, de un último regalo: su muerte. ¡Mori! Envejecer fue el
grueso grillete del que no pudo zafarse. No es inmortalidad sinónimo de plenitud si no es acompañada de eterna
juventud.
La muerte siembra serios dilemas que no solucionaría la inmortalidad que el transhumanismo pregona, aun
cuando sea bello pensar en ello. Ni siquiera su servible
praxis conquistaría la cima de esta inconmensurable problemática. El volcado de mente, la modificación genética,
la clonación, la criogenización o la regeneración celular
son ejemplos con los que se desea guardar y resguardar la
existencia de la persona o lo que de ella queda sin (apenas)
rozar la muerte. En efecto, ¡estamos aterrorizados porque
no sabemos qué nos depara la muerte, qué hay tras ella!
Aspiramos a no morir jamás, a ser inmortales en esta vida
terrenal y corpórea, a buscar desesperadamente los avances en biotecnología justamente porque nada nos asegura
una existencia al fallecer.
El triunfo transhumanista en la lucha contra el envejecimiento sería problemático. Acertada es la observación
de Carlos Blanco Pérez sobre esto: «Vivir más representa
un valor ansiado por muchos, aunque la extensión de la
vida tiene poco sentido si supone también prolongar sus
injusticias, carencias y miserias, pues a lo que aspiramos
es a una vida plena, en la que cada individuo pueda desplegar sus posibilidades, conocidas o ignotas, y donde las
cadenas que aún atan a un número intolerable de personas
cedan progresivamente el testigo a una civilización de la libertad. Más vida, sí, pero de mejor calidad para el máximo
133
número de individuos, por lo que si no somos capaces de
perfeccionar realmente la vida y de incrementar el acceso a estos nuevos beneficios tecnológicos, un principio de
mínima y sensata prudencia nos obliga a abstenernos de
modificar la naturaleza humana»36.
En las vidas supraterrenales encontramos paraísos
como el Edén del Génesis, del Tanaj judío y de la Biblia cristiana, la Yanna del Corán musulmán, el Swarga (Suargá)
hindú, los celestiales Campos Elíseos de la mitología griega, el magnánimo «Salón de los caídos» o Valhalla (Valhöll
en nórdico antiguo), en la ciudad de Asgard, de la mitología nórdica, etcétera. «Mundos vivos» post morten repletos de placeres fantásticos que harían de la vida humana
la mejor de todas las posibles. ¿Cómo pudo el «arquitecto
minucioso» haber errado (calamitosamente) al crear este
mundo?
Nosotros, los dóciles mortales, podemos pensar universos todavía mejores de los ya pensados, pues el vivir
requiere un esfuerzo que a miles de millones se les presenta innecesario —yo desistí al poco tiempo—. Quiero
decir, ¿quién ambiciona estirar hasta el impensable límite
su vida como para codiciar ser inmortal? Hablo de deshumanizar al humano, lo humano, literalmente. Si pensamos
en la muerte como un algo que ocurre en el orden natural
de las cosas, no debemos desnaturalizarnos de esa forma
tan indigna, si se me permite la frase. Es cierto que también las enfermedades lo son y bien que nos enfrentamos
a ellas; sin embargo y sin rodeos, no podría actuar en contra de la muerte. Sí podría argumentar la evidencia de no
disponer de un organismo, y mucho menos de una moral
férrea, para la vida perenne: desearíamos y necesitaríamos, en efecto, fallecer. Confieso que no tomo por buena
la inmortalidad ni la preciso.
[36] Carlos Blanco, Más allá de la cultura y la religión. Madrid: Dykinson,
2016.
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¡La vida inmortal!, ¿cómo sería? Pensémosla: no cabe
duda que al hombre le urge situarse en la temporalidad
para entender la realidad; mas la muerte y la inmortalidad, eo ipso, son realidades que escapan al tiempo. La
muerte por encontrarse fuera de él y la inmortalidad por
de él olvidarse. A ésta última lo que más le perjudica es el
tiempo; bien sea porque no se recupera o porque pensar
en algo que tienda al infinito nos resulta agotador. Existir
es estar en el tiempo.
José Ferrater Mora desovilló la maraña sobre la hipotética idea de una existencia indefinida. La muerte configura terriblemente, la muerte agrede, limita y nos limita,
la muerte derrumba las esperanzas; pero la inmortalidad
desbroza el sentido íntimo y último de la vida humana.
En esa inmortalidad «habría siempre tiempo para llevar
a cabo cualquier proyecto, para desdecirse de cualquier
intento, hasta para borrar, con la acumulación de hechos
en el tiempo, lo que acabarían por ser las huellas levísimas, casi imperceptibles, del pasado. Los hechos de la
vida acabarían por no significar nada para ella. La vida
resultaría, pues, prácticamente irreversible y, por ello, carente de sentido —justamente porque podría tener todos
los sentidos que quisiere»37. A juzgar por las palabras del
pensador español, (mucho) sentido no otorgaría la inmortalidad.
¿Qué sería del yo y de su identidad? ¿Cómo sería la
noción del tiempo? ¿Y las etapas de la vida humana? Es
decir, ¿habría etapas de la vida como la niñez, la juventud,
la madurez o la vejez? ¿Continuaría el ciclo de la vida?
¿Cómo envejeceríamos entonces? ¿Habría un mejoramiento cognitivo? ¿Cómo sería acaso ese mejoramiento? ¿Sería
una mejora en lo biológico, pero no en lo mental? Y si no
lo hubiera, ¿cómo sería la vida inmortal? ¿Dónde quedaría la humanidad del humano?... Hay páginas, capítulos,
[37] José Ferrater Mora, El ser y la muerte. Barcelona: Planeta, 1979.
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libros y colecciones repletas de cuestiones similares; pero
sea quizá la pregunta más delicada, y a su vez débil, ésta:
¿me aburriría de vivir? O sea, ¿me agotaría tanto la vida
como para desear la muerte? Además, ¿qué proponen y
qué contestarían quienes mágicamente prodigan la inmortalidad? ¿Sólo hay cabida para la mente, para el alma?
