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Abandono del límite mental como método para la filosofía. Libre glosa al planteamiento de Leonardo Polo De acuerdo con la propuesta filosófica de Leonardo Polo en calidad de límite mental, o en el propio acto de inteligir, cabe detectar la presencia según actualidad de lo objetivadamente inteligido —por cierto con carácter de pura remisión intencional—, y en condiciones tales que sea viable abandonar ese límite mas sin “abandonar” la intelección, a través de una pluralidad de dimensiones, de donde con carácter de método para la filosofía: abandono del límite mental, es decir, de la presencia mental en tanto que reducida a sola actualidad . El método de abandono del inteligir presencial según actualidad —sobre todo en lo que atañe a la primera dimensión— es por Polo expuesto en el El acceso al ser, capítulos primero (epígrafes I y II, B) y tercero, mientras que un planteamiento global aparece en el capítulo segundo de la primera parte del primer tomo de la Antropología trascendental (epígrafe II, A). Para el estudio del plural método filosófico de abandono del límite mental y de la congruente temática es propedéutico el Curso de teoría del conocimiento, sobre todo a partir del tomo II, donde Polo acude a las nociones aristotélicas —según su versión medieval—, que había descartado en sus primeras obras, El acceso al ser y El ser I (La existencia extramental), por centrarse esas nociones en la actualidad de la forma sustancial. En cursiva se registran, siquiera la primera vez, las nociones de Polo, mientras que con comillas las que puedan servir para glosarlas.. Aun cuando a menudo el acto como actualidad es extrapolado “fuera” de la intelección, se corresponde con el ínfimo nivel de la “actuosidad” intelectiva según la condición de ésta superior a la principial en cuanto que es acto o “avance” de acuerdo con “intrínseca” dualidad, por lo que lúcido, luciente: luz como intelección o intelección como luz. Y ya desde ese nivel ínfimo, el de la luz presente según actualidad, en su condición de luz como intelección es desde luego más alta que la luz física pues no sin más alumbra algunas cualidades sensibles sino que según su intrínseca dualidad “actuosa” equivale a manifestativa claridad que “acompaña” o “sigue”, esclareciéndolos, actos distintos aparte del que ella es en tanto que por su actuosa de entrada “se acompaña” y en calidad de luz comporta conciencia o conocimiento del ser que es y de la riqueza esencial que desde él dinámicamente le cabe suscitar al asimismo asumir la humana naturaleza orgánica individual; con lo que por cierto existe inteligiendo el ser puramente distinto, el extramental, mientras a la par discierne la esencia de éste en cuanto que inferior, pero también de suerte que le compete orientarse personal y libremente en búsqueda de la propia plenitud, buscando el más alto ser. La usual noción de conciencia denota tanto el conocimiento del ser que conoce y de los actos a través de los que conoce cuanto el conocimiento de lo conocido al menos en la medida en que puede equipararse con cierto “caer en la cuenta” de lo conocido y no sólo de ser el cognoscente o de con qué actos conoce. Aunque la noción de conciencia suele tomarse como reflexiva, ningún conocimiento, ni siquiera sensitivo, admite propiamente reflexión, desde luego sin que se excluya el conocimiento de que se conoce y, en el hombre, de quien conoce, pero o bien en virtud de la dualidad intrínseca del acto intelectual o bien, en el sentir, cabe sugerir, por cuanto que acontece en la medida en que anímicamente se controla una compleja inmutación sensorial que confluye en un órgano central. Ahora bien, en la medida en que el abandono del límite mental o de la limitada presencia intelectual en tanto que reducida a actualidad en modo alguno conlleva dejar de inteligir, se corresponde con actos intelectivos más altos que el objetivante, esto es, superiores al acto de inteligir que por así decir se “decanta” en presencia según actualidad, y equivalentes a las distintas modalidades de intelección según hábitos, cuyo tema plural, a su vez, se corresponde con la distinción de distinciones reales en el ámbito de la amplitud trascendental o primaria del ser, por lo pronto la distinción real de esencia potencial y acto de ser que a partir de la aristotélica distinción de potencia y acto santo Tomás de Aquino descubre al discernir un acto superior a la forma sustancial, mas con mayor motivo la distinción real de actos de ser creados y la de sus esencias potenciales, pues distintos el ser personal y el ser extramental, y distintamente distintos uno y otro respecto de Dios. Por su parte, en la entera filosofía occidental de acuerdo con cierto monismo se han solido entender tanto el dinamismo cuanto la actuosidad, es decir, como una la actuosidad y como uno también el dinamismo, al igual que como únicos; pero ya que los distintos dinamismos equivalen al distinguirse real de actuosidades realmente distintas en tanto que primarias o de ámbito trascendental, a saber, la actuosidad que es el acto de ser personal y la desde luego distinta que es el cósmico, por eso, también se distinguen los dinamismos: el físico, natural, como distinguirse real de la actuosidad extramental y de esa suerte esencia potencial de ella, respecto del distinguirse real de la actuosidad personal, es decir, de la correspondiente esencia potencial, que es dinamismo mental pero, más aún, no apenas psíquico sino, en y sobre éste, espiritual: irrestricta enriquecibilidad. De modo que los distintos dinamismos se distinguen en cuanto que a su vez distintamente distintos respecto de las distintas actuosidades primarias en las que precisamente son su distinguirse real, pero de suerte que todavía más son ellas distintas, y no sólo por en calidad de esencia potencial admitir un distinto distinguirse real intrínseco sino porque de esa suerte comportan distinta distinción real respecto del Acto de ser según Identidad de su Esencia con Él, así que Acto en modo alguno potencial, de donde en virtud de la pura Simplicidad de su Ser actuoso como Identidad superior a cualquier acto que comporte un dinámico distinguirse real. Paralelamente, también ha sido corriente en filosofía equiparar la actuosidad con la actualidad y, si se toma en cuenta la averiguación aristotélica, con ella en cuanto que acto superior al movimiento, de modo que apenas se vislumbra la superior condición de la dinámica espiritual respecto de la física. Para tematizar el dinamismo espiritual en la filosofía griega y medieval se arbitra la noción de hábito como virtud, pero sin suficientemente destacar la condición actuosa que le compete, al cabo equiparada con cierta potencialidad justo respecto de la actualidad; hábito y virtud que en la filosofía moderna son a menudo reducidamente entendidos con carácter de mera costumbre, de manera que la actividad del espíritu —a su vez reducida al dinamismo— más bien se atribuye a una pretendidamente progresiva e inacabable obtención de actualidad, sostenida en última instancia mediante la actividad voluntaria, de entrada según el presunto “poder” de negar —duda, crítica, “fuerza” del negativo, epokhée— y a través de operaciones analíticas y sintéticas, negativas o reflexionantes, o bien, más tarde, interpretativas, como en Nietzsche, pero de suerte que ni siquiera de este modo se supera el horizonte de la actualidad pues incluso al interpretativamente trasmutarla a lo sumo se postula su reiterativa reposición y, por lo demás, sin eludir la índole circular de dicho horizonte. Por consiguiente, ya que de acuerdo con el abandono del límite mental se distinguen la actuosidad primaria equivalente al ser personal y la que al ser extramental, así como el dinamismo en el que estriban sus esencias potenciales, y en tanto que creadas distintamente se distinguen esas actuosidades primarias respecto de la que Dios es, dicho método equivale a cierto “trascendimiento” de la presencia como actualidad en cuanto que ésta según objetivaciones limita el inteligir restringiéndolo en calidad de acto o actuosidad, y de suerte que al abandonar este límite la intelección es de mayor altura no sólo temática sino también metódica, a saber, según hábitos, por los que de acuerdo con una más activa o actuosa intelección se acompaña o se sigue o bien se “enriquece” o amplía la actuosidad y el dinamismo respecto de los que la actualidad distintamente se distingue, pues concernientes a la entera amplitud trascendental del ser en tanto que éste de ningún modo se constriñe según la “objetualidad”. * * * En vista de que el inteligir objetivante es acto no más que como actualidad presencial, su congruente tematización o “logro” cognoscitivo, por lo pronto de índole intencional, es apenas objetivada u objetual: “retenida “o “detenida” en cuanto que “mantenida” constante, la misma y única en cada acto intelectivo. Con lo que el límite mental equivale a la suposición de los temas inteligidos al objetivar las nociones como presenciales según actualidad, y de suerte que el “importe” intelectivo de las objetivaciones intelectuales queda supuesto sin posibilidad de intrínseca ganancia. En la medida en que la introducción del límite mental equivale a la suposición del tema inteligido, el abandono de ese límite es un método por el que se lleva adelante el moderno ideal de un filosofar no tanto crítico cuanto exento de supuestos metódicos. Aun así, respecto del propio acto intelectivo objetivante es viable detectar, justo como límite mental, la actualidad presencial de lo objetivadamente inteligido, y en condiciones de abandonar este límite, aunque sin por eso dejar de lado la intelección, que de esa suerte avanza correspondiéndose con los hábitos intelectuales en cuanto que son actos superiores a los objetivantes. Por consiguiente, el abandono de la presencia reducida a actualidad según el límite mental es el método filosófico —plural, pues se conduce como a través de cuatro dimensiones— para sobrepasar, sin eludirla ni anularla, la limitación del inteligir por el que lo inteligido se objetiva. El abandono del límite mental es abandono de “un” límite de la condición humana, del que sobre todo se tiene “experiencia” en la “gigantomaquia” de la filosofía occidental con miras al acceso al ser; pero no es “el” límite, ni el más acuciante de los límites de dicha condición (la que desde luego no es abandonada al abandonarlo). Abandonar el límite mental equivale no a traspasar algún cerco para evadir un horizonte como el que que circunda las objetivaciones cualesquiera, sino que más bien estriba en un libre evitar ceñirse dentro de ese ámbito cerrado, sin necesidad de eludirlo, de suerte que en modo alguno comporta rechazo ni trasgresión, ni tampoco fuga. La primera y la segunda dimensiones del abandono del límite se corresponden respectivamente con el hábito de los primeros principios, según el que se advierte el acto de ser extramental, y con el hábito de ciencia, equivalente a cierto balance respecto de los temas de los hábitos intelectuales adquiridos y de las operaciones intelectuales objetivantes superiores a la incoativa en cuanto que de alguna manera conjugada con el sentir o como “abstracción”; actos intelectivos éstos últimos según los que, por fases, se discierne o explicita la distinción real de ese acto de ser, equivalente a su esencia potencial. Mientras que la tercera y la cuarta dimensiones del abandono del límite mental como método filosófico respectivamente se corresponden con el hábito de sabiduría, por el que se alcanza el acto de ser personal, y con el de sindéresis, que engloba el dinámico “enriquecimiento” de la esencia de este acto de ser de acuerdo precisamente con hábitos adquiridos, también voluntarios . Los cuatro hábitos intelectuales mencionados se corresponden, como métodos, con los distintos asuntos temáticos de la obra central de Polo sobre el ser, introducida por la exposición del método del abandono del límite mental en El acceso al ser: el tema del hábito de los primeros principios se estudia en El ser I, el del hábito de ciencia en el tomo IV de Curso de teoría del conocimiento (que correspondería a El ser II), mientras que el del hábito innato de sabiduría en Antropología trascendental I y el tema del de sindéresis en Antropología trascendental II (que corresponderían respectivamente a El ser III y IV).. 1. Intelección objetivante limitada por la presencia como actualidad e intelección habitual que la supera o trasciende Así pues, el inteligir objetivante es aquel acontecer de la vida intelectiva humana por el que según actualidad es introducido el límite de la presencia de lo inteligido en el inteligirlo, la limitada presencia mental equivalente a que ese ínfimo nivel de intelección carece de inherente posibilidad para que su logro o “rendimiento” intelectivo de manera intrínseca “gane” o se enriquezca, pues al ser objetivado, mientras es determinado como diferente respecto del de cualquier otra objetivación, a la par es mantenido constante y el mismo al quedar “tenido” o habido al “venir a estar” presente según neta actualidad, por lo que a su vez queda supuesto, pese a que sea viable obtener ulteriores objetivaciones intelectuales, que prosiguen su determinabilidad pero no menos constantes como lo mismo. De esa suerte cualquier objetivación inteligida comporta límite en la medida en que según ella el tema inteligido queda supuesto como actualmente presente, así que como constantemente lo mismo, sin que sea posible que dicha objetivación gane en intrínseco “logro” intelectivo, es decir, sin que de acuerdo con ella sea viable inteligir más o mejor. Inteligir objetivadamente, por ejemplo según ‘A’, equivale a suponer ‘A’, pues incluso conectándola con otras también supuestas objetivaciones, o incluso consigo, lo averiguado según ‘A’ permanece constante: “A es B (o es A)” supone ‘A’ (y asimismo supone ‘B’). Al inteligir según la conectiva objetivación “A es B” (o “es A)”, ‘A’ en modo alguno deja de ser inteligida como constante y como lo mismo, y únicamente como ‘A’: de ninguna manera su intelección es inherentemente mejorable ni ampliable. Y si bien el inteligir objetivante es proseguible a través de nuevas operaciones conmensuradas con las correspondientes objetivaciones, éstas, al igual que las precedentes, son de esa suerte limitadas, aparte de que en manera alguna enriquecen la intelección respecto de lo supuesto según las previas, pues tan sólo conectan unas con otras sin internamente ampliar la comprensión de ninguna, con lo que la ganancia intelectiva de la asimismo objetivada conexión es apenas de índole lógica y al cabo meramente combinatoria. Justo de ese modo se objetivan los conectivos lógicos entre precedentes objetivaciones, diferentes de éstas pero sin que les añadan aclaración intrínseca alguna, y por más que la pluralidad de conexiones sea sistematizable, aun cuando nunca con carácter conclusivo o definitivo, pues además de ser indefinidas las maneras de conectarlas, caben indefinidas objetivaciones por lo pronto en vista del variante conocimiento sensible cuya intencionalidad asumen las incoativas. a. Actualidad como “actuosidad” intelectual luciente e iluminante, pero limitada según la presencia mental De manera que el inteligir humano acontece limitado según objetivaciones en la medida en que de acuerdo con la presencia mental como actualidad se mantiene constante su condición actuosa, con lo que en calidad de acto detenido o retenido, y de suerte que lo inteligido “se da” por supuesto como ya inteligido, esto es, constando en presencia según actualidad, es decir, según unicidad, constancia y mismidad. Por donde el límite mental se introduce antes que por la intervención del inteligir en las actividades voluntarias según la llamada razón práctica (en la que para decidir desde luego es preciso culminar o suspender la deliberación), más bien en la sola actividad intelectiva objetivante en cuanto que detenida como actualidad presencial con la que según unicidad se conmensura la constante y misma determinación objetual, la intelectiva objetivación. Lo objetivadamente inteligido consta según limitada presencia de acuerdo con la actividad de inteligir restringida como sola actualidad; la presencia mental es limitada cuando bajo esa condición de actualidad lo inteligido en virtud del acto de inteligir es constante, único y lo mismo. Por eso a la presencia como límite se debe la mismidad, constancia y unicidad de lo objetivado en cada acto intelectual objetivante. Y de esta suerte la objetivación es tenida o “contenida” en correspondencia con el quedar la actuosidad intelectiva retenida según actualidad, o conmensurada la objetivación con el acto de inteligir objetivante, que por eso se equipara con cierta operación, esto es, como si la objetivación fuese a manera de “obra” inmanente. De ahí la común interpretación del planteamiento aristotélico sobre el acto perfecto como operación inmanente por contraposición con la acción transeúnte. Sin embargo, la objetivación intelectual se conmensura con el acto intelectivo y como en dualidad con él, pero no porque sea realmente distinta de ese acto a manera de “producto” inmanente —como a veces entienden el verbum mentis en la escolástica medieval y de alguna manera san Agustín—, sino por según él destacarse la luz iluminante limitada que es el acto intelectivo como mera actualidad, pues la dualidad intrínseca del acto perfecto como actualidad estriba en la coincidencia del acto con su condición culminada, y de suerte que al destacarse la iluminación limitada, se oculta la condición actuosa y, más aún, la índole limitada de dicha iluminación; luz iluminante cifrada en pura remitencia o referencia respecto de un término de intencionalidad, esto es, sin soporte distinto que no sea la pura remisión. Por eso indica Polo que el límite mental se oculta y oculta que se oculta. Heidegger vislumbra el ocultamiento del inteligir objetivante pero lo asigna al ser respecto del ente. Por consiguiente, límite mental y presencia según actualidad son inescindiblemente correlativos ya que como actualidad la presencia es acto intelectual inherentemente limitado, por lo que objetivante, o al revés: acto cuya limitación le sobreviene antes que desde “fuera”, de que como actuosidad intelectiva queda retenido o como detenido, mas sin que cese, sin que se extinga o acabe al culminar, de donde manteniéndose mismamente constante o constantemente el mismo. * * * Así que de acuerdo con su índole de limitada presencia mental se corresponde la actualidad con el acto intelectivo objetivante o acto según el que tan sólo se intelige de acuerdo con la objetivación con él conmensurada, por lo que de manera constante y la misma. Y dicho inteligir es de tal condición en virtud de que como acto, actuosidad o actividad —avance—, coincide con su fin en tanto que culminación, es decir, en cuanto que de una vez acontece culminadamente. Por eso, porque es acto coincidente con su acontecer culminadamente, cabe equiparar la actualidad con la noción aristotélica de acto perfecto (enérgeia —o prâxis— teleía), que ante todo vale para el conocimiento intelectivo, al menos objetivante, pues según el Estagirita «inteligir es lo mismo y a la vez que haber inteligido» . «Noeîn kaì nenóeken háma tò autó» (Metafísica IX 6, 1038b 18-35).. Al como acto coincidir la actualidad con su culminación, o en tanto que actividad perfecta, si bien estriba en actuosidad retenida por no “desbordar” el fin, que en tal medida puede decirse “poseído”, desde luego no se extingue con la obtención de ese logro intelectivo; pero, además, en virtud asimismo de la coincidencia del acto con su fin es actuosidad o avance que al lograr ese fin en modo alguno se acaba: culmina sin que cese al poseer el fin o coincidiendo con él. De esa suerte, incluso como actualidad la actuosidad intelectiva es acto de intrínseca dualidad, por lo que trasparece según la condición de luz, así que no apenas de acuerdo con una metáfora sino en calidad de luz “real”, mas en un nivel por entero distinto, superior, al de la luz física (la que, en cambio, sí es luz metafóricamente), pues justo en virtud de tal carácter luciente y trasparente el acto de intrínseca dualidad equivale a intelección, esto es, a actividad —o método— intelectivo, que “confiere” claridad por lo pronto respecto de la propia condición actuosa, o esclareciéndose como método, mientras a la par esclarece el tema. Al ser actuosidad intrínsecamente dual o coincidente, y por lo pronto con su fin si es actualidad, cualquier acto o método intelectivo “se acompaña” como avance, por lo que luce o trasparece: sin más el inteligir es luz de acuerdo con la que el tema no sólo queda “en” claro. La noción de coincidencia del acto en su avance equiparada con la de acto de intrínseca dualidad, o que “se acompaña” al avanzar, implica la acompañar o seguir (akolúthein) que Aristóteles emplea en diversos contextos, y que aquí se emplea para indicar la condición intrínsecamente dual del acto intelectivo como avance, equivalente a la lucidez o trasparencia. Si el acto se acompaña tan sólo en el fin, equivale a actualidad; si se acompaña suscitando un enriquecimiento irrestricto, es actuosidad intelectual del nivel de la esencia del ser personal humano; y si el acompañarse es del acto de ser que es la persona, la coincidencia estriba, cabe sugerir, en cierto “otorgarse” como método al tema que de esa suerte inagotablemente alcanza según el carácter de además: es el inteligir como trascendental del acto de ser personal. Y si la coincidencia inherente a la actividad intelectiva es apenas del avance con su culminación, la luz es luciente como iluminación mantenida constante, o contenida: luz iluminante que según actualidad consta en presencia como objetivación habida o poseída, en unicidad, por cada acto intelectivo objetivante u operativo; dual actuosidad de acuerdo con la limitada presencia mental, de donde iluminación restringida según el límite mental, justo objetivada. Pero aun entonces son viables modalidades más altas de luz y de iluminación intelectual, es decir, superiores actos intrínsecamente duales o coincidentes, pues coincidentes no sólo con su condición culminada, por lo que de entrada enriquecibles, como los hábitos intelectuales adquiridos. b. Índole intencional —iluminante— del inteligir según objetivaciones De manera que la objetivación intelectual es iluminación presencial según actualidad, por lo que constante, única y misma, retenida y contenida, al cifrarse en la coincidencia con el fin según la actividad perfecta; y justo por ser iluminante le compete índole intencional intelectiva, es decir, condición de pura remitencia respecto del término de intencionalidad tematizado, que es distinto de la objetivación en la medida en que al iluminarlo ésta, de él se separa y se exime: de la dinámica actuosidad de dicho término de intencionalidad. La objetivación intelectual es pura remitencia al término de intencionalidad pues de ningún modo se compone con algo distinto que hubiera de ser soporte del remitir, según lo que, y por su intrínseca dualidad, estriba en un lucir que ilumina el tema aunque sólo objetivadamente, es decir, según la constancia y la mismidad de esa luz iluminante, que es precisamente objetivada puesto que ilumina según actualidad debido a la coincidencia de la actividad tan sólo con su culminación; objetivación que a su vez se determina a la vista del término de intencionalidad y por cierto a través del sentir al iniciarse el inteligir objetivante. Porque en la medida en que la objetivación intelectual es luz iluminante presencial según actualidad, con lo que constante y misma ya desde la primera operación de inteligir en tanto que conjugada con el sentir, esa objetivación es una remitencia iluminante o intencional determinada, es decir, una “determinación” intencional, y desde luego en vista del asumido conocimiento sensitivo, que remite a un preciso término de intencionalidad, pero también en atención a la propia índole iluminante respecto del tema, que siendo constante y misma, por así decir “deja abierta” la “entera” temporalidad del término de intencionalidad sentido, aunque apenas articulándola en presencia como actualidad. Tal es la determinación directa correspondiente a la primera objetivación intelectual, y que, al asumir la intencionalidad del sentir, según actualidad en presencia articula las diversas fases temporales de la conciencia sensible, a saber, junto con la percepción, por la que el término de intencionalidad se objetiva de acuerdo con cierta “cuasi-presencia”, aun si carente de actualidad pues sometida a variación y diversidad, y ya que “comparece” ante la sensitividad como a la par sintiendo ésta que se siente; junto con la percepción también la memoria, por la que se siente la índole pretérita de lo sentido, o como sintiendo que se ha sentido, y no menos junto con la “expectación”, por la que al sentir lo sentido se “presiente” lo que es plausible venir a sentir. * * * De todas maneras, en virtud de su índole luciente-luminosa, y por más que contenida como única y mantenida constante y la misma, las objetivaciones inteligidas no aparecen sino que “trasparecen”; son luces iluminantes en tanto que trasparentes: no se presentan ellas sino que trasparecen, según lo que “aparece” el término de intencionalidad, que, por eso, “presentan”: son presencia mental “de” él; y lo presentan no sólo sin representarlo sino a la par sin de él tomar o aprehender nada, de modo que se reducen a neta, pura, mera remisión, pues iluminante, a ese término de intencionalidad como tema, y según la que éste consta no más que objetivado, es decir, en presencia según sola actualidad. Con lo que las objetivaciones intelectuales nada “contienen” del término de intencionalidad al que remiten ni, menos, una representación de él. Al cabo, incluso si cualquier objetivación según la que se intelige un tema es luciente o trasparente y, por iluminante, intencional, aun así se corresponde apenas con una iluminación limitada por presencial de acuerdo con mera actualidad. Y siendo el límite mental inherente a la presencia como actualidad a manera de constancia y “contención” del lucir iluminado lo inteligido, por eso, la luz iluminante, o intencional, objetivada —de acuerdo con su unicidad y mismidad— esclarece su término de intencionalidad tan sólo limitadamente: por lo pronto, mantenida constante o retenida: intelección contenida, detenida, del término de intencionalidad pero sin contener nada distinto del acto intelectual que, por coincidir con su condición culminada, o como acto perfecto, “contiene” la objetivación, la