Cuadernos Hispanoamericanos. Número 835. (Enero 2020)

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N.º 835   Enero 2020

N.º 835

Enero 2020

C UA DE R N O S HISPANOAMERICANOS

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, UNIÓN EUROPEA Y COOPERACIÓN

PUNTO DE VISTA José Lasaga Medina, Antonio Diéguez, Juan Carlos Abril Toni Montesinos, Adolfo Sotelo Vázquez, Alberto García Ferrer

ENTREVISTA Sergio Chejfec

Precio: 5 €

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MESA REVUELTA Gustavo Valle Sebastián Gámez Millán

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Gustavo Valle Sebastián Gámez Millán

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Fotografía de portada © Alejandro Guyot

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Avda. Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915838401

Director JUAN MALPARTIDA

Administración Magdalena Sánchez magdalena.sanchez@aecid.es T. 915823361

Suscripciones María del Carmen Fernández Poyato suscripcion.cuadernoshispanoamericanos @aecid.es T. 915827945

Imprime Solana e Hijos, A. G., S. A. U. San Alfonso, 26 CP 28917-La Fortuna, Leganés, Madrid

Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Josep Borrell Fontelles Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Juan Pablo de Laiglesia y González de Peredo Directora de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ana María Calvo Sastre Director de Relaciones Culturales y Científicas Miguel Albero Suárez Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Pablo Platas Casteleiro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com www.cuadernoshispanoamericanos.com

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Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Pablo Platas Casteleiro

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Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Juan Pablo de Laiglesia y González de Peredo Administración Magdalena Sánchez magdalena.sanchez@aecid.es T. 915823361

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Edita MAEC, Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

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CUA DE R NO S HISPANOAMERICANOS

punto de vista

entrevista mesa revuelta

biblioteca

2 José

Lasaga Medina – Nostalgia de lo animal Diéguez – La apelación a la dignidad en el debate sobre el mejoramiento humano 48 Juan Carlos Abril – Alfonso Reyes, cordialmente español. A propósito de Cartones de Madrid 64 Toni Montesinos– Cortázar o el mundo patas arriba 74 Adolfo Sotelo Vázquez – Las memorias entreveradas de Guillermo de Torre (1900-1971) 86 Alberto García Ferrer – En el cine, Drácula empezó hablando español. La emoción de la palabra 30 Antonio

96 Cristian

Crusat – Sergio Chejfec: «Apuntes para un panfleto»

104 Gustavo

Valle – Un fuerte aplauso para Yelimar. (Peripecias de un venezolano en Buenos Aires) 118 Sebastián Gámez Millán – Ciudades de palabras 130 Blas

Matamoro – Hernando Colón, humanista Gregorio González – Adán hacia la urbe 138 Daniel B. Bro – Restauración de Manuel Azaña 142 Eduardo Moga – El diorama de los desheredados 146 Gerardo Fernández Fe – Vigilados y castigados: una historia escorada de los campos de concentración 151 Juan Carlos Méndez Guédez – También matan las palabras 155 Isabel de Armas – Preston. Entre corruptos e incompetentes 134 Manuel


Nostalgia de lo animal Por JosĂŠ Lasaga Medina


Para Coque y Jorge, caminantes

1.  ¿Y POR QUÉ NOSTALGIA?

