La política de castellanización
DE LA CORONA ESPAÑOLA Y LAS ESCUELAS
DEL OBISPADO DE MICHOACÁN,
SIGLOS XVI Y XVII
María Guadalupe Cedeño Peguero[*]

La aculturación de los indios americanos, además del cambio de religión y costumbres, tuvo como una de sus principales tareas la castellanización de los aborígenes, que la Corona española necesitaba como fuerza de trabajo para consolidar su dominio sobre los nuevos territorios. Así, el objetivo de castellanizar fue uno de los más importantes que las autoridades españolas se echaron a cuestas para lograr la consolidación de su conquista; el instrumento más efectivo para lograr esta meta fue sin duda la educación.
    Este trabajo analiza, a partir del caso concreto de escuelas del antiguo obispado de Michoacán del siglo XVI y XVII, cómo se utilizó la educación para alcanzar los objetivos políticos de castellanizar a los indígenas y secularizar a la iglesia novohispana.


La enseñanza de la doctrina en lenguas nativas

Como los primeros en llegar organizadamente a América para cumplir el gran objetivo de la Corona española de convertir a los habitantes del nuevo mundo a la religión católica y someterlos a su dominio, las órdenes religiosas contaron con todas las ventajas para escoger los lugares que consideraron de mayor conveniencia para asentarse; también eligieron los métodos que les parecieron más ventajosos para lograr su misión evangelizadora, ya que aún no pesaba sobre ellas la vigilancia de un clero secular, entonces inexistente.

En general, la organización escolar que utilizaron los misioneros comprendió fundamentalmente dos tipos de escuelas: las atriales, para el común de los indígenas, donde la enseñanza estaba conformada básicamente por el aprendizaje de la doctrina y las oraciones; y los colegios conventuales, en el caso de los franciscanos, o bien, las escuelas de cantores, en los conventos de agustinos. En este último modelo, más selectivo y en el interior de los edificios monacales, la preparación de los alumnos era esmerada, porque se pretendía formarlos como futuros líderes locales y, con la instrucción adecuada, conducir a los nativos hacia la conversión y la buena policía, entendida como la asimilación y adopción de la cultura y costumbres hispanas. También se formaban aquí los llamados “donados”, indígenas que fungían como auxiliares de los religiosos, quienes con frecuencia aspiraban a ingresar en sus congregaciones; por lo general vivían en los conventos, y muchas veces estaban convencidos –por su apego a los frailes– de que la conversión era el mejor camino para sus pueblos. Al no permitírseles ingresar como religiosos, la mayoría de ellos se entregaron por completo a la labor misionera y se convirtieron en un pilar fundamental de los procesos de evangelización novohispana; más tarde, para apoyar esta labor, surgieron también los sacristanes y otras autoridades de bajo rango local que, generalmente, se encargaban de promover y vigilar las comunidades en las que vivían.

Esta primera organización educativa de los religiosos tuvo éxito a lo largo del siglo XVI porque la iglesia diocesana apenas se estaba organizando, de modo que no constituía un rival fuerte para oponerse a la actividad de los regulares. Sin embargo, en 1585 se celebró el III Concilio Provincial Mexicano, el cual organizó a la iglesia secular de la Nueva España y oficializó que la enseñanza de los indígenas debía comprender sólo el aprendizaje de la doctrina (Concilio III…, 1859: 14-18; Martínez, 2015), por lo que la política eclesiástica de ese momento se pronunció por restringir la formación de los naturales a los rudimentos del catecismo.

Aun así, las viejas prácticas educativas de los regulares no desaparecerían con estos ordenamientos: durante casi todo el siglo XVII puede encontrarse todavía una fuerte influencia de los métodos de evangelización en lenguas nativas, característicos de la didáctica de los frailes misioneros, la cual era aplicada con frecuencia por doctrineros indígenas, ya donados, o bien personajes locales preparados por los curas doctrineros.

Testimonio de la persistencia del aprendizaje en lenguas nativas son los datos que nos proporciona el doctor Alberto Carrillo Cázares para 1697 en el obispado de Michoacán, cuando asegura que, de las 122 parroquias que componían la diócesis en ese año, 63 eran curatos o doctrinas de regulares, mientras que los seculares sólo contaban con 59, lo que hacía que los primeros constituyeran 52 por ciento del total de las iglesias del obispado, en tanto que los diocesanos sólo alcanzaban 48 por ciento (cuadro 1).