que, a su vez, nada contiene distinto de la luz iluminante limitada en la que estriba. Al menos en su incoación, la intelección objetivante con propiedad carece de “contenido”, pues si bien asume la intencionalidad del conocimiento sensible en modo alguno reobjetiva lo sentido ni se reduce a unificarlo. Desde luego la inicial objetivación intelectual aporta cierta unificación al sentir, pero debida justamente a su peculiar condición actuosa restringida como presencia mental según actualidad, y de acuerdo con la que se articula presencialmente la diversidad temporal del sentir, antes que sus “contenidos”, que cabe llamar “formas” sensibles: colores, sonidos, etc., así como esquemas proporcionales reeobjetivados según la imaginación, o imágenes fictas. Por su parte, la diversidad temporal del sentir articulada en presencia según actualidad se corresponde con la conciencia sensible que lo es de estar sintiendo, de haber sentido, o de estar por sentir. Estas diferencias sensibles antes que a formas sentidas equivalen a formas de sentir, entre las que asimismo se han de contar las estimaciones de conveniencia o inconveniencia, de placer o de dolor, etc. En consecuencia, la objetivación intelectual incoativa en lugar de estribar en la aprehensión de una forma —ni siquiera si aprehensión simple de formas simples— es una distinta forma de “habérselas” la persona humana en el entorno físico, inteligiendo, y a través del sentir; bien entendido que sin tomar nada de lo sentido, sin aprehender, apresar, agarrar, coger, captar nada ni en el término de intencionalidad sentido ni en el conocimiento sensible; más bien, equivale a cierto intelectivamente “abrirse” o quedar abierto el ser humano a la intencionalidad respecto del entorno en tanto que la diversidad temporal de éste es articulada en presencia según actualidad, de modo que cualquier determinación formal que quepa adscribir en esa apertura pueda ser tenida en cuenta. En la filosofía antigua y moderna se suele admitir o bien que el inteligir humano habría de captar algún tipo de forma o formalidad, la que en alguna medida sería similitud, cuando no representación, de formas reales o, al cabo, de la primaria forma del término de intencionalidad, o bien, que, por decirlo así, “asiste” sin más ante la forma “real”, sin necesidad de formar una similitud representacional. Por su parte, X. Zubiri (seguramente desarrollando el planteamiento del beato Juan Duns Escoto respecto de la aprehensión de la natura communis) propone que la intelección comienza conjugada con el sentir —intelección sentiente o sentir intelectivo— en la medida en que inicialmente aprehende una “formalidad de realidad”, aunque por “realidad” entiende no sin más el ser o la esencia, sino la presunta respectividad sistémica de cuanto es inteligible. De ese modo se sostendría el “realismo” frente a las propuestas de reducir la intelección humana a una actividad pragmática de adaptación al medio, o bien de interpretación más o menos contextualizada, que darían razón de al menos la tecnología y la cultura. Sin embargo, cabe sugerir que la propuesta zubiriana es un intento de extender a la entera filosofía el pensamiento matemático según el que se aseguraría su funcionalidad de acuerdo con la indicada manera de explicar la intelección que es actuosa, por así decir, “conjugándose” con el sentir, y que cabe tomar en cierto sentido como incoativa. A su vez, la propuesta poliana es no menos “realista” en el sentido corriente del término, pero sin lo que suele llamarse realismo “ingenuo”, que se manifiesta en la presunción de hallarse intelectivamente sin más ante la realidad sin modificarla o sin presuposiciones o presupuestos, o bien la tesis de que el conocimiento intelectual forma representaciones mentales del término inteligido. En la inicial operación intelectual objetivante por cierto no sin más se acomoda la conducta de acuerdo con comportamientos exitosos, pero tampoco se aprehende una forma tomada del conocimiento sensible ni del término de intencionalidad sentido, y ni siquiera se intelige lo sentido de acuerdo con una más alta “formalidad de aprehensión” (por ejemplo más alta que de “estimulidad”); tampoco se construye un objeto al adaptar a un esquema formal un contenido fenoménico, sensible o material (porque desde luego no sería incoativo adaptar a un esquema categorial o judicativo, un material conceptual); más bien, se abre un ámbito luciente, lúcido, de comprensión objetivable respecto del término de intencionalidad del sentir. Tal es la articulación presencial del tiempo. * * * Ahora bien, además de que cualquier objetivación intelectual se cifra en luz iluminante determinada según su término de intencionalidad o en determinación iluminante de éste, a la par lo ilumina tan sólo según la índole de “algo” (aliquid) respecto de éste, sin iluminarlo o esclarecerlo en su completa distinción real. A su vez, “algo” se corresponde con la objetivada luz iluminante, o intencional, determinada respecto de un término de intencionalidad que de esa suerte es supuesto en calidad de “cosa” (res), la que, por lo demás, se “concreta” al “tomar en cuenta” la asumida remisión intencional propia del conocimiento sensible en cuanto que bajo precisas circunstancias “apunta” a lo sentido. De donde la determinación de la intencionalidad objetual según “algo” es dual con una insuficiente determinación respecto del término de intencionalidad correspondiente a la noción de “cosa”: se intelige una cosa tan sólo según algo. Cabe sugerir que la índole de la intelección objetivante como intelección de una “cosa” según “algo” puede equipararse con la aristotélica indicación acerca del tì katà tínos, que, con todo, suele entenderse respecto del juicio predicativo, mientras que aquí incluso respecto de la intelección objetivante incoativa. En relación con el carácter de “algo” que es propio de la índole intencional de la objetivación intelectual, “cosa” denota lo que del término de intencionalidad queda sin ser determinado según ese “algo”, esto es, cierto residuo, no tanto ignoto cuanto objetivado en la medida en que carece aún de precisa determinación o todavía no por completo determinado. Polo retoma la clásica noción de intencionalidad y la atribuye no tanto a la correspondencia entre operación y objetivación intrínsecamente poseída por aquélla —como suele entenderse a partir de Brentano— cuanto a la índole de la objetivación intelectual según que es mera o pura remitencia respecto de un término de intencionalidad, y que sobreviene tan sólo si ese remitir es intrínsecamente luciente como iluminación desde luego no física sino manifestativa, esclarecedora, aclarativa, esto es, como intelección. Por otra parte, aunque de ordinario Polo restringe la intencionalidad al inteligir objetivante, cabe sugerir que es intencional cualquier luz iluminante, incluso supraobjetual, aun cuando tan sólo en las objetivaciones la iluminación es limitadamente intencional, es decir, desde luego determinada como “algo” respecto de “cosa”, pero anto según unicidad, constancia y mismidad. Paralelamente, sólo en el inteligir objetivante la iluminación se separa de su tema al por entero eximirse de ser, con lo que en alguna medida se separa también respecto de la persona que intelige —de ahí el carácter “objetivo” de este ínfimo nivel intelectual—. Y aunque a menudo en el lenguaje ordinario —así como en el filosófico— sin más se da el nombre de “cosa”, a la par con el de “objeto”, al término de intencionalidad, por lo pronto cuando se trata de una realidad sensible o extramental, aun así, ante todo cabe equiparar el objeto con el “algo” según el que se intelige el término de intencionalidad como “cosa”, es decir, con la objetivación intelectual —éste es el sentido que Polo suele dar a la palabra “objeto”—, de suerte que equivale más bien que al término de intencionalidad a la iluminación intencional de él, determinada no sólo según “algo” sino también como “cosa” en la medida en que de esta suerte se ilumina dicho término incluso en cuanto a lo que su determinación objetual según “algo” —que es, por así decir, denotada— deja sin todavía esclarecer —o que es connotado—. De ese modo ob-iectum como objetivación intelectual alude al “logro” que la actividad intelectual objetivante “pro-pone” —o que “pone delante”—, mas como “cabe sí”, en la medida en que esa actividad es luciente e iluminante por comportar coincidencia como acto tan sólo con su culminación, y en orden a de inmediato acceder al término de intencionalidad, esclareciéndolo según la condición que a esa objetivación compete como luz iluminante determinada, y por más que accediendo a él desde luego limitadamente, es decir, de manera única, constante y según mismidad, a la par que insuficientemente, esto es, tan sólo según “algo” del término de intencionalidad de esta guisa inteligido como “cosa”. A su vez, en ocasiones la noción de cosa se equipara con la de ente en la medida en que, por un lado, aparte de supuesta es extrapolada fuera de la intelección según la que es objetivada y, además, consolidada y ratificada; aunque, por otro, en cuanto que “cosa” denota el término de intencionalidad de aquella objetivación de acuerdo con la que según “algo” ese término es iluminado o aclarado, mas sin ignorar lo que de este modo resta por ser inteligido, es decir, aclarado, iluminado. Por su parte, el término “realidad”, derivado de res y, así, de reor (res se suele traducir como “cosa”) se emplea aquí para designar no la “cosa” en tanto que término de intencionalidad supuesto a partir de la determinación iluminada como “algo”, y, menos, si extrapolado, sino más bien el ser y la esencia por el inteligir tematizados al sobrepasar el nivel objetivante. Y si bien la objetivación intelectual iluminante o intencional equivale a un acceso intelectivo al término de intencionalidad, en la medida en que cabe reducir la iluminación objetivada no tanto al tema cuanto al método, pues la objetivación se conmensura con el acto de inteligir reducido a actualidad, en tal medida la dualidad de operación objetivante y objetivación se separa del término de intencionalidad asumido como tema. Por eso, en la medida en que la iluminante intencionalidad en la que la objetivación intelectual estriba es pro-puesta “cabe” la actividad intelectiva con la que se conmensura en virtud de su coincidencia con ella, en esa medida se adecúa con su término de intencionalidad determinándolo no más que limitada e insuficientemente. De donde el inteligir objetivante, por más que limitado, de inmediato es verdadero, aunque insuficientemente. El abandono del límite mental en modo alguno equivale a un desdoro de la verdad del inteligir objetivante, sino que comporta un acceso a más verdad que según él. De manera correlativa, al intelectualmente objetivar, y en cuanto que la intelección objetivante se separa del término de intencionalidad inteligido, es plausible atribuirla a cierto “sujeto”, pero siendo éste determinación correlativa con la de “objeto” —objetivación— apenas indica que se intelige objetualmente, sin de ninguna manera discernir la condición de quien intelige. En última instancia, de acuerdo con la intelección objetivante tan sólo comparece, y objetivado, el término de intencionalidad, así que en modo alguno quien intelige y ni siquiera el acto de inteligir. Si bien cualquier acto intelectivo es consciente o comporta conciencia por cuanto que estriba en actuosidad de intrínseca dualidad, coincidente o que se acompaña como avance, cuando la coincidencia es apenas con la condición culminada del acto, la conciencia intelectual es restringida según la objetivación, de suerte que siendo conciencia intelectual objetivada, a la par con que resulta limitada, así como insuficientemente determinada, por lo que guarda implícito un más pleno esclarecimiento de entrada respecto del término de intencionalidad (aunque también, por así decir, respecto de la amplitud de la conciencia intelectual objetivante), entonces, todavía más, la objetivación oculta la condición actuosa del inteligir objetivante, aunque sin ignorarla, y antes que por esa objetivada conciencia ser opaca, o por carecer luz, más bien puesto que precisamente como luz iluminante justo objetivada por así decir “distrae” respecto no sólo del acto intelectivo, que es lo que oculta, sino también de la índole limitada de este acto, respecto de la que además oculta que la oculta; y distrae, más aún, respecto de la superior condición luciente en virtud de la que acontece de entrada el hábito de sindéresis en tanto que a partir de él procede el descenso del inteligir personal desde el hábito de sabiduría, los que con mayor motivo comportan una más alta conciencia intelectiva, pues de entrada la sindéresis engloba la pluralidad de tales iluminaciones. * * * En definitiva, la noción de “objeto” en cuanto que equiparado con la objetivación intelectual denota la limitación del inteligir según la actualidad presencial en tanto que coincidente ésta con su culminación; coincidencia de acuerdo con la que dicho acto comporta luz iluminante, pero que en esa medida, por coincidir el avance apenas con su fin, es contenida o mantenida constante y misma, de donde resulta a la par separada respecto de su tema debido justamente al límite mental. Por eso la noción de presencia como actualidad en tanto que límite mental concierne exclusivamente al inteligir según objetivaciones, iluminante o intencional de manera única, constante y misma, e inteligir que de esta suerte queda “impedido” para intrínsecamente enriquecerse como iluminación, a saber, en la medida en que supone, o toma como ya inteligido, el término de intencionalidad que dilucida o ilumina al remitir a él de acuerdo con la índole determinada de la objetivación, por más que respecto de ese término de intencionalidad sea viable obtener ulteriores y complementarias determinaciones objetuales, es decir, diferentes luces iluminantes objetivadas. Correlativamente, el método de abandono del límite mental, es decir, de abandono de la limitación de la presencia en tanto que restringida como actualidad, se corresponde por lo pronto con el inteligir iluminante, pero enriquecible, que es el de los hábitos intelectuales adquiridos, aunque también con hábitos más altos, en los que la “ganancia” intelectiva es aún superior. 2. Abandono del límite mental en correspondencia con hábitos intelectivos El abandono del límite que “ciñe” la presencia mental restringiéndola como sola actualidad es el plural método intelectivo filosófico que, por cierto en libertad, permite eludir la indicada restricción del inteligir cuya intencionalidad —o lucir iluminante— acontece de acuerdo tan sólo con objetivaciones, es decir, con iluminaciones constantes según mismidad y unicidad, así que en modo alguno enriquecibles intrínsecamente en cuanto a su rendimiento intelectivo. De donde el plural avance del método del abandono del límite mental estriba como en “desasirse” respecto de la índole limitada de la presencia mental en cuanto que en su condición de acto reducido a sola actualidad, y “pasando” a inteligir sin tal inherente límite según actos que por lo pronto comportan intrínseco enriquecimiento, a diferencia de los objetivantes, los que en calidad de método respecto de un tema son iluminantes —o intencionales— tan sólo según constancia, mismidad y unicidad en la determinación del tema iluminado, al que también por eso nunca suficientemente determinan. Con lo que el abandono del límite de la presencia mental, es decir, de la índole de ésta como acto intelectual retenido según actualidad es inviable ateniéndose a lo que de acuerdo con dicha limitación luce iluminando a la par que consta actualmente presente: la objetivación intelectual. “Ir más allá” del límite de la presencia mental como actualidad equivale a que, libremente, la intelección sea actuosa, esto es, avance o método, “despegándose” de acontecer según solas objetivaciones. Si se abandona el límite de acuerdo con el que consta la objetivación, el método o avance intelectivo respecto del tema extramental equivale por lo pronto a cierta “salida” desde la intelección (ex-ódos); en cambio, respecto del tema de condición intelectual, es decir, para inteligirse el cognoscente intelectivo, el método exige y comporta cierto “entrar” (en-ódos). Y tanto a partir del método como “enódico” cuanto como “exódico” se pasa a inteligir a Dios, Quien ni para Ser ni para inteligir habría de exigir método alguno. “Sobrepujar” el inteligir objetivante exige desde luego detectar la índole de límite que a la presencia mental atañe cuando como acto intelectivo es retenida y mantenida constante según actualidad; pero, además, exige detectar dicho límite mental en condiciones tales que quepa abandonarlo, es decir, de manera que su “detección” (o “detectación”) despeje o, por así decir, “deje expedita” la vía para de manera más alta inteligir y, precisamente, a través del plural método según el que como “sobreponiéndose” a la intelección objetivante cabe pasar a la superior, en la medida en que ese límite es “sobrepasado” al “des-atenerse” el inteligir respecto de la actualmente presente objetivación inteligida, que como luz iluminante —limitada a la par que determinada, aun si sólo de manera insuficiente— es en cierto modo poseída de acuerdo con el acto como actualidad o acto perfecto. Detectar la constancia y mismidad en tanto que límite que retiene y mantiene constante la actuosidad del inteligir humano según la presencia mental como actualidad comporta abandonar ese límite también en cuanto a la unicidad, de suerte que se abre la vía para una pluralidad de métodos o dimensiones metódicas que, por corresponderse con actividades intelectuales —esto es, con luces—, y superiores a la presencial según actualidad, por así decir “trascienden” la tematización limitada en la que estriba el objetivar intelectivo. Con lo que cabe de modo congruente incoar el plural abandono del límite del inteligir humano tan sólo al detectar la índole limitada de la operación intelectual objetivante mas en condiciones tales que sea viable abandonar ese límite en la medida en que aun si a la vista de las objetivaciones se pasa a más altos actos intelectuales que las operaciones objetivantes. Dicho abandono es por cierto asequible pero, además, estrictamente libre, como lo fue, al menos en el exordio de la vigente situación histórica de la esencia del ser humano, la introducción del límite de la presencia mental, por más que mientras el hombre existe bajo tal situación resulte ineludible que dicho límite se introduzca nada más asumir la intelección la intencionalidad del sentir. Para de alguna manera indicarlo, una vez que los primeros Padres libremente renuncian a inteligir por cierto a través del conocimiento sensitivo pero sin ante él detenerse, o en cuanto que la intelección humana acontece conjugándose desde luego con el sentir aunque sin, por así decir, traspasarlo, solamente es viable la articulación presencial, según actualidad, de las fases temporales de la conciencia sensible, y de acuerdo con la que se introduce el límite mental. El libre abandono de la actualidad detectada como límite de la presencia mental según el inteligir que objetivadamente acontece se lleva adelante a través de cuatro dimensiones metódicas cuyos temas se inteligen sin el detenimiento de las objetivaciones de acuerdo con los métodos congruentes de los que justo de esa manera se cae en la cuenta, que son los actos intelectuales superiores a las operaciones objetivantes, a saber, los hábitos. En tal medida las dimensiones del abandono del límite mental equivalen cada una, si cabe de tal modo indicarlo, a una vía para pasar del inteligir objetivante, que admite una más o menos precisa correspondencia lógico-lingüística, al inteligir según hábitos, que difícilmente es de dicha manera manifestable, a no ser elevando las objetivaciones a símbolos —símbolos ideales— justamente respecto de los temas habitualmente inteligidos . En el libro sobre Nietzsche y en el segundo tomo de la Antropología trascendental Polo expone sucintamente una alternativa respecto del método de abandono del límite mental en el que las nociones objetivadas de la filosofía perenne son asumidas como símbolos ideales que remiten a un tema inobjetivable y solamente descifrado según los hábitos intelectuales.. a. Condición luciente de los hábitos intelectuales La actuosidad intelectiva es intrínsecamente dual, por lo que estriba en luz, y en luz desde luego no como energía física electro-magnética pero tampoco de acuerdo tan sólo con cierta propagación en alguna medida inmaterial como la que que en los organismos ocurre cuando trasmiten su información genética a través de distintos soportes orgánicos, y ni siquiera como la tan sólo psíquica del conocimiento sensible, que comporta la activa recepción de proporciones meramente formales según la discriminación de distintos estados “neurales” en virtud de la “plasticidad” cerebral; porque en un nivel todavía más alto que el meramente psíquico la actuosidad intelectual equivale a lucir en última instancia como pura trasparencia o claridad. Y el lucir intelectivo es iluminante, así que de este modo intencional, si a claridad o presencia mental en alguna medida eleva el término de intencionalidad; y es luz iluminante limitada si mantenida constante y retenida como lo mismo, esto es, si se cifra en una objetivación intelectual; mientras que si la presencia mental o luz iluminante y de esta suerte intencional es de superior condición, por lo pronto, enriquecible, estriba en un hábito intelectivo, de entrada adquirido. Con lo que aun si todavía de manera más alta cabe inteligir de acuerdo con hábitos intelectuales superiores a los adquiridos, ya según éstos, que son irrestrictamente enriquecibles, se supera la limitación del inteligir objetual, aparte de que se posibilitan más altas y complejas operaciones objetivantes. * * * Por su parte, el método filosófico de abandono del límite mental se corresponde con la intelección habitual, pero sin “a secas” equipararse con ella, al menos puesto que el inteligir según hábitos es independiente de dicho libre abandono o ya que en modo alguno lo exige. Aristóteles tematiza el hábito intelectual (héxis noetiké) no de modo más alto que como acto perfecto (enérgeia teleía); tampoco cae en cuenta del valor metódico que corresponde a la “detectación” de la constancia y mismidad de la luz iluminante retenida en tanto que conlleva el límite mental, por más que en cierta medida, como cualquier filósofo, se abre a los temas despejados según el abandono de esa limitación, pues a nadie le falta la vida intelectiva según hábitos, aun cuando no la exprese más que según objetivaciones. Y puesto que el inteligir habitual es actividad de intrínseca dualidad, esto es, luz, desde luego luciente, lúcida pero también, y si —para de alguna manera indicarlo— “conferida” respecto de un término de intencionalidad, iluminante, aun cuando más actuosa que la intelección objetivante, es decir, luz cuyo lucir e iluminar supera la constancia y mismidad de las objetivaciones, por lo pronto de manera enriquecible en los hábitos adquiridos, justo de esa suerte, el libre abandono del límite equivale no sin más al inteligir habitual sino, con apoyo en el inteligir objetivante —por lo pronto en la detectación de su índole limitada—, a cierto “paso” o vía metódica desde éste hacia aquél, y cifrado en una plural dimensión o dirección del método a través de la que al “desprenderse” de la detenida constancia y mismidad de la presencia mental según actualidad, y detención que por los hábitos adquiridos es manifestada en las objetivaciones, se logra un lúcido —o “consciente”— acceso a la asimismo plural intelección habitual, esto es, a inteligir los temas de los hábitos intelectuales incluso más altos que los adquiridos. Ahora bien, siendo método, acto o avance de intrínseca dualidad, o según inherente coincidencia, la actuosidad intelectiva es trasparente o lúcida, luciente, incluso sin ser iluminante; a su vez, el lucir iluminante es enriquecible en la medida en que más bien que en él coincidir el avance o acto con la sola culminación como en la actualidad en tanto que acto perfecto, coincide, valga de este modo decirlo, con el avance que es, de modo que suscita dicho enriquecimiento al coincidir con más que con su fin, o dejando “atrás” la coincidencia “consigo” en unicidad y constante mismidad según la que el inteligir objetivante acontece reducido a presencia mental como actualidad. Con lo que la actividad intelectiva habitual, por lo pronto adquirida, que al ser coincidencia que, por lo demás irrestrictamente, se enriquece “sobrepasa” la operativa u objetivante, es luz iluminante que se “despega” de la cifrada en objetivación intelectual, a la que de ningún modo se restringe: abandona la unicidad, constancia y mismidad que limitan la iluminación intencional como presencia mental según actualidad, y de acuerdo con las que a la par es determinada, por más que de manera insuficiente. Se sugiere que la noción de presencia mental equivale sin más a la de iluminación o luz iluminante y no apenas a la luz iluminante limitada como objetivación, esto es, que presencia mental no sin más equivale a límite mental, como a veces expone Polo esa noción. De suerte que sería presencia mental como iluminación, e intencionalidad, la de los hábitos intelectuales adquiridos así como la del hábito de sindéresis. En cambio, el hábito de intellectus no comporta iluminación ni estriba propiamente en luz, sino en co-existencia de la luz personal con el ser carente de luz, el extramental; a su vez, el hábito de sabiduría tampoco propiamente ilumina el inteligir personal en tanto que lo alcanza pues, por así decir, se le otorga en alcanzándolo, de suerte que alcanzar es más que iluminar; y tampoco el inteligir personal ilumina cuando se trueca en búsqueda de acuerdo, valga también la expresión, con un “alzamiento” incluso de la sabiduría. * * * Así pues, la intencionalidad correspondiente, cabe sugerir, a las luces iluminantes habituales superiores a las objetivaciones, por lo pronto a los hábitos adquiridos, su iluminar, “rebasa” la limitada tematización de lo iluminado, es decir, intencionalidad cifrada en la luz iluminante objetivada, presencial según actualidad, única, constante y misma en tanto que retenida según la coincidencia del acto con solamente su culminación. Y en la medida en que la intencionalidad equiparable con los hábitos intelectuales adquiridos supera la detención al iluminar su tema sin el límite mental, tampoco se restringe de acuerdo con una u otra determinación objetivada, por