Luis Fernando Moreno Claros

Prólogo

Entonces, ¿quién soy yo de verdad? Pues ese que ha escrito El mundo como voluntad y representación y que ha dado tal solución al gran problema de la existencia que deja obsoletas las precedentes y que, en cualquier caso, mantendrá bien ocupados a los pensadores de los siglos venideros.

Arthur Schopenhauer, sobre sí mismo («Eis heautón», § 8)

El genio desconocido no existe ni ha existido nunca […] quienes realmente son geniales acaban disfrutando siempre de una amplia recepción entre sus contemporáneos. Es natural: si hay en el mundo un bien escaso, ese es el raro don de los genios.

Javier Gomá Lanzón, Todo a mil

El filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) es —quizá, junto con Friedrich Nietzsche— uno de los pensadores más leídos y celebrados por quienes poco o nada tienen que ver con la filosofía como profesión. Hasta hace solo escasas décadas, fue un autor incluso despreciado en ambientes académicos por los profesionales de esta disciplina, pues lo consideraban más cercano a la literatura y a la simple especulación metafísica diletante que a la filosofía de carácter técnico y actual: poskantiana, posmoderna, positivista y lógica, wittgensteiniana o heideggeriana. Y es que su lenguaje filosófico se prestaba con deficiencia a las especulaciones crípticas que tanto caracterizan a dichos profesionales. En España, al contrario que en Francia, Alemania y Europa Central se lo tuvo durante demasiado tiempo por filósofo popular y secundario, entre otras cosas, debido a la supuesta facilidad de comprender su pensamiento, una suposición, huelga decirlo, que solo podía provenir de su absoluto desconocimiento. Esto explica que entre los profesionales de la filosofía académica se lo haya despachado de un plumazo con apenas dos palabras cauterizadoras: «Pesimista e idealista», por ejemplo; además de añadirle la nefanda etiqueta de «misógino», cuando no «antifeminista». Tales son los tópicos esgrimidos por quienes lo conocen de oídas o por la lectura de alguno de sus ensayos más divulgados, en particular, aquellos que versan sobre los dolores del mundo, la muerte y las mujeres.

En las universidades españolas era infrecuente estudiar el pensamiento de Schopenhauer o, si acaso se lo tenía en cuenta, solo de manera muy superficial. Tampoco las versiones fragmentarias de sus obras, las traducciones deficientes de sus escritos, contribuyeron a que se conocieran sus ideas como es debido. En la actualidad el panorama es distinto, y la visión que solía tenerse de su filosofía se ha transformado radicalmente al desligarse del tópico y el desconocimiento.

Desde hace algunos años los profesores universitarios españoles se ocupan cada vez más de explicar a Schopenhauer, y hasta en los institutos de secundaria se comenta algún libro suyo. Las traducciones de sus obras al castellano y demás lenguas de España son abundantes y rigurosas. En apenas una década, entre los años 2002 a 2009, han visto la luz nada menos que tres versiones nuevas y completas en castellano de El mundo como voluntad y representación, así como dos nuevas traducciones de Parerga y paralipómena; a lo que hay que añadir multitud de cuidadas ediciones de opúsculos y tratados sueltos, cartas y fragmentos extraídos del legado póstumo de Schopenhauer. La editorial Trotta, sin ir más lejos, publicó en 2012 los Diarios de viaje que Schopenhauer escribió en su adolescencia, así como recientemente Sobre la visión y los colores, obra hasta ahora desconocida en español.

De manera que Schopenhauer es un filósofo que, en la actualidad, es de los más famosos de entre los denominados «clásicos de la filosofía», al menos en lo que se refiere a la preferencia del público no especializado ni académico; filósofos tan importantes como Spinoza, Hume, Descartes, Kant o Platón y Aristóteles no gozan hoy de semejante aceptación popular.

Existe una tendencia contemporánea en el ámbito ensayístico e intelectual norteamericano y europeo que sin duda ha contribuido a la popularidad de Schopenhauer: la divulgación de las teorías filosóficas clásicas y las vidas de los filósofos mediante libros fáciles en los que de manera somera —y a menudo harto tópica— se narran las gracias y las ocurrencias de cada pensador como si de un ferial de bichos raros se tratara. Ello se debe en parte a un desinterés generalizado del público lector por el pensamiento profundo que exige paciencia y dedicación; pero a la vez responde a la exigencia de este mismo público de que se le explique con claridad y de una vez por todas qué dijeron en definitiva los grandes pensadores de los problemas que les ocuparon y que en última instancia nos atañen a todos. Desde esta perspectiva, Schopenhauer es y continuará siendo popular, puesto que su vida se presta a la glosa de multitud de anécdotas que ilustran su extravagancia, y su filosofía pue- de ser explicada con cierta sencillez.

Simplificando hasta rozar lo absurdo, puede afirmarse de una persona que, en virtud de su originalidad, «se la ve toda entera en cada gesto que hace», y lo mismo puede aplicarse a la filosofía de Schopenhauer, ya que es fácilmente proclive a reducciones explicativas; por ejemplo, a definirla entera con una sola sentencia tan certera como esta: Alles Leben ist Leiden, «la vida es sufrimiento».