Hoy más que nunca sentimos esa nostalgia porque no sabemos qué hacer con nuestro lado animal.1 Durante gran parte de la existencia de la humanidad la dimensión de lo animal, enraizada en nuestro cuerpo, fue administrada desde la parte superior, desde el «alma» y custodiada por una mitología o una teología que hacían del hombre una criatura única en el universo por retener en su naturaleza una chispa de la divinidad. Llegó luego Darwin y con él la tercera herida narcisista de que habla Freud. Herida a nuestro narcisismo por no ocupar ya un lugar privilegiado en el cosmos ni ser semejantes a los dioses, por reconocer que somos animales evolucionados de ancestros animales. Desde entonces, hemos fracasado a la hora de crear un nuevo orden en nuestra propia intimidad. El humanismo moderno, demasiado dependiente del humanismo cristiano que nos convierte automáticamente en hijos de Dios y «herederos» legítimos de la Tierra, no ha conseguido recuperar una imagen convincente de lo humano en su relación con el universo. Fracaso de la religión y de la filosofía, de las ciencias llamadas humanas y de la política.2 Las pulsiones utópicas que atravesaron los siglos xix y xx, concibiendo la historia como partera del «hombre nuevo», cuando la ciencia ya resultaba incompatible con nuestros mitos religiosos del origen (Génesis, 3), puede que también estén en el origen de esa nostalgia de lo animal que se manifiesta en muchos registros de nuestro presente, tanto en la vida cotidiana como en las tendencias de las ciencias sociales y la filosofía. La posesión de mascotas, el rechazo de cualquier forma de crueldad para con la vida animal, la necesidad de acercarnos emocionalmente a ésta, conviviendo, cuidando y protegiendo a los animales que habitan con nosotros, la tendencia a plantear terapias con animales, la condena social de su maltrato, las legislaciones protectoras en relación con los «derechos» de los animales, especialmente los de granja, algunos de los cuales, empiezan a ser recogidos en reglamentos y legislaciones, las protestas contra experimentos que producen dolor, la falta de cuidados en los zoológicos o en el uso de animales en los circos para divertir si ello implica sufrimiento o trato «indigno»; el uso de pieles o, en el caso español, el rechazo a los festejos relacionados con los toros bravos...

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y, más recientemente, la creciente tendencia «vegana» en alimentación que defiende activamente el fin del sacrificio de animales para que los humanos coman carne o se sirvan a su antojo de los productos segregados por sus organismos son indicios claros de ese acercamiento sin precedentes a nuestros hermanos animales. Desde nuestro ingreso en el siglo xxi nunca ha estado tan abierta a discusión la pregunta ¿en qué reside lo específicamente humano? Las polémicas recientes en torno a los programas más innovadores de las ciencias biomédicas y de la cibernética dan por hecho que el concepto filosófico de «naturaleza humana» se ha evaporado. ¿Y ahora qué? Podría preguntar algún avisado, ¿acaso es posible seguir estableciendo alguna diferencia con la vida animal? Vivimos un momento extraño. Sólo la tecnología parece hacer lo suyo y avanzar en línea recta. El común de los mortales nos vamos convirtiendo en extraños animales consumidores que avanzan en círculos mirando compulsivamente pantallitas de las que surgen destellos metálicos que atesoran nuestra intimidad y nos ordenan los acontecimientos. La religión es un recuerdo del pasado, al igual que la filosofía, aunque de un pasado más reciente. La política y la educación fracasan en dar seguridades o crear convicciones capaces de inducir confianza y proyectar futuro. Se vive al día, buscando un goce inmediato y avasallador que llene el vacío interior como un muñeco de trapo se rellena de paja. «Vida humana», «naturaleza humana», ¿qué significan aún estas expresiones? Se hallan tan abiertas a discusión, especialmente en su frontera con lo animal, siempre reconocido como el fondo opaco sobre el que se levanta la «humanitas», que es difícil llegar a alguna conclusión. Basta con postular un punto de convergencia, por ejemplo, la sensibilidad, para que sea muy difícil reclamar algún tipo de diferencia con la vida animal… Y sin embargo… Vemos pues «la nostalgia de lo animal» como un síntoma que precisa de comprensión. No se trata, a mi juicio, de una moda banal o inocua sino de una de las marcas más significativas de nuestro presente. No es posible recoger el conjunto de pruebas y argumentos que demostrarían que vivimos el momento final de la historia de Occidente, y por tanto lo propongo como una convicción que, estoy seguro, algunos lectores compartirán. Pero reparemos en que quizá sea la única cultura que se ha pensado a sí misma fuera de la naturaleza cuando no en oposición a ella. Dicha historia comienza en Grecia y Jerusalén y se reconfigura con la síntesis entre Roma y el cristianismo. Aquellas formas de vida basadas en cierta idea de la divinidad y de la humanidad y de sus CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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relaciones con la naturaleza, la idea del lugar que debía ocupar el «hombre en el cosmos» para decirlo con el título de un libro que tuvo éxito en los años veinte del siglo pasado,3 son las que se han debilitado, junto con las verdades y valores que la cultura occidental situó hasta hace un rato en la vida del espíritu, para decirlo con el título de otro libro importante.4 Pero no sólo es en las modas «animalistas» en donde hallamos síntomas de esta creciente demanda de comprensión del animal, sino también en los estudios culturales y en la filosofía. 2.  SINGER