lo que, además de que manifiesta la condición de acto de la presencia mental como actualidad en tanto que ésta a la par es límite del inteligir, y de suerte que estriba en inteligir el inteligir que lo es según objetivaciones justo en cuanto que limitado o como sola actualidad presencial, además de eso, posibilita nuevas operaciones objetivantes, es decir, ulteriores y complementarias determinaciones objetuales, intencionales o iluminantes respecto de diferentes aspectos —o “algos”— del término de intencionalidad de las precedentes. Pero de antemano, puesto que la manifestación del límite de la presencia mental según actualidad esclarece la condición de acto del inteligir objetivante, su actualidad, permite “confrontar” ésta con actos distintos, y de suerte que se logra una intelección “extra-objetivada” de lo distinto de lo intelectual, es decir, de lo extramental en cuanto que es término de intencionalidad del inteligir objetivante incoativo o conjugado con el sentir, y desde luego sin atenerse a la “concreción” de la remitencia intencional debida a los condicionamientos físico-orgánicos del conocimiento sensible. De ese modo es viable, por un lado, prescindir sin más de ese límite que reduce el acto a actualidad e, incluso, de cualquier presencia mental, esto es, sin más “abstenerse” el puro lucir de iluminar, para advertir la actuosidad puramente distinta en tanto que carente de luz como “condescendiendo” hasta ella (de ahí que comporte generosidad), o bien, por otro lado, en pugna contrastar el detectado límite de la iluminación o presencia mental en tanto que manifestada como actualidad, con lo extramental inferior a dicha limitada condición propia del nivel ínfimo de la vida intelectual. Pero, a su vez, de esa suerte asimismo se torna viable una intelección tanto supra-objetual cuanto, más aún, supra-objetivante, es decir, cuyo tema es precisamente la actuosidad mental o intelectiva más alta que la reducida a actualidad, y según lo que cabe inteligir el intelectual vivir personal, e incluso el cuerpo humano al menos en la medida en que a través del descendente proceder de la iluminación siquiera hasta el conocimiento sensible, es activamente recibido en la vida mental o intelectiva, que entonces se le añade. No obstante, la “asunción” del cuerpo humano —al ser concebido como individuo natural orgánico— como vida recibida en la vida humana de nivel esencial según el descenso del inteligir convertible con el acto de ser personal y desde el hábito de sabiduría, mas procediendo a partir del de sindéresis como ápice, y vida esencial que, respecto del cuerpo, es vida añadida, dicha asunción, es incompleta en cuanto que privada de integridad en la medida en que debido al pecado original ha sido menguada. Una plena asunción o recepción del cuerpo en la esencia humana sería incompatible con la muerte. De manera que al mediante hábitos intelectuales manifestar la presencia según actualidad no sólo como acto sino justo detectando que acontece de acuerdo con el límite mental, es decir, de acuerdo con la restricción del inteligir por la que éste permanece constante y el mismo, aunque sin que acabe ni termine, se atiende desde luego a lo ajeno a la actualidad, pero también a la actuosidad intelectual superior a la objetivante, que por lo pronto es justamente según hábitos, y por más que de los temas así inteligidos no quepa una precisa expresión lógico-lingüística como la posibilitada al exclusivamente objetivar. * * * En último término, abandonar el límite mental equivale a elevarse hasta una actividad intelectiva, la habitual, tomando en cuenta la intelección objetivante, en la medida en que se trasciende la mismidad y constancia de ésta, pues según ella la presencia mental —que, se sugiere, es equiparable con la iluminación y con la intencionalidad intelectiva— se restringe como actividad o actuosidad por cierto dual mas detenida como actualidad; elevación del inteligir humano desde el operativo u objetivante hasta el habitual sin dejar de tener en cuenta las objetivaciones y, ni siquiera, la correspondiente expresión lógico-lingüística; y elevación hasta el inteligir habitual, es decir, hasta las luces, por lo pronto iluminantes o intencionales enriquecibles que son los hábitos intelectuales adquiridos, inmediatamente superiores a las luces iluminantes objetivadamente presenciales según mera actualidad, pero también hasta los hábitos intelectuales todavía más altos que aquéllos. Y es así como la “marcha” del método filosófico de abandono del límite mental comporta cierto pasar desde el inteligir objetivante hasta el habitual pero sin, por así decir, perder de vista el “trámite” a partir del objetivante, y según lo que a tal abandono compete carácter científico-filosófico, pues de esa suerte permite en la comunidad de filósofos “dar cuenta” de los temas del inteligir habitual, y como “paso por paso” o metódicamente, al igual que a través de cierta exposición mediante el lenguaje, si bien eludiendo cualquier lógica que estribe en conectivos entre objetivaciones; de lo contrario, según su peculiar condición, por lo pronto enriquecible, los temas de los hábitos intelectuales admiten tan sólo la aludida intelección simbólica. Por su parte, las luces iluminantes o intencionales enriquecibles, que son por lo pronto los hábitos adquiridos, pueden en alguna medida entenderse con la asimismo aristotélica noción de hábito intelectual (héxis noetiké), siempre que la actuosidad intelectiva habitual que comportan se admita como superior a la de las operaciones objetivantes, ya que en la tradición peripátética los hábitos se han solido tomar como potenciales tan sólo en relación con los actos operativos y, por eso, como actos de alguna manera imperfectos, si bien desde luego no cinéticos. Pero si bien los hábitos intelectuales adquiridos son desde luego potenciales en tanto que enriquecibles, y justo por esto, lo son sin inferioridad respecto de los actos de inteligir objetivante, que tan sólo son acto como actualidad; al revés, la actuosidad de dichos hábitos es superior a la del inteligir según objetivaciones y posibilita el ascenso jerárquico de éste. * * * Por consiguiente, la intelección habitual como luz iluminante se adquiere y se enriquece elevándose sobre la objetivada en tanto que la manifiesta, y justo como limitada, con lo que sobrepasa la condición retenida y contenida de las objetivaciones intelectuales, las que aun siendo plurales, al lucir en presencia según mera actualidad son iluminaciones mínimas por mantenerse constantes y las mismas de acuerdo con ese limitado inteligir. Mientras que los hábitos intelectuales adquiridos son actos que se cifran en su propio enriquecimiento, según lo que en modo alguno se limitan como las luces iluminantes objetivadas, de acuerdo con las que el tema inteligido se supone, es decir, se da por ya inteligido y, además, determinadamente, o según “algo” concerniente a una “cosa” que con todo no con suficiencia es discernida. Pero ya que los hábitos intelectuales adquiridos estriban en un “irrestrictamente ampliable” enriquecerse de la intelección como luz iluminante —y, así, intencional—, de suerte que sobrepasando la unicidad, la constancia y la mismidad de la iluminación intelectual, su enriquecimiento viene a ser posible sólo en la medida en que dependen de una actividad de inteligir, o luciente, todavía más alta que ellos, por lo que en calidad de hábito intelectivo en cierta medida innato, y que en el nivel de la primaria dualidad intrínseca del ser personal humano ha de ser inagotable, pues la condición primaria —o “radical” y “nuclear”—, mas de intrínseca dualidad, que cada ser humano es, no menos habría de ser actuosa como intelección. Porque ya para Aristóteles esa superior actividad intelectiva que a manera de hábito se equipara con cierta luz y que sobrevendría al alma del hombre desde lo intelectual más alto que ella es el intelecto agente (noûs poietikós), que en tal medida sería reconducible a la noción tomista de acto de ser, aunque sólo para la persona humana, y de suerte que se convierte con ser cada viviente humano . La equiparación del inteligir personal, al que se reconduce el aristotélico intelecto agente, con la luz o trasparencia más aún que iluminante, exclusivamente “lúcida” o “luciente” según el carácter de además, y como uno de los trascendentales personales que se convierten con el acto de ser humano, es expuesta en la Antropología trascendental (en la Introducción y primera Lección del tercer tomo del Curso de teoría del conocimiento se alude a la continuación heurística del aristotelismo en este punto).. Con todo, a través del abandono del límite mental se logra discernir que la iluminación procede en descenso no sin más del inteligir personal sino, a su vez, desde el hábito que le es solidario, el hábito de sabiduría, y a partir del hábito que como ápice de dicho proceder iluminante, engloba tanto los hábitos adquiridos cuanto las operaciones objetivantes, el hábito de sindéresis. b. Paso de la intelección objetivante a la habitual a través del método filosófico de abandono del límite mental Debido a que la condición actuosa del inteligir objetivante es mantenida constante y la misma como actualidad, las objetivaciones intelectuales con las que ese acto se conmensura son intelecciones intencionales, o luces iluminantes, ínfimas o mínimas. Por su parte, en la filosofía aristotélico-tomista de ordinario se presupone que cualquier logro intelectivo es en último término una objetivación o, al menos, objetivable, según lo que el inteligir habitual estaría como en potencia respecto de objetivaciones. En cambio, para Polo el inteligir habitual es acto y más alto que el acto como actualidad, correspondiente al inteligir según objetivaciones. Y de esa suerte cabe mediante la intelección habitual irrestrictamente sobrepasar o trascender la ínfima, la objetivante, por cuanto que ésta al cabo desciende de la humana actividad intelectiva primaria, mas intrínsecamente dual, del vivir humano, el inteligir personal, y desde el hábito de sabiduría que en calidad de hábito con él solidario le es innato, a su vez procediendo a partir de un ápice, el hábito de sindéresis, que la engloba. A la par, la plural intelección habitual reconocida en el aristotelismo, por lo pronto en cuanto a la teoría como intelección no dirigida a actuar ulteriormente, tampoco se reduce a la de los hábitos intelectuales adquiridos, que se reúnen bajo la ciencia —filosófica—, pues comprende asimismo el hábito de sabiduría, junto con el equiparado con el intellectus principiorum, y el de sindéresis —desde luego como nivel superior de la prudencia pero sobre todo como intelección de los llamados primeros “principios” morales—, y de suerte que dicha plural intelección habitual equivale a una diversidad de actos o métodos intelectuales congruentes con una pluralidad temática concerniente al conocimiento filosófico en tanto que versa acerca de lo primero o “radical”, a saber, el ser y la esencia, los que, a su vez, según el tomismo en la criatura comportan distinción real de esencia potencial y acto de ser, y que de este modo se averiguan como distintos en las distintas criaturas. En tal medida, de acuerdo con el abandono del límite mental en cuanto que sus divergentes dimensiones metódicas se corresponden con los distintos hábitos intelectuales superiores, el tema plural al que se accede es, por un lado, el ser extramental y su esencia según la distinción real propia de tal esencia, así como, por otro, el ser mental, el ser que es de entrada la persona humana, y su esencia como distinta distinción real. Con lo que se da razón de la congruencia metódico-temática de la filosofía sin necesidad de una “crítica” del conocimiento intelectual que hubiese de partir de una artificial separación del método respecto del tema. Porque según el abandono del límite resulta accesible la diversidad del saber propiamente filosófico, la filosofía primera, aunque no sin más como metafísica sino también como antropología “trascendental”, pues el acto de ser humano es irreductible al extramental; y resultan accesibles los distintos actos de ser así como sus esencias de acuerdo con los hábitos intelectuales, mas como “haciendo pie” en la intelección objetivante al manifestar y detectar el límite mental que a ella es inherente, aun si con miras a abandonarlo inteligiendo sin atenerse a la presencia según actualidad de lo objetivado, esto es, a su constancia, unicidad y mismidad. Al cabo, la filosofía primera es metafísica no sólo como filosofía primera “con” la física o que la acompaña, sino “más allá” de la física tanto si con ella cuanto si sin ella, es decir, como “meta-psíquica” (así como “meta-historia” y “meta-cultura”), según lo que es, por así decir, meta-metafísica: antropología trascendental. Y de esa manera el abandono del límite se conduce como plural método de la filosofía, a saber, equiparándose con una ampliación de los trascendentales del ser, que siendo por cierto la verdad y el bien —la unidad se reserva en lo más alto como Origen—, respecto de la persona humana son junto con la intelección, la libertad, la intimidad y el amar. A su vez, la ampliación de la filosofía primera más que como metafísica es viable con tal de que se abandone la unicidad, mismidad y constancia de la noción de ente, esto es, la ontología, la que, por su parte, es viable tan sólo a través de cierta “flexibilización” de esa unicidad, mismidad y constancia mediante la analogía. Por eso, el abandono del límite mental es paralelo con el abandono de la ontología, así como del monismo de la actuosidad y del dinamismo o potencialidad. Por su parte, los trascendentales de la persona humana, a saber, libertad, intimidad según el “intrínseco” co-existir, trasparencia —o inteligir— y amar —o dar junto con aceptar—, se exponen en el tomo I de la Antropología trascendental. * * * Con todo, el plural método filosófico de abandono del límite mental no sin más equivale a la diversidad de la intelección habitual humana sino que es a manera de “trámite” para acceder a los temas con ella congruentes justo a partir de la detectación de la índole limitada del inteligir objetivante, que en la situación histórica de la vida humana de nivel esencial ineludiblemente acontece, o es dado, aun cuando haya sido libre su introducción; pero, además, ese método es la vía para conceder “estatuto” científico —filosófico— al inteligir según hábitos, puesto que atendiendo no más que al objetivante cabría a lo sumo tomar las objetivaciones como símbolos ideales, mientras que según la relación con lo objetivadamente inteligido, al diversamente abandonar la limitación que le es inherente, en alguna medida resulta viable la lingüística alusión a cuanto se intelige de acuerdo con los hábitos más altos y que permite comunicarlo. De esa manera las dimensiones del método de abandono del límite mental por así decir “desembocan” en los actos de intelección habitual pero sin equipararse con ellos, ya que más bien estriban como en cierto “camino” para acceder a los temas de los hábitos mas por relación justamente con la índole limitada del inteligir según objetivaciones. Por eso, como en paralelo con el inteligir objetivante las distintas dimensiones del método de abandono del límite son, por ejemplo, actividades intermitentes que a su vez exigen “aplicar” la atención intelectiva, mientras que los hábitos intelectuales comportan una ininterrumpida vigilia a la que, con todo, no siempre se atiende y que ni siquiera cuando falta la percepción sensitiva se pierde. En tal medida, por lo demás, los hábitos intelectuales serían comparables con el sueño sólo si la vigilia se atribuyera no más que al inteligir objetivante, que por lo menos en el nivel inicial desde luego no acontecería sin que interviniera el conocimiento sensible. Pero la vigilia intelectual es irreductible al mero inteligir cuyo rendimiento es una objetivación, aun si por esto posibilita el consiguiente uso lingüístico. A su vez, los hábitos intelectuales son métodos no de suyo filosóficos sino del conocimiento humano ordinario. De aquí también que el plural abandono del límite mental no sin más equivalga a ellos pues, en cambio, es el método por el que al detectar la índole limitada de la intelección objetivante, con la que de inmediato se cuenta, en filosofía congruentemente se accede a los temas de esos hábitos. Por donde, además, si bien el logro intelectivo de los hábitos es lógico-lingüísticamente inexpresable, de acuerdo con método de abandono del límite mental cabe cierta alusión a la temática congruente con esos hábitos sin necesidad de apelar a símbolos, así como procurando evitar las metáforas. * * * Al cabo, el método filosófico del abandono del límite mental se corresponde con una plural actividad de inteligir, superior a la operativa u objetivante, en la medida en que sobrepasa o trasciende la presencia mental reducida a sola actualidad, es decir, a intelección retenida y mantenida constante como acto, cuyo rendimiento luciente e iluminante o intencional, esto es, su condición como presencia mental, queda retenida según la unicidad, constancia y mismidad de la objetivación. Y puesto que las distintas dimensiones del método de abandono del límite se corresponden con diversas maneras de sobrepasar el inteligir operativo en virtud de hábitos intelectuales tanto adquiridos cuanto, más aún, en cierta medida innatos, cabe reconducirlas a los hábitos considerados en la tradición aristotélica: la primera al hábito de intellectus o de los primeros principios, la segunda al de ciencia —filosófica—, la tercera al de sabiduría y la cuarta al de sindéresis. Por su parte, a la vista de la distinción jerárquica de los actos intelectuales, que comprende por cierto la pluralidad de operaciones objetivantes pero asimismo la de los hábitos, adquiridos y nativos, así como el hábito solidario con el ser personal, o innato, también el abandono del límite mental comporta cierta jerarquía o, al menos, orden, en las distintas dimensiones según las que se conduce, de modo que sin las precedentes no se disciernen las ulteriores. Por ejemplo, sin advertir el ser extramental no se culmina la explicitación de la esencia potencial equivalente al distinguirse real inherente a dicho acto de ser; a su vez, sin notar el ser y la esencia extramentales no se caería en cuenta de la condición espiritual del ser y de la esencia de la persona creada. 3. Dimensiones del abandono del límite mental Así pues, el abandono de la presencia restringida como actualidad según el límite mental es el plural método para, en libertad, no ceñir la investigación filosófica de acuerdo con una intencionalidad intelectiva apenas objetivada, es decir, constante según mismidad y unicidad, mas de mo que al avanzar justo abandonándola resulte accesible la intelección superior a la limitada, la habitual, y que asimismo sea plausible —y con cierto rigor científico— una más o menos ordenada exposición de la temática con esa intelección congruente, pues si bien el inteligir según hábitos de ninguna manera se circunscribe de acuerdo con objetivaciones ni de suyo, por consiguiente, admite una adecuada manifestación lingüística ni discursividad lógica alguna, en cuanto que con él se corresponde el metódico abandono del inteligir objetivante, se torna en alguna medida viable apelar al lenguaje. De suerte que a la vista de la relación con el inteligir objetivante, en cuanto que de distinta manera se abandona el límite que le es inherente, en las distintsa dimensiones de dicho método cabe congruentemente dar cuenta de los temas de los hábitos intelectuales y en alguna medida exponerlos lingüísticamente, por más que sin pretensión de sistematización lógica. a. Primera dimensión del abandono del límite mental y hábito de los primeros principios La primera dimensión del abandono del límite mental se cifra en un drástico o sucinto abandono de la presencia según actualidad como límite mental de acuerdo con la manifestación de la completa insuficiencia del inteligir objetivante para tematizar la primaria condición principial de aquello extramental a que ese inteligir remite por su conjunción con el sentir en la inicial operación objetivante, en la que por lo demás es ese límite introducido . Polo inicialmente propuso el método de abandono del límite mental en El acceso al ser con miras sobre todo a la intelección de la existencia extramental —de la que trata en El ser I—, es decir, en orden a la metafísica, de acuerdo con la primera dimensión de ese abandono.. En esa dimensión por entero se abandona la presencia mental —no apenas la limitada—, sin más prescindiendo de ella, de manera que, eo ipso, sin necesidad de operaciones ni de hábitos adquiridos pues tan sólo según el lucir equivalente al inteligir personal desde el hábito innato que le es solidario, el de sabiduría, y de acuerdo con cierto “vigilar”, en descenso “sale” la persona humana al encuentro de temas que en íntima búsqueda no alcanza, con lo que, por lo pronto, accede, por cierto sin iluminarlo, al ser extramental, es decir, al acto de ser carente de intrínseca dualidad o de luz, de actuosidad intelectiva; acto de ser, a su vez, respecto del que la compleja realidad física es el distinguirse real —en tanto que esencia del ser extramental— al que la intelección intencional objetivante remite; y se accede a ese acto de ser sin más advirtiéndolo, de donde sin suscitar presencia mental alguna, o sin intencionalidad iluminante, al cabo por pura distinción de ella respecto de él. A esta pura distinción de la presencia mental respecto del acto de ser extramental cabría reconducir la tomista noción de separatio expuesta en el Comentario al Libro de Trinitate de Boecio. Pero, más aún, esa pura distinción o separatio de la presencia mental se corresponde con el co-existir-con del ser personal humano y el ser extramental; así que en modo alguno se separa la persona humana respecto del ser extramental, sino que separando de éste la presencia mental limitada, lo advierte y de esa suerte coexiste con él. Por eso la intelección del ser extramental a la que según esa dimensión del método de abandono del límite mental se accede es equiparable con un “cuasi-hábito” concerniente al inteligir personal en descenso desde el hábito de sabiduría, el hábito de intellectus, que no menos es, valga así decirlo, “cuasi-innato” o sólo en cierta medida “nativo” ya que directamente desciende del inteligir personal desde el hábito de sabiduría, y distinguiéndose de ambos. La primera dimensión del abandono del límite mental, que se corresponde con el hábito de intelecto o de los primeros principios, a manera de requisito exige tanto el quedar manifiesta la condición de la presencia mental como acto según actualidad cuanto que se detecte el carácter limitante que entonces la presencia conlleva; requisitos viables tan sólo en virtud del hábito intelectual adquirido en cuanto que de entrada cifrado en iluminar la primera o inicial operación intelectual objetivante. No obstante, puesto que el hábito de intellectus desciende del inteligir personal desde la sabiduría sin de suyo habérselas con la presencia mental limitada, o sin más “apartándola”, es en lugar de innato como la sabiduría, y ni siquiera nativo, pues propiamente nativa es apenas la sindéresis en tanto que ápice de la iluminación que en descenso desde la sabiduría procede, por eso, por no proceder a partir de la sindéresis tampoco el hábito de intellectus es adquirido sino que directamente depende del hábito de sabiduría, solidario con el inteligir personal. En esa medida el intellectus ut habitus es un hábito cuasi-innato, superior al de sindéresis, y sin que comporte que del de sabiduría proceda iluminación, pues más bien equivale a distinguirse puramente, o separarse, cualquier iluminación —presencia mental o intencionalidad intelectiva— respecto del ser extramental, pero con éste co-existiendo la persona humana, es decir, sin separación real (separación real que tornaría imposible la activa recepción de la vida orgánica en la vida de nivel esencial que a su vez a ella se añade). Por lo demás, a partir de la sindéresis se baja iluminando hasta el conocimiento sensitivo sólo cuando por así decir “madura” el sustrato sensorial, orgánico, de éste; de donde cabe conjeturar que el “sometimiento” de la intelección al conocimiento sensitivo en orden a la ganancia de saber, que no apenas para con precisión y belleza aportar mejoras al universo físico, presupone admitir que el sentir se guardaría una ciencia de otro modo inaccesible para el inteligir y que, al cabo, el Creador habría escondido en la experiencia de los sentidos; en consecuencia, ese sometimiento sería uno de los mayores daños en la esencia de la persona humana debido al pecado original; por decirlo así, la luz intelectiva que se convierte con el ser humano de manera más alta podría lucir como a través de la esencia extramental y con mayor sabiduría apropiándose el cuerpo generado por los padres. De modo que el hábito de intellectus, con el que la primera dimensión del abandono del límite se corresponde, en lugar de lucir y de iluminar más bien comporta la pura distinción de la presencia mental respecto del mero principiar primario carente de actuosidad intrínsecamente dual o intelectiva o de luz, de modo que, en última instancia, como tal ninguna luz ni iluminación, menos todavía, objetivada la condición extramental del ser quedaría inadecuadamente inteligida, o no en tanto que tal, por lo que sin suficiente verdad aun cuando no con falsedad. Con el pecado original el ser humano perdió la integridad de la experiencia intelectual respecto de la esencia extramental, o la plenitud del hábito de ciencia (con la consiguiente mengua de la sindéresis), pues de manera inmediata sólo le es asequible atendiendo, incluso para abandonar la limitación que le concierne, al inteligir objetivante incoativo, que asume la intencionalidad del conocimiento sensible. No obstante, la intelección objetivante e incluso la que según hábitos adquiridos pero en tanto que posibilita objetivaciones lógicas, en modo alguno es falsa sino, al cabo, hipotética respecto de la distinción real extramental, que es inferior a cualquier complexión lógica, inevitablemente objetivada, y por lo común lingüísticamente expresada, más aún si de acuerdo con nociones matemáticas. Al cabo, esa intelección en alguna medida habitual, el intellectus ut habitus, en tanto que desde el hábito de sabiduría inmediatamente baja o desciende del inteligir personal, y por eso más alta que los hábitos adquiridos e incluso el hábito con propiedad nativo, el de sindéresis, con mayor