REPORTAJE

Mañana será otro día

El miedo le secó la boca y corrió a tomarse un jarro entero de agua. Después se escurrió hasta el cuarto donde su esposa dormía. Inhaló con fuerza para calmar su agitación. Se colocó su mano en el pecho, sintiendo, bajo la ropa, los saltos desaforados del corazón. «¡Qué coño es esto, me voy a morir aquí mismo!», dice que pensó en ese instante…

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater
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14 min readSep 3, 2021

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Diseño de portada: Alejandro Sosa.

Texto y fotos Ayose S. García Naranjo*

*Esta es una colaboración entre Alma Mater y el periódico Girón, de Matanzas. Una versión de este texto se publicará en la edición impresa del rotativo.

La noche del derrumbe Yaquelín decidió irse a la cama temprano, vencida por el cansancio y un tremendo aguacero que le impedía salir a la calle. Después de cabecear par de veces frente al televisor enfocó a su esposo, sentado en el sillón de al lado.

— ¿Te vas a acostar conmigo? — le preguntó

— Avanza tú, que todavía estoy espabila’ o.

— No inventes en este apagón, que tropiezas y te partes un hueso encanta’ o de la vida.

— No te preocupes por mí. Duerme bien —. contestó Raúl y le tiró un beso, intentando disimular las sudoraciones que le impedían moverse.

Aunque prefirió callar ante su mujer, no esperaba que el agua comenzara a filtrarse tan pronto por el techo, mucho menos que se acumulara en los escaparates o en sitios que nunca previó, como el baño y la cocina.

Esta vez las filtraciones le insinuaban un fatal desenlace. Al inicio procuró trazar un último plan, algo así como clavetear las ventanas o apuntalar la barbacoa, pero pronto espantó la idea al reconocer que carecía de las herramientas y la capacidad para enmendar un problema de tantos años. Entonces se mantuvo tranquilo, como quien se abandona a la espera de una desgracia imposible de evitar. Su ansiedad se transformó en resignación.

El corte de electricidad que desde las seis de la tarde oscureció el vecindario le impedía ver que las paredes comenzaban a mecerse y, desde lo alto, el agua surcaba las cornisas de las habitaciones. Solo conseguía identificar el eco metálico de las gotas sobre el fregadero. Desde el sillón sentía los truenos cada vez más cerca, al punto de jurar que le agrietaban el pecho, como si de pronto su cuerpo también asumiera la consistencia quebradiza de la vivienda.

El miedo le secó la boca y corrió a tomarse un jarro entero de agua. Después se escurrió hasta el cuarto donde su esposa dormía. Inhaló con fuerza para calmar su agitación. Se colocó su mano en el pecho, sintiendo, bajo la ropa, los saltos desaforados del corazón. «¡Qué coño es esto, me voy a morir aquí mismo!», dice que pensó en ese instante.

Yaquelín no reparó en su estado y le dijo que mejor se acostara, «que dejara las exageraciones». Él insistió y le tiró del brazo, «espabílate coño que esto no va a resistir»; y antes de que pudieran abandonar la casa se desprendió el primer trozo del techo.

El ruido retumbó en el barrio y sacó varios rostros a las ventanas. La vecina de enfrente, que mantenía el oído menos sordo bien cerca del balcón, de inmediato enmudeció al ver la nube blanca y espesa que se elevaba del edificio. «Te lo digo y me erizo, niño, yo los di por muertos», me confesó un par de días después esta anciana de semblante severo.

Apenas abandonaron el inmueble se produjo el desplome definitivo. En medio de la carrera Yaquelín se detuvo y volteó hacia la casa, como si uno de sus pies se hubiese empotrado en la acera.

«Yo desde aquí le grité: “Dale mijita, echa p’acá, muévete que está lloviendo”, pero seguía tiesa como una estaca», cuenta la vecina.

Los tirones de Raúl no ejercían suficiente presión para reanimarla. Su llanto se mezcló con el aguacero y por un momento intentó decir algo.

— «Dime amor. ¿Qué te pasa? — indagó el hombre y la volvió a estremecer. Como no respondía le animó — . Estamos vivos. Anda. Vamos a acabar de movernos».

Entonces se refugiaron en casa de la vecina hasta que escampó.

****

Varios días después, la calle Ayuntamiento amanece congestionada de camiones y personas que se congregan alrededor de una superficie estéril, colmada de escombros y de algún muro que quedó en pie, como un discreto emblema de la resistencia.

