Dos de mayo: a fusilar tocan

El Dos de mayo es día festivo en Madrid. Se conmemoran los sucesos ocurridos en la ciudad durante el levantamiento popular contra las tropas de invasión francesas en 1808, y que fue el pistoletazo de salida de una curiosa guerra de liberación nacional. Respecto a esta fecha y la disparidad entre lo verdaderamente ocurrido y su narrativa justificatoria en el plano de las festividades oficiales hemos comentado alguna vez la necesidad de hacer ajustes para no caer en el leyendarismo.

Primero, hay que recalcar que no fue un movimiento espontáneo-popular, sino que hubo una instigación a la revuelta auspiciada por elementos intrigantes nobiliarios.

En segundo lugar, que para los madrileños fue una jornada horrible y que en absoluto se puede calificar como un día heróico, porque el ejército de Murat aniquiló a sangre y fuego todo foco de levantamiento y resistencia en el lapso de unas horas. Los habitantes de Madrid fueron masacrados por tropas bien organizadas, bien armadas y bien dirigidas, que en vista de la celeridad y eficacia con la que actuaron, cabe colegir que esperaban que en algún momento hubiese una oposición urbana, ciudadana, a su presencia en el territorio español.

Tercera, que en la madrugada del día tres (y no del día dos, como suele repetirse con cierta insistencias) estas mismas fuerzas napoleónicas dieron a los madrileños, y por extensión a los españoles, una enseñanza inolvidable de lo que significaba la acción de fusilar.

Los españoles no echamos en saco roto los fusilamientos ocurridos en la montaña del Príncipe Pío —en realidad, una somera elevación que no merecería siquiera ser llamada colina. Los del tres de mayo no constituyeron una ejecución multitudinaria, ya que fueron ajusticiadas de manera sumaria poco más de veinte personas en Príncipe Pío, cuarenta y cuatro si sumamos las ocurridas en otros puntos de Madrid. Sin embargo, de alguna manera, caló muy hondo la ejecución común o la imagen de soldados abriendo fuego sobre un grupo arrestado, prisionero y por tanto inerme. La recepción de la noticia causó hondo espanto y abrió la caja de los truenos. Es difícil calcular las inmensas consecuencias de una acción, que para Murat debió ser considerada más cercana al orden policial que a la acción de una guerra que aún no existía. No fue esto el detonante para una declaración de guerra que, días después, aparecería en forma de carta volandera sin ninguna validez legal. La formación de Juntas ciudadanas y provinciales no apelaban a la sangre vertida en los fusilamientos, sino a la necesidad de defender al Rey y a la religión. Fue el pueblo llano, exaltado tras unas noticias cada día más inquietantes, el que demandó la lucha abierta contra los franceses y el que empujó a las clases rectoras a promover acciones bélicas. Los sucesos de Madrid no eran la materia de prédica del bajo clero, que se complacía en sus sermones en presentar al ejército francés como regicida y ateo. Para el pueblo, sin embargo, la sangre vertida de los cuerpos fusilados en Madrid sí contaba. Fue un elemento determinante. Si Murat hubiese alcanzado a prever las consecuencias, habría metido a los revoltosos bajo llave en lugar de plantarlos ante el pelotón militar. Puede decirse que fusilar a un pequeño número de don-nadies levantiscos desató lo que más tarde se conocería en la historiografía británica como the spanish ulcer, la herida española en el flanco napoleónico. La historia habría sido probablemente distinta.