¿Cómo y qué serían los paraísos que nos prometen? No
quieren ralentizar el reloj, sino hacer que las manecillas
tomen un rumbo inédito al corriente.
¿Sería conveniente repensar y modernizar la propaganda del Más Allá o de la inmortalidad? He ahí el confín
de la antropología filosófica: no tener rendija alguna por
la cual ver qué hay tras la muerte, qué nos sucede al fallecer o si habría futuro. Las personas no congelan el mundo
para meditar sobre el morir, la inmortalidad y sus consecuencias. Soñar con ser inmortales es corretear consagrándonos como dioses. El hastío, la agonía, mis propios pensamientos destructivos, por ejemplo, superan con creces
las ganas de existir para siempre. No obstante, hay quienes no se deciden: ¿morir o no morir? «¿Cómo podemos,
al mismo tiempo, no querer morir y no querer vivir para
siempre? Obviamente, si no muere vivirá para siempre y
la única manera de evitar vivir para siempre es morir»38,
pregunta Michael Hauskeller.
Al menos yo, y lo confieso con aplomo, desearía ignorar mi mortalidad, no cargar en mis hombros la pesantez
atronadora de la muerte, desconocer si mueren mis seres
más amados, no presenciar las muertes de los animales
que me acompañaron, no sentir a la muerte zurcida a mi
destino; como nacer ignorante de nacer, morir ignorante
de morir. La cruda realidad animal es así: existir sin conocer, en profundidad, muerte alguna. Sólo entonces vida y
muerte dulce nos regalaría la ignorancia.
[38] Michael Hauskeller, Better Humans? Understanding the Enhancement
Project. Durham: Acumen, 2013.
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arS morieNDi
Ingenio y desfigura hasta... ¿la sepultura? No, momentos
anteriores a ésta; hasta lo macabro que la única criatura
de costumbres al que le cuesta cambiar disfruta, porque
somos ese «dios» que ha escrito míticas gestas al son de la
lápida que duerme sobre el durmiente; el ser a cuyo ardor
por preservar las cenizas del incinerado lo llama inspiración; el ser que se emociona, se conmociona; el ser que
se dramatiza, se inquieta o se horroriza desmedidamente
ante una matanza; el ser que en otro ser crea y descubre el
desaparecer.
El hombre ingenioso reinventó la muerte, la embelleció, divisó un arte perdido y pocos eran los que rozaban
con la yema de los dedos su néctar. La concibió así de hermosa: oscura e iluminadora. La persona que tortura con
deliberación hasta el acantilado que conduce a la muerte,
el asesino talentoso y desalmado que adorna el cuerpo de
la víctima con la sangre de las hendiduras, es un salvaje
artista sin piedad, tan empático como un muñeco de esparto; un virtuoso inventor de pudor robado, apasionado
de su vesania, que según su ley ajusticia, mas es un artista
—y asumo cualquier desaprobación—. Estos renglones,
realmente y sin enredos, nombran como estrella del arte
al asesino y al verdugo, al torturador, pues se apodera de
estilos del arte que sólo una minoría alcanza y logra comprender. ¡Desde luego, es artista! Pues ¿por qué acusarle
de no pertenecer a esa selecta comunidad? ¿Por tildar de
inmoralmente macabras sus obras?
La gente, como con el pasar de los siglos se ha hecho, podrá innovar en cómo morir, pero la muerte en sí es
repetitiva; siempre es la misma, no varía, es inmutable y
cansina. Por eso, se resguardan los asesinos, los ilustres
criminales, en cómo matar, porque la muerte es siempre la
misma, en eso no hay mérito ni firma, pero en cómo morir
hay arte y genialidad.
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Si el cuerpo es lienzo, o eso se aclaró en la historia
humana, «arte» sería aquello que sobre «lienzo» se erija:
aquello que guarde cierta relación con un cuadro, una
escultura o una pieza musical, verbi gratia. ¿Es, entonces,
artista cualquier criminal? No, y no por ello a todo ser
aborrecible ha de vanagloriársele ni debemos ciertamente
aplaudir sus actos. Ser artista es ser explorador de perfecciones, siempre avizor de novedosas maneras de expresar
mediante un «lienzo» mundos poco transitados.
La tortura es ingenio y corrió a obrar arte. Largos milenios de historia invocan asiduamente maquiavélicos modos de proceder a dar tortura y muerte. Plutarco narraba
el sádico y bárbaro escafismo practicado por el Imperio
Persa, donde morir devorado por insectos que colocaban
sus huevos en el recto del condenado era un tormento
que, en ocasiones, persistía días; el toro de Falaris, una
hueca efigie de bronce ascendida de los mismísimos infiernos en la que, situada sobre una hoguera, metieron a
su creador hasta morir abrasado; la insigne crucifixión romana, el vergonzoso martirio de morir clavado; la gota
china que guiaba al sacrificado a la sumersión psicológica
hasta paralizar su corazón; el taburete sumergible, el empalamiento, la condena de los marineros: pasar por la quilla; el hombre de mimbre, la doncella de hierro, el nórdico
y bárbaro Águila de sangre, el desollamiento, la privación
de sueño o la popular y aclamada guillotina francesa que
en la plaza del pueblo a centenares de fisgones nauseabundos reunía... ¿Acaso cabe duda del talento y la imaginación del sádico? ¿Acaso no tropezamos con el arte de
cómo asesinar? ¿Acaso no hay genialidad en el matar? ¿Qué
debo, entonces, entender por «arte»? ¿Qué misión atesora
el arte?
No es mi intención dar respuesta a tales preguntas
en estos escritos. No obstante, diré del ser humano, eso sí,
que en la muerte serena, en la «buena muerte», encontramos quizá el arte mismo reconocido, el arte fúnebre que el
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mundo venera y agradece, el arte que nos rescata y salva
de las afiladas garras de la muerte.
