Fariseos digitales: moral y moralismo

Los fariseos fueron un movimiento religioso que surgió en Israel unos 150 años antes de Cristo, una corriente del judaísmo que -en un mundo dominado por el cosmopolitismo grecorromano- reivindicó el retorno a la pureza y la observancia de las leyes antiguas. Ese discurso conservador consiguió arraigar en sectores instruidos de la sociedad y logró gran influencia sobre el conjunto de la población. Una secta de triunfadores.

Más allá de la historia, la imagen del fariseo ha llegado hasta nosotros revestida de unos rasgos francamente antipáticos. El diccionario de la RAE achaca a los fariseos aparentar rigor y austeridad, pero eludir los preceptos de la ley. La palabra fariseo la considera sinónimo de hipócrita; o de hombre injusto, cruel, inhumano.

Esta percepción negativa la hemos heredado de los evangelios. Los fariseos aparecen en ellos representando unos papelones muy poco edificantes. Los evangelistas les tenían ojeriza, al parecer. El cristianismo, como nueva corriente dentro del judaísmo, creció luchando a brazo partido contra las escuelas tradicionales, entre las cuales la más poderosa era la de los fariseos.

En el evangelio de Lucas se cuenta cómo rezaba un fariseo:

Puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos”.

No se trata tan solo de que el fariseo tuviera un alto concepto de sí mismo, eso mucho psicólogo actual lo consideraría incluso positivo. Lo relevante es el método que utiliza para masajear su autoestima: denigrar a los demás, insultarlos, despreciarlos. Mientras más subraye la indignidad ajena, más resaltará la propia pureza. Cuanto más bajo los hunda, a mayor altura brillará su virtud.

Si a ello le sumamos la tendencia a rasgarse las vestiduras –esa forma farisaica de mostrar pública y visible indignación ante el pecado ajeno- nos encontramos con buena parte de las actitudes que dominan las actuales redes sociales. Porque, aunque la tecnología esté disparada, las pasiones humanas reflejadas en el universo digital siguen siendo similares a otras bien antiguas. Nada nuevo bajo el sol, por desgracia.

Yo no sé si el medio es el mensaje, pero me parece poco discutible que la propia configuración de las redes sociales las convierte en terreno abonado para el esquematismo y la simpleza. Textos breves, concisos, concebidos de un tirón, sin tiempo para dejarlos madurar… Son formatos propicios para opiniones tajantes, en blanco y negro… o para recurrir directamente al insulto; al chiste, en el mejor de los casos. Y a la vez, por los mismos motivos, hacen muy difícil abordar temas complejos, razonarlos o plantear algún tipo de matiz.

Es tan tremendo el estruendo de las redes que para hacerse oír parece obligado recurrir a gritar más alto, a lo más escandaloso, a lo más escorado. Una opinión contundente se eclipsa con otra aún más rotunda. Los peros -las dudas, los matices…- abren la puerta a la infamia, esto lo leí hace poco en el comentario de un indignado.

Tzvetan Todorov, el lingüista y filósofo de origen búlgaro nacionalizado francés, diferenciaba entre moral y moralismo:

El individuo moral somete su propia vida a los criterios del bien y el mal, que van más allá de sus satisfacciones o placeres. El individuo moralista somete a tales criterios la vida de quienes le rodean; extrae su virtud únicamente de la denuncia de sus vicios (los ajenos, aclaro por si acaso).

Es posible que en las redes sociales escasee la moral, pero rebosan de moralismo, de moralina barata. Ejércitos de guardianes de morales diversas -algunos especializados en temas concretos, otros generalistas- otean constantemente el horizonte en busca de incorrectos y desviados para abalanzarse sobre ellos y afear con saña sus conductas. Esa vigilancia incansable les reporta una inmensa satisfacción personal, al parecer. Lo mismo que le pasaba al fariseo del evangelio de Lucas, aunque este, al menos, oraba para sí, y nuestros fariseos digitales aspiran a riadas de me gusta.

Los linchamientos en redes sociales guardan cierta similitud con las lapidaciones del pasado, y -por increíble que parezca- aún del presente en algunos países. Bueno, con la diferencia -no precisamente menor- de que ningún bombardeo de megabytes te puede reventar la cabeza. Físicamente, por lo menos.

Volvamos a los evangelios -¡menudo día tengo!-, al pasaje de la lapidación de la adúltera recogido en el evangelio de Juan. Los escribas y fariseos llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio y le recuerdan que según la ley de Moisés debe morir apedreada. Jesús se hace de rogar antes de responder. Los otros insisten, quieren que se comprometa para poder acusarlo de infiel. Al final, la respuesta de Jesús es indirecta: Aquel que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra. Y los allí reunidos se van marchando de uno en uno, hasta que solo quedan la mujer adúltera y Jesús. Aquellos antiguos debían tener la autoestima menos hinchada. O mayor conciencia de los propios errores.

Dudo mucho que hoy en día una respuesta que no entra al estricto trapo de lo exigido consiguiera ser escuchada en medio del fragor de las redes sociales.

Pero de lo que sí estoy seguro es de que, si llegara a trascender, recibiría miles de respuestas indignadas: lo señalarían como cómplice, colaboracionista, tibio, tonto útil…

Así que lo más probable es que el siguiente diluvio de pedradas digitales fuera dirigido contra la mismísima cabeza del autor de un mensaje tan autocrítico. O tan crítico, hablando con mayor precisión, porque del pasaje evangélico podría desprenderse que Jesús sí se consideraba a sí mismo libre de pecado. Y es que aquí no se salva ni dios.

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