Cuadro 1. CURATOS Y DOCTRINAS DEL
OBISPADO DE MICHOACÁN, 1697

Curatos seculares

59

59

Doctrinas franciscanas

39

63

Doctrinas agustinas

24

Totales

122

122

Fuente: Carrillo, 1993: 325-507.


Por ello, como una forma de contrarrestar el poder del clero regular que en esta época dominaba en las tierras novohispanas, y que hacía mayor caso a sus particulares autoridades de congregación que a la Corona española, el rey ordenó que la enseñanza de la doctrina se diese en castellano, como una forma de que los sacerdotes seculares –formados en instituciones diocesanas– pudieran ocupar preferentemente las parroquias del obispado sobre los frailes que ya se habían convertido en párrocos doctrineros.

Las leyes, y la política de castellanización de la Corona española, 1550-1636

Carlos I de España (1516-1556)

Felipe II, rey de España (1556-1598)


La enseñanza del idioma español, como la lengua en la que se podrían comunicar todos los pobladores de América, y en especial porque era la propia del conquistador, fue una tarea que el gobierno hispano adoptó desde el inicio de la colonización. Por ello, el emperador Carlos I (1516-1556) emitió el 7 de junio de 1550, la real cédula que ordenó la enseñanza generalizada de aquél, para intentar conseguir de la manera más fácil y certera posible la conversión de los indios a la vida cristiana y a las condiciones de la nueva sociedad. Sin embargo, dicho mandato no tuvo mayor repercusión, y fue necesario que el rey Felipe II (1556-1598), en marzo de 1596, remitiera una nueva real cédula al virrey novohispano, Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey (1595-1603), en la que le ordenó la ejecución del real mandato de castellanización (De Solano, 1991: 111).

Como esta empresa era de suma importancia para el gobierno español, el Consejo de Indias, encargado del gobierno de esta parte del Imperio, propuso al monarca medidas más radicales, que Felipe II no quiso imponer, por lo que terminó declarando voluntario el aprendizaje del castellano. Tampoco en esta ocasión se logró el éxito esperado, ya que la mayoría de los súbditos americanos se resistió a perder un elemento cultural tan importante como su lengua, lo que dejó sin efecto las disposiciones del rey.

También Felipe III (1598-1621) intentó poner en marcha la castellanización generalizada, pero, al no contar con recursos monetarios para pagar a los maestros, se limitó a prescribir que al menos las órdenes religiosas –dentro de sus conventos– aseguraran la enseñanza y práctica de este idioma (De Solano, 1991: 116; AGN, legajo 1064, f. 221); asimismo, reiteró la importancia del español como la lengua común de sus dominios, a la que consideraba como la única en la cual los conceptos cristianos se podían expresar con plenitud, por lo que exhortó a las autoridades civiles y religiosas a hacer un buen esfuerzo para impulsar su uso y difusión, pero, “sin que se acreciente cosa a mi Real Hacienda”.

Su sucesor, Felipe IV (1621-1665), entre 1634 y 1636 giró nuevamente a sus autoridades del Perú y la Nueva España, otras reales cédulas para recordar la obligación de los curas y doctrineros de enseñar la doctrina en castellano, no sólo para que los naturales aprendieran mejor los misterios de la fe, sino también para que fueran mejores gobernantes de sus pueblos e impulsaran óptimas formas de vida en ellos (De Solano, 1991: 150-151). Sin embargo, el encargo era difícil, y muchos de los mandatarios eclesiásticos se quejaron por no poder lograr avances importantes, pues aseguraban que se necesitaban buenas escuelas; así, el obispo de Quito en mayo de 1635 expresaba al Consejo de Indias que “era menester escuelas más fundadas, y que en ellas se enseñase con toda distinción a los indios” (De Solano, 1991: 153-154). Para poder resolver los problemas que se presentaran –como la asistencia de los indígenas a las escuelas–, consideraba que era indispensable la participación de los justicias “civiles”.

La Recopilación de Leyes de Indias y su importancia en la política de castellanización de la Corona

Como hemos visto, a pesar de los esfuerzos desarrollados por la Corona para hacer del castellano la lengua de uso común en todos sus dominios, a finales del siglo XVII no había logrado este objetivo todavía, y no fue sino hasta después de la publicación de la Recopilación de Leyes de Indias, en 1681, cuando las autoridades españolas se propusieron lograr la realización de este anhelado deseo de los monarcas hispanos.

