Placar y aplacar

No a todo el mundo parece quedarle claro la gran diferencia que hay entre placar y aplacar. Para los redactores de la cuarta edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, editado en 1803, placar y aplacar venía a ser la misma cosa, con la salvedad de que la primera de las voces estaba en desuso ya por aquellos días. Ambas provienen del verbo latino placāre, que vale por suavizar o atemperar y que es el significado que se adopta en español. Sin embargo, la forma triunfante en castellano no ha sido la más cercana al latín, sino aquella a la que se le ha unido una particula a– de dirección. Aplacar es, para nosotros, amansar, mitigar o calmar los ánimos soliviantados de alguien.

No es hasta tiempos muy modernos cuando se recoge en los diccionarios de la RAE (en concreto, en la edición de 1985) una segunda acepción del verbo placar, o mejor dicho, otro verbo que tiene exactamente la misma forma. Esta voz, homófona y homógrafa de la anterior, proviene de una fuente totalmente distinta y, por tanto, su significado nada tiene que ver con la precedente: es una importación, un galicismo a partir del verbo francés plaquer que en la terminología del rugby designa aquella acción que consiste en sujetar a un jugador del equipo contrario o aún derribarlo para que no prosiga su avance. En la actualidad, es la acepción de uso mayoritario en los hablantes de lengua castellana y que ha saltado desde el campo especializado del deporte a los sucesos más elementales (por desgracia) de la vida cotidiana. Placar, para un hablante de castellano, ya no es solo sujetar con las manos a un jugador de rugby, sino que pasa a designar cualquier acción de derribo a otra persona de manera ostentosamente física y violenta.

Estando así las cosas, se entenderá que el usar en un texto un verbo u otro puede variar de manera evidente el mensaje que se pretenda enviar. Vean si no cómo cambia un texto según se emplee el verbo placar y aplacar. Obtengo esta imagen de el diario El País, a la que acompañaba el siguiente pie de foto:

Un policía intenta aplacar a un joven durante las protestas estudiantiles contra la nueva ley de educación propuesta por el Gobierno de Sebastián Piñera, cerca de la plaza de La Moneda, en Santiago de Chile.

Aplacar

No sé cómo lo verá aquel que me lea, pero al primero que veo con un ánimo que bien merecería ser atemperado o aplacado es al carabinero; esto es, al que le hace un placaje en toda regla al ciudadano que intenta evitarlo.

A estas alturas, ya dudo de si es una errata, un uso impropio del verbo aplacar o bien una particular percepción de las situaciones que es cada vez más preocupante. Cada vez que la gente se levanta (porque no nos dejan ni respirar, porque no hay canales establecidos más que la protesta en la calle para contactar con unos grupos de poder aislados, encastillados), los medios de comunicación establecidos tienen que tildar su comportamiento de barbárico, de violento, de peligrosísimo, cuando lo único que hacen es ser depositarios de los porrazos (en el mejor de los casos) o de las balas (y no es el peor de los casos). Será como aquello que me contaron hace unos días sobre los furibundos monjes tibetanos que, enloquecidos de odio y de rabia, se lanzaron contra los pobres soldados chinos (quienes supongo que se tendrían que refugiar en sus tanques y abrir fuego con una inocente salva de disparos para evitar ser masacrados por los rosarios de los monjes).

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