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SAN MIGUEL EL ALTO

Estaban llamando al rosario. Eran unos toques sonoros de campana, que perecían dudar un instante, que parecían detenerse en el filo de aquella luz, de aquel silencio, de aquella tarde en el pue­blo de San Miguel el Alto.

Y como en todos los pueblos, como en todas las tardes de los pueblos, la gente había salido a las puertas de sus casas; en sillitas, en bancos de mecate, al bordo de la banqueta, se sentaban a decir­se las mismas cosas, a repasar los mismos temas, a comentar las mis­mas circunstancias de su vida ordinaria.

Las bancas del jardín municipal, unas nobles bancas de can­tera rosa, de respaldo majestuoso, armonizado a los macetones por­firianos que las custodian, ocupadas casi todas por graves señores que allí se dieron cita, como en todos los pueblos, como en todas las tardes de los pueblos, a decirse las mismas cosas, a comentar las mismas circunstancias de su vida: la sequía desesperada, la condi­ción de las tierras, el temor de una cosecha mezquina, la carestía de las cosas.

Fuimos a San Miguel el Alto, advertidos de las características singulares que señalan a esta población entre todas las de la región de Los Altos, como una de las más significadas por su aire provinciano, los rasgos peculiares de una dignidad y un estilo inconfundible.

Desde la loma se columbra la población, con sus torres, con sus calles tiradas a cordel y con la aristocracia de su arquitectura, recuerdo de otros tiempos, pureza y afán de presentar al exterior el sello encantador de sus balcones, de sus muros siempre de cantera, sus ventanas, sus rejas, la aseada uniformidad de sus empedrados… todo ello, manifestaciones de un estilo que hace de San Miguel el Al­to, un pueblo que impresiona gratamente desde el primer encuentro.

– No, no piense usted que somos ricos. Este es un pueblo po­bre; apenas tenemos de qué vivir; pero ya verá en toda la gente la preocupación de tener su casa arregladita y de vestir lo más de­cente que pueden.

Eso nos dijo una señora a cuya puerta llamamos, así, con lla­na y espontánea confianza, a pedirle que nos hablara de su pueblo.

Que en San Miguel el Alto las tierras son pobres, que esto de los abonos químicos ha aliviado un poco el problema de la inferti­lidad; que tienen a su favor las siembras de regadío que ayudan un tanto a sobrellevar la situación de pobreza del pueblo… sí, tienen una presa que han sabido aprovechar al máximo tendiendo ca­nales hacía todos los planes de tierra laborable.

Aquel viejecito está durmiéndose en una banca del jardín.La tranquilidad y sosiego de la tarde calurosa lo fueron envolvien­do suavemente hasta hacerla doblar la cabeza sobre el respaldo trabajado en el rosa color de la cantera

– Qué pena señor, que me encontró dormido; no tenía nada qué hacer y por eso.

El hombre se disculpaba, se disculpaba removiéndose en rubores que nacían de su entereza de hombre alteño.

Caía la tarde. Se diluía en el aire una gama de colores malva, rosa y violeta. Las campanadas del rosario, el juego de las golon­drinas, los cantos y carreras de los niños que se perseguían por en­tre las callejuelas del jardín, bajo la fragancia exquisita de los ár­boles de «trueno» en florescencia.

– Pos oiga, yo no creo que el pueblo sea tan pobre; pero de que es bonito, eso sí; usted lo está viendo. Yo no soy de aquí yo vengo todos los domingos a vender escobas. Desde Lagos hago viaje todos los sábados y aquí me tiene, descansando…

Nosotros queríamos datos más sólidos; información precisa so­bre tradiciones, festividades, historias y leyendas que dan su parti­cular matiz a cada población.

