Ayer fui a verte y no te encontré, madre. Estuve contigo, besé tus mejillas, acaricié tu cara, te hablé y te busqué en tus ojos, pero no estabas madre mía.
Mamá, soy tu hija-te dije mientras te sonreía. Y tú, me miraste sin entender, como quien mira pero no ve nada, como quien oye pero no comprende…así, frente a frente las dos, pensándote en otros tiempos, sabiéndote esa mujer fuerte y trabajadora que tantas madrugadas se levantó antes de salir el sol para dejarnos la comida preparada, eras tú, siempre serás tú, la que me enseñó a rezar, la que me enseñó a leer, mi madre, mi maestra, mi referente.
Decías algo, no pude distinguir las palabras, mirabas algo, no supe qué. En algún momento se te pintó una media sonrisa, o yo quise imaginarla. Madre mía de mi alma, cuánto te quiero y cómo siento tu enfermedad, cruel donde las haya, despiadada, inmisericorde…
Cada día estás en mi pensamiento, cada día sufro tu dolor, cada día elevo mi plegaria a ese Dios escondido que sé que te ayuda y te sostiene, que sé que te quiere con locura, que más pronto que tarde, te llevará de su mano y te abrazará y te premiará por todas las amarguras que la vida te ha presentado y que has sabido llevar. Ahora también.
Estás serena, y eso ya es muchísimo más de lo que otros tienen. Estás tranquila en tu pequeño espacio de confort, qué ironía de palabra…
Junto a ti, las veinticuatro horas, el hombre que más te ha querido en esta vida, el que más te quiere, sigue pendiente a ti, vive para cuidarte y cada pequeño «encuentro», cada «despertar», cada frase razonable que dices es motivo de consuelo y de alegría.
Madre, qué valiente y qué fuerte y qué buena eres. Dios te bendiga. Soy tu hija, mamá.
Gracias por pasar y comentar.