Elias Canetti en 1959 (FOTO Helen Craig)
Elias Canetti en 1959 (FOTO Helen Craig)

Incluso los pensadores que admiramos sin reservas pueden equivocarse ¡y de qué manera!: pese a su indiscutible brillantez y aplastante erudición políglota, el gran George Steiner no está exento de incomprensibles prejuicios, afirmaciones como mínimo dudosas y aun cierta pedantería didascálica que, ocasionalmente, inficiona sus libros. En ninguno resulta tan evidente como en la compilación, por lo demás extraordinaria, titulada George Steiner en el New Yorker: ni siquiera me referiré aquí al deplorable artículo sobre Cioran (acaso el momento más bajo de toda su producción y cuya sorprendente mediocridad merecería un detallado análisis); tampoco a las endebles objeciones que se permite oponer a la obra de Thomas Bernhard.[1]

Prefiero concentrarme en una idea algo menos descabellada pero, en última instancia, tan errónea como las otras: su insolente afirmación según la cual toda la producción literaria de Elias Canetti “se desarrolla a partir de una sola obra maestra, la primera y única novela Auto de Fe […] sería difícil encontrar en los escritos posteriores de Canetti algo que iguale la fuerza del opus 1”. ¿En serio? A mí, por el contrario, me parece que lo verdaderamente arduo sería encontrar tantas insensateces concentradas en tan pocas líneas, y ni siquiera pienso en este volumen sino en el resto de la obra de Steiner:[2] que Auto de Fe es una novela grandiosa es ya un lugar común de la crítica literaria pero también lo son, a su manera, los tres tomos de sus memorias, varias obras de teatro y, por encima de todo, el faraónico, extraño, casi teratológico Masa y poder: esa portentosa, exuberante, sombría Enciclopedia en la que Canetti condensó treinta y tres años de dilatadas lecturas, inverosímiles viajes e incandescentes meditaciones, siempre al límite mismo de lo que puede ser pensado.

No es de este vasto, rutilante, enigmático objeto verbal que pretendo hablar aquí, sin embargo: muchos ya lo han hecho con elocuencia y sería pretencioso suponer que podría decir algo original o siquiera ingenioso sobre un texto tan complejo. Mi objetivo en este breve artículo es mucho más modesto: intentaré dilucidar, siquiera parcialmente, la naturaleza de cierta zona de la obra de Canetti que, según creo, no ha recibido demasiada atención pese a su rotunda, innegable grandeza: me refiero a sus aforismos, en particular los reunidos en el magnífico volumen Hampstead. Apuntes rescatados (1954-1971).

El siglo XX ha sido pródigo en escritores devotos del fragmento, en particular tras 1945. Naturalmente, eso no significa, ni mucho menos, que el talento prolifere: por el contrario, los dedos de las manos sobran para contar aquellos artífices de auténtica importancia: Adorno,[3] Cioran, Valéry, Roberto Bazlen, Walter Benjamin, ciertas páginas no demasiado conocidas de Gershom Scholem,[4] el irascible visionario Bloy, el vitriólico Karl Kraus. Todos, a su manera, estilistas de primer orden, fanáticos de la forma con idiosincrásicas obsesiones.[5] Lo que comparten, según creo, más allá de su deslumbrante, lapidaria retórica, es una desconfianza esencial por las arrogantes filosofías omnicomprensivas que, como un monstruoso rizoma, se extienden en todas direcciones con la pretensión de acceder a un saber absoluto, monolítico y definitivo.[6]

