La literatura albacetense en la última centuria. Por Juan Bravo Castillo, artículo publicado en Boletín Informativo «Cultural Albacete», Julio-Agosto 1985 (número 18 ).

Escultura gótica de mármol de la Virgen de la Esperanza. Peñas de San Pedro (s. XV).

En el estudio preliminar a mi obra, «Muestra de la Narrativa Albacetense del siglo XX», de inminente aparición, insisto en algunos de los aspectos que han hecho que el literato albacetense se mueva en un ámbito restringido sin casi apenas posibilidades de promoción, escribiendo por puro placer, y muriendo sus obras con su nombre, faltos unos y otros de impulsos y estímulos, condenados de antemano al ostracismo, excepción hecha de esa minoría afortunada que, gracias a la proximidad de Madrid, logró abrirse paso abandonando su tierra de origen.

Tal como apunto, en el citado estudio, aludo a tres ejemplos -uno en el segundo tercio del siglo XV, los romances de Montesinos y Rosaflorida, otro en 1515, los romances de Fontefrida, Fontefrida, y el tercero, el del hellinero Cristóbal Lozano en el siglo XVII-, a los que abría que añadir las obras del también hellinero Melchor de Macanaz, en el siglo XVIII, del que hablaremos más adelante. Un balance esencialmente pobre que nos permite afirmar que el fenómeno literario es algo esencialmente moderno en nuestra provincia y que se inicia a mediados del siglo XIX, tímidamente en un principio, y cobrando cada vez más auge hasta alcanzar su máxima expresión en tiempos de la Segunda República Española, para sufrir luego, tras la Guerra Civil, un colapso del que aún no se ha repuesto por completo.

La narrativa

Tras unos inicios balbuceantes, la gran narrativa albacetense alcanza su cénit durante los años veinte y treinta del presente siglo -especialmente en la época de la República- y queda cercenada súbitamente con la Guerra Civil.

Antecedentes

Tres nombres sobresalen principalmente en el campo de la narrativa con anterioridad al siglo XX. Melchor de Macanaz en el siglo XVIII, El Marqués de Molíns y Octavio Cuartero en el XIX.

La inmensa y variada obra de Melchor de Macanaz (Hellín, 1670-1760), como escribe Antonio Moreno en su libro «Gente de Hellín», permanece todavía en estado bruto, y precisa de una honda tarea de revisión. Estudios como el de Carmen Martín Gaite -«El proceso de Macanaz», 1970- no han logrado estimular hasta ahora a los eruditos con el fin de sacar a la luz lo que de importante pueda haber en la obra de este genial personaje hellinero. No parece, sin embargo, que su fuerte fuera la literatura de ficción, aunque sí cultivó con gran acierto las obras de crítica literaria y las traducciones.

Mariano Roca de Togores, Marqués de Molíns (Albacete, 1812-1889), sí puede ser calificado de primer literato ilustre de las letras albacetenses. Su vocación política, no obstante, eclipsó ampliamente la literaria por la que tan atraído se sintió desde su primera juventud. Como escribe Francisco Fuster -«Aportación de Albacete a la Literatura Española», 1975-, su nombre ha quedado prácticamente relegado por culpa, muy probablemente, de la acerba crítica que le hizo Azorín en su libro «Rivas y Larra». Personaje polifacético, cultivador de casi la totalidad de los géneros literarios, el Marqués de Molíns escribió un libro estrechamente vinculado a su tierra natal, «La Manchega», a bases de cuadros costumbristas, y que puede considerarse como la primera obra de la narrativa local. Escribió, asimismo, un estudio, «La sepultura de Cervantes», y una biografía de Bretón de los Herreros. Por lo demás, es esencial resaltar dentro de su obra dos dramas románticos -«El Duque de Alba» y «Doña María de Molina»-, de los que el primero, particularmente, sirvió de modelo estético a las piezas de Larra, Martínez de la Rosa y García Gutiérrez. Mariano Roca de Togores, que fue académico de la Real Academia Española de la Lengua desde los 27 años y Presidente de la misma, es sin duda, y con toda justicia, el máximo antecesor y pionero de los futuros hombres de letras albacetenses.

De Octavio Cuartero (Villarrobledo, 1855-1913), al igual que en los dos casos anteriores, podemos decir que, una vez más, la vocación literaria casi siempre quedó relegada a segundo plano como un capricho de diletante. Político de gran relieve, jurisconsulto que llegó a ocupar la Presidencia de la Audiencia Territorial de Madrid, Cuartero publicó dos compendios de poesía y una novela -«Polos Opuestos» (Madrid 1885)- prácticamente inencontrable hoy día.