Parece que el cerrar por siempre los ojos es símbolo de
repudio, sin embargo, valientes héroes obran en la umbría
como verdaderos artistas —¡artistas reconocidos!—, para
crear arte donde sólo habita la ceguera y la impresión. El
hombre muerto, así lo vemos, estaría des-figurado: la naturalidad, el proceso natural del muerto y de su descomposición, no nos es suficiente. El artista debe figurarlo, dotarlo
de forma y «vida», debe embellecerlo para acercarlo a su público. En estas artes pocos se nombrarían artistas, algunos
siquiera conseguirían acercarse al «lienzo».
La atención post-mortem, sirva de ejemplo, es un innovador nadar en lo atractivo del óbito; allí sitúo a las históricas tanatopraxia y tanatoestética. Desde las antiguas
culturas, como la sumeria o la egipcia, hasta la edad actual, como la practicada en algunas zonas orientales, el ser
humano ha labrado una «leyenda de bellezas», un imaginario donde la hazaña de la mano artística tiene gran
poder sobre el rechazo a la muerte, por así decir; procura
maquillar esa gélida bofetada. En este elenco de prácticas
algo tan sumamente siniestro como para dar escalofríos,
como es el encontrarse frente a un cadáver, es mudado
por la delicadeza en el cuidado del mismo.
Entretanto, sobrevienen las mismas sensaciones en
la fotografía. Ésta apresa enloquecedores corolarios de
muerte o sentimientos delicadamente congelados en una
imagen. Es una especialidad con cierta lejanía con respecto las anteriores: bien puede decirse de ella que es el ser
que captura el tiempo, el narrador testigo de una trágica
historia, de un preciso instante que inmortaliza la mortalidad.
La fotografía acoge y encoge a nuestros corazones
donde yacen y consumen los restos óseos y la sangre y
vísceras del herido sólo para que allá su espíritu permanezca enclaustrado en mis manos mientras lo observo,
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sólo por abrazar un recuerdo que esquiva a la muerte,
aunque aprese algo muerto, pues «todas las fotografías
son memento mori. Hacer una fotografía es participar de la
mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona
o cosa»39, decía Susan Sontag.
El arte, sólo el arte, es una connatural condición humana, como lo es el morir. El humano es un ser frágil e impotente ante la muerte y su propio fallecer. Así, el arte es un
velo con el que revestir las desgracias, una cortina que nos
protege de la oscuridad del sol, aquel parasol que guarda
luz en días nublados.
¡No difamen a los artistas de la honra, aplaudan lo que
somos capaces tan fácilmente de repudiar!
amor (in)morTal
¿Es el hombre bondadoso o malévolo por naturaleza? ¿Es
un lobo para el hombre (Homo homini lupus), como popularizó Thomas Hobbes rescatando la sentencia de Plauto?
¿Quizá es preferible pensar, como Jean-Jacques Rousseau,
que es bueno por naturaleza? ¿O lanzarse, con Sigmund
Freud, a que el hombre es constitutivamente bueno y
malo, y ambos necesarios?
El mundo juzga con su propio criterio y según su interés lo bueno y lo malo de la existencia, lo erróneo y lo
acertado; qué sea el mal o qué sea el bien irá referido siempre al otro. Los otros son la medida nuestra. Lo valioso, a la
par que fatídico, es palpar el peso muerto de la conservación no sólo en uno mismo, sino en los demás. Un elegante
efugio lo escribió Konrad Lorenz al expresar que «el hombre no es por naturaleza tan malo como afirma el Génesis.
Lo que pasa es que no es tan bueno como exige nuestra vida
[39] Susan Sontag, Sobre la fotografía. México: Alfaguara, 2006.
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social moderna»40, tan líquida para el amor —en el sentido
que dictó Zygmunt Bauman—.
El pervivir del yo se consagra, en suma, gracias al
esencial auxilio al indefenso, al socorro dado al prójimo;
a la réplica. Sea buena o mala la naturaleza humana, sea o
no animal, henos aquí triunfantes porque primero son los
otros y luego el individuo. Antes es el otro, pues después
está el yo. ¿Realmente es así? Entonces, ¿sea el hombre un
lobo hambriento, sea un santo desterrado, sea justo o despreciable, la tenue silueta dibujada en la pared siempre
tiende la mano al otro? La bondad o malignidad del hombre —eso opino— es siempre dependiente a nuestra naturaleza y a las eventualidades que nos transformen. Es decir, ¿valdría pensar que es una de las ineludibles llamadas
de la cerril Madre Tierra que implora preservar la especie,
a nuestra calamitosa comunidad humana? Cuesta ver así
al otro, como sí lo veo en la muerte.
¿Por qué aquellos que rechazan cuidar, aquellos
quienes desatienden al impedido, son sus gestos considerados «inhumanos»? ¿Por qué descubro en mí un atisbo
de obligación natural, un impulso limpio de amparar al
necesitado? ¿Por qué queremos, en ocasiones, preservar al
más odioso y repugnante ser, al ser cuyo destino fatal bien
podría aparecérsele ahora y librarnos del lastre que nos
estorba? ¿Por qué debemos depender del otro?
Socorrer al herido, por ejemplo, es un ímpetu humano al que respondemos ansiosos y necesitados, sin razón
aparente. Luego cuidar no es socorrer al impedido únicamente, sino salvaguardar lo que de persona vive en ese ser.
Este cuidado, el cuidado del otro, es innegable y a su vez
bello e incluso placentero, en ocasiones. ¿Por qué?
Leí libros sobre hombres, sobre reinos combatidos, sobre historias corrientes, sobre personas con hambre y sed,
[40] Konrad Lorenz, Sobre la agresión: el pretendido mal. México: Siglo
XXI, 2005.
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sobre enfermedades inventadas... Ahora aprecio la vida de
las personas fracturadas. Siento sus historias oprimidas.
La vida, para ciertas desdichadas criaturas, es una especie
de mala suerte desafiante, pues el gran dolor que el hombre padece como resultado de la muerte (ajena) procura
resistir a la separación, precisamente, del hombre ante
su mortalidad. Esta ruptura en lo más hondo de nuestro
afecto es siempre rompedora para los valientes que en pie
permanecen en el mundo. Occidentalmente hablando, el
hombre, en busca de la unión y la inmortalidad, ni tolera ni aplaude, por supuesto, ni comprende la muerte. Recuerdo los Diálogos de Platón...