motivo supera la objetivante, y por más que sin comportar iluminación o presencia mental pues de ésta prescinde no apenas en cuanto que actualidad o como limitada presencia mental o luz iluminante con lo que asimismo de cualquier objetivación, sino también de cualquier luz iluminante, y según lo que equivale a una lúcida advertencia de, cabe decirlo así, “lo otro como ser” —otro que la luz—, de donde sin iluminarlo, es decir, de acuerdo con un mero concentrar la atención —o la “vigilancia” intelectiva, el “caer en la cuenta”— en la medida en que el inteligir humano hasta esa actuosidad que le es por completo ajena u otra, la extramental, se “abaja” generosamente, pues sin por así decir “elicitar” ninguna actuosidad intelectual en calidad de iluminación, y como “secundando”, “acompañando” y “siguiendo” esa puramente distinta actuosidad, y de esa suerte la averigua por pura distinción respecto de ella incluso de la ínfima intelección o según presencia mental como actualidad. La actualidad como acto perfecto según la coincidencia del avance con su culminación carece de comienzo y no excluye pluralidad discontinua ya que puede ser seguida por actos distintos, también según la actualidad —otras operaciones objetivantes—. De donde la actuosidad puramente distinta respecto de ella estriba en comienzo insecuto e incesante, esto es, en persistir. * * * A su vez, puesto que según el que puede llamarse “intelecto como hábito” se intelige lo puramente distinto respecto de la actualidad como límite presencial, es decir, respecto del acto intelectivo plural en tanto que discontinuo frente a otros actos mas coincidente cualquiera de ellos con su condición culminada, así que de intrínseca dualidad si bien limitada, esto es, como acto perfecto equivalente a actuosa condición final que ni comienza ni cesa pero que es seguida, de acuerdo con esta pura distinción se advierte la existencia o acto de ser extramental como persistir, esto es, como comienzo incesante y no seguido, equivalente a principio por ser comienzo, pero también a fin actuoso como después de cualquier otro fin, por no seguido, y con carácter primero por ser incesante; principio por cierto primero aunque no sin más único ya que, de un lado, la unicidad exclusivamente compete a la presencia mental y, de otro, puesto que comienzo equivale a depender, pero en modo alguno a depender de otro comienzo por cuanto que incesante e insecuto, sino a depender del Origen, que, por así decir, de manera más alta es principial que como comienzo, así que según Identidad;por decirlo así, la Identidad es actuosa sin más como Origen y el Origen tan sólo como Identidad. En calidad de primer principio “real” —por lo pronto en cuanto que extraobjetual— la Identidad de ninguna manera se equipara con la unicidad, que es exclusiva de la objetualidad inteligida. A su vez, la Identidad puede entenderse por lo pronto como indistinción —carencia, pero no falta, de distinción (la distinción es inferior a la simplicidad)—, con la que, no obstante, se suelen confundir la mismidad y la igualdad. Para discernirlas sirve notar sus opuestos. Diferencia se sienta antes que respecto de la identidad tan sólo respecto de la mismidad: es diferente lo que excluye la índole de mismo, o que “no es” lo mismo; diversidad se sienta no sólo respecto de la mismidad sino también respecto de la igualdad: es diverso tanto lo diferente respecto de lo mismo cuanto lo que siendo lo mismo no es igual según mera multiplicidad o no como uno sino como dos o más (dos manzanas son lo mismo que una, a saber, manzana, pero no lo igual, pues una es una y dos son dos); por su parte, distinción se contrapone a identidad pues vale para aquello que es de acuerdo con un “intrínseco distinguirse real” según el que se distingue realmente no sólo respecto de cuanto es de acuerdo con otro o distinto distinguirse real, sino ante todo respecto del Ser sin intrínseca distinción real, o según Identidad. Al cabo, lo realmente distinto, sin ser ni lo mismo ni igual, ni diverso ni diferente, es sin más distinto: no es igualmente ni mismamente distinto, sino un distinguirse real distinto de otro distinguirse real, e intrínsecamente distintos cada uno de ellos, pero antes que nada distintamente distintos respecto de la Identidad real. Por su parte, “mismo” puede aludir a ipsum o bien a idem; si a ipsum, es por así decir “subjetivo”, reflexivo: “él mismo” o respecto de “sí mismo”; y si a idem, valga de este modo decirlo, es “objetivo”, directo: “el mismo”. Así, por ejemplo, ipsum esse indica “el ser, él mismo, él solo, él propio” (“eidentitas”, de eîdos), mientras que idem esse indica “ser lo mismo”, y no sólo que otro, sino también respecto de “él mismo” y no apenas temporalmente (idem-titas de idem). De donde a menudo la identidad se confunde con la mismidad tomada o bien en ambos sentidos a la vez: ser lo mismo que él (sí) mismo es, ser lo mismo —siempre, en cada momento, a lo largo de un proceso; ser (esse) el mismo (idem) “sí mismo” (ipsum). De esa suerte, sin confundirla con la mismidad ni con la igualdad, que competen sólo a objetivaciones intelectuales en tanto que limitadas por la presencia mental como actualidad, Polo reconduce la noción extraobjetual de Identidad a la de Origen en cuanto que ésta concierne al Ser divino, al que por lo pronto se accede a la par con la advertencia del ser extramental según el hábito de intellectus o de los primeros principios, con el que se corresponde la primera dimensión del abandono del límite mental, en la medida en que se advierte no sólo lo puramente distinto respecto de la actualidad, el persistir, sino también lo máximamente distinto, en cuanto que Actuosidad carente de cualquier distinción, así que ni propiamente principial, superior al comienzo, por lo que asimismo a la condición incesante e insecuta del comienzo primero como persistir. De manera que el acto de ser extramental advertido como primer principio es el persistir: comienzo que ni cesa ni es seguido y, en tal medida, primer principio —real— de no contradicción —o que excluye ser contravenido: cesar o ser seguido—, y que se advierte como vigente tan sólo en dependencia respecto del Origen —Dios— en tanto que primer principio de Identidad; dependencia ésa en la que estriba el primer principio de causalidad trascendental. De acuerdo con la noción de Origen Dios “se reserva” en calidad de Misterio insondable (en cierta medida, y a la vista de la Revelación, según el hábito de los primeros principios se advierte su carácter paterno); por lo pronto, no cabe reducir el Origen a la noción de causa primera, mientras que el ser creado sí es causal de manera primaria, aunque vigente sólo en cuanto que del Origen depende por creación (que equivale antes que a “crear” el comienzo, a que el comienzo ha de ser “creado”), de modo que tampoco deja ella de ser misterio pues se advierte que la dependencia de la criatura respecto del Creador no puede estribar en causación de un efecto; la creación equivale sin más a ese depender exclusivo del ser creado respecto del Creador sin que se necesite una “actuación” divina que lo “produzca”; por eso el “hacer” Dios la criatura equivale sin más a que la criatura es “hecha” según que existe exclusivamente en dependencia respecto de Dios. Así pues, Dios es principio como Origen sin ser causa de efectos, sin que nada salga de Él ni emigre a la criatura —o como criatura—; Dios es primer principio tan sólo como Origen que, por lo pronto, “concede” la principialidad primera que es la criatura extramental, es decir, aquella cuyo ser estriba en “salir”, o “partir” —comenzar—, de “la” nada —de nada— y, por tanto, siendo primero como estricto principio: comenzar sin cesar ni ser seguido o persistir; comenzar que, por lo demás, antes que “en” el tiempo, a la par lo es —comenzar— “del” tiempo según el dinámico distinguirse real que dicho comienzo intrínsecamente comporta, por lo que más bien el tiempo se debe a que el comienzo, sin cesar ni ser seguido, se analiza realmente. Origen tampoco equivale a fundamento, noción que se sigue de la objetivación, maclada, de los primeros principios, y de acuerdo con su función lógica como base. Ni siquiera el persistir como primer principio es fundamento ni criterio lógico primordial. Así que el primer principio de causalidad trascendental equivale sin más a la vigencia entre sí —o enlace— de los otros dos primeros principios, sin que exija una principiación de un primer principio que principie ni, menos, un principio primero que sea principiado, lo que “contravendría” la primariedad de la principiación. De donde siendo los primeros principios vigentes entre sí, ninguno es principiado pues ni sería principio ni sería primero; y por eso la dependencia del persistir respecto del Origen idéntico excluye que esa dependencia estribe en principiación; la principiación primera es el persistir en tanto que dependiente respecto del Origen pero sin que Éste lo principie. Crear equivale no a principiar sino, respecto del ser extramental, a por así decir “dar cabida” a un principio primero, el persistir, distinto del Origen, pero vigente sólo en dependencia de Éste, según lo que esa vigencia entre sí del persistir y el Origen —del persistir respecto del Origen—, es “otro” primer principio, el de causalidad trascendental. Pero la causalidad trascendental estriba antes que en causación en exclusiva dependencia respecto del Origen por parte de la primaria causación o principiación. Y en lugar tampoco de ser esta causación o principiación primaria una causación de efectos, más bien se analiza realmente según cuatro causas distintas que por eso exclusivamente lo son de manera conjunta. Y de este modo la causalidad trascendental equivale en lugar de a la analítica real del primer principio extramental, cifrada, al cabo, en una plural concausación, más bien a la vigencia del ser extramental como causa o principio primero, es decir, como ser principial o causal, pero en exclusiva dependencia respecto del Origen. Correlativamente, si el Origen no principia ni, menos aún, “origina”, sino que exclusivamente de Él por entero depende la principiación o causa primera, que es el ser extramental, y sin que las cuatro causas según las que esa principiación es dinámica, valga insistir, sean segundas, puesto que equivalen a su análisis real o extra-lógico, a la par que pasivo pues por ser las causas el análisis real de la causa primera, ninguna puede ser causa sin las otras, pero sin que tampoco ninguna sea causada por otra. Las cuatro causas son el análisis real del persistir como comienzo incesante e insecuto, a saber, la causa final correspondiéndose con el carácter de insecuto, la eficiente con el de comienzo, la material con el de incesante, mientras que la formal con la índole analítica. De donde los primeros principios son tres primeros en tanto que de “amplitud trascendental”: el Origen, el persistir y la vigencia entre sí de ellos, equivalente a la dependencia del persistir respecto del Origen; y primeros que son y se dicen principios porque uno, el persistir, es la principiación o causalidad primaria como persistir: comienzo incesante e insecuto, pero que de ninguna manera existe sin los otros, aunque distinguiéndose realmente de ellos, y estribando en principiación creada por cifrarse en exclusivo depender respecto del Origen, de modo que al ser vigente respecto de Él, esa dependencia equivale a la condición trascendental de la causalidad; por así decir, en tanto que la causación primaria o primer principio extramental estriba en depender del Origen y sólo así existe, comporta principiación o causalidad trascendental. De esta suerte, la causalidad es un tercer primer principio pero, cabe sugerir, no un tercer acto de ser, y tampoco por cierto es una criatura o creado, sino que equivale al ser creado del acto de ser principial. En consecuencia, puesto que crear en modo alguno equivale a principiar ni a causar, el acto de ser extramental puede ser por Dios libremente creado, y de seguro a manera de don al menos para la criatura personal humana, si bien la libertad y liberalidad o donalidad divinas, siendo desde luego inabarcables, son inaccesibles según el hábito de intellectus con el que se corresponde la primera dimensión del abandono del límite mental y, más aún, inalcanzables según la sabiduría solidaria con el inteligir personal, con los que a su vez se corresponde la tercera dimensión de ese método. El Origen es accesible desde el intellectus pero sin que su Intimidad sea propiamente accesible ni, menos, abarcable; Intimidad del Origen que, por lo demás, tan sólo se averigua según la búsqueda sapiencial en la que compete al inteligir personal trocarse, pero sin que, por cierto, tampoco en Ella “ingrese” al buscarla —pues desde luego no llega a alcanzarla—: se intelige que existe esa Intimidad pero sin propiamente acceder a Ella, sin descifrarla ni, por así decir, “abordarla”. De suerte que Dios como Origen idéntico y según Intimidad es inalcanzable e inabarcable, mas en modo alguno ignoto, pues en cuanto que el ser personal creado equivale a alcanzarse él según intimidad, a la par se averigua que la Intimidad personal divina de ninguna manera falta, y por más que sea inasequible entrar en esa Intimidad si no la da Dios a conocer. Al cabo, la advertencia de los primeros principios es equiparable con la sola intelección a manera de hábito, más alta desde luego que las operaciones objetivantes pero también que los hábitos adquiridos por ser hábito en cierta medida innato, inferior al de sabiduría mas superior al de sindéresis pues en lo intelectual convertible con la trascendental co-existencia-con de la criatura personal humana y el ser principial creado, que es como se vislumbra que la criatura principial es don divino dedicado al hombre. Ahora bien, el método del abandono del límite se conduce tanto al sin ambages prescindir de la presencia mental —y no sólo como actualidad—, cuanto a la par a través de las otras tres distintas metódicas dimensiones, “direcciones” o “rumbos” de avance intelectivo, correspondientes con diversos actos de inteligir supraobjetivante o que trascienden la presencia según actualidad de las objetivaciones, su unicidad, constancia y mismidad, mas sin excluirla ni obviarla, por lo que con hábitos distintos respecto del de pura intelección o de los primeros principios, que por así decir sin más “aparta” el límite inherente a la intelección objetivante. b. Segunda dimensión del abandono del límite mental y hábito de ciencia La segunda dimensión del abandono del límite mental se lleva adelante en virtud ya de la plural intelección habitual adquirida por la que se manifiesta la índole limitada de la presencia según objetivaciones, su actualidad, y en la medida en que esa manifestación, para de alguna manera decirlo, se “guarda”, de donde sin prescindir de la presencia como actualidad, pero sin tampoco atenerse al rendimiento intelectivo de ella según la objetivación como luz iluminante constantemente la misma, puesto que se posibilita cierta “confrontación” de la actualidad manifestada con el dinamismo inferior a ella y según lo que cabe discernir este dinamismo en cuanto a la intrínseca distinción real que comporta. Porque de esa suerte la constancia, mismidad y unicidad de la actualidad presencial —según la condición de ésta como actuosidad intrínsecamente dual y por eso luciente, aun si tan sólo en cuanto que iluminante—, equiparables con el límite mental, al quedar manifiestas sin más trámites se contrastan con la movilidad, diversidad, y pluralidad concernientes a dicho distinguirse real en el que, como análisis real, en tanto que dinámico, del primer principio que es el acto de ser extramental, estriba la esencia potencial de él, y equivalente a la “realidad” física, así que justo discerniendo dicha dinámica distinción real, o inteligiendo esa esencia según la propia condición suya, de entrada principial o carente de coincidencia, de actuosa dualidad intrínseca, y en canto que carente asimismo de coincidencia con el fin, de actualidad, inteligiendo dicha esencia al acceder al distinguirse real en el que estriba como dinamismo extraintelectual o desprovisto de luz, con lo que sin respecto de él suscitar ninguna iluminación ni, menos, objetivadamente retenida. Y si la primera dimensión del abandono del límite se lleva a cabo como sin más apartando la presencia mental y no apenas su limitación según la actualidad, que como tal se distingue puramente del advertido acto de ser extramental, la segunda avanza de acuerdo con cierto confrontarse, en pugna, esa limitada presencia mental en tanto que manifestada por los hábitos adquiridos, con lo respecto de ella inferior por carecer de constante mismidad y de unicidad, con lo que discerniendo el distinguirse real en el que ello estriba, de donde en lugar de confrontarse con lo puramente distinto, con lo por así decir “distintamente” distinto, y de modo que, por fases, se encuentra, explicitándola, la plural y concurrente principiación concausal equivalente al dinamismo o potencialidad que es la esencia extramental; fases de explicitación del distinguirse real del ser extramental equivalente a la esencia de éste, con cuyo nunca definitivamente completado balance es equiparable el hábito adquirido de ciencia filosófica, desde luego distinta respecto de la ciencia físico-matemática, cifrada en objetivaciones matemáticas a manera de hipótesis —o modelos— no sólo a través de la imaginación aplicables a lo percibido (también por medio de instrumentos en refinados aparatos de medición) sino incluso asignables a lo imperceptible y aun inimaginable (como en microfísica y en cosmología). Con lo que en filosofía el hábito de ciencia se enriquece de acuerdo con los hábitos adquiridos al éstos según fases distintas manifestar las precedentes operaciones objetivantes y posibilitando de acuerdo con las ulteriores declarar la insuficiencia intelectiva de las objetivaciones conmensuradas con aquéllas, de suerte que, manteniendo la manifestación respecto de la actualidad presencial en las operaciones, en pugna o por contraste se explicita el nunca definitivo orden de las jerárquicamente distintas concausalidades sobre las que en última instancia son intencionales esas objetivaciones, y concausalidades equivalentes a la dinámica distinción física como esencia del acto de ser extramental, así que inferior a la actualidad como ínfimo acto del dinamismo intelectual enriquecible según los hábitos adquiridos. Por lo demás, los hábitos intelectuales correspondientes a la operación conceptual y a la operación judicativa, que siguen a la incoativa, o de abstraer, por la línea de prosecución fundamentante pueden ser sin más separados respecto de un tema extramental peculiar, que en lugar de una concausalidad explícita o explicitada, es manifestada como implícita en cuanto que, por así decir, su condición en la esencia extramental es, por así decir, virtual (no por cierto en el sentido que se da a este término en la informática), sino porque estriba en condición para que otras concausalidades no falten (el movimiento circular físico, pero en modo alguno imaginacional, respecto de los movimientos y sustancias carentes de naturaleza) o puedan evolucionar (la propagación). Al cabo, la esencia extramental se corresponde con el entero universo en su condición como concausalidad completa, mas no cerrada, de causa material, eficiente, formal y final; el universo físico no es cerrado ni le compete ninguna forma —o formalidad— única, última, definitiva —y, menos, según nociones físico-matemáticas— porque, cabe sugerir, la causa final es el co-principio según el que nunca falta variación formal, de donde también estas dos causas, la final y la formal, son potenciales o principio de inclausurable posibilidad física, de donde no se da cabida a una última ni plena concausalidad. La concausalidad es completa si de acuerdo con las cuatro causas de manera intrínseca, como ocurre en las naturalezas vivas, a pesar de que ninguna agota la concausalidad de la tricausalidad material, eficiente y formal con la causa final, que posibilita una inclausurable variación. Y puesto que las concausalidades son el dinamismo o potencialidad por así decir intrínseco a la primaria principiación o causación, es decir, al acto de ser extramental o persistir, en lugar de ser éste causación de efectos, se analiza o discierne —y antes que lógica, realmente—, según las cuatro distintas causas concausando dinámica y distintamente, así que no sólo según la eficiente; según causas que en tanto que realmente analíticas del primer principio causal lo son conjuntamente, de donde la causalidad como “eficaz” causación ad invicem de las cuatro causas según concausalidades es exclusiva de lo físico, y es conocida según esas concausalidades y de manera que sea viable un nunca definitivo balance de ellas, ni siquiera en el nivel de intelección extra-objetual y extra-lógica correspondiente al “esquema de las categorías” (de acuerdo con el que suele hablarse causalidad categorial o “predicamental”), según el que ocurre la tetracausalidad como equiparable —este ocurrir tetracausal— con la esencia del acto de ser extramental. En último término, si bien las concausas equivalen no al primer principio extramental sino a su análisis real que ocurre según concausalidades que, si inferiores a la tetracausalidad, cabe tomar como efectos de las concausalidades más amplias o más completas, no por eso son segundas, sino primariedad principial analizada y —valga la expresión— “compartida”, de modo que ninguna causa puede serlo sin que las otras lo sean. c. Tercera dimensión del abandono del límite mental y hábito de sabiduría Por su parte, según la tercera dimensión del abandono del límite presencial se tematiza la “primalidad” que es el ser humano, primera de manera más alta que según principialidad, a saber, de acuerdo con primaria dualidad intrínseca, desde luego como luz o trasparencia intelectual, es decir, como inteligir personal que, junto con los otros trascendentales de la persona humana, el amar, la libertad y la intimidad, con ella como acto de ser se convierte. En tal dimensión metódica, sin tampoco prescindir del límite mental, esto es, de la presencia como actualidad, ésta se toma como punto de partida de un inagotable desaferrarse por el que como tema se alcanza el ser personal humano según el carácter de además: además por cierto respecto de la limitada presencia mental pero, de antemano, intrínsecamente, en la medida en que dicho carácter de además comporta la inescindible solidaridad del método con el tema, al que en alcanzándolo el método, por así decir, se le “otorga”. Y de tal suerte la tercera dimensión del abandono del límite mental se corresponde con el hábito de sabiduría, que como método es solidario con su tema, el inteligir como trascendental del acto de ser personal humano según precisamente ese carácter de además: la sabiduría alcanza además el inteligir personal o, si cabe indicarlo así, más y más, puesto que es “inescindiblemente” solidaria con él, según cierto otorgársele en alcanzándolo y, para de alguna manera decirlo, siendo la sabiduría inteligir personal y éste sabiduría, justo según el además. * * * Por consiguiente, en congruencia con la tercera dimensión del abandono del límite mental en cuanto que se corresponde con el hábito de sabiduría se alcanza el nivel primario o “radical” del vivir humano, equivalente al viviente personal, la persona humana, por lo pronto como intelección convertible con el acto de ser que cada hombre es o como trascendental de la persona, equiparable con el núcleo del saber, el inteligir personal. Y de esa manera el intrínseco método por el que según el además en el vivir humano se alcanza el inteligir personal en calidad de inagotable actuosidad intelectiva primaria es el hábito de sabiduría, cuya condición como luz, en cuanto a su valor metódico, es tan primaria como la de su tema congruente, pues a este tema se otorga en alcanzándolo, así que en calidad también de acto de ser, con lo que el hombre es, no menos, el saber con el que sabe su ser; y de esta guisa el hábito de sabiduría es innato. Luego en la medida en que el inteligir personal que se convierte con el acto de ser humano es tema solidario del congruente método, el hábito innato de sabiduría, que alcanza este tema, y como otorgándosele, según el carácter de además equivalente al acto de ser humano en su condición primariamente dual y, por eso, de acuerdo con cierto inagotable “redoblar”, de donde superior al primario tan sólo principial que es el acto de ser extramental, equivalente apenas a persistir, justo en esa medida estriba el además en “co-ser” o co-existir, pero antes que con el ser extramental o que con otras personas creadas, de entrada intrínsecamente, según lo que, a la par, compete al inteligir personal como trasparencia y luz “sólo luciente”, o como pura lucidez según el además, avanzar en busca de una intelección plena o de completa claridad, aunque sin nunca acabar de encontrarla, pues más que dualidad intrínseca habrá de ser Plenitud de Luz en la Intimidad de la Identidad originaria. De ese modo el co-existir con Dios de la persona humana es, de un lado, más primario —más “hondo”, más íntimo— que el propio co-existir intrínseco según el ella que es de acuerdo con el carácter de además, porque, al cabo, el además estriba en co-ser o co-existir en la medida en que respecto de Dios depende de un modo más alto que como de Éste depende el ser extramental, por lo que de acuerdo no sin más con el carácter principial de la causalidad trascendental: la persona humana es desde luego creada, pero sin que su creación estribe en la dependencia de una causa o principio primero respecto del Origen; el ser humano depende del Origen de manera, por así decir, más íntima, pues depende de Dios según la intimidad: de intimidad a Intimidad, por así decir; al cabo, con carácter filial. De ahí también que se aluda al carácter de además, pues “además” es un adverbio, lo que señala la dependencia de Dios del carácter de además en relación con la Intimidad de Él, indicada en la Revelación según la noción de “Verbo” (de ese modo filosóficamente se vislumbra la verdad revelada no sólo de que el hombre es creado a imagen de Dios, sino de que es creado a imagen del Hijo de Dios, que a su vez es Viva y Plena Imagen del Padre). Y, a su vez, en la medida en que compete al ser personal creado libremente trocarse en búsqueda de la Plenitud, la co-existencia con Dios es el íntimo acicate del carácter de además. Por eso el hábito de sabiduría en cuanto que método solidario con el inteligir personal humano como