El señor de aquella tienda no soslayó ninguna de nuestras pre­guntas, sólo que él no conocía nada. En verdad, no podía decirnos nin­guna cosa de interés… Bueno, si tanto insistíamos podía hablarnos de las corridas de toros, eso sí que era bueno; esas fiestas sí que armaban revuelo en toda la región. Se trata de un complemento de las festividades patronales y por cierto que en su plaza de toros, también construida en pura cantera, y uno de los orgullos más grandes de la población, habían toreado figuras de categoría.

– Pero mire amigo; ahora que me acuerdo, aquí tengo todo eso que usted busca; mire, vendo este libro que contiene todos esos datos de historia, de acontecimientos y personajes. Si gusta, aquí pue­de enterarse de todo lo que desea.

Y nos ofrecía, una edición muy bien hecha, donde fueron recopilados los datos que reunió cuidadosamente el Lic. don Fran­cisco Medina de la Torre, originario de San Miguel el Alto, y que después ordenó y completó con su reconocida capacidad en los terrenos de la historia, el Padre don Luis Medina Ascencio.

Nosotros queríamos algo especial. Nosotros buscábamos el tes­timonio vivo, la charla personal, el color y el sabor de las conversa­ciones que se suscitan en los tendajones olientes a tabaco y a pilon­cilla, o la plática de inigualable encanto de una de esas viejecitas que en los pueblos, guardan con cada arruga de su rostro, los epi­sodios, los acontecimientos, las anécdotas curiosas, los hechos y nom­bres importantes que han conmovido en determinadas épocas, la vi­da de la población.

Creímos encontrar en San Miguel el Alto, por las entretelas de su historia, en el dibujo íntimo de su fisonomía, un gesto de altivez, un ardor épico, un espíritu combativo.

No el desplante alharaquiento de quien habla y dice o toma poses de una presuntuosa bravura, sino el hecho vivo, la acción rea­lizada cada día en el trabajo, en la fidelidad a una tradición y a un estilo, el nombre y el recuerdo de figuras que llegaron a engran­decer en lances de la historia regional, el honor de San Miguel el Alto.

Han sabido merecer el tutelaje del Príncipe de las Milicias Ce­lestiales, y han levantado la frente, y han empuñado el brazo lo mis­mo para darse por entero al trabajo agobiante de hacer rendir la agri­cultura en tierras flacas, como en el aspecto intelectual, al significarse en aquel jirón, por el número y la talla de sus profesionistas, todo esto dentro del marco de piedra, en el encaje de molduraciones pre­ciosistas, en el sello tradicional de su arquitectura, ejemplo de armo­nía, de dignidad y de nobleza, entre todos los pueblos de este rumbo.

Lo vimos y lo sentimos también nosotros cuando, puestos a platicar despreocupadamente con una anciana octogenaria, pudimos palpar, en la entonación ardiente, en el gesto firme de aquella mujer, el hervor de la sangre que llevan en su historia los moradores de este pueblo.

Caían las primeras sombras de la noche sobre el poblado. Una delicada quietud envolvía en su aire las calles de San Miguel el Al­to. Desde lejos llegaban a nosotros las voces y juegos infantiles, to­davía con esos cantos que escuchamos en nuestra niñez y que guardan algunos pueblos donde no se ha perdido del todo ese mundo mara­villoso de la lírica infantil mexicana. Y las campanas. ¿Qué sería ninguno de nuestros pueblos, sin el toque melódico, transparente, de una campana tocando a la hora del atardecer?

Con toques suavísimos, de una delicadeza que nos pareció exa­gerada, llamó nuestro guía a la puerta_de la anciana. Pasaron algunos minutos para que se encendiera la luz en el interior. Y luego la consabida pregunta y la respuesta obligada de los pueblos.