La época de oro de la narrativa albacetense

Cuatro nombres brillan con luz propia en los veinticinco años que anteceden a la fatídica explosión de la Guerra Civil: Roberto Molina (Alcaraz, 1883-1958), Artemio Precioso (Hellín, 1891-1945), Mariano Tomás (Hellín, 1891-1957) y Huberto Pérez de la Ossa (Albacete, 1897-1983). Cuatro nombres significativos cuyas raíces jamás se apartaron de su tierra natal aun cuando sus respectivas obras se desarrollaron, por lo general, en Madrid. Los cuatro son el prototipo del escritor puro, sin concesiones -al menos hasta 1936-, los cuatro vivieron la literatura con una intensidad muy de aquella época: narradores, ensayistas, articulistas célebres, poetas y dramaturgos en algunos casos -como es el de Mariano Tomás o Huberto Pérez de la Ossa-, los cuatro, paradójicamente, permanecen un tanto relegados hasta en su propia casa.

El nombre de Roberto Molina ha quedado íntimamente unido a lo que Federico Carlos Sáinz de Robles denomina promoción de «El Cuento Semanal», que tanto auge alcanzó en los años veinte. Maestro en el ejercicio del relato corto y del cuento, Molina publicó decenas de títulos -entre los que merece la pena apuntar «El factor negativo», «Sor Cecilia» y «Tinieblas» -en casi la totalidad de colecciones de la época: La Novela de Bolsillo, la Novela para todos, El Cuento Nuevo, La Novela Semanal, etc. Como novelista, Molina también sobresalió y, dentro de su producción, notablemente amplia, hay necesariamente que destacar «Dolor de juventud» (Madrid, Editorial Pueyo, 1923), que no solamente era considerada por el propio autor como su obra maestra, sino que incluso le valió el Premio Nacional de Literatura. Otros títulos importantes dentro de su novelística son: «El suceso de Montevalle», «La ciudad milenaria» y «Picaresca y bohemia». Francisco Fuster, que es quien mejor ha estudiado hasta ahora esta etapa de la literatura albacetense, en su citado libro, apuesta por Roberto Molina, cuya obra, comparada con la de sus compañeros de generación, posee, según él, una mayor profundidad, siendo su estilo literario más puro y clásico, más intemporal.

Es Artemio Precioso un caso sorprendente dentro de la narrativa local. Emprendedor por temperamento -creó media docena de periódicos en Hellín, fundó la Editorial Atlántida, donde publicaron las más célebres plumas de la época, y dirigió cuatro publicaciones semanales que se distribuían por toda España e Hispanoamérica-, su nombre está íntimamente relacionado con esa gran experiencia literaria que fue «La Novela de Hoy». Artemio Precioso tuvo un cometido más que relevante en el mundo intelectual español de tiempos de la República. Escritor combativo y de pluma fácil y certera, ideólogo volteriano, prácticamente de un tipo de literatura por lo general sin ambages, sus obras se prestan a posteriori a críticas desaforadas por partes de los bienpensantes de turno, sin embargo creo que la espesura del bosque no debe impedirnos ver lo que de sublime hay detrás. Sus novelas, casi siempre superficiales, de reducida extensión, sólo a retazos y esporádicamente presentan interés y hondura. Fueron innumerables los títulos que lanzó desde 1922 hasta la víspera de 1936, títulos claramente denotativos de su estética narrativa: «Rosa de carne», «¡Lavó su honra!», «Evas y manzanas», «Los nuevos ricos de la moral», etc. Los últimos años de Precioso fueron duros, especialmente a partir del hundimiento de su imperio editorial, consecuencia del conflicto que le enfrentó con Primo de Rivera al publicar un relato de Valle-Inclán en el que satirizaba al dictador.

La vida de Mariano Tomás fue toda una consagración a la literatura, un caso excepcional de vocación: periodista, poeta, dramaturgo, novelista y biógrafo, comenzó desde muy joven su andadura dirigiendo «El Social de Hellín», y acabó ocupando puestos relevantes como el de redactor-jefe del «Indice Cultural Español». A menudo obtuvo importantes galardones como el «Mariano de Cavia» (1934) de periodismo o el Premio Nacional de Teatro y Premio Piquer de la Real Academia Española por su drama «La mariposa y la llama» (1941). Como narrador, Mariano Tomás practica un estilo esencialmente lírico, tierno, cálido, dramático por momentos, a veces veladamente irónico, pero siempre profundo. De sus páginas se desprende una impresión de ingenuidad que no es sino un relente poético, una visión idealizada del mundo y del paisaje: de ahí que se pueda afirmar que naturaleza, sentimiento y delicadeza, junto a un amor manifiesto para con los valores de la tradición, son las notas predominantes en sus novelas, entre las que nos limitaremos a reseñar «Semana de Pasión» (1931) -Premio Gabriel Miró, 1934-, «Vuelva usted a casa en Primavera» (1926) -centrada en Hellín y sus contornos-, «La florista de Tiberiades» (1926) y «El vendedor de tulipanes» (1944).

