La indumentaria femenina en el siglo XVII

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El Quijote es una fuente amplísima  de conocimientos sobre las costumbres y hábitos de la sociedad contemporánea de Cervantes. Resulta, por tanto, un campo de trabajo idóneo para saber cómo vestían y se comportaban los hombres y mujeres de los distintos estratos sociales en el siglo de Oro español.

Carmen Bernis es una de las mayores expertas en la indumentaria, en concreto sobre los tipos y trajes de la época del Quijote. Bernis escribe que «para Cervantes y para sus contemporáneos, los personajes del Quijote formaban parte de una realidad vista y vivida. Si aspiramos a recrearlos visualmente, tal como los vio su creador, necesitamos saber cómo iban vestidos, pues en todo intento de evocar un personaje del pasado no podemos prescindir de algo tan íntimamente ligado al ser humano como es el vestido.«

La indumentaria de la época reflejaba algunas de las características más sobresalientes de la ideología de la época: el pudor y la complejidad ornamental.

En las ciudades las personas mostraban su pertenencia a una determinada clase social en parte gracias a la riqueza de sus atuendos y al uso de las telas más ricas y exóticas. En cambio, en el campo no hubo esta preocupación, y la indumentaria apenas cambió a lo largo de los siglos.

El pudor obligaba, sobre todo, al uso de colores oscuros y a tapar casi todo el cuerpo. De ahí que resultara casi imposible discernir tanto la figura femenina bajo faldas, barquillas, enaguas, gorduras y mantos, como la masculina, bajo calzas, cuellos, pelucas, capas y guantes.

Esta fue, desde luego, una de las épocas en que más se gastó en las ciudades en vestir.

El vestido separa los sexos y permite leer sobre ellos los sentidos que cada época atribuye a los cuerpos según su distribución en el binomio hombre/mujer. No obstante, la indumentaria codifica otros valores: la pertenencia a una clase social, la identidad nacional o grupal, la juventud y la vejez, la profesión, e incluso el sentimiento religioso.

La indumentaria femenina

El Renacimiento consideró la belleza exterior correlato de una bondad de inspiración divina, la cara como espejo del alma, y esta identificación se extrema de manera muy peculiar en el libro de Cervantes. Por eso la mujer debía vestirse, maquillarse, disfrazarse, para hacer suya la apariencia de un ideal y de un canon, impuesto desde la mirada masculina. El Barroco, tiempo del disfraz, incentivaría la mascarada.

horas4De esta forma, las severas reglas higiénicas y cosméticas de la época eliminaban de sus prescripciones el agua, elemento asociado a la mutabilidad y considerado pernicioso para la salud, y promovían una estética de ropa blanca, de polvos y perfume que cubren la piel, disfrazan su olor y su color para hacerla semejarse al ideal.

En este contexto la mujer se convierte en juez y medida de un gusto de inspiración masculina; al tiempo que en objeto de consumo, lujoso exceso. De ahí que cuando el cura y el barbero decidan travestirse para asemejar una dama en apuros, hiperbolicen los códigos cosméticos, pongan en escena a la mujer desde rasgos puramente estéticos:

«En resolución, la ventera vistió al cura de modo que no había más que ver. Púsole una saya de paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo de ancho, todas acuchilladas y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron hacer ellos y la saya en tiempos del rey Bamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba por dormir de noche y cíñase por la frente una liga de tafetán negro» (Capítulo 26, Primera Parte).

Vestidas para la ocasión: traje femenino y norma social en el Quijote

En el Quijote damas, mujeres comunes, labradoras, novias y cazadoras se visten para la ocasión y convierten sus ropajes en un código de infinitos valores, donde el peso del linaje articula la lectura. Sin vestido es imposible lograr el «efecto belleza».

