Nervo, Ruelas y Agustini:
Triángulo
funambulesco
Carmen Boullosa
Al mismo tiempo vindicación de la obra de Amado Nervo y reconstrucción de su vida amorosa, este ensayo de Carmen Boullosa
se adentra en el quehacer del gran poeta nayarita y entabla un
juego textual con la pintura de Ruelas y con la poesía de Delmira
Agustini, en una suerte de triángulo erótico, visual y literario.
Tengo tiempo queriendo pagar una deuda de amor por
este autor. Un amor con ciertas características. Lo adquirí
tarde. Soy nueva en Nervo. No era un autor que tuviera
los bonos altos cuando, siendo una joven poeta, adquirí mis grandes afiliaciones. Leíamos a Borges, a Bioy, a
Paz, a los Contemporáneos, a López Velarde, a Katherine Mansfield, a Woolf, a Yourcenar, a Nïn, pero no a
Amado Nervo. Era el autor de los no entendidos, de los
que no estaban en el ajo.
En vida fue un autor muy querido. Su prestigio se
desplomó a partir de su muerte en mayo de 1919. En
1959, explica Luis Leal: “su valor, en vez de haber aumentado, ha disminuido”. Al explicar la caída en picada de
los bonos literarios de Amado Nervo, Luis Leal emite
juicios que no comparto, que son y han sido por varias
generaciones el consenso, y de los que he aprendido a
divergir. Ahora yo estoy con López Velarde cuando dice
de Nervo que es “el poeta máximo nuestro”. En éste y
en los otros géneros que practicó —la novela, la crónica periodística—, Amado Nervo es genial.
Nervo representa (más que ningún otro autor mexicano), más incluso que López Velarde, el alma… pero
debo cambiar el término, porque con el alma, si estamos en Nervo, nos vamos a ver en problemas; tampoco nos podemos dar el lujo de decir “el cuerpo” porque
con Nervo esto es también meterse en enredos, mejor
será decir los músculos, las venas, los nervios, y reformular: Nervo es el escritor en el que más perfectamente
se representan los músculos, venas y nervios de la intimidad hispanoamericana, observada desde la cercanía, y
también vista desde la distancia. Opino, como dijera en
su tiempo Américo Castro, que “Méjico —con jota—
nos ha dado en Nervo un poeta de profundas resonancias: en su estilo percibimos el latido de lejanas y misteriosas civilizaciones”; estoy con él de acuerdo, excepto por los adjetivos que elige. Amado Nervo es México
(como lo escribimos nosotros, con equis), y también Méjico, con jota.
Así, sin ser yo una experta nerviana, he acometido
este intento de pago a un autor tan menospreciado por
la ciudad literaria, como pirateado por los aceptados
en la cúspide del canon y adorado por los lectores.
Todos conocemos a Amado Nervo. Nació en Tepic, en
1870, veintitrés años después de que perdimos —por
la mala— gran parte del territorio y tres después del asesinato de Maximiliano: la cercanía de estos dos hechos
con su nacimiento explicarán algunas de las reacciones
del Nervo adulto, como ceder parte de su sueldo para
pagar a dos soldados cuando la toma de Veracruz por los
gringos en 1914. Echados fuera los franceses, los austriacos, los belgas y los gringos, serían muy tiempos de
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paz para México, como los llamaba el presidente Juárez, pero lo cierto es que el país estaba en llamas, algunos generales rebeldes se pronunciaban contra Juárez
en San Luis Potosí, Zacatecas, Jalisco, el hoy Nayarit y
Querétaro, y donde no había alzados, había bandidos.
Sabemos que Nervo tiene trece años cuando muere
su padre, que miente al afirmar que esta muerte ocurrió
cuando tenía ocho, que entra al seminario en Zamora,
que es tonsurado e investido diácono, que se recibe de bachiller, que reingresa al seminario, que abandona el seminario, que vive en Tepic y se instala en Mazatlán. De
sus relaciones amorosas sabemos a ciencia cierta que renuncia a Aixa Villa Peralta por “exceso de amor”, que tiene una relación sentimental con la zamorana Antonia
Méndez, que ya instalado en la Ciudad de México dedica páginas a Elena Padilla, y que dedica textos a Josefina
Tornell cuando publica El bachiller (la novela escándalo que tiene como tema la autocastración del personaje central, mutilación perpetrada para alcanzar la pureza y perfección en el amor divino) y que escribe crónicas
deliciosas para el periódico El Nacional, Fuegos fatuos.
