TAXONOMÍA DE LAS MÓNADAS EN LEIBNIZ
Recibido: 12 mayo 2016 *Aprobado: 11 agosto 2017
ROBERTO CASALES GARCÍA
UPAEP
roberto.casales@upaep.mx
Resumen
A pesar de que el ilósofo de Hannover propone una cierta uniformidad de la naturaleza, su ontología monadológica considera al menos tres tipos de mónadas creadas, según su grado de
claridad y distinción en la percepción: las meras entelequias, las almas y los espíritus. El objetivo
del presente trabajo, en este sentido, es analizar la taxonomía de las mónadas de Leibniz a través
de su teoría de las máquinas naturales y sus nociones de percepción, apetito y apercepción, con
la intención de esclarecer no sólo los elementos que conforman esta taxonomía, sino también la
diferencia entre mónadas dominantes y mónadas subordinadas..
Palabras clave: percepción, apetito, mónadas, apercepción, máquina natural.
Abstract
Although the Philosopher of Hannover proposes certain uniformity in nature, his ontology considers at least three types of created monads according to their clarity degree and distinction in
perceptions. These monads are: simple monads or entelechies, souls and spirits. The main purpose of this work is to analyze Leibniz’s taxonomy of monads. This analysis is done through his
theory of natural machines and his notions of perception, appetite and apperception. This work
has the intention of clarifying not only the taxonomy elements, but also the difference between
dominant and subordinate monads.
Keywords: perception, apetite, monads, aperception, natural machine.
Año 3, número 6, abril - septiembre 2017.
ISSN: 2448-5764
Revista Digital A&H * 97
www.upaep.mx/revistaayh
Introducción
A
pesar de que la ontología leibniziana favorece un cierto nominalismo, fundamentado principalmente en su notio completa y su principio de individuación, es erróneo
creer que para el hannoveriano los géneros y las especies son meramente nominales y,
por tanto, carecen de todo valor dentro de su ontología. La razón de esto se observa con
mayor claridad en sus Nouveaux Essais sur l’entendement humain, cuando rechaza que
aquella generalidad que sustenta a los géneros y a las especies es una mera idea abstracta, en palabras de Leibniz: “no veo bien esta deducción, pues la generalidad consiste en
el parecido de las cosas singulares entre sí, y dicho parecido es una realidad” (Nouveaux
Essais sur l’entendement humain, III, 3, §11, NE Echeverría p. 340; GP V 271). La taxonomía
de las mónadas, en este sentido, es nominal sólo en cuanto que tiene un fundamento in
re, el cual reside en aquello que tienen de real las substancias simples. Aquella semejanza, sin embargo, no deja de poseer un cierto carácter analógico, ya que una perfecta similitud atentaría en contra del principio de la identidad de los indiscernibles. En palabras
del hannoveriano:
Puede haber discusiones sobre las especies más ínimas, al considerarlas lógicamente, ya que son variables en función de accidentes
que tienen lugar dentro de una misma especie física o tribu de generación; pero tampoco es necesario determinarlas; podemos incluso
hacerlas variar ininitamente, como se muestra en la gran variedad
existente de naranjas y limones, que los expertos saben denominar y distinguir. También resultaba evidente en los tulipanes y claveles, cuando dichas lores estaban de moda. Por lo demás, el que
los hombres junten o no tales ideas, e inclusive el que la naturaleza
las junte actualmente o no, eso apenas afecta a las esencias, géneros o especies, puesto que sólo atañe a las posibilidades, las cuales
son independientes de nuestro pensamiento. (Nouveaux Essais sur
l’entendement humain, III, 3, §14, NE Echeverría p. 341; GP V 272).