Canetti no es, ciertamente, una excepción: su odio a la filosofía, al concepto mismo en el sentido más prusiano del término, por así decirlo, resulta evidente desde las primeras páginas de este cuaderno: “Lo conceptual me interesa tan poco que he llegado a los cincuenta y cuatro años sin leer a Hegel o Aristóteles. La cuestión no es simplemente que no me interesen: desconfío de ellos”. Ahora bien, por más que esta declaración de principios resulte en sí misma sorprendente, la singularidad del gran escritor sefardí estriba en cómo este talante antifilosófico se entrelaza, inextricablemente, con sus tres grandes pasiones: los mitos de todas las culturas y naciones que han existido, las religiones (que, como Borges, estima ante todo por su valor estético) y la literatura. Algunos, es cierto, han ido incluso más lejos que Canetti en su devoción por la mitología[7] y es posible encontrar personajes –como Mircea Eliade– que aspiraron a forjar un saber absoluto sobre todas las religiones: casi nadie, sin embargo, ha conseguido llevar al límite más extremo ambas obsesiones y combinarlos con un interés casi ilimitado por la epopeya de Gilgamesh, Homero, Esquilo, Tucídides, Tácito, Juvenal, algunos escritores esenciales del siglo XX[8] y, por si fuese poco, un conocimiento erudito de la literatura clásica china.[9]

Añadamos aun que semejantes dones se concentran en un agnóstico de estricta observancia que a menudo consigue expresar sus complejas ideas en frases desconcertantes, aforismos cuyo lapidario fulgor y extrañeza conducen al lector a una zona donde resulta posible percibir, siquiera por breves instantes, “algo del esplendor severo de lo canónico, de lo perfecto que devasta”.[10] Así, un sombrío epigrama en torno a la decadencia del estupor ante lo sagrado (“religiones superficiales: aquellas tras la que no podemos percibir ningún temblor”) sintetiza con maestría todo aquello que Rudolph Otto desarrolló en doscientas páginas de su conocido tratado sobre el Mysterium Tremendum y las manifestaciones de lo numinoso. Por supuesto, Canetti era perfectamente capaz, si así lo hubiese deseado, de escribir libros mucho más extensos que el bueno de Otto sobre cualquier religión o mitología pero no sería insensato suponer que, tras la publicación de Masa y poder consideró saldada de manera definitiva su deuda con los textos de largo aliento: ahora podía concentrarse exclusivamente en las formas breves, esa “concisión china” que admiraba por encima de todo.

Esta venturosa decisión le permitió formular su pensamiento con la mayor exactitud, densidad y brillantez posibles sin renunciar, paradójicamente, a su inveterada, casi demencial avidez: “me anegan los mitos, todo su poder se vuelve contra mí; ¡qué empresa, desear conocerlos todos, yo, un insignificante hombre de cincuenta años, una nada”. Y, algunos meses después, en un pasaje fundamental para comprender su poética: “¿puede alguien cuyas pasiones son la religión y la mitología convertirse en un especialista? ¿Acaso los mitos no lo incluyen todo, como pienso a menudo […] o existe algo más allá de todos los mitos? ¿Hay, quizá, un nuevo mito, absolutamente desconocido, y es mi propósito en la vida buscarlo? ¿O terminaré, sencillamente, como un patético recopilador de mitologías? No deseo conocer la respuesta”.

Bien, resulta claro que precisamente por eso último no necesitaba preocuparse pero, de cualquier manera, es un fragmento revelador de ciertas tensiones, jamás resueltas, que articulan la estructura profunda de su obra: el desdén por Aristóteles y Hegel (quizá los más grandes pensadores sistemáticos en la historia de Occidente) se mezcla con la pasión abrasadora por todos los sistemas mitológicos;[11] el agnosticismo radical con la nostalgia de lo absolutamente otro;[12] la admirable persistencia en su escritura[13] con las dudas incesantes sobre el valor de su obra: hay grandeza en estas aporías: no es necesario compartir lo que podríamos llamar “el imperativo categórico de Fitzgerald”[14] para comprender que sin ellas –sin la inaudita intensidad que confieren a todo cuanto escribió– Canetti habría padecido hace mucho tiempo aquello que Cioran llamó “la desgracia de ser comprendido”.