El más joven de este póker de narradores es Huberto Pérez de la Ossa, al que Francisco Fuster califica con razón de «novelista frustrado», ya que, tras unos años brillantes, concluida la Guerra Civil, abandona la creación novelística y poética y se dedica a la administración, primero como agregado al servicio de Recuperación del Patrimonio Artístico Nacional, y luego como Director del Teatro Nacional María Guerrero. Aunque nació en Albacete, pasó gran parte de su existencia en Barcelona y Madrid. A los 24 años publicó su primera novela, «El ancla de Jasón», a la que siguió un compendio de versos: «Polifonías. Sones de órgano. En la clave. Esquillas. Música interior. Poesía» (1915-1922). Su nombre adquiere progresiva relevancia como periodista y literato. En 1923, publica «La lámpara del dolor», y en 1924, «El opio del ensueño» y «La Santa Duquesa», la cual le valdría el Premio Nacional de Literatura de ese mismo año. Carrera meteórica que proseguiría con altibajos, aunque espaciándose sus publicaciones cada vez más. Obras suyas de esta última época son: «La casa de los masones» (1927) -centrada en Albacete-, «Obreros, zánganos y reinas» (1928), «Los amigos de Claudio» (1931) -con abundantes elementos autobiográficos- y «El aprendiz de ángel» (1935). El estilo realista de Pérez de la Ossa a menudo se impregna de barroquismo, de contrastes luminosos, de matices múltiples. Es la suya una mirada de pintor de interiores poblada de personajes diletantes, proustianos -hay mucho de Proust en sus novelas, especialmente en «La Santa Duquesa».

La Primera Generación de la Posguerra

Muy tímidamente, desde luego, se van dando a conocer nuevos nombres de una forma esporádica y aislada al tiempo que la generación de la Republica se difumina. El ambiente literario es de una pobreza excepcional en todo el país. Ahora más que nunca será la prensa la encargada de dar cauce a los prosistas, aunque no todos optan por tal vehículo, e incluso algunos, como es el caso de Vicente Garaulet, prefieren el anonimato total. Cinco nombres sobresalen en medio de esta penuria generalizada: Francisco del Campo Aguilar (Martos, 1899-1965), Mariano Sola y Martínez (Baza, 1902), Vicente Garaulet (Hellín, 1903-1974), José S. Serna (Albacete, 1907-1983) y Andrés Ochando (Albacete, 1912-1973).

Prototipo del infatigable registrador del tiempo de la ciudad es Francisco del Campo Aguilar, jienense de nacimiento, pero albacetense de pura cepa, periodista infatigable, poeta de los minúsculo, de lo vivencial, hombre de una sensibilidad fuera de la común y de una capacidad increíble. Durante décadas se esforzó por ir anotando día a día en sus artículos el efecto del acompasado latido de la villa en sus fibras hipersensibles: centenares de trabajos que aguardan su salida a la luz y que constituirán sin duda una historia valiosísima de una época de Albacete que inexorablemente se queda en lontananza. Pero, con independencia de su labor periodística, Francisco del Campo fue sobre todo un literato de ingenio, un poeta original, un ensayista virtuoso. Urge reeditar obras suyas ya casi olvidadas como «Albacete: guía sentimental», «El perro disecado», «Medallones de la ciudad» y «Albacete contemporáneo».

La obra de Mariano Sola es un ejemplo notorio de ese aislamiento que, con el tiempo, se tornará más y más acusado en la narrativa local. Ajeno a las vanguardias y a las fluctuaciones de la moda, este autor longevo ha ido erigiendo una amplia producción que puede ser calificada de cántico colectivo o de diario de un corazón sensible. Para Sola la prosa siempre ha sido el vehículo ideal para plasmar sus emociones, sus sentimientos hondos, sus vivencias de viajero enamorado de la naturaleza y de la aventura: caballero andante con mente de poeta, paseante solitario, eterno enamorado, infatigable explorador de tierras y caminos de España. Su primer libro, «Tierras de la Seca», se inspira en sus vivencias de Almería al igual que «Indiana». «Caminos del Ampurdán» es, probablemente, su obra más entrañable. «Soles de Besana» significa el descubrimiento del paisaje manchego, de la tierra que, en adelante, sería entrañablemente suya. Y por fin, «Valldemosa y Enrique Ochoa» y «Cármenes y sombras», compendios en los que el crítico de arte y el paisajista se dan la mano en una íntima pincelada de luz y de historia.