Los obreros se mueven precavidamente entre las piedras y cuando lo creen necesario escarban para identificar las pertenencias de la familia, ocultas bajo un inmenso sepulcro de bloques, tablas, clavos y bisagras. Al localizar alguna pieza, por menuda que sea, la sacuden y entregan al matrimonio con una especie de gravedad, casi de decoro. «Ya yo llevo una pila en estas cuestiones, y el dolor es grande por todo lo que se pierde en unos segundos», me comenta Erick Villalonga Quintana, operario de la Empresa de la Construcción, encargada de la demolición y limpieza del terreno.

Hace más de 20 años que los derrumbes de Matanzas pasan por sus manos, un tipo bajo, corpulento, de voz fuerte y burlona, ligero sobre unas botas de agua que le llegan a las rodillas. «Aquí el riesgo aparece en cualquier rincón. El tamaño de las paredes te obliga a usar la pata de cabra, y como estamos en la altura hay que hacer la fuerza a base de muñeca, porque el tamaño engaña y si empujas con el cuerpo te caes con muro y to’ el mundo. El que se ponga a comer mierda no hace el cuento».

A pocos metros de distancia dos camiones aparecen y desaparecen entre las cortinas de polvo que remueven a su paso, mientras que debajo de la grúa descansa una jauría jadeante que se protege del sol. La brisa de la bahía no logra refrescar el aliento de este mediodía en que los vecinos se mezclan con los albañiles y operarios, aunque la mayoría aguarda junto a Yaquelín en la sombra.

En cambio, Raúl parece más intranquilo. Se agacha y con la misma rapidez se incorpora, camina unos pasos y conversa con el que tenga más cerca, orienta a los trabajadores, pendiente a cada trozo de piedra que retiran de su casa.

— No pensamos que esa agüita nos dejara en la calle — dice el hombre y se seca el sudor de la frente —. Menos mal que mandamos a los hijos y la nieta pa’ casa de la abuela, si no alguno queda allá dentro, eso te lo aseguro.

Delante de él se acumula una ligera colina de horcones, piedras y adobe, materiales que delatan la antigüedad de este edificio del siglo XIX al que seis familias añadieron divisiones para lograr una convivencia armónica.

«Con la caída de la mía se removieron todas las demás, y mira que las personas han intentado acotejar su cuarto. Fíjate tú qué casualidad: en una estructura tan desgastada, la única que se cayó fue la mía; dice el dicho para bien o para mal, pero te digo que no hubiera querido joderme yo».

El matrimonio de Raúl Martínez y Yaquelín Palacio García forma parte de las más de 400 familias que en la ciudad de Matanzas no han logrado concluir su subsidio. Desde el 2019 recibieron un monto de 85 mil pesos, mas, el paso de la tormenta tropical Elsa los sorprendió con la reparación de la casa inacabada, debido en gran medida a las intermitencias en el suministro de materiales de construcción.

— «Yo alerté, le dije a más de uno que me priorizaran, que tenía flojo esto y venían las aguas…. pero nada», me cuenta Raúl.

Para los subsidios, las prioridades las establecen comisiones integradas por representantes de la Dependencia Interna, la Vivienda, el Banco, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y muchos otros actores que tienen la responsabilidad de decidir a quién otorgarle primero y qué materiales, según la disponibilidad del territorio.

«El problema es que ante la escasez hemos concentrado la entrega de recursos en las células básicas habitacionales, porque se trata de los más necesitados, quienes parten de cero», me explica Armando Sanabria Ferrer, director provincial de Vivienda, un hombre alto y de andar pausado que según Raúl, se ha sembrado allí desde que iniciaron las obras.

No obstante, si tan expresa es la voluntad de priorizar a los más vulnerables, José Ramón Cartaya Reyes, administrador de la única tienda habilitada en la ciudad para vender a los subsidiados, se pregunta por qué en ocasiones no lo percibe en la práctica.

«Pa’ hablarte claro. El suministro de acero se mantiene crítico, casi nulo en este patio, hasta hace poco que entraron 218 tiras de cabilla. Si se repartían alrededor de 10 por familia — lo necesario para concluir una célula básica — hubiésemos resuelto al menos el problema de 20 expedientes. Sin embargo, dicha cantidad se distribuyó solo a cinco personas. ¿Qué criterio de selección aplicaron, si la prioridad son los que no tienen nada?».

Desde el 2019, en un reportaje publicado por el diario Granma, el propio Armando Sanabria reconocía la necesidad de elevar la eficiencia de la comisión de atención a los subsidiados para tener un mayor control hasta la solución definitiva.

Al preguntarle al directivo por las inconsistencias del proceso, si cree que serán vitalicias, no duda en reconocer que «continúan las irregularidades y las comisiones no funcionan con la sistematicidad que demanda un proceso tan sensible. Hoy nos encontramos a los que quieren las planchas de zinc para levantar un garaje o un chiquero, cuando deberían emplearse en los techos de las casas. Ahí radica la importancia de las comisiones, su funcionamiento es vital para que los materiales lleguen a las manos correctas. Es muy duro jugar con el esfuerzo del Estado y con las necesidades de las familias».