Cinco años después, Amado Nervo intercambia correspondencia con una desconocida, “Amelia”, y meses
después de esto, ya del otro lado del mar, adonde ha
viajado enviado por El Imparcial a cubrir la Exposición
Universal de 1900, por azar, el 31 de agosto de 1901, conoce en el Barrio Latino a Ana Cecilia Dailliez Larguillier, joven madre soltera de una pequeñita que estaría
empezando a caminar —había nacido once meses antes,
en París, el 7 de septiembre de 1900.
Amado Nervo regresa a México, y en breve se reúne
con él Ana Cecilia, acompañada de la niña. Nervo tiene
el puesto de maestro de lengua en la Escuela Nacional
Preparatoria, aprueba los exámenes de ingreso al Servicio Exterior, y viajan juntos hacia Madrid.
Ana Cecilia Dailliez, Ana en los poemas, es la compañera fiel de Nervo, pero es su amante secreta. Escribe Nervo: “No teníamos derecho de amarnos a la luz
del día… casi nadie en el mundo sabía nuestro secreto.
Aparentemente yo vivía solo”. Era tan celoso su secreto, que corría el chisme en los círculos literarios madrileños de que Nervo era homosexual. Escribió Nervo:
“Muy raro debió ser el amigo cuya perspicacia adivinara, al visitarme, que allí, a dos pasos de él, latía por mí,
por mí solo, el corazón más noble, más desinteresado y
más afectuoso de la tierra”. Anoto aquí algunos de los
amigos que lo visitaran en su departamento de Bailén 15,
segundo piso a la izquierda: Pío Baroja, Valle-Inclán, Balbino Dávalos, Mariano Miguel de Val. Pero si quien lo
visitaba no sabía que Nervo tenía compañera, tampoco
él la mostraba en lugares públicos. En el tranvía, nunca
del brazo de Ana Cecilia, Nervo encontraba a menudo
a Benito Pérez Galdós. Tampoco la hacía partícipe de su
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intensa vida social, ni la llevaba a lecturas o eventos.
Ana era su amada de clóset.
Con su muerte, Ana pasa de ser la amada secreta a
la amada inmóvil:
Esta muerte —escribe Nervo— ha sido la amputación
más dolorosa de mí mismo. Un hacha invisible me ha dado un hachazo en mitad del corazón. Los dos pedazos de mi
entraña quedaron ahí trémulos, entre borbotones de sangre. Luego uno de ellos fue arrebatado por el brazo omnipotente de la muerte, y otro, el otro, mísero, siguió latiendo, latiendo.
Nervo describe la muerte de su amada Ana Cecilia
como una mutilación de sí mismo, y como tal la subraya, es “hacha” y es “hachazo”. La asociación es inevitable con lo ocurrido al protagonista de su primera novela,
El bachiller. El Amor Pleno, la encarnación del único
amor legítimo ante los ojos de un ideal católico, el que
pasa por el tamiz de la pureza, el que no requiere del
cilicio (y de paso es inmune al hastío conyugal, de lo que
supo hablar Nervo), ese amor es posible por la mutilación dolorosa. Cabe aquí citar de su “Delicta carnis”:
Carne, carne maldita que me apartas del cielo;
carne tibia y rosada que me impeles al vicio;
ya rasgué mis espaldas con cilicio y flagelo
por vencer tus impulsos, y es en vano, ¡te anhelo
a pesar del flagelo y a pesar del cilicio!
Crucifico mi cuerpo con sagrados enojos,
y se abraza a mis plantas Afrodita la impura;
me sumerjo en la nieve, mas la templan sus ojos;
me revuelco en un tálamo de punzantes abrojos,
y sus labios lo truecan en deleite y ventura.
Y no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo,
y en mis noches, pobladas de febriles quimeras,
me persigue la imagen de la Venus de Milo,
con sus lácteos muñones, con su rostro tranquilo
y las combas triunfales de sus amplias caderas.
***
¡Oh Señor Jesucristo, guíame por los rectos
derroteros del justo; ya no turben con locas
avideces la calma de mis puros afectos
ni el caliente alabastro de los senos erectos,
ni el marfil de los hombros, ni el coral de las bocas!
Con la Amada Inmóvil presenciamos el Afecto Puro,
el Amor. “Estoy enamorado de una muerta”, dice Nervo.
Ama más allá de la carne, cruzando la línea que divide
muerte y vida, sin freno. El Amor es entrega total: el
TRIÁNGULO FUNAMBULESCO
poeta se convierte en un cadáver en vida, en alguien sin
carne ya (“Tú no eres el fantasma: ¡El fantasma soy yo!”).
Es el Amor Perfecto.
Pero no hay amor eterno, ni el más perfecto. Aparece el posible quinto amor del poeta, y si no hay quinto
malo, sí que hay quinto peor: dos años después del fallecimiento de Ana, cuando todavía escribe Nervo a la
Amada muerta y todavía palpita su deseo por Ella, su
corazón ya comienza a escribir y a palpitar por Margarita Dailliez, la hija de su Ana (e hija suya, si la conoció
desde que ella tenía un año, y no se separó de ellas dos
sino el tiempo que le llevó traerlas de París a México).
