LÁTIGO DE SEDA: SUJETO CULTURAL Y DISCURSO DEL JUEGO DE LA
SUMISIÓN Y LA VIOLENCIA EN
“UNA MUJER AMAESTRADA”, DE JUAN JOSÉ ARREOLA
Alana Gómez Gray
Universidad de Granada, España
RESUMEN: A partir de la teoría de Edmond Cros centrada en el sujeto cultural, definido
como un sistema semiótico-ideológico a partir del cual es posible percibir lo
socioeconómico en lo cultural, se analiza un cuento del afamado escritor Juan José
Arreola. A través de un juego especular dentro de la diégesis se puede ejemplificar
cómo mediante la observación del Otro, se realiza la identificación que da lugar a la
construcción del yo, tanto individual como colectivo a que apela Cros a partir de la
teoría de Lacan. Asimismo, en la morfogénesis del texto del mexicano se cierne un
discurso de violencia y sumisión dentro de los entes ficcionales femeninos y
consensuado por los varones, que ejemplifica la alienación del ser humano inscrito en
una sociedad que le trasfiere sus valores, lo moldea y habla en su lugar.
PALABRAS CLAVE: sociocrítica, sujeto cultural, estudios de género, feminismo, violencia
El personaje femenino del cuento “Una mujer amaestrada”, de Juan José Arreola
(1996:114-116), obedece mal a las indicaciones de su domador. Al pedírsele que camine
erecta, salve algunos obstáculos, resuelva cuestiones de aritmética elemental, baile y dé
besos, se espera que lo realice a la perfección por ser acciones que todos los
participantes de una sociedad occidental, con un mínimo de alfabetización, reconocen
como sencillas, incluso intrínsecas del ser humano como lo serían besar y caminar. Eso
antes que reflexionar acerca de que ella es un ser amaestrado.
Este tipo de cuestiones forma parte de lo que Edmond Cros se pregunta: “¿Es
inherente al texto cultural el no ser perceptible a simple vista?” (Cros, 2002:183). Y es
que, en efecto, lo que no es perceptible en el texto mencionado en primera instancia es
la degradación a que es sometida una mujer al considerarla sujeto de amaestramiento, y
además, que ni siquiera lo sea correctamente dada su imposibilidad de realizar aquello
que se supone aprendió o, más aún, llevar a cabo acciones que le son privativas.
Cros define al texto cultural como:
Un fragmento de intertexto de un determinado tipo que interviene, según modos
específicos de funcionamiento, en la geología de la escritura. Se trata de un esquema
narrativo de natura doxológica en la medida en que corresponde a un modelo
infinitamente retransmitido, el cual, como consecuencia, se presenta como un bien
colectivo cuyas marcas de identificación originales han desaparecido (Cros, 2002:171).
Ha quedado perdido en la memoria el origen de donde surge este argumento
central, el de la sumisión de la mujer a la voluntad masculina, y que es de los que
divierten siempre. En la mentalidad misógina de la edad Media imperaba considerar a
las mujeres como torpes, ineptas y estúpidas; Arreola muestra a lo largo de su obra un
gusto especial, tanto por los temas como por el humor de la literatura de esa época,
como bien lo muestra Mercedes Serna en su artículo “Arreola y el mundo medieval”,
por lo que no es de extrañar que los entes ficcionales de sus mujeres encarnen estas
características.
Por lo tanto, es posible encontrar en este cuento no sólo los vestigios de una
postura de las
relaciones
femenino-masculinas,
sino
también
acciones del
comportamiento humano consideradas como básicas, tanto que son susceptibles de ser
realizadas por un niño… o por un animal, como es el caso. Todo esto expuesto de una
manera que se antoja natural y que, dada la diégesis de “Una mujer amaestrada”,
provocan la risa y el agrado, connotando con ello “nuestra pertenencia al grupo” (Cros,
2002:171), ya que se comparten los “indicios”, como explica Cros:
Aquéllos a quienes interpela de este modo deben saber, conocer y reconocer al menor
indicio; cuando más débiles son los indicios, mayor es „el placer del texto‟ y más
elevado el grado de adhesión a lo colectivo, la fusión entre el destinador y el
destinatario en el seno mismo del sujeto (Cros, 2002:171).
Es interesante conocer los mecanismos del funcionamiento del texto cultural; a
la par, es un tanto inquietante percatarse del funcionamiento del texto cultural en uno
mismo, en el rol de lector imbuido en una determinada comunidad.