Muy pocos de los que conocieron en vida a Vicente Garaulet -que llegó a ser alcalde de Hellín- supieron que bajo su carácter un tanto huraño se ocultaba un poeta y un apasionante narrador. Tan sólo en 1970 se decidió a publicar, en una edición muy reducida y que ni siquiera llegó a distribuir comercialmente, dos libros, «Ensayo. Prosa y verso, 1920-1945, I» y «Prosa menuda y verso, 1970, II». Se trata de dos volúmenes heterogéneos cuya nota dominante es el desorden, pero donde hay páginas, a mi juicio, antológicas, dignas de figurar en un libro de comentarios de texto. Le bastan tres palabras para resumir una historia, una tragedia adivinada, una existencia anónima. Su técnica es impresionista pura, casi mágica. Garaulet se deleita con lo que pudo ser y no ha sido, se congratula con el débil, con el marginado a quien una sociedad cobarde pone en la picota sin motivo ni razón. Y todo ello, con un estilo sintético, como quien realiza acotaciones teatrales, magistral, sutil. Un narrador, sin duda, al que hay que conocer mucho más a fondo.

Para las gentes de nuestra generación, José S. Serna fue hasta su muerte el patriarca de las letras albacetenses, y con razón. Lo predominante y esencial en él fue la actitud estética, el magisterio, el rasgo vivaz, el esprit, la comprensión y la indulgencia. Bordeando siempre el puro costumbrismo, pero sin alejarse jamás de lo trascendente, de lo puramente humano, del corazón manchego. Sus relatos son, a este respecto, simplemente geniales. Como en casi todos los casos anteriores, la literatura fue para él una vocación íntima aunque difícilmente compaginable con su profesión de abogado. Periodista, dramaturgo, narrador, ensayista y, sobre todo, filólogo. Su última obra publicada: «Cómo habla la Mancha. Diccionario manchego» supuso el empujón definitivo para ser nombrado académico correspondiente tan sólo unos meses antes de su muerte, en mayo de 1983.

De cervantino ilustre -ya lo fue José S. Serna y también Enrique García Solana, de quien hablaremos después- podemos calificar a Andrés Ochando, con quien cerramos esta «generación» primera de la posguerra. Autor de escritura exquisita y pulcra, Ochando, como apunta Fuster, es otro de los grandes escritores albacetenses malogrados, ya que, en los últimos años de su vida, optó por abandonar la literatura. Excelente periodista, colaborador en las mejores revistas de letras del país, su libro clave para quien desee conocerlo a fondo es «Baladas del Quijote», publicada en el volumen IV de la «Pen Colección».

La Segunda Generación de la Posguerra

No cabe duda de que el nombre que mayor raigambre alcanza en este época es el de Rodrigo Rubio (Montalvos, 1931); su obra, a pesar de que a los 17 años emigró a Valencia y actualmente vive en Madrid, permanece íntimamente vinculada al marco de su infancia. Por lo demás, y como el propio Rodrigo Rubio apunta, su trayectoria narrativa discurre por tres etapas bien definidas: una primera -a la que pertenecen las novelas «Un mundo a cuestas», «La Feria» y varios cuentos- con hondas raíces en su tierra, pero sin poder eludir un cierto tono costumbrista; una segunda -cuyos títulos más significativos son «La espera», «La deshumanización del campo» (ensayo), «El incendio», «Equipaje de amor para la tierra» (Premio Planeta 1965), «La sotana», «Oración en otoño» y «Album de posguerra» -marcada por las preocupaciones de índole social, política y religiosa-; y una tercera en la que el narrador se abre a una literatura más imaginativa, llegando en algunos libros -«Papeles amarillos en el arca», Premio Alvarez Quintero de la Real Academia, y «Cuarteto de máscaras» -a rozar lo fantástico y también, a veces, lo esperpéntico. Fue entonces, como escribe el propio autor, cuando Montalvos se convirtió en Monsalve, escenario de lo que Rodrigo Rubio considera sus mejores páginas.

Dentro de esta generación un tanto diluida y variopinta, encontramos un nombre que también pudo llegar a ser importante, Manuel Bello Bañón, (Albacete, 1936-1975), si la muerte no se lo hubiera llevado en esa edad calificada de umbral de la novelística. Escribió sólo una obra titulada «Tres meses de vacaciones», en la que, dentro de una línea estrictamente realista en la línea de los Goytisolo o del García Hortelano de la primera época, traza la educación sentimental de un joven al tiempo que nos describe el medio constriñente del Albacete de los años cincuenta, ambientes y tipos característicos, pintados con una sobriedad y una minucia magistrales.

Antonio Beneyto (Albacete, 1934) y Joaquín Barceló (Albacete, 1948) residentes en Barcelona y Madrid respectivamente, siempre han practicado una narrativa inmersa en lo fantástico, e incluso, en el caso de Beneyto, muy próxima al surrealismo. Del primero -cuya actividad oscila desde que salió de Albacete entre la pintura, la poesía y la narración, es obligado reseñar cuatro obras: «La habitación», «Los chicos salvajes», «Algunos niños, empleos y desempleos de Alcebate» y «El subordinado». En cuanto a Joaquín Barceló, destacaremos su libro «Hic draconem» -título claramente denotativo de su línea cercana a lo mítico.

