Roberto Carlos Pérez: «Góngora y el amor» (ensayo)

El viaje como una representación del amor en “Descaminado, enfermo, peregrino” de Luis de Góngora.

Roberto Carlos Pérez
La Zebra | #4 | Noviembre 1, 2016

Los efectos físicos, especialmente el sufrimiento causado por la visión de la mujer amada o la mujer idealizada,  vinculan el poema “Descaminado, enfermo, peregrino”, de Luis de Góngora, con las convenciones medievales del amor cortés. Dichas convenciones surgieron en el sur de Francia alrededor del siglo XII en la poesía trovadoresca, a raíz de factores políticos, sociales y religiosos.

Fue durante la Edad Media cuando el amor cortés surgió como un fenómeno literario. Las relaciones económicas entre vasallo y señor, demarcadas por el sistema feudal, fueron quizás el modelo tomado por los poetas provenzales. Aunque el término no fue acuñado sino hasta en 1883 por Gaston Paris, la relación entre amante y amada, vista desde la esencia misma del vasallaje (el amante el vasallo y la amada su señora), se unió a las nuevas concepciones cristianas sobre el hombre y la mujer. The Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics dice lo siguiente sobre el amor cortés:

El amor cortés es una noble pasión en la que el amante idealiza a la amada. Ella, su soberana, ocupa una exaltada posición ante él. Sus sentimientos hacia ella lo ennoblecen y le otorgan valía, mientras que su belleza de cuerpo y de alma lo conducen a ansiar unirse a ella, no por la simple pasión, sino por ser el medio para alcanzar excelencia moral (156, traducción hecha por el autor del ensayo).

Compuesto en 1594 después de un viaje a Salamanca, el soneto narra la historia de un hombre enfermo que, tras errar en un lugar solitario, encuentra posada en un humilde albergue. Desconcertado y sin rumbo, escucha el incesante ladrido de un perro, que le indica la proximidad de una vivienda, sin imaginarse que, a la mañana siguiente, tras contemplar a una hermosa mujer, ésta le robará para siempre el corazón. Dice el poema:

Descaminado, enfermo, peregrino,
en tenebrosa noche, con pie incierto
la confusión pisando del desierto,
voces en vano dio, pasos sin tino.

Repetido latir, si no vecino,
distinto oyó de can siempre despierto,
y en pastoral albergue mal cubierto,
piedad halló, si no halló camino.

Salió el Sol, y entre armiños escondida,
soñolienta beldad con dulce saña
salteó al no bien sano pasajero.

Pagará el hospedaje con la vida;
más le valiera errar en la montaña
que morir de la suerte que yo muero.

(2:149).

De estructura clásica, sus cuartetos están compuestos por rimas abrazadas (ABBA – ABBA), mientras que sus tercetos contienen rimas diferentes (CDE –CDE). El poema arranca con una enumeración de los males padecidos por el protagonista, haciendo que el lector se sumerja sin demora en la gravedad del problema: “Descaminado, enfermo, peregrino”.

Tras haber suprimido la conjunción “y”, el poeta crea un sentimiento de desorientación, imprimiéndole, desde el arranque, uno de los elementos más importantes del poema: la imprecisión en las acciones del peregrino. Si se lee “descaminado y enfermo peregrino”, el efecto ya no es el mismo; el golpe letal que representan cada una de estas palabras sobre la figura del caminante se desvanece.

En los siguientes versos se brindan más detalles sobre su entorno: “en tenebrosa noche, con pie incierto/ la confusión pisando del desierto,/voces en vano dio, pasos sin tino”. Voces que, si se acepta la interpretación de Dámaso Alonso, como veremos más adelante, pueden ser los gritos desgarrados del amante. Dámaso parece apoyarse en la Soledad primera al sostener que el peregrino de este soneto lleva a cuestas un amor fracasado. Allí Góngora dice:

Pasos de un peregrino son errante
cuantos me dictó versos dulce musa:
en soledad confusa
perdidos unos, otros inspirados.