Lo fundamental ahora no estriba en discutir si con esta única afirmación resumimos de verdad la filosofía de este pensador. Más bien debemos preguntarnos si podemos comprender semejante aserto en su justa medida solo con leerlo; es dudoso que así sea. Quien desee hacerlo tendrá que familiarizarse con los principales escritos de Schopenhauer para contextualizar y entender la mencionada proposición con sus implicaciones y entresijos. Por lo demás, este filósofo no es precisamente de los que suelen aburrir a sus lectores, pues en sus obras caben por igual profundas especulaciones metafísicas que multitud de ideas ocurrentes y sentencias chocantes. Leerlo a fondo no es ninguna tortura. Conviene adentrarse en los vastos paisajes que traza en vez de quedarse solo en las lindes del conocimiento de las anécdotas y las breves sentencias que de él puedan destacar las simplificaciones filosóficas. Los libros del subgénero que mencionábamos anuncian, como si fueran meras señales de proximidad, el país más extenso y misterioso de los grandes filósofos. Sirven para despertar interés y expectativas, son como campamentos volantes en los que los montañeros que desean alcanzar las altas cumbres no deben acomodarse y permanecer largo tiempo. De ahí que siempre sea más saludable leer a los grandes filósofos en sus textos originales que consolarse con explicaciones ajenas. Y Schopenhauer es un autor que, como decimos, se lee con placer —y tal afirmación raya ya en el tópico—; quizá sea de los filósofos que menos explicaciones ajenas requiere; él mismo se jactaba de ser muy claro y de que su filosofía habla por sí misma, prescindiendo de glosas ajenas.

Si por algo destacan los libros del «sabio de Fráncfort» —así lo conocían cuando alcanzó la fama— es por la claridad y la elegancia de su estilo. «Quien piensa bien escribe bien», sentenció; y él mismo se ofrecía como el mejor y más explícito ejemplo de su aserto. Consideraba además que el estilo es inseparable de la personalidad de quien lo ostenta. Y que el poder de la suya se revelaba con suma pureza en cada línea que había escrito. Su obra fue para él como un órgano más de su cuerpo, inseparable de su ser, pues pensaba que en ella plasmaba para la posteridad «lo mejor de sí mismo», esa parte suya intelectual e imperecedera.

Nietzsche observó con acierto y originalidad que la filosofía de Schopenhauer, la totalidad de su poderoso y bien trabado sistema metafísico, era ni más ni menos que una magnificación de la persona de su autor, es decir: «un Schopenhauer en grande»1. Tamaña afirmación apela a la experiencia personal de Nietzsche. Recordemos que su amor confeso a la filosofía nació en gran medida de la admiración que sentía por la personalidad de los filósofos antiguos. El portentoso carácter de los primeros pensadores de Grecia, cuyos textos comenzó a estudiar como filólogo, impactó en él; más que las teorías de los primeros pensadores fueron los hombres que las preconizaron, sus férreas personalidades, los que ganaron para siempre su interés. Con apenas veinticinco años cumplidos, el futuro autor de Así habló Zaratustra impartía sus lecciones sobre historia del pensamiento en la Universidad de Basilea eludiendo entrar en «una relación completa de todas las posibles tesis que se atribuyen a cada filósofo, como acostumbra a hacerse en los manuales» —según sus propias palabras—; y ello porque, en su opinión, el procedimiento contrario conducía a una sola cosa segura: «Al oscurecimiento de lo personal». Y añadía: «He aquí la razón por la que tales exposiciones resultan tan aburridas; y es que lo único que puede interesarnos de sistemas que ya fueron refutados es, precisamente, lo personal»2. Con semejante proceder, Nietzsche confiaba en que sus alumnos comprendieran en primer lugar la pasta de la que estaban hechos los grandes hombres, la descomunal talla de los grandes pensadores, cuyas vidas podían ser consideradas ejemplares, antes incluso de que llegaran a comprender sus ideas. Lou Andreas-Salomé, comentarista e intérprete femenina de la filosofía de Nietzsche, se servirá de esta misma fórmula docente e interpretativa al escribir su libro Nietzsche en sus obras (1894), con el que explicaba la evolución intelectual del filósofo de Naumburg y sus ideas principales como inseparables de las fluctuaciones de su carácter y de su persona en general3.

  1. Véase F. Nietzsche, Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe, a cargo de G. Colli y M. Montinari, Walter de Gruyter, Múnich, 1980, vol. 8 (Fragmentos póstumos 1875- 1879), p. 413.
  2. Véase F. Nietzsche, La filosofía en la época trágica de los griegos, trad., prólogo y notas de L. F. Moreno Claros, Valdemar, Madrid, 1999, p. 31.
  3. Véase L. Andreas-Salomé, Friedrich Nietzsche en sus obras, trad. e introd. De L. F. Moreno Claros, prólogo de E. Pfeiffer, Minúscula, Barcelona, 2005.
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