La preocupación por darle orden a la intrincada y compleja legislación real que se había venido emitiendo desde el principio de las exploraciones y el descubrimiento de América, tomó forma hacia finales del siglo XVI,[1] pero no fue sino hasta la primera mitad del siglo XVII cuando León Pinelo y Juan Solórzano lograron concluir la Nueva Recopilación de Leyes de Indias de 1636, que por falta de dinero sólo pudo publicarse hasta 1681, 45 años después (Sarmiento, 1991: 48-50; Haring, 1990: 138-150). Sin embargo, la obra cobró gran relevancia para la campaña de castellanización que venía ejecutando la Corona, ya que –al parecer– la publicación funcionó para ésta como un recordatorio de su tarea inconclusa, la cual retomó con mayor brío y con el objetivo claro de, ahora sí, darle cabal cumplimiento.

Por ello, Francisco de Solano asegura que la propagación de la Recopilación… señaló para el proceso, el momento del fin del modelo evangélico en lenguas nativas a la par que el comienzo del nuevo adoctrinamiento en castellano. Empero, el momento debe considerarse más bien como el inicio de la evolución hacia la castellanización generalizada, y no como una acción extensiva con la que se haya logrado uniformar las formas de evangelización.[2] Ello fue así porque, en los casos de las doctrinas de religiosos de los pueblos de indios, esta política lingüística tendía, también, a la secularización de las parroquias dirigidas por religiosos, por lo que éstos –como era de esperarse– opusieron toda la resistencia a su alcance, para lograr que sus templos no fueran ocupados por sacerdotes seculares, lo que dilató la expansión de la enseñanza del español.

De las más de seis mil leyes reunidas en la Recopilación…, las siguientes tres fueron las que tuvieron mayor impacto en la castellanización.


I, XIII, 5: que los curas dispongan a los indios en la enseñanza de la lengua castellana, (y) en ella la doctrina […]
VI, I, 18: que donde fuere posible se pongan escuelas de lengua castellana, para que la aprendan los indios […]
I, XXIII, II: Que sean favorecidos los colegios fundados para criar hijos de caciques y se funden otros en las principales ciudades y en ellos aprendan español […] (De Solano, 1991: LXX).


A diferencia de los anteriores intentos, en esta ocasión, los monarcas aplicaron un constante intercambio de opiniones con los funcionarios americanos, para lograr un mejor conocimiento de la realidad de estas tierras y poder emitir ordenanzas que alcanzaran mayor éxito. Así, por ejemplo, el virrey del Perú, Melchor de Navarra y Rocafull (1681-1689), en carta del 20 de septiembre de 1683, informó al rey haber ordenado que se establecieran escuelas de acuerdo con el libro 6, ley 18, título 1° de la Recopilación, que disponía se fundaran escuelas en todos los pueblos donde hubiera cura y sugería que los sacristanes “o algún indio capaz” fungieran como maestros, al tiempo que los eximía de las cargas y obligaciones como una forma de compensarlos por su desempeño docente. Además, y quizá esto tenga mayor peso político, propuso que ningún indio pudiera llegar a ser gobernador u ocupar puesto importante en su pueblo si no sabía hablar en castellano (De Solano, 1991: 188-189); a más de lo anterior, planteó también que se sancionara a los mandatarios indígenas que no acataran la nueva disposición.

Francisco de Solano formula una interesante interpretación de la difusión del castellano: sostiene que ésta funcionaría como una liberación para los indígenas respecto a aquellos traductores corruptos que durante mucho tiempo habían abusado de ellos; castellanizados, podrían dirigirse por sí solos y comunicarse sin injusticias (1991: LXII-LXXV). Asimismo, afirma que el proceso funcionó como factor integrador, no sólo de los indios con los españoles, sino también con otros nativos de diferente idioma al poderse comunicar todos en español (1991: LXII-LXXV).[3] La castellanización fue una política generalizada para todos los dominios españoles, Lino Gómez Canedo la encontró para la actual Venezuela, cuando se ordenó allá: “Que en los pueblos de estas misiones (franciscanas) se pongan escuelas de leer y escribir la lengua castellana, y que los indios la aprendan y la hablen” (Gómez, 1967: t. I, XL y 135).