Para entender esto último, sin embargo, es necesario distinguir en Leibniz entre aquellas determinaciones esenciales comunes a muchos individuos de una misma especie, y
aquellas determinaciones contingentes o accidentales que caracterizan a un individuo
como tal y que, por tanto, pertenecen a su noción. En opinión del ilósofo de Hannover,
son determinaciones esenciales “todas aquellas cosas que le corresponden necesaria y
eternamente”, mientras que “merced a la noción de la cosa singular existen aquellas que
le corresponden de modo contingente o por accidente, las que Dios ve en la cosa misma entendida perfectamente” (De libertate creaturae rationalis, Roldán p. 203; AA VI, 4B,
1593). La naturaleza de una determinada substancia, en consecuencia, admite tanto una
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serie de propiedades esenciales o necesarias, en virtud de las cuales podemos ubicar a
un individuo dentro de una especie común, como todas aquellas propiedades existenciales que deinen o caracterizan al individuo en cuanto tal (Echavarría, 2011, pp. 194195). De ahí que las propiedades esenciales, a pesar de gozar de cierta realidad, sean sólo
nociones incompletas del individuo –mismas que también pueden ser caracterizadas
como indeterminadas o especíicas-, lo cual queda más claro cuando airma que:
Debe precisarse que en esta noción completa del Pedro posible, respecto de la cual concedemos que se ofrece a la vista de Dios, no
sólo se hallan contenidos de los aspectos esenciales o necesarios (los
cuales luyen a buen seguro de las nociones incompletas o especíicas y ello de tal modo que se demuestran a partir de los términos,
de manera que su contrario implique contradicción), sino que también se hallan contenidos los aspectos existenciales o, por decirlo
así, los contingentes, ya que eso es lo propio de la naturaleza de la
sustancia individual, a in de que su noción sea perfecta y completa,
el contener todas las circunstancias individuales, contingentes por
más señas, incluida la mayor nimiedad, ya que de otra forma no se
vería ultimada ni tampoco se distinguiría de cualquier otra cosa, porque aquellas cosas que diieren en algo mínimo ya serían individuos
diversos, mientras que la noción todavía indeterminada en una mínima circunstancia no sería perfecta, y podría ser común para dos individuos distintos. Sin embargo, estas cosas individuales no son por
eso necesarias ni dependen únicamente del entendimiento divino,
sino también de los decretos de su voluntad, en la medida en que
los propios decretos sean considerados como posibles por el entendimiento divino. (De Libertate, Fato, Gratia Dei, Roldán p. 85; AA VI, 4B,
1600-1601).
Observamos, pues, que aquellas propiedades esenciales que sirven para ubicar a un determinado individuo dentro de una especie común admiten una cierta ambivalencia:
por un lado, valen como propiedades reales de los individuos que nos permiten sostener
una taxonomía real de las mónadas; mientras que, por otro lado, valen sólo como nociones incompletas o indeterminadas (sin por ello ser abstractas) de un individuo, de modo
que una noción sólo puede ser común en cuanto que se mantiene bajo cierta indeterminación. Al sostener ambas airmaciones, no obstante, Leibniz mantiene una postura
ambigua respecto al nominalismo, tema que, en mi opinión, no termina por resolver con
claridad. Baste de momento esto para justiicar la posibilidad misma de establecer una
taxonomía de las mónadas.
Aunque las mónadas son el elemento constitutivo del mundo, es posible distinguir entre
lo orgánico y lo inorgánico, es decir, entre los vivientes y los meros cuerpos, caracterizados como fenómenos bien fundados. La diferencia radica en sostener que en los primeros, existe un vínculo substancial garantizado por una mónada dominante, mientras
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que los segundos son meros agregados. A pesar de esta distinción, Leibniz no dudará en
caracterizar al cuerpo, sea en lo orgánico o en lo inorgánico, como un fenómeno cuyas
eventualidad se explican sólo en virtud de la mecánica, a partir de lo cual se puede airmar que en los fenómenos, a diferencia de las mónadas, “cada mutación nueva se deriva
del concurso entre ellos según leyes prescritas, en parte, por la metafísica y, en parte, por
la geometría, pues”, en palabras de Leibniz, “es necesario utilizar abstracciones para explicar las cosas cientíicamente”(Carta de Leibniz a De Volder fechada el 20 de junio de 1703,
OFC XVI B p. 1201; GP II, 252).
No es raro que, en consecuencia, el ilósofo de Hannover explique tanto las máquinas naturales como las artiiciales en términos propios de la mecánica, sin embargo, tal y como
señala Ohad Nachtomy, “a pesar de que Leibniz acepta una descripción mecánica de los
cuerpos, se resiste fuertemente a la pretensión cartesiana de describir las máquinas naturales en términos de las artiiciales” (Nachtomy, 2011, p. 65). Esto último muestra fuertes
implicaciones dentro de la ontología vitalista del hannoveriano, lo cual se observa tanto en la estructura misma de las máquinas naturales y su comprensión de lo corpóreo,
como en su fuerte oposición a la reducción cartesiana del alma a los seres humanos. A
diferencia de Descartes, Leibniz no se limita a airmar que, como hace en su De methodo
Botanicâ, “las plantas y animales o, por decirlo en una palabra, los cuerpos orgánicos que
produce la naturaleza son máquinas aptas para perpetuar ciertas funciones” (Epistola
G.G. Leibnitii ad A.C. Gackenholtzium. Medicine Doctotem. De methodo Botanicâ, OFC VIII p.