El hombre es un santo diabólico, insinúa entre líneas
el discurso que Aristófanes le relata a Erixímaco. En el
Banquete de Platón aparece la historia sobre cómo Zeus
rompió en dos pedazos a los andróginos. La naturaleza
humana no fue antaño, y según el mito, semejante a la
nuestra de nuestros tiempos. Andrógino era, a la sazón,
un mismo ser dispuesto de lo masculino y lo femenino,
varón y mujer; pero arrogante y osado. Entonces, hastiados de sus malas conductas, «Zeus y los demás dioses
deliberaban sobre qué debían hacer con ellos y no encontraban solución. Porque, ni podían matarlos y exterminar
su linaje, fulminándolos con el rayo como a los gigantes,
pues entonces se les habrían esfumado también los honores y sacrificios que recibían de parte de los hombres,
ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes.
Tras pensarlo detenidamente dijo, al fin, Zeus: “Me parece que tengo el medio de cómo podrían seguir existiendo
los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles. Ahora mismo, dijo, los cortaré en dos
mitades a cada uno y de esta forma serán a la vez más
débiles y más útiles para nosotros por ser más numerosos.
Andarán rectos sobre dos piernas y si nos parece que todavía perduran en su insolencia y no quieren permanecer
tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré en dos mitades, de
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modo que caminarán dando saltos sobre una sola pierna”.
[…] Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con las manos y entrelazándose
unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza,
morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer
hacer nada separados unos de otros. Y cada vez que moría una de las mitades y quedaba la otra, la que quedaba
buscaba otra y se enlazaba con ella, ya se tropezara con
la mitad de una mujer entera, lo que ahora precisamente
llamamos mujer, ya con la de un hombre, y así seguían
muriendo»41.
En sintonía con la historia de Aristófanes, cabe sentenciar que no hay dolor más recio que el causado por la
división invencible del yo para con el otro, del yo para con
los demás y, al fin y al cabo, del yo para con su yo. Vivir
es convivir, es proyectar como la luz sobre la blanca pared una vida que es compartida, es dispersarse en el otro.
Cuando la muerte se produce, sólo el llanto nace desconsolado e impedirlo es símbolo de recomposición de esa
unidad perdida. ¡Por eso cuidamos, por eso protegemos
siempre al otro, por eso es tranquilizador el latir de su corazón! No buscamos la sensación de vacío existencial, angustia y ruptura que provoca la muerte o la soledad, sino
la unión de ese yo con mi yo. ¡Por amor al otro!
El amor, un león
que come corazón.
¡Saltad, reíd; que aún no hay
manto que enlute este reír!
... ¡Ya moriréis de amor, ¡ay!,
¡ay!, ya de amor haréis morir!42
[41] Platón, Diálogos III. Madrid: Gredos, 1988.
[42] Juan Ramón Jiménez, Segunda Antolojía poética (1898-1918). Madrid:
Espasa-Calpe, 1987.
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Una vez más, plasmo en estas hojas el ingenio del poeta andaluz Juan Ramón Jiménez en torno a la voraz y un
tanto oscura inocencia del amor, que no hace sino engañar, jugar, divertirse a costa nuestra, devorarnos y devorar nuestras esperanzas: nos convierte en bestias deseosas,
anhelantes de sed de gloria eterna, de inmortalidad, de
una vida alejada del manto umbrío de la muerte. Al final,
somos el heraldo de nuestro morir.
Por el otro conocemos la muerte, pues ¿cómo la conocería sino por las personas o los animales que nos rodean
(otros, al fin y al cabo)? Ese yo que nos conforma, ese otro
yo al que Lévinas ve como dirigiéndose y refiriéndose al
otro, contiene una belleza sin igual que se inicia al involucrar el rostro como prueba fehaciente de la existencia,
justamente, de ese otro. Muerte y amor sólo desde el otro
u otro yo los siento. «El amor al otro es la emoción por la
muerte del otro. Es mi forma de acoger al prójimo, y no
la angustia de la muerte que me espera, lo que constituye
la referencia a la muerte. Nos encontramos con la muerte
en el rostro de los demás»43, en el rostro del otro. Así, prosigue Lévinas, «el amor no es una posibilidad, no se debe
a nuestra iniciativa, es sin razón, nos invade y nos hiere
y, sin embargo, el yo sobrevive en él»44. Un bélico pulso
a la férrea ontología heideggeriana desde la presencia del
otro.
Así, un proceder más pulido y metafórico de sobrellevar la vida nuestra con la del otro sería, entre otros, el
acto de abrazar, la calidez de la caricia, el besar o, en una
sola palabra, amar. En sintonía con lo inmediato anterior,
la malagueña María Zambrano escribió que «la unidad
del amor consigue su eternidad y con ello se han disipado de una vez el horror del nacimiento y el horror de la
[43] Emmanuel Lévinas, Dios, la muerte y el tiempo. Madrid: Cátedra,
1994.
[44] Lévinas, El tiempo y el otro, op. cit.
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muerte, que junto con la injusticia son los elementos de la
pesadilla de la existencia»45.
Sea como fuere, el amor confiesa una compasión, nos
salva de morir y en él coexisten los enamorados, los buscadores de réplica. El amor es la más hermosa estratagema
para esquivar de soslayo la muerte y soportar nuestro sobrevivir en el mundo hostil. «Cuando uno se pasa al otro,
cuando uno es el otro, cuando uno ama olvidándose de
sí, mi muerte ya no existe. Quien ama no muere. El miedo
desaparece»46, ilumina Byung-Chul Han el problema del
amor. La muerte contornea al ser, lo rodea y acorrala, y
suerte tiene el ser de ser el otro el oasis que nos escolta ante
la letal amenaza de la muerte, de ser ese algo o alguien que
vela por el yo, su existencia y su individualidad.