Ahora, el autor de la obra, junto con los lectores que captan estas sutilezas
propias de la cultura dentro de la cual han crecido y de la que forman parte, constituyen
el sujeto cultural, definido éste por Cros como “una instancia que integra a todos los
individuos de una misma colectividad” y que es, al mismo tiempo, “una instancia del
discurso ocupada por Yo, la emergencia y el funcionamiento de una subjetividad, un
proceso colectivo y un proceso de sumisión ideológica”(Cros, 2002:12). Y continúa
Cros:
La noción de sujeto cultural implica un proceso de identificación, en la medida en que
se fundamenta en un modo específico de relaciones entre el sujeto y los otros. En efecto,
en el sujeto cultural, Yo se confunde con los otros, el Yo es la máscara de todos los
otros. […] La noción de sujeto cultural forma parte ante todo de la problemática de la
apropiación del lenguaje en sus relaciones con la formación de la subjetividad, por una
parte, y con procesos de socialización por otra (Cros, 2002:19-20).
A partir de este argumento, Cros propone que el sujeto cultural y el ego emergen
al mismo tiempo a través del proceso del espejo lacaninano, donde el ego se forma
teniendo como medio la imagen del otro; cabe recordar el ejemplo del niño ante su
propia imagen especular: si bien él se concibe a sí mismo como fragmentado, es ante el
reflejo donde se ve completo y con control.
El teórico francés define al sujeto cultural como sistema semiótico-ideológico
cuyo impacto se hace evidente en la morfogénesis de los productos culturales, y que
abarca tanto lo individual como lo colectivo y, dado que se produce y reproduce en el
momento mismo del discurso, es decir, como capaz de manifestarse y hablar a través del
enunciado, es posible encontrarlo en el cuento “Una mujer amaestrada”, de Arreola,
perteneciente a su libro Confabulario, evidenciando tanto lo individual al conformarse a
sí mismo a través de los otros, como las circunstancias socioeconómicas transcritas
dentro de lo cultural.
EL HABLA OBEDIENTE
El título “Una mujer amaestrada” es, evidentemente, una deconstrucción de La fierecilla
domada, de William Shakespeare, farsa escrita alrededor de los años 1593-1594; y,
efectivamente, el cuento tiene a esta última como intertexto. Juan José Arreola no sólo
retoma la idea central de la obra de teatro, sino que la transforma al ir más allá de los
parámetros en los que concluye la comedia; dicho de otro modo, a través del cuento, el
escritor mexicano elabora una consecuencia insospechada.
En la obra teatral, un hombre ha logrado domar a su esposa y exhibe ante los
otros sus logros: Petruchio ordena a Catalina que venga ante él una vez que ella se ha
retirado a platicar con otras mujeres después de una comida, que traiga a sus
compañeras quienes no han querido presentarse ante sus respectivos consortes una vez
que han sido reclamadas por ellos, y que además les exponga a todos los presentes
cuáles son sus deberes femeninos respecto a sus señores y esposos. Ella obedece de
inmediato para beneplácito del marido, quien, además de demostrar su supremacía, gana
una apuesta entre sus amigos por poseer a la esposa más sumisa. Catalina antes de su
proceso de doma era una mujer que incluso poseía un látigo de verdad y que llegó a
utilizarlo sobre su propia hermana, a quien tenía con las manos atadas.
En el cuento de Juan José Arreola se reproducen las ataduras y el instrumento de
tortura: la atada es la protagonista, así la tiene su director, gracias a una cadena muy
ligera que va de la mano izquierda de él al cuello de ella. A su vez, es él el poseedor de
un “impresionante” látigo de seda floja, impresionante porque ni pega ni provoca
ningún chasquido ni sirve para que ella actúe de forma adecuada, puesto que la mujer
obedece mal a las sencillas acciones que le exige el saltimbanqui.
La mujer ha pasado de la doma al amaestramiento.
Al analizar estos dos semas, „domar‟ y „amaestrar‟, es posible encontrar una
concatenación para nada fortuita en el título del cuento de Arreola. Ambos apelan a
animales. Domar tiene que ver con amansar o domesticar. “Hacer que un animal pierda
su bravura o que obedezca al hombre (fig.). Someter, quitarle la rebeldía a una persona”
(Moliner, 1983:1032). Éste sería el primer paso; la continuación sería Amaestrar:
“Adiestrar. Particularmente, enseñar a los animales a ejecutar habilidades. Aplicado a
las personas, por ejemplo a niños, tiene sentido irónico o despectivo” (Moliner,
1983:155). Así, primero se le somete al animal (en este caso, una mujer) y después se le
enseñan trucos.
Si bien en la obra del dramaturgo inglés, tanto hombres como mujeres son
animalizados, en Arreola, en el caso de esta mujer en particular, no en apariencia,
empero, como afirma Margo Glantz, “entre los animales más frecuentados por Arreola
está la mujer, uno de los animales preferidos de su bestiario”.
Catalina recibe epítetos de víbora, fiera, halcón, paloma y cordera. A la
amaestrada, quien carece de nombre, no se le denomina con nombres de bestias
directamente pero, por el hecho de ser amaestrada, se le equipara al animal en tanto que
ha aprendido a ejecutar ciertos actos que son simples habilidades humanas para las que
no hay necesidad de demasiado ingenio, incluso, como caminar erecta.