490; Dutens II, 171), sino que también les concede un alma o mónada dominante.
Al partir de esta distinción entre la metafísica cartesiana y la propuesta leibniziana es
posible observar que las máquinas naturales, a diferencia de las artiiciales, no son meros
mecanismos inertes, sino, como observan Smith y Nachtomy (2011, p. 2), creaturas animadas activas que “poseen un número de órganos verdaderamente ininito”, de manera
que “una máquina natural sigue siendo máquina hasta en sus mínimas partes, y todavía
más, sigue siendo siempre esa misma máquina que ha sido, transformándose únicamente por los diferentes pliegues que adopta” (Système nouveau de la nature et de la communication des substances, aussi bien que de l’union qu’il y a entre l’ame et le corps, §9, OFC II p.
244; GP IV, 482).
Para Leibniz, el cuerpo orgánico de un viviente es una máquina divina o autómata natural que sobrepasa ininitamente a los artiicios del hombre, ya que éstos “son también
máquinas en sus mínimas partes hasta el ininito” (Monadologie, §64, OFC II p. 337; GP VI,
618). Cada máquina natural, en consecuencia, se compone de una serie ininita de órganos implicados entre sí, los cuales, a su vez, son máquinas naturales que contienen otra
ininidad de máquinas, y así hasta el ininito, constituyendo una estructura jerárquica de
mónadas, las cuales se entrelazan unas con otras para consolidar una red de individuos
vinculados por una mónada dominante. Toda substancia corpórea viviente, en palabras
de Pauline Phemister, “tiene cuerpos orgánicos que son agregados de substancias corCasales García, R. (2017). Taxonomía de las mónadas en Leibniz. Revista A&H (6), 97-107.
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póreas más pequeñas cuyos cuerpos orgánicos son a su vez agregados de substancias
corpóreas aun más pequeñas, y así hasta el ininito” (Phemister, 2011, p. 41). De ahí que
cada órgano posea, por un lado, su propia mónada dominante, pues de lo contrario no
podría caracterizarse como máquina, la cual, por otro lado, está subordinada al alma que
dota de unidad plena a la substancia corpórea resultante.
Tránsito de las meras mónadas a las almas
Tal y como señala Daniel Garber, mientras que las máquinas artiiciales encierran sólo una
complejidad inita, las máquinas naturales “son ininitamente complejas, son individuos
enredados en otros individuos” (Garber, 2011, p. VIII). Esta estructura compleja, según Nachtomy, se presenta a modo de red, la cual se desarrolla ad ininitum. Dentro de esta red
estructural de ininitos órganos podemos distinguir entre las entelequias o mónadas en
general y el alma, ya que, como se observa en su Monadologie, “como el sentimiento es
algo más que una simple percepción, concedo que baste el nombre general de mónadas
y de entelequias para las sustancias simples que sólo gocen de eso, y que se llamen almas
solamente a aquéllas cuya percepción es más distinta y va acompañada de memoria”
(Monadologie, §19, OFC II p. 330; GP VI 610).
Todas las mónadas, acorde con el principio de uniformidad de la naturaleza, gozan tanto
de percepción como de apetición, en virtud de las cuales cada mónada encierra en sí,
junto con lo que es, la tendencia a lo que será. Dados estos principios internos de la acción, como principios constitutivos de la naturaleza dinámica de las mónadas, podemos
inferir que en todas las mónadas hay vida. Sin embargo, al existir también variedad y
discernibilidad entre los ininitos individuos que componen el mundo, las percepciones
y los apetitos maniiestan diversos grados de perfección, los cuales, como airma Alejandro Herrera, van “desde la percepción más confusa, la de las mónadas dominadas, hasta
la percepción más distinta, la de Dios” (Herrera, 1993, p. 99).
