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Edmundo en cuatro tiempos, Giovanna Rivero

Edmundo en cuatro tiempos

Giovanna Rivero 1

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Estampa 1 Eran los maravillosos noventa cuando en Bolivia o, mejor dicho, en Santa Cruz recibimos las primeras noticias sobre ese muchacho cochabambino que comenzaba a triunfar en “los States”. Pequeñas leyendas comenzaron a circular por el campo cultural local: que aquel joven escritor, mochila a la espalda, vendía sus propios libros –míticas ediciones de Los amigos del libro– librería por librería, inmune al desánimo, lleno de una fresca autoestima. Que había emigrado gracias a una beca de fútbol –¿eso lo hacía menos escritor?, algunos dijeron que sí–; que había tenido una novia muy bella y muy de alcurnia; que había estudiado en un colegio de curas y eso lo asemejaba profundamente a Mario Vargas Llosa, etc., etc.

Para completar la cadena de leyendas urbanas que la prefiguración de este joven escritor de éxito provocaba, en 1996 nos enteramos de que aquella suerte de banda de rock con actitud punk, que conformaba junto a otros jóvenes escritores latinoamericanos, acababa de lanzar una antología-molotov. Se trataba, ya saben, de “McOndo”. Podría decirse, entonces, que la consagración de Edmundo Paz Soldán comenzó a ocurrir en ese momento. Y es que McOndo, si lo pensamos bien y quitándonos ese oprobioso chaleco de los prejuicios, fue bastante más de lo que el propio enlatado en pop sugería; se disfrazó de producto noventero de mercado, así como una molotov se puede disfrazar de botella de cerveza, para hendir en el estado de cosas de ese momento una fisura, una rajita en la pared que, a su vez y con el tiempo, actuaría como cernidor. La pequeña molotov podría explotarles en la cara a sus creadores, desfigurarlos, amputarlos, lisiarlos para siempre. Pero el joven Paz Soldán es uno de sus más interesantes sobrevivientes.

McOndo, en efecto, sirvió más que para posicionar a sus antologados en la circulación editorial de ese momento, para construir una legítima incomodidad. Y es que la incomodidad, para ser fructífera, debe ser estratégicamente diseñada. Paz Soldán, por suerte para Bolivia, supo darse cuenta a tiempo de qué iba ese

1 Escritora y doctora en literatura.

Foto Archivo Edmundo Paz Solán

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libro posmoderno y, en un brillante ejercicio de desapego y reflexión histórica, supo hacer la relectura que el paso del tiempo demandaba. En una charla en la librería Eterna Cadencia, en abril de 2014, Edmundo Paz Soldán soltó lo siguiente:

El prólogo de McOndo era muy agresivo y terminó, sin querer, convirtiéndose en un manifiesto. Ese prólogo era una respuesta a la mirada exotizante de que toda Latinoamérica era realismo mágico. Luchaba contra ese estereotipo, pero creaba otro estereotipo, el otro extremo, con una Latinoamérica urbana. Había frases que daban imagen de una generación frívola: decía por ejemplo que la disyuntiva de la generación anterior era entre ir a la guerrilla o quedarse en casa, en cambio la de esta generación pasaba por escoger Macintosh o Windows. Fue muy raro, porque no fue publicidad positiva, pero ayudó a dar a conocer una generación.

Si bien Paz Soldán no fue el autor del prólogo de este libro sacrílego, ha sido el escritor más interpelado sobre las “soberbias” ambiciones del mismo. Pero Paz Soldán es un ariano en toda ley. Regido por el valeroso planeta Aries, el impulso irreductible es el de la respuesta frontal. Me acuerdo, por ejemplo, de una noticia que leí en el periódico El Deber hace ya muchos años, en la sección “Internacionales” (un síntoma de la tarea de internacionalización que Edmundo Paz Soldán ha sabido desarrollar con mucho aplomo, para sí mismo y para las generaciones de escritores más jóvenes): en una Feria del Libro de Miami otro escritor le espetó a Edmundo el asumir una posición “fresa” a la hora de armar antologías. Paz Soldán pudo haber contraatacado, pudo haber exigido disculpas, pudo haber expuesto sus criterios de edición cuando de compilar libros generacionales se trata, pero su respuesta puso de manifiesto la enorme capacidad de este escritor de pensar a largo plazo, superando la tentación de la victoria inmediata, del instantáneo resarcimiento del ego herido: “dejemos que continúen los malentendidos, sin conocernos mucho ni tú ni yo, que es más interesante, porque si hablamos corremos el riesgo de hacernos amigos”.

Creo que Edmundo Paz Soldán es uno de los escasos escritores que, siendo un admirador confeso de Borges, es capaz de construir un cuento/homenaje del que el magnífico ciego jamás abominaría.