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Por otra parte, no son sólo sus ideas sobre mitología y religión[15] –sostenidas siempre por la cortesanía del estilo– la única razón para escrutar este libro: también despliega numerosas opiniones contundentes sobre la literatura. Quizá lo más asombroso sea su casi absoluto desinterés (con las ilustres excepciones que ya he mencionado) por la obra de sus coetáneos y, en definitiva, por casi todo lo publicado en Occidente después de 1842.[16] En este sentido me parece significativa una frase de su volumen autobiográfico El juego de ojos: “la biblioteca del sinólogo[17] albergaba todo cuanto poseía importancia para el mundo, albergaba los libros de todas las religiones, los libros de las literaturas orientales en su totalidad, los libros de las occidentales sólo en la medida en que hubieran conservado un mínimo de vida”. Varios rasgos de la monstruosa biblioteca ficcional corresponden, ostensiblemente, a las “afinidades electivas” del aforista: ante todo una insistencia casi maníaca en la supremacía de la literatura clásica china[18] (que en ocasiones se extiende, cómo no, a la japonesa y la hindú), apenas atemperada por su interés en varios autores occidentales absolutamente canónicos (los trágicos griegos, Homero, la Biblia, Aristófanes, Juvenal, Virgilio, Lucano, Montaigne, Quevedo, Swift): lo demás es silencio, al menos hasta llegar al siglo XIX (donde se despliega su curiosa pasión por Stendhal)[19] y, finalmente, cien años después, el estupor ante la casi ilimitada grandeza de Kafka, el único autor que, según creo, consiguió hacerle experimentar sensaciones de inferioridad y aun insignificancia (“Me revuelco en el polvo ante él”). En cualquier caso, su pertinaz desinterés por los autores de su siglo no carece de cierta irónica grandeza: cuando condesciende a ocuparse de algún escritor contemporáneo (Pavese, Musil, Proust) los lee como si nadie nunca lo hubiese hecho antes y resulta fascinante contemplar cómo “descubre” que el Diario de Pavese es una obra maestra sin paliativos sólo cuando ya tiene cincuenta y cinco años o la importancia de Pessoa a los sesenta.[20]

Releo estas cuartillas y cavilo: ¿quién es, en definitiva, Elias Canetti?: ¿el mayor experto en mitología del siglo XX?;[21] ¿Un polígrafo y fanático de la forma capaz de forjar los más disímiles objetos verbales?; ¿ Un camuflado devoto del Tradicionalismo y la así llamada Philosophia Perennis? Nadie ha encontrado ni encontrará jamás una respuesta satisfactoria: su obra, refractaria a definiciones dogmáticas, continúa seduciéndonos y exasperándonos precisamente a causa de su perdurable cualidad enigmática: ciertamente no se abatirá sobre él “la desgracia de ser comprendido”.


Notas:

[1] Del tipo “es demasiado pesimista, etc.” no superan el estadio de la crítica más ingenua y filistea.

[2] Con la notable excepción de su otro texto sobre Cioran: la malograda reseña sobre los Cahiers: cuando la lees comienzas a pensar que acaso Steiner experimentaba una abrasadora envidia por el gran meteco rumano (y eso explicaría muchas cosas).

[3] En particular el formidable Minima Moralia.

[4][4] Me refiero aquí no sólo a las extraordinarias Diez Tesis Ahistóricas sobre la Cábala sino también a sus desconcertantes 95 Tesis sobre el Judaísmo (que parecen aludir, con desmesurado orgullo, al conocido texto de Lutero).

[5] La música como absoluto estético, el budismo, los moralistas franceses, la historia antigua y el nihilismo en Cioran; la inaudita potencia, belleza y rigor de la lengua alemana para Kraus; los más delicados matices del esoterismo cabalístico para Scholem; el universo mismo, el lenguaje y todo lo demás para el inabarcable Valéry de los Cahiers (¡27000 páginas en la edición francesa!); en fin, la más delirante exégesis bíblica y el arte de injuriar para Bloy.

[6] El pensamiento de Hegel es, qué duda cabe, el principal objeto de escarnio para casi todos y en este sentido quizá Cioran proporciona, acaso sin proponérselo, el timbre distintivo de tan pronunciada repulsión: “Correspondencia de Hegel. ¡Qué decepción! Por lo visto, mi ruptura con la filosofía se agrava. Además, ¡menuda idea leer las cartas de un profesor! (Cahiers 1957-1972).