Con esta sencilla denominación, Arreola dota a lo femenino de la imposibilidad
de ser considerado como parte del homo erectus a pesar de que posee la habilidad
intrínseca de caminar como tal, mucho menos de pertenecer al homo sapiens sapiens: le
resta siglos de evolución humana.
Así que le animaliza en tanto brinca obstáculos como un perro o un poni;
resuelve cuestiones elementales de aritmética como los chimpancés de laboratorio y
ciertas gallinas de feria de pueblo; “daba vueltas de carnero” como un carnero; besa sin
ton ni son sin establecer una correlación entre quien da monedas y, por lo tanto, debe ser
premiado, y quien no; no tiene sentido del ritmo ni de la seducción mínima, ya que
“baila con descompuestos ademanes difícilmente procaces”.
Esto se refuerza con el hecho de nombrar al personaje masculino, además de
saltimbanqui, domador, palabra cuyo significado particular es “personas que tienen por
profesión domar fieras y exhibirse con ellas en el circo” (Moliner, 1983:1032). Por lo
tanto, si la instancia narrativa le da el carácter de ser que ejerce una actividad
específicamente con fieras, es domador en tanto hay una, para efectos de este caso, la
mujer amaestrada.
En este punto es posible notar esa “violencia de las formas” a que atañe Antonio
Gómez-Moriana cuando se da una
[…] distribución de papeles literarios [que] no se corresponde con los papeles que
representan socialmente los personajes que encarnan la historia, al igual que sus
acciones y sus lenguajes (1997:170).
No es natural ser domador de una mujer ni que ésta se presente como un ser que
lleva a cabo acciones absurdas, “que no eran cosa del otro mundo”, que el otro le
demanda. No es natural que una mujer pase a convertirse en mono de feria, se le tenga
atada al cuello como chango de cilindrero, y se utilice sobre ella un látigo como hacen
en el circo con los caballos y los felinos. Por muy “simbólicos” que sean los
instrumentos de sujeción, como la propia instancia narrativa los califica, son símbolos
finalmente y encarnan un maltrato que remite a la campana de Pavlov, en que no es
necesario ser golpeados de verdad, con recibir el mero ademán, ya hay una reacción.
En ambos textos se trata de mujeres bajo el mando de un hombre y la
microsemiótica que se encuentra es la de obediencia/desobediencia y es interesante
notar en qué se lleva a cabo tal cuestión.
Si se extiende la idea de lo domado amaestrado y se considera al cuento de
Arreola como continuación de la obra de teatro de Shakespeare, es posible tener una
clara idea de lo que significa la obediencia en las relaciones de lo femenino con lo
masculino.
Lo primero es la diferencia que hay entre las dos protagonistas. Catalina, la
fierecilla, es joven, hija de un hombre rico, y su característica principal es su lengua,
calificada de violenta, una vez que a ella le apetece ser libre para hablar como le plazca.
Esto provoca en los hombres incapacidad de “aguantarla”, de llamarla “maldita” porque
acostumbra gritar y ser impaciente con lo que se le ordena y responder con ingenio a lo
que se le dice. Esto connota un prototipo de mujer susceptible de ser transformado, muy
valorado en la época del autor inglés, ya que se debía domar a las mujeres ariscas y
hacer dormir su lengua cuando ésta era demasiado violenta. De las mujeres se esperaba
que poseyeran “cara alegre y sincera obediencia”; se les pedía sumisión y se les
consideraba necias al querer reclamar el gobierno, el poder y la supremacía, cuando su
deber era servir, amar y obedecer al marido, quien se convertía en su señor, su vida, su
guardián, su jefe, su soberano y a quien no debían contradecir. Esta fantasía masculina
adquiere un momento culminante en la obra shakespeariana porque es en boca de la
propia Catalina como se dicta el reglamento de conducta que ellas deben guardar.
Catalina desea hablar, exteriorizar lo que piensa y siente; sin embargo, es
doblegada a fuerza de imitar su carácter y de impedirle que coma o duerma
adecuadamente, se le somete con el mismo método que a las aves de rapiña.
En contraparte, de la protagonista del cuento de Arreola no se conoce nada ni de
su historia, ni de su sentir por lo menos, como se verá más delante; simplemente se
enumeran sus acciones, mas lo importante aquí es que no habla. Como si hubiese
pasado por el proceso de doma al que fue sometida Catalina, en el cual se le ha instruido
cuándo, cómo y sobre qué hablar, y este proceso hubiese sido llevado a sus últimas
consecuencias, ha perdido la posibilidad de comunicarse mediante el lenguaje verbal
con el mundo que la rodea. En Shakespeare, la mujer utiliza su lengua en la medida en
que le es solicitada por su amo; en Arreola se presenta la conclusión de un proceso
involutivo.