Supimos que esta mujer padece una artritis en grado de pa­rálisis casi completa. Y vive sola. Se arrastra como puede, cargando sus años y sus dolencias. Lleva cinco años sin salir a la calle, pero esto no ha menguado su vitalidad, su buen humor, su presencia de ánimo que después pudimos comprobar por nosotros mismos

Nos recibió con sincera cordialidad, con la gentileza y aten­ción que encontramos en todas las gentes de San Miguel el Alto. Es ella una anciana de quien apenas podía creerse la edad de ochen­ta y dos años. Elevada estatura, color moreno, gesto enérgico, pa­labra fácil, sonrisa pronta que deja brotar en el cascabeleo de un es­pasmo natural y digno. La dentadura entera apoya el modo gentil de sus risas.

Que pasáramos, sólo que tendríamos que dispensarIa porque su casa estaba muy fea, muy vieja como ella. Nos iba a recibir en su recámara y tendríamos que disculparla de los pasos que ella podía dar apoyándose de la pared; obligando con doloroso esfuerzo a sus piernas. Nos acomedimos a ayudarle y en momentos, casi tuvimos que levantarla en peso

La recámara de la anciana dejaba ver la limpieza y el orden de aquella vida. La cama, las sillas, una rinconera con una antigua imagen que supusimos de mucho mérito; otra imagen de un Niño Dios a un lado de la puerta; un ropero de nogal, una artística mesa de madera tallada junto a la cama de cabezales de latón ennegreci­do por el tiempo; las sillas de mecate…

Y comenzó la charla…

– No señor, aquí vivo muy feliz. A mí la soledad no me en­tristece, al contrario, vivo feliz con este encierro. Así he vivido siem­pre, desde en tiempo de mis padres, desde que vivían mis doce hermanos.

Tengo los periódicos y por ellos me doy cuenta de lo que pasa en el mundo. Las noticias y mis recuerdos… Aunque, no crea, señor, ya no tengo memoria, mi cerebro no me ayuda. Bue­no, bueno, pero no vaya a creer que estoy loca, nada más desme­moriada, y empezó a hilvanar los días de su juventud y de su madurez.

Vino el nombre de sus padres, el de cada uno de sus hermanos. Ella nunca pensó en casarse; no llegó jamás a corresponder a los que la pretendían, ella anheló tan sólo aprender muchas cosas, leer mu­chos libros.

En esta casa ha vivido la anciana los ochenta y dos años que cuenta de vida. Allí se han registrado los acontecimientos más importantes de la familia… y los acontecimientos más importantes han sido la muerte de uno y de otro de sus hermanos, de su padre primero y después de su madre

Ahora se ha quedado completamente sola, pero esto no sig­nifica para ella ninguna tragedia. A veces la entristece el recuerdo de los suyos, pero se sobrepone y así pasa los días oyendo tras de la ventana los latidos de vida de San Miguel, el rumor de los pasos que van por la banqueta, las voces que resuenan en la hondura de aquel caserón… Eso y los periódicos; ¿para qué quiere más?

Los recuerdos de esta anciana, tienen todos un perfil guerrero; las remembranzas que hace, nos confirman más el espíritu épico que ha acendrado en su historia el pueblo de San Miguel el Alto.

– ¿Que le hable de las cosas que se me grabaron más? Oiga, señor, yo me acuerdo muy bien de los tiempos del carrancismo. Re­sulta que aquí se sintió mucho el tironeo de aquellos tiempos porque se levantó en armas un sanmiguelense, un tal Silverio López que trajo hasta acá un buen número de soldados al mando de Miguel Guerrero… Que entran los carrancistas en número de 400 hombres y que se hacen fuertes en la parroquia, en la presidencia, en los edificios más seguros, y que se vienen detrás los villistas en número de 130 hombres, éstos al mando de un Leocadio Parra.

No va a creérmelo, pero con la diferencia en el número de sol­dados y con lo bien afortinados que estaban los carrancistas, por un hecho milagroso que atribuimos a la protección de San Miguel, los vi­llistas pudieron derrotarlos en unas pocas horas de lucha… Mi­re, nada más en los portales tendieron a más de cien carrancistas.