[7] Roberto Calasso me parece el más obvio, ilustre y elocuente de estos contados autores: casi nadie consigue situarse a la altura de Canetti pero el pensador italiano no sólo pergeñó fascinantes volúmenes sobre mitología griega (Las bodas de Cadmo y Armonía), hindú (KA, El Ardor), africana, polinesia, china (La ruina de Kasch) y aun neolítica (El cazador celeste) sino que se atrevió a incursionar en el complejísimo territorio de los estudios bíblicos con su monumental ensayo El libro de los libros: curiosamente, el insaciable Canetti, siempre ávido de nuevos mitos, apenas abordó la mitología hebrea.

[8] Kafka, Musil, Joyce, Broch, Proust.

[9] “Tras París, encontrar el camino de regreso a los escritores chinos: mi mayor júbilo […] con ellos todas las formas de mi pensamiento alcanzan la mayor nitidez”.

[10] Gershom Scholem, Diez Tesis Ahistóricas sobre la Cábala.

[11] Y, en definitiva, ¿qué otra cosa puede ser cualquier sistema filosófico sino una poderosa mitología? Canetti, según creo, despliega también vestigios de una pasión por la totalidad, pero sustituye el pensamiento conceptual por los mitos y la religión. Naturalmente, los paradigmas no se solapan.

[12] Aquí el gran autor sefardí prefigura una espléndida máxima de Julian Barnes: “No creo en Dios pero lo extraño”.

[13] Contra toda esperanza: fue ignorado muchos años por la crítica alemana; en Inglaterra, durante décadas, tuvo sólo dos lectores, y uno de ellos era su esposa. El tardío Nobel lo cambiaría todo, pero ese es otro asunto.

[14] “El rasgo fundamental de un intelecto de primer orden es la capacidad para sostener dos ideas opuestas al mismo tiempo”.

[15] Aunque sin duda son estas lo mejor de su excéntrica escritura aforística: “El único esplendor de tu lenguaje está en los nombres de los dioses olvidados”; “Busco las religiones que creen en su propia decadencia”; “Los nombres, que intensifican la fuerza del mito, son su raíz primordial; también sus recipientes”; “Nombres, las palabras más enigmáticas. Durante mucho tiempo me ha obsesionado la idea de que si consiguiese desentrañar la esencia de los nombres poseería la clave para descifrar el sentido de la Historia” (Una curiosa sensibilidad cabalística se despliega en las dos últimas frases, pero no es este el lugar para abordar un tema tan abstruso).

[16] El año en que murió Stendhal.

[17] Se refiere al protagonista de su novela Auto de Fe.

[18] Las manifestaciones de su pasión son tan numerosas que me limitaré a citar este fragmento: “Un poco más de concisión y podré decir que escribo en chino”.

[19] Un novelista de primer orden, qué duda cabe, pero sospecho que algunos narradores decimonónicos –Dostoievski, Tolstoi, Melville, Henry James, Flaubert– son muy superiores. No importa: el tipo defiende con brillantez su elección y es la intensidad de esta retórica –no la siempre discutible construcción del Canon– lo único que importa: un gran escritor no está obligado a “ser objetivo”, y acaso nos aburriría si lo fuese.

[20] “¿Cómo es posible que Pessoa haya sido mi contemporáneo durante treinta años?”

[21] Sin tener en cuenta aquí a los académicos que se especializan en esa disciplina, naturalmente.

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1 comentario

  1. Felicitaciones a Ubaldo León Barreto, entre los pocos intelectuales cubanos, lamentablemente, que conoce y elogia a Canetti… Le agradezco a Ubaldo hacerme recordar mis conversaciones con Mario Muchnick. «Masa y poder», es un buen antídoto contra el castro-comunismo, contra las filosofías cerradas de la modernidad, entre otras cualidades de ese libro imprescindible, amuleto contra las estructuras verticales de poder. Por cierto, Canetti cita «La rebelión de las masas» de Ortega y Gasset.

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