Una teoría general a la decadencia de los imperios

Luis Torras
5 min readJul 17, 2022

Leer buenos libros de historia es iluminador. Este es el caso del clásico ya, recientemente editado de nuevo por Alianza Editorial “La decadencia económica de los imperios”, con textos de Cipolla, Elliott o Pierre Vilar, sobre la decadencia de Roma, el Imperio Español, la Holanda del Siglo de Oro o el Imperio Otomano entre otros. Se trata de texto académicos, pero tremendamente accesibles, que abordan de manera muy concisa la siempre compleja maraña de causas, síntomas y efectos que explican la decadencia, o simplemente dilución entre nuevas potencias emergentes, de lo que antaño había ostentado una posición de dominio.

Quizás el episodio histórico más emblemático –también el más completo y revelador- sea la caída de Roma; aunque es más preciso hablar de desintegración, que forma parte sustancial de la singularidad del drama romano: Roma no cae contra ningún enemigo exterior como a veces se visualiza en el imaginario colectivo, simplemente su Estado se fue desintegrando, como un terrón de azúcar en el café, incapaz de gestionar su ulteriormente vasto imperio. Se trato de una crisis orgánica, y cuyas causas de disolución han de buscarse dentro del propio Imperio. En este sentido, es un importante contraste con los procesos de caída experimentados por los imperios a partir del 1500; en donde sí bien es cierto que las causas del declive son siempre internas (con ciertos elementos omnipresente), estos procesos si se verán afectados por las dinámicas de otros poderes emergentes que toman el relevo a los imperios en retirada. Proceso que llega a nuestros días.

Existen muchas teorías que tratan de explicar la desintegración del Estado Romano, que duró casi diez siglos, todas ellas relacionadas entre sí. Los elementos más importantes tienen que ver con la economía y la administración de las finanzas públicas. El Imperio Romano alcanza su zénit en la época de los Antoninos, caracterizado por ser uno de esos raros periodos de paz en la Historia de la Humanidad, una sociedad prosaica (en feliz expresión de Antonio Escohotado), basada en leyes, comercio y estabilidad monetaria, y en donde por primera vez (aunque de forma tímida), el espíritu de empresa y la propiedad fueron una parte fundamental de los valores sociales de la época. El auge de Roma no puede entenderse sin su relativa sofisticación filosófica (véase el valioso legado estoico). Por añaduría, la expansión del propio imperio supuso una fuerte entrada de plata y otras formas de dinero para la República. Este periodo de expansión y crecimiento tuvo una parte de artificial: una inflación monetaria que alimentaba la economía pero únicamente mientras durarán las conquistas; un influjo de dinero que hizo crecer enormemente la burocracia imperial que luego sería incapaz de reformarse así misma (una de estas constantes en la historia: el gasto público avanza solo en una dirección). Una vez estabilizadas las fronteras imperiales, los flujos de dinero por las conquista desaparecieron, y el Estado si quería mantener sus ingresos solo tenía la alternativa de incrementar los impuestos sobre la economía productiva. Este punto es fundamental: toda decadencia imperial de la historia universal, empieza con un gasto gubernamental excesivo y subidas de impuestos.

La primera fase de hundimiento del Imperio ocurrió a lo largo de la primera mitad del siglo V. Los llamados bárbaros (godos, visigodos, alanos, burgindinos, y demás pueblos del norte), fueron haciéndose con pedazos del imperio mientras Roma se dejaba tomar. Se sentaban así las bases del estado feudal, fragmentado y homogéneo, que contrastaba con la base imperial, diversa y cosmopolita, que se había logrado con la pax romana. Antes, durante el siglo IV, Roma había experimentado una fuerte crisis económica, que se explica por la corrupción burocrática, el incremento del gasto y de los impuestos, y, finalmente, cuando las subidas de impuestos no habían sido suficientes, inflación. La crisis económica, dio rápidamente lugar a una crisis política de la que ya luego no habría vuelta atrás. Los paralelismos de la crisis económica romana del siglo IV y la actualidad es sorprendente. Por ejemplo, cuando Gibbon describe la opulencia con la que vivían los funcionarios romanos a costa de unos impuestos cada vez más onerosos en las provincias. Por primera vez, se documenta el concepto de élites extractivas, concentradas en mantener sus privilegios a toda costa, no en la correcta administración del bien común. Además, los nuevos impuestos generaron fuertes desigualdades ya que los grandes terratenientes tenían la capacidad de corromper y satisfacer los intereses de los funcionarios, haciendo que la presión fiscal callera casi en exclusiva sobre las clases medias.

En paralelo a esta dinámica que podríamos llamar de parálisis reformista y mala administración de la res publica, Roma se enfrento al problema irresoluble de durante años haber mantenido unos niveles de consumo superiores a su producción, por la propia dinámica expansionista de sus fronteras y los influjos de dinero que suponían los botines de guerra para el Imperio. Una dinámica que solo podía acabar en inflación y crisis. Una crisis que se combatió con más gasto, más impuestos, y, lógicamente, más inflación. Pese a los intentos tardíos de Diocleciano por tratar de reformar el Estado, también de controlar la inflación vía control de precios (lo cuál acabó resultando todavía más inflacionista), Roma entró en una dinámica que, como decíamos, ya no se recuperaría.

Los elementos explicativos de la caída del Imperio Romano explicada por Bernardi, en muchos casos son coincidentes con la descripción de la crisis del Imperio Español durante el primer cuarto del siglo XV por parte de Elliott y Vilar: especialmente con respecto a la parte económica de una élite política incapaz de ajustar el gasto público ante una realidad menguante, y como todo, al final, acaba en inflación y decadencia a favor de potencias emergentes con un mayor poder económico medido como el equilibrio entre producción, consumo y solidez monetaria.

Los episodios recopilados por el maestro Carlo M. Cipolla, que firma una introducción soberbia sobre los intentos por una teoría general de la caída económica de los imperios, da una interesantísima perspectiva sobre la dinámica de auge y deterioro económico de los países, y permite extraer potentes conclusiones. La primera, es que las causas del deterioro son siempre internas; lo que no es óbice para que a lo largo de los siglos siempre se hayan buscado chivos expiatorios externos. La pérdida de poder relativo a favor de otra potencia es únicamente la consecuencias. Segundo, la importancia de las ideas: los imperios crecen en tanto en cuanto el espíritu innovador, comercial y empresarial es superior a la clerecía y burocracia (élites extractivas) del momento. En todo proceso de deterioro económico, hay un gasto público excesivo, unos impuestos regresivos con el factor capital (ya sean tierras o cualquier otra forma) y el factor trabajo y, finalmente, inflación: esto es el incremento de la masa monetaria sin respaldo de ahorro real para sufragar los onerosos gastos del Estado por encima de sus posibilidades reales. Lo demás son causas adicionales, a esta dinámica central que llega a nuestros días.

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Luis Torras

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