Y ese riesgo Edmundo lo ha corrido muchas veces. “Sinergia”, le llamarían los empresarios posmodernos y globales; “networking”, le llamarían los ancestros del Facebook; “diplomacia”, podrían argüir los que saben de ciencia política (el propio Edmundo es un crack para la ciencia política), pero lo cierto es que ninguno de estos intereses cosméticos se aplica a lo que es más bien una vocación de vivir los oficios paralelos de la escritura en la complejidad del mundo.

Entre esos oficios paralelos está el de la empatía como una forma cordial que toma la certeza de que nadie escribe solo. Edmundo forma parte de una auténtica generación noventera, cernida y forjada no únicamente por la coincidencia en ese accidente histórico que es la edad, sino por el deseo de galvanizar, justamente, una suerte de cambio en la sensibilidad literaria, y de encontrar en la estética y la ideología del realismo –realismo sucio y doméstico, para ser más agresivamente exactos– un lugar propio.

El expansivo modelo neoliberal de la década de los noventa necesitaba otras formas de representación y los muchachos McOndo lanzaron su propuesta. Es importante no perder de vista esta autenticidad del modelo McOndo, más allá de sus gesticulaciones neuróticas, pues aun hoy, con un siglo XXI ya cachorro, es posible aprender de aquella primera generación de Edmundo qué tipo de “errores” cometer y, sobre todo, con cuánta dignidad exorcizarlos en el infalible laboratorio del tiempo.

Estampa 2 ¿Dije que Edmundo Paz Soldán comenzó a consagrarse con McOndo? Puede que esté equivocada. Uno lanza opiniones o traza categorías irresponsablemente, empujada por la inercia de esa manivela postiza que es “lo generacional”. En realidad, Edmundo estaba bastante solo. Por lo menos dentro de Bolivia. Buscó otras hermandades en el outer space. Y con el paso del tiempo convocó hermanos más jóvenes con quienes tejer la amada tribu. Nadie escribe solo. Nadie escribe solo, rodeado de nieve. Se escribe en conversación, en contradicción, en complicidad. Se escribe en dialéctica.

Foto Archivo Edmundo Paz Solán

Edmundo Paz Soldán comenzó a consagrarse –¡qué palabrita más religiosa, por Dios!–2 con un cuento. Una obra de arte el tal cuento. “Dochera”. Era 1997, el siglo ya se cerraba, pero la modernidad latinoamericana era nueva y la idea de que todo era posible auguraba un estelar nacimiento del milenio. En ese feliz estado de ánimo finisecular nace “Dochera”, y aquel cuento, perfecto en ritmo, ética y estructura, se hace acreedor de uno de los apetecibles premios del concurso internacional de cuento “Juan Rulfo”.

Sí, he dicho “ética”, pues aquello que compone lo que desde el estructuralismo llamamos “conflicto” del cuento no es otra cosa que un “ethos”, un sistema de vida y de valores, una forma de responder al caos sensible del mundo. En “Dochera”, Paz Soldán construye un sólido arquetipo, dibuja en claroscuros un atribulado adicto a la ficción: Laredo, “hacedor de crucigramas”, hacedor de una imaginación colectiva en la que, si bien todo es especulativamente posible –la historia y el mito, la religión y la magia, la ciencia y la poesía–, el deseo transmuta en angustia pues vuelve sobre sí, enroscado letalmente en el lenguaje, para ajustar cuentas con los miedos más profundos, los que suelen anidarse en el infierno de la infancia. Aquí, el freudiano “trabajo del sueño” toma la forma de un lacaniano “trabajo de crucigrama”.

2 Pero, haciendo caso omiso de lo que los lingüistas y expertos en etimología puedan decir, quizás “consagrarse” –en el reino de la creación literaria– tenga que ver con “hueso sacro”. Así, entonces, consagrarse no es otra cosa que erigir la columna sobre ese íntimo hueso de alas de calcio para volcarse, un poco angularmente, casi orando, en el acto físico, existencial y verdadero de teclear ficción.

“Dochera”, en fin, es un verdadero aleph, promete y cumple tantas lecturas como tantos lectores atrapa. A mí me hace imaginar una suerte de Borges mediterráneo, obsesionado por suturar la historia al dobladillo minucioso de la lírica (¿o acaso en todo crucigrama no hay mucho de poema?), y una María Kodama persecutoria, suavizada apenas por la delicadeza de un mechón de pelo blanco que perturba la convención del lenguaje, que rompe toda referencialidad y, por un instante, nos recuerda que la verdadera vanguardista es nomás la muerte.

Creo que Edmundo Paz Soldán es uno de los escasos escritores que, siendo un admirador confeso de Borges, es capaz de construir un cuento/homenaje del que el magnífico ciego jamás abominaría. Una señal irrefutable es que, de todos los cuentos que, a lo largo de la vigencia del certamen, se hicieron merecedores de los premios “Juan Rulfo”, “Dochera” es un brillante y auténtico clásico. Siempre nuevo en su misterio, siempre desplegando una distinta y asombrada interpretación. Al César lo que es del César.

