6-nov. La fuerza de las excusas (Lc 14,15)


Esta parábola me da mucho que pensar. Los ricos ponen excusas hasta para no disfrutar un banquete, o no ser invitados. Supongo que imaginan que luego tendrán que corresponder, o se verán en la obligación de gastarse lo suyo con otros. Así de avaros son. ¡Qué lástima! Sin embargo, los pobres y los que anda por la calle, aquellos que conocen la necesidad y no disponen de gran cosa, no tienen ni siquiera motivos para imaginar una excusa para no responder, para no asistir, para no dejarse guiar. Son invitados, acogen la Palabra, se fían, se ponen en camino, y van y entran al banquete. Los ricos, ocupados en lo suyo, en lo suyo se quedarán para siempre.

Y me pregunto si el mundo que nos hemos montado no funciona, en parte al menos, de esta manera, y si las excusas no son la indigencia más grande que existe en el corazón del hombre, que quiere y no se atreve a responder, que anhela y su egoísmo le impide dar el último paso, que ansía perdón y sólo llega a autojustificarse repetidamente a sí mismo apariendo ante lo demás como quien no es. Las excusas, repetidas una y otra vez, llegan a parecerse a las verdades de la vida, pero no lo son. Y lo sabemos. Quien pone excusas sabe lo que dice, sabe a qué tiene miedo, sabe qué tiene que dejar. Excusar significa, incluso en su propia etimología, carecer de causa; darse a sí mismo movimiento, sin motor ni motivo. Aunque el Evangelio de hoy no utiliza esta palabra en este sentido, sino en función de las ocupaciones, de aquello que ocupa y llena, según parece también, la vida de tantos hombres impidiéndoles llegar a Dios, responder a su llamada, vivir en libertad con Él y para Él.