Esta gradación presupone la existencia de ininidad de percepciones pequeñas que, en
palabras de Leibniz, “marcan y constituyen al individuo mismo, el cual está caracterizado
por las huellas o expresiones de los estados precedentes de dicho individuo, las cuales
son conservadas por ellas, conectándolas con su estado presente” (Nouveaux Essais sur
l’entendement humain, Prefacio, Echeverría p. 43-44; GP V 48). Toda mónada o substancia simple, en consecuencia, posee una ininidad de pequeñas percepciones insensibles,
las cuales, en palabras del hannoveriano, “producen ese no sé qué, esos gustos, esas
imágenes de las cualidades que tienen los sentidos, claras en conjunto, pero confusas
en sus partes, esas ininitas impresiones que provocan en nosotros los cuerpos que nos
rodean, esa conexión que cada ser tiene con el resto del universo” (Nouveaux Essais sur
l’entendement humain, Prefacio, Echeverría p. 43; GP V 48). Se trata, pues, de una ininidad
de percepciones ínimas que, dadas sus dimensiones, no es posible captar con distinción,
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sin que por ello dejen de ser percibidas e incluso captadas cuando son apercibidas a
modo de conjunto, tal y como ocurre con el sonido de una ola:
Para oír ese ruido tal y como sucede, es necesario oír las partes que
componen ese todo, es decir, los ruidos de cada ola, aun cuando
ninguno de dichos ruidos pequeños pueda ser conocido fuera del
conjunto confuso de todos los demás juntos, es decir, en el bramido
mismo, sino que no sería notado si la ola que lo produce estuviese
sola. Es necesario que uno sea afectado un poco por el movimiento
de dicha ola, y que se tenga alguna percepción de cada uno de los
ruidos, por pequeños que sean; de otro modo no se tendría el de
cien mil olas, puesto que cien mil nadas no pueden hacer ninguna
cosa. (Nouveaux Essais sur l’entendement humain, Prefacio, Echeverría
p. 43; GP V 47).
A partir de esto, es posible distinguir entre la mera percepción, elemento constitutivo de
las entelequias o mónadas subordinadas, y la sensación, propia de las almas o mónadas
centrales. En efecto, para que exista sensación es necesario salir de aquel aturdimiento
en el que el alma queda atrapada cuando se da una multitud de pequeñas percepciones
en las que nada se distingue. “Por ello es evidente que”, según su Monadologie, “si no
tuviéramos en nuestras percepciones nada distinto y, por así decir, relevante y de una
cualidad más elevada, estaríamos en un perpetuo aturdimiento. Y éste es precisamente
el estado de las mónadas completamente desnudas” (Monadologie, § 24, OFC II p. 331;
GP VI, 611). Éstas últimas son meramente subordinadas, mientras que las almas, al poseer
sensación, se caracterizan como mónadas subordinantes.
El paso de la mera percepción a la sensación, el cual presupone ya una estructura sensorial orgánica, esto es, la relación del alma con una serie de órganos sensoriales, exige
que aquellas percepciones estén acompañadas de memoria, ya que “toda atención exige memoria” (Nouveaux Essais sur l’entendement humain, Prefacio, Echeverría p. 42; GP
V 48)1 . En opinión de Leibniz, la memoria se presenta como “una percepción de la que
durante largo tiempo perdura un cierto eco para dejarse oír ocasionalmente” (Principes
de la nature et de la grâce fondés en raison, §4, OFC II p. 345; Robinet I, 35).
