VIAJE A LAS FUENTES DE LOS RÍOS ARAGONESES: LOS ARBAS

Publicado: diciembre 25, 2018 en Literatura
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Es este uno de los capítulos de una obra, que ya no terminaré. A finales del siglo pasado concebí la idea de escribir un libro con el título que aquí figura. Realicé, siempre provisto de gratas compañías, unos cuantos itinerarios por las tres provincias del reino, pero otros encargos, compromisos o responsabilidades me desviaron del propósito inicial y, hoy, la pigricia me ha hecho más sedentario. Sin contar con que la masificación del turismo desaconseja incrementar sus filas.

Texto publicado en la revista Crisis nº 14, diciembre 2018, pp. 6-9.

Preparativos

Se levantan tarde en Luesia. Tanto, que se ha de recurrir al remedo de almuerzo para hacer que alumbre la hora en la que los mínimos empresarios que regentan panadería y carnicería abran el establecimiento. Sus inmediatos ancestros, a estas horas, ya estarían ahítos de doblar el lomo. Vivimos mejor. ¡Viva la Virgen de Luesia!

Aprovecho para presentar a mis acompañantes: Florita, de hermosos ojos azules, rotundas caderas y bastante buen humor, es artesana del barro y la cerámica de Muel tiene en ella uno de sus más sólidos pilares.

-Florita, te presento a Asís.

Experto hollacaminos, de talante pacienzudo pero abundante sentido del humor y largos conocimientos, es camarada que comparecerá más veces en estas correrías. Viene acompañado de Lucas, pintoresco procurador de los tribunales, más acostumbrado a parapetarse entre trochas y barrancas que ante los legajos incordes[1].

-Lucas, te presento a Florita.

Comenzar llenando el buche no es lo más recomendable para el caminante. Pero no hay opción. Antropológico y costumbrista, me lanzo a amenizar el condumio:

-Hijos nacidos de madre, que alguien categorizó como locos, fueron traídos a Luesia, en el transcurso de los setenta en uno de aquellos programas experimentales que pretendían que los tales viviesen en comunidad y más o menos mixturados con los residentes. Se trataba de una de esas excrecencias de la antipsiquiatría, tendencia promocionada por Laing y Basaglia, creo recordar, que, a su vez, recogían los ecos de las proclamas surrealistas que exigían el licenciamiento de las tropas, el derrocamiento del Papa y del Dalai-Lama y la libertad para locos y delincuentes. ¡Siempre el Arte marcando caminos anticipatorios a la sociedad! Por aquí, al principio, los miraban con curiosidad no exenta de recelo. En cuanto empezaron a mirar a las mozas con la fijeza que les es propia, los antiguos residentes entraron a torcer el morro y los alunados tuvieron que hacer las maletas.

A unos y a otros les faltó paciencia, achaque -dicen- muy español. O a los teóricos de la guilladura para aguardar a que el elemento rural estuviera preparado o concienciado -cuando San Juan baje el dedo[2]-; o a los turulatos para demorar el uso de la mirada de lechuza; o a los lugareños para tener un poco más de correa.

Cuando no me mira ni el gato que, en todo caso, afila sus uñas y  jamón y vino ya pugnan por simbiotizarse con nuestros jugos gástricos, alzamos nuestras humanidades, ya recias de por sí[3] y ahora más asentadas, y nos lanzamos a comprobar cómo los habitantes del lugar han heredado esa costumbre de los chalados de mirar fijo y con incomprensible interés a quien por allí se aventura.

-Tal vez les afectan las femeniles turgencias de Florita -aventura Lucas.

-Es que ellas también miran -contraataca la mentada.

-Por algo será -me pavoneo.

-Será porque no saben quiénes somos y darían media vida por averiguarlo -dictamina Asís.

La carnicería ostenta en primer plano varias cabezas de cordero, convenientemente desolladas con sus ojitos saltones y todo[4]. Asís y yo -humanistas al fin- nos quedamos en la puerta y Florita y Lucas, ella, como hembra avezada a los misterios del ciclo de la concepción, y él, como leguleyo, ducho en las miserias humanas, se las apañan con el tendero.