Continúan en Madrid. Deben volver a México. Nervo y la hija de Ana, Margarita Dailliez, viajan juntos.
El incesto no se cumple. La joven adolescente lo repudia a pesar de sus insistencias. Nervo emprende el
camino hacia el Cono Sur, a ocupar su nuevo puesto diplomático plurinacional —representará a México ante
el Uruguay y la Argentina. Aún escribe Nervo cartas amorosas a Margarita cuando aparece el sexto y el último
amor, una joven argentina de veinticinco años, Carmen
de la Serna, que se casará con el poeta (y cronista de la
Guerra Civil española) Córdoba Iturburu, amigo de
Arlt y de Alberti. Carmen de la Serna, cereza del pastel amoroso de Nervo, es la tía del Che Guevara. Para
ella escribe Nervo su última colección de poemas, La
última luna.
Sabemos de otros amores en los que Nervo fue más
constante:
1. El primero fue su amor por las letras. Sus obras
completas, recopiladas por Reyes y no del todo completas, conforman XXIX gordos volúmenes. Poeta, periodista, cronista, prosista, novelista de varios géneros, cuentista, ensayista, y todo de primera línea.
2. Parte fundamental de ese primer amor, pero que
amerita un aparte, es Juana de Asbaje. Nervo escribió el primer retrato moderno del personaje barroco, lo recuperó, lo puso en el centro nervioso del México del siglo XX. Su mirada es por demás moderna:
no lo tilda de “Sor”. Para Nervo, la poeta es Juana a
secas, sin el hábito con el que posteriores generaciones la han ligado.
3. La astronomía: una afición mayor en la vida de
Nervo fue el telescopio: “ventana de serenidad por la
que me he asomado al universo”. Incluso en Bailén,
en Madrid, Nervo tenía telescopio en casa.
4. Los viajes y las ciudades.
5. La modernidad: elogia el automóvil, escribe un
poema al avión, pondera el cine (augura que matará a la novela), toma fotografías.
6. La gastronomía.
7. Las distracciones del “gran mundo” (excepto la
moda del tiro de pichón, gusta de todas, es un mundano).
Amado Nervo
8. Los amigos. Escritores, pintores, músicos, actores. Especial mención para Rubén Darío, con quien
incluso comparte casa: vivió con el nicaragüense en
Montmartre, con la Francisca de “acompáñame”, la
hija del jardinero del Moro. (Cuando muere, Rubén
Darío sujeta en la mano el crucifijo que le regaló en
París Amado Nervo).
Hay muchas otras cosas que todos sabemos de Amado Nervo. Pero es verdad también que a Nervo no se
le conoce bien, que su persona no explica del todo a su
obra, que es un autor de secretos (y no sólo porque,
como él escribió, “Oh, mentira, ¡yo te amo!”). Los
contrastes y contradicciones en Nervo son enormes.
Condena y acepta conceptos y estilos contrarios. Un
ejemplo: en un costado, El bachiller, en el otro los poemas altamente sensuales de Los jardines interiores, como “Tritoniada”:
Sus cabellos impregnaban de su olor mi cuerpo todo,
cuando trémulos mis brazos musculosos la ceñían;
sus cabellos algas eran, verdinegras, que de iodo
y de ozono, los perfumes embriagantes despedían.
¡Qué dichoso si los besos de sus labios escarlata
se posaban en mis labios, descendían por mi tronco
y erizando de deleite mis escamas de oro y plata,
inspiraban a mi oblicuo caracol su canto ronco!
Cuántas veces en la noche, de la luna a los reflejos,
en la roca hospitalaria más distante y más esquiva
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beza de burro y otras, como en la teogonía egipcia, testas
bovinas, y eran siempre semianimales como los sátiros y los
centauros… Aquellos caprípedos, a pesar de la ingenuidad infantil, eran los precursores del tropel de faunos y centauros que caracterizaron a la obra posterior del artista.
Julio Ruelas
constelada de rojizos carapachos de cangrejos,
entregábase a mis ansias, melancólica o lasciva...
¡Cómo hendíamos las olas irritadas o serenas,
con su mano entre mi mano y en la suya mi pupila
y qué dulces serenatas nos brindaban las sirenas
en los hoscos arrecifes de Caribdis y de Scila!
Por su complejidad, versatilidad, por la abundancia
de un autor que no se repetía a sí mismo, Amado Nervo
no acepta etiquetas:
El mar es más constante que yo
[…]
mi amor es un eterno gemelo de mi olvido
[…]
mi mente es un espejo rebelde a toda huella.