Por comenzar con el dato más conocido, en ética es difícil ya rechazar las demandas de «igualdad» de trato ético para con los animales que Peter Singer comenzó a reclamar hace ya más de treinta años, argumentando que los animales, al menos las especies más cercanas al animal humano, sienten dolor y placer y que eso las hace iguales a nosotros en un punto que tiene consecuencias morales (prácticas): tienen intereses y ello nos obliga a considerarlos como sujetos protegidos por las normas que nos damos a nosotros mismos y que prohíben, por ejemplo, hacer mal a un semejante. Lo que viene a defender Singer, en última instancia, evitando cuidadosamente hablar de derechos, a diferencia de otras estrategias de defensa de los animales, es que la capacidad para sentir placer y dolor de la mayoría más cercana a nosotros en la línea evolutiva los convierte en nuestros iguales. El argumento funciona gracias a una cierta abstracción en el uso del hecho, por lo demás incontestable, de que los animales sienten dolor como nosotros, aunque no son tan evidente dos corolarios que Singer se apresura a extraer: a) que sentimos dolor de la misma manera; b) que por el hecho de sentir, los animales tienen intereses que hay que respetar. La perspectiva en la que Singer sitúa su propuesta es ética y política. Desde el principio dejó claro que no se sitúa en la corriente de simpatía de los amantes de mascotas, etcétera. En el prólogo que antepuso a su primera edición cuenta la siguiente anécdota. Él y su mujer fueron invitados a tomar el té por una dama británica que había oído que el matrimonio era un gran defensor de «los derechos de los animales». Cuando les pasó la bandeja de sándwiches, con alguno de jamón y «nos preguntó qué animales domésticos teníamos con nosotros, le contestamos que ninguno». La anécdota permite a Singer mostrar con toda precisión el propósito de su discurso: «A nosotros no nos encantaban los animales. Simplemente queríamos que se les tratara como se