— No imaginas el desgaste que hemos sufrido en estos años — confiesa Raúl y deja caer el puñado de piedras que estrujaba en la mano—. Este subsidio ha significado un sacrificio para todos: el sacrificio de apretarnos la comida para completar el dinero y comprar los materiales, de pasar noches enteras frente a los rastros para coger algo; sacrificio de no saber lo que es un fin de semana durante meses.

De pronto arrancó la grúa y Raúl se detuvo a observar la maniobra. Con el motor encendido, Erick amarró una soga bien gruesa a la barra que desciende de la cabina. Dio la señal, el equipo comenzó la marcha atrás y en par de segundos, se deshizo ante sus ojos otra de las paredes más sólidas de la casa.

El hombre aguantó inmóvil, apenas atinó a protegerse los ojos de las pequeñas piedras que quedaron suspendidas en el aire. Descruzó los brazos y se aclaró la garganta. «Nos hemos quedado sin nada, ¿qué te puedo decir? Con la vida, pero sin nada».

****

— ¿Apareció el título? —. La pregunta se transformaba en el reclamo insistente que Yaquelín hacía a los albañiles, como si recuperarlo se tratara de una misión inaplazable. Ellos le devolvían una mirada inexpresiva, llena de incomprensión. «¿Cómo coño saber lo que busca la señora?», pensaría alguno.

Para atenuar su tormento se entretenía en acomodar los empolvados hallazgos del día: el bolso del trabajo, un par de uniformes, las libretas del niño y una diminuta bata blanca, única pertenencia que rescató de su nieta de ocho meses.

«No espero recuperar mucho más aparte del título, lo necesito. Adonde quiera que uno vaya siempre te exigen los papeles y volver a obtenerlos es un dolor de cabeza, más bien una migraña peor que la que me revienta en estos días», me dice medio en broma y medio en serio.

El viento que ahora se filtra llega envenenado por el tufo a alcohol barato que los operarios, sedientos, se empinan de una botella casi vacía. En la acera de enfrente se amontona un amasijo de cabillas que el matrimonio piensa reutilizar para la reparación de la vivienda.

— Algo es algo, ¿verdad? — la estimula un obrero y deja caer una barra más.

— ¡Sí, cómo no! — le confirma Yaquelín, que parecía dudar pero no quería ser descortés.

Se mostraba reservada y seria; no apartaba la vista de la casa: «El derrumbe nos ha destrozado, hijo. No me lo termino de creer», me dice y retorna a la sombra. Aunque luce bastante recuperada, su rostro reprime una gran angustia, inconfesada, que pone lágrimas a su voz.

A un costado Armando Sanabria habla por el celular, más bien grita para hacerse escuchar sobre el ruido de los camiones. Intenta describir los avances de la obra y antes de colgar pronostica que en par de días terminan con la limpieza total del lugar.

«Estamos al tanto de que en La Marina tú caminas y encuentras cien muros como ese, que no resisten el próximo aguacero — el directivo alarga el dedo y apunta a un techo musgoso, con enredaderas asentadas entre las grietas — . Con fenómenos de este tipo los vecinos también peligran porque quedan paredes fracturadas por la humedad, y a esas el sol las tumba con facilidad».

— ¿Entonces son muchos los edificios en peligro de derrumbe en la ciudad?

— Unos cuantos, sí.

— ¿Cuántos exactamente?

— ¡Uf! — .El hombre ensanchó los ojos detrás de sus espejuelos — . ¡Unos cuantos!

Enseguida revisó la palma de su mano, donde había anotado en tinta azul un número de teléfono que debía marcar con premura. Para hacerlo se alejó hacia una esquina más tranquila; y 15 minutos más tarde regresó un tanto molesto: «Le ronca el mango la burocracia, hermano».

Me explica que, a partir de los nuevos precios establecidos por la Tarea Ordenamiento, se aprobó la entrega de un nuevo monto de dinero a cada subsidiado por concepto de materiales, mano de obra y transportación. Para la provincia de Matanzas se destinaron 85 millones de pesos, cifra extraordinaria si se tienen en cuenta los estragos de la COVID-19 a la economía nacional y que, a la vez, demuestra la intención del Gobierno por impulsar la Política de los Subsidios, la más atrasada dentro del Programa de la Vivienda en Cuba.

Por solo citar un dato, en la urbe yumurina todavía permanece inconcluso un expediente iniciado en el 2014.

