Agonística

Una palabra donada por María Teresa Paulín

El reverso de esta historia está en Agonal, una palabra donada por Carmen Guaita. Léelo en el orden que quieras 🙂

A pesar de que las suelas de mis zapatillas son bastante gruesas, siento en la planta de mis pies el entramado metálico sobre el que estoy preparándome.

Foto: Isabel Hernández, en la mediana de Pío Felipe, Vallecas, febrero 2019

Seis metros por seis. Una diagonal de ocho coma seis. Siete treinta por siete treinta de perímetro externo. En mi caso, esa apreciación carece de sentido porque aquí no hay cuerdas. Sólo hay un cuadrilátero. No estoy elevado a un metro del suelo, pero, si cediera la rejilla que hace de lona, intuyo que caería a unos cuatro metros hacia un suelo que apenas veo. El lado de cada uno de los rectángulos que componen esta trama metálica tiene tres centímetros de profundidad, igual que la medida que debería tener el diámetro de esa cuerda que, como digo, no hay.

Soy un púgil. El único que veo por aquí, aunque, a juzgar por la cara con que me miran ciertos transeúntes, alguno cree que veo a otro luchador frente a mí. Pues no. Sé de sobra que aquí no hay nadie más. Si me preguntaran, se lo explicaría. Qué fácil. Sin embargo, ahí siguen oteando, como si estuviera loco luchando contra una visión.

Mi ring está a un par de metros del puesto de flores. Mi amiga la gitana nunca me dice nada. Sólo me saluda con la mano y sonríe de vez en cuando. Me cae bien. Debe de tener unos cincuenta años, como yo. Es pequeña, delgada, lleva una cola larga y abundante con una decoloración tirando a rubia, de esas que tanto se llevan ahora. Digo que me cae bien porque no se cansa de que casi cada día, en cuanto llego, le haga la misma pregunta: ¿por qué en su toldo pone «toldos» y no «flores» o «plantas»?

No es la única a la que le pregunto. Al del kiosko de prensa junto al metro, también. No obstante, ese tiene la radio tan alta que nunca oigo lo que me contesta. Si me guiara por las letras blancas serigrafiadas sobre cada una de esas lonas azules o verdes de los puestos del barrio, llegaría a la conclusión de que por aquí sólo se venden toldos, y no prensa o flores… Por eso estoy contento de no estar sobre una lona real, a pesar de que note en la planta de mis pies la rejilla del suelo. No soportaría luchar sobre la palabra «toldos». Me resultaría extravagante, inapropiado incluso.

Mi público y jurado me ven desde la parada del autobús. Es lo que tiene ubicar un ring en el eje de la mediana de la calle de Pío Felipe: que hay dos carreteras a lado y lado, el puesto de flores y césped con un par de árboles. Los espectadores van cambiando. Cada seis minutos el autobús se lleva a los que estaban y van llegando nuevas personas que esperan al próximo convoy. Me miran, pues, desde ese punto al otro lado de la carretera y yo les observo mientras me preparo para estirar.

Primero me quito el jersey y la camiseta para dejarlos junto a mi mochila en una de las esquinas de mi cuadrilátero. En cuanto estoy con mi abanderado blanca de tirantes al descubierto, quedan arrinconados todos mis complejos; mi barriga, mis brazos hinchados y mi papada son expulsados de mi mente. Mis estiramientos son los recomendados para surf. Manos por encima de la cabeza, diez segundos a la izquierda y diez a la derecha, veinte segundos hacia arriba. Sentado con las plantas de los pies tocándose, treinta segundos. Una pierna estirada, veinte segundos. Y así.

Foto: Isabel Hernández, Sombra de una servidora en la mediana de Pío Felipe, Vallecas, febrero 2019

A ustedes les parecerá que no tiene sentido, pero me gusta empezar con el Cross Armbar: agarro con mis brazos uno de los del rival y lo estiro sobre mi pecho. Por cómo me miran desde la parada al verme con mi espalda contra el suelo, noto que los miembros del jurado se ponen un poco tensos. Al estar yaciente, no esperan que vaya a rodear ese brazo apresado con mis piernas y tirar de él. Normal, ya se lo he dicho, aquí no hay nadie más que yo. En general emito algún grito bien estudiado. Por razones meramente ergogénicas, es decir, para incrementar la eficacia del trabajo que estoy realizando. Un «¡ya!» o un «¡wu!» bien utilizados pueden mejorar considerablemente la calidad de una llave. Hoy, sin embargo, ha salido un «¡ay!» de lo más común. Vulgar, diría yo.

En pleno apogeo de mi Cross Armbar se ha clavado en mi columna vertebral algo más que la rejilla a la que, por supuesto, ya estoy acostumbrado. Este es un dolor agudo, como el de una otitis, pero en la vértebra Th 5. La sordera de mi espalda me obliga a liberar al contrincante. Mis piernas sueltan su brazo y esperan recuperar fuerzas para apoyar de nuevo los pies e intentar incorporarme. Me he girado rodando sobre mí mismo hasta quedarme a cuatro patas. Observo, intuyo que algo colorado tras el «¡ay!», la rejilla y percibo en uno de los rectángulos que la componen que hay una piedra. La toco con mi pulgar y la presiono con la esperanza de hacerla caer hacia esos dichosos cuatro metros de profundidad, pero nada, está encajada. El peso de mi cuerpo al intentar levantarme, mi torpeza tras lo que ahora ya es un desconsuelo punzante, me devuelven la barriga, los brazos gruesos y la papada. He perdido mi ligereza, pero el dolor ha agudizado mi vista y, ya en pie, giro sobre mí mismo como un periscopio con el objetivo de localizar otras posibles piedras en mi ring.

