CAPÍTULO 3

Donde nuestro héroe participa en una

guerra de proporciones nunca vistas

En 1914 estalló la primera guerra mundial.

Entusiasmo en Alemania. «Los alemanes se lanzan a la guerra como los patos al agua», consignó en su diario la princesa Evelyn Blücher, que los conocía bien.9

El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción; el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les brindaba en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme, y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre [...]; las futuras víctimas iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos. Las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta.10

El joven Hitler no fue inmune a la llamada romántica del combate. Sus ensoñaciones de adolescente fracasado, pero aficionadísimo a las óperas de Wagner, estaban pobladas de sueños épicos, de nibelungos, de guerreros hazañosos que ascienden al Valhalla. El joven Hitler, después de concurrir alborozadamente a la manifestación que jaleaba la guerra en la Odeonplatz de Múnich (véase la foto), se alistó como voluntario en el regimiento de Baviera.

Hitler en Múnich. 2 de agosto de 1914.

¡Hitler soldado! Con un par. ¡Por fin encontraba el único empleo estable de su vida!

Ahora viene lo malo. La guerra que en un principio prometía ser breve y victoriosa resultó larga y sangrienta. Herido y gaseado (aunque me temo que no lo suficiente, para desventura de la Humanidad), el soldado Hitler mereció los galones de cabo y dos Cruces de Hierro (primera y segunda clase).11

Terminó la guerra. El derrotado Imperio alemán se reconvirtió en la República de Weimar, un experimento democrático que, nada más botado (nunca votado), escoró peligrosamente y comenzó a hundirse por exceso de obra muerta.

Las abusivas indemnizaciones que Alemania tenía que satisfacer a los aliados agravaron los problemas económicos y provocaron tal inflación que en 1923 una libra de pan costaba 3.000 millones de marcos, una libra de carne 36.000 millones y una cerveza 4.000 millones.12 La locura.

El gobierno había licenciado a tres millones de soldados embrutecidos por cuatro años de trincheras. Muchos, en paro forzoso, el cabo Hitler entre ellos, no se adaptaban a la vida civil y se acogían a los cuarteles donde, al menos, disponían de una litera y de un plato de rancho.13 Nuestro hombre había cumplido treinta años y volvía a ser un vagabundo sin oficio ni beneficio, un inadaptado en una sociedad obstinada en ignorar sus capacidades artísticas. Y, lo peor de todo, la parva herencia familiar, de la que vivió antes de la guerra, se había evaporado.

Algunos soldados abandonaban cada día el cuartel para buscar trabajo, pero otros, más holgazanes, Hitler entre ellos, se limitaban a las labores del regimiento y pasaban el resto del tiempo charlando, autocompadeciéndose y lamentando el desastrado final de la guerra.

Pasar el día disertando tenía sus ventajas. Hitler encontró en sus conmilitones escasamente instruidos y, por tanto, fácilmente influenciables, un rendido auditorio en el que ejercitar sus dotes oratorias.

El desempleo y la inflación, con sus secuelas de miseria, favorecían el crecimiento del comunismo. Las masas bolcheviques contaban con el apoyo de la Rusia soviética que exportaba a todo el mundo la idílica y embaucadora imagen de un Estado colectivista regido por obreros felices, el «paraíso comunista».14

Esta contaminación revolucionaria preocupaba en Alemania a las personas de orden (capitalistas, burgueses, militares, curas).

El soldado Hitler se ofreció a sus superiores para infiltrarse como delator en el Partido Obrero Alemán (Deutsche Arbeiter­ partei o, en siglas, DAP), uno de los grupúsculos izquierdistas que pululaban por las cervecerías de Múnich en las que, a falta de fútbol, deporte todavía en mantillas, los parroquianos se enzarzaban en discusiones políticas.

El oficio de espía requiere sigilo y no significarse mucho, pero Hitler no era de los que pueden permanecer callados mucho tiempo.15 Después de asistir como simpatizante de base a varios mítines, tomando nota de los intervinientes y de sus deleznables opiniones, le empezó a hormiguear el ego.

Un buen día (aunque desastroso para la Humanidad) no se pudo contener e intervino en la discusión.

¡Este es nuestro Hitler! Tomó la palabra y el verbo se hizo carne. Peroró durante una hora y dejó rendida a la concurrencia. Expuso las causas del descalabro de Alemania, la superioridad de la raza germana y el camino que el pueblo alemán debía emprender para engrandecer la patria. Aquella desbordada oratoria, unida a la simpleza del mensaje, entusiasmó a su auditorio. Como si el héroe Sigfrido hubiera descendido del Valhalla para iluminar las mentes de aquellos cerveceros de mirada turbia y caletre espeso.

Aquel don nadie narigón de bigotito ridículo y flequillo sesgado poseía el innato don de la elocuencia.16 Era un Demóstenes, un diamante en bruto.

El pobre diablo austriaco, el pintor sin talento, el vagabundo fracasado, el soñador sin futuro revelaba, de pronto, una cualidad innata que lo iba a catapultar a lo más alto: era un orador persuasivo, casi hipnótico, un charlista facundo, un persuasor infalible, un charlatán capaz de vender arena a un tuareg, hielo a un esquimal.17 ¡Con qué claridad, con qué pasión sabía expresar las necesidades de Alemania y el camino que los buenos patriotas deberían emprender para devolverle su pasada grandeza!

El cabo Hitler progresó. En pocas sesiones se hizo con el control del partido, lo que le aseguró un mediano pasar que le permitió consagrarse por entero a la política. Dejó el cuartel y se mudó a pensiones y hoteles modestos,18 renovó el vestuario, pulió sus modales... Incluso besaba la mano de las damas, inclinándose, como había visto en Viena, cuando miraba apearse de los carruajes a la alta burguesía invitada a fiestas palaciegas.

A medida que progresaba en su nuevo oficio, Hitler se esforzaba en desprenderse de su pasado menesteroso. En 1921, unos militantes rebeldes hurgaban en su vida anterior para desacreditarlo: «Si se le pregunta de qué vive y sobre su profesión anterior, se enfada y pierde los papeles. Hasta ahora no ha respondido a esas preguntas. Por lo tanto, no tiene la conciencia limpia, en especial por su excesivo trato con señoras, entre las que a menudo se describe como “rey de Múnich”, que le cuestan una considerable cantidad de dinero».19

Ahí se ve la maldad de sus opositores. Es sabido (pregúntenlo a los diputados de nuestro Congreso, si es que alguna vez tienen acceso a ellos) que los peores enemigos son los de tu propio partido.

Los redactores de ese manifiesto lo acusan de putañero. Nada más lejos de la realidad. Las señoras nunca le sacaron a Hitler ni un céntimo. Él era hombre de escaso fornicio y jamás fue esclavo del sexo. Sus apetencias iban por otro lado. Digamos más bien que encandiló con su proyecto nacional a algunas señoras pudientes y consiguió de ellas generosos donativos para la causa.

El rencor de sus opositores no pudo con él. Bajo su mano tembló la cerviz de sus enemigos, como dice la Biblia (Génesis, 49, 8). Dueño del minúsculo Partido Obrero Alemán, lo personalizó cambiándole el nombre a Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP).20