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Política y estética de la abyección: Una aproximación a partir de la imagen cinematográfica Antonio Rivera García UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID Skip other details (including permanent urls, DOI, citation information) Volume 10, 2016 DOI: http://dx.doi.org/10.3998/pc.12322227.0010.012 Las siguientes reflexiones sobre la imagen de la abyección aspiran a proporcionar algún criterio para enfrentarse al problema de cómo representar adecuadamente las vidas precarias y los estados miserables que despiertan un justo sentimiento de indignación. Se trata de evitar un uso de las imágenes de esos estados que pueda ser calificado de abyecto porque corrompa, desvíe, el primer deber que tenemos de rechazar –abyectar– tales estados que sólo pueden parecernos intolerables y dolorosos. No es fácil distinguir, sin embargo, entre el uso abyecto y el justo o adecuado de las imágenes que tienen como tema tales vidas o estados precarios. Sobre esta distinción debemos ser tan modestos como lo es Jean-Luc Nancy cuando, en su ensayo sobre la imagen violenta, señala que forma parte de las responsabilidades del realizador y del espectador diferenciar la violencia mala –la idólatra– de la buena o de la que respeta la particularidad de las cosas. Nancy (2007: 26) agrega que para ello se requiere de todo un arte que no puede estar dado a priori, reunido en un conjunto de reglas o leyes. Lo mismo sucede en esta distinción relacionada con la abyección. El presente artículo se centrará en el debate que sobre este tema ha tenido lugar fundamentalmente en el ámbito cinematográfico, aunque sus resultados se pueden extender a otros medios y disciplinas. Antes nos parece conveniente, en primer lugar, discutir la tesis de Marta C. Nussbaum contraria a hacer uso de la abyección dentro de un discurso moral, político y estético; y, en segundo lugar, explorar, a partir de las reflexiones psicoanalíticas y antropológicas de Kristeva y Blumenberg, la importancia que tiene este concepto para la constitución del sujeto. Después continuaremos con la crítica del arte abyecto realizada en el ámbito cinematográfico y finalizaremos con la propuesta pasoliniana de utilizar imágenes abyectas contra la abyección que impera en el mundo. 1. La filosofía práctica de Nussbaum: contra el uso público de la abyección o del sentimiento de repugnancia La filósofa Martha Nussbaum (2006: 107) sostiene que la repugnancia tiene que ver con el temor a incorporar en nuestro interior, en nuestro cuerpo, un elemento contaminante –lo abyecto, lo que se rechaza o arroja fuera de sí– que proviene de un objeto ofensivo. Se siente repugnancia o asco porque uno piensa que se volverá vil o contaminado por la ingestión o contacto con aquel objeto. ¿Y cuáles son los objetos que generan repugnancia? Son sobre todo los animales y productos derivados de los animales, aquellos que consideramos desechos o basura. Es decir, la repugnancia se centra en la descomposición y los desechos animales, en cadáveres y heces. Nussbaum (2006: 109) añade que a todo esto subyace la necesidad de establecer una clara frontera entre nuestra humanidad y nuestra condición animal, entre el ser humano y los animales. Si las lágrimas son la única secreción humana que no se considera repugnante, se debe a que sólo puede arrojarlas el hombre. La mayoría de las culturas, si no todas, vinculan la dignidad humana con la capacidad para lavarse y eliminar desechos. En las situaciones o espacios donde ello no es posible, como en los campos de concentración, en las prisiones, en las chabolas o en cualquier otro lugar donde habitan las vidas más precarias, juzgamos que se pretende reducir al hombre a la condición de mero animal. Y es entonces cuando se manifiesta enteramente nuestra condición vulnerable, el hecho de que somos un cuerpo físico destinado a la descomposición, a convertirse en desechos. Según Nussbaum, la repugnancia está relacionada en última instancia con el temor a ser mortales y corruptibles. La filósofa sigue aquí al psicoanalista E. Becker, quien señala que la excreción muestra al hombre su abyecta finitud, su frágil condición material. De ahí que nos produzca ansiedad la vulnerable condición que compartimos con el resto de animales, el hecho de que estemos destinados a la descomposición y a convertirnos en productos de desecho (Nussbaum 2006: 113). Este análisis de Nussbaum, asociado al deseo de no ser un animal, culmina en una regla ética: la oposición a todo uso social –jurídico, ético, estético, etc.– del sentimiento de la repugnancia. La filósofa alude, no obstante, a aquellos pensadores (Devlin, Kass, Miller, Kahan) para quienes este sentimiento está unido necesariamente a la condición humana y puede ser beneficioso. La repugnancia –admite Nussbaum– nace de nuestra penosa relación con la descomposición y la mortalidad, y nos obliga a preocuparnos por la higiene y a luchar contra la suciedad o contra elementos contaminantes y realmente peligrosos para la vida humana. Esto explica que haya sido muy útil en el pasado para aumentar nuestras posibilidades de autoconservación. En esta línea, William Miller mantiene, de acuerdo con Nobert Elias, que nuestro grado de civilización aumenta cuantas más cosas reconocemos como repugnantes y cuanto más nos preocupamos por la higiene y más intolerantes nos volvemos al fango, a la suciedad y a nuestros propios desechos corporales. Aseveración que Nussbaum (2006: 138-139) rebate enseguida con el ejemplo de que los antiguos romanos tenían una mayor preocupación por la higiene que, hasta hace muy poco, los británicos. La autora de Hidding from Humanity está preocupada sobre todo por el peligro de convertir en abyectos, en objetos repugnantes, a individuos y grupos sociales. Menciona, en concreto, el caso de mujeres, judíos y homosexuales varones. Advierte además que, a lo largo de la historia, se ha atribuido propiedades repugnantes a las personas