Para iluminar algo de la versátil y rica obra nerviana, recurro a un juego conocido por su generación: los
titirimundis.
Cuando José Juan Tablada conoció a Julio Ruelas (tenían los dos doce años), éste hacía unos dibujos que llamaba “titirimundis”:
Eran los tales artefactos extraños cuadriláteros de papel,
a cuyo centro en cabalísticos dobleces convergían cuatro
triángulos, cubiertos con raros dibujos, humanos y zoológicos, que al conjugarse engendraban grotescos personajes. Como en la comedia shakespeariana, tenía a veces ca-
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Trazaré un par de triángulos, la mitad de un titirimundi, para acercarme a Nervo.
El primer vértice será un dibujo de Julio Ruelas, nacido el mismo año que Nervo, en Zacatecas. Ruelas es
la representación visual del modernismo mexicano, y la
cara visual de la central Revista Moderna. Deja México
por ir a crecer como artista a París. La tuberculosis le gana
la partida, muere el 16 de septiembre de 1907. Está enterrado en Montparnasse. Cuando Amado Nervo visita
el sepulcro de Ruelas, buscando “Dónde dormirá nuestro Ruelas” … “en un laberinto de tumbas”, escribe: “amigo a quien debo las más admirables interpretaciones de
mis versos; amigo que me comprendías con media palabra, amigo mío, aquí estoy… Y tú, ¿dónde estás?... pasaste escéptico, indiferente por el mundo, sin desear más
que el oro de las trenzas rubias y el oro afiligranado que
ponías en tu vaso, ¡héme aquí contigo!”.
Julio Ruelas lo ilustró, y Nervo también ilustró con
versos algunos de sus dibujos, haciendo el camino inverso (el artista hacía el dibujo, daba al poeta el pretexto para un poema). Es el caso del llamado “Esperanza”.
Leo el texto de Nervo:
¡Oh, sí!, yo tornaré, ¡París divino!
—¿En qué nave?
—Dios sabe...
¡Yo no sé!
Mas sé que ni la vida ni el destino
impedirlo podrán. Es un camino
fatal el que nos une. Tornaré.
Veré tus bosques tranquilos
en que dormitan los tilos.
Veré tus parques espesos
llenos de citas y besos.
Veré
¡todo, todo lo que amé!
Yo tornaré. Me aguardan los castaños
de un verde transparente, los huraños
muelles mohosos de tu grácil río.
Lejos de ti mis años no son años:
son nostalgia y pasión y angustia y frío...
Veré tus brumas livianas
que te arropan como en tules,
en tus divinas mañanas
azules.
TRIÁNGULO FUNAMBULESCO
Veré tus abriles breves,
llenos de aromas y broches,
y el armiño de tus nieves,
y la plata de tus noches.
Veré
¡todo, todo lo que amé!
¡Oh, sí, yo tornaré...! Mas si no alcanza
mi alma esta dulce aspiración suprema,
¿qué haré? ¡Clavar, sañudo, mi esperanza
en el ancla divina, que es su emblema!
“… mi esperanza / en el ancla divina” son las palabras que ilustran el dibujo de Ruelas que estoy tomando como primer vértice para el triángulo:
Es una imagen perturbadora, y en extremo violenta. El cuerpo de la mujer ahí accidentada —o ahí atormentada— es notablemente bello. Hay un símil entre
“Esperanza” y la Malgré tout de Jesús Contreras. Ustedes
deben recordarla: la escultura en mármol de una mujer
desnuda, encadenada a la piedra (sodomizada por la
piedra) que vivió años en la Alameda de la Ciudad de
México y que transportaron al MUNAL porque se la vandalizaba de continuo —la violencia invita a la violencia.
Uso a la Malgré tout como segundo vértice del triángulo.
De esta escultura, que viajó a la Exposición Universal
de París, donde obtuvo el gran premio, escribió Nervo
(y Ponce escribió su pieza con el mismo título) a la muerte del escultor.
(El poema que escribió Nervo para “ilustrar” el dibujo de Ruelas también viaja a París: su ciudad deseada era el teatro de sus ambiciones creativas).
(¿Sería la Malgré tout la escultura que se trabajaba en la Fundición Artística cuando Nervo conoció a
Martí, acompañado de Jesús Contreras? De Martí escribió Nervo: “Me impresionó asaz aquel hombre enjuto, nervioso, elocuentísimo, ardiente, lleno de un celo
por su causa comparable sólo al de los primeros mártires, y le quise y admiré enseguida”).