Los obispos novohispanos y el proyecto de castellanización

Entre los prelados novohispanos, el real proyecto de castellanización causó diferentes efectos; para algunos, como el de Michoacán, Juan Ortega y Montañés (1682-1700), no parece haber sido muy grato, pues fue el primero en contestar al Consejo de Indias quejándose de lo difícil de la empresa y de los pocos recursos con los que contaban, por lo que consideraba necesario del apoyo de las justicias civiles (AGI, legajo 374, f. 889).

Otros obispos expresaron también sus opiniones, y poco a poco la Corona fue encontrando –a sugerencia de todos– las formas más adecuadas para asegurar el éxito de esta empresa; por ejemplo, el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Sahagún y Santa Cruz (1676-1699), acusando de recibido de la ordenanza, informaba así que iniciaría la castellanización por los niños:


… ya que no se allane esta dificultad con los adultos y maduros de edad se irá introduciendo poco a poco el intento en los pequeños por la mayor docilidad y disposición que tienen los pocos años para recibir sin novedad ni extrañeza lo que en otros es casi imposible introducir (De Solano, 1991: 195-196).


En el caso de Oaxaca, su prelado Isidoro Sariñana y Medina Cuenca (1685-1696) expresó que para su jurisdicción sería muy benéfico extender el uso del español, pues además de las diferencias en el conocimiento de éste en su diócesis, la gran dispersión de lenguas –ya que se hablaban 24– dificultaba en extremo la enseñanza del catecismo, por lo que la castellanización sería una excelente opción para avanzar en su tarea pastoral; y propuso, como ya lo había hecho el virrey peruano Melchor de Navarra y Rocafull en 1685, se negara vara de mando a cualquier indio que no hablara el castellano, lo que impediría a éstos ser funcionarios de sus repúblicas si no cumplían con este requisito.

Como respuesta a las aportaciones de sus mandatarios eclesiásticos, el rey emitió la real cédula de 25 de junio de 1690, ordenando se prefiriera en los cargos de república de los naturales, sólo a quienes estuvieran castellanizados (AGI, libro 22, f. 110 v.). Se esperó que esta real cédula ahora sí tuviera éxito, porque se confiaba en que éstos aprenderían el español y enviarían a sus hijos a las clases de esta lengua, para no privarse ellos ni sus hijos, de llegar a ejercer el poder en sus localidades.

Por ello, una nueva real cédula de 30 de mayo de 1691 redondeó la propuesta para la campaña castellanizadora definiendo: espacios físicos, horarios, características de los docentes, fuentes de financiamiento, motivación de los nativos para asistir a las escuelas, etc., así como la extensión a todos los dominios españoles. Asimismo, en dicha cédula se asentó que se debían instalar dos escuelas en las ciudades y los pueblos grandes: una para varones y otra para mujeres; y en los pueblos y localidades más pequeñas, por lo menos una, que debían compartir ambos sexos, turnándose en los horarios.

Aunque el documento reiteró la obligación de hablar español para aquellos interesados en ocupar cargos públicos –ya que lo declaraba obligatorio y no preferencial como hasta entonces se acostumbraba–, para no perjudicarlos, les otorgó un plazo de cuatro años, después del cual no se otorgaría mando a quien no estuviese castellanizado (De Solano, 1991: 209-211).

Por lo que respecta a los sueldos magisteriales, se ordenó que una comisión de las personas sobresalientes de la localidad señalara con prudencia y sin exceso, la cantidad precisa y necesaria para mantenerse decorosamente, de acuerdo con las condiciones y costumbres de cada lugar. Para cubrir éste y otros gastos, se sugería tomarlos de los bienes de comunidad de los pueblos; y en caso de que éstos no alcanzaran o se careciera de ellos, se recomendaba el cultivo de una milpa de comunidad para conseguirlos.

La escuela de castellano del cabildo de Valladolid

El 30 de junio de 1692 llegó a Valladolid, hoy Morelia, la real cédula de 1691, arriba mencionada, y como venía directamente al ayuntamiento de la ciudad, ese mismo día fue obedecida por las autoridades locales. El capitán Francisco Rosales, teniente de Alcalde Mayor, juró la obediencia, guardando todo el ceremonial que en la época se exigía (AHMM, caja 7, expediente 7-A).[4] Al siguiente jueves, día de feria y concurso, se efectuó el pregón de la ordenanza para conocimiento de todos, y se convocó a las autoridades de república de la jurisdicción para que también la conocieran, con especial cuidado de que la entendieran y se comprometieran a su cumplimiento, ya que ellas serían las encargadas del financiamiento de las escuelas de castellano.

