MARTÍN OLMOS MEDINA

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El asesino de las orejas grandes

In La tierna infancia on 27 de agosto de 2012 at 12:58

Con diez años torturaba gallinas, con once acuchilló a un caballo y con doce le pegó fuego a una bodega de la calle Corrientes

“Solo una proporción mínima de los delincuentes observados (9,1%) tenía las orejas de dimensiones normales, en el resto predominaban las de longitudes mayores”.
LOIUS VERVAECK. Antropólogo (1872-1943).

Cuando el criminólogo veronés Cesare Lombroso le midió el cráneo al notable canalla Berzinni, bebedor de sangre, asesino de mujeres y descuartizador, pensó que había resuelto el problema del origen del criminal al encontrarle semejanzas físicas con “los hombres primitivos y los animales inferiores”. Sobre aquella cabeza construyó su teoría de la regresión atávica, que viene a decir que la cara es el espejo del alma. El edicto de Valerio recomendaba que, en caso de duda entre dos sospechosos, se condenase al más feo, pero hoy, por fortuna para la mayoría de nosotros, al tío que es difícil de mirar se le concede la presunción de inocencia. “In dubio pro reo”, aunque sea como Picio.

Cayetano Santos Godino nació en Buenos Aires en 1896, y cuando sus padres le concibieron no debieron tener su mejor noche. Quiera Dios que por lo menos pasasen un rato entretenido, porque el niño salió hecho un pimpollo: canijo, cabezón y medio tonto, le crecieron unos brazos desmesurados con los que se podía subir los calcetines sin doblar la espina y un par de orejotas de murciélago que hicieron que los paisanos del Parque Patricios, en los antiguos mataderos, a unos metros de donde en aquella época terminaba la salvaje pampa, le llamasen “El Petiso Orejudo”. Le dicen en Argentina petiso al caballo de poca alzada, lo de orejudo no merece explicación. La Teoría de la Degeneración del alienista vienés Bénédict Morel, que estudió el cretinismo en el manicomio de Ruán, sostiene que el criminal acarrea estigmas heredados, así que se le puede conceder su porción de responsabilidad al padre del chaval, Fiore Godino, que era un calabrés borrachón que un día trabajaba y tres no y que había contraído la sífilis yendo a visitar a las golfantas del arrabal, con lo que contribuyó al desaguisado largando lastre de tercera. Walt Disney dijo, en cambio, que la belleza está en el interior (“La Bella y la Bestia”, aunque también sirve “Dumbo”, en este caso), pero el Petiso Orejudo, para llevar la contraria, crió una índole que iba de la mano de su traje y salió torcido, mentiroso, pirómano y sanguinario. Con diez años torturaba gallinas, con once acuchilló a un caballo y con doce le pegó fuego a una bodega de la calle Corrientes, la del tango de Gardel. Por la escuela no iba ni para hacer bulto, prefería andar la calle, en donde les afanaba el vino a los borrachos, buscaba grescas con el vecino y se escondía en la oscuridad de los buchinches para conocerse a sí mismo. Su padre le dio por perdido después de intentar ponerle derecho a estacazos, y entre los palos, los alivios y la bebienda empezó a sufrir crisis de migrañas insoportables que le dejaban en babia. Como no había un circo a mano para olvidarlo en la puerta de la barraca de la mujer barbuda, le encerraron durante tres años en la colonia de menores de Marcos Paz, a cincuenta kilómetros de Buenos Aires, en donde aprendió a leer frases sencillas y a escribir su nombre y cuando salió encontró tajo, pero le duró tres meses escasos y regresó a la vía, a lo suyo, a birlar al descuido, a rascarse y a depredar.

Apiolar infantes
Cayetano Santos Godino, el potroso orejón, era flojo para andar con los de una pieza, y medio imbécil para embaucar a alguien de más de un metro, así que se dio a satisfacer su naturaleza con los mocosos de parvulario. Matar a un niño que a duras penas sabe caminar solo, además de una vileza, tiene el mismo mérito que pescar en una jarra, pero el Petiso no daba para más. Ensayó dos fechorías que no fue capaz de completar: al niño Severino González Caló, de dos años, le intentó ahogar en el bebedero de yeguas de una bodega del Sagrado Corazón, pero el dueño del boliche le interrumpió y le corrió a palos, y una semana después, le quemó los párpados con un pitillo a un chiquillo de veinte meses en un yermo de la calle Colombres pero apretó a correr en cuanto apareció la madre. Pero como hasta los lerdos la consiguen, a base de insistirla, el 26 de enero de 1912 ahorcó a un chaval de trece años con un trozo de piola, que es una cuerda de cáñamo, que llevaba por cinturón, y escondió el cuerpo en la habitación vacía de una casa de renta. A la piola la dicen también piolín, y las usan los albañiles para amarrar las plomadas y los matarifes para colgar de las patas a las reses. Apiolar, por aquí, lo usamos como sinónimo de matar en general, no necesariamente por asfixia, sin embargo los lunfardos dicen apiolar por espabilarse y cogerlas al vuelo. El 7 de marzo quemó viva a la niña Reyna Bonita Vainikoff, de cinco años, que murió unos días después en el Hospital de Niños del Doctor Pedro de Elizalde, el asilo pediátrico más antiguo del continente americano y el 3 de diciembre se juntó a una cuadrilla de niños de tres años que jugaban en la calle Progreso. Los críos le aceptaron por la facha de gañán que gastaba, por lo poco amenazador de su aspecto de mono vestido que, además, les ofreció, rumboso, dos céntimos de chocolate. Cayetano Santos Godino consiguió separar del grupo a Gerardo Giordano y llevárselo a la Quinta Moreno, en donde le intentó ahogar con trece vueltas de su siniestro piolín pero, al no conseguirlo, se buscó un clavo de cuatro pulgadas que le hincó en la sien martilleándoselo con un zoquete de piedra. Al día siguiente se presentó en el velatorio con su desmadejo de monigote y sus ojos de duermevela, con sus orejas de lémur y los remos de macaco, con su conciencia intacta y una comedia de lágrimas de caimán que no convencieron ni a los más ilusos. Y menos que a nadie al subcomisario Peire, que andaba detrás de una descripción pintoresca que pintaba al sospechoso de enano, orejudo y bracilargo. Le echó el guante al salir del velorio y le encontró en el bolsillo la piola, colillas de pitillos y un recorte de prensa que blasonaba su crimen. Cuando le apretaron los grillos dijo que había ido al funeral porque tenía curiosidad por saber si al niño Gerardo le iban a dar tierra con el clavo puesto. El juez le dio por imbécil sin remedio y le concedió la perpetua en La Cárcel del Fin del Mundo, que era como llamaban al penal de Ushuaia, en la Tierra de Fuego, en la población más austral del mundo, tan lejos de su Buenos Aires querido. El resto de su vida la pasó a la sombra, esperando amaneceres que tardaban en llegar, sin cartas ni visitas y con la única vida social de la sodomía que le daban a la fuerza sus vecinos de barrote y las tundas de vara de los guardianes. En 1927, en un experimento criminológico sin precedentes, le practicaron una operación de cirugía estética para reducirle las orejas, que los médicos pensaban que eran el origen de su maldad, pero no obtuvieron resultado. Al que sale alimaña no lo endereza una jeta más presentable, ni al mono un traje de seda. En 1944 destripó a los dos gatos que oficiaban de mascotas del penal y los demás presos le mataron a palos. Así que casi murió matando. Matando lo que podía, el infeliz. Niños, gatos y pajaritos.

MARTÍN OLMOS