Tanto en la escultura Malgré tout de Contreras, como en la “Esperanza” de Ruelas, parece cumplirse el instinto que lleva al protagonista de El bachiller a emascularse, a castrarse para quitarse de encima el objeto del
mal. En su caso, las dos mujeres sufren sobre su cuerpo
la violencia de ser las que despiertan el deseo. Es otro
tema, que no dejo sin antes liberar a la Malgré de sus
cadenas y a “Esperanza” del ancla, para añadirles el tercer vértice de esta figura geométrica: otro dibujo de Ruelas, que él elaboró para ilustrar un poema de Amado
Nervo, “Funambulesco”.
Según la RAE, la palabra funambulesco quiere decir: “1. Perteneciente o relativo al funámbulo —acróbata que realiza ejercicios [sentido en el que la usa Nervo
en otros poemas], 2. Extravagante, exagerado, llamativo, grotesco [sentido que ignoraremos] y 3. Hábil para
desenvolverse entre tendencias u opiniones opuestas”.
Quedémosnos con el tercer sentido: hábil para desenvolverse entre tendencias u opiniones opuestas.
Del poema de Nervo “Funambulesco”, cito las últimas palabras: “y en el sueño de mis noches un amor
crucificado / que repica, sollozando, muchos, muchos
cascabeles”. (De nuevo tenemos la imagen del crucificado y el crucificante). La ilustración de Ruelas alude
directa, diré que literalmente, a estos dos versos: es la
imagen de un crucificado.
Este crucificado de Ruelas es una figura algo andrógina, con collar que a primera vista se diría de flores, un
adorno algo abajo de la cintura, la corona no de espinas,
sino de lo mismo que es el collar y adorno. La forma del
cuerpo, los adornos descritos engañan por momentos:
¿es un Cristo, o —¡ah profanación!— una Crista? La
imagen no tiene la viril presencia habitual, sino una
redondez cuasifemenina, mejor sería regresar al término andrógina.
Lo andrógino gustaba a esta generación, a Nervo particularmente. En realidad, el crucificado funámbulo es
un ángel, sus alas están entre la cruz y el cuerpo, espléndidas. Canta a su pie la Muerte, con violín en mano y
vistiendo un manto. El ángel crucificado no parece particularmente sufriente. Sus cuatro clavos son muy visibles
(uno para cada mano y cada pie). La muerte está de
fiesta: trae sombrero con grande pluma, y canta mientras ve con sus órbitas desnudas al “amor doliente”, si
atendemos al poema de Nervo: “…y es el sueño de mis
noches un amor crucificado, / ¡que repica sollozando
muchos, muchos cascabeles!”. Collar y cinturón y adornos de la cruz no son flores: son redondos cascabeles.
Nervo lo sabía muy bien, en sus momentos iluminados: no se puede matar el actor del deseo, porque eso es
la muerte. El actor puede ser en el propio cuerpo (por
esto la castración), o puede estar en el cuerpo ajeno, en
el de ella. Y si se ha de crucificar al amor, que sea en espera de una resurrección, la figura de la muerte del hijo
del creador sustenta la posibilidad.
La superficie de este primer triángulo está formada
por el sacrificio del deseo, y por la violencia en contra
del objeto de deseo o del que desea. En un vértice la
Malgré tout, de Contreras, en el segundo la “Esperanza”
de Ruelas-Nervo, y en el tercero el amor crucificado de
Ruelas-Nervo de “Funambulesco”.
Este primer triángulo funambulesco me invita a facturar
el segundo de este titirimundi con la poeta uruguaya
Delmira Agustini (1886-1914). Será un triángulo equilátero. El objeto de deseo nos va a hablar, y va a desear,
verbalizada. Delmira Agustini —no la amada inmóvil ni
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la amada secreta: la poeta con voz, la mujer que murió a
manos de su ex marido (se divorció de él menos de dos
meses después de casada, en 1914, el 22 de junio y el 6
de julio, en una cita secreta con éste, él le dispara dos tiros a la cabeza y de inmediato se suicida), historia complicada, pero que podemos y debemos insertar aquí—,
Delmira Agustini es la poeta (la o el poeta, sería lo justo)
que mejor ha decantado el deseo erótico en nuestra lengua. Nervo se cruzó en el camino con ella: había muerto
en el Uruguay, donde nació, en 1914, apenas publicado
el libro para el que escribió el “Pórtico” Rubén Darío,
amigo como ya sabemos de Nervo, por lo que nuestro
escritor seguro sabía de ella cuando llegó al Uruguay.
El “Pórtico” que Rubén Darío le escribió para el libro Los cálices vacíos es en ciertos puntos injusto:
De todas las mujeres que hoy escriben en verso ninguna
ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por
su alma sin velos y su corazón en flor. A veces, rosa por lo
sonrosado, a veces lirio por lo blanco. Y es la primera vez
que en lengua castellana aparece un alma femenina en el
orgullo de la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser
Santa Teresa en su exaltación divina. Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de lengua española.