situadas en la parte baja de la jerarquía social. Y, al revés, las personas que, como los mutilados o algunos enfermos, se asocian con una propiedad repugnante han sido clasificadas dentro de una jerarquía social inferior. Por tanto, como la repugnancia hacia el cuerpo y sus desechos se ha puesto con frecuencia al servicio de la conservación y legitimación de las jerarquías sociales, Nussbaum (2006: 120, 141) acaba declarando la conveniencia de tirar al cubo de la basura este sentimiento cuando se relaciona con cuestiones de índole práctica o social. La filósofa norteamericana es incluso contraria a asociar repugnancia con ira e indignación. Es decir, rechaza también la repugnancia moralizante, la que tendría que ver con el célebre artículo de Rivette De l’abjection, al cual nos referiremos más adelante. Sobre esta cuestión resulta convincente el argumento de que la repugnancia está más relacionada con el amor erótico que con la ira o la indignación (Nussbaum 2006: 123). Ciertamente, podemos sentirnos obligados a compartir la misma ira y resentimiento padecido por un amigo que ha sufrido un daño injusto, pero desde luego no tenemos la obligación de compartir la pasión erótica que siente nuestro amigo hacia una determinada persona. Basta cambiar el amor erótico por la repugnancia, para concluir que la abyección o el sentimiento de asco hacia algo no puede ser un argumento de peso para persuadir públicamente, para convencer a los demás, de la necesidad de rechazar el objeto abyecto. Acerca del “grito de repugnancia” que encontramos en el tercer movimiento de la Segunda Sinfonía de Mahler, Nussbaum comenta que este grito es contrario a la res publica porque el artista que escapa del mundo con repugnancia se convierte en realidad en un romántico antisocial. Tampoco considera constructivo el sentimiento de repugnancia hacia los racistas, terroristas y políticos corruptos, esto es, la idea de que sean rechazados como si fueran vómito o heces, porque de nada sirve tratar como basura a un grupo de ciudadanos que se ha caracterizado por su inmoralidad (Nussbaum 2006: 129). Por el contrario, esta actitud puede alumbrar una fantasía romántica de pureza social que acabe engendrando una peligrosa y agresiva xenofobia (Nussbaum 2006: 130). La repugnancia moralizante es, en realidad, un caso de aquella repugnancia proyectiva que consiste en atribuir propiedades repugnantes al Otro. Alcanza una especial gravedad cuando se proyectan tales propiedades sobre grupos sociales, esto es, cuando judíos, musulmanes, mujeres, homosexuales e individuos de clase baja o vida precaria, son “imaginados como manchados por la suciedad corporal”. Surgen entonces los discursos que postulan la conveniencia de apartarse de esa sucia y asquerosa humanidad (Nussbaum 2006: 131). Sirva de ejemplo, por no volver a citar la conocida higiene racial de los nazis (Esposito 2004: 183), el uso de la repugnancia por los hindúes para justificar la violencia ejercida en Gujarat, en marzo de 2002, contra los musulmanes, presentados en aquel momento como elementos extraños que ensuciaban el cuerpo de la nación (Nussbaum 2006: 138). Por lo demás, es de sobra conocido que repugnancia y xenofobia se mezclan a menudo en el trato dado a inmigrantes procedentes de países pobres o culturas diferentes. Martha C. Nussbaum (2006: 145) reconoce no obstante que es exagerado, y quizá poco atrayente, el programa de eliminación de la repugnancia que puede encontrarse en Walt Whitman. En muchas culturas, tanto del pasado como contemporáneas, lo repugnante y lo placentero se hallan entrelazados de modo tan complejo que una imagen tan higiénica del cuerpo humano, como la presentada por Whitman, puede ser rechazada por asexuada. Además es poco realista pedir a los seres humanos que, como desea el poeta, abracen sin temor ni repugnancia la descomposición y la breve finitud de nuestras vidas. Todo ello no impide que la filósofa rechace completamente el uso moral, jurídico y político de la repugnancia. Sostiene que una sociedad demuestra haber progresado moralmente cuando no mezcla el sentimiento de repugnancia con el peligro e indignación que generan las patologías sociales, y cuando fundamenta sus leyes y reglas sociales en peligros reales, y no en aquel sentimiento que está unido a nuestra mortalidad y condición animal (Nussbaum 2006: 140). La repugnancia es una mala guía para fines políticos y jurídicos porque resulta inherente a formas irracionales de comportamiento, porque puede ser utilizada para atacar a individuos y grupos especialmente vulnerables, y porque, finalmente, no sirve para combatir las verdaderas patologías sociales (Nussbaum 2006: 146). 2. Abyección y ambigüedad antropológica: la frontera entre la cultura humana y lo Otro La teoría de Nussbaum –un punto de vista republicano-liberal que parece bastante sensato y políticamente correcto– nos lleva a condenar todo uso público, sea ético, jurídico, político o estético, de la repugnancia que sentimos hacia objetos considerados abyectos. No cabe entonces apelar a la abyección en ningún discurso racional. Este sentimiento de repugnancia debe quedar extirpado de toda retórica, incluso de aquellos discursos que hacen uso de la indignación e ira. En contra de la posición de Martha Nussbaum, que nos parece bastante cercana al optimismo de la América joven de Walt Whitman, se intenta defender en este artículo el uso que hacen de la abyección algunos artistas y críticos de la imagen. Estos trabajan con la abyección para persuadirnos contra los estados de corrupción social, sin que dicha actitud contenga, como teme Nussbaum, una romántica, irrealizable y peligrosa fantasía de pureza social. Esta justificación exige detenernos brevemente en lo que se puede entender por abyección a partir de las obras de Kristeva y Blumenberg, pensadores que parecen muy alejados, pero que están unidos por su valoración positiva de la obra de Freud. Como ha señalado Kristeva (1989: 21) –y este punto