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res independientes y sensibles que son, y no como medios para fines humanos, como se había tratado al cerdo cuya carne estaba ahora en los sándwiches de nuestra anfitriona» (354).5 Singer se remite al filósofo utilitarista británico Jeremy Bentham (1748-1832), cuya simpatía hacia el reino animal, temprana pero no exclusiva en el siglo xviii, queda perfectamente clara en estas líneas que Singer cita como punto de partida de su defensa de la igualdad animal: «No debemos preguntarnos ¿puede razonar?, ni tampoco ¿puede hablar?, sino ¿puede sufrir?» (23).6 El mecanismo retórico que Singer pone en marcha para defender la posición utilitarista que ve en la sensibilidad compartida por todos los animales, el fundamento de los principios morales que deben regir el trato entre los mismos, consiste en ampliar las «causas célebres» de las denuncias de desigualdad en que tan pródiga ha sido la modernidad. Después del racismo y el sexismo, los menos avisados pensarían que la lucha por el ideal igualitario se había saldado con victoria. Pero quedaba una última frontera: el especismo. Si racista es el que piensa que existen razas superiores a otras y se comporta en consecuencia, especista es el que cree que la especie humana es diferente al resto de las especies animales y se comporta, en consecuencia, no reconociendo los intereses que dichos sujetos usufructúan en tanto que seres vivos sentientes. Ignorar que «el único límite defendible a la hora de preocuparnos de los intereses de los demás es el de la sensibilidad» (25) nos convierte en especistas.7 Y en efecto sólo unas líneas después afirma: «Casi todos los seres humanos son especistas. Los siguientes capítulos muestran que los seres humanos corrientes […] participan activamente en prácticas que requieren el sacrificio de los intereses más vitales de miembros de otras especies para promover los intereses más triviales de la nuestra, las consienten y permiten que sus impuestos se utilicen para financiarlas» (Ib.). ¿Quiere decir Singer que la dieta de la mayoría de los miembros de la humanidad, al igual que los de otras muchas especies animales, que incluye carne, es trivial? Luchar contra el frío poniéndose un abrigo de piel puede ser trivial pero hacer pruebas dolorosas en animales para curar enfermedades que padecen los humanos puede ser una seria fuente de malestar y de perplejidad moral y metafísica para un espectador humano, pero no puede ser tachado de «trivial», aun cuando estemos de acuerdo en que infligir dolor a un animal afecta a sus intereses fundamentales. Cabe resumir el fin que se propone Singer en una fórmula que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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suena conocida: terminar con la «opresión y la explotación» de los animales allá donde tenga lugar. En el prólogo que Yuval Harari escribe para la segunda edición del «clásico» de la liberación animal resume muy bien el espíritu de militancia y denuncia que inspiró su primera edición en 1975. Por ejemplo: «la ganadería industrial es responsable de más dolor y desdicha que todas las guerras de la historia juntas» (p. 7). Esta comparación, que no deja de producir cierto estupor, supone que el dolor es dolor, no importa quién lo sienta. Pues se da por probado que «los animales de granja son seres sensibles, con relaciones sociales intrincadas y pautas psicológicas refinadas» (Ib.). La tarea de Singer y su relativo éxito en ella ha sido convencernos de que hay que romper la barrera que hemos levantado entre nosotros, «en tanto seres con dignidad y derechos», y otros animales no humanos. La observación de los animales más cercanos a nosotros, los grandes simios y otros primates semejantes, demuestra, concluye Singer, que las diferencias entre nosotros y el resto de los animales es de grado y no de forma (16). Si, en efecto, tiene razón Bentham y el origen de la moralidad está en que sentimos placer y dolor y ordenamos nuestras vidas a la búsqueda del primero, es innegable que nada nos diferencia del animal. Y, en todo caso, las diferencias nunca serán cualitativas. Del hecho de que los animales sientan se deriva que tienen intereses, pero no que tengan derechos, según Singer. Aunque no podemos entrar en tecnicismos, sería interesante comentar por qué razón prefiere centrar su alegato antiespecista en «intereses» y no en «derechos». No obstante, el paso de sentir dolor al de ser sujeto de intereses que obliga moralmente al «otro» no es tan evidente como Singer pretende y no lo justifica en ningún lugar de su extenso libro. De ahí que necesite una segunda tesis en la que establece una comparación entre los animales más cercanos a nosotros y los recién nacidos o los humanos con deficiencias mentales. Puesto que no nos comemos a ni experimentamos con unos y otros, tampoco deberíamos hacerlo con vacas cerdos, pollos, etcétera. Ampliar nuestra esfera de inquietud moral hacia la parte del reino animal más próxima a nosotros es digno de elogiar. Fue planteado en la Antigüedad, no ignorado del todo en el cristianismo y otras religiones del Libro, y defendido en términos análogos a los que emplea Singer desde la Ilustración. Si de lo que se trata es de que Singer propone que el animal se convierte en sujeto de atención moral, más allá de lo que Kant había postulado, que estamos obligados a no ser crueles o a maltratar sin necesidad a los animales

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porque eso nos resta dignidad como sujeto racionales que somos, creo que fracasa. Singer debería preguntarse por qué existe en el mundo tal cosa como la moralidad y tendrá que responder que tal cosa existe como un invento o artificio humano para resolver los problemas de convivencia de sujetos que se sienten iguales desde su propia perspectiva de intereses. Pero evita meterse en estos berenjenales y reiterar el punto fuerte de su argumentación: «las conclusiones defendidas en este libro se desprenden exclusivamente del principio de minimizar el sufrimiento». ¿Quién podría estar en desacuerdo? Los problemas llegan cuando sacamos, o dejamos que Singer saque, todas las consecuencias. 3. EN EL FIN DE LA HISTORIA