Estampa 3 Era la Nochevieja del año 2006. Yo tenía el corazón apretado porque en la primera flamante semana del 2007 tendría que partir a Estados Unidos por un par de años, sin mis hijos. Faltaría media hora para que concluyera aquel año en que me había venido muriendo lentamente, cuando mi teléfono celular vibró sobre la mesa que mamá había acomodado en el patio e hizo temblar suavemente mi copa de vino. Era una llamada muy internacional. Era el querido Edmundo. No me sorprendió, pues durante los meses previos conversábamos con frecuencia por teléfono para darnos ánimos el uno al otro. A él también le había tocado morir en tiempos lentos durante ese extraño 2006. Quizás, como yo, venía muriendo desde mucho antes, pero nuestras muertes se expresaban ahora con rupturas sentimentales, con profundos cambios de vida, con miedo a lastimar a los que más queríamos.

“Estoy en un motel en una carretera, volviendo de California”, me explicó, “vengo de ver a mis hijos”. En ese momento no podía imaginarme cuán solitario

puede ser un motel en cualquier carretera de Estados Unidos, y más en el invierno. Putos inviernos. Pero no podía negar que la voz de Edmundo sonaba llena de soledad y de incertidumbre. Más allá de augurarme experiencias importantes en el ciclo que se abría ante mí, Edmundo buscaba consuelo. Había decidido que lo mejor era divorciarse. Quise decirle lo que él mismo me diría varios años después, con otro registro, en una fiesta académica: “todo va a salir bien, ya verás”. Pero en lugar de prometerle un sol que todavía tardaría en brillar, recuerdo que miré la copa translúcida, el vino sangre develándome ráfagas del futuro, y le dije: “lo único bueno de sentir tanto dolor es que repercute en la escritura”. “Yo también me pregunto eso”, dijo Edmundo. No me aclaró y no le pregunté qué era lo que se preguntaba, de qué fibra estaba hecha esa hebra que lo sostenía, de la que él pendía con todo su peso y que al mismo tiempo lo revelaba con una fragilidad conmovedora. Supe eso sí, que hay tramos de la amistad, en que uno es un espejo para el otro y que ese doble provisorio nos hace bien, nos orienta, nos interpela desde la empatía.

Durante ese tramo, ahora que lo pienso, se me transparentó uno de los temas literarios que Edmundo maneja con gran maestría, con innegable genuinidad: el amor imperfecto. Si me atrevo a un rápido y casero psicoanálisis, creo que ambos estábamos aterrados porque cada uno, a su manera, se acercaba a su ficción, hipnotizado por ese fuego espectral de los personajes que ahora reclamaban carne. Y como sabe todo aquel que ha quemado naves, un divorcio tiene mucho de muerte, y en ese sentido, de todos los amores, es quizás el más imperfecto, la concreta interrupción del gran proyecto del amor.

Cada vez que vuelvo sobre esos días, confirmo que el cuento terrible que mejor ejemplifica ese mood desahuciadamente romántico en el que ambos avanzábamos, como entre brumas, es “Tiburón”. Cuento inolvidable y conciso, juvenil y melancólico, fatal y moderno. La cuentística de Paz Soldán tiene ese poder: el del contagio o transferencia emocional de una finitud, la conciencia de un mundo sentimental que está a punto de extinguirse, y del que por suerte o lamentablemente, la voz lírica suele ser la única sobreviviente. Sí, los cuentos –y cierta

región de su novelística– nos hablan de eso, de cómo cada adulto es el categórico fantasma de un sobreviviente.

Atesoro, entonces, este fragmento de “Tiburón” (que, dicho sea de paso, me hace pensar en la ética del Carpe diem que tan didáctica y “tanáticamente”, ya avanzados los ochenta, nos enseñó aquella peli de culto, La sociedad de los poetas muertos):

Sentado en el sofá, pensé en los nudillos destrozados de Tiburón, en Harry el Sucio y en los rumores que seguro estarían circulando en Cochabamba, en el murmullo acusador que hablaba de una justicia cósmica. Recordé a los diez Supremos aquella noche en casa de Wiernicke, y pensé que no se trataba de justicia cósmica. Lo único que había hecho Tiburón era enfrentarse a las sombras antes que los demás, dar el paso definitivo hacia ese lugar que tanto temía pero que acaso, uno nunca sabe, deseaba, el paso que todos nosotros, recién aprendiendo de la vida y seguros de nuestra inmortalidad, daríamos en un orden que desconocíamos, quizás jóvenes o quizás no tanto, el próximo Laforet o quizás Wiernicke o quizás yo…

Estampa 4 Hay muchas formas de llegar a la ciencia ficción y pocas formas de salir de ella, pero por lo general esta adicción se inocula como una bacteria incurable en la infancia o la pubertad. Hasta hoy, no hemos conversado con Edmundo sobre sus tempranas lecturas en el territorio de este género. Me doy cuenta, eso sí, de que este gen está ahí, deformando bellamente el destino. ¿O es acaso fortuito que los años decisivos en la consolidación de la imagen del escritor (porque también de la imagen vive el hombre) hayan ocurrido en esa Ithaca anglo –curiosa manera de enfatizar el lugar occidental–, en los extramuros del continente americano, como si de una utopía no menos sublime se tratara?