de partida tampoco nos aleja de Nussbaum–, lo abyecto nos sitúa frente a esos arcaicos estados frágiles en donde el hombre se mueve en los territorios de lo animal. Es decir, nos conduce a los estadios primitivos o iniciales de la humanidad y del niño. Pues las sociedades primitivas delimitan con la abyección el espacio cultural humano y lo distinguen del amenazador mundo de la animalidad. Y el niño comienza con la abyección a separarse de la entidad materna, a diferenciar entre la realidad propia y la realidad ajena. Así que lo abyecto nos devuelve a esos estados arcaicos, en la frontera entre lo animal y lo humano, que vive la especie humana cuando se yergue y pasa de la selva a la sabana; o que experimenta el niño, antes de ser yo y dominar el lenguaje que le permite diferenciar entre sujeto y objeto, cuando empieza a distinguir entre sí mismo y lo Otro. Aquello por lo que sentimos repugnancia o asco constituye en el fondo una beneficiosa frontera, “un don repulsivo” –indica Kristeva (1989: 18)– que se desprende del Otro para que nos separemos y nos formemos como entidad diferenciada. La intensa sensación de displacer –la repugnancia, el asco o malestar físico– que genera lo abyecto sirve para distanciarnos de lo Otro, de lo animal, y constituirnos como seres humanos, o al niño para que se convierta en un sujeto distinto. Según Blumenberg, la autoconciencia y el reconocimiento de nuestro propio cuerpo están relacionados con la previa sensación de la otredad, de la amenazadora realidad situada fuera de nosotros mismos. Para esta experiencia que permite adquirir conciencia de lo otro –dice Blumenberg (2011: 560-561) basándose en Freud– resulta fundamental el displacer, el malestar, y no el placer. La antropogénesis es un proceso que conlleva la jerarquización de unos sentidos sobre otros: los sentidos de la distancia (vista y oído) acaban imponiéndose como superiores a los de la proximidad (tacto, gusto y olfato). Los primeros sentidos permiten establecer una distancia con respecto al objeto que es –explica Blumenberg (2011: 556), el filósofo de la actio per distans– una condición necesaria para obtener información moderada y valiosa. Como ya podemos leer en la antropología kantiana, cuanto más intensamente afectados estén los sentidos, tanto menos enseñan. Por este motivo, si la luz es muy intensa, no se ve nada y los objetos se vuelven indiferentes. De ahí que el encandilamiento se convierta en la metáfora más adecuada para expresar aquella intensa y sublime experiencia de la realidad absoluta que sólo puede ser accesible por medio del éxtasis. Los sentidos de la proximidad enseñan menos porque con ellos tenemos sensaciones más intensas que con la vista y el oído. El tacto, el gusto y el olfato son los sentidos de la sensibilidad fronteriza y los más relacionados con la abyección, ya que nos colocan en el límite entre sí mismo y lo otro (el-no-sí-mismo), y nos hacen sentir el punto –ambiguo, impersonal– donde empieza o termina nuestra corporeidad, donde choca el adentro y el afuera (Blumenberg 2011: 553), donde, en suma, los objetos se tornan indiferentes. Por eso, la vivencia de lo abyecto se parece a otra vivencia excesiva, la de lo sublime. En ambos casos, el objeto se disuelve: “cuando el cielo estrellado –escribe Kristeva (1989: 20) acerca de lo sublime–, el alta mar o algún vitral de rayos violetas me fascinan, entonces, más allá de las cosas [objetos] que veo, escucho o pienso, surgen, me envuelven, me arrancan y me barren un haz de sentidos, de colores, de palabras, de caricias, de roces, de aromas”. Estas vivencias –para decirlo ahora con las palabras de Blumenberg (2011: 560)– producen una nube de sensaciones, una “masa condensada de sensaciones” (Ernst Mach)[1], que nos retrotraen al estado arcaico anterior al aislamiento de la realidad propia, donde todavía no ha tenido lugar la distinción entre sujeto y objeto. De todos los sentidos, el del olfato es el que proporciona vivencias más fuertes y fronterizas. El asco suscitado por el hedor supone incluso una experiencia de mayor intensidad e intimidad que la sentida cuando el alimento pasa por la boca y la garganta. Esta intensidad explica que sea el sentido que menos información aporta, el más cercano a la impersonalidad anónima. En él –señala Blumenberg (2011: 553)– ha quedado incompleta la separación entre el espacio propio y el ajeno, entre el mundo interior y el medio ambiente. De acuerdo con el Freud de El malestar en la cultura, Blumenberg afirma que la antropogénesis está unida a la pérdida de importancia vital del olfato, lo cual sucede después de que el hombre adopta la posición erguida y la estimulación sexual se traslada desde los estímulos olfativos a los ópticos. Freud desarrolla en aquel libro su hipótesis de un fatal proceso cultural que va desde la primigenia desvalorización, tras la adopción de la posición vertical, de los estímulos olfativos hasta la fundación de la familia, con la cual atravesamos el umbral que conduce a la cultura humana. Lo más importante de este proceso para el tema de este artículo es que Freud vincula la pérdida de la sensibilidad olfativa con la separación ontogenética entre la realidad propia y la ajena. Con la proscripción crítica del olfato, con la exigencia de la limpieza cultural, con la purificación, con la entrada en un mundo des-odorizado, los intensos estímulos olfativos pasan a tener más que ver con lo desagradable, con lo que se quiere apartar de nosotros, que con lo agradable. Sólo si el olfato se relaciona más con el displacer que con el placer puede servir al objetivo de separarse de lo animal, de lo ajeno. Este es el significado cultural de abyectar, de alejar la fuente que causa asco. La intensa sensación de que algo exterior penetra por los orificios del cuerpo y lo envuelve completamente, aboliendo la distancia con los objetos que generan este malestar, esto es, la sensación de repugnancia, se relaciona predominantemente con los olores ocasionados