Aquella madrugada del 2 de agosto de 1976 empezó para mí la Transición. Cuando unos meses antes había fallecido Francisco Franco, el sopor de un patio de recreo ahumado con la homilía en homenaje al general había sido todo lo que pudo almacenar mi recuerdo. Pero fue aquella mañana, en el sonido irrepetible y extraordinario de la voz a través de una válvula radiofónica, cuando tomé conciencia por primera vez de lo irreparable, de lo incomponible, de lo inconcebible, de lo improbable pero también de lo posible. Fue en Colinas de Trasmonte. Fue en Zamora. Cecilia moría, Cecilia murió.
Fue Cecilia quien sentenció a Franco, quien naturalizó el adulterio o quien reprobó el proxenetismo. Hay en sus canciones más feminismo emocional y real que en todo el repertorio o en todo el cine de la neuroprogresía de los siguientes cuarenta años. Hay en sus canciones más lecciones de sexualidad que en todo un serial audiovisual de la doctora Ochoa.
Fue el himno bello de la Transición, la voz a ti debida, Cecilia. La voz del cambio, la voz tuya, la voz nuestra. Fue el guión sensible y osado, entre ingenuo e indómito, de quien hablaba de amor físico, de amor deshonesto, de los muertos de la guerra, cada alma sin enterrar y de España.
Enterrar el pasado fue el objetivo
de la Transición. Hemos llegado hasta
aquí para seguir llegando más allá
La canción Mi querida España es el poema, la clave sentimental de toda una generación. No es canción para revisionistas ni para ajustadores de cuentas. Era y es la canción del espíritu libre y conciliador de la Transición. Y a todas las Españas invocaba, pese a la fulgurante censura patria: a la España viva (mía) y a la España muerta (nuestra), a la España nueva (mía) y a la España vieja (nuestra), a la España en dudas (mía) y a la España ciega (nuestra).
Era la oda de la regeneración en una España que ofrendaba su unidad y cerraba sus heridas, del recuerdo de quienes sufrieron, pero sobre todo de la pasión por construir el futuro, de la esperanza de un porvenir donde no había dos orillas, porque la misma Cecilia representaba esas dos orillas. Y de la llamada de la tierra en el momento final. Ella enterró a Franco y, con él, inhumó cuarenta años de felonía.
Cuarenta años después, como una cuarentena, hay quien olvida que nos levantamos hace cuarenta años de la siesta y miramos al futuro. Que enterramos el pasado porque ese fue el objetivo de la Transición. Que nos perdonamos. Que no hemos de cantarnos las cuarenta del siglo xx. Que hemos llegado hasta aquí para seguir llegando más allá. Y que, cuando Cecilia se fue, se oían otros acordes, otras voces, que decían «A tu viejo gobierno de difuntos y flores». Era Silvio Rodríguez. Gobierno de muertos, frente a una sociedad de vivos que quieren seguir viviendo.
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