El amor, arma voraz que campa al son de los delirios
humanos, es como el agua: se moldea y adopta bellas formas. Agapē es el amor incondicional, la búsqueda sincera
del Bien para lo amado; Philia es el cariño o la pura amistad fraternal; Storgē se refiere al amor que nace con naturalidad, como el de una buena madre hacia su vástago; y
Eros, dios del amor y la fertilidad en la mitología griega, es
el amor sexual o romántico. El amor es lo mejor que posee
el hombre: en y con él se conquista un nuevo universo,
unas experiencias antes desconocidas que son valiosas en
sí mismas. Omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori.
Por eso, la ausencia del otro aniquila lo único capaz
de unir los yo y hacerlos sentir la «eternidad» no como inmortalidad, sino, y así lo acuñó Boecio, como permanencia
rigurosamente real, como lo que está fuera del tiempo, como
«la posesión total y perfecta de una vida interminable. [...]
Todo ser que vive en el tiempo está de continuo yendo desde lo pasado a lo futuro, siendo incapaz de abarcar de una
[45] María Zambrano, La Confesión: Género literario. Madrid: Siruela,
2001.
[46] Byung-Chul Han, Muerte y alteridad. Barcelona: Herder, 2018.
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sola vez toda la duración de su existencia. No ha alcanzado aún el día de mañana, cuando ya ha perdido el día de
ayer. En vuestra vida actual sólo vivís el momento presente, rápido y fugaz»47. La vida es, entonces, la razón diferenciadora porque sólo los vivos aman y sólo a la muerte
le compete la destrucción irrevocable de la individualidad.
Se colorea el amor con mágicas tonalidades para que
las personas, los que aman y los amados con suerte, cristalicen el tiempo y lo eternicen. Gabriel Marcel lo escenificó
a la perfección al escribir que «amar a otro es decirle “tú
no morirás”»48; es desearle inmortalidad. En El misterio del
ser, el amante experimenta, vive, la muerte del otro, una
muerte en tercera persona como espectador (nada) privilegiado. El vivo vive en sus carnes la muerte que no debería vivir. Entonces y sólo entonces ya no me agrede tanto
de fuera como desde lo más abisal de mi corazón. En virtud de la muerte de lo amado, siento y vivo una sensación
íntima de muerte: mi yo se derrumba con el fallecer del
otro amado porque destruye el nosotros, y parte del yo se
resiente y siente la muerte enraizada en la vida, viviéndola, experimentándola.
La vida prosigue, florece y se marchita olvidándose
de todo ser viviente, sin nosotros, pues les somos indiferentes, desechables y reemplazables. Al fin y al cabo, no es
la Vida la que muere, sino el individuo —o la especie si se
origina una hecatombe—, el yo, cuya muerte no es catástrofe cósmica, ¿por qué debería serlo? ¿Por el poder que
le ha sido otorgado a la muerte? ¿Por poder alterar al otro
que no muere? Aunque para el hombre la muerte sea ese
siniestro cósmico, sea dicha la verdad, no lo es. El fallecer
de lo amado, la muerte del otro, me hiere y me conmueve,
me concierne y, por ende, ataña a mi identidad. La muerte
[47] Boecio, La consolación sobre la filosofía. Buenos Aires: Aguilar, 1955.
[48] Gabriel Marcel, Obras selectas de Gabriel Marcel I. Madrid: Biblioteca
de Autores Cristianos, 2002.
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altera al otro y obsequia al damnificado con un nuevo sentido de la existencia. El superviviente no experimenta la
muerte del difunto: son siempre otros los que fallecen y
es especialmente eso lo que origina angustia. Mas es un
naufragio galático si repensamos con crudeza las palabras
de Julián Marías, quien acertó al escribir cómo es sentida la angustia que transmite «la absoluta soledad de la
muerte, que tiene que morir cada cual sin compañía, y es
la raíz de la más honda desesperación al ver morir a una
persona que se quiere como propia. Ésta es la verdadera
impotencia, no el no poder salvar, sino no poder estar con
el que muere: es el abismo»49. La muerte de lo amado nos
transforma: esa ruptura propicia una nueva realización
del yo superviviente. El abismo es infranqueable; por mucho amor que derramemos, se muere en soledad, sin ser
inmortal y con la palabra «temor» entre los labios.
Si el amor es el embobamiento que impide un pensar despierto, avispado y diáfano que transforma nuestro mundo y lo emborrona, distrayendo a la muerte; la
muerte, entonces, es horror enloquecedor que carcome al
amor y nos recuerda el certero golpe que aplastará la felicidad como se aplasta una hormiga con el pulgar. Imagino, como poco, una de las razones por las que en Estudios
sobre el amor Ortega y Gasset escribió, encarnizadamente o
no, que «cuando hemos caído en ese estado de angostura
mental, de angina psíquica, que es el enamoramiento, estamos perdidos»50. Soy capaz de imaginarla porque nadie
desea vivir la muerte futura del ser amado, nadie desea
ver y sentir la agonía final de la persona amada.
Octavio Paz, vislumbró que «frente a la muerte hay
dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como
creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación
[49] Julián Marías, Miguel de Unamuno. Madrid: Espasa-Calpe, 1943.
[50] José Ortega y Gasset, Obras completas V. Madrid: Revista de Occidente, 1964.
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ante la nada o como nostalgia del limbo»51. Un talante, quizá fatalista, que escolta a la muerte a lo largo de la existencia y la arruina; y otra postura, algo fantasiosa, que admira compadecida la aberración oscura creadora de mundos.
Una actitud optimista que, a menudo, enferma del amor
que desdibuja la verdadera y fúnebre silueta de la Muerte.
Vedar la muerte es negar la vida.
¡Enamorémonos del amor! ¡Perdámonos, enfermemos
de amor y seamos de él rehenes! ¡Sea tan poderoso como la
muerte que una vez muerto lo amado siga el amor latente! Que la vil muerte vagabundee, desbarra y erre al ansiar
matar, porque el amor viste un titánico poder y mallas de
diamantes, mas no el fino hilo de cristal, frágil, que lía a la
vida con la muerte si las Moiras prestan sus tijeras. Un taciturno Machado anegó de amargura el papel:
Una noche de verano
—estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa—
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
—ni siquiera me miró—,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón.