Ahora bien, para comprender la relación entre la ininidad de órganos que componen la
máquina y su mónada dominante es necesario tener en cuenta que “las percepciones en
la mónada”, según los Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, “nacen unas de
otras según las leyes de los apetitos o de las causas inales del bien y del mal, que consis1 Para entender a relación entre sensación y percepción, según Evelyn Vargas, es necesario considerar lo siguiente: “el objeto
perceptual es aquel cuerpo cuyas acciones y pasiones percibimos como extrañas a nosotros, en tanto el órgano corporal es
aquel que percibimos como nuestro. En un mundo mecánico, al encontrarse ambos cuerpos se resisten mutuamente. La conciencia perceptual es un percatarse de esa resistencia, esto es, cuando sentimos somos conscientes del objeto actuando sobre
nuestros órganos de los sentidos y por ello es representado como externo a la mente, como otro. Y según la definición de
sentir el objeto físico es representado como causa de esa representación. Dicho de otro modo, el objeto perceptual no es una
idea sensible o un intermediario mental entre la mente y las cosas, sino los objetos físicos macroscópicos que interactúan con
nuestros órganos sensibles” (Vargas, 2012, p. 300)
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ten en las percepciones notables, regulares o irregulares; al igual que los cambios de los
cuerpos y los fenómenos de fuera nacen unos de otros según las leyes de las causas eicientes, es decir, de los movimientos” (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison,
§3, OFC II p. 345; Robinet I, 31-33). Mientras la percepción se caracteriza como “estado interno de la mónada que representa las cosas externas” (Principes de la nature et de la grâce
fondés en raison, §4, OFC II p. 345; Robinet I, 35-37), por apetito se entiende “la acción del
principio interno que realiza el cambio o paso de una percepción a otra” (Monadologie,
§ 15, OFC II p. 329; GP VI, 609). Al presentarse ambas dentro de la constitución misma de
las mónadas, la acción de la máquina natural asume dos dimensiones complementarias:
se trata, por un lado, de una dimensión fenoménica, la cual se explica conforme a una
casualidad eiciente, y una dimensión intramonádica, la cual es regida en virtud de una
teleología que orienta y da sentido a la acción en su totalidad. En este sentido se puede airmar junto con Duchesneau que “una vez que la máquina ha sido estructurada,
la inalidad se ha vuelto una característica integral de su composición material y de los
movimientos que ejecuta siguiendo una regulación implícita en la organización de sus
partes” (Duchesneau, 2011, p. 13).
Esto último presupone una cierta coordinación y estructura teleológica dentro de las
máquinas naturales, donde cada órgano cumple determinadas funciones, los cuales, a su
vez, responden al alma, como mónada central del animal. Aquella unidad que proporciona el alma al viviente, en consecuencia, es una unidad constitutiva que sirve como principio real que garantiza su constitución, preservación y funcionamiento. De esta manera,
aunque el organismo se comporte como máquina y, por tanto, actúe en conformidad a
una causalidad eiciente, nada impide comprender al viviente en función a una estructura teleológica compleja. Tal y como supone Glenn A. Hartz desde una lectura hilemorista, la armonía preestablecida entre cuerpo y alma “consiste en el hecho de que aquello
que es teleológico nunca está (naturalmente) divorciado de lo mecánico” (Hartz, 2011, p.
32). En palabras de Leibniz:
…Dios ha creado el alma al principio de tal manera que ella debe
producir y representarse ordenadamente lo que ocurre en el cuerpo,
y el cuerpo de tal manera que debe hacer por sí mismo lo que ordena el alma. De suerte que las leyes, que unen los pensamientos del
alma en el orden de las causas inales y conforme a la evolución de
las percepciones, deben producir imágenes que coincidan y estén
de acuerdo con las impresiones de los cuerpos sobre nuestros órganos; y que las leyes de los movimientos referidas al cuerpo, que se siguen unas a otras en el orden de las causas eicientes, se encuentran
también y concuerdan con los pensamientos del alma de tal manera
que el cuerpo es llevado a actuar en el momento que el alma quiere.
(Essais de Theodicée, I §62, OFC X p. 132; GP VI 137).
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Esta armonía entre ambas formas de causalidad presupone, por un lado, una cierta subordinación de lo mecánico a lo teleológico, en cuanto que lo primero sólo tiene razón
de ser en función de un entramado de sentido, y, por otro lado, que hay una cierta continuidad en las vivencias del animal, lo cual sería imposible si las percepciones del alma
no estuviesen acompañadas de la memoria. Según su Monadologie, “la memoria proporciona a las almas una especie de consecución que imita a la razón, pero de la cual debe
distinguirse” (Monadologie, §26, OFC II p. 331; GP VI, 611), ya que el enlace o asociación de
ideas en la memoria nos proporcionan sólo un conocimiento empírico del mundo y, por
tanto, contingente.
