El litoral de la parroquia viguesa esconde un paseo marcado por los quiebros de la costa, configurando multitud de pequeños arenales en los que buscar la soledad cualquier mañana  

En la Mourisca, las huellas de algún viajero ocasional serpentean por la arena difuminándose ante el empuje de la brisa, leve, casi imperceptible, pero continua. Al final, la arena, tan blanca como blanda, termina alisándose de nuevo, en una sencillez majestuosa que acaba por zambullirse entre las olas, en la Ría, cobijada siempre por las Cíes, espectadoras perennes de Vigo y de sus tiempos.

Ahí, en la Mourisca, se esconde el corazón de Alcabre, una de nuestras parroquias más antiguas, si aceptamos por antiguo las primeras referencias, los vestigios de aquellos cuyas huellas en la arena fueron ya devoradas hace siglos.

En el Monte das Cruces se encontraron piezas líticas que nos llevan al período mesolítico, más de 4.500 años antes de Cristo. Pero si solo atendemos al papel, la primera referencia a Alcabre data de 1.469, con el nombramiento como párroco de don Álvaro Mallo.

Qué más da. Unos y otro dejaron sus huellas, descalzos o con sandalias, por los pedacitos de arena que se pintan aquí y allá en la parroquia de Alcabre, conformando playas con nombre de aventura en Fontoura, Carril, Cocho y Mourisca; Fontes, Tombo de Gato y Espedrigada; Cocho das Dornas y el Laxón de Samil. O la de Santa Baía, donde los vecinos, a golpe de aperos de labranza, expulsaron al corsario Drake cuando trató de buscar fortuna entre la costa.

Pero esa es otra historia. La de hoy discurre pacífica, arrullada por la Ría a cada paso, que se extiende, con su azul infinito, verde o negro, a los pies de la Punta do Muiño, donde se esconde el Museo del Mar, coronado por el faro.

Un gran mirador que ofrece una vista panorámica en la que se entrelaza el Vigo moderno y el de siempre: el muelle de Bouzas; los grandes barcos de la autopista del mar, que se aproximan ya protegidos por las Cíes; las barquitas de pescadores arrulladas por las olas; las viejas fábricas y los nuevos hoteles; la gente del mar que observa la escena, pausada y silenciosa, sabedora de todo lo que esconde. Y a la hora propicia, la puesta del sol sobre la Ría, tiñendo de rojo, de rosa y de naranja un cielo que devora lo descrito.

Allí sólo se escucha el embate suave de las olas, que en esta época se dejan caer sobra las rocas, apiladas, a los pies del faro, a modo de muralla protectora. Un lugar donde Vigo se funde con su Ría, principio y fin de un camino que mezcla las piedras con la arena; retazos de tierra y verde que discurren entre puentes de madera olvidando, hoy y siempre, la pandemia, cualquier pandemia.

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