tema es no apenas enriquecible a la manera de los hábitos que a su vez enriquecen la esencia humana sino, por sobre ello, de acuerdo con el carácter de además equivalente al co-existir o co-ser como dualidad primaria o radical en la que se cifra la persona en tanto que acto o actuosidad de ser inagotablemente ampliable en intimidad. Y siendo de esa manera acto primario según inescindible dualidad intrínseca el inteligir que como trascendental se convierte con la persona humana es más alto que cualquier acto principial, pues primariamente actuoso en intrínseca dualidad según el carácter de además, por lo que redoblante justo en la medida en que el hábito de sabiduría como método equivalente a alcanzar el tema, en alcanzándolo se le otorga, con lo que estriba en luz además o solamente lúcida, luciente; de donde el inteligir personal como tema, al igual que los otros trascendentales personales, se convierte con el acto de ser humano como “incluyendo” el método con el que según el además es “en siendo” alcanzado. En esa medida el carácter de además en cuanto que primaria y radicalmente dual concierne por lo pronto al hábito de sabiduría como alcanzamiento de su tema, y que en alcanzándolo se le otorga, pero parejamente al inteligir personal en tanto que en siendo alcanzado por el método congruente, éste se le otorga. Y es así como según el carácter de además primaria o nuclearmente dual, de donde primero, pero ciertamente superior a cualquier principiación, el hábito de sabiduría es más alto también que cualquier condición enriquecible según hábitos adquiridos: ser además supera desde luego el crecer naturalmente o según la interioridad del organismo, pero también el intrínseco enriquecerse según la manifestación de la intimidad personal. Con todo, asimismo es de intrínseca dualidad el enriquecimiento en el que estriba la esencia de la persona humana según los hábitos adquiridos, equivalentes a cierto “redundar” de la actuación o actividad humana en el “poder” de la esencia potencial —y no apenas en las potencias espirituales del alma humana— sin que tal redundar sea principiado ni, menos, causado —tampoco la actividad que redunda—, y sin que la potencialidad sea su principio o causa (ni siquiera las potencias espirituales del alma son principios). En cambio, es principial el crecimiento físico natural, también en tanto que se distingue orgánicamente. Al cabo, la condición dual del carácter de además compete a la intelección primaria, nuclear, radical, es decir, al inteligir personal, incluyendo también el método que la alcanza, el hábito de sabiduría, pues en alcanzándolo éste como tema, se le otorga como método. Y en tal medida el inteligir humano como ser, en lugar de luz iluminante respecto de un tema distinto e inferior, es trasparencia, o luz como pura lucidez o sólo luciente: sin iluminar ni tampoco iluminarse o, al menos, no propia ni enteramente. Por así decir, la sabiduría alcanza el inteligir personal sin iluminarlo, pues más bien ampliando la lucidez de éste según el además. En última instancia, la idea de “auto-iluminación” es superflua pues lucidez compete al acto de intrínseca dualidad por estribar en actuosa coincidencia, avance que en avanzando se acompaña, distinto desde luego respecto del movimiento que carece de fin o procede hacia él, y por más que la dualidad intrínseca del avance como acto intelectual equivalente a la posesión de fin es lucidez ínfima: mera actualidad. De modo que cualquier acto intrínsecamente dual comporta claridad, trasparencia, con lo que resulta innecesario iluminarlo. Por su parte, la actualidad exige manifestación no de su condición de luz iluminante, patente en la objetivación, sino de su condición como acto, pues al ser acto detenido o retenido como posesión de fin, o coincidencia del acto con su condición culminada —acto perfecto—, la condición actuosa se oculta y la índole limitada de ella oculta que se oculta. Pero sobre todo es innecesario iluminar el además, aunque su claridad sea inagotablemente además, y según lo que le compete trocarse en búsqueda; aunque asimismo es innecesario iluminar los hábitos adquiridos o el enriquecimiento intelectual puesto que al ser suscitados desde la sabiduría y a partir de la sindéresis, son por ésta englobados. De donde en su condición primaria o radical compete al inteligir personal humano un inagotable buscarse a la par que un buscar, por cuanto que el método que con él como tema es congruente, el hábito de sabiduría, le es de antemano solidario, pues en alcanzándolo se le otorga, de manera que en lugar de iluminarlo, en virtud de dicha solidaridad estriban los dos en pura lucidez o en sólo lucir según el carácter de además, y de modo que como tema el inteligir personal a su vez “se torna” en método, en el más alto método intelectivo del vivir humano, cuyo tema congruente es sin embargo inalcanzable e inabarcable porque le ha de concernir un Inteligir según Identidad en tanto que Originario, así que según Intimidad, y cuya plenitud intelectual, de inteligir y ser inteligido o inteligirse, o como Luz íntimamente plena, habrá de ser por Él no buscada, sino su Ser: al cabo, Dios, buscando a Quien se busca la persona humana. d. Cuarta dimensión del abandono del límite mental y hábito de sindéresis Ahora bien, el inteligir que se convierte con el actus essendi personal humano, según la solidaridad con él del hábito innato de sabiduría, avanza —o “se alza”— en búsqueda de lo más alto y, precisamente por cuanto que no acaba de encontrar el tema supremo en el que asimismo se habría él de encontrar, a la par desciende desde ese hábito, el de sabiduría, y no sólo al encuentro del ser extramental, advirtiéndolo sin iluminarlo según el cuasi-hábito de los primeros principios, sino también de suerte que a partir del —si no innato al menos nativo— hábito de sindéresis como ápice procede la irrestrictamente enriquecible, mediante hábitos intelectuales adquiridos, esencia de la persona humana, según la que ella de ese modo se manifiesta justo a través de una plural iluminación esencial —de nivel esencial— con la que como método a su vez se corresponde la cuarta dimensión del abandono del límite mental, y cifrada en luces iluminantes respecto de temas distintos e inferiores, asimismo iluminaciones, que encuentra en la medida en que como tales iluminaciones son suscitadas, de donde sin necesidad de ulteriormente iluminarlas, con lo que, a su manera, no menos comporta solidaridad de método y tema siquiera puesto que el hábito de sindéresis engloba dicha plural iluminación . Polo expuso la cuarta dimensión del abandono del límite mental en el tomo II de la Antropología trascendental, aunque también en algunos apartados de Nietzsche como pensador de dualidades.. En consecuencia, por no menos descender del inteligir personal desde el hábito de sabiduría el hábito de los primeros principios es “nato”, de donde en cierta medida “nativo”, pero sin que como iluminación proceda a partir de la sindéresis, y, más aún, en cuanto que superior a ésta: cuasi-innato. La plural iluminación de nivel esencial que como descenso del inteligir personal desde el hábito de sabiduría procede a partir del de sindéresis, al ser actuosidad de intrínseca dualidad es luz; y en tanto que es iluminante equivale, cabe sugerir, a intelección intencional a la par que a presencia mental, pues, por así decir, es “habida” en la esencia de la persona humana al quedar englobada y “guardada” según la sindéresis; y presencia mental que en los hábitos adquiridos es superior a la limitada según objetivaciones. * * * Como ínfima o más baja luz iluminante o intelección de nivel esencial, y en calidad de comienzo de ella, es suscitada la que en modo alguno suscita su tema al iluminarlo, a saber, el entorno físico, extramental, conocido según el sentir; conocimiento sensitivo que tampoco es “cabe” la sindéresis suscitado ni por ella englobado, aunque sí en alguna medida “asumido” o “activamente” recibido en la iluminación que a partir de la sindéresis procede en descenso desde la sabiduría y se le añade, de entrada según la operación intelectual inicial o incoativa, que en cierta medida recoge y unifica la intencionalidad del conocimiento sensible, elevándola respecto de la situación temporal que a éste inescindiblemente compete. De esa manera, en cuanto que suscitada en virtud de la iluminación respecto de la variante diversidad concerniente al término de intencionalidad del conocimiento sensible, la objetivación intelectual incoativa, por cierto pluralizándose en tanto que es luz iluminante o intencional ante todo respecto del término de intencionalidad sentido, no obstante, se “alza” por sobre esa variante diversidad en cuanto que estriba justamente en iluminación, es decir, en actuosidad dual, así que trasparente, y de modo que acontece sin ceñirse a la restricción y condicionamientos del conocimiento sensitivo, debidos a que éste depende no sólo del inmediato entorno físico sino también de la propia situación circunstancial orgánica, “sensorial”. Con lo que la objetivación intelectual incoativa es una luz iluminante ciertamente suscitada según el descenso del inteligir personal desde el hábito de sabiduría y procedente a partir del de sindéresis, pero que en lugar de, por decirlo así, “pervadir” o como atravesar el conocimiento sensible —que desde luego no suscita— para lucientemente acceder a la esencia extramental como aportándole una intrínseca claridad según la que ese dinamismo o potencialidad física sería inteligida como “desde dentro” y sin objetivada detención (ni siquiera de índole hipotética según las objetivaciones matemáticas), más bien, valga la expresión, se “estanca” frente al sentir, aunque articulando en presencia según actualidad la diversidad temporal de la conciencia sensible, lo que permite la apertura de un ámbito de objetivabilidad cabe el que son asumibles las determinaciones sentidas. Por su parte, en la medida en que “arranca” considerando lo sentido, la inicial intelección objetivante tradicionalmente se llama abstracción; pero bien entendido que en lugar de tomar o “aprehender” cierto “contenido” intelectual extrayéndolo de las diferencias sentidas, más bien dicha operación intelectual incoativa, en cuanto que se conmensura con la objetivación, por así decir, introduce, una “irrestrictamente ampliable” apertura de claridad en la que caben indefinidas determinaciones ulteriores en última instancia referentes al ser o esencia del término de intencionalidad, es decir, a lo que a éste compete “de suyo” o antes que en función de las necesidades o intereses del cognoscente. Ese carácter propio del conocimiento intelectual a diferencia del conocimiento sensible ha sido destacado por los platónicos y aristotélicos de acuerdo con la noción de kath’autó, que no obstante, confunde el “de suyo” con la mismidad. Por su parte, X. Zubiri entiende el “de suyo” de acuerdo con la noción de respectividad, que tampoco supera el horizonte de las objetivaciones, si bien de acuerdo con su conectividad lógica. No obstante, el conocimiento sensitivo es a la par verdadero conocimiento, pues aunque desde luego depende no sólo del entorno físico sino también de la propia situación orgánica, “sensorial” —sobre todo cerebral—, en modo alguno es reductible a un estado “neural”, por más sutilmente complejo que pudiera ser, pues como tal dicho estado de ninguna manera es equiparable con lo sentido (el rojo visto carece de respaldo rojo en la actividad neuronal; es la cuestión acerca de la irreductibilidad de los qualia). En el De anima Aristóteles sostiene que el conocimiento sensitivo estriba en la discriminación de cierta proporción (y usa el término lógos) entre estados sensoriales distintos, así que ninguno de ellos separado del sustrato orgánico correspondiente. Pero, aun así, la discriminación de esa proporción entre los estados sensoriales, en la que estribaría lo sentido, es no otro estado sensorial sino, cabe sugerir, una distinción o discernimiento entre dos situaciones del funcionamiento orgánico sensorial, y que “encuentra cabida” en el “poder” o potencia —facultad— que vivifica ese órgano o complejo orgánico, así que de condición incorpórea, aun si no por esto espiritual. A la par, de acuerdo con la averiguación del hábito de ciencia con el que se corresponde la segunda dimensión del abandono del límite mental, cualquier funcionamiento orgánico es cierta tricausalidad natural, así que de causas material, eficiente y formal, pero con cierta distribución de concausalidad de la causa final con la tricausalidad; desde donde puede atribuirse la vivificación de un organismo sensorial a una tal tricausalidad que, con todo, puesto que vivifica el sensorio en estados sensoriales distintos, mas sin perder el control sobre el estado orgánico ante la diversidad inmutacional —como se muestra en que puede recobrar un estado normal respecto de otras situaciones de funcionamiento orgánico—, “mantiene”, por así llamarlo, un sobrante meramente psíquico, esto es, de sola concausalidad final y formal, respecto del “resto” de la concausalidad, eficiente y material —ésta concausalidad correspondiente al movimiento en tanto que corpóreo—; y sobrante según el que dicha proporción sería inorgánicamente notada, aunque nunca por cierto sin funcionamiento orgánico. En consecuencia, la intelectiva operación objetivante inicial comporta cierto abstraer no porque en lo sensible encuentre y tome algo intelectual, ciertas “notas”, mientras a la par omite otras, sino porque, si de este modo vale decirlo, “trae” o retrae la intencionalidad sensible a la irrestricta “ampliabilidad” de la apertura de la presencia mental en cuanto que cifrada en iluminación como intelectual intencionalidad, y por más que objetivada, esto es, que aun si limitada según actualidad, es indefinidamente “colmable” según diferentes objetivaciones (o determinaciones) intelectuales. Descriptivamente dicho, la objetivación abstracta según entera amplitud “deja abierto” el término de intencionalidad sentido en lo concerniente al distinguirse real en el que estriba ese término y en cuanto que a su vez se integra en la esencia dinámica o potencial del acto de ser extramental; y deja esa amplitud si restricciones abierta en presencia pero apenas según actualidad, esto es, articulando de este modo, en presencia según actualidad, la diversidad temporal de la conciencia sensible. * * * A su vez, ya que las operaciones incoativas de un lado son plurales mientras que de otro sus objetivaciones resultan no sólo limitadas sino también insuficientes para por completo discernir el distinguirse real que, por cierto a través del conocimiento sensitivo, es su término de intencionalidad, a saber, la esencia extramental o física, pero sin que dichas objetivaciones sin más reiteren algo sentido ni tan sólo unifiquen la variedad sensible, y debido a que son luces iluminantes que en presencia según actualidad articulan la diversidad temporal de la percepción, de donde también según constante mismidad y unicidad, por eso cabe o bien declarar esa insuficiencia matizando las iniciales iluminaciones objetivadas en la medida en que a partir de la sindéresis, de acuerdo al menos con una variación del acto, se suscitan nuevas y más altas operaciones objetivantes con las que se conmensuran objetivaciones por así decir progresivamente “complexivas”, o bien por precisamente según hábitos adquiridos manifestar esas iluminaciones, desocultando justamente su condición de presencia mental como sola actualidad, de donde limitada, según fases remediar la insuficiencia de las objetivaciones previas para explicar la complejidad en el distinguirse real que es lo físico, al explicitar las concausalidades en virtud de la pugna con ellas de la manifestada limitación presencial según actualidad. En consecuencia, la insuficiencia de las objetivaciones por lo pronto incoativas para discernir la variante diversidad del término de intencionalidad, y por más que a manera de amplitud circular de claridad dejan por así decir abierta esa complejidad real, es dual: por una parte, debido a que las objetivaciones incoativas son plurales en atención a la pluralidad de percepciones, y de suerte que cabe declarar la insuficiencia de cualquiera de ellas para colmar la irrestrictamente ampliable amplitud de la objetivabilidad; mas por otra parte esa insuficiencia puede ser declarada respecto de la diferencia interna de cada objetivación incoativa, ya que en modo alguno se esclarece inicialmente. Por la primera vía la plural y jerárquica declaración de insuficiencia equivale a conectar las objetivaciones precedentes mediante otras de más alto rango, por más que prescindiendo de parte de la diferencia interna de las inferiores (es el tema de la extensión de las nociones objetivadas, que da cabida a la lógica de clases, y en la que se procede por generalización). Polo resalta la índole negante de estas operaciones, en la medida en que prescinden de parte de la diferencia interna de las precedentes; a su vez, desde la idea general de animal, perro no es gato y al revés, pero sin que entre perro y gato abstractos exista negación alguna, pues nada en la diferencia interna de perro es negación respecto de nada en la de gato. Por la segunda vía la plural y jerárquica prosecución objetivante según declaración de insuficiencia de las objetivaciones precedentes comporta antes que conectar la diferencia interna de dichas objetivaciones, el esclarecerla; pero ya que esa diferencia interna, que en los abstractos se guarda implícita, es esclarecida tan sólo explicitándola como real distinción intrínseca del término de intencionalidad objetivado —y, al cabo de la esencia extramental—, y puesto que esta explicitación procede según la pugna de la actualidad manifestada con lo inferior a ella, a saber, con las concausalidades, por eso, la objetivación de conexiones internas a las objetivaciones iniciales es ulterior a la pugna, o cifrándose en su compensación objetual. A su vez, cabe sugerir que la explicitación del distinguirse real del término de intencionalidad objetivado obedece a la cuestión acerca del por qué o de la fundamentación: ¿por qué se intelige un distinguirse real, es decir, una esencia que es el distinguirse real de un acto de ser, que, a su vez, se distingue realmente de Dios como Identidad? En la filosofía clásica se equipara la fundamentación con la principiación, en lo que se desconoce la distinción de la actividad mental, que es supraprincipial, respecto de la causal. El elenco de conexiones internas a las diferencias internas de las objetivaciones abstractas da lugar, por lo pronto, a la lógica de universales y al esquema de las categorías según la predicación. Es patente que en la lógica tradicional no se distingue suficiente la pluralidad de lógicas según los diferentes conectivos objetivados. Las dos líneas de prosecución objetivante comportan reflexión en la medida en que las objetivaciones superiores versan sobre las inferiores y, en último término, sobre los abstractos. Este tipo de reflexión, por cierto de índole lógica, y como en descenso, es la única adimisible en teoría del conocimiento, ya que ningún acto intelectual vuelve sobre sí; además, para que cualquier acto intelectual sea consciente basta que sea acto de intrínseca dualidad. Al cabo, las nuevas y más altas operaciones objetivantes son posibilitadas o bien por mera variación del acto operativo en declarando la insuficiencia del precedente, o bien según los hábitos adquiridos, que en calidad de iluminación procedente del ser personal desde la sabiduría y a partir de la sindéresis manifiestan esas operaciones previas en lo que ellas al objetivar ocultan, que es su condición de acto de acuerdo con la índole objetivada de la luz iluminante, es decir, de la limitada presencia mental según actualidad. De ese modo los hábitos intelectuales adquiridos iluminan las operaciones objetivantes precedentes (y de entrada el que ilumina el objetivar incoativo, incluso de sola conciencia intelectual) no porque esas operaciones carezcan de luz o no sean iluminantes sino debido a que al cifrarse la objetivación en luz iluminante retenida y mantenida constante según el límite mental —la actualidad de la presencia—, deja inmanifiesto el que acontece conmensurada con un acto intelectual que por ser actuoso según intrínseca dualidad estriba en luz; pero, con mayor motivo, porque la objetivación deja inmanifiesta la índole de ese acto intelectual en tanto que detenido de acuerdo con el límite mental, o en cuanto que coincide tan sólo con su condición culminada o perfecta; con lo que dichos hábitos desocultan la actuosa condición de la presencia mental, mientras manifiestan su índole limitada según actualidad; y asimismo de esa suerte manifiestan la insuficiencia de la objetivación conmensurada con el acto como actualidad para discernir el distinguirse real equivalente al correspondiente término de intencionalidad. La operación objetivante de conciencia intelectual es equiparable con la objetivación de la circularidad en tanto que inteligida, no tan sólo percibida o imaginada, es decir, en tanto que se sigue de inteligir precisamente que la operación objetivante como tal, sin atender al término de intencionalidad percibido (o cuando la intelección versa sobre la mera imaginación formalizante, cuya más alta re-objetivación es el punto o el instante como elementos del espacio o del tiempo imaginarios —pero sin que sea viable objetivar la conexión entre puntos o entre instantes, a no ser de acuerdo, en cuanto al tiempo, según la idea de fluxión, que es la que da cabida al cálculo infinitesimal en tanto que aplicable al movimiento por lo pronto como cambio de lugar—), esa operación, equivale a la noción correspondiente al acto perfecto como acto cuya actuosidad estriba en su culminación, y noción aplicable, como mismidad simultánea de anterioridad y posterioridad en el punto o en el instante, a la circularidad en la que cualquier punto —o instante, en el movimiento circular— es a la vez y lo mismo fin de la parte anterior y principio de la posterior. De ese modo la objetivación intelectual se corresponde con la apertura de un ámbito de coincidencia de acto y culminación, o de acto de intrínseca dualidad, o luciente, lúcido, claro, pero mínimo, por cuanto que la coincidencia es del acto sólo con su condición culminada, de donde, por así decir el ámbito de claridad es cerrado, terminado, concluso, aunque vacío de cualquier determinación diferente. Cabe sugerir, por lo demás, que esa iluminación, justo en tanto que irrestrictamente ampliable, pero sin que quepa eliminar su clausura, la circularidad, equivale a caer en cuenta de que se intelige, es decir, equivale a la conciencia intelectual mínima, en cuanto que se intelige que lo que se intelige es —o se intelige que es— justo como se intelige sin más por inteligirlo o al inteligirlo, es decir, sin que se deba a ninguna percepción sino, a lo sumo, a la más formalizada imagen, al cabo la de instante, puesto que la pluralización de instantes es aplicable al movimiento aun si entendiéndolo como mero cambio, mientras que la pluralización de la imagen de punto no deja de ser estática. Y salta a la vista que esa noción de circularidad vacía de determinaciones pero clara, lúcida, es vislumbrada en filosofía desde Parménides, así como tematizada en calidad de conciencia en el hinduísmo y, más netamente en el budismo; a ella, por su parte, en su “vuelta” (Kehre) apela Heidegger, no sin influencia de la noción husserliana de horizonte, y en cuanto que cabe equipararla con la Lichtung según la que es entendido el Dasein en relación con la “historia” del ser (Seyn). Asimismo se sugiere que en la medida en que esa iluminación es “guardada” en la esencia de la persona humana de acuerdo con el englobarla el hábito de sindéresis, equivale a la noción de potencia intelectual, cuya potencialidad en modo alguno equivale a pasividad (de esa suerte se rectifica la noción clásica de tabula rasa, que en cierto modo es la raíz del representacionismo): claridad incolmable según determinaciones objetivadas, es decir, objetivabilidad irrestrictamente ampliable, pero circunscrita, cerrada, circular. En consecuencia, las operaciones objetivantes ulteriores a la incoativa o bien simplemente declaran que ninguna pluralidad de objetivaciones ni ningún tipo de conexiones colma la irrestrictamente ampliable amplitud de la objetivabilidad, para lo que, sin necesidad de la iluminación habitual que desoculta la condición de acto como actualidad de la operación objetivante, basta la indicada variación de acto según la que la operación objetivante progresivamente se adecúa a esa ampliación de la irrestrictamente ampliable amplitud de objetivabilidad equivalente, por lo demás, a la potencia intelectual; o bien proceden esas operaciones objetivantes ulteriores a la incoativa en virtud de los hábitos intelectuales adquiridos de manera que por fases declaran el insuficiente discernimiento del intrínseco distinguirse real en el que estriba el término de intencionalidad inicialmente objetivado, y que es al cabo la entera esencia extramental. La variación de acto más que iluminar la limitación de la actualidad es cierta comparación de la determinación iluminante o iluminación determinada con la amplitud irrestrictamente ampliable de la objetivabilidad, equiparable ésta a la potencia intelectual como clara circularidad vacía de objetivaciones. Por lo demás, el que según la objetivación intelectual se oculte tanto la condición del acto con el que ella se conmensura cuanto la índole limitada del acto como actualidad se debe a que según el inteligir objetivante tan sólo resalta o destaca, justo como iluminación o presencia mental pero limitada, esa objetivación, esto es, la “contenida” remitencia iluminante al término de intencionalidad. Desde donde, en virtud de los hábitos intelectuales adquiridos o bien de la mera variación de acto —pero sin que el acto varíe como actualidad—, las operaciones objetivantes jerárquicamente prosecutivas respecto de la abstracción son a partir del hábito de sindéresis suscitadas como nuevas y más altas iluminaciones que, tanto en pugna cuanto si objetivadas, declaran la manifestada insuficiencia de las precedentes, y de suerte que iluminan no de nuevo, asumiéndola, la intencionalidad del conocimiento sensible, sino que disciernen por así decir la “complejidad” del término de intencionalidad sentido y, en tanto que la objetivan, objetivan un conectivo lógico respecto de previas objetivaciones. Y de esta manera, en virtud por lo pronto del hábito adquirido de conciencia intelectual, se inicia el ascenso jerárquico en