La mujer noble del XVII combinaba un doble atuendo: el estilo de aparato, que lucía en público, como representante de un linaje y portadora de la honra, y el traje más sencillo, nunca ajeno, no obstante, a los valores que debía representar, pero sí más adaptado a las necesidades de la cotidianidad doméstica. El valor representativo de cada una de las piezas de su vestuario las convertía en auténticas joyas, y como tales serían consignadas en testamentos y legados. De igual forma, las damas que la acompañaban, como parte de su séquito, habrían de participar del mismo lujo de vestido, aunque nunca superar el esplendor de su señora. Ellas eran sus «complementos»

966Desde aquí, el estilo de aparato intentó borrar las formas del cuerpo femenino (considerado siempre responsable de la lujuria), cubriéndolo y unificándolo. Todos los cuerpos habrían de poseer una misma silueta; pero sin olvidar el «efecto belleza» que estos debían producir. La mujer noble, como icono de referencia social, sería extremadamente protegida en su cuerpo.

Así, el traje de aparato solía consistir en una saya entera, siempre profusamente labrada, que se vestía sobre el verdugado (una falda interior armada con unos aros llamados verdugos, que según las épocas se hacían de mimbre o madera, y que se cosían sobre la tela y se forraban de terciopelo o raso), que daría al traje un efecto rígido y acampanado según la moda. Vestir verdugado era símbolo de nobleza, aunque usarlo requería de todo un aprendizaje.

Por eso, cuando Teresa Panza llega a creerse esposa de gobernador inmediatamente deseará lucirlo:

«Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid o a Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho, y sea al uso de los mejores que hubiere; que en verdad, en verdad que tengo que honrar al gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere.» (Capítulo 50, Segunda Parte).

Junto con el verdugado, corpiños forrados de cuero, cartón o con tablillas de madera, contribuirían a la unificación y control de la figura de la mujer. Asimismo, debajo de este podía llevarse «faldellín», a modo de enagua de cintura, también labrada ricamente, que pondría de moda «enseñar los bajos», al subir y bajar de un coche, pensado modo de exhibición de riqueza.

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El retrato de la Infanta Ana de España, pintado por Juan Pantoja de la Cruz, nos muestra el efecto visual que produciría una mujer ataviada de esta forma. La infanta lleva saya entera, prenda típicamente española, sobre verdugado. La saya de manga redonda y cuerpo en pico se completa con manguillas que cubren los brazos, espacio de mirada erótica para la época. Los puños son de puntas de randa. La hija de Sancho Panza, Sanchica, se dedica a bordar este tipo de puños:

«Sanchica hace puntas de randa; gana cada día ocho maravedís horros, que va echando en una alcancía para ayudar a su ajuar.» (Capítulo 52, 2ª Parte).

El conjunto se completa con un gran cuello de lechuguilla, que inmovilizaba y estiraba la cabeza, una cinta o cintura, pieza de orfebrería que bordeaba la cintura por detrás y bajaba en pico por delante, posiblemente botones hechos en oro y piedras preciosas, elaborado peinado y tocado de gorra y plumas a juego. La falda se cierra con puntas de metal y cintas. El pañuelo que porta en la mano también está decorado con puntas de randa.

la-infanta-doc3b1a-ana-mauricia-de-austriaLlama la atención en los testimonios pictóricos de la época el vestido, ya de aparato, de las niñas, que aparece en los cuadros; esto revela la importancia que la época daría al deber ser mujer, y al vestido que lo sustentaba; al tiempo que demuestra que aprender a llevar ese vestido era una tarea que debía comenzarse en la infancia.

A todos estos elementos se suma la gran aportación española a la moda europea: el chapín, que jamás asoma en el retrato, pues los códigos de decencia de la época marcaban que no habían de verse los pies. El chapín era un artificio que sobrepuesto al zapato, levantaba el cuerpo con sus 6 o 7 suelas de corcho. Era pesado e incómodo y obligaba a las mujeres a andar deslizándose, sin levantar los pies del suelo, lo que la moralidad de la época encontraba beneficioso para ellas, pues «las hacía estarse quietas».

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No obstante, resulta impensable una mujer vestida de este modo durante veinticuatro horas. Por eso, el atuendo más informal sustituía la saya entera por un jubón o cuerpo, siempre sobre camisa, y basquiña, nombre con el que designaban a las faldas exteriores tanto del traje cortesano como del popular. El jubón acababa en pico y podía llevar mangas, el cuerpo acaba en recto y nunca llevaba mangas. Las camisas solían ir bordadas en plata y oro, según la tradición heredada de los árabes. Este conjunto de dos piezas, aunque muy aparatoso si lo comparamos con la moda de hoy, suponía para la mujer de la época ganar en comodidad y libertad de movimientos.