 

La salida

Este narrador de fuste tiene sus influencias. La Comunidad de EntreArbas nos ha preparado un campanudo Nissan Patrol, provisto de chófer, guía o alguacil para que nos acerque a las fuentes del Arba de Luesia. El aludido resulta más chófer rural que otra cosa, pues su elocuencia sólo se desata ante un comentario malévolo sobre las particularidades de los que habitan un lugar cercano.

Dejamos a un lado la ermita de la Virgen del Puyal, que se desmorona, y acometemos una pista que sigue el curso del río hasta el abandonado lugar de Sibirana, que se disputan Luesia y Uncastillo. Bellísimo paraje lo llama Bernabé Cabañero y, a fe, que es así[5].

Paramos allí con el objeto de tentar la bota, quedarnos boquiabiertos ante el disparatado castillo roquero y reflexionar sobre el tempus fugit, el sic transit gloria mundi y el collige virgo rosas.

Collige virgo rosas -le digo a Florita.

-Hola -me contesta, frunciendo ingenuamente la naricilla.

Me amosco:

-No se trata de que digas «Hola» sino «¿Qué?» y yo te pueda endilgar unas adecuadas lecciones en forma de tostada sobre esta cita latina, que constituyendo las primeras palabras de una oda del poeta Ausonio, hoy sirven para designar a los poemas que estimulan al goce de la juventud en forma de disfrute carnal antes de que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre. Por ciento que Machado en el soneto “Rosa de fuego” retoma la cuestión, cosa que resulta sorprendente en tan timorato personaje: «…y aun bebed sin temor la dulce leche/que os brinda hoy la lúbrica pantera/antes que, torva, en el camino aceche /…con la rosa de fuego en vuestra mano», dice. Así que toma nota.

-Por mí no hay inconveniente. De hecho, es lo que siempre llevo en la cabeza.

Si yo soy palizas, Asís es historiador. De su discurso (no breve) y al que, naturalmente, presto menos atención que al mío, entresaco: Tierras de frontera, siglo XI, razzias morunas y que todas estas fortalezas de por aquí fueron de madera antes de ser de piedra. También que para entrar al castillo hay que ejercer de alpinista, pues la puerta está a unos cuantos metros del suelo y que la escala que utilizaban sus sufridos moradores para acceder a las alturas o fue requisada por Almanzor o por algún político, con lo que optamos por orientarnos a la vecina ermita de Santa Quiteria –también, hecha polvo- y a la que hasta hace no mucho se iba en romería. A la inscripción románica que asegura que fue levantada en 1112 se unen otras más recientes que dan cuentas de los patronímicos de quienes se aventuraron por estas soledades, a menudo acompañadas de las fechas -generalmente, cercanas- en que tan señalable fecho se produjo. La grafomanía que ataca al español en cuanto ve una piedra vieja está en proporción directa a su grafofobia en cuanto ve un papel nuevo. Más vale así, dado como estamos dejando la literatura los que ejercitamos la profesión. Otro, más devoto, ha prescindido de reseñar su identidad y fervorosamente ha escrito «¡Viva el copón!». Con lo que, a falta del mismo, empuñamos con fruición la bota.

El lugarejo debió nacer al abrigo del castillo y parece que aún hay humanos vivos que nacieron en él. Como este tipo de literatura elegiaca está suficientemente trasegado y veo unos olmos de montaña sorprendentemente sanos, doy unos amariconados saltitos para que la compañía vea que he entrado en una de mis crisis líricas y debe dejárseme en paz, y me dirijo al que parece más sabihondo y patriarcal.

-Crea que me alegro mucho de que no le haya sobrevenido la grafiosis.

-Se agradece. Por estos andurriales, ni eso.