la diferenciación y unificación de las objetivaciones mediante líneas de prosecución objetivante, cuyo carácter conectivo se corresponde con la índole lógica o racional de la prosecución. Una línea prosecutiva es generalizante puesto que la variación de acto es posibilitada según el hábito adquirido de conciencia intelectual según el que se guarda la objetivación de la irrestrictamente ampliable amplitud límpida o clara de objetivabilidad, esto es, la potencia intelectual, y que permite la variación de acto en orden a objetivaciones cada vez más amplias o abarcantes, más generales; mientras que la otra línea prosecutivaes fundamentante —y con mayor propiedad “racional”— pues discierne progresivamente el por qué o la razón del distinguirse real del término de intencionalidad de las objetivaciones intelectuales incoativas. Aunque Polo redactó el Curso de teoría del conocimiento en orden a la segunda dimensión del abandono del límite mental, bien hubiera podido exponer el conocimiento propio del hombre de acuerdo con la cuarta dimensión de ese abandono, tarea que, por lo demás, es apenas iniciada en el segundo tomo de la Antropología trascendental. Bajo tal perspectiva sería preciso afrontar más decididamente la noción de conciencia, que Polo evitó no sólo porque era de ordinario entendida como reflexión, sino porque en amplios sectores de la filosofía moderna es equiparado con la noción de sujeto, lo que en gran medida impide destacar la condición primaria, trascendental, de la persona y de libertad. Aquí se ha sugerido entender la conciencia intelectual de acuerdo por lo pronto con la intrínseca dualidad del acto. * * * De otra parte, asimismo según el descendente proceder de la iluminación en el nivel esencial de la persona humana desde la sabiduría a partir de la sindéresis hasta el conocimiento sensible, y en cuanto que éste se corresponde con la dimensión meramente psíquica de la naturaleza orgánica que de ese modo iluminada es enriqueciblemente asumida en dicha esencia, y con ella el entero cuerpo como propiamente humano, según ese proceder serían de antemano suscitadas, o siquiera a la par con las iniciales operaciones intelectuales objetivantes, o no más que al coordinarse el plural conocimiento sensitivo de acuerdo con la maduración del cerebro, las luces iluminantes cuya “guarda” cuasi o pre-habitual, cabe sugerir, se equipara con las potencias espirituales del alma humana, inteligencia y voluntad, y a manera de “culmen” o “cima” del alma en la vida natural del hombre en tanto que que elevada a esencia de la persona humana, o esencializada. En consecuencia, junto al hábito de sindéresis, las potencias espirituales del alma humana en cuanto que esencializada, y suscitadas a partir de aquel hábito, son actos intelectuales o luces iluminantes antes que innatas, nativas, puesto que “nacen” según el descendente proceder del ser personal desde el hábito de sabiduría y, por eso, de manera distinta a como los hábitos adquiridos que, por así decir, son el “enriquecimiento” de dichas potencias. A su vez, puesto que los hábitos intelectuales adquiridos equivalen a la iluminación según la que se manifiesta lo que las operaciones objetivantes dejan oculto, por lo pronto la condición de éstas como acto limitado pero, además, la insuficiencia de la objetivación tanto respecto del término de intencionalidad cuanto de la irrestricta ampliabilidad del iluminar según objetivaciones u objetivabilidad, en tal medida, pueden equipararse con una por cierto enriquecible elevación del “poder” de dichas potencias, de entrada en tanto que comportan intelección (también la voluntaria). * * * De manera que a partir del hábito de sindéresis como ápice del proceder intelectivo que desde el hábito de sabiduría desciende del acto de ser que cada hombre es, así que del inteligir personal con el que la sabiduría es solidario, y en calidad de esencia de la persona humana, pero con carácter de cima o culmen espiritual del alma según la que el cuerpo orgánico individual es vivificado, son suscitadas desde luego la potencia intelectual y los actos intelectivos, operaciones y hábitos, mas parejamente la voluntad y la consiguiente volición, el querer, y la plural plural actividad voluntaria que aparte de suscitada ha de ser constituida, pues sin reducirse a su “ingrediente” intelectual, que —se sugiere— es la ideación del bien como “otro que el ser” que en su esencia cabe aportar al ser creado, y justo para el “ejercicio” de aportarlo, exige una peculiar intervención de la persona en la esencia que de ella dinámica o potencialmente procede, según la que, a partir no menos de la sindéresis, las luces iluminantes no tanto acerca de la verdad cuanto del bien —los “concretos” bienes ideados—, son por así decir “inseridas” o “insertadas” en la actuación humana de acuerdo con cierto intento de fines y la consiguiente deliberación y decisión en torno a los medios, así como en la ejecución de lo decidido; actos éstos propiamente voluntarios, pero en modo alguno sin el acto “primigenio” de querer, o “nativo” puesto que sigue a la “guarda” en la esencia de la persona humana, de acuerdo con el englobar de la sindéresis, de la idea sin más de bien como otro aportable al ser, y cifrada antes que en este o en aquel bien, en la índole de otro aportable al ser o “posible de ser”; guarda de la idea de bien en su irrestricta ampliabilidad que equivaldría a justamente a la potencia voluntaria, mas que de inmediato se “traduce” en un acto que en lugar de serlo de querer bienes, lo es de querer querer: de querer querer más bien y, por eso, de querer querer más, y con el que de esa suerte se corresponde, paralelamente, la condición “curva” —mejor que “reflexiva”— del querer, cuyo enriquecimiento lo es, por su parte del “poder” voluntario. De ese modo, a diferencia de las operaciones y hábitos meramente intelectuales, los actos voluntarios y las correspondientes virtudes —o virtudes “morales” (si bien la moral concierne a la entera actividad libre del hombre, no tan sólo a la voluntaria)—, es decir, virtudes del querer o de la volición, siendo por cierto actos suscitados en cuanto a las luces iluminantes que sobre el bien como otro que el ser comportan, es decir, en cuanto a las ideas acerca de posibles bienes, exigen además, tales actos voluntarios, “venir a ser” constituidos en la medida en que dichas luces han de ser insertadas en la actividad, que justo de esa manera es voluntaria, a saber, cuando en calidad de ideas acerca del bien pasan a dirigir o a guiar la actuación, también si corporal valiéndose de la imaginación. Puesto que el inteligir se distingue de la volición aun incluyéndose en ésta, pero sin que la volición de ninguna manera se incluya en él, y por más que en cierta medida dependa el inteligir de actitudes voluntarias, aunque apenas para no ser impedido, aun así, es no menos libre que el querer. Y con mayor motivo es soberanamente libre el amar, que, si desde luego se manifiesta a través de actos voluntarios, estriba de suyo en dar y en aceptar, antes que en intentar, decidir o ejecutar y lograr. Paralelamente, en atención al planteamiento poliano es asimismo viable una ampliación de la ética o moral de acuerdo con el peculiar ir más allá de los hábitos intelectuales superiores del vivir personal humano, de entrada según el hábito de sabiduría, que es más alto que cualquier volición, al igual que lo es el de intellectus; a su vez, el hábito de sindéresis no se agota en su vertiente voluntaria, pues de antemano estriba en intelección. Y también se precisa cierta ética según el hábito de ciencia, no sólo respecto del entorno físico sino también de la actuación humana en cuanto que dependiente del cuerpo orgánico. Y aun cuando el deber moral que se sigue de esos hábitos intelectuales por lo común obliga a actuaciones en las que por cierto interviene la voluntariedad, el bien que les concierne no se reduce al que es intentado decidido y ejecutado según la razón práctica, esto es, según la ordenación de medios a fines. * * * Por consiguiente, de acuerdo con la dual condición del hábito nativo de sindéresis como ápice del descendente proceder iluminante desde el hábito innato de sabiduría, y en cuanto que, por así decir, “surte” a la par que “guarda” el irrestrictamente ampliable enriquecimiento de la esencia de la persona humana, se equipara ese hábito con la iluminación de nivel esencial según la que por lo pronto en lo meramente intelectivo son suscitadas y englobadas operaciones y hábitos adquiridos respecto de la verdad, pero también a partir de la sindéresis, mas en lo intelectual ideado con miras a la actuación, son constituidos los actos y hábitos voluntarios respecto del bien. De donde esta dualidad de entrada concerniente a la sindéresis, y puesto que de distinta manera involucra la persona, es designable como de ver-yo y querer-yo. Con lo que la actividad voluntaria, o de querer, al asimismo proceder en descenso desde la sabiduría y a partir de la sindéresis no menos comporta intelección, sin la que el querer sería suplantado por una inclinación o tendencia de los apetitos o pasiones al cabo sensibles (o emocionales); intelección, por su parte, a manera de plural iluminación no sin más de la verdad del ser —o de la esencia—, sino del bien como otro que el ser —o, al cabo, que la esencia en cuanto que comporta un distinguirse real y, por eso, temporal—; e iluminación que en el actuar humano con carácter de regla o norma que lo dirige o guía ha de ser de alguna manera insertada. De esa suerte el ver-yo como plural intelección suscitada a partir de la sindéresis es dual con el querer-yo como actividad también desde luego intelectiva pero además propiamente voluntaria en cuanto que constituida al inserir la ideación del bien en el actuar, esto es, en la medida en que las luces iluminantes del bien como otro que el ser aportable a éste en su esencia potencial, en calidad de intenciones se trasvasan a las actuaciones, que entonces son intentos voluntarios; y asimismo de ese modo se trasvasan, cuando es el caso, a las acciones productivas, al igual que en último término a sus obras. * * * Por tanto, para discernir las distintas fases y características de la actividad volitiva en la actuación voluntaria hace falta discernir la índole estrictamente intelectual de la noción de bien como otro que el ser, pues de acuerdo con la peculiar ampliabilidad irrestricta de esta noción, el bien como otro respecto del ser es asunto del vivir humano sólo si interviene la luz intelectiva. El ser personal humano vive de acuerdo con un “avance” por lo pronto en lo intelectivo según el que, sin consumación, la luz en la que su ser y su esencia estriban, se distingue —como “perfilándolos”— respecto del ser de condición extramental y de su esencia, a los que compete carácter de “otro en el ser” frente al ser mental, aunque de entrada, según el inteligir objetivante, tan sólo por así decir “dejándolos abiertos” para ese vivir según la inacabable intelección de esos temas; y, a la par, la luz en la que estriban el ser que es la persona humana y su esencia, esa “fecunda” luz, avanza como trasparecer y como claridad, y nunca tampoco definitivamente, pues o bien inagotablemente redobla como acto de ser o bien como esencia equivale a la irrestrictamente enriquecible suscitación de una pluralidad de luces iluminantes. Y ese multidimensional lucir y trasparecer —o “clarecer”— de acuerdo con la intelección —o “brillar”, en la medida en que destaca lo distinto de la luz en tanto que extramental— es la verdad del ser o de lo “real”, la que por eso es no menos trascendental que el ser. Pero si la verdad es el lucir del ser según la actividad intelectiva en tanto que de intrínseca dualidad o el distinguirse esa actividad como luz respecto de la principial equivalente al ser extramental, asimismo es asequible “entender”, iluminándolo —y solamente así—, el bien como “lo otro que el ser creado” en cuanto que posible de serle aportado y, propiamente, en la esencia potencial que como dinámico distinguirse real compete a ese acto de ser. De donde el lucir, siendo iluminado, de lo otro que el ser concierne al bien, que según su carácter de otro respecto del ser es trascendental como el ser, no menos que la verdad, aunque de modo distinto y ulterior, y de suerte que para aportarlo ha de ser intentado, sin que baste idearlo. Paralelamente, “lo otro que el ser”, el bien, se distingue de “lo otro como ser”, que es el ser extramental, otro respecto del ser mental que lo averigua, y que en lugar de un trascendental del ser es una criatura realmente distinta de otra, o según distinción real en el ámbito trascendental, y de modo que también las esencias potenciales de esos actos de ser equivalen a un distinto distinguirse real respecto de ellos, y unos y otras de distinta manera realmente distintos respecto de Dios. A su vez, el bien en calidad de otro que el ser también en tanto que inteligido como irrestrictamente ampliable se equipara en cierta manera con el ser posible: es “lo otro que el ser” como “posible de ser” no tanto a manera de despliegue de intrínsecas posibilidades de una esencia (y, menos, en cuanto que sin más incontradictorio con ella), sino, con propiedad, en cuanto que ideable por el hombre como posible de serle aportado: lo otro que el ser posible de ser es el bien como ganancia que el ser humano puede conferir al ser en tanto que creado por Dios, por lo que, al cabo, en la esencia de la criatura, de la del ser personal y de la del ser cósmico. El bien es un trascendental que sigue al ser en cuanto que estriba en lo otro respecto del ser aportable en la esencia de éste, pero que a la par sigue a la verdad por cuanto que estriba en iluminación de eso otro: es la “ideación” de lo otro que es posible aportar al ser. De donde antes que nada el bien comporta, no menos que la verdad, un acto intelectivo; pero se distingue de la verdad por equipararse en lugar de con lo inteligido del ser, aunque lo requiere, con la intelección de lo otro respecto del ser que es posible aportar a éste en la esencia. Con lo que el bien como lo otro que el ser tiene cabida en cuanto que luce entendido o ideado, es decir, en tanto que, por así decir, “verdadea” iluminado, por lo que siendo otro respecto del ser al de entrada estribar en luz e iluminante, es otro no propiamente respecto de la verdad según que ésta es el lucir del ser de acuerdo con la intelección, y verdad que por cierto el bien exige, sino respecto del ser en calidad de aportable a éste en su esencia o como posible de ser. Por consiguiente, en la medida en que lo otro que el ser, el bien, es por lo pronto inteligido, y no menos que la verdad, sin restricciones ni condicionamientos concierne al vivir intelectual humano o “queda abierto” ante él; no obstante, la “verdad” correspondiente al bien como luz, e iluminante, respecto de lo otro que el ser, es en cierto modo más amplia o, al cabo, más ampliable que la verdad sin más, o verdad del ser, ya que lo otro puede ser más otro, mejor otro: el bien es irrestrictamente ampliable. De donde el bien, aun siendo inteligido, equivale no a posibilidad “pura”, o desligada del ser, sino a lo otro que el ser como posible de ser, y en esta medida posibilidad “real”, aunque no como “realizada” o lograda, ni, menos, como actualizada en el sentido de efectiva, sino como “posibilidad de ser” en vista del ser cuya verdad se intelige y como a partir de él. En consecuencia, si la verdad es el lucir del ser, el bien comporta el lucir de lo otro que el ser o posible de ser en cuanto que puede serle aportado, y lucir que es no sin más verdad como lucir del ser sino, por así decir, verdad posible como lucir del ser posible, esto es, verdadero bien. De modo paralelo a como en su equivalencia con lo posible de ser el bien comporta una verdad posible, a saber, el lucir del ser posible, y no sólo una verdad “real” como lucir del ser sin más, conceder primacía al bien sobre el ser en el orden de los trascendentales —en lo que en gran medida estriba el voluntarismo— conlleva precedencia de la posibilidad sobre la actuosidad (sin desde luego reducirla a la actualidad), también en cuanto a su intelección o su verdad. Si el bien se “pre-pone” como trascendental primero, el ser se habría de equiparar con un “modo” o modalidad de lo posible: lo posible “real” —entendido como actual o efectivo—, por contraposición respecto de lo sin más posible. En la medida en que el bien como lo otro que el ser equivale al ser posible como otro que el ser posible de ser, compete, tanto en lo extramental cuanto en lo mental creado, a la esencia potencial, no al acto de ser: para de algún modo indicarlo, otro ser como acto de ser sólo es posible para Dios, y antes que un bien, sin más sería un ser, una criatura. Así pues, el bien es un trascendental del ser justo como posibilidad de ser; pero posibilidad de ser no como acto de ser sino como aportable a éste —al ser creado— según la potencia de ser que le compete como esencia, que por eso es esencia potencial, a saber, en tanto que estriba en el dinámico distinguirse real intrínseco al acto de ser creado. También de esa manera lo posible de ser —o posible “real” (real como posibilidad, así que no meramente en cuanto que posible pensado o ideado)— en lugar de ser opuesto a lo actuoso, equivale al distinguirse real en tanto que dinámico, así que pudiendo distinguirse ulteriormente; bien entendido que ni lo posible de ser actuoso ni lo actuoso se reducen a lo actual; con lo que tampoco lo posible de ser es opuesto a lo real, porque es lo posible según lo real o lo real en tanto que comporta posibilidad, y equiparándose antes que con lo actual más bien con lo potencial “de” o “en” la actuosidad como ser en cuanto que admite intrínseca distinción real dinámica: las posibilidades reales son las posibles distinciones —o “lo otro”— en el ser, que pueden ser según la esencia potencial, y que son el bien en la medida en que son ideas que el hombre arbitra para intentarlas no sin más como meras posibilidades naturales en la esencia extramental o física o que se siguen de la intrínseca inclinación de las naturalezas al su completo despliegue o desarrollo según la dinámica ordenación en tanto que concausal con la causa final, sino que conciernen sobre todo a las posibilidades de otro que el ser por el hombre aportables a éste en su esencia, y que por eso pueden llamarse “inventadas”. De ese modo al hombre compete antes que crear, inventar el bien, por más que le quepa asimismo, no tanto inventar, cuanto según su actuación dar cabida al mal si su ciencia, así como su sindéresis, son inferiores a las que respecto del solo bien. La tarea humana, según la narración bíblica, ha sugerido Polo, es conocer tan sólo el bien, en modo alguno conocer el mal; de donde la llamada “creatividad’ es equiparable con esa ciencia del bien que correspondería al hombre como señor de la criatura cósmica. Por consiguiente, la posible “ganancia” de otro en el ser atañe tan sólo a la distinción de posibilidades reales según la que, dinámicamente o como potencia, se distingue realmente la esencia respecto del ser como acto —acto de ser creado—. En cambio, ni de acuerdo con el acto de ser extramental, equivalente a persistir, ni de acuerdo con el acto de ser humano, equivalente al carácter de además, la ganancia de ser comporta distinción ni “otredad”, pues la ganancia en persistir es persistir y la del además es además; por eso, en último término, el bien es pertinente sólo en la esencia potencial, así que en la criatura por Dios encomendada al hombre. Por eso el ser humano es el aportador de bien al ser creado en la esencia potencial que a éste compete en cuanto que realmente distinta respecto de la Identidad originaria y, con mayor motivo, de la Intimidad del Origen. Porque en último término cualquier esencia potencial de un acto de ser creado es real no sólo en tanto que ser, según lo que le compete verdad, sino asimismo en cuanto que posible de ser, según lo que le compete bien. Al cabo, la condición trascendental del bien como possibilis esse corresponde no más que a la criatura y en ella a su esencia como real distinción intrínseca de posibilidades, mientras que al Creador a lo sumo cabría asignar la carencia de cualquier imposibilidad real —y sólo de esa manera omnipotencia—, pero de ninguna manera distinción ni otredad en el ser de acuerdo con la posibilidad. Dios es el solo bueno —«nadie es bueno sino sólo Dios»— en la medida en que desde luego carece de cualquier imposibilidad. Y por eso, sólo para Dios todo es posible, así como, por confiar en Dios, omnia possibilia sunt credenti. Pero asimismo Dios es el Sumo Bien puesto que ningún bien cabe aportarle que para Él comportase ganancia; y en tal medida cabe tomar a Dios como Absolutamente Otro, es decir, como absolutamente superior a cualquier bien. Como quiera que sea, el querer no menos comporta iluminación, e iluminación objetivada en los actos voluntarios de la razón práctica productiva, aunque más que objetivada, habitual, en la razón práctica prudencial y en las otras virtudes voluntarias. En definitiva, la constitución de la actividad voluntaria es inescindible de la intelectiva condición del ser humano personal en cuanto que en la “vertiente” de éste en el nivel esencial, desde el hábito de sabiduría y a partir del de sindéresis se suscitan las luces iluminantes que versan sobre el bien como otro —o distinto— que cabe aportar al ser, e ideado por lo pronto según operaciones intelectuales objetivantes, aun si, no menos, en cierta medida según hábitos intelectuales adquiridos pues, cabe sugerir, las virtudes “morales” equivaldrían a comprensiones habituales del bien, es decir, que permiten idear diversos bienes en situaciones diversas. A la vista de la índole del bien como otro —o distinto— añadible o aportable al ser, el mal es cualquier daño al ser o que lo prive de ser —ciertamente en su esencia, pues ningún poder creado puede extinguir cuanto Dios crea—. Con todo, ese mal no es el más hondo, pues, por lo pronto, depende de cierto “negarse a querer”, y que a veces ha sido equiparado con el “poder” voluntario (o de la libertad en tanto que cifrada en dominio voluntario), es decir, del presunto poder de querer o de no querer que como poder de actuar o no actuar se suele denominar libertas exercitii, en el que el poder voluntario se considera sin atender al bien o tan sólo respecto del querer, pasando por alto que dicho poder estriba en cambio en querer querer más sin separar el querer respecto del bien, así que en querer querer más bien. Pero todavía existe un mal de mayor “calado”, a saber, el rehuir la generosidad divina, de entrada rechazando la condición filial del ser que la persona creada es. Y puede suceder, como en Nietzsche, que este rechazo se halle en la pretensión de querer solamente querer más según lo que él llama “voluntad de poder”. Al cabo, está implícito en cualquier presunción de dominar el querer sin respecto a la mejora de la esencia de la criatura, esto es, como si el hombre pudiera desentenderse de los dones divinos para inventar el bien; al contrario, ningún bien lo es si se inventa sin tomar en cuenta la verdad, esto es, el lucir del ser y esencia que Dios ha creado (y lucir de las esencias que no habría de ser menos dinámico que ellas). * * * En paralelo, puesto que de acuerdo con el descenso que desde la sabiduría procede a partir de la sindéresis según la irrestrictamente ampliable iluminación del bien como otro o distinto respecto del ser en cuanto que por el hombre aportable a la esencia de las criaturas, e incluso sin que se precise alguna “concreta” idea de bien, es suscitada la potencia voluntaria o voluntad con carácter, junto con la también suscitada potencia intelectual, de cima del alma que vivifica el cuerpo, por eso, en virtud de esa espiritual cima anímica la “asumida” vida natural orgánica individual es vida recibida en la esencia de la persona humana, mientras que respecto de ella vida añadida la de este nivel esencial, es decir, procedente del ser personal desde la sabiduría y a partir de la sindéresis (así que en modo alguno a manera de resultado de la evolución). Y de ese modo, por lo pronto en cuanto al querer, a través de la potencia voluntaria el variante y vario tender o apetecer sensitivo se torna por así decir accesible para la intención voluntaria en la medida en que justo de ese modo cabe asumirlo según el intento de bienes ideados y por cierto no sin cierta deliberación racional. De esa suerte, mientras el querer equivale al constituirse de una actuación o conducta como voluntaria en cuanto que se lleva adelante intrínsecamente guiada o dirigida por una luz iluminante de una idea de bien como otro que el ser que cabe aportarle en su esencia, es decir, constituida al insertar la suscitada iluminación —ideación— acerca del bien en la actividad práctica, la voluntad, en cambio, equivale a cierta “guarda” en el nivel esencial de la vida humana de la luz iluminante irrestrictamente ampliable respecto del bien como otro que el ser, y según la que, a su vez, la actividad tendencial del nivel de la naturaleza orgánica es asumible en la conducta voluntaria propia de la esencia de la persona humana, sin que, por lo demás, conlleve ninguna deriva “natural” en la actividad volitiva, pues de la guarda en la esencia del ser personal de la noción de bien de acuerdo con la irrestrictamente ampliable índole que le compete por estribar en lo otro posible de ser o al ser –creado— aportable en su esencia en cuanto que ésta es un inculminado distinguirse real inherente al acto de ser, de esa iluminación guardada en la esencia al cabo como potencia voluntaria, de inmediato se sigue el acto voluntario primigenio, que más bien que natural es nativo, de querer querer más bien y, por ende, de querer querer más. Por consiguiente, ni la voluntad ni la voluntariedad, y ni siquiera la voluntariedad nativa (a la que se habría de reconducir la que se vino a llamar voluntas ut natura), conciernen al ámbito trascendental de la persona humana, como sí, en cambio, el inteligir y el amar en cuanto que se convierten con el ser personal y con el método con éste solidario, el hábito de sabiduría; la voluntariedad y la voluntad más bien conciernen al descendente proceder del acto de ser personal desde la sabiduría en el nivel esencial a partir del hábito de sindéresis, y por lo pronto según el inteligir como iluminación de ese nivel esencial, pero como iluminación respecto del bien, de manera que dual con la del solo inteligir. En última instancia, aun cuando desde luego asimismo según el amar procede en descenso desde la sabiduría la vertiente