La obediencia, entonces, está centrada en el uso del habla y ésta debe ser a gusto
de los varones, nunca áspera y siempre encaminada a enaltecer las bondades masculinas
y los deberes femeninos. Sin embargo, la obediencia en este caso –si es que la
obediencia ciega puede alguna vez traer consecuencias felices- desemboca en
la
pérdida de la capacidad de hablar, lo cual conlleva los peligros que son evidentes en la
mujer amaestrada: el camino hacia la pérdida de la humanidad.
Una vez que la apropiación del lenguaje se desarrolla gracias a los procesos de
socialización, la falta de habla del personaje femenino de Arreola deviene en una
situación muy diferente de la mudez como defecto congénito o accidental. Por una
parte, Catalina se ve obligada a doblegar su habla a los preceptos de su esposo. De la
mujer amaestrada no se sabe a través de la diégesis por qué no ejerce su voz, sin
embargo, es significativo que Arreola no se la otorgue.
A la luz del uso del habla en estos dos escritos se vuelve evidente que la
conformación del sujeto cultural en las mujeres se construiría con un estilo diferente a la
de los hombres, al menos desde el punto de vista de este tipo de morfogénesis literaria.
Si la literatura es el medio a través del cual se hace evidente el Yo no-consciente
construido con base en los lineamientos culturales que rigen a la sociedad en la cual está
inserto el individuo, es posible ver un trayecto de la conformación de lo femenino a
través del tiempo, lejano del beneplácito. Sobre todo al considerar que La fierecilla
domada ha sido modelo de múltiples representaciones no sólo en el teatro, sino a través
de otros medios y géneros.
Sumar a esto el “imaginario inconsciente” como el receptor del material
manejado por el sujeto cultural, el cual asimismo es la instancia intermedia entre el
lenguaje, en tanto estructura socializada, y la palabra, se produce la idea que las mujeres
en general son dominadas acerbamente por ese imaginario, de tal suerte que hay una
traba entre el lenguaje y el habla. Este imaginario inconsciente es hereditario y a su vez
una sedimentación histórica; de ahí que un argumento como el de la mujer sometida sea
algo tan viejo y tan introyectado que dificulte reconocer lo que tiene de reprochable.
El lenguaje y las diversas prácticas discursivas es una de las tres manifestaciones
concretas de la cultura para Cros; para él, lenguaje “es el conjunto de las semióticas
distintas de las „macrosemióticas naturales‟ que son las lenguas nacionales y regionales”
(cfr. 2002:14), conjunto determinado por los modelos de comportamiento y al tipo de
pensamiento que le son impuestos al sujeto que sólo es tal en tanto la sociedad a la que
pertenece le confiere su identidad, la cual está regida por las características particulares
de la sociedad a la cual se pertenece. El sujeto construye su propia identidad en la
medida en que se sabe existente y reconocido por otros como singular pero idéntico en
una realidad que les es común y abarca ámbitos tanto físicos como psicológicos y
sociales.
La identidad personal es una construcción dinámica de una unidad de la conciencia de sí
a través de las relaciones intersubjetivas, de las comunicaciones de lenguaje y de las
experiencias sociales. […] A nivel individual, la identidad social es el producto y el
lugar de síntesis de las relaciones dialécticas entre el yo mismo, el yo y el sí, implicados
en toda relación con otro (Doron/Parot, 1998:294-295).
Y la forma como se desarrolla en el plano psicosocial, como afirma Erik H.
Erikson,
[…] presupone, por tanto, una comunidad de gente cuyos valores tradicionales lleguen a
ser significativos para la persona que crece, así como que el crecimiento de ésta
adquiere importancia para la comunidad. […] La identidad psicosocial, por tanto,
depende de dos elementos complementarios: una síntesis interna (yo) en el individuo y
una integración de papel en su grupo (Sills, 1979: 587).
Imposible sustraerse de la estructura y de su discurso dentro de lo que se crece,
la estructura habla por el sujeto: “Es ego aquél a quien se ha enseñado a decir ego. […]
Los mecanismos de interiorización del discurso funcionan como un espejo: digo Yo
porque a mí me hablan de tú (Cros, 2002: 16).
¿Cuál es la forma de ese tú para la mujer amaestrada de Arreola? Curiosamente
no se puede decir que le falten referentes para crear su imagen especular y llegar con
ello al narcisismo, sino que su construcción tanto individual como social se
desarrolla de la forma inadecuada. Algo muy diferente ocurre con la edificación que
la instancia narrativa hace de estos dos elementos.
ESPEJO EN EL CIRCO
La instancia narrativa de “Una mujer amaestrada”, en este caso considerado el Yo que se
encuentra o define a través de los otros, narra en primera persona lo acontecido en un
pasado inmediato de forma omnisciente.
La primera línea define la temporalidad y la espacialidad de la diégesis y la
forma como califica lo que se ha presenciado: “Hoy me detuve a contemplar este
curioso espectáculo”.
Lo sucedido ha ocurrido hoy mismo: encerrado en un periodo definido y dentro
del corto plazo. Se emplea para ello el pretérito y la acción es “contemplar”, palabra
proveniente del latín contemplari, cuyo significado es “mirar una cosa o prestar
atención a un acontecimiento con placer, tranquilamente o pasivamente” (Moliner,
1983).