También está representada la línea costumbrista dentro de esta «generación» con nombres como Ignacio Escribano Alberca (Campo de Criptana, 1928), Enrique García Solana (Murcia, 1919-1983) y Francisco Laserna González (Fuensanta, 1928). Del primero, actualmente residente en Munich -autor de publicaciones de muy diversa índole como su «Saludo a Boris Pasternak»-, conocemos a este respecto algunos interesantes textos, en especial su «Discurso del segador». Enrique García Solana comenzó a publicar a partir de 1962 algunos libros típicamente costumbristas o de ensayo como «Luz del día», «Nochevieja en Torrenueva», «La cocina en el Quijote», quedando una parte de su producción todavía inédita. Laserna sólo cuenta hasta ahora con un libro en su haber, «Estampas y cuentos de un pueblo manchego». Tanto Solana como Laserna se preocupan por recoger viejas leyendas del terruño, propias de una época ancestral, plagada de personajes típicos, curiosos, inmortales, variopintos, cervantinos o de sainete; sus relatos, muy breves casi todos, se caracterizan por esas notas de gracia, sencillez e inocencia inherentes a ese tipo de literatura. También podríamos incluir aquí un nombre, José Sánchez de la Rosa, periodista y articulista de renombre, cuyo libro «Balada de la calle del Cornejo» (1983), es uno de los mejores exponentes de esta labor de desentrañamiento sistemático de lo arrasado por la piqueta caprichosa del tiempo.

Manuel González de la Aleja es otro conocido narrador de esta «generación» cuya fluctuante obra viene apareciendo desde 1957. Hasta ahora ha publicado tres novelas -«Pieles», «Andamio» y «El paso de la traición»- en las que predomina el elemento realista, el rasgo cotidiano, e incluso aborda el género policíaco, como es el caso del último de sus libros citados, donde De la Aleja crea otro detective «sui géneris» manchego en la línea de Plinio.

Y ya, para terminar, dentro de esta «generación», pero actuando siempre -o casi siempre- dentro de una línea periodística o de ensayo, aunque con esporádicas incursiones en el mundo del relato corto, nombres como Ramón Bello Bañón (Almansa, 1930), Ramón Gómez Redondo (Albacete, 1941), Demetrio Gutiérrez Alarcón (Melilla, 1928) -autor del libro de semificción histórica «La batalla de Almansa» y de conocidas obras como «La voluntad de un pueblo», «Los toros de la guerra y del franquismo» o «Albacete al paso»-, Domingo Henares (Puente de Génave)-«Si don Quijote volviera», «Los ríos de Albacete, biografía sentimental», «Palabra y tiempo de Manuel Alcántara», «Historia de la aviación en Albacete», etc.-, Juan José García Carbonell (La Roda, 1924) y Francisco Ballesteros (Albacete, 1942) -«La canción en el franquismo»-.

Mención especial merece el nombre de Francisco Fuster Ruiz (Socovos, 1941) por su infatigable labor investigadora, poética y narrativa, una de las pocas personas que han consagrado muchos años de su vida a recoger el material disperso en una provincia donde el escritor siempre se ha visto condenado al silencio. Trabajos como «Historia y Bibliografía de la Prensa de Albacete», «Hombres y libros de Albacete», «Diccionario de escritores de Albacete» o «Aportación a la historia del regionalismo manchego» entre otros, dan cuenta de su exhaustivo quehacer.

En la actualidad

Además de los nombres citados en la segunda «generación» -la mayoría en plena actividad-, apuntábamos que, en los últimos años, ha hecho su irrupción una serie de autores de dilatadas perspectivas de los que, por su escasa obra publicada, nos limitaremos simplemente a citar. Poetas algunos, además de narradores, como Victorino Polo, Dionisia García, José Manuel Martínez Cano, Alfonso López Gradolí, Angel Antonio Herrera, Arturo Tendero, periodistas otros, como Luis Reyes -autor del libro «Código Alarico»-, Antonio Avendaño, Faustino López Honrubia o Nicasio Sanchís, y narradores puros como Ramón Bello Serrano, José Luis Cebrián, Juan Santana Lario, Enrique Cantos, Francisco Hernández Piqueras, Félix Roldán Zorrilla, José Antonio Iniesta Villanueva y Antonio Ballesteros, nombres que sin duda resonarán con mucha más fuerza en el futuro.