Además del esmero en el vestir, la mujer noble también se aplicaba innumerables cuidados de belleza: se pintaban el rostro, se teñían el pelo, se depilaban…

«Hemos tomado algunas de nosotras por remedio ahorrativo de usar unos pegotes o parches pegajosos, y aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como fondo de mortero de piedra; que puesto que hay en Cadaya mujeres que andan de casa en casa a quitar en vello y a pulir las cejas, y hacer otros menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las dueñas de mi señora jamás quisimos admitirlas» (II, 40),

Por otro lado, en algunas ocasiones excepcionales: de caza o de camino, el traje de las mujeres principales experimentaría algunas variaciones. El traje de caza de una dama se llamaba vaquero. El vaquero que la duquesa viste en su encuentro con Don Quijote sería el traje típico de caza, ocasión que exigía enormes preparativos pues la caza sería para los grandes señores una preparación de la guerra, y una ocasión de lucimiento entre sus iguales, que también requería libertad de movimiento.

«… vio una gallarda señora sobre un palafrén o hacaena blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente, que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda traía un azor, señal que dio a entender a don Quijote ser aquella alguna gran señora de debía de serlo» (Capítulo 30, 2ª parte).

Las grandes damas necesitaban un atuendo que les permitiera montar a caballo. Por esta razón, el vaquero, de origen turco, era un traje ajustado de talle, con dos pares de mangas: las normales y otras a lo turco, más corto que la basquiña que se llevaba debajo, que habría de eliminar aquellos elementos que más dificultaban la movilidad de la mujer: el verdugado y el cuello de lechuguilla.

Sin embargo, de una manera u otra, todos los modelos de vestuario hasta aquí descritos inscriben a la mujer cortesana en el espacio de lo privado (sea el salón de recibir de su palacio o los campos de la finca de su familia), reforzando con ello la relación hombre/mujer, público/privado.

San Jerónimo desde el PradoDe ahí que la obsesión por cubrir y proteger el cuerpo femenino se acentúe cuando la mujer se aventure en el espacio de lo público, cuando salga a la calle y se exponga a la mezcla con otras clases sociales. Para esta ocasión el cuerpo se cubre todavía más si cabe, y el rostro se tapa, con un gesto ambiguo que borra la identidad personal frente a la social, que desvía el «efecto belleza», pero que otorga también la libertad del anonimato. Taparse, al contrario de lo que ocurre en el mundo musulmán, confiere a la mujer mayor independencia. La mujer tapada se convierte en la gran protagonista del enredo en la comedia del Siglo de Oro, pues «dejar al descubierto el ojo izquierdo», a medio ojo, será considerado el culmen de la seducción desde el poder que da el secreto. Esta costumbre morisca pasó de ser la salvaguardia de la virtud y del recato, a un «peligroso» modo de ocultación y coqueteo. Varias pragmáticas intentaron inútilmente prohibirla.

El traje de camino fue el primero en cubrir el rostro de la mujer, a modo de protección contra posibles asaltantes. Así, el rostro (especie de careta de tela), el volante (a modo de velo de costosa tela que bajaba desde el sombrero), o el antifaz serían las tres prendas que ayudarían a ocultar los rostros de las viajeras. Capotillo y ferreruelo, junto con sombrero de copa alta y ala estrecha constituían los elementos necesarios para vestirse de camino.

El capotillo era una prenda corta de abrigo que permitía a la mujer montar a caballo, evitando la dificultad que le hubiera ocasionado el largo manto, podía forrarse con piel para resguardarla de los rigores del viaje. Ancho, con mangas tubulares que prendían de los hombros, tendría una longitud de dos palmos por debajo de la cintura. El ferreruelo, del que quedan menos testimonios, sería similar al capotillo, pero sustituiría la manga por aberturas delanteras para sacar los brazos y añadiría un cuello. En ningún caso los trajes de las viajeras renunciarán a simbolizar la estirpe  y la riqueza de quien las portaba, se oculta la identidad personal, pero se muestra la identidad social. El color preferido para su confección, como en la indumentaria de caza, sería el verde.