No se mira de cualquier modo, sino que se hace con atención, de ahí que el tipo
de mirada que se deposita en el acontecimiento no corresponde ni a la superfluidad de la
observación cotidiana que por rutinaria se pierde, ni a la vacuidad del hecho en sí. En
esa primera línea se indica la forma como se presencia lo que ocurre. El narrador se
enfrenta a algo extraordinario, tanto el espectáculo que se le brinda en una plaza como
el hecho de estar ante seres que le devuelven a sí mismo a través del minucioso análisis
que se hace de ellos y cuyas descripciones son de dos tipos diferentes: una que atañe a
las simples formas y otra que se adentra tanto en la descripción psicológica como
emocional del personaje.
La instancia narrativa definida como “yo” se detiene a contemplar un
espectáculo y hace una descripción de lo que ve; sin embargo, pronto comienza a emitir
juicios: “Las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo”, o el domador poseía una
gran paciencia. Su mirada abarca al público que, en tanto destinatario del espectáculo,
muestra sensibilidad ante las suertes circenses simplemente por el esfuerzo que han
requerido, independientemente de los resultados. Colocándose como parte de ese mismo
público, el narrador mismo admite en alguna otra ocasión haberse “quedado viendo con
admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con las
manos”. Sin embargo, establece una diferencia entre los mirones que le rodean y él, en
tanto se considera un “observador destacado” que se percata no sólo de los prodigios
que se le muestran, sino capaz de darse cuenta de los pormenores de los integrantes del
espectáculo que, como un plus, le permiten tener una idea de su vida privada.
Su atención se mueve de un personaje a otro. Encuentra puntos de similitud y de
rechazo: fragua su propia imagen a partir de los que le rodean. El hecho de que la
diégesis repose en una situación de circo, refuerza la idea del espectáculo de verse a sí
mismo, ya que
El otro se constituye en relación con el Yo sobre la base de la imagen especular y
representa, sobre el eje imaginario, el objeto de identificación del mismo nombre. El
Otro es el polo transindividual del eje simbólico, es decir, del lenguaje definido como
funcionamiento de una cadena significante, cuyo punto de sujeción en el cara a cara es
el sujeto insconsciente (Doron & Parot, 1998:413).
El “yo” de la narración no es un simple espectador más, sino que contempla en
toda la extensión de la palabra a esos otros que están frente a él, en un doble juego de
encuentro con los otros y, en consecuencia, consigo mismo. Ésta es la causa de que los
observa no sólo por encima, sino que hace una reflexión más profunda de ellos, pero no
interrogándolos, sino imaginando o infiriendo su sentir, apelando al imaginario
colectivo que rige dentro de él aunque no lo sepa. Las primeras descripciones emitidas
son físicas: en la primera fase aparece un personaje masculino, “él”, un saltimbanqui
polvoriento, un hombre, orgulloso, domador. En la segunda, pasa al plano emocional,
lo define al saltimbanqui, a él, con “una paciencia infinita, francamente anormal”; un
tipo que sufre y se angustia, encariñado con su fiera. Lo califica de orgulloso y culpable
al mismo tiempo, de fingir felicidad, de sentirse abatido, furioso. Otro que a la vez
golpea u ordena besos, tiene el rostro enharinado y también es padre.
Sin embargo, para “ella” sólo existen descripciones físicas: una mujer
amaestrada, encadenada, camina en posición erecta, salva obstáculos de papel, resuelve
cuestiones de aritmética elemental, incapaz de determinar quién arrojó la moneda y, por
lo tanto, premiarle con un beso. Sus gracias no tenían nada de extraordinario. Tiene una
gorra de lentejuela donde recoge el dinero que le dan, enarbola un ábaco de colores
como pandero, baila “con descompuestos ademanes difícilmente procaces”. Y es justo
cuando el narrador mismo interviene cuando ella se supera a sí misma y llega al éxito.
Existe en la diégesis un tercer personaje, un “pequeño monstruo de edad
indefinida”, que con un tambor ofrece el fondo musical; es un enano, es el hijo del
saltimbanqui, quien, en el instante en que se desarrolla el momento culminante, pasa a
ser “un niño”, es decir, adquiere un carácter humano.
La actitud de la instancia narrativa demuda cuando percibe en el domador una
característica que le atrae: una paciencia anormal, demasiado vasta ante la estupidez de
la mujer. Esa cualidad jobiana le lleva a proporcionarle otro status, por lo cual deja de
verla a ella, centro del show, y centra su atención en el hombre en un “impulso de
solidaridad”. ¿Por qué solidaridad? De aquí se puede intuir que el narrador se siente
identificado con el otro en tanto sea del mismo sexo, porque la instancia narrativa a su
vez es paciente o porque también sea domador.