por los otros. Blumenberg (2011: 557) escribe a este respecto que el olfato se convierte en el sentido del mundo pesimista porque para el hombre, una vez abandonado el estado de naturaleza donde imperan los instintos, siempre habrá –como señalaba Kant– más objetos que generen asco que objetos productores de sensaciones agradables. Seguidamente, el autor de Beschreibung des Menschen relaciona esta sensación de displacer con la conciencia de realidad. Para la experiencia placentera resulta indiferente la distinción entre la realidad y la ilusión o lo imaginario, mientras que cuando se experimenta displacer sí se percibe la existencia de una magnitud real –situada fuera de nosotros– que se resiste a ser dominada por el sujeto (Blumenberg 2011: 559). O para decirlo en los términos de Kristeva (1989: 19), la intensa sensación de repugnancia y de malestar origina una violenta rebelión contra el objeto abyecto, que sirve para delimitar un espacio, para recortar un territorio, que “puedo decir mío porque el Otro, habiéndome habitado como alter ego, me lo indica por medio de la repugnancia”. Quizá todo esto permita comprender por qué un film como Salò apelaba a la abyección, después de que el propio Pasolini (2001: 2979 ss.) considerara insuficiente la elitista vía emprendida con Teorema o Porcile, la de hacer exigentes productos culturales que no pudieran ser consumidos por las masas. El cineasta pretendía mostrar en Salò las representaciones más abyectas, lo que nadie podía consumir placenteramente sin perder su dignidad. Y ello con el objetivo de protestar contra el mundo consumista, contra un mundo levantado íntegramente sobre la promesa de una jouissance imposible e indiferente a categorías como verdad y falsedad, realidad e ilusión (Stavrakakis 2010: 269-270). El cineasta-poeta ofrecía un insoportable relato construido a partir de violentas imágenes abyectas (la violencia es un elemento siempre presente en la abyección), ante las que debíamos experimentar una sensación de malestar y vértigo similar a la proporcionada por los sentidos de la proximidad. Una sensación, la vivida al mirar el film, que debía llevar a rechazar –abyectar– el objeto representado –una metáfora de la corrompida sociedad de 1975– como se rechaza el hedor de los desechos. Pretendía con estas imágenes olfativas que el espectador sintiera –y no sólo comprendiera como en el cine más intelectual de finales de los sesenta– que el mundo consumista supone una realidad abyecta de la cual es necesario apartarse, alejarse. La obra de Kristeva es particularmente útil para nuestro análisis de la imagen de la abyección porque también ha pensado lo abyecto en relación con el plano social. Desde este punto de vista, la abyección no se refiere a la ausencia de limpieza o de salud, sino a una cosa que perturba una identidad, un sistema, un orden, dentro del cual es posible distinguir entre bien y mal, justo e injusto, vida y muerte, etc. La abyección social está así relacionada con lo ambiguo, lo mixto, con lo situado en la frontera que cuestiona nuestros juicios, nuestras discriminaciones. Si es cierto –comenta Kristeva (1989: 12)– que todo crimen es abyecto porque denuncia la fragilidad de la ley, lo es aún más el crimen relacionado con el disimulo, el rodeo, la ambigüedad, lo turbio, lo confuso, la hipocresía y la traición. A este respecto, la misma autora nos proporciona una violenta imagen sobre la cual no cabe ninguna duda de su abyección y, al mismo tiempo, de su adecuada plasmación del crimen más repugnante: la montaña de zapatos de niños que encontramos en el museo de Auschwitz. Aquí, lo abyecto reside en que la muerte se mezcla con aquello que está llamado “en mi universo viviente” a “salvarme de la muerte”, con la infancia, la ciencia, etc. Esta ambigüedad, el posicionarse en la frontera, ni dentro ni fuera, convierte lo abyecto en algo perverso. La perversión, que en el ámbito religioso también se llama sacrilegio, no consiste en abandonar una interdicción, una regla o una ley –se parte, en realidad, de la adhesión inquebrantable a la ley[2]–, sino más bien en corromperla, en desviarla, como sucede siempre que se mata en nombre de la vida, se pone la vida al servicio de la muerte, o se subordina el bien público al interés particular. La figura socializada de lo abyecto es entonces la corrupción. De ahí que un film sobre la perversión del poder como Salò, sobre un poder absoluto –y da igual que esté concentrado o difuso en multitud de sujetos e instituciones– que es anarquía o puro arbitrio y reduce las personas a cosas, utilice esta lógica perversa que sólo puede plasmarse en imágenes abyectas, en imágenes que se convierten a su vez en metáforas de un mundo abyecto. Por su parte, Kristeva (1989: 25), en el libro Poderes de la perversión (Pouvoir de l’horreur), se centra en el lado perverso de la literatura contemporánea, en las obras de Dostoievski, Proust, Kafka, Artaud, etc., los cuales, en lugar de cambiar o rechazar la religión, la moral o el derecho como harían socialistas y anarquistas decimonónicos, usan, deforman y se burlan de esas instituciones. Aunque se trata de una literatura que trabaja con lo abyecto, al mismo tiempo se distancia y trabaja contra lo abyecto. En las siguientes páginas mostraremos que algo parecido pretenden algunos significativos films producidos después de la II Guerra Mundial. 