del ser personal humano en el nivel de su esencia, no es preciso, cabe sugerir, que dicho descenso, el del amar, proceda sólo a través del querer, y ni siquiera a partir de la sindéresis, sino que libre y soberanamente campee en la entera actividad humana, por encima de cualquier volición, aunque de entrada valiéndose por cierto de los actos voluntarios para “instaurar” el amor, el don. * * * Ahora bien, el proceder a partir de la sindéresis en descenso desde la sabiduría solidaria con el ser personal, y que se dualiza como iluminación de nivel esencial según el mero inteligir al igual que según el inteligir exigido en el querer —y querer que aparte de intelección requiere insertar ésta, como idea acerca del bien, en el actuar—, esto es, el suscitado “inteligir-yo” o ver-yo y el constituido querer-yo, dicho dual proceder comporta una dual “intervención” de la persona, según la que ella de distinta manera, valga la expresión, se “apropia” el enriquecimiento de su esencia potencial; “apropiación” precisamente equiparable, cabe sugerir, con el “carácter de yo” de la esencia de la persona humana, pero siempre que no se mantenga la presupuesta relación del yo, como “sujeto” respecto de cualesquier “objeto”, es decir, de manera que el yo sea “desupuesto” o desprovisto de la presunta índole de sujeto. Polo ha propuesto distinguir el ser personal, equivalente al acto de ser que es cada hombre, con el, por así llamarlo, carácter de yo según el que la persona humana se manifiesta y manifiesta en el nivel de su esencia, y equivalente a que de esas dos maneras apropia la riqueza esencial. Tampoco el ser personal se equipara con un sujeto; la noción de sujeto es abandonada a la par con la de objeto tanto según el inteligir habitual cuanto según el correspondiente método de abandono del límite mental. De donde, el yo se correspondería con la personal apropiación de la irrestrictamente enriquecible esencia del acto de ser humano, esto es, con la “propiedad” de la persona según la irrestricta ampliabilidad de su riqueza de nivel esencial, sobre todo en la medida en que comporta la manifestación de la intimidad personal. Por su parte, el hábito de sindéresis es enriquecible de modo distinto, más alto, de como lo son los hábitos adquiridos, pues la riqueza de la sindéresis aumenta de acuerdo justamente con la apropiación de esos hábitos y de las operaciones en cuanto que, al suscitarlos, los engloba. A su vez, dicha reunión o “integración” de las luces iluminantes de nivel esencial, así como del intellectus, asimismo se sugiere, equivaldría al verbo —o lógos— de la persona humana, cifrado en que esa apropiación a partir de la sindéresis sobreviene en virtud del descenso manifestativo de la persona desde la sabiduría, es decir, en el nivel esencial, no en el personal, pero en tanto que ese nivel es de la persona de la que es y no de cualquier otra en la medida en que comporta el descenso de la libertad personal según el disponer, y de manera que en cierta medida es equiparable con el yo en tanto que enriquecimiento libremente apropiado por cada quien. * * * Así pues, de acuerdo con las luces iluminantes del nivel de la esencia de la persona humana, en tanto que irrestrictamente enriquecen dicha esencia, el ser personal que cada hombre es no tanto busca cuanto encuentra las luces que en el nivel de su esencia potencial son suscitadas, y según las que como acto de ser manifiesta y se manifiesta. A su vez, al ser los hábitos intelectuales adquiridos luces iluminantes que como métodos encuentran los temas, que son las operaciones objetivantes, en tanto que unos y otros son desde la sabiduría solidaria con el inteligir convertible con el ser personal y a partir de la sindéresis suscitados así como por ésta englobados, en tal medida dichos hábitos son dinámicos o potenciales no apenas porque hallarse en potencia respecto de operaciones objetivantes, y por cierto posibilitando que sean más altas, sino justo por ser enriquecibles. Con lo que el “poder”, dinamismo o potencialidad equivalente al irrestricto enriquecimiento habitual de la esencia de la persona humana, y que procede en descenso desde el hábito la sabiduría y a partir del de sindéresis, estriba ante todo en enriquecible iluminación, es decir, en actuosidad intrínsecamente dual, aunque inferior a la actuosidad según el carácter de además en cuanto que comporta intrínseca ampliación como acto de ser, así que más alta que según dinamismo o potencialidad. Al cabo, la potencialidad en orden al enriquecimiento habitual equivale al “poder” de la esencia de la persona humana; poder que, por eso, no se reduce al poder voluntario, pues ni el enriquecimiento de los hábitos intelectuales adquiridos ni el de la sindéresis son voluntarios, sin que por eso sean menos libres. Por su parte, el poder voluntario es equiparable con la “voluntariedad nativa” que de inmediato se sigue de la condición de la potencia voluntaria en calidad, ésta, de guarda de la iluminación irrestricta de la noción de bien como otro que el ser aportable a él en su esencia, y equivalente al acto volitivo primigenio de querer-querer-más —más bien, más otro—, y en tanto que, por así decir, “inviste” o es incluido en cualquier conducta voluntaria,. Con todo, el enriquecimiento habitual de la esencia humana es una ampliación de las posibilidades reales de ser la persona según su esencia, es decir, una irrestricta “invención” respecto de más bien o más otro en la esencia de la persona humana, así que un enriquecimiento del ser y de la verdad del acto de ser que es cada hombre por él inventado, y no sin más un desarrollo natural ni tampoco resultado de una presunta perfección modélica de la condición humana; la plenitud de lo humano en modo alguno es por así decir previsible de acuerdo con una noción previa, pues depende de la libertad personal tanto como del don divino (desde esta perspectiva sería preciso acercerse al Misterio de la inefable Grandeza de la Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo). Por su parte, el enriquecimiento habitual de la esencia de la persona humana desde luego comporta una potencialidad superior a la de la esencia extramental o física, pues, por así decir, es un enriquecimiento que como hacia arriba arranca elevándose sobre el acto perfecto o acto intelectual cifrado en mera actualidad que acontece en la medida en que la iluminación procedente desde la sabiduría y a partir de la sindéresis baja hasta el conocimiento sensible; y en tal medida el irrestrictamente ampliable enriquecimiento de nivel esencial de la persona humana es no sólo un descenso sino a la par un ascenso, puesto que, si de este modo cabe decirlo, “redundante”: al bajar la iluminación de nivel esencial hasta el conocimiento sensible redunda en actualidad de acuerdo con la operación objetivante incoativa, sobre la que, al ser iluminada o manifestada según los hábitos, redundan éstos y según ellos, nuevas operaciones objetivantes, con lo que la iluminación que baja es, valga la expresión, “acopiada” en niveles cada vez más altos y así guardada según la sindéresis que la engloba. De suerte que la sindéresis y los hábitos adquiridos son potenciales de modo más alto que principialmente, es decir, de manera superior a como compete a las concausalidades que integran el cosmos físico: el dinamismo del enriquecimiento habitual como esencia del espíritu humano supera el del universo material, aunque sin separarse de éste, pues en calidad de vida recibida lo “asume” como cuerpo orgánico, si bien de manera deficiente, pues no logra impedir la debilitación ni la muerte. En suma, el descendente manifestarse del humano acto de ser personal que a partir de su ápice en el hábito nativo de sindéresis y de acuerdo con los hábitos adquiridos como iluminación de nivel esencial procede según el irrestrictamente enriquecible dinamismo esencial engloba —“envuelve” y por así decir “fomenta”— una jerárquica elevación de la pluralidad de luces iluminantes detenidas y mantenidas constantes, o retenidas, que por equipararse con las objetivaciones cabe entender como poseídas de acuerdo con las operaciones intelectuales, las que por a su vez quedar restringidas según la presencia mental limitada son la ínfima manifestación esencial humana, es decir, iluminación mínima; en cambio, la iluminación de nivel esencial correspondiente al inteligir habitual adquirido es irrestrictamente enriquecible en cuanto que depende del descenso a partir del hábito de sindéresis y desde el de sabiduría, que siendo inescindiblemente solidario con el acto de ser personal es actuoso según el carácter de además. Con la noción aristotélica de acto perfecto (enérgeia teleía) se averigua que ya el inteligir operativo u objetivante, es decir, el acto intelectivo según limitada presencia mental —iluminación o intencionalidad— en cuanto que restringido según actualidad sin más se exime de potencialidad o dinamismo, no sólo, como por exceso, de la potencia propia de las causas físicas, la que por esto mucho menos compete a los hábitos intelectuales, sino incluso, como por defecto, de la enriquecible potencialidad de estos hábitos en cuanto la actualidad que es inferior a ellos. De ahí la peculiar supratemporalidad de la actualidad presencial respecto de lo físico y, por así llamarla, infratemporalidad de ella respecto del tiempo espiritual. Ahora bien, a la vista de la exención respecto de cualquier dinamismo según la que es acto la actualidad, en la filosofía aristotélica la superioridad del acto respecto de la potencia se suele equiparar con la determinación —mayor o menor— del acto actual, esto es, según su condición formal, desde donde se toma la forma como acto actual y se llega a la paradoja de que el acto de los actos sería la actualitas omnium formarum. Paralelamente, puesto que en el aristotelismo no se distinguen actos más altos que el formal (tan sólo en el tomismo cuando se admite que como potencia se distingue realmente la esencia respecto del acto de ser), por eso, tampoco se distinguen los dinamismos, ni el superior ni el inferior a la actualidad. Por su parte, incluso en cuanto que la presencia mental limitada comporta actualidad, más bien que acto propiamente dicho, pues en última instancia es acto tan sólo el primario o trascendental, el acto de ser —también si extramental—, es potencia, dinamismo, pero que por ser detenido de manera constante y misma se toma como acto o, al cabo, como actualidad. Porque la actualidad es justamente exención de actuosidad, tanto de la más alta, el dinamismo del acto de ser personal, así como desde luego de éste, cuanto de la más baja, que es el dinamismo del acto de ser extramental, el que, con todo, no es inferior a la presencia mental limitada, a la actualidad, sino puramente distinto respecto de ella. e. Acceso a Dios según el método de abandono del límite mental La diversidad metódica de la plural intelección habitual es congruente con una pluralidad temática que en el saber filosófico acerca de lo primero y en tal medida trascendental permite averiguar de entrada que a eso primario o trascendental en modo alguno concierne ser único, pues junto con la constancia y la mismidad compete unicidad exclusivamente a la objetivación ya que al objetivar se intelige tan sólo de acuerdo con una única objetivación. La intelección habitual en ninguna persona humana falta, aunque como tal no siempre es notada ni enriquecida, debido a que ordinariamente se concede preeminencia a la intelección objetivante, sobre todo cuando el pensamiento se equipara con el lenguaje, como sucede en vista de que el inteligir humano por lo común se emplea en la resolución de problemas prácticos ejecutando acciones y produciendo obras, lo que exige ideas que a través de signos lingüísticos se comparten con las otras personas que cooperan también en la ideación y ejecución, y que por eso se cifran en objetivaciones. Mientras que en lugar de unicidad compete Unidad trascendental o primaria como Identidad Simplicísima al Origen, es decir, a Dios como Creador, Que —Quien— es Primero y Uno sin ser lo único primero o no un sólo primario —ni solo: sin soledad—, y por más que también es primario el ser creado, aunque distinguiéndose realmente respecto del Origen puesto que carece de identidad y de simplicidad en cuanto que admite un intrínseco distinguirse real equivalente a la esencia potencial o dinámica, y que ni deja ni cesa de distinguirse debido a que es distinción real como inherente a dicha creada actuosidad primaria o acto de ser que, a su vez, tampoco es única, por cuanto que tanto mental según el además cuanto extramental como persistir, y de suerte que en modo alguno le cabe extinguirse pues con exclusividad depende de Dios. Dios carece de soledad como Ser primario equivalente a Origen, si bien sólo Él es Origen, pues si bien crea primarios, éstos lo son careciendo de identidad así que de acuerdo con un intrínseco distinguirse real. Ahora bien, según la Revelación se sabe que la creación es manifestación de una insondable “ausencia de soledad” en la Intimidad del Origen, según la que el Verbo Hijo es cabe el Padre y según el Espíritu Santo que procede del Padre en la medida en que de Él procede el Hijo, esto es, del Padre y del Hijo. Con todo, aunque ni siquiera como antropología trascendental logra la filosofía primera esclarecer ese Misterio revelado por Jesucristo, puede mostrar que el Origen como Ser personal según Intimidad excluye incompatibilidad con distintas Personas divinas y sin que sean ajenas a esa Intimidad, de suerte que en Identidad de Ser y de Esencia. No obstante, mostrar dicha ausencia de incompatibilidad de ninguna manera equivale a saber cómo es, o vive, Dios en tanto que Uno y Trino, ni a conocer esas Personas divinas. Desde la filosofía se accede a Dios como Origen o, más aún, como Origen personal, esto es, como Persona divina originaria, que es el Padre. Y se accede a Dios de ese modo en virtud de que se accede al ser creado mediante el inteligir habitual, es decir, sin objetivaciones. En consecuencia, las demostraciones de la existencia de Dios de acuerdo con una argumentación lógica son insuficientes puesto que según ellas se arriba sólo a una presunta objetivación última, y de modo que resulta ineludible el monismo, incluso valiéndose de la analogía, que permite inteligir —y no es poco, pero tampoco mucho— que la criatura de ninguna manera se confunde con Dios. A la par, los actos primarios carentes de identidad o según distinción real como esencia potencial son realmente distintos respecto del Origen, pero en modo alguno independientes de Él, puesto que, al revés, equivalen a dependencia respecto del Origen, es decir, a que son creados, pero sin que la creación haya de ser en Dios una actividad realmente distinta de la que Él es como Origen según Identidad, a saber, Acto de ser en pura Simplicidad, o cuya Esencia es en Identidad con el Ser, y sin que el ser que es la criatura sea una suerte de participación en el Ser divino o de Él. Según santo Tomás de Aquino en Dios la Esencia y el Acto de ser son idénticos o equivalen a Identidad real (antes que lógica): la Esencia de Dios es Ser, y ser de acuerdo con la Plenitud de ser, y en Simplicidad, que sólo a Él como Origen compete; según el Aquinate las criaturas participan del Ser divino en la medida en que el ser que cada una es no es plenamente ser por admitir un intrínseco distinguirse real equivalente a su esencia. No obstante, la noción de Ser cuya Esencia es plenamente ser, es por el santo Tomás formulada como Ipsum esse subsistens, en lo que se introduce no sólo la idea de sujeto según la de subsistencia (sujeto que es ser), sino también la de mismidad (sujeto que es el mismo ser, solamente ser, así que plenamente ser), pero sin que en modo alguno concierna la mismidad a la Identidad y, por así decir, menos que a cualquier otro ser o esencia que fuesen inidénticos, pues de manera insondable el Ser pleno de Dios excluye ser constantemente lo mismo, desde luego sin cambiar (a su vez, en vista de que cambiar equivale a supuestamente pasar de una mismidad a otra, tampoco es real, sino la objetivada contrapartida del movimiento). Es verdad que atribuir a Dios es el Ser como mismidad absoluta lo encierra en soledad, como si fuera el único ser, y de suerte que sin entera propiedad la criatura comportaría ser o, incluso, como entendió el Maestro Eckhart, equivaldría a no ser; de ahí que santo Tomás apelara a la participación, y que algunos tomistas propongan entender la citada fórmula eludiendo el monismo que podría conllevar. Así, F. Inciarte y A. Llano, por un lado, al igual que S. L. Brock, por otro, proponen entender el Ipsum esse subsistens como “su mismo ser”, “el mismo ser suyo (de Dios): Dios es ipsum suum Esse subsistens en cuanto que sólo Él es —plenamente— su mismo ser. También por eso a veces incluso se desatiende en Dios la noción de Esencia (como cabría según la interpretación de C. Fabro). De ese modo desde luego se evita entender la participación de las criaturas según el ser como si participaran de o en el Esse divino, pero, más aún, se evita entenderla de acuerdo con cierto esse commune (y de ninguna manera común a Dios y a las criaturas, lo que comportaría si no panteísmo, “panenteísmo”); más bien cada criatura participa en su propio esse, según que ninguna es entera o plenamente el ser suyo; y tampoco Dios sería la “totalidad del ser”, puesto que las criaturas son un ser distinto del que Dios es. Sin embargo, ni siquiera bajo tal explicación se aclara de qué manera la esencia de la criatura participaría del esse, por más que sólo participara del suyo, a la par que, sobre todo, el esse de la criatura, y no tan sólo el de Dios, se entiende según constante mismidad, a manera de actualidad de las diversas formas según las que se distinguiría la correspondiente esencia en las criaturas y la Esencia divina: a diferencia de ellas, Dios sería una Actualidad formal plena y por eso absolutamente separada, trascendente. Pero aparte de que de esa guisa se recae en la noción común de ser como actualitas omnium formarum, no parece admisible que la Plenitud divina sea en alguna medida ajena a la indudable incompletitud de lo creado, como si por ser sin más distinta la criatura fuese separada respecto de Dios o Él de ella. A la par, el ser de cualquier criatura —o el de todas si cupiera totalizarlas (lo que, con todo, no más resulta postulable)— nada añade al ser de Dios, por lo que, para de alguna manera indicarlo, el ser creado a Dios no le queda ni “fuera” ni desde luego tampoco “dentro”. Con lo que, a su vez, la creación equivaldría a cierta condescendencia de Dios, que acepta —y en tal sentido “deja”— que exista o sea creado, lo inferior a Él, sin que tenga Dios que producir ni hacer “nada”. Desde donde inefable condescendencia es que Dios se abaje para elevar la criatura hasta el nivel de su inalcanzable Altura. * * * Y de esa manera, ya que en su pluralidad los distintos hábitos intelectuales superiores equivalen a un no menos plural acceso al ser en tanto que a distintos actos de ser creados y a la esencia de cada uno como distinto distinguirse real potencial de la correspondiente actuosidad primaria, asimismo estriban en una vía plural de acceso intelectivo a Dios. El acceso a Dios a través de las criaturas es viable puesto que en lugar de Dios distinguirse respecto del ser de las criaturas, más bien son ellas un distinguirse real respecto de Dios, con lo que antes que participar de o en el Ser divino, de Él sin más y por entero dependen —ser y esencia— pues ya que el esse creado comporta distinción real, las criaturas se distinguen realmente de Dios en la medida en que carecen de identidad; en modo alguno son el ser de Dios, ni participan en o de Él, sino que son su distinguirse real respecto de Dios (sólo sería plausible una participación en el Ser divino según la Gracia o la Gloria, en virtud de las que Él, Dios Padre, concede a la criatura, en el Hijo y por el Espíritu Santo, la entrada en la Intimidad paterna, es decir, en la originaria Identidad). Por su parte, Dios es la Identidad del Ser, esto es, su Esencia es su Ser, pero no un mismo ser ni tampoco su mismo ser; Dios ni siquiera es el solo ser, ni es tan sólo o solamente, aun si por completo o en plenitud, el ser “suyo”, como si el Ser divino fuese distinto del de las criaturas (ya que más bien son éstas las que se distinguen de Dios, que no Él de ellas; por eso cabe que al ser admitidas en la Intimidad divina según la Gloria las criaturas se encuentren siendo lo qe son de manera plena o, por así decir, “superplena”); o como si respecto de las criaturas Dios fuera total o absolutamente otro en cuanto al ser, lo que cerraría el acceso intelectual y amoroso a Dios al acceder al ser y a la esencia según los que son las criaturas: las criaturas comportan ser de acuerdo con un distinguirse real equivalente a su esencia potencial o dinámica, de suerte que su ser carece de identidad, lo que permite inteligir a Dios de entrada como Identidad según el Ser y la Esencia, esto es, como ser “máximamente distinto” respecto de las criaturas en tanto que son de acuerdo con distinción real. Y cabe acceder al Ser y a la Esencia divina como Identidad desde luego sin “pervadir” esta Identidad: se accede a Ella pero sin que sea asequible quedar admitido dentro, es decir, en su Intimidad. Por decirlo así, en modo alguno se accede al “dentro” de la Identidad. Con lo que Dios es “el” Ser en sentido máximo —Máxima amplitud trascendental—, por lo que para la intelección humana si bien ineludible, inapresable, inabordable, inagotable, inalcanzable, indescriptible, inefable, inexpresable, incircunscriptible. Así pues, en modo alguno Dios se reduce a ser ipsum suum Esse: ni ipsum ni suum, sino que su Essentia es sin más Esse, por así decir, simpliciter Esse, pero a la par, plene; de manera que ningún esse creado le resulta por entero distinto, otro, ajeno: alium, alienum. Ni desde luego tampoco Dios es el esse de las criaturas, y sin que por eso al u ser creadas sean las criaturas de alguna manera admitidas en el Esse divinum, pues sin más son distintas respecto de Él, aunque no de acuerdo con un esse que de ninguna manera competa a Dios, o respecto del que el Esse divino sea enteramente otro o puramente distinto, sino más bien de acuerdo con un esse que comporta distinción real intrínseca en calidad de essentia y que, por eso, es realmente distinto del de Dios, pero que sirve de camino para inteligir que Dios es sin distinción real, esto es, como originaria Identidad. En consecuencia, puesto que de acuerdo con el abandono del límite del inteligir objetivante cabe dar cuenta del plural método intelectivo cifrado en los hábitos superiores, cuyo tema es lo primario como ser y como esencia, ese abandono vale para el saber filosófico primordial o filosofía primera, que consiguientemente es no sólo metafísica sino también, por así decirlo, meta-psíquica, meta-historia y meta-cultura, al cabo, antropología primera o trascendental, así como, en cualquiera de sus dimensiones, ascenso intelectivo del hombre hasta Dios, desde luego sin acceder a la Intimidad divina, o accediendo a que de ninguna manera falta, pero sin descifrarla ni ingresar en Ella. Mediante los hábitos intelectuales y en cuanto que con ellos se corresponde el método filosófico de abandono del límite mental se accede a Dios inteligiendo que es Identidad originaria y según Intimidad, pero sin acceder al “dentro” de esa Identidad, sin entrar en la Intimidad divina. f. Abandono del límite mental según la “coherencia” de las cuatro dimensiones metódicas Ahora bien, puesto que el abandono del límite mental se corresponde con el sobrepasamiento del inteligir operativo en virtud no tanto de los hábitos adquiridos cuanto, más aún, de los nativos y del innato, las distintas dimensiones de ese método se corresponden con los hábitos intelectuales superiores considerados en el aristotelismo: la primera con el hábito de intellectus —o de los primeros principios— (cuasi-innato, por lo que tampoco sin más nativo), la segunda con el de ciencia (adquirido), la tercera con el de sabiduría (innato) y la cuarta con el de sindéresis (nativo). A la par, el tema de esos hábitos y, por eso, de las distintas dimensiones del método de abandono del límite mental comporta un replanteamiento heurístico de la averiguación tomista acerca de la distinción real de esencia potencial y acto de ser, que a su vez continúa la aristotélica de potencia y acto, que para el Estagirita valdría apenas respecto de la esencia; y continuación heurística puesto que según ese método se averigua una distinción real de distinciones reales, a saber, distinta para el ser personal o mental y para el ser extramental. Asimismo, de acuerdo con las cuatro dimensiones del abandono del límite mental se accede al Origen en Identidad, pero también de distinta manera, por cierto sin que sea viable esclarecer su Intimidad. De donde el método filosófico de abandono del límite mental es el trámite plural, pero coherente, según el que de distintas maneras o según divergentes dimensiones, al de distinto modo atender al límite del inteligir objetivante en la medida en que ese límite se detecta, es accesible la temática del inteligir habitual superior, que en último término es la distinta distinción real de esencia potencial y acto de ser equivalente a las criaturas, las que entonces estriban en la vía mostrativa no tan sólo de que Dios existe sino, más aún, de la originaria Identidad de Esencia y Ser que Él es . En la parte final de El ser I, donde Polo trata acerca de la existencia extramental según el método del abandono del límite, en la primera dimensión, alude al conocimiento de Dios asequible según dicha dimensión metódica, y en relación con el que se obtiene por fe, mostrando que la noción de Origen comporta una indicación acerca del carácter paterno de Dios.. * * * Puesto que las distintas dimensiones del método de abandono del límite mental se apoyan en el inteligir objetivante en la medida en que se detecta la índole limitada que éste conlleva, por más que dicho límite de distinta manera se tome en las distintas dimensiones de su abandono, ese método es viable si, por decirlo de alguna manera, “coherentemente” según las cuatro. Porque ante todo es asequible el abandono drástico, o “sucinto”, del límite mental, incluso desde la primera operación objetivante —en la que este límite es introducido—, de acuerdo con la manifestación de la completa insuficiencia del inteligir operativo o según objetivaciones. En tal dimensión por entero se abandona el límite de la presencia mental como actualidad, prescindiendo sin más de él, con lo