El acto de fusilamiento tuvo consecuencias incalculadas en aquellos días para los españoles. Se había encendido una pequeña luz que bastó para descubrir un ancho camino metodológico lleno de posibilidades de aplicación. Fue un método adoptado con una alegría incomprensible, sangrienta y perdurable. A partir de ahí, en España se instauró una costumbre a la que se dedicaron las fuerzas políticas con intensidad y sin desmayo. Se retiraron las fuerzas napoleónicas, pero dejándose la institución del fusilamiento en las tierras de España. La vocación había germinado y se expandía, feraz, a través de las subsiguientes situaciones. Se siguió fusilando por doquier a todo individuo que no militase en la opción política de los fusiladores. No importaba ya si las víctimas eran alienígenas o naturales del país. No solo se fusiló a personajes importantes (Torrijos y sus compañeros, por ejemplo, fueron fusilados por la espalda: se les negó el derecho a enfrentarse a la muerte cara a cara. Se les trató de traidores y de cobardes), sino que a cualquier desgraciado se le ponía delante del pelotón en cada momento de conflicto. El fusilamiento atravesaba la sociedad de clases de manera plenamente democrática. A todos por igual. Los liberales y los realistas, los carlistas y los isabelinos se fusilaban los unos a los otros con la mayor ligereza y desprecio a la vida ajena en cuanto había la menor ocasión. Tanto en época fernandina como en las posteriores, se regó la tierra a base de fusilamientos: en las sucesivas guerras contra el carlismo, en cada levantamiento, con cada partida; de manera oficial o de modo irregular, cada episodio, por banal que fuese, tenía sus víctimas por fusilamiento. Los textos históricos son inequívocos. Una vez una fuerza armada entra en una población, se procede a fusilar a las personas que se consideran simpatizantes del bando rival. Es un locus communis omnipresente. Si se hubiese trasladado la Historia al Teatro, cada salida de escena de un personaje tendría que ser rubricada con el paredón y los disparos. Bien puede decirse que, en España, el siglo XIX es el siglo del fusilamiento. La costumbre quedó ligada indisolublemente a la política: participar en ella era correr riesgo de ser fusilado y abrirse a la posibilidad de fusilar adversarios.

Cogimos carrerilla: cualquiera nos paraba al cambiar de siglo. Los estudios más ponderados aseguran que durante la Guerra Civil, en las zonas controladas por el bando republicano fueron fusiladas unas 50.000 personas, muchas veces de forma no oficial, sin la pertinente orden del gobierno. Una cifra alarmante, que asusta por su enormidad. Mas incluso esta cifra monstruosa fue multiplicada por el bando sublevado y felón, que por lo visto fusilaba con más facilidad y compromiso, de manera metódica y militar, y al que no le hacía falta la guerra para formar el pelotón. Habían vencido, pero se empeñaron en tratar al disidente como si fuese el enemigo en el campo de batalla. Nunca el concepto de la guerra de ideas se había tomado tan al pie de la letra: 150.000 seres humanos lo pagaron. Perdieron la vida ante pelotones de fusilamiento y en ajusticiamientos que de algún modo recuerdan al de Torrijos. El método se había perfeccionado con el famoso (y execrable) tiro en la nuca. El franquismo nunca abandonó la querencia al fusilamiento. En septiembre de 1975 aún se atrevieron a seguir fusilando, arriesgándose a padecer sanciones internacionales. La tentación, parece ser, era demasiado fuerte. Las razones humanitarias no detenían a la dictadura, pero sí se echaban atrás cuando el concierto internacional les tiraba de las orejas. Pues en este asunto, ni por esas. Recordemos los nombres: Juan Paredes Manot (Txiki) y Ángel Otaegui, ambos militantes de ETA y José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y José Humberto Baena Alonso, los tres del FRAP, conocieron la inmarcesible fijación fascista al fusilamiento.​ Murieron de forma decimonónica, últimos (que se sepa) en sufrir la conjunción del pelotón y las balas.

Volvemos al día 2 de mayo de 1808, cuando los fusiles ochocentistas y napoleónicos están próximos a ser empleados contra madrileños desarmados como método de punición definitiva. Es difícil ponderar si la enormidad procede de que no puedan defenderse o de que ya no sean capaces de atacar. La muerte se revela del todo punto innecesaria, y aún así, se les aniquila. Una fila de soldados frente a ellos les apunta con sus armas, diseñadas para abatir desde lejos. Y aún así, la distancia que hay de unos a otros es mínima. No hay posibilidad alguna para los ajusticiados, que además (a despecho de las pinturas de Goya) suelen estar amarrados. Levantar los brazos en signo de rendición, de petición de piedad, de elevación hacia la libertad queda vedado además en la depravación del fusilamiento. El final lo conocemos: después del miedo y las súplicas, la orden insoslayable, la obediencia ciega, el fragor del disparo, el acre olor de la pólvora, la carne golpeada y deshecha, la sangre mezclada hundiéndose en la tierra calcinada y el espectáculo gorgoteante de la Muerte. Nos persigue la efeméride más allá de las alharacas del levantamiento, lejos del patriotismo de hojalata, a distancia del himno, allende la rebelión. Tenemos el fusil demasiado cerca en el recuerdo y el olor de la sangre demasiado presente. Cualquier día pueden volver a configurarse esas dos filas necesarias para restablecer la costumbre del fusilamiento. No instruímos en el horror, en la verdadera significación del fusilamiento. Lo pasamos por alto o trivializamos su existencia. Como si quisiésemos restar importancia a tradiciones que pueden volver a producirse.

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