De los animales a los espíritus
Dada la variedad ininita de las percepciones que constituyen nuestra percepción de una
cualidad sensible, es imposible entender perfectamente las cosas sensibles, en palabras
de Leibniz: “se ve también que las percepciones de nuestros sentidos, incluso cuando
son claras, deben necesariamente contener algún sentimiento confuso, pues como todos los cuerpos del universo están en sintonía, el nuestro recibe la impresión de todos
los demás, y aunque nuestros sentidos se reieran a todo, no es posible que nuestra alma
pueda atender a todo en particular” (Discours de métaphysique, §XXXIII, OFC II p. 199;
AA VI, 4B, 1582-1583; De formis seu attributis Dei, OFC II p. 81; AA VI, 3, 515). Según el ilósofo de Hannover, en consecuencia, ni la sensibilidad ni la continuidad de la memoria
son suicientes para alcanzar una plena consciencia de nuestra propia identidad. Esto
implica, entre otras cosas, que los animales no-humanos, a pesar de gozar sensibilidad
y memoria, no son conscientes de su propia identidad. Para lograr esta identidad es necesario que el animal posea, además, cierta conciencia o apercepción, la cual consiste en
el conocimiento relexivo de nuestras percepciones2. Esta conciencia nos permite distinguir entre los simples animales y los espíritus, los cuales se elevan hasta el conocimiento
racional de las verdades necesarias y eternas.
Los espíritus, a diferencia de los animales irracionales, nos elevamos a los actos relexivos
que suministran los principales objetos de nuestros razonamientos, a partir de lo cual
es posible pensar, por un lado, en nuestra propia identidad, esto es, en el yo, y, por otro
lado, “en el ser, en la sustancia, en lo simple y en lo compuesto, en lo inmaterial, e incluso
en Dios, en tanto que concebimos que lo que en nosotros es limitado en él se encuentra
sin límites” (Monadologie, §30, OFC II p. 332; GP VI, 612). Por el contrario, tanto las mónadas meramente pasivas como las almas de los irracionales “no conocen lo que son, ni lo
que hacen, y por tanto, al no poder relexionar, no podrían descubrir las verdades”, así
como tampoco “poseen en absoluto cualidad moral” (Discours de métaphysique, §XXXIV,
2 Este conocimiento reflexivo de nuestras percepciones no significa que los animales carezcan por completo de apercepción,
tal y como señala Robert McRae (1978, p. 33), de lo contrario serían incapaces de sentir dolor, pues, como se dice en sus Nouveaux Essais sur l’entendement humain: “la noción de dolor implica la de apercepción” (Nouveaux Essais sur l’entendement
humain, II, 21, §36, NE Echeverría p. 215; GP V 271).
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OFC II p. 200 ; AA VI, 4B, 1583). Así, sólo los espíritus pueden llamarse, en sentido estricto,
libres, ya que la espontaneidad “en la sustancia inteligente o libre”, según Leibniz, “se
convierte en un imperio sobre sus acciones” (Essais de Theodicée, III §291, OFC X p. 297;
GP VI, 289). En opinión de Schepers, la racionalidad sólo se da en las creaturas de mayor
perfección en cuanto que sólo éstas pueden observar que las acciones emergen de su
propia fuerza y que, por tanto, son responsables: “para Leibniz, la libertad signiica la
capacidad de seguir la propia naturaleza, lo cual implica seguir las propias inclinaciones
naturales sin restricción externa alguna” (Schepers, 2011, p. 31).
Asimismo, esto implica que los espíritus son capaces de orientar la estructura teleológica
compleja de la máquina mediante la deliberación, para lo cual la racionalidad se sirve de
dos principios fundamentales: en primer lugar, el principio de contradicción, “en virtud del
cual juzgamos falso lo que encierra contradicción, y verdadero lo que opone a lo falso o
es contradictorio con lo falso” (Monadologie, §31, OFC II p. 332; GP VI, 612); en segundo
lugar, el principio de razón suiciente, el cual nos dice que “nada actúa como no haya una
razón de la que una vez puesta, se siga el hacerse esto mejor que lo opuesto” (Conversatio cum domino episcopo Stenonio de libertate, Rovira p. 101; Grua 269).
Otra de las diferencias para entender esta parte de la taxonomía de las mónadas y su
correspondiente función en la comprensión de las máquinas naturales, se da en la teoría leibniziana de la expresión. En efecto, mientras las mónadas simples y almas de los
animales irracionales expresan prioritariamente el universo, tal y como ya se ha mencionado, los espíritus, en palabras de Leibniz, “expresan más bien a Dios que al mundo”
(Carta de Leibniz al Landgrave Ernst fechada entre el 1 y el 11 de febrero de 1686, OFC XIV p.