Para los tiempos coloniales, la respuesta del cabildo fue acelerada, ya que el 31 de julio de 1692, a un mes de la recepción del documento, se dio cumplimiento a lo ordenado al poner en marcha “una escuela pública en las casas de cavildo de esta ciudad y sus barrios y pueblos que son San Miguel, Santa Catalina, Barrio de la Concepción, San Pedro, San Juan, Carmen, San Joseph y Santiago el Chico”. Como maestro fungiría Joseph Maldonado, español hablante del tarasco, quien debía castellanizar a los niños indígenas a través de la práctica de la lectura y la escritura, además de impartirles buena educación, así como inculcarles costumbres y virtudes aprobadas por los españoles.

Por su buen desempeño, se le pagarían quince pesos mensuales, cubiertos por los barrios y pueblos del lugar, cantidad que puede considerarse un sueldo espléndido porque en un año podría percibir hasta 180 pesos, lo que era muy superior a los 60-100 pesos que un maestro de finales del siglo XVIII ganaba por la misma función y el mismo lapso. Sin embargo, se debe considerar que mientras este último sueldo ya era estable, el de Maldonado era un ensayo que intentaba iniciar a los padres indios en la costumbre del pago de la educación de sus hijos, como en la actualidad se hace; y la cantidad fijada debía recaudarse mes con mes, lo que no aseguraba su ingreso, ni menos el pago al maestro. Debido a que la cuota era impuesta –entre medio y un real semanal–, los nativos terminaban por evadirse de su obligación por no poder cumplir con el pago; y no era raro que la deserción, con frecuencia generalizada, ocasionara el cierre de la escuela con la consecuente salida del maestro.



Dentro de los trámites para la apertura del establecimiento, se levantó el que seguramente es el primer censo escolar en Michoacán, el cual enlistó a los niños de las diferentes localidades vallisoletanas, clasificadas en tres categorías: a) Pueblos: San Miguel, San Pedro y Santiago el Chico; b) Barrios: La Concepción, San Juan y Santa Catarina; y c) Casillas: El Carmen.

La incipiente metodología seguida para la enseñanza, básicamente se concretaba al aprendizaje del castellano a través de la lectura del catecismo, así como a la práctica de la escritura y la memorización de las oraciones en ese idioma, además del aprendizaje de las “buenas costumbres”. La suma de infantes contabilizados alcanzó la importante cantidad de 78 alumnos, distribuidos como se aprecia en el cuadro 2.


Cuadro 2. CENSO ESCOLAR DE VALLADOLID, 1692

Localidad

Nombres de los niños

Suma parcial

Pueblos

San Miguel

Pedro y también, Nicolás - Miguel, Pablo,
Miguel - Bartolomé de la Cruz, Salvador, Luis, Diego, Antonio, Joseph, Pedro, Nicolás

13

San Pedro

Joseph y también Diego - Francisco,
Tomás - Juan, Francisco, Antonio, Marcos, Ignacio, Joseph, Melchor, Diego

12

Santiago Chico

Sebastián Bartolo, Lorenzo, Salbador, Nicolás,
otro Nicolás, Diego, Ventura, Luis, Juan de Rivas, Juan Hurtado, Antonio, Alejo

13

Barrios

La Concepción

Domingo - Gaspar y también, Diego - Jacobo,
Francisco de Abilés, Lorenzo, Nicolás, Joseph,
Bentura, Joseph, Salbador, Francisco

12

San Juan

Nicolás, Juan, Gabriel, Francisco, Matheo, Juan, Gazpar,
Antonio, Lorenzo, Joseph

10

Santa Catherina

Phelipe y también Nicolás - Joseph Jorge,
Manuel, Francisco, Gregorio, Thomás, Gaspar,
Santiago, Matheo

11

Casillas

El Carmen

Marcos y también Diego, Nicolás - Domingo,
Ventura, Joseph, Pascual

7

Total de niños

78

Nota. Los nombres separados por un guion se cuentan por dos por ser, probablemente, integrantes de la misma familia

Fuente: AHMM. I/5, caja 7, expediente 7, carpeta A, 1692.