El actor principal del espectáculo para él, por lo tanto, no es la mujer, sino lo que
acontece en el interior del personaje masculino; de ahí que hay un espectáculo dentro
del espectáculo. “La identificación con el Otro sólo puede producirse a través de mis
propios modelos discursivos, producidos precisamente para expresar lo que soy, lo que
sé o lo que imagino”, explica Cros (2002:48).
Aquí empieza la descripción de las emociones del domador como alguien que
sufre ante la torpeza de su ser supuestamente amaestrado. Pero el sufrimiento no sólo
radica en la desazón del fracaso, sino en un encariñamiento, producto, quizá, de los años
de “tedioso aprendizaje”. El vínculo que la instancia narrativa infiere entre estos dos
personajes (domador y amaestrada) no es el común del afecto entre seres iguales,
propiciado por la convivencia entre un hombre y una mujer, una relación de amor, sino
un cariño que surge del contacto motivado por una relación que tiene un fin
determinado. Y que no puede ser más que eso pero que, en este caso, se transgreden las
normas y se da “una relación, íntima y degradante, que iba más allá del domador y la
fiera”.
Una especie de código de conducta que ha sido violado, por lo cual, intentar
profundizar en el tipo de relación que sostienen la mujer y el hombre “llevará
indudablemente a una conclusión obscena”. Como en el carnaval bajtiniano, es a través
del espectáculo en la calle como se puede ser lo que no se es, el momento de la
trasgresión tanto permitida como legitimada.
El narrador medita lo que se muestra enfrente y afirma “con certeza, a juzgar por
sus reacciones” que el saltimbanqui se siente “orgulloso y culpable” a la vez porque éste
se sabe tanto con mérito por haber amaestrado a la mujer, como vil por haberlo hecho.
El domador ejerce su control gracias a una cadena que ella lleva al cuello y “que no
pasa de ser un símbolo” por su fragilidad, más un látigo de seda floja. A pesar de que
finge felicidad durante la representación, es decir, actúa, se siente defraudado por ella,
por lo cual llega al abatimiento y la furia que le llevan a maltratarla más físicamente al
utilizar “el látigo de mentiras”.
Esta actitud del domador provoca un nuevo cambio en el narrador, quien se da
cuenta que estaba cometiendo un error, sin definir cuál, y torna a verla a ella “como
todos los demás”; una vez más entra al rol de público del cual se había desvinculado,
pero lo sorprendente del cuento es el giro que toma: el espectador pasa a ser espectáculo
también. Se une a la mujer que, “alentada por tan espontánea compañía”, se supera a sí
misma en su bailable y obtiene “un éxito estruendoso”.
Las reflexiones del narrador y los hechos en torno al espectáculo se dan a la par
de las acciones de la mujer: mientras medita ella da vueltas de carnero en una angosta
alfombra; mientras hay un problema con el permiso, ella recoge monedas o besa.
Por otro lado, el espacio donde se desarrolla la acción del cuento está bien
determinado y se plantea un juego de límites, así como los opósitos dentro/fuera. El
espectáculo se ofrece en una plaza de las afueras y, aunque está “a ras de suelo y en
plena calle”, hay un círculo de tiza que ha sido trazado por el propio saltimbanqui. Con
esto se muestra la necesidad de establecer con claridad el espacio dentro del cual puede
desarrollarse la acción. A esto se le suma que la
„alteridad‟ se define por medio de una serie de signos que remiten a lo que está fuera del
límite, no es extraño que las representaciones de la „alteridad‟ se articulen con el
espacio mítico de la transgresión (Cros, 2002:44).
El escenario donde se dará cuenta de esta formación del Yo ha sido establecido
por el autor con dos vertientes: el trazo del círculo y el hecho circense.
El que sea hecho con gis implica lo efímero, lo susceptible de ser borrado. Es
más una idea que una realidad. Empero, esa idea es defendida como si se tratase de un
espacio sagrado, pues se retira a los espectadores que lo rebasan. Asimismo, este círculo
casi virtual ha sido hecho con permiso de las autoridades, es decir, no se transgrede
ninguna ley; sin embargo, hay un guardia que afirma que aquello está prohibido,
entorpece la circulación e irónicamente afirma, “el ritmo, casi, de la vida normal”. El
círculo se convierte en un obstáculo para lo cotidiano. Hay un espacio para el público y
otro para los actores. Un espacio para lo de todos los días y otro para lo extraordinario.
Un espacio para ver y otro para actuar. La primera persona transgrede ese espacio, entra
a él y adopta el papel del otro que no observa, sino que es observado.
Lacan afirma que la formación del Yo se simboliza en los sueños por
un campo fortificado […] distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto, hasta su
contorno de cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde el sujeto se
empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo interior, cuya forma (a veces
yuxtapuesta en el mismo libreto) simboliza el ello de manera sobrecogedora (1972:15).