Algunos de los años más importantes de la vida de Edmundo Paz Soldán están ocurriendo en Ithaca, esa ciudad de nieves profundas que, además de sus leyendas de estudiantes suicidas, permite relativizar los cantos de las sirenas, desoír esos mitos nocivos sobre la inviabilidad de la literatura como proyecto de vida, e incluso trazar mejor –sobre esa textura de palimpsesto que propicia la nieve– los rasgos de los fantasmas telúricos que estuvieron ahí desde siempre, desde antes de la lógica de la escritura.

Pero, ¿qué tiene que ver esto último con la pasión por la ciencia ficción? No sé, me aventuro ahora a un flujo de conciencia que me revele alguna clave. Se me ocurre que el minero es, en la narrativa de Edmundo Paz Soldán, el novum ideal para dinamizar o revolucionar el tiempo histórico, para subvertir los modales políticos, para estremecer y despertar, en fin, la conciencia adormecida de la clase media. En este sentido, si en Jaime Saenz “el aparapita”, ese atlas andino capaz de levantar el Illimani sobre sus hombros mientras sus ojos escudriñan las pulidas piedras de las calles empinadas, puede resistirse a la lógica diurna del mundo a través de una aparente sumisión, en Paz Soldán, el minero –ya sea como fantasma o como actor– parece resucitar de entre los gases venenosos del socavón-tumba para relocalizar las cosas, el estado de cosas, y reclamar justicia.

En el cuento “La frontera”, Paz Soldán dibuja una especie de mineros zombis que, en su aparente pasividad, rearticulan su potencia política: Los rayos del sol refulgen en todas partes menos en sus cascos, tan viejos y oxidados que carecen de fuerzas para reflejar cualquier cosa. Los mineros no mueven un músculo cuando me acerco a ellos, no pestañean, miran a través de mí. Y es cierto, los mineros, a través de la narrativa de Paz Soldán, nos miran, hacen hondas preguntas a los que estamos de este lado de la historia, como en un espejo cuántico.

Bajo este código, el cuento “Azurduy”, pese a postularse como realista, es también fronterizo, se dirige hacia la Ítaca utópica, el territorio de la justicia, la ficción como una ciencia especulativa que ofrece inéditas hipótesis. Así, Azurduy, ese minero casi bárbaro, se instituye como puente entre ideologías, pero también entre esferas místicas. Para entender el mundo andino, habrá primero

Foto Archivo Edmundo Paz Solán

que rendirse a sus leyes, a su fantástico esoterismo, aun cuando la primera ofrenda sea un feto, un feto humano.

“Azurduy” es un verdadero viaje en el tiempo, pero en el tiempo oficial de la Historia, que es más jodido. He aquí un pedacito de ese túnel:

Debimos arrastrarnos por la tierra para atravesar una zona angosta. Sentí el polvo mineral en mis labios, mi lengua, mi garganta reseca. Para eso se necesitaba el quemapecho: un veneno mataba a otro veneno. Me vino un ataque de claustrofobia. Recordé una novela de Verne leída a mis quince. ¿Qué hacía allí, viajando al centro de la tierra con tres individuos cargados de alcohol y dinamita? Había venido a enseñar y sin darme cuenta había caído presa del campo de fuerza que mi vecino irradiaba a su paso. Me prometí remediar pronto la situación, pedir mi traslado. Eso, si salía con vida de esa cueva prehistórica.

Y claro que sale con vida. Iris, la novela de nuestro propio apocalipsis, el que nos merecemos, nos devuelve, no ya a un atribulado Azurduy de las estepas, sino a una legión de mineros post-humanos. En Iris (2014), Paz Soldán eleva a estamentos universales la imaginería andina. Para ello hace uso de la ciencia ficción, ese gran amor imperfecto, pero sobre todo anuda dos mundos, dos imperios, dos grandes eras. La era del populismo latinoamericano y la era nuclear y post-política de la gran avanzada planetaria imperialista. Y con ello, digo yo, pareciera que una importante línea de su narrativa se ha completado. Una notable hazaña de inmersión profunda en las aguas más densas de la simbología boliviana. G

Foto Archivo Edmundo Paz Solán

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