(Soledades, 71).

Aunque los antecedentes no son dados y tampoco se sepa su destino, la imagen inspira un profundo sentimiento de compasión. Todo le es adverso al protagonista. Pero caben también otras conjeturas: ¿Fue asaltado y lo han herido? ¿Va huyendo de alguien o lo vienen persiguiendo? La historia se mueve a gran velocidad, y de una imagen se pasa a otra: al detenerse en un viejo albergue a pedir orientación, el peregrino encuentra refugio (“piedad halló/ si no halló camino”).

Las figuras estilísticas, aunque atenuadas por la misma velocidad del poema, insisten en repetir lo que las circunstancias dan por obvio. Sin embargo, gracias a ellas la noche ya no es solamente oscura, sino tenebrosa. Este adjetivo ahonda la desorientación del protagonista, convirtiéndola en algo mucho más profundo que el desconocimiento del paisaje que tiene por delante. El sustantivo “confusión” (“…con pie incierto/ la confusión pisando del desierto”) parece complementar a la “tenebrosa noche” para crear el efecto de un extravío interno o espiritual.

Nuestro “protagonista” aparece hundido en las tinieblas del alma gracias a una certera adjetivación: descaminado, enfermo, peregrino son hermosísimas pero lacerantes palabras que sugieren que éste hombre no es un simple viajero, sino uno cuyo viaje es de índole espiritual. Así, la profunda soledad del camino, el encuentro con un paisaje o naturaleza que no le es amable puesto que es extraña, y que puede incluso ser amenazante (tenebrosa) y hasta la misma “enfermedad”, hablan de un alma desvinculada y huérfana de todo cuánto le da ánimo o sentido.

El tema del caminante-peregrino, visto antes en la lírica provenzal y en la poesía petrarquista, siguió vigente en los Siglos de Oro. Mientras Góngora dice en su ya citado primer cuarteto: “en tenebrosa noche, con pie incierto/ la confusión pisando del desierto,/ voces en vano dio, pasos sin tino”, Quevedo dice en un soneto que “exhorta a los que amaren, que no sigan los pasos por donde ha hecho su viaje”:

Cargado voy de mí: veo delante
muerte que amenaza la jornada;
ir porfiando por la senda errada
más de necio será que de constante.

Si por su mal me sigue ciego amante
(que nunca es sola suerte desdichada),
¡ay!, vuelva en sí y atrás: no dé pisada
donde la dio tan ciego caminante.

Ved cuán errado mi camino ha sido;
cuán solo y triste, y cuán desordenado,
que nunca ansí le anduvo pie perdido;

pues, por no desandar lo caminado,
viendo delante y cerca fin temido,
con pasos que otro huyen le he buscado.

(Obras completas, 515).

Un siglo antes, el mismo Garcilaso expresaba algo similar en su soneto XVII:

Pensando qu’el camino iba derecho,
vine a parar en tanta desventura
que imaginar no puedo, aun con locura,
algo de que ‘sté un rato satisfecho

el ancho campo me parece estrecho,
la noche clara para mí es escura;
la dulce compañía amarga y dura,
y duro campo de batalla el lecho.

Del sueño, si hay alguno, aquella parte
sola qu’es ser imagen de la muerte
se aviene con el alma fatigada.

En fin que, como quiera, ‘stoy de arte,
que juzgo ya por hora menos fuerte,
aunque en ella me vi, la que es pasada.

Es interesante observar que, desde el siglo XVI, el viaje es uno de los temas comunes para expresar el amor y su fatal desenlace. El amor cortés medieval no parece usar la noción de “viaje”, excepto quizás en el caso de los caballeros andantes, tales como Amadís de Gaula, que han de ganarse los favores de su amada, probando su valor y buena voluntad.