La poesía

La trayectoria de la poesía albacetense del presente siglo difiere en muchos puntos de la que acabamos de ver en la narrativa, ya que en este campo no fue tan brusco el corte que para la prosa supuesto el estallido de la Guerra Civil. Tampoco podemos detectar ningún momento álgido en lo referente a la lírica ni antes ni después del 36, sin embargo, el cultivo de la poesía en todo este tiempo es algo frecuente, habitual, aunque con escasas personalidades relevantes a escala nacional. Una nota característica a este respecto es que, mientras que los poetas de los años treinta escriben libremente, dando rienda a su personalidad y sin apenas dejarse influir por los movimientos, las modas o tendencias del momento, es a partir de los años 40 cuando empieza a vislumbrarse en nuestra poética local la toma de conciencia ante una lírica puramente estilista y formal -siguiendo la línea marcada por las revistas «Garcilaso» y «Escorial»- o bien ante la poesía puramente social -desde sus primeros escarceos en la revista «Espadaña» -o ante el arraigamiento que propugnó Dámaso Alonso con claras influencias de Miguel Hernández. Basta familiarizarse un poco con las obras de nuestros poetas locales para comprobar que habitualmente se siguen las grandes líneas maestras imperantes en nuestra literatura. Por otra parte, aunque no se puede hablar de generaciones ni se produce en modo alguno un propósito, o despropósito, cronológico en los cultivadores del género poético, coincido con José Manuel Martínez Cano cuando, en su «Antología Poética de Autores Albacetenses», agrupa a éstos en torno a la cronología y no en torno a las tendencias poéticas cultivadas. Así pues, me ceñiré a esa metodología a la hora de exponer -aunque sea sucintamente, dada la reducida extensión de este trabajo- los ejemplos más notables de la poesía albacetense de nuestro siglo, potenciada y, sobre todo, reflejada en las revistas literarias a las que me referí con anterioridad.

Antecedentes

Los antecedentes más próximos a la poética albacetense de posguerra podemos situarlos en el poeta hellinero Manuel Serra Martínez (1884-1950), escritor con afinidades periodísticas -fue director del semanario «El Reflector» y fundador de la publicación juvenil «La Colilla»-, hombre de formación técnica (fue ingeniero de minas), pero con grandes inquietudes humanísticas. Su obra, que se publicó tardíamente, denota grandes influencias modernistas, en especial de Rubén Darío. Sus libros más importantes fueron: «Sonetos» (1939) y «Tríptico de sonetos» (1940), pues fue en esta estrofa donde basó casi toda su producción lírica.

El también hellinero Mariano Tomás -a quien aludí con anterioridad como narrador- destaca en este género con una poesía de corte machadiano. Muy diferente fue la obra del periodista Francisco Belmonte López, rica en poemas satíricos e intencionados en los que -como subraya Martínez Cano- «comentaba con gran humorismo los acontecimientos de actualidad local y nacional, sobre todo los que publicó en «El Progreso», durante los años 1921-22″.

Probablemente, la personalidad más importante de este momento sea Eduardo Alonso (Fuenteálamo, 1898-1956), el cual realiza su andadura literaria en Madrid. Fue un poeta tardío, ya que publicó a los 50 años su primer libro de poemas -«Tickets de café»- y, posteriormente, «Versos nuevos» (1949), con prólogo de Gregorio Marañon, «Sólo ceniza» (1951), con prólogo de Dámaso Alonso, «Para el viento» (1953)… etc. Infatigable conversador y amigo de las tertulias literarias, fundó los «Versos a medianoche», del café Varela de Madrid. Su obra tiene claras influencias del arraigamiento propugnado por Dámaso Alonso y de los poetas del 98. Ha sido incluido en varias antologías y también en la «Historia y Antología de la poesía española» de Sáinz de Robles.

Otro excelente poeta fue el periodista Francisco del Campo Aguilar -citado asimismo en el capítulo narrativo-. Su libro «Poemas de la farmacia» es un excelente compendio impregnado de ironía y ternura, que presagia cierta modernidad en la manera de entender el hecho poético.

Eleazar Huerta Valcárcel (Tobarra, 1903-1975) publicó sus versos en «Agora» y «Cal y Canto». Sus trabajos, como se puede ver en «Cancionero mozo»; tienen grandes influencias machadianas. Eduardo Quijada Alcázar (1903-1979) -autor del himno provincial y del libro «Inquietud» -cierra este apartado inicial, que enlaza perfectamente con las generaciones venideras.

Poetas de postguerra

Siguiendo las etapas que Martínez Cano traza en su Antología -aunque no las denominaciones ni la totalidad de los autores incluidos-, parto del criterio cronológico de autores que realizan su obra en este momento histórico o influidos por él. Poetas que denotan claros ascendientes del 98 y ponen de manifiesto evidentes influjos realistas.

Antonio Andújar Balsalobre (1914-1973), Enrique Soriano Marcos (1914-1973) y, sobre todo, el hellinero Tomás Preciado Ibáñez, (1928-1977) son ejemplos preclaros de este grupo poético. Tomás Preciado tiene una abundante producción y fue muy reconocido por su maestría a la hora de escribir sonetos -estrofa predominante en su obra, que en breve publicará la Caja de Ahorros de Albacete con el título genérico de «antología».