3. La crítica del arte (cinematográfico) abyecto en Rivette y Daney Los artículos de Jacques Rivette (“De l’abjection”, 1961) y Serge Daney (“Le travelling de Kapo”, 1992) en torno a la abyección en el arte cinematográfico podrían ser considerados, en principio, un ejemplo de esa utilización moralizante de la repugnancia que critica Nussbaum. En los citados artículos, el objeto abyecto del que debemos alejarnos es la propia obra de arte criticada, ante la cual experimentamos un sentimiento de repugnancia moral porque “hay cosas”, escribía Rivette en el fragmento más decisivo de su reseña, “que no deben abordarse si no es con cierto temor y temblor; la muerte es sin duda una de ellas, ¿y cómo no sentirse, en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor? Más valdría en cualquier caso plantearse la pregunta, e incluir de alguna manera este interrogante en lo que se filma [...]” (Rivette 2004: 39). Así que, como Nussbaum, también Rivette –y aquí demuestra ser un alumno aventajado de André Bazin y su montage interdit– vincula el tema de la abyección con el de la muerte, y, en el fondo, con cualquier situación que muestre la precariedad de nuestra existencia. El crítico y cineasta francés Jacques Rivette opone Nuit et brouillard de Alain Resnais, cuyo tratamiento cinematográfico del tema de los campos nunca cae en el voyeurismo y en la pornografía, al despreciable, repugnante, Kapo (1960) de Pontecorvo. Toda la abyección del film se concentra en el plano en que el personaje interpretado por Susan Strasberg se suicida lanzándose sobre la alambrada eléctrica: “El hombre”, comenta Rivette, “que decide, en ese momento, hacer un travelling adelante para reencuadrar el cadáver en contrapicado, tomando el cuidado de colocar exactamente la mano levantada en un ángulo de su encuadre final, ese hombre sólo merece el más profundo desprecio” (Rivette 2004: 38). No sólo es que, como popularizaba entonces Godard, la forma artística, un travelling, sea un asunto ético (“les travellings sont affaire de morale”), sino que la inmoral manipulación de hechos y afectos, la estetización de Pontecorvo, genera en el espectador juicioso un sentimiento de desprecio, de abyección. Repugnancia que se debe a que nos sitúa en el territorio, antes comentado, de la ambigüedad, de la mezcla sin conflicto, de cosas contrarias o incompatibles. En 1992, la muestra más evidente de abyección artística para Daney era el video-clip de la canción “We Are the World” que fundía, mezclaba, encadenaba imágenes de cantantes ricos con los hambrientos africanos. Los ricos ocupaban el lugar que sólo debía corresponder a seres humanos reducidos a la más terrible miseria, y terminaban reemplazándolos, borrándolos. Según Daney (1994: 37-38), el espectador de esas imágenes debería sentir, primero, indignación y repugnancia por contemplar imágenes tan abyectas, ambiguas o perversas, en las que los ricos robaban el protagonismo a los pobres; y después vergüenza por ser considerado un sujeto que debe ser seducido estéticamente para que pueda movilizarse contra la pobreza. Daney, en su revisión del tema del travelling de Kapo, subrayaba que estamos en ese film o en el video-clip, como por lo demás sucede siempre con los objetos abyectos que provocan repugnancia y deseo de alejarnos, ante una cuestión de distancia estética y moral; cuestión que los dos críticos franceses citados, a diferencia de Godard, no relacionaban directamente con la Verfremdung brechtiana. En el film anti-espectáculo Nuit et brouillard (1955), Resnais había establecido la distancia más adecuada entre el sujeto filmado, el director y el espectador. Por eso se trataba de un film justo y no podíamos sentir repugnancia ante este objeto artístico[3]. En cambio, el travelling de Kapo o el video-clip de los cantantes contra la pobreza eran inmorales porque situaban al cineasta y al espectador allí donde no habían estado, ni podían ni querían estar. Les obligaba de este modo a abandonar su situación real de espectador, la propia del tercero o del testigo, y a introducirse dentro del cuadro como si fueran también protagonistas (Daney 1994: 38). En realidad esto es lo que siempre ha hecho el cine de Hollywood, colocarnos dentro del cuadro. Ha fragmentado el espacio, los hechos, de acuerdo con la lógica de la narración para que cada plano coincida con los cambios de atención que experimentaríamos si estuviésemos presentes antes el hecho filmado. El cine de Hollywood, el cine institucional o comercial de cualquier país, nos sitúa dentro del cuadro, aspira a abolir la distancia entre los protagonistas y el espectador-testigo. Distancia (estética) que, de la forma más obscena, destruye Spielberg en la famosa escena de las duchas de Schindler’s List (1993). La fórmula de Godard, que un travelling sea una cuestión de moral, significa en el fondo que uno no debe situarse allí donde no puede estar, ni debe hablar en lugar de los otros. Por este motivo, Serge Daney (1994: 39) escribía al final de su artículo que, desde joven, adoptó el buen cine “pour qu’il m’apprenne à toucher inlassablement du regard à quelle distance de moi commence l’autre”. El buen cine no nos desplaza de nuestra posición de testigos, no acorta la distancia con la realidad o con el Otro. Sólo de esta manera podemos evitar la abyección que asedia a un espectador que es incapaz de discriminar, juzgar, separar o abyectar, y que se mantiene en esa placentera frontera entre la realidad y lo imaginario o ilusorio. Daney pone otro ejemplo de cómo rodar la muerte sin caer en la abyección, y que podría servir de criterio para filmar las situaciones más intolerables que padecen las vidas precarias: el asesinato de Miyagi, la esposa del protagonista de Ugetsu Monogatari (“Los cuentos de la luna pálida”, 1959), film realizado por Kenji Mizoguchi. El cineasta japonés nos ofrece esta muerte a través de una panorámica que es exactamente lo contrario del pretendidamente bello, estético, travelling de Kapo. La panorámica se corresponde con una mirada que aparenta no ver nada (“fait semblant de ne rien voir”), que preferiría no haber visto nada, y que muestra la muerte violenta sin ninguna ostentación, hasta el punto de que –comenta Daney (1994: 27)–, si el movimiento de la cámara no hubiera sido tan lento, no habríamos visto nada y el asesinato habría quedado fuera de campo. Pontecorvo no siente temor y temblor ante los campos de exterminio, no experimenta repugnancia ante ellos, y por esta razón es capaz de embellecer con un travelling de aproximación (travelling-avant) aquello de lo cual debemos