De señoras a villanas o cómo vestían las otras

Las «mujeres comunes», en expresión de Carmen Bernís, constituyeron un eslabón intermedio en la jerarquía que marcaba el vestido, ya que según la riqueza de la familia usarían un atuendo que las asemejaría a la nobleza o, por el contrario, se vestirían casi como villanas.

riberaDe este modo, el traje de la mujer común eliminaría aquellos aspectos más artificiosos del estilo de aparato, haciendo desaparecer de su atuendo el verdugado y la lechuguilla (este quedaría sustituida por cuellos abiertos, en forma de valonas o variantes), y escogiendo siempre el conjunto de jubón o cuerpo (también corpiño) y basquiña, frente a la saya entera. La cinta o cintura se cambiaría por una pretinilla, cinturón de damasco o cuero, al tiempo que la tela se mostraba mucho menos guarnecida y siempre con adornos más sencillos y baratos. Aquellas mujer de más categoría utilizarían también ropa. De la misma forma, los grandes mantos serían muy usuales, tanto para salir a la calle, como, incluso, en el interior de algunas viviendas.

Con este atuendo la camisa cobraría una tremenda importancia en el efecto de conjunto. Esta presentaría dos variantes: la camisa de pecho, escotada, y la camisa alta, que cubría el cuello. El escote que mostraba la camisa de pecho no se entendía como atentado contra el pudor. También la camisa de amplias bocas o arremangada permitiría a la mujer de clase media algo inusual en el mundo cortesano: enseñar los brazos. Las medias mangas y manguitas, que cubrían la camisa en los antebrazos, fueron también ajenas a la nobleza.

Con lo hasta aquí descrito podemos imaginar cómo vestiría la sobrina de don Quijote, pero el caso del ama sería muy diferente. Las mujeres mayores de cuarenta años se verían estigmatizadas por una sociedad que solo valoraba la femineidad en tanto que generadora de belleza. Por eso el cuerpo femenino maduro se ocupa tras capas de tela: grandes mantos, vestidos sin adorno y hábitos de corte monjil, fueron los vestidos de las amas y las dueñas, pues su cuerpo ya no era objeto de lujo, sin de despojo.

Junto a las mujeres de clase media villanas y labradoras tratarían de aproximarse a estas en el vestido. Ni Quiteria, ni Dorotea visten como labradoras. Sancho quedará impresionado ante el lujo del vestido de Quiteria:

» A buena fe que no viene vestida de labradora, sino de garrida palaciega. ¡Pardiez, que según diviso, que las paternas que había de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es terciopelo de treinta pelos! ¡Y montas que la guarnición es de tiras de lienzo blanco! ¡Voto a mí, que es de raso! Pues ¡tomadme las manos, adornadas de sortijas de azabache! No medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con perlas blancas con una cuajada, que cada debe valer un ojo de la cara. » (Capítulo 21, 2ª parte).

Mientras Dorotea, aunque disfrazada, lleva con ella «una saya entera de telilla rica y una mantenida de otra vistosa telilla verde».

horas4Así, el conjunto habitual de la mujer de las clases populares habría de consistir en un sayuelo, cuerpo muy escotado y sin mangas, acompañado de basquiña y camisa, usualmente de pechos, algún manto corto y un delantal que protegería la ropa. Además, sería muy usual un pequeño tocado que se echaba sobre los hombros y podía meterse en el escote del sayuelo para proteger del frío. Estas mujeres irían descalzas o calzarían chinelas y botines, jamás el chapín que hubiera ido absolutamente en contra de las necesidades de su trabajo. Teresa Panza no solo es la representante de este grupo sino de su escalafón inferior, pues su saya es tan corta que atenta contra el pudor de la época que sancionaba la exhibición de los pies.

«Salió Teresa Panza, su madre, hilando un copo de estopa, con una saya parda. Parecía, según era de corta, que se había cortado por vergonzoso lugar; con un corpezuelo a sí mesmo pardo y una camisa de pechos» (Capítulo 50, 2ª parte).