El viaje a ninguna parte

Los avatares de los cómicos en la posguerra configuran este drama acibarado que versiona la novela homónima de Fernán Gómez

VIAJE A NINGUNA PARTE
Foto de E. Moreno Esquibel

Está claro que una de las mejores maneras de homenajear a Fernando Fernán Gómez en el centenario de su nacimiento es llevar a las tablas una de sus más insignes creaciones; y más en un teatro que aún lleva su nombre. La versión dramática que realizó Ignacio del Moral en su día sobre la novela homónima, que también tuvo una adaptación cinematográfica exitosísima (como todos sabemos), ya se montó en el Teatro Valle-Inclán con la dirección de Carol López. Aquella contó, desde luego, con más medios materiales que esta que ahora comanda Ramón Barea. A bote pronto hay que sentenciar que la extensión —unas dos horas— no está justificada. Algunos vaivenes resultan repetitivos y parece que demoran en exceso las distintas resoluciones definitivas de los personajes. Por otra parte, insistir en varias ocasiones en resituar el marco —el protagonista, Carlos Galván, recuerda («Hay que recordar»), desde una residencia de ancianos cómo era su vida de cómico ambulante—. Como preámbulo y como epílogo sería suficiente. Un tiempo pasado desde la ensoñación para recrear una vida de romántico desilusión contra lo imposible: sobrevivir en una profesión que languidece a marchas forzadas, sometida por los embates del cine. También es la recreación de una época en la que aún no funcionaban las instituciones que defendieran eso que de manera tan grandilocuente se hace llamar la Cultura. Si no fuera por el apoyo público y por la mejora educativa de nuestro estado, el teatro actual tendría otro cariz muy distinto para pervivir. Uno de los aspectos que desgraciadamente no terminan de encajar, desde mi punto de vista, es el tono diferenciador que percibo en la interpretación de Patxo Telleria, el máximo protagonista y el narrador interno, respecto al resto. El grupo sí demuestra claramente esa actitud de individuos enfrascados en su deambular, en su genuina peculiaridad y en la zozobra de un oficio que exige enmascarar todos esos sentimientos de angustia. Gentes que también son del vulgo. En Telleria encuentro un mayor distanciamiento, como si quiera significarse desde fuera de la acción. Quizás la razón sea que su personaje está algo más «intelectualizado». En cualquier caso, esta función cumple con creces con su cometido y nos ofrece las vivencias de estos comediantes con su aura de voluntarismo. Porque Fernán Gómez fue muy hábil a la hora de retratar distintos aspectos, no solo la precariedad y las eternas dificultades de una profesión anclada en la crisis; sino en el oficio en sí, bastante alejado de las pretensiones artísticas, muy dado al entretenimiento y a la manifestación de la magia que se produce cuando se acomete desde la ficción; aunque sea con obras estereotipantes y con actuaciones hiperbólicas y hasta «ridículas», como insiste Carlitos Galván. La llegada de este muchacho gallego resulta providencial para abrir la espita de la acción en el comienzo. Un personaje que estará siempre marcado por la interpretación de Gabino Diego, y que aquí es encarnado por Mikel Losada, quien participó en Los papeles de Sísifo la temporada anterior. El actor realiza una labor tan meticulosa y esperpéntica, como graciosa e inconmensurable. Está claro que este personaje es un regalito; pero, desde luego, Losada está fetén. Porque, además, él, en gran medida, también representa la sátira del novelista sobre esos espectadores paletos y zafios que se tenían que encontrar estas compañías cuando iban por los pueblos. Que un individuo que apenas sabe mantener una conversación coherente pueda plantarse delante del público en una breve pieza, ya da cuenta de los márgenes que había y de cómo lo importante era tirar para adelante. Como espectáculo metateatral, no solo en el sentido de que trata acerca de actores y de actrices, sino que, además, se incluyen muestras de ese arte deformado con el que debían sortear el hambre haciendo sonreír a los hambrientos. Estas piezas costumbristas e irrisorias nos permiten contemplar el buen hacer del elenco, principalmente en el trasiego, en esas transiciones dirigidas con pericia por Barea. Verlos entrar y salir de esas muecas, de esos atisbos de personajillos estereotipados es fantástico. Las féminas representan tres generaciones, con Itziar Lazkano a la cabeza desplegando sensatez. Mientras que Irene Bau consigue evidenciar desencanto y hasta el desamor; porque su amante, Galván, ahora tiene que cuidar de su vástago sobrevenido. Para compensar estas actitudes está la vitalidad picantona de Aiora Sedano, quien esboza con gran resolución ese gag en el que debe seducir tontorronamente al pánfilo de Carlitos. En la parte masculina, Ramón Barea llena la escena con su apostura, y cuando se ve descolocado con su papelito en la película, entonces se humaniza más todavía, pues el mundo moderno llega arrasando y a él lo han pillado a contrapié. A Diego Pérez le toca interpretar dos papeles, uno de cómico (a la vez es administrador de la compañía Iniesta-Galván) y otro, Solís, el peliculero que iba por los pueblos haciéndoles la competencia con su artilugio y sus latas de cine. Sobre todo, con este último rol, despliega una altivez socarrona muy estimulante. Adrián García de los Ojos, quien se ocupa de ponerle música a la propuesta, con esos temas al piano como varios pasodobles o, incluso alguna marcha de tono fúnebre, también posee algunas líneas para completar el elenco. La factura general tiene consistencia gracias a lo comentado y al espacio escénico de José Ibarrola, quien ha propiciado esa idea de paso e impermanencia dejando sueltos los bártulos al fondo, que es en sí una pantalla y una puerta que amplían mucho la visión. No olvidemos el vestuario tan cuidado y atinado de Belitxe Saitua, esencialmente de ellas cuando actúan como cabareteras. Posee El viaje a ninguna parte toda una gama de vislumbres sobre la España de posguerra, sin incidir en la situación política o social, pero dándola a entender constantemente. Todos los contrastes de nuestro país, empobrecido y aún por modernizar, se concatenan subrepticiamente, pues nunca llegamos a ver a un público que debemos imaginar. Todo lo que queda elidido tiene un valor enorme y Fernán Gómez estuvo muy acertado al no cargar las tintas sobre aspectos que todo el mundo podía deducir en 1985 cuando publicó la novela.

El viaje a ninguna parte

Autor: Fernando Fernán Gómez

Adaptación teatral: Ignacio del Moral

Dirección: Ramón Barea

Intérpretes: Patxo Telleria, Mikel Losada, Ramón Barea, Itziar Lazkano, Irene Bau, Aiora Sedano, Diego Pérez y Adrián García de los Ojos

Espacio escénico: Jose Ibarrola

Música: Adrián García de los Ojos

Vestuario: Betitxe Saitua

Iluminación: David Alkorta

Atrezzo: María Casanueva

Ayudante de dirección: Galder Sacanell

Ayudante vestuario: Karmele Corona

Ayudante de producción: Nagore Navarro

Distribución: Portal 71

Coproducción:  Teatro Arriaga Antzokia (Bilbao) / Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa (Madrid).

Teatro Fernán Gómez (Madrid)

Hasta el 3 de octubre de 2021

Calificación: ♦♦♦

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