Cabe recordar que Yo es la instancia donde se forjan las representaciones
conscientes y, en particular, la representación de sí; y por otra parte existe el ello, área
que instala los mecanismos de represión ante cualquier amenaza proveniente de las
representaciones internas o de las percepciones. De igual forma en el cuento de Arreola
hay un camino hacia el interior y el “castillo interior”, símbolo del ello, es decir, de la
represión que en este caso queda conferida a la autoridad paterna, como se verá más
adelante. Ya expresó Cros esto de un mejor estilo: “A un inconsciente que funciona
como el lenguaje parece responderle, como un eco, una escritura que funciona, al menos
en parte, como el sueño” (Cros, 2002, 183).
Regresando al cuento, el “yo” o instancia narrativa, aun cuando se sabe parte de
los espectadores, no se equipara con el público en general, al que califica tanto de
inocente como de poco observador; por lo tanto él es especial, incluso mejor. No se
empareja con los otros que ven, sino con aquéllos a los que contempla. Ve con cuidado
al hombre y se identifica con él, pero dentro de las circunstancias específicas de
maltrato a la mujer, aun cuando fuese con un látigo de papel, se da cuenta del error que
comete al hermanarse con el agresor y en un intento de “desmentir ante todos mis ideas
de compasión y de crítica”. Como consecuencia, presa del arrepentimiento salta al
círculo.
Por una parte, este “yo” instancia narrativa cree que todos, es decir, los otros, se
han percatado de sus pensamientos y sentimientos; aquí es posible incluir la noción de
que no hay narrador sin narratario, por lo cual el autor/instancia narrativa considera a
personajes y lectores enterados de lo que le ocurre en su interior.
Por otra, busca “con los ojos la venia del saltimbanqui”, es decir, necesita del
permiso específico para traspasar el límite; le otorga al domador el poder de decidir
sobre él. No hay desobediencia alguna, ya que dicho permiso le es concedido y
legitimado al pedir el saltimbanqui más música: “Azuzado por su padre, el enano del
tamboril dio rienda suelta a su instrumento”.
Su actuación entonces es la siguiente: “Yo acompasé mi ritmo con el suyo [el de
la mujer] y no perdí pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que
el niño dejó de tocar (el subrayado es mío. A.G.)”.
No es fortuito, por lo tanto, que la instancia narrativa le otorgue al domador
ahora la denominación de padre, primera y única vez que aparece esta palabra en el
texto. Se pliega ante él, es decir, se convierte en el ser obediente: es la mujer que ejecuta
correctamente sus habilidades adquiridas, es la fierecilla domada que le hace quedar
bien ante los demás. No hay misoginia sin homosexualidad: la instancia narrativa se
asume en su papel contradictorio. Pero es aún más, es un Yo fragmentado, que a su vez
es un hombre que sí sabe cómo bailar o que por su intervención la mujer baila bien. El
narrador, ahora actor, amaestra sin látigo de seda ni cadena, sino con el ejemplo. Y no
termina ahí, ya que es, al mismo tiempo, el hijo obediente: se hermana con el monstruo
del tamboril.
En este cuento hay un orden alterado, ya que su transcurso normal sería el del
hombre dictaminador y la mujer obediente pero, al no ser así, se requiere de la
intervención de un elemento externo, en este caso el espectador atento que asume un
papel activo dentro de lo que observa, para que los personajes varones recuperen su
humanidad: el saltimbanqui se convierte en padre y el enano en hijo y niño. La mujer se
supera a sí misma y obtiene un “éxito estruendoso”, no más. El yo/instancia narrativa
que pasa de ser espectador a ser actor, es el elemento catártico y purificador que tiene
oportunidad de discernir cuál es la mejor forma de terminar su intervención y opta por
“caer bruscamente de rodillas”, en un papel tanto de agradecimiento como de humildad.
Finalmente lo es todo: la mujer amaestrada, el homosexual, el hombre, el padre y el
niño. Su identidad está completa y, además, forma parte de una sociedad que le aplaude
y aprueba. Lo individual y lo colectivo han sido conformados al haber reconocido en
los Otros los signos que le han permitido asimilarse dentro de sus propias categorías,
como afirma Cros. Se han establecido los límites donde este ritual especular se llevaría
a cabo y se le ha otorgado también la característica carnavalesca para que se realice la
transgresión de forma legitimada por la sociedad a la que pertenece.
Dado que el sujeto transcribe las especificaciones de su inserción
socioeconómica y sociocultural, así como los valores que dan forma a su horizonte
cultural sin un proceso consciente, se desprende que el sujeto diga lo que no quiere decir
y, además, lo que no cree decir.
De esto se deduce que en tiempos de Arreola y aún hoy, identificarse con la
mujer maltratada y/o con el niño monstruoso dentro de una sociedad capitalista marcada
por los valores mercantiles de la belleza y el deber ser, conlleva un insigne esfuerzo que
sólo puede darse en el marco de una festividad, de algo que no puede considerarse
demasiado en serio tal como sería un acto circense.