«Desde el principio del año nos depositaron el dinero, el levantamiento sobre lo que necesita cada familia también está, lo que falta es su aprobación en los consejos municipales de la administración: una reunión que a diferencia de otras puede ser extraordinaria y muy fluida, pues todos los documentos se encuentran listos. Aun así, hasta mediados de agosto siete municipios no la habían desarrollado. No hay justificaciones para ello».

Este fue el caso de Matanzas, que si bien ya comenzó el proceso, el directivo insiste en que debe dinamizarse debido a la cantidad de subsidiados detenidos, a la espera de tal dinero. No obstante, Yaquelín me aclara que desde el inicio del derrumbe se articuló un amplio esfuerzo de asistencia por parte de las autoridades en el territorio que, pese a la crisis sanitaria, prometieron reponerle los colchones y algunos enseres básicos.

«Quiero pensar que lo peor ya pasó. Los milagros existen y nosotros somos prueba de ello. Estamos vivos, y mientras queden fuerzas hay que luchar».

****

— Viste mija, como la cosa mejora — la consoló Sonia y se metió un mamoncillo en la boca. Acababa de escupir otro cuando se aproximó a Yaquelín y la abrazó, al verla saltar con un pedazo de papel entre las manos. La mujer sonrió distraídamente y comenzó a exhibir el título, convencida de haber recuperado una prenda de inapreciable valor. Lo desenrolla con esmero para que le saque una foto. Es extraño, pero una fuerza súbita y profunda aplacó su desgracia.

Ya más calmada le clava un beso a la vecina. Me confiesa que esta voluntad constante de ayudarlos le apacigua y hace más tolerable su situación. En el barrio también se mantienen pendientes de traerle un poco de pan o un plato de comida que a veces le obligan a tragar.

Durante el diálogo señala a una anciana que cruza la calle y me explica que, por ejemplo, ella le permitió guardar en su casa los trastos que rescató de los escombros: «Algunos calderos, más dos o tres boberías que saqué yo misma en un primer momento».

Justo en frente, otra mujer menuda y encorvada contempla la calle, apacible, desde la comodidad de su butaca. «Esa otra fue la que se percató del derrumbe y avisó al vecindario. Ahora nos ayuda con el agua para los albañiles y en todo lo que pueda, que en esta etapa no es mucho, por eso lo valoro más. No imaginas la importancia de que te empujen cuando quieres quedarte parada, que te ayuden a mirar p’alante cuando quieres bajar la cabeza».

En estos días Yaquelín se propone pasar ocupada la mayor parte del tiempo para evitar el insomnio y con él, la recurrencia de la visión de fuga, de enloquecida carrera por su vida: «No sabes los latigazos en la sien cuando empiezo a dar vueltas en la cama y me vienen esas imágenes».

De cualquier forma, me dice que dormirá más tranquila, porque ya encontró lo que necesitaba.

— ¿Y no aspira a recuperar nada más?

— No. Quiero decir sí — La mujer negó con la cabeza — . En realidad necesito mucho, lo que intento no sufrir por lo que sé que no volverá. Como te dije, trato de distraerme la mente, estar rodeada de personas; por ejemplo, no he dejado de trabajar.

La Escuela Profesional de Arte Alfonso Pérez Isaac, donde es Jefa de Internado, se transformó en centro de aislamiento y desde el inicio ella se ha mantenido como parte del personal de apoyo.

— ¿Ni siquiera ha pensado hacer una pausa, con tal de avanzar en la obra?

— Ahora menos.

— ¿Por aquello de no pensar tanto?

— No, en este caso es diferente. Nosotros perdimos la casa, pero tenemos la vida. Esos pobres ni siquiera tienen seguro eso. A la escuela llegan los positivos, gente que está sufriendo de verdad. Ellos están en desventaja, peor que nosotros, por lo que como mismo me ayuda la gente que ves aquí, hay gente que depende de mi apoyo allá. Sería injusta si no lo hiciera.

Esta vez no hubo lágrimas ni pena en sus palabras, sino la expresión de una comunidad como La Marina, que encuentra en el arte de ofrendarlo todo la única manera de alcanzar su libertad.

Después de las cinco de la tarde comienza a disminuir la montaña de escombros. El matrimonio parece agotado y hasta ausente en el momento en que los camiones escapan con fragmentos de su casa en las espaldas, como si aquel puñado de piedras fuesen los huesos de un cadáver al que no tuvieron tiempo de despedirse.

— Estamos vivos, ¿no? — repitió finalmente Raúl y dejó caer un brazo sobre los hombros de Yaquelín. Ambos se alejaron calle abajo, en una marcha lenta y sostenida que no interrumpieron siquiera para despedirse de los vecinos. Mañana será otro día.

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