Pero el viaje de Góngora y Quevedo, e incluso el de Garcilaso, parece implicar que el amor es en sí mismo un viaje, tal vez por los cambios que procura en la conciencia del amante, quien adquiere el sentido del antes y del después, es decir, del tiempo y –en cierto modo– también del espacio, pues con el fracaso amoroso, el amante se contempla y adquiere noción de todo cuánto es, y de la terrible realidad de su estado.

En el soneto de Góngora, el viaje finaliza en una “vuelta de tuerca”, es decir, en un enamoramiento. El encuentro con una hermosa mujer le da un giro inesperado a la historia y reformula, si nos atenemos a la propuesta de Dámaso Alonso, a la idea original de los cuartetos.

Salió el Sol, y entre armiños escondida,
soñolienta beldad con dulce saña
salteó al no bien sano pasajero.

Pagará el hospedaje con la vida;
más le valiera errar en la montaña
que morir de la suerte que yo muero.

Aunque este soneto no le hable directamente a la amada, o no establezca diálogo con ella, sino con el lector –a la inversa de la poesía trovadoresca–, es evidente que el espíritu del amor cortés, o al menos algunos de sus aspectos esenciales, han sido retomados en el poema. La belleza física de la mujer, de quien el caballero se enamora a primera vista, produce un deseo carnal. “El peregrino –según lo interpreta Dámaso Alonso– fue acogido piadosamente en una casa, en la que al levantarse al día siguiente vio a una dama vestida de armiños cuya belleza hizo que, no sano aún de otro amor, de ella se enamorara” (150).

Si la interpretación de Dámaso se toma por cierta, entonces es todavía más factible que la atracción del peregrino hacia la mujer, lejos de ser una atracción espiritual, sea meramente carnal, al punto de sentir dolor físico por el rechazo, puesto que el amante, en este caso el peregrino, espera más de lo que la pasión misma puede ofrecerle. En todo caso, tanto la admiración de la belleza femenina y el cortejo son, a fin de cuentas, actos civilizados propios del amor cortés.

Como en muchos de sus poemas, la vida pastoril es exaltada por el maestro cordobés. Sin embargo, es importante recordar que ciertos aspectos del amor cortés también son parte de la poesía bucólica. Ejemplo de ello son las Églogas de Garcilaso.

No obstante, en oposición a esa naturaleza renacentista, que es quizás la primera naturaleza que aparece en la poesía española, la del poema de Góngora, a pesar de la brevedad de sus menciones, no tiene armonía. Todo en ella trabaja en contra del peregrino, que no es un pastor, como puede pensarse, sino un extranjero para quien el paraje le es extraño.

Este escenario sugiere humildad y descuido, pero en ningún caso prosperidad o riqueza. Contrasta, sin embargo, con la visión de la mujer vestida de armiños, ya que esta piel era ya en el siglo XVI un símbolo de riqueza. Leonardo Da Vinci, en pleno Renacimiento, pinta uno de sus cuadros más emblemáticos, “La dama con el armiño”, en el que una distinguida mujer, ataviada con prendas lujosas, sostiene a uno en sus brazos.

El hecho de que la beldad del soneto esté vestida de armiños, puede también sugerir un estado de pureza. Por siglos existió la creencia de que la piel de éste animal, blanca como la nieve, era símbolo de castidad. Más aún, que el armiño, antes de ser atrapado, prefería entregarse a sus captores a permitir que su propia sangre manchara su piel. El “Emblema número 75”, de Henry Peacham, cuadro titulado “Cui candor morteredemptus” (“La pureza resaltada a través de su muerte”), en la que un cazador persigue a un armiño con dos perros de asalto, da muestra de dicha creencia.

Sin embargo, el eje del poema no es propiamente el amor cortés, sino una secuencia de acciones que empiezan describiendo un determinado estado de deterioro y culminan en su incremento. El hablante, al hablar de su “protagonista”, concluye diciendo que “más le valiera errar en la montaña/ que morir de la suerte que yo muero”. El amor cortés parece, en este esquema de deterioro progresivo, una instancia que sirve para ilustrar el sufrimiento, tanto físico como espiritual, del amante.