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!52
[51] Octavio Paz, El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura
Económica, 1985.
[52] Machado, Poesías completas, op. cit.
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memeNto mori
La muerte y el recuerdo, el inamovible bastión del pasado y el imparable carruaje del futuro, el leal presente
que irrumpe en la memoria e inspira a la imaginación, la
añoranza de un ser amado... ¡Las inconmensurables catástrofes humanas! La muerte comprende ese abismarse,
ese dolor sumergido. La muerte es comprensiva: iguala
la totalidad, erradica toda desproporción. Sí, y la muerte
es compasiva además, por ello el hombre se refugia y se
silencia en el culto: nuestra salvación ante lo fatídico.
¿Cómo abrazar al difunto perdido, que no a su recuerdo? ¿Cómo aliviar la insipidez del tiempo que de los
vivos se apodera? ¿Cómo relacionarse con los recuerdos
tan desafiantes como inmarcesibles? ¿Cómo sellar la herida causada por la división, por la separación que desencadena la muerte, si forma una sutura o cicatriz que sanar
cada día, en cada despertar o en cada dormitar? Rendir
culto, tener presente al fallecido, es hacer vivir a su biografía. Pero ¿qué es la biografía del vivo y del muerto?
¿Regalamos con la biografía vida al fallecido?
Las personas gozamos de un morir que no sólo es biológico, porque el hombre «no muere»: es un ser biográfico.
En él hay algo inmortal, no desaparece sin más. Muere,
claro está, no porque su proyecto vital culmine y al final
se corone como completo, es decir, que no pueda dar más de
sí, pues siempre es capaz de más; sino porque su cuerpo
fracasa. El ser humano es, valga la palabra, sempiterno. Su
historia nunca debe agotarse.
Según ha venido comentándose, el ser humano es un
ser biográfico porque no finaliza sino corpóreamente. Sin
embargo, lo incorpóreo, ¿qué es? Y si es biografía, ¿qué es
y por qué es, por sí misma, sobrenatural y deslumbrante?
Jacinto Choza lo explica lúcidamente: «Lo que tiene que
darse en el sujeto humano para que, además de una vida
biológica, pueda hablarse de una vida biográfica, es lo que
149
se designa con el nombre de persona. [...] “ser suyo”, como
un ser que se posee, que surge y que en su propio surgir se mantiene y permanece cabe sí. [...] Biografía es una
acumulación de lo vivido, de otra manera, es el encauzamiento del vivir por un camino y una dirección inédita,
de un modo original y acumulable en el mismo ser del
sujeto. ¿Qué quiere decir original? Que es propio en cada
ser vivo»53. Alejada del factum biológico, la vida biográfica
que ampara el ser humano, dueño de ella, nos es dada por
nuestra condición de persona.
Sabría responder en escorzo la pregunta sobre qué
es la biografía e iría todavía más allá del aspecto. El gato,
sírvame de ejemplo, criatura carente de biografía por no
ser persona ni «ser suyo», sí goza de cierta historia, de una
curiosidad original que le es propia y si bien él, por su
naturaleza, no puede darse biografía, el hombre sí tiene
ese poder. El ser humano no sólo posee biografía, sino que
puede regalarla. Con esa casi divina licencia, dota de biografía al animal o, en el caso que nos ocupa, al fallecido.
Entonces, el poder que la biografía nos concede es, justamente, regalar biografía, inclusive a lo que per se no posee.
El gato atesoraría la biografía que le regaláramos, eso sí,
ignorante de poseerla. No sería ya un animal cualquiera:
sería ese histórico animal que un día nos acompañó en la
vida y sería en especial ese y no otro; sería sin más nuestro
gato: sus aires elegantes, sus gustos, sus maullidos, sus
lugares de siesta, sus colores y manchas en el pelaje... le
distinguiría entre miles de felinos.
Y así como el gato, el bebé que falleció sin nada, sin
«ser suyo», sin poseer nada original (en tanto que propio),
como proyecto de persona que fue desafortunadamente interrumpido: sin historia, sin relaciones, sin elecciones, sin
vivencias ni consciencia; pero sí con nombre, con padres
[53] Jacinto Choza, La supresión del pudor y otros ensayos. Pamplona:
EUNSA, 1980.
150
que lo amaban, con amigos en cuyas biografías estará y
vivo permanecerá en la memoria como el feliz y fugaz recuerdo de un hijo perdido. La biografía del fallecido, entonces, es amparada por la persona: un digno ademán del
vivo que protege la vida del difunto, recoge lo específicamente humano de él y le transfiere movimiento a su mismísimo e íntimo ser; un tributo al recuerdo que perdura en
la memoria de los despiertos, de los vivos. La biografía,
así pues, me gusta imaginarla como esa vida, como la salvaguardia, que tras el morir «nos aguarda», aunque sea
imposible vivirla.
Hermosa voz dio William Shakespeare a esa forma
de enlutar lo vivo y de hacerlo vivir en la memoria, pues
es, discusiones aparte, bella en sí; se inclina en silencio hacia lo eterno y procura no surcar los lagos del olvido. Así,
como el diario que una persona escribe día tras día, que
trabaja con el noble fin de recordar, las vivencias nos forjan
y nuestra obra nos pervive. En sus Sonetos, el dramaturgo
inglés escribió con tinta perenne una alabanza al recuerdo:
Tu regalo, tu cuaderno, está dentro de mi mente,
todo escrito con memoria imperecedera,
que quedará por encima de aquellas vacías páginas,
más allá de toda fecha, aún hasta la eternidad:
o, por lo menos, tanto como la mente y el corazón
tengan por naturaleza la facultad de subsistir;
hasta que al frágil olvido no ceda cada cual su parte
de ti, tu recuerdo nunca se podrá borrar54.