Sinceridad, encanto y fantasía, he allí las cualidades de esta deliciosa musa. Cambiando la frase de Shakespeare, podría decirse that is a woman, pues por ser mujer, dice cosas
exquisitas que nunca se han dicho. Sean con ella la gloria, el amor y la felicidad.
La injusticia dariana es por pecado de omisión. Rubén Darío evita mencionar lo que salta a la vista, el erotismo, y no la pureza de un cuerpo virgen. Darío roba
el poder a Delmira Agustini. Puede ser leída no como
un acto de injusticia, sino como un gesto de astucia: puede que la intuición de Darío lo convidara a presentarla
virginal para hacerla más atractiva al lector.
(Paréntesis de pura chismografía: cuando Darío la
conoce en el Uruguay y empiezan una amistad, en 1913,
él viene acompañado de Manuel Ugarte, poeta argentino de quien Delmira se enamorará, y que será una de
las causas de su divorcio). (Darío le entrega en charola
de plata a la poeta su objeto de deseo).
Cito a Agustini, aquí el primer vértice de este segundo triángulo, formado de la aceptación del deseo
erótico. Es el deseo asumido:
Yo hacía una divina labor, sobre la roca
creciente del orgullo. De la vida lejana
algún pétalo vivo voló en la mañana,
algún beso en la noche. Tenaz como una loca,
seguía mi divina labor sobre la roca,
cuando tu voz que funde como sacra campana
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en la nota celeste la vibración humana,
tendió su lazo de oro al borde de tu boca;
—¡maravilloso nido del vértigo, tu boca!
Dos pétalos de rosa abrochando un abismo…
—Labor, labor gloriosa, dolorosa y liviana;
tela donde mi espíritu se fue tramando él mismo.
¡Tú quedas en la testa soberbia de la roca,
y yo caigo sin fin en el sangriento abismo!
(De Los cálices vacíos, 1913).
El caer “sin fin en el sangriento abismo” no es violencia sino ejecución verbal de la pequeña muerte, el
orgasmo.
Delmira Agustini es una autora erótica y es también vital. Vitalidad y erotismo cargados de una profundidad pagana y también mística. Esta vitalidad, su
amor a la vida, es nuestro segundo vértice del triángulo equilátero. Es evidente en poemas como “Explosión”:
¡Si la vida es amor, bendita sea!
¡Quiero más vida para amar! Hoy siento
que no valen mil años de la idea
lo que un minuto azul del sentimiento.
Mi corazón moría triste y lento...
Hoy abre en luz como una flor febea;
¡la vida brota como un mar violento
donde la mano del amor golpea!
Hoy, partió hacia la noche, triste, fría,
rotas las alas mi melancolía;
como una vieja mancha del dolor.
En la sombra lejana se deslíe...
¡mi vida toda canta, besa, ríe!
¡Mi vida toda es una boca en flor!
Amado Nervo, el Nervo que sabe que el deseo erótico equivale a vida —equivalente en positivo de un
vértice anterior—, está en el triángulo de Delmira Agustini, pintándonos el tercer vértice. Porque a lo largo de
su obra, Nervo también alaba la vida como equivalente
del deseo. Así en “Ingenua”:
¡Oh! ¡Los rizos negros y los ojos nubios!
¡Oh, los ojos claros y los rizos rubios!
Los enormes besos en que amor es ducho...
¡Besarse sin treguas y quererse mucho!
Ser grande, muy grande, ser bueno, muy bueno;
pero entre tus brazos y sobre tu seno.
Besarte la nuca, besarte los ojos
y los hombros blancos y los labios rojos...
¡Oh! ¡Mis dieciocho años! ¡Oh, mi novia ida!
Mi amor a la vida, mi amor a la vida...
TRIÁNGULO FUNAMBULESCO
La vida era dulce y el mundo era bueno;
¡pero entre tus brazos y sobre tu seno!
Las lunas de mayo si se los preguntas,
te dirán que vieron nuestras sombras juntas;
el estero de aguas cuchicheadoras
lamió nuestra barca con lenguas sonoras,
lamió nuestras barcas con lenguas sonoras,
en aquellas horas, en aquellas horas...
¿Dónde está la barca?, ¿dónde está el estero?,
¿dónde están las lunas?... ¡Tú mueres, yo muero!
¡Oh! Mis dieciocho años. ¡Oh! ¡Mi novia ida!
Mi amor a la vida... mi amor a la vida...
(El dibujo de Ruelas para acompañar el poema le
añade un filo que no va del todo bien con este vértice:
su vecina, la muerte, abraza a los amantes).