El problema es que sin tener en consideración incluso lo femenino sometido o la
infancia horripilante, no se es capaz de poseer una identidad completa. Por otra parte,
quedan claros, con este cuento de Arreola, los estereotipos bajo los cuales ha crecido y
crece la sociedad mexicana, más allá de su independencia colonial o de sus altibajos
económicos: existen ciertas características como la autoridad irracional, la estupidez o la
fealdad, que se suponen intrínsecas en los seres humanos pero no por ello llegan a ser
aceptadas; muy al contrario, son motivo de rechazo fortísimo por parte de los demás,
tanto porque se vean a sí mismos reflejados en ellas como por el temor que provocan
por el simple hecho de otorgar a sus poseedores la connotación de diferentes. En el Otro
está lo bueno y lo malo, así se da la complementariedad y relación mutua entre
identidad individual e ideología colectiva. Sin embargo, estos valores son mediados por
la sociedad.
Es conveniente recordar en este punto que lo bueno y lo malo, lo bello y lo
horrible representan el gusto adquirido a través de un proceso sociocultural, pues la
cultura al estar ligada al sujeto, no es algo terminado, sino que se encuentra en un
proceso de constante evolución, y que si bien en México imperan, como en otros países,
los modelos culturales de las clases y grupos dominantes, los arquetipos de belleza son
constituidos, por lo tanto, en medio de factores de tensión político-social.
Los ideales estéticos resultantes son producto de esas fuerzas en dirección
contraria que ejercen dominados y dominantes como escribe Antonio Chicharro al
abordar la obra del sociólogo español Francisco Ayala: en tanto existe “ la preeminencia
de los rasgos raciales del grupo dominante en los ideales de belleza de toda sociedad.”
(Ayala, 19612: 443, citado por Chicharro).
Para Ayala, la constitución de estos ideales a su vez “es consecuencia del arte en
concreto, sin que pueda pensarse la obra de arte como una aproximación al ideal
estético (cf. Ayala, 19612: 445-447, citado por Chicharro), y va más aún, al relacionar al
arte con la naturaleza y concluir que esta última carece en sí de “especificaciones
valorativas”, es el acuerdo cultural de las sociedades el que le otorga los valores de
bondad o maldad, belleza o fealdad, pero dada la forma como surgen estos valores, es
importante apuntar que el gusto variará a lo largo de la historia de acuerdo a los
movimientos opuestos y de ajuste que se presentan constantemente para que se dé el
permanente convenio dominantes-dominados.
Sin embargo, la diferencia que existe entre los estereotipos y la realidad
conformaría casi una manifestación esquizofrénica al tratar de conciliar ambos factores,
de ahí que el sujeto permanece alienado ante lo que sucede y responde de acuerdo al
contrato social bajo el que ha crecido. La conformación del Yo por parte del sujeto, por
lo tanto, no se da automáticamente en el todo que le rodea por la incapacidad natural de
aprehenderlo, sino a través de una especie de mecanismo sosegado y natural mediante el
cual el sujeto puede encontrarse personificado bajo otras formas que sólo son
susceptibles de aprehenderse en la medida en que se toma distancia de ellas, es decir, en
el momento en que se emplea el nosotros, tú, ellos, que se les contempla desde fuera del
círculo; “la imagen especular parece ser el umbral del mundo visible”, escribe Lacan
(1972:13), es por la mirada a los otros como se completa el desarrollo y pone de
ejemplo cómo las gónadas de las palomas maduran sólo mediante la visión de un
congénere, sin que importe el sexo, incluso ante su propia imagen reflejada en un
espejo.
La mirada es una parte de la construcción del sujeto cultural, pues una vez que
se ha visto a los otros, emerge y echa a andar la subjetividad, es posible percatarse de
que se es un sujeto en medio de una colectividad y surge la sumisión ideológica: se
asume lo que el discurso dominante de ese momento histórico, social, económico dirá
por él, a través del lenguaje que emplee en un proceso del que no tendrá conciencia
alguna ni podrá reprimir. Será un sujeto no-consciente. De ahí que el ego surge a la par
que el sujeto cultural, como afirma Cros, pues es a través de la combinación de la
conciencia de sí más la represión pero también más los valores culturales e históricos
que le otorga su sociedad como se obtienen los elementos necesarios para constituir un
Yo completo.
La instancia narrativa del cuento arreolano ve a los otros –es un sujeto en medio
de una colectividad- y pasa por un proceso de identificación que narra cargado de todos
los arquetipos estéticos y subjetivos que ha recibido de la sociedad a la que pertenece sumisión ideológica no consciente. Independientemente de que su gusto pueda ser
considerado bajo una vertiente maniqueísta, y de que el papel de la mujer en relación
con los varones no responda a modelos enaltecedores, simplemente refleja su momento
socioeconómico que es posible conocer de forma tan tangible gracias a la existencia del
arte y, en este caso, de la pluma del escritor de Zapotlán.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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