-¿Debo entender que no se encuentra a gusto en tan privilegiado paraje en el que no falta la hierba mullida y suave, el celaje impoluto, el alto escarpe desde el que la señora buitra empolla, tan impresionante testigo de la magnificencia de la obra humana como el castillo que nos contempla…?

-Sí que tenemos buenas vistas pero echamos en falta la conversación… pero no le dejo hablar. Siga con lo del locus amoenus y tengamos la fiesta en paz.

-Le decía que si debo entender que no se encuentra a gusto in hoc amoeno loco. Me pirran los latinajos y le juro que nunca hollé el seminario. Soy así de culto. Como usted, veo.

-Mire, aquí he tenido tiempo para todo. Por mis padres, chamullo el latín y el árabe y por mí, manejo el aragonés, el español y el portugués, que es la lengua en la que nos manejamos los entes botánicos. Mire, le voy a leer un cuentecico que me ha inspirado este paraje que tanto le gusta.

Hay un rumor de hojarasca y escucho:

«En la piedra esculpida que coronaba la estancia se mecían sin otra quemazón que su misma pervivencia. Monsur y Debele eran como dos espíritus en proceso de desleír los últimos posos de emoción, de dejar caer la tibia estructura que sostenía su polvo. Antes del anochecer una serpiente de humo penetraba por los vanos, discurría entre las losas almagres y ascendía las gradas. Era el momento en que Monsur y Debele amagaban un respingo. Tan sólo para caer de nuevo en esa antinomia del sopor que es la indiferencia.

Llega la noche y la bandada está presta».

-Pues sí que está bien.

En esto, se oyen unos tiros que también nos hacen amagar un respingo. Lucas, que andaba buscando semillas exentas de grafiosis para su jardín de procurador naturalista, y este coloquiante que interrumpe su cháchara, se vuelven interrogantes hacia el chófer.

-¿La Guardia Civil? ¿Los maquis? ¿La fin del mundo?

-Los cazadores de jabalíes -contesta el interpelado, que tiene ganas de que ganemos el destino.

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Montamos y llegamos al pozo Pigalo, donde, en verano, los bañistas despelotados tienen su edén. Es un remanso del río, más que lujuriante, que dispone de cuatro metros de profundidad y de un trampolín natural de algunos más desde el que capuzarse. Nos conjuramos para hacerlo en cuanto el equinoccio de primavera se venza hacia el solsticio de verano. Pero aún tenemos que dar otro disgusto al chauffeur. Asís, arrebatado por los pujos de su disciplina, insiste en acercarse al Corral de Calvo:

-Se trata de unas ruinas visigodas absolutamente insólitas por estos territorios. Perder una oportunidad así sería incrementar el censo de los ignorantes.

-Estoy hasta las gónadas de ruinas. Cuatro piedras mal aparejadas y unos cuantos agujeros por el suelo. Ya he visto las de Numancia, con lo que suenan, y, aparte del pasmo propiciado por la climatología, que no por la magnificencia del lugar, no gané nada -aduzco.

-¡Eso! -abunda el de Luesia.

Total que, ante la gemebundia de Asís, enfilamos el caminucho y nos topamos con un tejado de uralita que encubre una iglesuca y unos pozos que Asís pondera luengamente, tras informarnos que en aquel cenobio se enclaustraban los elementos más venados de las familias nobles visigodas. A él les remito.

 

La llegada

El Nissan no puede llegar a más. Nos deja ante las vistosas fuentes del Arba de Luesia que, con una cascada vertiginosa, se vierte desde las alturas hasta el barranco en que nos encontramos. Se pasaporta al chófer y al Nissan con el encargo de que nos vengan a buscar cuando caiga la tarde a la explanada de Fayanás. Nos proponemos ganar lo alto de la cascada, visitar la ermita de Santo Domingo allí ubicada y tirar luego para las fuentes del Arba de Biel, cercanas. Mal que bien, lo intentamos y, en una paridera, damos cuenta de la pitanza. Como Lucas ha traído, además de los catalejos, el laúd, después, con notoria falta de patriotismo baturro, entonamos unas chuflillas flamencas. El gusto popular dictamina la triunfadora. Pertenece a ese genio de Torre del Campo que atiende por el nombre de Juanito Valderrama:

                     Yo soy un flamenco rancio

                     de los que ponen el mingo,

                     de los que ponen el mingo,

                     y soy árbitro de fútbol

                     y soy árbitro de fútbol

                    femenino, los domingos.