que desde el innato lucir que es el inteligir personal eo ipso se accede, pero sin iluminarlo o como sin más “apartando” las intelectuales operaciones objetivantes y los hábitos adquiridos, al acto de ser cuya distinción real es la diversidad física a la que la intelección intencional objetivante remite; y se accede a este acto de ser sin iluminación —aunque no desde luego sin el lucir equivalente al inteligir personal— pues en tanto que extramental es tan sólo principial, de donde carente de luz, es decir, de actuosidad intelectiva o intrínsecamente dual, con lo que resultaría inadecuado, si bien no falso, elevarlo a lucir al de entrada objetivadamente iluminarlo. Y de esa suerte se advierte lo puramente distinto respecto del límite de la presencia mental o, al cabo, de ésta, a saber, la existencia como acto de ser extramental en tanto que principio primero, mas no único, porque la unicidad exclusivamente compete a la presencia mental limitada; advertencia que a su vez se corresponde con el hábito de “intelecto”, que es cuasi-innato pues acompaña, sin con ellos equipararse, al humano hábito de sabiduría en cuanto que solidario con el inteligir personal. El acto de ser extramental advertido como primer principio es el persistir: comienzo que ni cesa ni es seguido, o primer principio, real antes que lógico, de no contradicción, y que se advierte tan sólo en cuanto que vigente en dependencia respecto del Origen —Dios— como primer principio de Identidad, de acuerdo con el primer principio de causalidad trascendental, que en esa medida equivale a la vigencia entre sí, o enlace —asimismo real, no lógico— de los otros dos. Pero siendo los primeros principios entre sí vigentes, ninguno de ellos es principiado, pues dejaría de ser principio, así como por cierto primero o primario; de modo que la dependencia del persistir respecto del Origen idéntico en modo alguno estriba en que el Origen lo principie ni en que sea el persistir principiado. A su vez, aunque se advierte el ser extramental y se accede a Dios como Origen según Identidad, no obstante, en esa dimensión del abandono del límite mental se deja sin esclarecer quién lo abandona. * * * De esa suerte, según la tercera dimensión de ese método se averigua que quien abandona el límite mental es la persona humana, pues al desaferrarse del límite se alcanza el carácter de además. Y se averigua que ese abandono es libre, por lo que desde luego el acto de ser personal, que estriba por así decir en libertad además, pero también el ser extramental, carente de libertad o como necesidad, es libremente creado por Dios. No obstante, la Libertad divina es inaccesible desde la primera dimensión de dicho abandono e inalcanzable desde la tercera, aparte de inabarcable desde cualquiera. A su vez, la advertencia de los primeros principios se corresponde con el hábito de sola intelección, superior a las operaciones intelectuales objetivantes y a los hábitos adquiridos pues en cierta medida es innato, aunque inferior al de sabiduría y más alto que el de sindéresis; hábito de intellectus de acuerdo con el que sobreviene la trascendental co-existencia-con de la criatura personal humana y el ser principial creado, y co-existencia que aun de esa suerte es inferior al intrínseco co-existir según el que la persona humana equivale al carácter de además, en virtud del que, por su parte, le compete buscarse buscando a Dios. De manera que el método de abandono del límite mental se conduce por lo pronto al sin más prescindir de la presencia mental, y no sólo limitada, de acuerdo con la primera dimensión metódica, correspondiente con el inteligir supraobjetivante más alto incluso que el enriquecible inteligir habitual, que es el hábito cuasi-innato de intellectus o de los primeros principios; pero se conduce también a través de otras tres distintas dimensiones o “líneas” del avance metódico, no menos en correspondencia con hábitos intelectuales asequibles al también “trascender” la constancia, mismidad y unicidad de la actualidad presencial, aunque sin excluirla u obviarla. Pues la segunda dimensión de ese abandono se lleva adelante guardando manifiesta la limitada presencia mental y por eso prescindiendo tan sólo del rendimiento intelectivo de la actualidad presencial según la objetivación en cuanto que es luz iluminante retenida como la misma y mantenida constante, con lo que esa constancia, unicidad y mismidad de la actualidad en tanto que actuosidad intrínsecamente dual o luciente mas iluminando, y equiparables con la presencia mental limitada, se contrastan con la movilidad, pluralidad, y variedad que es lo físico, de modo que se accede a este distinguirse real sin elevarlo a objetivación intelectual. Y si la primera dimensión del abandono del límite se lleva adelante dejando de lado no sólo la limitación de la presencia mental sino incluso a ésta, la segunda justo al en virtud de los hábitos adquiridos quedar ella manifiesta en tanto que limitada y como en pugna “confrontarse” con la actividad inferior equivalente a la esencia extramental en tanto que potencial o dinámica, cuyo distinguirse real de acuerdo con la plural y coherente principiación concausal por fases de ese modo encuentra, explicitándolo, con lo que se va adquiriendo, aun si nunca de manera definitiva, el hábito adquirido de ciencia filosófica, distinta por cierto de la físico-matemática. Cabe sugerir que el hábito de ciencia y la segunda dimensión del abandono del límite mental son estrictamente equivalentes puesto que sin a ella apelarse la ciencia respecto de lo extramental ineludiblemente se ha de valer del inteligir objetivante, y cuando no extrapolando las objetivaciones, al menos postulándolas en calidad de hipótesis, para lo que ante todo valen las objetivaciones matemáticas, que de suyo son hipotéticas, es decir, cuyo término de intencionalidad ha de serles asignado y comprobado. De donde el hábito de ciencia se adquiere según el enriquecible manifestar a la par que declarar la insuficiencia de las objetivaciones, conmensuradas con los actos operativos precedentes, para inteligir la realidad física sobre la que al cabo son esas objetivaciones intencionales, pero, por así decir, sin compensar mediante nuevas objetivaciones la pugna o contraste de la presencia mental como actualidad con lo primario inferior que son las causas físicas en concausalidad. En cambio, si las nuevas operaciones intelectuales, cifradas en la declaración de insuficiencia de las precedentes en tanto que manifestadas según los hábitos adquiridos, se conmensuran con las congruentes objetivaciones, éstas se cifran en conectivos lógicos respecto de la diferencia interna guardada implícita por las inferiores; no obstante, la pugna explicitante puede llevarse a cabo sólo en los dos primeros niveles de prosecución racional fundamentante, a saber, en el concebir y en el juzgar, pues en el tercero haría falta sin más prescindir de la presencia mental manifestada, de suerte que al objetivar se guarda definitivamente implícito el fundamento mediante la objetivación de los axiomas lógicos, que al entre sí oscilantemente maclarse ocultan la distinción real de los primeros principios. Al cabo, la esencia extramental se corresponde con el entero distinguirse real del primer principio de no contradicción, pero sin que éste pueda distinguirse a su vez del de identidad ni del causalidad trascendental; distinguirse real dinámico o potencial equivalente al universo como última concausalidad —tetracausalidad—, mas en modo alguno cerrada, de causa material, eficiente, formal y final. El universo físico no es cerrado porque la causa final es, cabe sugerir, principio de variación formal, de donde también la causa final es potencial, no menos que la formal: principio irrestricto de posibilidades formales físicas por serlo de la variación formal. * * * A su vez, la tercera dimensión del abandono del límite se corresponde con el hábito innato de sabiduría, que como método según el carácter de además equivale a como tema alcanzar el ser personal humano pero de suerte que en alcanzándolo por así decir se le otorga en calidad de método solidario; por donde dicha dimensión metódica estriba en abandonar la presencia como actualidad, mas tomando la índole limitada de ésta como punto de partida para un inagotable desaferrarse respecto del límite mental y que justamente equivale al alcanzamiento del además. Mientras que la cuarta dimensión de ese método se lleva adelante en correspondencia con el nativo hábito de sindéresis como ápice del descendente proceder del además, en la medida en que la actualidad como limitación de la presencia es abandonada mediante un enriquecible quedarse o demorar en torno a ella y correspondiente al irrestrictamente enriquecible y plural lucir iluminante que a partir de aquel hábito se suscita y es englobado, a saber, los hábitos adquiridos que, junto con las operaciones objetivantes, en lo intelectual “integran” la esencia de la persona humana. Por lo demás, tanto el hábito de ciencia cuanto el de sindéresis comprenden una pluralidad jerárquica y enriquecible de actos intelectuales: el de ciencia comporta un nunca definitivo balance de la explicitación de las concausalidades físicas de acuerdo con la pugna de las operaciones manifestadas por los hábitos, y que nunca es definitivo, cabe sugerir, puesto que de acuerdo con los hábitos cabe inteligir las concausalidades virtuales como implícitos manifiestos que excluyen el “cierre” de la diversidad concausal; en cambio, el hábito de sindéresis engloba las irrestrictamente enriquecibles luces iluminantes habituales y operativas u objetivantes que a partir de él son suscitadas, con lo que la esencia de la persona humana comporta una claridad que tampoco cabe definitivamente esclarecer. A la par, de mayor amplitud incluso que como enriquecibles son el hábito de los primeros principios y el de sabiduría; y si el primero equivale al co-existir-con de la persona humana y el ser cósmico equivalente a persistir, el segundo es el saber que en alcanzando como método su tema, el ser personal, se le otorga según el carácter de además, cuya inagotable ampliación se convierte con la libertad trascendental humana como inclusión atópica en la Máxima —o inalcanzable— amplitud equiparable con la soberanísma Libertad que Dios es. 4. El abandono del límite frente a la lógica y el lenguaje Ahora bien, el abandono del límite mental se lleva adelante al inteligir según hábitos, pero se “cae en la cuenta” de ese abandono, cabe sugerir, sólo si se conduce con carácter de método filosófico, esto es, si el límite mental se detecta en condiciones de metódicamente abandonarlo; y puesto que no siempre de esta manera se detecta la limitación de la presencia mental como actualidad, los logros del inteligir habitual de ordinario terminan por reconducirse a la intelección objetivante, por cierto al de ellos dar cuenta comunicándolos a través del lenguaje. De ahí la dificultad en la exposición del método filosófico de abandono del límite mental no menos que de los temas congruentes, que son los del inteligir habitual, pues para trasmitir lo inteligido, y desde luego en filosofía, es preciso acudir a objetivaciones puesto que exclusivamente objetivando cabe asignar un sentido determinado de acuerdo con una actuación lingüística. Al cabo, en la admisión de la “ganancia” intelectiva supraobjetivante de los hábitos y, por eso, en modo alguno retenida, detenida o contenida, se condensa, para los filósofos de tradición no sólo clásica sino con mayor motivo moderna, la dificultad de atender a la propuesta filosófica de Leonardo Polo, pues incluso en filosofía con frecuencia se da por supuesto que cualquier logro intelectivo es una objetivación o, al menos, objetivable, cuando no se reduce incluso el pensamiento a lenguaje. De todas maneras, dicho abandono es viable sólo si se concede la importancia que le compete a la intelección objetivante humana, que en modo alguno es desatendible, al menos porque sin ella sería inviable la comunicación lógico-lingüística, imprescindible en la vida humana para compartir el saber. * * * En consecuencia, aun si “perseverar” en el inteligir según hábitos y en el correspondiente abandono de la objetualidad resulta asequible tan sólo si la intelección es estrictamente heurística, para “sentar” —o “sentenciar”— lo de esa guisa hallado, hace falta objetivar así como apelar a alguna formalización lógico-lingüística, lo que con todo en modo alguno es inherente a la intelección habitual, la que, por lo demás, comporta una pluralidad metódica coherente, es decir, en la que si se intelige de acuerdo con un hábito, se intelige asimismo según los demás. Puesto que la condición luciente o también iluminante —o intencional— de los hábitos intelectuales ni es constante, ni única, ni la misma al no quedar contenida, retenida o detenida según objetivaciones, por eso, es inviable “apresar” o aprehender mediante “valores” semánticos o bien sintácticos el logro intelectivo habitual, que por lo pronto es enriquecible según los hábitos adquiridos, así como, más aún, esclarecible según el hábito nativo de sindéresis, es decir, claridad que se enriquece como claridad; y mucho menos cabe objetivar el tema inteligido según los otros dos hábitos puesto que escapa a cualquier limitación objetual por ser sin más extramental, según el intellectus, mientras que según la sabiduría luz tan sólo sólo luciente o lucidez que inagotablemente, por así decir, se “ahonda”. De todas maneras los hábitos intelectuales no de suyo son métodos filosóficos pues resultan asequibles en cualquier situación del inteligir humano siempre que la atención no se centre en la razón práctica. Y también por eso el plural abandono del límite mental antes que sin más equipararse con esos hábitos, es “un” método —ni siquiera “el” método— por el que, de acuerdo con la referencia al inteligir objetivante según la detectación de la índole limitada de éste, y con la que de inmediato se cuenta, es viable en filosofía congruentemente acceder al “empleo” de esos hábitos. A la par, aun cuando el logro intelectivo de los hábitos respecto de sus temas congruentes es inexpresable mediante “recursos” lógico-lingüísticos, cabe aludir a él no sólo según el método del abandono del límite mental en la medida en que permite cierta manifestación suya de acuerdo con la distinta manera de sobrepasar el límite del inteligir objetivante, ordinariamente solidario éste con su expresión lingüística, sino también tomando las nociones de la filosofía perenne, que han sido objetivadas y acuñadas en términos precisos, como símbolos ideales. 5. Abandono del límite mental y filosofía perenne Ahora bien, aunque la propuesta metódica de abandono del límite mental es en cierta medida nueva en la historia de la filosofía, su marcha es compatible con cualquier investigación filosófica siempre que ésta no se reduzca a sistema lógico-lingüístico, pues de esta suerte los temas serían exclusivamente los del inteligir según objetivaciones. Por lo pronto, las averiguaciones que según dicho método se logran pueden exponerse valiéndose de nociones de la tradición aristotélica concernientes a los distintos actos intelectuales, operaciones o actos objetivantes y hábitos, por más que el método inherentemente no requiera dichas nociones, y que exija rectificar algunas. Con todo, para ese cometido no cabe apelarse a la interpretación cuasi-trascendental —ni siquiera a través de la analogía y, menos de acuerdo con la participación— de la aristotélica noción de entidad o de sustancia. A su vez, la noción plural de causalidad se ha de restringir a la esencia del acto de ser extramental, o esencia física, es decir, respecto de las naturalezas, movimientos y sustancias que la integran. Pero, sobre todo, la comprensión de la actividad intelectual que el Estagirita descubre como distinta respecto de la actividad física, y superior, ha de ser heurísticamente continuada. De entrada, la comprensión del inteligir como actividad intrínsecamente dual según el carácter de además en tanto que equivalente al ser personal humano, o bien de acuerdo con el “redundar” de éste en el nivel esencial, excluye entender la actuosidad intelectiva con carácter de principiación, aparte de que de ninguna manera la reduce a sola actualidad ni, menos, permite extrapolar ésta a la entera “realidad”. Consiguientemente, se excluye que la voluntad y lo voluntario acontezcan principialmente, pues asimismo comportan intelección. A la par, en tanto que el método filosófico correspondiente con los hábitos intelectuales junto con éstos sobrepasa el inteligir objetivante, según lo que, para de alguna manera decirlo, se “trasciende” la presencia —mental— como actualidad, por eso, la potencialidad del hábito intelectivo vale no tan sólo respecto de operaciones objetivantes; en su lugar, es potencia de enriquecimiento de la iluminación de nivel esencial, de entrada en claridad así como en, por así llamarla, “comprehensión” respecto de los temas. Además, cuando la noción de acto —que se sugiere equiparar con la de “avance”— se extiende más allá del acto perfecto (enérgeia téleia), que es el hallado por Aristóteles, puede malentenderse de acuerdo con una mera generalización. Según el Estagirita enérgeia téleia es al menos la coincidencia de inteligir y haber inteligido según mismidad y simultaneidad —así como unicidad y constancia, es decir, según limitada presencialidad—: la actualidad en tanto que actividad peculiar (y por más que, a menudo según la noción de entelékheia por él resulta extrapolada a la entidad de acuerdo con la forma). De donde ni los hábitos adquiridos, suscitados y englobados a partir de la sindéresis como enriquecimiento esencial de la persona humana, ni el además equivalente al ser personal, pero tampoco el persistir equivalente al ser extramental ni las concausalidades que nunca definitivamente integran la esencia física, de suyo requieren aclaración mediante las nociones de acto —o avance— y de potencia, que con todo sirven para indicar de qué manera el método del abandono del límite mental se sitúa en la tradición histórica de la filosofía perenne. Tampoco sería imprescindible ilustrar el persistir con la noción de movimiento —trascendental— empleada en El ser I. * * * Asimismo, ya que a través del abandono del límite mental los distintos temas son congruentes con distintas maneras de abandonar la actualidad presencial según unicidad, mismidad y constancia, a través de este método, valga insistir, se logra un heurístico desarrollo de la propuesta de santo Tomás de Aquino en torno a la distinción real de esencia potencial y acto de ser según la que sobre todo se distingue la criatura respecto del Creador, pues se distingue a su vez esa distinción —de esencia y ser— en la criatura personal y en la extramental. Y en vista de que también el Aquinate entiende el ser y la esencia continuando la aristotélica distinción de potencia y acto, se aclara la distinción de actos de ser a la par con la de las esencias potenciales, cada una como un distinto dinamismo intrínseco o distinguirse real de los distintos actos de ser en virtud de éstos. * * * Por otra parte, puesto que según el método del abandono del límite mental se averiguan distinciones reales de la actuosidad en tanto que primaria —o de amplitud trascendental— se rechaza la comprensión moderna de la libertad como un dinamismo espontáneo según el que la razón procedería al cabo en dependencia respecto de la voluntad. Porque de acuerdo con la tercera dimensión del abandono del límite, que se corresponde con el hábito de sabiduría, se alcanza la libertad en tanto que convertible con el ser personal, esto es, como un trascendental de la persona humana en tanto que acto de ser. Además, al pretender explicar la libertad como espontánea posibilidad o dinamismo se pasa por alto la peculiar noción de acto perfecto por Aristóteles descubierta, al menos en tanto que propia del inteligir objetivante, con lo que ni siquiera se vislumbra la elevación supraobjetual de la intelección humana. De esa suerte no resulta plausible asimilar el abandono del límite mental a la última filosofía de Schelling, por la que si bien intenta superar la índole meramente lógica, cuando no tan sólo objetual, del idealismo trascendental precedente, agudiza la pretensión de explicar el surgimiento de la actividad a partir de cierta indiferenciada voluntariedad respecto de la alternativa entre contrarios y sobre todo de la de actuar o no actuar, tal como fuera arbitrada por el beato Juan Duns Escoto como rectificación a la noción aristotélica de potencia racional, de acuerdo al cabo con una posibilidad de ser ajena al cabo a la verdad e incluso al bien, y en la que se distinguiría radicalmente la libertad y la historia del ser humano como persona respecto del devenir natural. Por lo demás, en El acceso al ser Polo propone el método del abandono del límite mental no tanto a partir de la averiguación aristotélica, cuanto a manera de alternativa frente al intento kantiano y el heideggeriano de superar la perplejidad a la que aboca la filosofía al desvelarse la extrema alternativa del voluntarismo a la vista de la nietzscheana voluntad de poder, pero a la par como radical crítica a la propuesta hegeliana, planteamientos éstos en los que, no obstante, y ya en Escoto —cuando no en la entera filosofía medieval de influencia agustiniana— se desconoce la índole peculiar del acto perfecto, descubierta por el Estagirita, y que es sobrepasada por los más altos actos de inteligir. En esa medida aquí se tiene en cuenta la continuación heurística poliana sobre la filosofía de Aristóteles emprendida a partir del Curso de teoría del conocimiento y completada en la Antropología trascendental. Y se sugiere que sobre todo la propuesta filosófica “constructiva” de Nietzsche, más aún que las de Schelling y Schopenhauer, implica cierto intento de en filosofía superar el límite mental, la índole objetual —y subjetual— que se atribuye a la “realidad”, que en gran medida se trunca en vista del desconocimiento por parte de dichos filósofos, si no de la filosofía aristotélica, de la superioridad del acto como actualidad respecto del movimiento físico,. * * * Tampoco en recientes intentos de sobreponerse a la preeminencia de la objetualidad en el conocimiento —el “objetivismo”— se ha encontrado el método congruente para sobrepasar el inteligir objetivante, mucho menos si las objetivaciones, que son luces iluminantes por más que retenidas según constancia y mismidad, se toman en calidad de representaciones que pretendidamente “se dan” o muestran de suyo —“representacionismo”—. De donde mucho menos se abren a la consideración del rendimiento cognoscitivo de los hábitos intelectuales la consiguiente apelación a extraintelectivas instancias de la conducta humana, como afectos y emociones o sentimientos, aun si se entienden como profundos o radicales, o bien la renuncia respecto de la altura del inteligir teorizante al subordinarlo a la interpretación, siempre modulable, en torno a la actividad práctica tanto constructiva cuanto inventiva o creativa, como a partir de Nietzsche en la posmodernidad, o bien a la racionalización con miras a la sola eficacia o utilidad pragmática. Paralelamente, según ese método se discrepa netamente de los planteamientos filosóficos que reducen la intelección a expresión lógico-lingüística, pues incluso en su vertiente hermenéutica o pragmatista son exclusivamente objetualistas, aparte de que de ordinario se relativiza el encuentro de la verdad, que a lo sumo es restringida a verdad práctica, siempre sometida a corrección. De esa suerte, la averiguación filosófica se sitúa históricamente en una altura mayor que la de la filosofía no sólo antigua y medieval sino también moderna, pues se alza hasta un ser primario superior a la principiación y a la fundamentación (que es el correlato lógico de aquélla), a saber, el ser personal, primario según intrínseca dualidad de acuerdo con el carácter de además, a la par que se recoge la inspiración moderna, cuyo asunto prioritario es la superioridad de la libertad del espíritu humano sobre la necesidad del cosmos físico, y de acuerdo con una cuidadosa atención en torno al método (respecto del que se destaca, a su vez, que es plural). * * * Más pertinentes resultan en cambio las propuestas, como la kierkegaardiana, de superar la intelección objetivante a través de aquellos hábitos intelectuales que tematizan la vida o existencia humana “comprometiéndose” con ella o en ella, aunque no sean reconocidos como actos de inteligir al confundirlos con talantes o temples de ánimo. Sin embargo, al menos en el contexto de la rehabilitación de la ética aristotélica propuesta a partir no sólo de Heidegger, y como inicial alternativa de éste, por más que quizá no explícita, frente a la crispada actitud nietzscheana —y si bien posteriormente se apela al misticismo del Maestro Eckhart—, esos modos de inteligir la vida humana, en cierta medida supraobjetuales, más ajustadamente son asimilados al hábito de prudencia, es decir, al hábito intelectual-voluntario según el que, a modo de intención, en torno a la que se delibera, decide y ejecuta, se lleva adelante la actuación y las obras de la racional intelección práctica, justamente al introducir la ideación, de ordinario objetivada, del bien. Pero antes que a la prudencia el inteligir habitual acerca la persona humana como acto de ser y de su esencia, desde luego inaccesible según objetivaciones, compete a la sabiduría y, desde ella, a la sindéresis, que tampoco se reduce al querer-yo. Paralelamente, en la medida en que los actos voluntarios requieren objetivaciones, el método intelectivo del abandono del límite no es pertinente en filosofía práctica, concentrada en torno a la toma racional de decisiones. A su vez, la teoría acerca de la realidad extramental tampoco se reduce al inteligir objetivante, ni siquiera físico-matemático, pues asimismo cabe inteligirla abandonando la limitación de las objetivaciones y no menos según hábitos. Más bien, al trascender la presencia según actualidad de las objetivaciones intelectuales, el método de abandono del límite mental, siempre tan sólo heurístico, es exclusivamente teórico al acceder a lo puramente distinto o bien inferior respecto de la presencia como actualidad, extramental, o bien es contemplativo, es decir, aún más alto que según la disyunción entre teoría y práctica, al acceder a lo superior respecto de esa disyunción, lo mental por lo pronto humano, enriqueciéndolo o bien alcanzándolo y, comoquiera que sea, siéndolo. Y por cualquiera de esas dimensiones del método se accede, de distinta manera, a Dios. 4