La venerable imagen de Nietzsche abrazado al caballo en una plaza de Turín se ha interpretado como una especie de pedir perdón por los males infligidos por el hombre a sus congéneres animales. Podría entenderse también como el momento de un feliz reencuentro. No son lágrimas de remordimiento sino de alegría en el momento en que el filósofo reingresa en el mundo silencioso de los animales carentes de palabra (logos): fatiga de civilización. El gesto de Nietzsche también podría expresar una cierta nostalgia de lo animal. Sentimos nostalgia cuando una imagen, un dato, nos trae la presencia de una ausencia. En este caso se trataría de la ausencia del paraíso terrenal, metáfora, para nosotros, de una supuesta identidad del hombre con la naturaleza que se perdió un día. El mito de la expulsión del paraíso significa el ingreso en la cultura y la historia, al surgir sus causas: la conciencia del dolor, el trabajo, el miedo a la muerte, lo que Hegel, que se demoró en dar al mito una dimensión filosófica, llamó la negatividad de lo humano. ¿Es la nostalgia de lo animal un problema filosófico? Me parece que sí y me propongo plantearlo en términos del origen y del final de la historia. Entendemos aquí la historia como el exilio de la naturaleza que caracteriza a la condición humana, su espacio existencial por excelencia. El ser humano, entendido como «centauro ontológico», tal y como lo definiera Ortega,8 es el sujeto animal que emigra, que abandona el lecho acogedor de la naturaleza; acogedor porque la naturaleza exige a la vida vegetal o animal estar encajados. Sin tal encaje, la vida no es posible. Pero el hombre encuentra otra forma de vida no dentro, sino más allá de la naturaleza gracias a la técnica. Pero la relación del hombre con la técnica CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ha cambiado. Ahora podríamos estar en una especie de nuevo escenario en el que la técnica estaría produciendo una especie de naturalización de la vida humana. Ésta es la razón de referir el síntoma de la nostalgia de lo animal al escenario, si se quiere metafórico, del fin de la historia. 4.  UTOPIA - DISTOPÍA

Leemos en El silencio de los animales: 9 Lo que quedaba eran animales hambrientos, dispuestos a hacer cualquier cosa por seguir viviendo, pero no animales de los que matan y mueren inocentemente en los bosques y en las selvas. Carentes de una imagen de sí mismos como la que los humanos aprecian, otros animales se contentan con ser lo que son. Para los seres humanos, la lucha por la supervivencia es una lucha contra sí mismos. John Gray toma la cita de un libro de Curzio Malaparte, La piel (1949), sobre la vida en Nápoles después de la entrada en la ciudad de las tropas norteamericanas en 1944. ¿Qué se puede esperar de la condición humana una vez que los acontecimientos destruyen la fina capa de comportamientos morales aprendidos que llamamos civilización? Parece ser la pregunta que desea formular Gray a partir del texto citado. Occidente ha imaginado una consumación de la historia y ha vivido otra. Imaginó el final glorioso de la historia como una especie de fin secular de los tiempos al modo de la escatología cristiana: la historia, entendida desde la modernidad como progreso, culmina en el paraíso de los hombres libres e iguales, que viven en paz. Pero lo que parece estar ocurriendo es un ocaso de la civilización del que la crónica del progreso de la razón hacia su propia plenitud y epifanía desemboca, en medio de guerras monstruosas, campos de exterminio y matanzas administrativas que aún hoy siguen siendo materia de reflexión, –¿cómo pudo pasar?–, en el triunfo del animal laborans o animal consumista, para decirlo con palabras de Hannah Arendt.10 El fin de la historia es una hipótesis metafísica, o una metáfora, si se prefiere, que permite discutir el sentido de los procesos históricos que ha vivido Occidente desde el siglo xx. El fin de la historia sólo puede ser narrado o como una crónica de salvación y plenitud o como la historia del horror, el fracaso humano y la noche del sinsentido, del mismo modo que las distopías siguen a las utopías como la sombra al cuerpo.

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Sin embargo, no es asunto nuestro hablar de cuál de los dos escenarios es el más verdadero. Quizá no se trate de dos interpretaciones opuestas, sino sucesivas y relacionadas. El fin de la civilización, entendido como fin de la modernidad, significa, en el plano de lo filosófico, reflexionar sobre el destino de la condición humana, una vez que no es posible seguir hablando de «naturaleza humana». 5.  EL «DISPOSITIVO» HEGEL-KOJÈVE