alejarnos. Lo abyecto de la pornografía estética consiste en que el artista no siente repugnancia ante la descomposición, los desechos, los cadáveres, sino sólo indignación ideológica. En cambio, si la panorámica de Ugetsu Monogatari parece algo torpe y aturdida por la terrible realidad filmada, si da la impresión de falta de dominio formal, como sucede con los documentales que filman lo inesperado, se debe a que Mizoguchi sí tiene miedo de la guerra, y siente –escribe Daney (1994: 28)– ganas de vomitar y huir (“envie de vomir et de fuir”) ante el espectáculo de la guerra. La diferencia establecida por Serge Daney entre Pontecorvo y Mizoguchi se parece bastante a la que encuentra Julia Kristeva entre Sade y Proust. En la orgía sadiana desaparece lo abyecto porque su escritura, enmarcada dentro de una peculiar e impresionante filosofía, se caracteriza por ser pautada (réglée), retórica y regular. Para esa escritura racional y optimista, todo es –como también expone Roland Barthes (1971)– nombrable, no hay nada exorbitante, impensable, heterogéneo, nada que abyectar. Sin embargo, para Proust, como para Mizoguchi, se trata de escribir y construir con y contra lo abyecto. Por eso, el francés no sólo construye su relato con lo abyecto, sino que al mismo tiempo escribe contra la retórica de la homogeneización y hace aparecer lo inmundo como molestia, vergüenza o torpeza (Kristeva 1989: 33). Daney (1994: 29) distingue finalmente entre el cine abyecto y el cruel. Como discípulo aventajado de Bazin, considera que el arte de la crueldad está del buen lado. Crueldad significa ruptura de la continuidad, de la homogeneidad, y establecimiento de la distancia que falta en Hollywood, en el cine institucional. Desde Stroheim, el cine de la crueldad concede mayor importancia a mostrar que a narrar. Asesina –señalaba Bazin (1977: 25-26)– la retórica y la narrativa, la elipse y el símbolo, para hacer triunfar la evidencia, la hipérbole, la discontinuidad y la realidad, esto es, la imagen en sí misma y no subordinada a algo –el relato, el significado– situado fuera de ella. El mismo Mizoguchi mostraba ser un cineasta de la crueldad cuando montaba juntos dos movimientos irreconciliables y producía un sentimiento desgarrador de no asistencia a alguien que está en peligro (Daney 1994: 29). 4. Una imagen de la miseria sin abyección: Pedro Costa y el derecho a la belleza de las vidas precarias La crítica de la estetización o pornografía estética no significa que la belleza deba estar ausente cuando el tema del artista son las vidas humanas a las que violentamente se les arrebata su dignidad o las vidas precarias reducidas a un estado de miseria. Una buena prueba de ello es el cine de Pedro Costa. Este realizador portugués tiene como tema fundamental la situación de los miserables contemporáneos, no tanto los trabajadores explotados, cuanto las vidas más precarias, las de los marginados abandonados, desplazados a la parte de la ciudad más miserable, allí donde se extienden las chabolas o favelas. Las mujeres y hombres filmados por Costa son drogadictos como la protagonista de No quarto de Vanda (2000), o inmigrantes de las antiguas colonias africanas de Portugal que habitan en chabolas como el Ventura de Juventude en marcha (2006). Su cine, como señala Rancière (2011: 138), no es ese cine político que sigue el trayecto –como haría Francesco Rosi– que va desde los lugares de la miseria hacia aquellos en los que la máquina capitalista la produce o la gestiona. Ni tampoco coincide con el de los Straub, que alejan su cámara de la misère du monde para colocar al pueblo, campesinos y obreros, en un anfiteatro o en el campo. Un pueblo que, por lo demás, reivindica orgullosamente el proyecto de un mundo justo y evoca la grandeza colectiva de la antigüedad o de las revoluciones modernas. Ni explicación, como en Rosi, ni movilización contra la miseria, como en los Straub. El punto de partida de Costa tampoco parece coincidir con la tradición documental y baziniana a la cual pertenecen Rivette y Daney, cuya consigna principal consistiría en que, si no se quiere caer en la abyección artística, es necesario no convertir la miseria en objeto de arte (Rancière 2011: 139). Y, sin embargo, Pedro Costa no pierde la oportunidad de mostrar la belleza que se puede encontrar en el interior de la casa de los miserables. Como si fuera un pintor holandés o español del siglo XVII, no duda en ofrecernos hermosos bodegones, naturalezas muertas, con los pobres objetos que contienen las chabolas. ¿Se le debe acusar de esthétisme, de embellecer una dura realidad? ¿Experimentamos aquí la repugnancia comentada, esa sensación de turbia ambigüedad que se vive al contemplar el travelling de Kapo o el video-clip de los artistas contra la pobreza? Creemos, por el contrario, que Costa se encuentra muy lejos de esa pornografía artística que comparte el film de Pontecorvo con productos retro de los setenta como Il portiere di notte de la Cavani. Ciertamente, Pedro Costa –nos dice Rancière (2011: 140)– ha filmado los lugares de la miseria tal como estaban. Ha renunciado a construir decorados, a convertir la miseria en objeto de ficción, y ha optado –como se puede apreciar en el film sobre la drogadicta Vanda– por compartir muchas horas con los marginados y escucharles atentamente. En el cine de Costa no hay abyección porque nunca hay embellecimiento del desecho, de la miseria, de la descomposición o del cadáver como en Pontecorvo. No hay esa ambigüedad o disolución de fronteras que caracteriza a los productos artísticos abyectos. No se trata de embellecer lo sucio, lo feo, el desecho, sino de algo muy distinto: de reivindicar que también los miserables tienen derecho al arte, a la belleza. Buscar y encontrar belleza en las viviendas de los pobres o en sus palabras, que sólo aparentemente son anodinas y repetitivas, forma parte –como indica Rancière (2011: 148)– de una determinada política del arte. Aquella que afirma que la