Aparte de lo “académico”, los niños deberían rezar todos los días en voz alta “las cuatro oraciones” antes de salir de la escuela, los sábados irían a misa por la mañana cantando las plegarias, y en la tarde rezarían el rosario a Nuestra Señora, rutina que permanecería casi inalterable a través de las siguientes centurias. Como la institución dependía del ayuntamiento, semanalmente el secretario de éste, Antonio de Escobar y Souza, la inspeccionaría para asegurar su adecuado funcionamiento.



Los montos que cada localidad debía entregar estaban relacionados directamente con el número de niños que acudirían por cada escuela. Empero, de acuerdo con las irregularidades características de la época, no es raro que tanto jurisdicciones como cuotas no concuerden, pues en el registro de cuotas cambian las cantidades por lugar y aparece el barrio de San José –fuera de toda clasificación–, que no fue considerado antes. Asimismo, se recorta un niño de San Miguel, Santiago y El Carmen, y dos de San Pedro y Santa Catherina, los cuales son compensados con los seis de San José, no contados antes; pero, aun así, falta un alumno, pues en el cuadro 2, de las localidades se cuentan 78 alumnos, mientras que, en el 3, de las cuotas, sólo aparecen 77, como se puede apreciar en el cuadro 3.


Cuadro 3. CANTIDADES APORTADAS PARA LA ESCUELA POR LAS
DIFERENTES LOCALIDADES, VALLADOLID, 1692

Pueblos

El pueblo de San Miguel por sus
12 muchachos

2 p. 2 rs.

El de San Pedro por sus 10

1 p. 7 rs.

El de Santiago por sus 12

2 p. 2 rs.

Barrios

El de La Concepción por sus 12

2 p. 2 rs.

El de San Juan por sus 10

1 p. 7 rs

El de Santa Catarina por sus 9

1 p. 5.5 rs.

Casillas

El de El Carmen por sus 6

1 p. 1 r.

No aparece antes

El de San Joseph por sus 6

1 p. 1 r.

Los 4.5 reales que faltan, el gobernador

0 p. 4.5 rs.

Total Niños = 77 Pesos

15 ps.

Fuente: AHMM, Fondo Colonial, I/5, caja 7, expediente 7-A.


Según estas cuentas, las localidades tendrían que pagar alrededor de un real y medio mensual por cada alumno que enviasen; para tener una idea de si esta cuota era cara o accesible, diremos que para la segunda mitad del siglo XVIII, cuando un programa del régimen borbón ordenó la instalación de escuelas de caja de comunidad, sostenidas con los fondos de las cajas de comunidad de los pueblos de indios, hasta entonces, los padres de familia venían pagando medio real semanal por los niños que estuvieran aprendiendo a leer, y un real por los que se enseñaban a escribir (AGN, 1784, vol. 495, fs. 304-318), lo cual nos permite asegurar que los pagos de este caso no resultaban gravosos, si se considera que los del siglo XVIII eran de dos y cuatro reales mensuales, respectivamente. Al respecto, Ernesto de la Torre Villar sostuvo que, para el siglo XVIII, comúnmente los padres de familia daban medio real semanario por cada muchacho que asistía a educarse, pero con frecuencia pedían ayuda a las cajas de comunidad, que era donde se guardaban los ingresos de los pueblos en general, ya de indios o de españoles (De la Torre, 1967: 425-426, apud Terán, 1995: 303).

Conclusiones

Es interesante dar a conocer cómo desde tiempos tan remotos como finales del siglo XVII, hemos hecho uso de los mismos instrumentos para organizar y fundar escuelas, como fue el censo de Valladolid, por medio del cual podemos saber que –en el mejor de los casos– los niños que tenían edad para asistir a la escuela eran 78, por lo que, si como Dorothy Tanck lo asegura, éstos conformaban 8 por ciento de la población indígena (Tank: 1999, p. 228), en este caso de Valladolid, el total de la misma debió ser de casi mil naturales, lo que para la época pudo ser importante.

