Una lectura sosegada de lo que dicen y traslucen las palabras que se emplean en el día a día periodístico, nos deberían causar un efecto tranquilizador, aunque pueda parecerse al del torturado que, si es capaz de escuchar lo que le dicen, entenderá que le anuncian su próxima ejecución.

En mi entorno social hay demasiadas personas que opinan sin saber reconocer cuáles son las normas de la guerra comunicacional, bien porque no han leído lo que cuentan sobre ella (con muy buena solvencia intelectual y política) algunas plumas verdaderamente útiles, o porque desconocen y no consiguen comprender que no estamos en un mundo de pecado sino de explotación, o sea, que de nada vale invocar la moral, la decencia y las buenas costumbres si no se lucha política y socioculturalmente contra la cultura de la dominación, que tanto se utiliza para tener al rebaño ciudadano alejado de poder imaginar siquiera cuál es el camino para tomar de una vez el famoso Palacio de Invierno. Y para decidir la construcción de una comunidad capaz de legislar leyes ante la vida injusta y desigual de buena parte de la población y contra los privilegios inherentes a otra vida, provocadora y obscena, en la que la clase dominante y sus testaferros dan prueba de su enorme capacidad de dominación.

Nos encontramos en una situación miserable de alienación para los que, como dejó escrito Carlos Castilla del Pino, “somos alguien que no es el que es porque no hace lo que le es propio y, por otra parte, ese hacer es forzoso, impuesto, e impuesto desde afuera. Ahora bien, en la medida en que la alienación hace al hombre distinto de como quisiera ser y en la medida en que el hacer del hombre es impuesto y, por lo tanto, impuesto por otro, este hombre alienado se convierte en objeto, mera cosa para ese otro que le impone la alienación, esto es, para su explotador”.

Ahí quería yo llegar, que la escala de valores en este país está muy tergiversada y normalizamos el crimen capitalista por antonomasia, el dominio y la explotación, porque tenemos las cabezas llenas con disputas barriobajeras, en las que estamos asumiendo los pecados y los reajustes de cuentas de los que se saltan sus propias leyes, hechas por ellos para y contra nosotros y en las que la propia burguesía se carga los valores que en su día esgrimió para ganarle el beneficio a la aristocracia.

Ahora, ellos mismos, en un alarde de cinismo, nos cuentan y nos representan muy teatralmente las luchas de intereses, los servicios prestados entre la élite que ocupa las palancas de gobiernos, servicios públicos y administraciones, los ascensos sociales para unos pocos y las colas del hambre para los demás, que no son mala gente sino perdedores que no han alcanzado el estado de “gente de bien”, o sea, los que manejan los bienes que debían ser públicos y se convierten en poderes privadísimos.

La alienación le sienta fatal a la conciencia de clase y más en un país en donde la influencia de la cultura y el sentir religioso nos hacen enfrentar los golpes de la vida rezando a la Virgen de los Dolores en vez de estudiar Traumatología. Va siendo hora de aprender a no sufrir pasivamente ante la cascada de noticias redactadas y difundidas, entre otros objetivos, para causarnos desaliento y desmoralización. Terminemos de entender este sistema de producción y la condición humana, la pulsión capitalista por sacar pasta de cualquier desastre y romperlo todo para hacerse con la contrata de las reparaciones.

Y luego se marchan a un paraíso fiscal y nos quedamos con el falso consuelo de gritarles “¡Sinvergüenzas!”, de votar a salvadores de la Patria o de no participar ni en la Junta de Vecinos que vota la instalación del ascensor.

Pero, como hicieron el pasado día 4 de marzo los infatigables trabajadores de SINTEL, también podemos aprender de nuestra propia memoria sobre episodios tan aleccionadores como el Campamento de la Esperanza y renovar la capacidad de lucha con cabezas pensantes y músculo colectivo. No olvidemos lo que somos y no seamos otra cosa.