Más interesante aún me parece el poema de Nervo
“Andrógino”, porque abre la puerta a nuevas permisividades (que es lo que Delmira Agustini también consigue
con sus poemas: no son poemas confesionales, sino poemas de desafío, de reto, de romper márgenes, de explorar y fundar y conquistar espacios eróticos prohibidos):
Por ti, por ti clamaba cuando surgiste,
infernal arquetipo, del hondo Erebo,
con tus neutros encantos, tu faz de efebo,
tus senos pectorales, y a mí viniste.
Sombra y luz, yema y polen a un tiempo fuiste,
despertando en las almas el crimen nuevo,
ya con virilidades de dios mancebo,
ya con mustios halagos de mujer triste.
Yo te amé porque, a trueque de ingenuas gracias,
tenías las supremas aristocracias:
sangre azul, alma huraña, vientre infecundo;
porque sabías mucho y amabas poco,
y eras síntesis rara de un siglo loco
y floración malsana de un viejo mundo.
¿Y cómo no citar, para dejar más preciso el tercer vértice de este triángulo erótico-vital otro fragmento de
Nervo, de “A la católica majestad de Paul Verlaine”?
Cito, para el mismo vértice, un último poema de
Delmira, también de Los cálices vacíos (libro escrito antes de su matrimonio, al que, muy en contra de su voluntad —como lo prueba la correspondencia con el marido—, la poeta llegó virgen). Se llama “Otra estirpe”:
Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego...
pido a tus manos todopoderosas
¡su cuerpo excelso derramado en fuego
sobre mi cuerpo desmayado en rosas!
La eléctrica corola que hoy despliego
brinda el nectario de un jardín de Esposas;
para sus buitres en mi carne entrego
todo un enjambre de palomas rosas.
Da a las dos sierpes de su abrazo, crueles,
mi gran tallo febril... Absintio, mieles,
viérteme de sus venas, de su boca...
¡Así tendida, soy un surco ardiente
donde puede nutrirse la simiente
de otra estirpe sublimemente loca!
Nuestro segundo triángulo lleva en el cuerpo cercado por sus vértices la poco convencional pareja de tres
que forman Delmira Agustini y Amado Nervo. Es el erotismo vivo y generador de vitalidad, rebelde, conquista
de un nuevo canon, sin cilicio, sin tormento, sin remordimientos, sin sacrificio. Plena libertad y vértigo.
Paremos aquí la elaboración de nuestro titirimundi.
Podríamos seguir. Si trazara aquí otro triángulo, llevaría
en el primer vértice al culto guadalupano, con aquella
cita célebre de Pellicer.1
Ya precisado este primer vértice, desarrollaría un costado guadalupano. Después explicaría el impacto del
ideal mariano en Amado Nervo peleando contra la nueva
sensibilidad que él mismo ayudó a fincar. Hablaría también del culto a la madre propia, como parte del mariano. En el segundo vértice, Pellicer y sus poemas (“Que
se cierre esa puerta que no me deja estar a solas con tus
1 “Mi amigo adorado, el inmenso poeta y buenísimo hombre Amado
Flota, como el tuyo, mi afán entre dos aguijones:
alma y carne, y brega con doble corriente simpática
por hallar la ubicua beldad en nefandas uniones,
y después expía y gima con lira hierática.
Los poetas están hablando de prohibiciones, haciéndolas aceptables, parte del canon de la vida privada. Ellos
están fundando un nuevo comportamiento. La vida producto del deseo es renovación, invención de la vida misma (y de paso de las costumbres).
Nervo, murió hace cinco días en Montevideo, Uruguay —escribe
Pellicer en carta a su mamá—. Su muerte me tenía sumamente abatido. Te juro que yo habría dado mi pobre existencia por retardar la de él
algunos años más. Parece que ha muerto alguien de nuestra familia, así
está mi corazón de tristeza. Estoy de luto y estaré un mes cuando menos. Nervo tenía cuarenta y nueve años. ¿Te acuerdas cuando lo vimos
arrodillado en la basílica de Guadalupe el día en que me llevaste a despedirme de la santísima virgen? […] ya nunca volveré a estrechar la mano del artista que para mí tuvo atenciones reveladoras de verdadero afecto. En Nueva York paseé con él algunas veces y la última vez que nos vimos
al pie del puente de Brooklyn, me despedí de él diciéndole: ‘¡Hasta pronto don Amado!’. Y él me contestó abrazándome: ‘Usted y yo, hasta siempre’. Parece que algo terrible presentía”.
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Delmira Agustini
besos”), lo homoerótico en un mundo que cierra la puerta a un deseo expresado frontalmente. Y en el tercer
vértice iría de nuevo Delmira Agustini, dando la espalda al culto mariano y sus repercusiones en el ideal esperado de una fémina. Sería un triángulo muy isósceles,
la superficie cargada de la tensión entre los tres vértices.