Vivimos, pues, un tiempo posthistórico. El filósofo que con más seriedad aunque atravesada por la ironía ha planteado este escenario es Alexandre Kojève (1902-1968) en su famoso curso Introducción a la lectura de Hegel,11 que se dicta en París en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.12 En una nota a pie, añadida al curso cuando revisaba su edición, Kojève, consecuente con su lectura de Hegel, argumenta que, cuando acontezca el fin de la historia, el hombre perderá su identidad humana. El hombre que es el tiempo que se opone a la naturaleza (espacio), surge de ella y hace la historia. Pero, cuando ésta llega a su culminación con el saber absoluto, el hombre como tal desaparece. «El hombre seguirá vivo como animal –explica Kojève– que está en armonía con la naturaleza. Lo que desaparece es el hombre propiamente dicho, es decir, la acción negadora de lo dado, el error..., es decir, el hombre como individuo libre e histórico» (p. 489). Kojève argumenta que lo que desaparece es la identidad humana que abarca su conciencia y su capacidad para actuar y transformar las cosas, no su soporte animal: «Todo lo demás podrá mantenerse indefinidamente: el arte, el amor, el juego... En pocas palabras, todo cuanto hace al hombre feliz» (Ib.). No es de extrañar que cite a continuación a Marx, pues la descripción anterior está basada en la idea del paraíso comunista que concibe el fin de la historia, de acuerdo con la lógica inherente al materialismo histórico, como la liberación de todas las necesidades materiales. Pero Kojève, más coherente o más pesimista que Marx, no juzga ese final como una forma superior de humanidad, de acuerdo con patrones del humanismo clásico, sino como un regreso a la animalidad. Kojève no tardó en darse cuenta de que un «animal feliz» es una contradicción en los términos: sólo los humanos pueden ser felices en sentido propio. Si el hombre desaparece porque ya no es posible la negatividad que encarna en su conciencia, los juegos, los amores, las artes tendrían que ser específicamente animaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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les, puramente naturales: «ejecutarían sus conciertos a la manera de las ranas y las cigarras» (p. 489).13 Estas reflexiones pertenecen a una nota redactada diez años después, en 1968, para la segunda edición. Concluye en ella que ese retorno a la animalidad tendría que ser más severo: sus discursos, basados en el lenguaje doblemente articulado, dejarán paso a un lenguaje por señales como el de las abejas y reaccionarán no con deliberación, sino por medio de reflejos condicionados que responden a los impulsos del medio. Al fondo, el silencio del animal. Pero la coherencia lógica de la respuesta bordea el absurdo y Kojève lo sabe. En realidad, ocultaba una interpretación que había ofrecido a unos pocos iniciados mucho antes. En una conferencia que dictó el 4 de diciembre de 1937 en El Colegio de Sociología, invitado por George Bataille (1897-1962), fervoroso asistente al curso sobre Hegel, presentó el núcleo de su interpretación sobre el hipotético fin de la historia ante unos atónitos oyentes.14 Kojève había elegido comentar algunos pasajes del final del capítulo VI de la FE, donde Hegel presenta su interpretación de Napoleón como alma o conciencia del mundo que universaliza y convierte en reales los postulados ético-políticos de la Revolución francesa, la libertad, la igualdad, el hombre como sujeto de derechos.15 La interpretación que el filósofo hacía de la figura de Napoleón y de su significado político-espiritual sólo podía significar una cosa que Kojève escribe como colofón de su intervención: «Sea como sea, la historia se ha terminado» (200). El editor cita unas declaraciones de Roger Caillois sobre el giro que tomó la conferencia de Kojève al llegar al motivo de Napoleón: «Hegel habla del hombre a caballo, que señala la liquidación de la historia y de la filosofía. Para Hegel, ese hombre era Napoleón. Pues bien, Kojève nos enseñó aquel día que Hegel había atinado en su observación, pero que se había equivocado en un siglo: el hombre del fin de la historia no era Napoleón sino Stalin».16 Kojève, de origen ruso y seguramente uno de los pocos europeos enterados de qué estaba haciendo Stalin en la URSS por aquellas fechas, no duda en aplicar la lógica hegeliana a la historia pero se protege de malentendidos obvios. Por eso evita dar publicidad a su tesis hasta bien entrado el siglo y después de que Stalin lleve muerto quince años. Pero que la tesis central estaba pensada ya en 1937 lo prueba la respuesta de Bataille, fechada dos días después de la conferencia en el Colegio, en la que rechaza la implicación antropológica que se sigue de la hipótesis del fin de la historia (en 1806, en 1937 o en el orden resultante de la Segunda Guerra 11