 

El regreso

Llegamos a las fuentes del Arba de Biel pero se hace tarde y no podemos demorarnos. A lo lejos, seguimos oyendo tiros. La vuelta, medio trotando, la hacemos por el Paco de Lisán. Pacos llaman por aquí a las vertientes umbrías en las que corre el gris y vivaquean los hielos. Un cortafuegos harto empinado se constituye en saludable atajo. Eufóricos por la carrerita cuesta abajo nos encontramos a un galgo despistado que se amorra a los humanos y al que, a la vista de su manto, en seguida llamamos Canelo.

-Se habrá perdido persiguiendo la pieza. Estos bichos melancólicos y huidizos sólo se realizan encorriendo a otros bichos, el resto de su vida es existencialismo -dice Asís.

Pero he aquí que otro chucho -éste de buena raza, con hermosas orejas, pero ojo a la virulé- también se nos enreda por las piernas en demanda de caminos.

-Como los traen en coche, si se despistan, no saben volver. Luego, los cazadores vienen a buscar los perdidos -aduce Asís a quien nadie -ni siquiera él- suponía experto en cinegética.

A éste le ponemos Tobi y al tercero que se nos acerca, negro y delgado, Moro, como está mandado.

Los cuatro humanos y los tres cánidos alcanzamos por fin el elemento locomotor y, entre algarabía de ladridos y tientos a la bota, cuando cae la noche, llegamos a Luesia.

 

NOTAS

    [1] El adjetivo pertenece al primer poemario de José Verón Gormaz, polifacético bilbilitano, que tiene sus ocurrencias. Y ya que estamos entre poesías, en Luesia habitó, didactizó y dio sobradas muestras de intensidad biográfica Ángel Guinda que fundó aquí la colección Puyal, que dio a la luz versos de muy dispares aedos.

    [2] Aluda a San Juan Evangelista, como dice el paremiólogo José María Sbarbi, señalando la asunción de la virgen a los cielos o a San Juan Bautista, que señala al cordero divino: «Ecce agnus dei«, como quiere el gran Iribarren, la frase solía pronunciarla con retintín una de mis primeras novias cuando yo me empeñaba en demorar sus proyectos de consolidar la pareja.

    [3] Sí, el maestro decía que no se pueden juntar dos preposiciones, pero este libelo tiene un carácter eminentemente popular y hasta bobo. Es más, SÍ se pueden juntar dos preposiciones.

    [4] Aprovecho para saludar a Caroline que, comisionada en Calcena durante otro viaje, para adquirir unos filetes de jamón con los que rellenar el bocadillo, se topó con esta visión infernal, incrementada con el adorno de unos cuantos chichorros colgantes y conejos despelletados. El mareo que trajo compensóse -fue su dicterio- con la notable y pedagógica información que ello le proporcionó sobre nuestros usos y costumbres, necesitada como estaba de adquirir datos en torno a nuestra idiosincrasia ya que la susodicha es autora de la primera tesina sobre nuestro zaragozano Oasis, a cuyas representaciones acudió en sus últimos tiempos con tanto pasmo como fascinación.

    [5] Al que quiera saber algo en torno a los pedruscos magníficamente dispuestos que abundan por estas anfractuosidades se le remite a tan caviloso erudito: Bernabé Cabañero Subiza, Los orígenes de la arquitectura medieval de las Cinco Villas (891-11105): Entre la tradición y la renovación, Centro de Estudios de las Cinco Villas, Cuadernos de las Cinco Villas nº 3, Ejea de los Caballeros, 1988. El título es largo pero el libro no.

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