No puedo combatir en estas condiciones. Podría plantearme poner una lona, pero, de verdad, me resulta insoportable la idea de entrenar sobre la palabra «toldos», es superior a mí, ya sea por ética o por estética. Sólo pensarlo se me activa la otitis en la vértebra Th. 5. La única solución es averiguar quién ha puesto estas piedras aquí y pedirle que las quite. Únicamente la persona que las ha puesto puede retirarlas. Así que voy a pasar la tarde aquí, haciendo el periscopio, emitiendo algún «¡ay!» que otro y observando, aguardando la llegada del osado u osada que ha cometido tal atrocidad en mi ring. Les evito a ustedes los detalles del efecto que ha tenido en mí averiguar que no soy el único que deambula por este cuadrilátero… ¡Ay!

Jersey y camiseta puesta, mochila en la mano, está atardeciendo y aquí sigo. Mientras recoge, pierdo la vergüenza y le pregunto a la florista. No sabe nada de las piedras. Le creo. Van saliendo carros y bolsas de compradores tardíos de Alcampo y Mercadona que pasan al lado de mi rejilla para dirigirse a la marquesina. No me extraña, yo tampoco querría subir cargado esa cuesta pudiendo utilizar el 143 o el 54. Los supermercados van a cerrar ya e intuyo que estoy a punto de quedarme solo en este sitio, sin espectadores ni jurado, ni nada. Y yo esperando a una persona ponepiedras… Qué lástima. Empieza a hacer frío.

Son más de las diez de la noche y la única compañía ahora es el metro que vibra a mis pies. Este rumor no trae calor consigo, así que sigo echando en falta un abrigo. Admito que me divierte un poco cuando las rejillas vibran, hacen cosquillas. ¡Vaya! acabo de notar un golpe seco y débil en la suela de mi zapato. Me muevo para agacharme y ver. Noto otro impacto en el zapato. La luz de la farola facilita un poco la visibilidad, pero tengo que acercarme un poco más a la rejilla para entender qué pasa ahí abajo. Cuando ya he elegido el ángulo adecuado y mi ojo derecho está apoyado en uno de los rectángulos, noto otro impacto en mi vientre. Esta vez he visto cómo se movía una mano minúscula.

-¡Eh! – grito.
– ¡Largo! – me responde. Quita ese ojo, que aún te dejaré tuerto.
– ¿Pero qué haces?
– Ordenar, ¿no lo ves?
– No. Solo veo que estás llenando mi suelo de piedras.
– Pues eso que tenemos en común.
– ¿Qué?
– Mi suelo, últimamente también está lleno de piedras y por eso las lanzo hacia el techo.
– Pero que se quedan bloqueadas en mi ring y ¡casi me rompes la espalda!
– Jajaja ¿Tu qué? ¡Ah! ¿Tú eres el que está siempre por aquí renqueando pisándome el techo y gritando? Jajaja. La verdad es que me entretengo intentando averiguar qué haces.
– ¡Pero bueno! Un poco de respeto por mi lona, que yo estoy entrenando.

Pero qué estoy haciendo. Hablando por la rejilla a una voz hueca… De esta me llevan a un centro…

– ¡Oye! -me llama.
– Qué…
– No te enfades. Es que esto es lo más parecido que tengo a una terraza. Vamos. El moreno de mi piel está a cuadros, no te digo más. Parezco un tablero de ajedrez, o una falda escocesa, jeje. En fin, que desde que me caen estos pedruscos, me resulta cada vez más difícil echarme en la toalla y no clavarme algo, por no hablar del miedo a que me caiga uno encima. Me estoy planteando poner un toldo para cuando no estoy aquí fuera. Ahora que te conozco y sé que vienes cada día, tú podrías ayudarme a ponerlo y quitarlo…
– ¡No!
– ¿No?
– No. Ni hablar. Un toldo, no. Tú igual no lo sabes, porque no sales mucho por el barrio, pero todos los toldos tienen la palabra «toldos» serigrafiada y no lo soporto.
– Venga ya…
– Lo que oyes.
– ¡Qué horror! Creo que tampoco lo soportaría. ¡Pues ya me dirás! Porque igual a ti te gusta clavarte la cuadrícula, pero a mí esto de los meteoritos…
– No te preocupes -le digo.

Sigo sin saber quién es y por qué está ahí, pero ya me iré enterando. Lo importante ahora es que hemos trazado un plan, con su cuadrante y todo. ¡Sin toldo! Esa persona sólo tomará el sol mientras yo esté aquí y yo velaré para que no le caigan piedras durante esas horas. En cuanto a mí, he reducido mi sesión de estiramientos previos al combate, para ayudarle a recoger las que hayan caído en mi ausencia, con una bolsa y una cuerda roja de unos seis metros de largo y tres centímetros de diámetro. Es fácil: ato la cuerda a uno de los rectángulos, voy al centro del ring, deslizo el cabo de la cuerda con la bolsa, desde abajo se llena la bolsa y luego la subo de nuevo para ir sacando con los dedos o una pinza cada una de las piedras. Es lento, pesado a veces, pero voy descubriendo nuevos gritos ergogénicos.

¡Uy!

Foto: Isabel Hernández, en la mediana de Pío Felipe, Vallecas, febrero 2019
Collage: Irene Pomar, Los ponepiedras áun no han llegado a la mediana, febrero 2019


Fotografías: Isabel Hernández
Collage y Texto: Irene Pomar


agonístico, ca
Del lat. tardío agonistĭcus, y este del gr. ἀγωνιστικός agōnistikós; la forma f., del gr. ἀγωνιστική agōnistikḗ.

  1. adj. agonal (‖ perteneciente a los certámenes públicos).
  2. f. Arte de los atletas.
  3. f. Ciencia de los combates.

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