estética, la producción de belleza, constituye una capacidad que pertenece a todos, que puede ser compartida por los ricos y los pobres, por las elites y los marginados. Pero es verdad –como señala al final Rancière (2011: 153)– que el cine de Costa no se limita a ser el arte que devuelve a los pobres la riqueza sensible de su mundo. El cineasta también hace visible la tragedia que convierte a las personas de sus films en seres marginados, expulsados fuera del circuito económico y social. La maestría del autor portugués consiste en presentar esos dos hechos contrarios sin conciliación posible: por un lado, su cine hace visibles y audibles el arte de los pobres, las palabras, la música, todo aquello que se refiere a una vivencia compartida, a lo común, a la res publica; por otro, hace presente la tragedia, la grieta, el crack, que rompe la vida de los miserables y los expulsa a los márgenes. Mostrar ambas realidades en conflicto, sin solución, sin síntesis, es también, aunque no lo mencione Rancière, lo que caracteriza al arte de la crueldad y lo que aproxima Costa a Mizoguchi. 5. Imágenes de lo abyecto contra la abyección social y cultural: el Salò de Pasolini como paradigma El Salò de Pasolini es la obra, según Serge Daney (1994: 24), de “alguien que, filmando el mal, no piensa mal”. Este film nos ofrece, como insistía su director, una crítica violenta, brutal, de la sociedad consumista y del corrompido poder político y social de 1975. Lo hace comparando la corrupción social, la impureza de las costumbres políticas y sociales contemporáneas, con los abyectos comportamientos de los cuatro héroes sadianos. Nuevamente se trata de un caso que rechazaría Nussbaum[4], pues el cineasta italiano utiliza el sentimiento de repugnancia para hacer crítica social y política. No pueden ser más insoportables las imágenes con las que el cineasta pretende criticar la época en la que viven director y espectador. Esta crítica adquiere una forma que cabe calificar de metafórica, ya que son imágenes tanto de una realidad histórica pasada –la república de Salò– como de una ficción sadiana –Les 120 journées de Sodome–. Pasolini quiere mostrar que la sociedad nos obliga a comportamientos tan abyectos, tan sucios, como los de los niños que aún no han aprendido los hábitos de limpieza y no sienten asco de los desechos orgánicos. Haciendo uso del lenguaje de Ernesto de Martino (1977: 670), podemos afirmar que el cineasta cree vivir un apocalipsis cultural. Apocalipsis que en el fondo supone una regresión al estado inicial, a esa infancia de la humanidad, anterior a su separación de la condición animal o de la vida meramente biológica gracias al ethos del trascendimiento, o a la energía valorizante, al “in-der-Welt-sein-sollen”, que nos introduce en el estadio cultural. Esta regresión, este apocalipsis cultural, nos conduce –como han mostrado los psicoanalistas– a un estado primordial donde el niño todavía no es capaz de rechazar la impureza, la suciedad, incluidos sus propios excrementos. Las metáforas sobre la abyección que nos presenta el film de Pasolini deberían comprenderse a la luz de estas consideraciones. La parte más abyecta, más insoportable, de Salò, no tiene que ver con el último círculo, el de las torturas medievales, sino con las dos comidas colectivas, y, especialmente, con la escena escatológica que se halla en el centro del film, en la mitad del segundo círculo (girone), y ante la cual resulta imposible no experimentar repugnancia. Hacer sentir al espectador asco, un profundo malestar, puede ser un procedimiento brutal, salvaje, pero es también la forma más segura –como nos ha explicado Blumenberg– de devolvernos a la realidad y superar la ilusión, tan unida esta última a las sensaciones placenteras que pretenden provocar el cine comercial y, aún más, la publicidad. Las escenas de escatología o de sexo escatológico constituyen la más terrible, brutal, y, en definitiva, paradójica defensa de la baziniana distancia estética, de la conveniencia de respetar el lugar del Otro. Por este motivo, el film de Pasolini sólo es aparentemente anti-baziniano, pues sólo aparentemente se dirige contra el crítico que vio en el acto sexual y la muerte las dos “obscenidades ontológicas del cine” (Bazin 1998)[5]. Se trata una vez más de trabajar con y contra la abyección, de montar una feroz y cruel ceremonia de purificación, de superación del desecho y de lo otro de la inteligencia, a través de un proceso impuro y catártico. Proceso que exige sumergirnos en lo abyecto (Kristeva 1989: 41-42), en imágenes desviadas de la norma cultural –nada más irrisorio y perverso que la escatofagia[6]–, y en un estilo también perverso o ambiguo[7]. El catálogo de imágenes abyectas filmadas por el cineasta sólo puede soportarse si nos alejamos lo más posible, si adoptamos una posición puritana, si reprimimos nuestro imaginario. Por eso debemos tomarnos completamente en serio las palabras del propio Pasolini, cuando señalaba que su film era “puritano y rigurosamente político” (Joubert-Laurencin 1995: 279). Puritano porque, además de la represión comentada, sus imágenes eran el más claro testimonio de la abjuración de la trilogía de la vida (Pasolini 1977: 15-18), de unas obras de arte cuya recepción fue similar a la de cualquier producto de consumo erótico de la época; y político porque era una desesperada defensa del juicio, de la distancia crítica. En relación con esta distancia –tan reiterada en este artículo– que permite discriminar y deshacer la ambigüedad, adquiere un significado fundamental la última y brechtiana escena rodada por Pasolini, aunque no fuera montada porque se robó su negativo. Una escena en la que todos los actores, incluidos los que habían interpretado a las víctimas asesinadas, reaparecían en un baile final. Comprendemos a Daney cuando sostiene que el autor de Salò, a pesar de filmar el mal, no piensa mal. El cineasta nos muestra lo insoportable, el mal, con el objetivo de que admitamos la