El poder de engendrar personas

El poder de engendrar personas

Pedro Juan Viladrich

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No hay mayor poder en el mundo que el de engendrar personas humanas. Dios no lo dio a ningún poder ni político ni religioso. A ninguna institución. Lo confió a la unión de amor entre un hombre y una mujer.

Fragmento Original

“El hijo reclama nacer de este amor y no de cualquier manera, ya que él `no es un derecho sino un don´, que es el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres´. Porque según el orden de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una mujer y la transmisión de la vida están ordenados recíprocamente (cf. Gen 1,27-28). De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la obra de su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su amor, confiando a su responsabilidad el futuro de la humanidad a través de la transmisión de la vida humana” (La alegría del amor, n. 81).

Comentario

Recuerdo una merienda con algunos amigos y sus familias. Se han formado diversos grupos. Algunos hijos juegan en un ángulo del jardín. Un grupo mixto de maridos y mujeres atiende la parrilla, repartiéndose mejor que peor la jefatura culinaria. Sentado con un par de amigos, refugiados en una vagancia que nos toleran, contemplamos la escena familiar. La conversación se nos va a ciertas noticias del periódico. Repetidas, dramáticas, contumaces. Se trata del abandono de hijos pequeños, abortos e infanticidios, brutales maltratos, abusos sexuales a menores, infiernos en los que nacen y han de sobrevivir tantos niños, niñas y mujeres. Uno tercia solemne: “Siempre ha sido así en la historia. No recuerdo ningún tiempo donde no se hayan cometido atrocidades…”. Me abruma oírle. Tiene razón…

Me viene a la mente, pero me callo, el texto del Papa Francisco que cito más arriba. Dios dio su confianza al hombre, varón y mujer. Les confió el poder de engendrar personas. A sus propios hijos. No lo hizo con ningún otro poder ni político ni religioso. Tampoco al hombre y la mujer por separado, uno de espaldas al otro, como ajenos e indiferentes, o como adversarios y enemigos. Se lo confió a su unión de amor. En el seno del hogar. ¿Por qué? Porque cada ser humano, cada hijo, es una irrepetible y única persona, con valor incondicional y definitivo, que merece nacer del amor, porque por amor Dios mismo nos creó a cada uno de nosotros.  ¿Cómo hemos respondido –iba yo meditando– a esa profunda confianza? Peor que las bestias, me iba respondiendo, abrumado por las brutalidades presentes y pasadas con nuestros niños.

Iba a deprimirme, cuando cierta inspiración me iluminó esa corriente escena de nuestra barbacoa. ¡Cielos santo! me dije. ¡Si lo tengo ante mis narices! Nuestras familias, nuestros niños y niñas, nuestras mujeres. En la historia hubo y habrá infiernos. Pero en nuestras familias hemos amado a nuestros hijos, los hemos acogido, protegido, cuidado con mucho cariño. No los hemos maltratado. Los amamos. Es verdad que, como padres y esposos, estamos bien surtidos de defectos, limitaciones, pobrezas. Pero nos queremos, sin rendirnos.

De pronto, un relámpago: Dios había corrido el riesgo de confiar la procreación de las personas, los hijos, a la libertad y al amor de padres y madres…, aun sabiendo que se cometerían atrocidades y crueldades sin medida. ¿Por qué asumir ese riesgo cierto? Por otra certeza… Por nuestras modestas y anónimas familias. Las que esa tarde juguetean en el jardín y preparan su barbacoa. Y como las nuestras, tantos miles a lo largo de los tiempos.

O sea, me dije, que tu Dios mío has confiado en nuestra libertad y amor, en mi mujer y yo mismo, y esperas que correspondamos a tu confianza. Con una mirada inesperada e intensamente tierna contemplé nuestra corriente barbacoa, a nuestros niños y familias. Un impulso enorme caldeó mi corazón: “no te defraudaremos, Dios mío –me dije–, aunque nos dejemos la piel, amaremos a nuestros niños y niñas, les cuidaremos como príncipes, haremos honor a la confianza que nos depositaste…”

Entre tanto, el cielo se había nublado y empezó a descargar un diluvio. Los niños, empapados, pretendían seguir jugando. Padres y madres, regañándoles, se esforzaban en secarles cabezas y piernas. La barbacoa, con sus carnes, era un charco. Uno de mis amigos, me suelta: “¿Te da risa el desastre…? Yo sabía por qué me reía abiertamente. ¿Cómo explicárselo? Me sentía feliz. Y terriblemente responsable. ¡Qué enormes joyas eran, dentro de la historia y sus infiernos, nuestras modestas pero amorosas familias!  ¡Qué colosal papel humanizador estábamos cumpliendo! Por nuestras familias, tan anónimas y tan corrientes, Dios había aceptado el riesgo de la libertad y confiado la procreación al amor humano. Entre tanto diluviaba. Bueno –pensé- somos las Arcas de Noé –nuestras modestas pero amorosas familias- en medio de tantos desastrosos diluvios.

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