El ciclista holandés Wim Van Est.
Un aparatoso accidente con historia. Nos escribe Gerardo Fuster
Del Tour de Francia uno recuerda hechos sobresalientes que nos han llamado poderosamente la atención y que son dignos de contarse. Viendo de cerca los contrafuertes pirenaicos, uno no puede por menos que retener en la mente una chocante historia de las muchas que ilustran el pasado histórico de la ronda gala y que tuvimos la oportunidad de vivir muy de cerca. Fue un suceso que protagonizó un ciclista holandés llamado Wim Van Est, fallecido ya, que tenía una gran capacidad como llaneador. En su época su pedaleo vivaz contrastaba sobre todo cuando pisaba un terreno sin altibajos, cosa un tanto común en su país. Su figura en acción se asemejaba a una locomotora humana.
Tenía en su haber un buen historial, destacando en especial sus brillantes gestas en la célebre Burdeos-París, una prueba clásica de renombre que los ciclistas debían salvar bajo una distancia nada desdeñable de 586 kilómetros, cubiertos de una sola vez. En su última parte, los corredores afrontaban la prueba tras la estela de sendos ciclomotores puestos a su disposición por parte de los organizadores. Van Est se permitió el lujo de vencer en dos ocasiones; concretamente en los años 1950 y 1952, y conquistar el segundo puesto en 1951.
Nosotros queremos aquí rendir un homenaje a favor de Van Est, en torno a una escena vivida en los mismos Pirineos. Es un hecho que realmente nos impresionó, nos conmovió. Nos situamos en la Vuelta Ciclista a Francia del año 1951, con fecha el 17 de julio. El suceso acaeció en una etapa que conducía a la caravana multicolor a la población de Tarbes. Se dio la circunstancia un tanto fortuita de que el holandés en la jornada anterior, en la ciudad de Dax, se había vestido con la camiseta de oro de líder del Tour, tras haberse adjudicado la etapa en cuestión. En fín un éxito por partida doble.
La etapa siguiente constituía un trance difícil al tener que franquear una serie de puertos de alta montaña colocados todos seguidos, en hilera. Era una aventura para aquel hombre procedente del país de los tulipanes, país, todos lo sabemos, que es llano como la palma de la mano. Van Est cruzó la cima del puerto del Aubisque con una desventaja de doce minutos sobre unos pocos hombres belicosos que iban en cabeza. El ciclista holandés se lanzó en el descenso “a tumba abierta” como se suele decir en lenguaje ciclista. Imaginaba él que podría recuperar parte del tiempo perdido. En un tramo, que no sería superior a los dos kilómetros, el holandés se fue por los suelos un par de veces. Sin embargo, empujado por su temperamento, prosiguió en su tentativa imprimiendo a los pedales una velocidad con alto riesgo. Tanto fue así que llegó el momento crítico en el cual la bicicleta dominó al hombre, al ciclista, acarreando terribles consecuencias. En una de tantas curvas su imagen salió de la carretera despedida tangencialmente para precipitarse en la espesura de un angosto barranco.
Se comprobó que la altura era de unos treinta metros. Esta cifra fue fielmente controlada, dado que algunos rotativos exageraron la nota con el afán de dar más sensacionalismo a la noticia. El belga Decock y los españoles Langarica y Masip, en compañía de algunos seguidores y el director técnico Karel Pellenaers, del equipo de Holanda, presentes casualmente allí, dieron la voz de alarma a los cuatro vientos, dando a conocer que Van Est se había despeñado y muerto. Desde las alturas de la carretera, se oteaba el cuerpo inmóvil del ciclista en cuestión en el fondo del barranco. Se percibieron gritos de angustia por doquier en aquellos instantes de incertidumbre que contrastaban con el silencio que suele envolver el entorno de las montañas, los eternos jueces de paz siempre presentes en la historia del Tour.
Se vislumbró con alborozo y con sorpresa que Van Est todavía estaba vivo. La problemática radicaba en saber cómo se le podría sacar de aquel hondo atolladero, de aquel agujero en el cuál se encontraba. Lo cierto es que fue extraído e izado a la superficie de una manera muy ingeniosa y singular. No sabemos de qué mente inteligente partió la idea. Sí queremos rendir homenaje en estas páginas al hombre anónimo que facilitó la solución al problema. El terreno intrincado no daba para mucho y más sabiendo que se debía actuar con suma rapidez. Así pues, se consiguió en aquel momento propicio rescatar varios tubulares de repuesto para las ruedas de las bicicletas, procedentes de los mecánicos de alguno que otro automóvil de las escuadras concurrentes. Acto seguido se procedió a enlazarlos, uno tras otro, en forma de cadena hasta llegar al lugar en la cual se encontraba el holandés errante. Fue salvado milagrosamente, rodeando su cuerpo por la cintura con un último tubular de recurso. A continuación bajo la ayuda y el esfuerzo de varios, fue elevado hacia arriba hasta la altura de la misma carretera. A continuación y de manera espontánea, se oyeron los aplausos de las gentes allí apiñadas en la zona del accidente. Van Est fue trasladado con urgencia, en ambulancia, hasta el hospital de Tarbes, al objeto de recibir los primeros auxilios de emergencia.
Nos sentimos muy identificados con esta historia que os acabamos de relatar. En verdad es una más de las muchas que se viven en una prueba de las características que reúne el Tour de Francia. Es motivo para elogiar, además, la figura inconfundible e inolvidable de Wim Van Est. Se trata de un acontecimiento un tanto lejano, pero de suficiente identidad para que lo expongamos hoy con particular énfasis. Ese hecho, repetimos, tan cercano a nosotros, nos conmovió sensiblemente y sentimos una cierta nostalgia al exponerlo a los lectores de My Beautiful Parking.
Gerardo Fuster