conveniencia de mantener la comentada distancia estética y de apartarnos de la mimesis narcisista. Nos coloca así en dos situaciones insoportables –la propia de las víctimas y la propia de los verdugos– que constituyen la más poderosa metáfora de la posición ambigua del hombre contemporáneo. Mientras las abyectas escenas de comida nos enseñan dolorosamente el mal que supone la identificación narcisista con las víctimas, las secuencias finales del girone de la sangue sirven para identificar al libertino con el espectador que vive en un mundo donde se han pervertido las relaciones humanas. Toda la secuencia está construida para que el espectador ocupe el lugar de los libertinos, para que la silla, desde donde, por turnos, cada libertino observa a través de unos prismáticos las atrocidades de sus compañeros, sea intercambiable con la butaca del espectador. Por último debemos reconocer que, ciertamente, Salò no inaugura esa nueva tendencia artística que se centra en la expresión de lo abyecto (Foster 2001), y que ha sido muy desarrollada en los últimos decenios por el body-art, la performance, la corpografía, etc. Pero sí es cierto que nadie mejor que Pasolini supo cómo emplear imágenes abyectas contra la abyección del mundo contemporáneo. Por este motivo, Salò puede ser elevada a paradigma de una obra de arte que se sirve de lo abyecto para rechazar la abyección cultural y social. Notas Blumenberg relaciona tal masa o nube de sensaciones con el sentido vital (sensus vagus) del que nos habla la antropología kantiana. “La abyección siempre es provocada [en Dostoievski] por aquello que trata de hacer buenas migas con la ley burlada.” (Kristeva 1989: 30). Farocki (2013: 145-146) ha denunciado, sin embargo, la manipulación del montaje que encontramos en una película tan admirable como Nuit et brouillard. Manipulación cuyo objetivo es que el espectador crea ver algo de lo que no tenemos imagen. En concreto, Resnais utiliza en Noche y niebla imágenes procedentes del campo de Westerbork para mostrar cómo los prisioneros se suben a los vagones de tren en dirección a otros campos. A esas imágenes le siguen otras en las que se ve la llegada de un tren nocturno a Auschwitz. El cineasta francés hace trampa porque “se desvía aquí de su principio rector, según el cual las imágenes del presente de la narración son en color y las históricas en blanco y negro. Resnais nos hace pensar que vemos el tren de Westerbork llegando a Auschwitz”, cuando estas últimas imágenes no son de archivo, sino contemporáneas. Otro tema distinto es el rechazo del pesimismo de Pasolini por Didi-Huberman (2009). Se trata de un asunto controvertido, el apocalipsis sin escatón que obsesionaba al italiano, que ahora no podemos tratar. Según H. Joubert-Laurencin (1995: 290), Salò es la obra más baziniana de Pasolini. El artículo de Bazin “Mort tous les après-midi” contiene, según el crítico, los puntos cardinales de Salò: la liturgia de la muerte y la reflexión de Klossowki sobre la repetición. A juicio de Joubert-Laurencin, la acción de volver los prismáticos hacia el espectador se parece a la obscenidad mayor rechazada por el artículo de Bazin: la “proyección de una ejecución al revés”. A esta perversión, abyección o corrupción de la ley, pertenecen los comentarios de Klossowski sobre la sodomía y el gesto del verdugo como “contra-generalidad”, simulacro, irrisión o negación del acto de la generación (Joubert-Laurencin 1995: 287). Perverso es el estilo de Pocilga, como reconoce Pasolini cuando compara el estilo del film con “hacer un soneto de Petrarca sobre un tema de Lautréamont”, o con “pintar con la técnica de Giovanni Bellini el infierno” (Joubert-Laurencin 1995: 290). Obras citadas Barthes, Roland (1971): Sade, Fourier, Loyola, Paris: Éditions du Seuil. Bazin, André (1976): “Montage interdit”, in: André Bazin: Qu'est-ce que le cinéma? Paris: Cerf. — — —. (1977): El cine de la crueldad, Bilbao: Ediciones Mensajero. — — —. (1998): “Mort tous les après-midi”. En André Bazin: Le cinéma français de la Libération à la Nouvelle Vague, Paris: Cahiers du cinéma, pp. 367-373. Blumenberg, Hans (2011): Descripción del ser humano, México: FCE. Daney, Serge (1994): “Le travelling de Kapo”. En Serge Daney: Persévérance, Paris: P.O.L. Didi-Huberman, Georges (2009): Survivance des lucioles, Paris: Les Éditions de Minuit. Esposito, Roberto (2004): Bíos. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires: Amorrortu. Farocki, Harun (2013): Desconfiar de las imágenes, Buenos Aires: Caja Negra. Foster, Hal (2001): El retorno de lo Real. La vanguardia a finales de siglo, Madrid: Akal. Freud, Sigmund (1981) [1930]: El malestar en la cultura. En Sigmund Freud, Obras Completas III, Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 3017-3067. Joubert-Laurencin, Hervé (1995): Pasolini, portrait du poète en cineaste, Paris: Cahiers du cinéma. Kant, Immanuel (1991) [1798]: Antropología, Madrid: Alianza Editorial. Kristeva, Julia (1989): Poderes de la perversión. Ensayo sobre Louis-Ferdinand Céline, México: Siglo XXI. Martino, Ernesto de (1977): La fine del mondo. Contributo all’analisi delle apocalissi culturali, Torino: Einaudi. Nancy, Jean-Luc (2007): “Immagine e violenza”. En Jean-Luc Nancy, Tre saggi sull’immagine, Napoli: Cronopio. Nussbaum, Martha C. (2006): El ocultamiento de lo humano. Repugnancia, vergüenza y ley, Buenos Aires: Katz. Pasolini, Pier Paolo (1977): Trilogía de la vida, Barcelona: Aymá. — — —. (2001): Per il cinema. Tomo secondo, Milano: Mondadori. Rancière, Jacques (2011): Les écarts du cinéma, Paris: La fabrique. Rivette, Jacques (2004): “De l’abjection”, in: Antoine de Baecque (ed.): Théories du cinéma, Paris: Cahiers du cinéma. Stavrakakis, Yannis (2010): La izquierda lacaniana. Psicoanálisis, Teoría, Política, Buenos Aires: FCE. Top of page Hosted by Michigan Publishing, a division of the University of Michigan Library. For more information please contact mpub-help@umich.edu. Online ISSN: 2007-5227