Matías Gotor y Perier (1905) puede ser considerado el patriarca actual de los poetas albacetenses. Su producción, compleja y ecléctica, abarca desde temas vanguardistas a los puramente costumbristas. Sus «Versos a Manuel Rodríguez» son un «clásico» del mundo lírico de la tauromaquia.

Elegante en sus formas y en sus temas es José María Blanc Garrido (1922); tiene reunido la mayor parte de su quehacer poético en el libro «Noticia de nosotros». Y otro tanto puede decirse de Juan José García Carbonell (1923), poeta sencillo, costumbrista y de fuerte acento religioso.

Antonio Matea Calderón (1931) es un poeta autodidacta que aboga por una poesía social. De Ismael Belmonte (1929-1981) podemos afirmar que es uno de los poetas más importantes de su generación. Su poesía, simbólica y sensualista, a veces costumbrista, está marcada por una reflexión personal ante la vida.

Ramón Bello Bañón (1930) es no obstante, desde mi punto de vista, el poeta más significativo del grupo y uno de los más importantes de nuestra literatura local. Su producción, aunque corta y poco conocida, transluce una gran calidad: predomina en ella la huella existencial y simbólica, a la vez que se halla en constante evolución hacia formas cultistas y depuradas, en suma, a la búsqueda del lenguaje poético puro.

Habría que incluir en este grupo a dos poetas que, aun no siendo de Albacete, han escrito la mayor parte de su obra en esta ciudad, donde residen actualmente. Me refiero a José Jorquera Manzanares (Bilbao, 1924) y a Manuel Terrín Benavides (Córdoba, 1931). Jorquera Manzanares ha publicado numerosos libros y está en posesión de varios premios literarios. Su poesía es de carácter social. Manuel Terrín es probablemente el poeta que más premios literarios ha obtenido en nuestro país -casi trescientos-, aunque justo es reconocer que la mayoría son de escasa relevancia y reconocimiento.

Años 50-60

La poesía albacetense de esta década apunta hacia dos direcciones que pueden fundir en sí las modas o influencias de los poetas en ejercicio por aquel entonces: me refiero al realismo y a las formas surrealistas, tan distantes, sin embargo, en cuanto a sus respectivas estéticas.

En la nómina de autores locales que integran este grupo cabe destacar -y merecería estudio aparte- a Antonio Martínez Sarrión (1939), nuestro lírico más universal y unánimemente reconocido desde que figurase su nombre en la ya histórica antología de José María Castellet, «Nueve novísimos poetas españoles». Autor de «Teatro de operaciones», Pautas para conjurados», «Una trombra mortal para los balleneros», «Canción triste para una parva de heterodoxos», «El centro inaccesible» -libro de carácter antológico- y «Desde la rada». Sarrión es un poeta que, influenciado en sus primeras obras por las corrientes parnasianas y simbolistas francesas, la escritura automática de los surrealistas, Aleixandre y Cernuda, el postismo, la cultura popular y los efectos culturalistas, ha logrado poco a poco configurarse como un escritor en plena posesión de un lenguaje propio, innovador y de claros efectos emotivos. Actualmente podemos afirmar que su obra, siempre marcando las pautas vanguardistas, se encuentra en plena madurez y sin duda nos deparará grandes sorpresas en el futuro.

De indudable calidad poética son los nombres de Dionisia García y Victoriano Polo -también citados dentro del apartado narrativo-, naturales de Fuenteálamo y ambos residentes, desde hace tiempo, en Murcia. Dionisia García -autora de «El vaho de los espejos», «Antífonas» y «Mnemosine»- es una poetisa «proustiana», y ello probablemente sea debido a su condición de excelente prosista que tiende a crear en sus relatos un universo particularmente poético a través de evocaciones y de imágenes de la nostalgia. Victorino Polo -de marcada acentuación nerudiana- propende en sus poemarios-«Humano vivir», «Cantos del amanecer» y «El libro de las elegías» -hacia la búsqueda de la belleza formal, inquietud a la que probablemente se vea inducido por su condición de profesor universitario.

Alfonso López Gradolí (1943) -nacido en Valencia pero fuertemente ligado a Albacete- es otro poeta de reconocido prestigio nacional. Buscador de nuevas formas expresivas, fue dentro de la poesía visual un claro pionero e importante autor. Su libro «Quizá Brigitte Bardot venga a tomar una copa esta noche», así lo pone de manifiesto. «Poemas mediterráneos» y «Al-Basit», denotan una lírica andadura que hasta el momento ha sido merecedora de importantes premios, entre ellos el » Boscán».