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Mundial, 1945): el hombre como tal desaparece regresando a la naturaleza, es decir, a la animalidad. Que la «negatividad quede sin empleo», sólo puede significar que ya no será posible pensar el mundo ni transformar lo real. Y Bataille se rebela contra eso. Lo veremos más adelante. Y, como hemos visto, aprovechando la ocasión que le ofrecía la revisión de una segunda edición, en 1968, de su para entonces famosa Introducción a la lectura de Hegel, Kojève añade la nota en la que reelabora la genealogía de su idea del fin de la historia como algo ya acontecido en el pasado, según la pauta de la conferencia de 1937. En 1946, dice, aún le parecía razonable el regreso del hombre a la animalidad. «Pero poco después, en 1948, comprendí que el final hegeliano-marxista de la historia no estaba aún por venir sino que ya era un presente» (490). El mundo actual, el suyo, el de la Guerra Fría, en 1968, es ya un mundo posthistórico y el American way of life una forma de «comunismo». Pero no será sólo el hombre que vive para satisfacer sus necesidades el tipo de hombre post-histórico. Kojève encuentra en el Japón el modelo post-humano. El hombre nuevo de la post-historia será como un animal esnob que lucha por el reconocimiento. Pero esa lucha no se parece a la lucha a muerte que describe Hegel entre «el amo y el esclavo». Motor de la historia, el «esclavo» es el origen de todos los cambios materiales y espirituales que conforman la historia de la humanidad hacia el reino de la sabiduría y la libertad, mientras que el «amo» permanece cercado en su inmediatez animal. Ahora el enfrentamiento es sólo formal, precisa Kojève. Eso quiere decir que es virtual, un «como sí» en forma de juegos incruentos y prácticas carentes de sentido –la ceremonia del té, los arreglos florales– en que compiten entre sí. ¿Es una lucha por el reconocimiento que deja fuera la negatividad? ¿O la negatividad persiste, sólo que, como había predicho Bataille, es una negatividad sin empleo? La conclusión es que el hombre no desaparece del todo de la vida. Regresa a ella vaciado de su identidad humana. Pues, en lo esencial, Kojève no cambia de opinión: «un animal en armonía con la naturaleza o el ser dado es un ser vivo que no tiene nada de humano» (p. 491). Lo humano es la negatividad que anida en su conciencia de vivir en el tiempo, de ser tiempo, por supuesto un tiempo tasado y finito. Pero la extraña escena descrita por Kojève de un mundo en paz poblado por animales esnob que se «divierten» compitiendo en el arreglo de flores o suicidándose caprichosamente resulta aún más insatisfactoria que la desaparición del hombre convertiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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do en un animal feliz. Cuando Bataille escuchó la argumentación de Kojève ya en 1937 le escribió, contrariado, que la negatividad que constituye lo humano puede quedar sin empleo histórico, pero no desaparecer. Tiene razón Bataille, la vida humana se parece más a una herida que no cicatriza.17 No hay marcha atrás como sugiere Kojève al pensar la historia como inscrita en el círculo hegeliano: lo que sale de la naturaleza vuelve a la naturaleza. ¿Entonces? Como acabamos de ver, Bataille rechaza esta conclusión, aunque esté de acuerdo con la premisa principal, a saber, la lectura materialista y atea de la Fenomenología del espíritu. Kojève, fiel a Hegel, adopta el punto de vista de la totalidad del sistema. Sólo así puede contemplarse el soberbio pero, a la postre, vano espectáculo de la marcha del espíritu desde la naturaleza, eterna e idéntica a sí misma, hacia la culminación de la historia en la comunidad de los espíritus en su infinitud, según la expresión que cierra la Fenomenología. El fin de la historia exige la restitución del hombre a su origen, es decir, a la nada (desde la experiencia humana) de la naturaleza, espacio sin temporalidad, puesto que la conciencia no puede seguir negando, al haber culminado todo el proceso de negaciones en la afirmación final: el saber absoluto, la revelación de que el hombre es Dios mismo. La equivalencia de ese saber en el plano histórico político es el Estado soberano en el que todos los ciudadanos son libres e iguales. Pero Bataille se mantiene fiel al punto de vista propio, de su subjetividad sentiente y finita, consciente de que «la negatividad humana, el deseo efectivo que el hombre tiene de negar la naturaleza destruyéndola […] no puede detenerse ante él mismo: en cuanto naturaleza, el hombre se expone él mismo a su propia negación. Negar la naturaleza es negar el animal que sirve de soporte a la negatividad del hombre».18 Así, el hombre es el ser que ha quedado separado de la naturaleza… para siempre. No cabe ya cercanía alguna entre lo humano y lo animal, a pesar de que el soporte corporal de la existencia humana sea idéntico al de los animales. Y la diferencia, una vez más, es la conciencia de muerte, ajena por completo a la vida animal, y decisiva a la hora de determinar la esencia de la vida humana en cuanto tal. Dice Bataille: «el animal, no negando nada, perdido […] en la animalidad global, así como la animalidad está ella misma perdida en la naturaleza […] no desaparece verdaderamente. Las moscas no mueren, permanecen idénticas como las olas del mar» (Ibid.). El Hegel que le interesa a Bataille es el que piensa lo humano no como totalidad sino como negatividad: «tomar conciencia de la negativi 13