En el centro de este deterioro, el caminante halla la “bondad” de quien le ofrece hospedaje. Sin embargo, al día siguiente, al ver a la hermosa mujer que le roba el corazón, los efectos del amor, o del deseo, comienzan de nuevo. Aquí hay un cruce de sentidos: por una parte aparece la bondad, o más bien la compasión cristiana de quien le da cobijo. Estamos, por tanto, frente a una virtud: la de la caridad de quien ofrece al que no tiene. Por otra parte, surge el amor (o deseo) que la dama inspira. Este amor no ennoblece, sino que otorga la muerte. La dama seguramente se niega a los requerimientos del caminante (“con dulce saña”) y éste prosigue su camino en estado lamentable. El caminante no se queda a probar suerte; el poema no habla de aspiraciones a una unión permanente con la dama. La derrota es todo cuanto queda subrayado.

Vale la pena considerar, por lo tanto, la noción del “deseo” al estilo del buen amor del Arcipreste de Hita, como móvil para la progresión del deterioro. En otras palabras, el deseo, alejado como está de las virtudes cristianas, no espiritualiza al amante, es decir, no lo vincula a lo otro, no borra las diferencias con lo otro, y por lo tanto, sólo produce desorientación y enfermedad. Góngora parece contraponer la piedad al deseo y separar lo que el amor cortés había querido unir: la carne y el espíritu.

Quizás tal posición entre la virtud y la no virtud sea demasiado drástica. Lo que sí parece indiscutible es que, desde el Renacimiento, al menos en España, los grandes poetas parecen percibir, tanto en el amor como en el deseo, la presencia implícita de un viaje en el que se hallan o se extravían caminos. El amor, en cualquiera de sus formas, produce cambios en la conciencia.

Obras citadas

  • Góngora, Luís de. Góngora y el “Polifemo”. Ed. Dámaso Alonso. 3 vols. Madrid: Editorial Gredos, S. A., 1967. Impreso.
    —Soledades. Ed. John Beverly. Madrid: Ediciones Cátedra, S. A., 1998. Impreso.
  • Quevedo, Francisco de. Obras completas. Ed. José Manuel Blecua, 2da ed. Barcelona: Editorial Planeta, 1968.
  • The Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics. Ed. Alex Preminger. New Jersey: Princeton University Press, 1974. Printed.

 


Roberto_Carlos_PerezROBERTO CARLOS PÉREZ (Granada, Nicaragua, 1976). Autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012 y 2016) y editor del libro de ensayos en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco: José Emilio Pacheco en Maryland (1985 – 2007) y de la novela modernista El vampiro (1910), del poeta y narrador hondureño Froylán Turcios. Ha publicado cuentos y ensayos críticos para revistas nacionales e internacionales como  eHumanista, revista especializada en temas cervantinos y medievales, Carátula, revista cultural centroamericana, Círculo de poesía, revista electrónica de literatura,  El Hilo Azul, revista literaria del Centro Nicaragüense de Escritores, Lengua, revista de la Academia Nicaragüense de la Lengua, La Zebra, revista de letras y artes, El pulso, periódico de investigación, Alastor y El Sol News, periódico de noticias de Nueva York, entre otros. Ha sido incluido en las antologías Flores de la trinchera. Muestra de la nueva narrativa nicaragüense  (2012) y Un espejo roto (2014). Su cuento «Francisco el Guerrillero» fue traducido al alemán y apareció en la antología Zwischen Süd und Nord: Neue Erzähler aus Mittelamerika (2014). Estudió en la escuela de bellas artes Duke Ellington School of Arts y se licenció en música clásica por Howard University. Investigador de la obra de Rubén Darío (ha participado en festivales y homenajes y ha publicado diversos ensayos dedicados a preservar la memoria del poeta nicaragüense), es máster en literatura Medieval y de los Siglos de Oro por la Universidad de Maryland.