Cabe citar en este apartado los nombres de Antonio Beneyto (1934) -aun cuando sea un autor que ha desarrollado la mayor parte de su obra dentro del género narrativo, como quedó apuntado anteriormente-, Francisco Fuster Ruiz (1941) -poeta que abandona pronto este género para consagrarse a la investigación-, Francisco Ballesteros Gómez (1942) -cuya obra ha sido publicada en parte en la prensa local, y del que merece la pena subrayar sus versos satíricos dada la popularidad que alcanzaron-, Ramón Gómez Redondo (1941) -fundador en Albacete de la peña literaria «Azorín», para dedicarse posteriormente al cine-, y Andrés Duro del Hoyo (1935), poeta conquense que lleva bastante tiempo afincado en Albacete, donde ejerce como docente, y autor de «Si escuchas el canto del gallo» y «Cimientos de mi sangre» entre otros.

Años 70

La importancia de la citada obra de Castellet muy pronto daría sus primeros frutos entre nuestros poetas locales, máxime cuando entre ellos figuraba el poeta albacetense Antonio Martínez Sarrión. Dicha antología, publicada en 1970, propondría nuevos postulados estéticos que nada tendrían que ver con la poesía que se estaba haciendo.

Fiel reflejo de la poesía que se practica en estos momentos es la obra de José Manuel Martínez Cano (1949). Partiendo de un neorromanticismo existencial, muy pronto entronca con las propuestas de los novísimos: elementos de los mass media -cine, música, cómic…- y connotaciones culturalistas y venecianas. De ahí sus libros «Final de experiencia» y «Origen y evolución». Sin embargo, la obra actual de Martínez Cano es más difícil, experimental y esteticista, de cuidado lenguaje y precisas imágenes. «Los años nómadas» -libro de próxima aparición- recoge la búsqueda de un metalenguaje con que asumir totalmente el poema.

Amador Palacios (1954) -autor de «Ritmo amoroso», «Notas cotidianas» y «Ejercicios de versificación» -realiza una poesía que oscila entre la pureza cernudiana y los postulados postistas, con marcados acentos descriptivos e irónicos. Sus poemas, de perfecta ejecución, modulan un mundo escéptico y, a veces, patético.

Nicasio Sanchís (1956) -autor de «Poemas inexactos» -es un poeta difícil e inaccesible que edifica a través de su lenguaje un entramado poético que ciñe la impresión imaginista, lo puramente genuino en su concepción del verso. A veces, su escritura resulta automática e incluso recuerda las descripciones puramente objetivas de la Nueva Novela.

Andrés Gómez Flores (1953) ha publicado hasta ahora un libro, «Espiral deterioro», en el que manifiesta influencias del surrealismo francés y conecta con el grupo de los novísimos, tanto en el aspecto formal como en el contenido. Sus últimos poemas ponen de manifiesto un cambio en el que predominan el sensualismo de la imagen y los elementos culturalistas.

Y, como oposición a los poetas mencionados, por su reivindicación social y por entender el poema como un arma de lucha, podemos citar a Francisco Bonal (1955) -autor de «Vamos a vencer», «Y las aves sin dueño», «Al viento» -y al pintor Alfonso Parra (1941) -con títulos como «Ahondamiento en la carne» y «Materialidad abierta»-. Podríamos incluir asimismo dentro de esta línea a Maximino Soriano y a Antonio Belmonte.

Última generación

Si hemos de destacar a un poeta de entre los jóvenes, éste es, sin duda, Angel Antonio Herrera (1964), ya dos veces finalista del premio Adonais y de reconocido prestigio nacional. Su poesía evoluciona incesantemente. En ella perviven elementos surrealistas, metáforas ópticas de la melancolía del «yo» poético, destellos culturalistas que sirven de leit-motiv para el desarrollo poemático de su mundo, de su acontecer diario, hay en ello mucho del sueño y del deseo. En su estilo cabe subrayar la perfección del lenguaje empleado y la sustentación del poema en esa materia. Creo que, junto con Martínez Sarrión, es Herrera uno de nuestros líricos más notables.

Debemos destacar, igualmente, a Arturo Tendero (1961), finalista del Premio de Poesía Mística Fernando Rielo, lo que hace que sus versos comiencen a ser considerados y reconocidos. Tendero practica un estilo intimista, de clara y precisa ejecución estética.

Y, aunque es muy pronto para pronunciarse sobre estos jóvenes autores, otros nombres como los de Fructuoso Soriano (1960), Candelario Gómez Flores (1957), Juan Carlos Gea (1963), Fernando Andújar (1960), Angel Aguilar Bañón (1958), Alfonso Lara Sevilla (1965) y Manoli Galdón (1960), ya resuenan como herederos de la rica tradición poética albacetense.

Conclusión

¿Balance positivo?, ¿negativo?. Qué más da. Lo importante, lo esencial es que por fin comienza a hacerse un cómputo global. La lenta labor de desentrañamiento no ha hecho más que empezar. Tal vez muy pronto el quehacer del escritor comience a ser valorado en su justo precio en estas tierras de cultura floreciente y asistamos a un definitivo renacimiento literario local sin precedentes. La pauta ya está marcada y el siglo aún concede un estrecho margen.