Asimismo, es interesante advertir cómo, a través de los tiempos, la educación ha sido utilizada siempre como un instrumento para lograr otros objetivos, escondidos dentro de un currículum, como sucede en la actualidad. En el caso de las escuelas de castellano que hemos venido estudiando, eran dos los principales objetivos que se pretendía lograr con su apertura: la imposición del castellano por encima de cualquier otra lengua nativa, y la secularización de las doctrinas de religiosos –franciscanos y agustinos en el caso de Michoacán–; lo primero significaba el control y dominio del gobierno español sobre los vasallos americanos, y lo segundo, la implantación de la iglesia secular sobre la regular de las órdenes religiosas, que siempre fueron una preocupación para la Corona por el gran poderío que adquirieron en estas tierras.

Referencias

AGI, Archivo General de Indias. Audiencia de México, en Centro de Documentos Históricos Microfilmados-Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (CDHM-UMSNH).

AGN, Archivo General de la Nación. Ramo Historia, vol. 495.

AHCM, Archivo Histórico Casa de Morelos. Fondo Diocesano, sección Gobierno, Serie Visitas.

AHMM, Archivo Histórico Municipal de Morelia. Fondo Colonial, sección I Gobierno, serie 5 Reales Cédulas.

CARRILLO, A. (1993). Michoacán en el otoño del siglo XVII. Zamora: El Colegio de Michoacán / Gobierno del Estado de Michoacán.

Concilio III Provincial Mexicano (1859). Mariano Galván Rivera, editor. México: Eugenio Maillefert y Compañía.

DE LA TORRE, E. (1967). Algunos aspectos acerca de las cofradías y la propiedad territorial, en Michoacán. En: Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas – Anuario de Historia de América Latina JGSWGL, Colonia, pp. 425-426, apud M. Terán (1995), ¡Muera el mal gobierno! Las reformas borbónicas en los pueblos michoacanos y el levantamiento indígena de 1810. Tesis doctoral. México: El Colegio de México, p. 303.

DE SOLANO, F. (compilación, estudio preliminar y edición) (1991). Documentos sobre política lingüística en Hispanoamérica, 1492-1800. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

GÓMEZ, L. (1967). Las misiones de Píritu. Documentos de su historia, t. I. Caracas: Academia Nacional de la Historia.

HARING, C. H. (1990). El imperio español en América. México: Editorial Patria.

MARTÍNEZ, M. del P. (coord.) (2015). Estudio introductorio. III Concilio Provincial Mexicano. En: Históricas Digital. México: Universidad Nacional Autónoma de México [en línea]: <www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/concilios/docs/3er_001.pdf>. Ir al sitio

SARMIENTO, A. (selección, estudio introductorio y notas) (1988). De las Leyes de Indias (Antología de la recopilación de 1681). México: SEP.

TANK, D. (1999), Pueblos de indios y educación en el México colonial, 1750-1821, México: El Colegio de México.

NOTAS

* Doctora en Historia. Profesora-investigadora de la Facultad de Historia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
  1. Alberto Sarmiento señala para este siglo tres etapas, la primera con la compulata o compilación de leyes de Juan López de Velasco, la segunda constituida por el trabajo personal de Juan de Ovando, y la tercera caracterizada por las recopilaciones de Alonso de Zurita y Diego de Encinas (1988: 49).
  2. “En 1681 se publica la Recopilación de las Leyes de los Reinos de Indias. Supone el final de este intenso periodo de evangelización en las lenguas autóctonas, con sus dudas y vacilaciones, aunque también es el tiempo de la promoción del español” (De Solano, 1991: LXVIII).
  3. “El español sería la lengua vehicular entre los indios, integrándolos en la sociedad colonial, frente al aislamiento irremediable al que conducía la cristianización en sus propias lenguas” (1991: LXXIII).
  4. Agradezco al maestro René Becerril Patlán y a la licenciada Marisa Navarrete la transcripción de este documento.
Créditos fotográficos

- Imagen inicial: Miiimitzia en commons.wikimedia.org (CC BY-SA 3.0)

- Foto 1: Juan Pantoja de la Cruz en commons.wikimedia.org

- Foto 2: commons.wikimedia.org

- Foto 3: www.law.berkeley.edu

- Foto 4: Correo del Maestro a partir de i2.wp.com/www.espejel.com/wp-content/uploads/2015/04/1619_centro.jpg

- Foto 5: Correo del Maestro a partir de i1.wp.com/www.espejel.com/wp-content/uploads/2015/04/1619.jpg