6; Finster 10). Si bien toda mónada expresa el universo desde su propia perspectiva o
situs, en cuanto que espejo viviente del mundo, podemos distinguir entre la forma en
que las mónadas en general y las meras almas lo expresan, y el modo en que los espíritus
expresan tanto a Dios como al mundo. La diferencia radica no sólo en el grado de claridad y distinción que se presenta entre los espíritus y los demás tipos de mónadas, sino
también en aquella cercanía y cuidado que maniiesta la divinidad para con los espíritus,
en palabras del hannoveriano: “un solo espíritu vale por todo el mundo, pues no sólo lo
expresa, sino que también lo conoce y se gobierna a sí mismo a la manera de Dios” (Discours de métaphysique, §XXXVI, OFC II p. 202 ; AA VI, 4B, 1586).
La diferencia fundamental entre las almas ordinarias y los espíritus es que estos últimos,
además de ser imágenes de universo de las criaturas, son imagen de la divinidad, gracias
a lo cual son, en palabras de Leibniz, “capaces de conocer el sistema del universo y de
imitar algo de él mediante diseños arquitectónicos, pues cada espíritu es, en su ámbito,
como una pequeña divinidad” (Monadologie, §83, OFC II p. 340; GP VI, 621). Al ser imagen
de Dios, en efecto, los espíritus no sólo tienen una percepción de las obras de Dios, sino
que también pueden imitarle, produciendo algo que se parece a ellas, aunque en pequeño. De ahí que la relación entre Dios y los espíritus sea de una índole distinta a la que se
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da entre Dios y el resto de las criaturas. En efecto, los espíritus se relacionan con Dios no
sólo como la máquina con su artíice, sino también como miembros o súbditos de la más
perfecta de las monarquías.
Al tener en cuenta las diferencias entre los espíritus y las almas irracionales, sin embargo,
surge una diicultad dentro de la ontología leibniziana, en especial cuando tratamos de
articular esta taxonomía con su “ley de la transición gradual que”, según el hannoveriano,
“elimina todo salto” (Carta de Leibniz a De Volder fechada entre el 6 y el 17 de diciembre de
1698, OFC XVI B p. 1074; GP II, 154). En efecto, la introducción de la racionalidad como
elemento constitutivo de las mónadas espirituales, a pesar de que presupone una cierta
continuidad entre el hombre y los animales, marca una diferencia fundamental, un salto
cualitativo que rompe con la pretendida gradación y continuidad que supone la ontología leibniziana. “La naturaleza”, tal y como le expresa a la electora Sofía, “no da saltos
y no pasa de un género a otro” (Carta de Leibniz a la electora Sofía fechada el 6 de febrero
de 1706, Rovira p. 106; GP VII, 567). No obstante, la taxonomía que ahora presentamos
parece omitir este detalle. Cabe mencionarse, además, que algo similar ocurre respecto
a Dios y al hombre, tema que, sin embargo, reservo para otro momento.
TEXTOS DE LEIBNIZ Y ABREVIATURAS
AA:
Gottfried Wilhelm Leibniz, Sämtliche Schriften und
Briefe, herausgegeben von der Deutschen Akademie
der Wissenschaften zu Berlin, Darmstadt (1923 y
ss.), Leipzig (1938 y ss.), Berlín (1950 y ss.).
GP:
Die Philosophischen Schriften, 1965, herausgegeben
von C.I. Gerhardt, Hildesheim.
Grua:
Textes inédits d’après les manuscrites de la bibliotheque provincial
de Hannovre, 1948, publiés et annotes par G. Grua, París.
Robinet:
Principes de la nature et de la grâce fondés en raison. Principes
de la philosophie ou monadologie, 1954, publiés intégralement
d’après des lettres inédits par A. Robinet, París.
Finster:
G. W. Leibniz, Der Briefwechsel mit Antoine
Arnauld, ed. de Reinhard Finster.
OFC:
NE Echeverría:
G.W. Leibniz. Obras filosóficas y científicas. II, X, XIV,
XVI B, VIII, 2010-2016, Comares: Granada.
Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano,
1992, trad. J. Echeverría, Alianza, Madrid.
Casales García, R. (2017). Taxonomía de las mónadas en Leibniz. Revista A&H (6), 97-107.
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Referencias
Duchesneau, F. (2011) “Leibniz versus Stahl on the way Machines of Nature Operate”, en: J.E. H.
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