De esta venerable forma, aunque la eternidad de los
recuerdos, como tal, no sea real, Arregui pensó que «es
mejor un recuerdo capaz de iluminar toda una vida, que
la realidad de una vida en común insípida y aburrida, por
cuanto que el aburrimiento destroza eso que al menos el
[54] William Shakespeare, Poesía Completa. Barcelona: Ediciones 29, 1992.
151
recuerdo conserva»55. Por eso es hermosa la inmortalidad
élfica de Tolkien; una razón separa la ansiada eternidad
de la muerte: la abismal melancolía de la pérdida. El recuerdo, a menudo, no es suficiente: si los recuerdos ponen a salvo nuestra condición humana y el hombre vivo
le dona vida al fallecido, el culto a los muertos es como un
cántaro en el que reposan nuestras biografías; y cada gota
que cae dentro de ese cántaro es un nuevo movimiento al
difunto, un recuerdo inédito que amparar.
Son incontables los modos de dar culto a los muertos:
templos, capillas, criptas, catacumbas o simples monolitos
de piedra en honor al difunto conmemoran la desaparición
del desaparecido; festejos, reuniones, lecturas grupales sobre él; fotografías, escritos suyos, objetos que atesoraba...
¿En qué momento aquello que fue es venerado y cuál es el
significado real de esa veneración? Ignoramos (y creo firmemente que ignoraremos) el nacimiento exacto del culto
al cadáver, a aquello que fue: no tiene un origen definido
y no poseemos una única respuesta al respecto. Quizá ese
culto apareciera en el neolítico; no obstante, por insólito
que nos parezca, son muchas las razones que impiden cercar su eclosión, aunque no divisarlo en el horizonte.
Lo más aclamado emerge con la consciencia de la
vida y la muerte. El lugar de enterramiento, en la peculiar
«despedida» humana, es el camposanto donde enlazar y
ensalzar cuerpos y recuerdos de vidas que fueron. Individuales como la tumba de un familiar amado que cada año
se visita, comunales como los valles donde antaño acontecieron guerras o perdidos a su suerte: los muertos nómadas; recuerdos que han de ser honrados, reverenciándolos,
pues «el respeto que sentimos ante un muerto es afín al
que nos inspira un gran sufrimiento, y cada caso de muerte se nos presenta en cierta medida como una especie de
apoteosis o una canonización; por eso no contemplamos
[55] Arregui, El horror de morir, op. cit.
152
sin respeto ni siquiera el cadáver del hombre más insignificante y, por muy extraña que pueda sonar la observación
en este lugar, la guardia presenta armas ante cualquier cadáver»56, escribió apropiadamente Schopenhauer. Ningún
ser que fuera es ahora más o menos que otro sino igual a
ojos de la muerte. Justo, sentencia Ferrater Mora, «al morir
parece que se ejecuta el acto supremo de la existencia; los
diversos momentos del vivir se hacen entonces más comprensibles, de suerte que quedan como impregnados con
la claridad de un súbito mediodía. El respeto a la muerte, entendido como respeto a todo difunto, sea amigo o
enemigo, familiar o extraño, es primariamente el respeto
a esa peculiar nobleza que la vida cobra cuando ha sido
rematada. Por eso el conocido respeto al cadáver es algo
más que la piedad, y algo más también que el temor suscitado por la presencia de lo desconocido; es el respeto a la
misma vida que parece haber cumplido, quisiéralo o no,
su terrenal destino»57.
La sepultura es ese respeto que sentimos ante un
muerto; comenzó cuando los hombres del lejano pasado
se percataron de ese algo que nos arrebataba la vida y a
todos nos hacía iguales. Del adiós del que fallecía brotó el
duelo, la solemne «despedida», la conmemoración, el honor o respeto para con el fallecido; un ritual místico. ¿Quizá por no querer recordarlo en estado de descomposición?
¿Quizá por no quererlo ver siendo devorado por el resto
de animales? ¿O quizás por no querer asumir realmente
su muerte? Ritualizamos los enterramientos por ser personas, por la condición personal del que inhuma, pues el
difunto vive en la memoria del vivo, de quien permanece
despierto en la penumbra.
Ritualizando, depositamos la imborrable marca del
muerto en su pasear por la vida. Dejando huella de ello,
[56] Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, op. cit.
[57] Ferrater Mora, El ser y la muerte, op. cit.
153
la sepultura socorre a esa marca personal del ser, pues
amolda esporádicamente nuestros recuerdos en forma de
monumento. La tumba, así, es abrazada por ser la prístina referencia al recuerdo, lo subsistente de lo ausente que
subsiste; y si descuidamos o abandonamos ese recuerdo
des-aparece el muerto en el ocaso del yo propio. Philippe Ariès describió esa belleza de forma magistral: «Si la
tumba designaba el lugar necesariamente exacto del culto
funerario es porque también tenía por objeto transmitir a
las generaciones siguientes el recuerdo del difunto. De ahí
su nombre de monumentum, de memoria: la tumba es un
memorial»58. El rito funerario y la tumba alcanzan a hacer
presente lo no presente.
Si acaece el olvido, si nos despistamos del recuerdo,
su olvido es olvido propio, olvido de un trozo de nuestro
yo, olvido de un yo en concordia con el fallecido. Al no dar
culto, no ritualizar la muerte y la despedida, el muerto
aparece «sin nombre», se persona des-nombrado, sin recuerdos ni localización; el muerto «se pierde» en el zumo
de la nada. Como beber las aguas del río Lete (o Leteo),
querer adentrarse en el charco embarrado del olvido es,
con plena seguridad, una sandez.
Marías avisó sobre el irrisorio e histriónico esfuerzo
de olvidar la muerte, de ambicionar ocultarla bajo su sudario y esperanzarnos en que jamás se manifestará. Sin
necesidad de sufrir en vano: imposible es ignorarla, en el
fondo «todo el mundo está seguro de que morirá, pero
nadie puede estar seguro de que con la muerte terminará absolutamente su realidad. [...] el que olvida la muerte
sabe que la está olvidando, que la está dejando fuera, que
se está desentendiendo de ella, tapándose los ojos para no
verla»59, que está jugando con un fenómeno que todopoderoso arrolla y sobrepasa cruelmente. Por esa noble ra[58] Philippe Ariès, El hombre ante la muerte. Madrid: Taurus, 1983.