Le digo que pensamos nosotros en la protección de San Miguel porque dizque el mentado Miguel Guerrero había dicho que iba a arrastrar por el pueblo a «ese mono», refiriéndose a nuestro Patrón, y mire que al que por poco arrastraban era al mero general de los de Carranza.

La anciana se ha puesto a revivir momentos angustiosos de aque­llas horas del combate: el silbar de las balas, los aullidos de dolor, las amenazas y gritos de odio, la súplica de los villistas que llamaban a las puertas pidiendo un trago de agua, y luego el triunfo milagroso que llenó de alegría a la población; y más, cuando la protección pu­do comprobarse, pues decretado por las fuerzas carrancistas en re­vancha de su derrota, el incendio de la población, cuando ya venía un destacamento numeroso a cumplir la consigna, al pasar por Te­patitlán reciben contra-orden y así se salvó el pueblo de ser conver­tido en cenizas.

Pero no es de este tiempo el único recuerdo que conserva la anciana con quien llegamos a pasar horas enteras en largas año­ranzas. Recuerda también los tiempos de lo que se llamó la Revolu­ción Cristera, y en ella, el nombre de Victoriano Ramírez conocido co­mo El Catorce, que fue originario de este pueblo y por quien la señora no disimula una admiración y un respeto muy grandes.

– Yo conocí a El Catorce, por lo menos de vista. Ahora verá cómo estuvo: Íbamos a San Julián, con intenciones de seguir a Mé­xico. Hacíamos el viaje en burro muchas familias, platicando y bro­meando muy quitadas de la pena, cuando empezó a correr la voz: allá viene El Catorce: aquella polvareda que se divisa allá es de la tropa de El Catorce. Pero no nos dio, miedo, ya sabíamos que éste era un hombre bueno. Y verá que al encontrarnos se detuvo a saludamos de mano a todas las que íbamos. Yo nada más de eso me acuerdo, porque el burro en que montaba siguió caminando y no pude detenerlo, pero El Catorce se puso a platicar muy amistosamente con todas.

Nos dice la señora que siempre existió en San Miguel la convicción de que Victoriano Ramírez Era un hombre bueno, que de­fendía con sinceridad la causa de los creyentes. Era un hombre sim­pático, amistoso, agradable en su conversación, incapaz de seguir ningún daño a nadie, no tenía malicia, no tenía intenciones perso­nales; era un hombre ignorante que ni siquiera sabía leer, pero tan famoso que hasta de la frontera le mandaban regalar caballos.

Así pinta la anciana con quien conversamos esta noche, a un héroe popular que ha llegado a ser punto de contradicción entre quie­nes se han dedicado a escribir sobre la lucha de aquellos años. Pa­ra unos fue ejemplo de entrega y limpieza en la defensa de sus idea­les, para otros no fue sino un vulgar bandolero, temerario en la lucha y afortunado siempre en los lances casi legendarios en que llegó a participar.

– Si oíga, Victoriano ha sido calumniado vilmente. Dicen que robaba, que quería entregar la Causa. Al contrario, eso es lo que que­rían unos que llegaron aquí dándola de cristeros; un mentado Mario Valdez y el mismo Gral. Gorostieta. Empezaron las calumnias y las intrigas hasta que se propusieron matarlo, pero él se escapó mila­grosamente. El tal Mario se apoderó de la tropa y se puso a perse­guirlo hasta que logró matarlo en Tepatitlán…

San Miguel el Alto guarda en su entraña heroicos recuerdos, gestas épicas y una decisión inquebrantable por mantenerse en lo alto de su dignidad, una dignidad que ha forjado en cantera rosa, en la limpidez de sus costumbres, en la cordialidad y gentileza de sus moradores.

Desde la loma se columbra San Miguel, con sus torres, con sus calles tiradas a cordel, con su ambiente provinciano de sencillez, de trabajo y de afán de grandeza, una grandeza que sube más arriba del obelisco airoso que se levanta en el atrio de su parroquia.

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