Podría trazar un cuarto triángulo para terminar el
titirimundi deteniéndome en el vigor narrativo de Nervo, un vértice para las narraciones ficticias pero “realistas”, otro para novelas y cuentos fantásticos, y el tercero
para la crónica —es un genio, lo repito, en la crónica,
en la novela, ¿hay alguna joya comparable a El domador de almas, o El sexto sentido?, ¿no es su influjo y espíritu obvio en Borges, Bioy, Cortázar, los grandes narradores que remataron el siglo XX? ¿No se habría
enriquecido la literatura mexicana si le hubiésemos
dado el reconocimiento de “alta literatura” que merece? Maestro entre maestros, su prestigio cayó. Pues esa
sería una de las figuras inesperadas que produciría
nuestro titirimundi al “leerlo”, trazados ya sus cuatro
triángulos, y que produjo el mundo real: los bonos de
Nervo cayeron con su muerte.
Mucho se ha escrito de esto. Sólo quiero recalcar:
Nervo, el escritor porfirista, fue el bardo para todos, el
autor popular, el que no hablaba dirigiéndose a las élites y los intelectuales: seducía con sus textos a las masas
o, más preciso, a todo aquel que entre la masa supiera
escribir y leer, que en el México de entonces y de hoy
resulta en un número muy diferente.
Los poetas que pasada la Revolución volvieron a fijar
el canon, centro de un poder literario, los Contempo-
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ráneos, en contraste, fueron los elitistas, intelectuosos, refinados, exquisitos, selectos, cuidadosos del verso perfecto. Nervo iba por el verso plebeyo. Quería tocar fibras directas de los sentimientos. Quería la narración
que podía deleitar a todos. Mal se vive esto en nuestra
tradición católica, convencida de que el libro es para el
que ostenta el poder. El indio con la Biblia en la mano
podía hereticar, las mujeres tampoco podían leerla porque la comprenderían mal, y no ha cambiado: el libro
sigue teniendo un valor simbólico absurdo, y debe ser
inalcanzable (si no, ¿cómo explicarse la numerología de
producción estatal en comparación con la de los que pueden colarse por los canales de distribución?).
El nuevo poder literario no iba a permitir que el
poeta más popular se insertara con la corona en el centro del canon, no aceptaría su consagración. El pueblo
podía amarlo: era vulgar: pero no lo adorarían los conocedores. La palabra debía preservarse secreta, para los
entendidos. Sentimental, chillón, prolífico, el nayarita
no obtendría de ellos el pase para el Parnaso. El “defecto” mayor era que le gustara a todos, pero también los
temas que elegía, ¿por qué tenía uno que andar oreando los asuntos privados? Los remordimientos, el estado
de ánimo, la risa, las lágrimas… Su sentimentalismo católico apestaba. A mi parecer, no lo enterraron los XXIX
volúmenes de sus obras completas, la ausencia de selección, como se ha dicho. Tampoco enterró la Revolución
a Nervo. No lo enterró la nueva sensibilidad —había
mucho de donde roerle para placer de los nuevos comportamientos privados. No lo sepultó el genio indudable de López Velarde, ni la maquinaria cerebral de Gorostiza (y estos dos poetas mucho le deben). Lo que selló
su tumba fue la ciudad literaria, ésa que él dijo aventaba piedras a los profetas, por haber roto con la calidad
elitista de la obra literaria, su barniz no intelectual, su
capacidad de seducción, su imán populoso: ponía la palabra “sagrada” (y nada es más sagrado que lo literario,
en esto estoy de acuerdo) en manos de todos. Poeta y narrador, su pecado mayor fue que escribiera comprensible para todos, para los muchos. Proponía en esto simplemente un mundo desafiante que el México nuestro,
el posrevolucionario, no pudo soportar.
Su espíritu rebelde —como lo llama él con gran
acierto— es la mejor representación de nuestra sensibilidad. Su genio, una excepción, garbanzo de a libra. Da
para infinita cantidad de tiririmundis, que proveerían,
a la luz de otros autores de su generación, de infinita
cantidad de interpretaciones, echando verdadera luz sobre su portentosa persona literaria, sobre su genio, y
sobre nosotros, los de este país y de Iberoamérica.
Texto leído en la Cátedra Amado Nervo, en el 91 aniversario luctuoso del
poeta, en Tepic, Nayarit. Agradecimiento a la Universidad de Tepic, al Instituto de Cultura estatal, especialmente a Lourdes Pacheco Ladrón de Guevara y a Lorena Hernández, por haberme invitado a ocuparla.