[59] Julián Marías, La felicidad humana. Madrid: Alianza, 1987.
154
zón, se refuerza la creencia de que con el culto, con la remembranza, con la tumba o con el legado se rebelan ante
el olvido los muertos que sus cuerpos «escondemos» para
en la memoria acomodarlos.
Revelado lo anterior, morir sin culto es ser desterrado
al sigiloso olvido, son, por así decir, las formas «no humanas» de hospedar a la muerte. Los animales no entierran
sabiendo, stricto sensu, qué y que entierran, siendo conscientes del «enterrar» mismo. Pero, ¿acaso enterramos nosotros sabiendo qué y que enterramos? El animal que «ritualiza» o entierra al fenecido no domina un conocimiento
pleno y puro del significado de la muerte, pero ¿está ese
codiciado conocimiento en el humano? El hombre, al menos, sí dispone de una determinada capacidad de elección
en torno al cómo ritualizar o simbolizar el morir.
El humano es el ser que entierra sabiendo qué entierra;
es, sin más, ese (mágico) ser que sabe de su mortalidad
y de la muerte de los otros que custodia el recuerdo. La
muerte es el impasse filosófico por antonomasia y la encomienda del filósofo es vivirla, desnudarla, agigantarla y,
lejos de ser abrazado por Ella, abrazarla.
Y en cuanto a ti, muerte, y a ti, amargo abrazo
mortal . . . . es inútil que trates de asustarme.
[...]
Y en cuanto a ti, cadáver, pienso que eres buen abono,
pero eso no me ofende,
[...]
Y en cuanto a ti, vida, pienso que eres el legado de
muchas muertes,
sin duda yo he muerto diez mil veces antes.
WalT WhiTman
Hojas de hierba
155
COLECCIONES Y TÍTULOS DE EDITORIAL THÉMATA
2019
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Ensayos y estudios sobre ciencias y técnicas, ciencias naturales, ciencias
sociales y ciencias humanas. Investigaciones personales y de equipo,
memorias y, en general, toda aportación que contribuya a un mejor
conocimiento y una mejor comprensión del cosmos y de la historia.
1. La recomposición de la crisma. Guía para sobrevivir a los grandes ideales.
saTur sangüesa
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encuentro de culturas. JaCinTo Choza y esTeBan PonCe-orTíz
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10. Heráclito: naturaleza y complejidad. gusTaVo fernández Pérez
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humanismo. rosario BeJarano CanTerla
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lingüísticas y de pensamiento. rosa muñoz luna
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19. Filosofía para Irene. JaCinTo Choza
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alonso Burgos
21. Filosofía del arte y la comunicación. Teoría del interfaz. JaCinTo Choza
22. El sujeto emocional. La función de las emociones en la vida humana.
franCisCo rodríguez Valls
23. Racionalidad política, virtudes públicas y diálogo intercultural. Jesús de
garay y Jaime araos (eds.)
24. Antropologías positivas y antropología filosófica. JaCinTo Choza
25. Clifford Geertz y el nacimiento de la antropología posmoderna. JaCoBo
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28. Manual de Antropología filosófica. JaCinTo Choza
29. Antropología de la sexualidad. JaCinTo Choza
30. Philosophie für Irene. JaCinTo Choza
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Zambrano. alfredo esTeVe
33. Sebreli, la Ilustración argentina. José manuel sánChez lóPez
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guTiérrez aguilar
35. Ulises, un arquetipo de la existencia humana. JaCinTo Choza y Pilar
Choza
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Choza
37. La supresión del pudor y otros ensayos. JaCinTo Choza
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39. Conciencia y afectividad (Aristóteles, Nietzsche, Freud). JaCinTo Choza
40. Los otros humanismos. JaCinTo Choza
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Investigaciones y estudios sobre temas concretos de una cultura o de
un conjunto de culturas. Investigaciones y estudios transculturales e
interculturales. Con atención preferente a las tres grandes religiones
mediterráneas, y a las áreas de América y Asia oriental.
1. Danza de Oriente y danza de Occidente. JaCinTo Choza y Jesús de garay
2. La escisión de las tres culturas. JaCinTo Choza y Jesús de garay
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8. La independencia de América. Primer centenario y segundo centenario.
JaCinTo Choza, Jesús fernández muñoz, anTonio de diego y Juan José
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teatro. Guiones y textos para creaciones musicales, visuales, escénicas
de diverso tipo, montajes, instalaciones y composiciones varias. Traducciones de textos literarios de los géneros mencionados.
1. La Danza de los árboles. JaCinTo Choza
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3. El linaje del precursor y otros relatos. franCisCo rodríguez Valls
4. Filosofía y cine 1: Ritos. alBerTo Ciria (ed.)
5. Cuentos completos. osCar Wilde. ediCión de franCisCo rodríguez Valls
6. Poemas del cielo y del suelo. franCisCo rodríguez Valls
7. II Certamen Literario Dos Hermanas Divertida. ayunTamienTo de dos
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ciencia y las humanidades. Obras anónimas de relevancia para una cultura o un periodo histórico. Clásicos del pasado y de la actualidad reciente.
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de Rousseau. reinhard lauTh
2. ¿Qué significa hoy ser abrahamita? reinhard lauTh
3. Metrópolis. Thea Von harBou
4. “He visto la verdad”. La filosofía de Dostoievski en una exposición
sistemática. reinhard lauTh
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8. Lecciones sobre la filosofía del espíritu subjetivo III. Fenomenología y
Psicología. g.W.f. hegel. ediCión de Juan José Padial y alBerTo Ciria
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4. Hombre y cultura. Estudios en homenaje a Jacinto Choza. franCisCo
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8. Platón y Aristóteles. Nuevas perspectivas de metafísica, ética y
epistemología. Jaime araos san marTin (ed.)
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Este libro se terminó de
imprimir el día 2 de noviembre
de 2019, festividad de los
Fieles Difuntos.