Ajenidad, anejidad, vida y política

Ajenidad, anejidad, vida y política

Las palabras ajenidad y anejidad se escriben con las mismas letras, en el mismo orden y solo permutan sus lugares entre sí los signos “j” y “n”; pero ese cambio sutil lleva a significados no solo diferentes, sino eventualmente excluyentes, pues la ajenidad implica que algo o alguien pertenece a un conjunto diferente, que no son lo mismo, mientras que la anejidad sugiere, por el contrario, que algo o alguien es del mismo conjunto que otras entidades o que son iguales o similares, a partir de ciertas características.

Un león y una pantera, por ejemplo, forman parte de la familia de los félidos o felinos y, en ese sentido son anejos; mientras que cualquiera de esos dos animales son diferentes al zorro, que forma parte de los caninos y son ajenos entre ellos.

Sin embargo, la ajenidad o anejidad de algo o alguien, es relativa, porque al amplificar los criterios para que algo sea próximo o lejano, aquellas cosas o personas que desde un punto de vista son extraños, bajo una óptica diversa, pueden ser conformes entre sí.

De esa manera, los felinos y los caninos, que son de diferente familia, pueden pertenecer a un mismo reino: el animal.

Las relaciones entre cosas y personas que son ajenos, eventualmente transitan al conflicto, pero no es necesario que sea así; mientras que las relaciones entre anejos, presuponen relaciones pacíficas, aunque tampoco es de este modo siempre. Hay relaciones pacíficas entre diferentes y conflictivas entre similares.

Las ideas anteriores se pueden trasladar en general a las personas sin mayor problema; pero –siempre hay un pero, al menos– se torna más complejo porque el ser humano es un ser profundamente emocional, pasional, interesado y pensante.

Los humanos pueden agruparse por cierta anejidad o separarse por ajenidad, pero los problemas comienzan justo con la persona que puede, para sí misma, identificar con objetividad sus características y, por consiguiente, su pertenencia o exclusión de ciertos grupos.

Algo común, por ejemplo, es que las personas tienen –o tenemos, para incluirme- conceptos muy favorables de sí mismas sobre inteligencia, belleza, poder, habilidades, etcétera (seguro habrá escuchado quien dice, yo tengo la habilidad de conocer cómo es la gente solo con verla) pero asimismo no se acepta y se cuestiona a las otras personas en sus características, justo sobre su inteligencia, belleza, poder y habilidades; lo que lleva a una forma de imperialismo del yo, de una persona sobre otras y a crear un conjunto de sí mismo.

Otro aspecto relevante es que esa imagen tan benevolente de nosotros mismos, lleva casi por consecuencia natural a considerar que nos merecemos todo lo bueno y placentero y nada malo o dañino; y al denostar a los otros, juzgar que son los otros quienes siempre están en el error y merecen consecuencias negativas.

Un catalizador de ese fenómeno, es que las personas, muchas veces por encima de nuestras cualidades reales y merecimientos legítimos, aspiramos a las cosas buenas y placenteras, lo cual lleva a sobre representar nuestras condiciones y menospreciar las de las otras personas.

Aparejada, viene la situación frecuente de que las personas que valoramos a otras como de otro conjunto, son, ajenas, rechazadas, criticadas y atacadas, más aún para disputar los bienes que creemos merecer. No se buscan acuerdos, sino rompimientos, imposición con fines de utilidad personal.

Los mecanismos en esta conflictividad son muy diversos: van del silencio a los discursos infamantes, de la omisión a la acción –pública o encubierta–, de la verdad a la mentira, de la sinceridad a la manipulación, y así por estilo, pero todo unido a un objetivo final.

La pintura es de las personas en general, y, de manera muy especial, en el ámbito político, en donde prima la antropofagia como práctica común, recurrente e injusta.

El otro se valora regularmente como el ajeno, el enemigo, el prescindible, el equivocado, el erróneo, el avieso, el tonto; alguien que debe ser combatido, leal o deslealmente, para llegar a la satisfacción del interés propio.

Ojalá la política fuera diferente y el “otro” fuera anejo, al menos para dialogar y acordar.

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