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dad como tal, captar su horror bajo la forma del horror a la muerte, observando y manteniendo cara a cara la obra de la muerte».19 Bataille se niega a asumir el movimiento dialéctico que hace de toda negatividad un paso necesario que se niega a sí mismo en la positividad resultante. Así lo enseñó Kojève terminando en las paradojas de la plenitud del espíritu como desaparición animal del hombre. Pero Bataille, al insistir en afirmar la «negatividad sin empleo» se ve consignado a otra visión de la historia y del hombre que la habita en su relación con el animal. La historia no termina, aunque no sea ya posible el «progreso» en el sentido hegeliano; entrará en otras lógicas al margen de la razón y de sus categorías. Para Bataille, el escenario europeo, después de la Gran Guerra, en pleno auge de los fascismos y de la rebelión generalizada de las vanguardias artísticas, declarando cesado y amortizado todo el pasado, es prueba suficiente. El animal humano está constreñido a afirmarse constantemente contra la tentación animal de renunciar a su conciencia, es decir, a su negatividad, aunque para ello el precio a pagar sea el de vivir en una especie de muerte aplazada: «Sólo el animal humano muere al estar absorbido en la conciencia de su desaparición futura en cuanto ser separado e irremplazable» (45). La posición de Bataille es mucho más compleja, puesto que esta negatividad sin empleo se proyecta en el arte, el erotismo, la economía y en prácticamente todas las manifestaciones de la vida personal y de la sociedad. Aquí sólo nos interesa la paradoja sobre la que descansa su antropología: lo humano es el resultado de la negación del animal-naturaleza. Pero dicha negación sólo es real en la medida en que es interiorizada y actualizada en su propia existencia. O dicho de otro modo, la negación es interior al hombre mismo y lo que le constituye. Agamben no siguió hasta sus últimas consecuencias la lógica batailliana de la «negatividad sin empleo» y prefirió refugiarse en el enfoque, ciertamente más acreditado, del Heidegger que ve en el lenguaje, en cuanto que morada del ser que interpela al hombre, la frontera entre lo animal y lo humano. Pero añade un matiz muy interesante: no ve lo específicamente humano desde el animal evolucionado que se diferencia y opone a su soporte zoológico, aunque tampoco como un ente que poco tiene ya que ver con el animal, como quiere Heidegger,20 sino como una cesura (de nuevo la imagen de la herida, de la brecha interior) entre el soporte material animal y la parte de autoconciencia dotada de lenguaje. Lo humano no es una esencia sino un invento para «producir [fabricar] el reconocimiento de lo humano».21 El hombre bizquea siempre hacia su hermano animal porque cuando, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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desnudo, se enfrenta a su imagen reflejada en el espejo nunca está seguro de vislumbrar su propia humanidad. Es verdad que el ingreso en el lenguaje y en la historia significa un cambio, pero no una superación. El abandono de la condición animal no se produce nunca, como bien sabían los «pesimistas» modernos, desde Schopenhauer hasta Freud. Cuando la naturaleza, o lo que sea, suspende en nosotros el orden de los instintos, no pasamos a un plano superior sino que ingresamos en una zona «libre y vacía»,22 precisa Agamben. Y de ahí la conclusión que establecía en Lo abierto: «El conflicto político decisivo es el que existe entre la animalidad y la humanidad» (p. 102). Ni podemos interpretar al animal como nuestro ideal ni seguir acomodados en el viejo humanismo que sitúa en la coartada teológica de ser descendiente de los dioses una espuria superioridad sobre la bestia. Pero tampoco su opuesto. La animalización de los seres humanos entraña un grave peligro porque no hay regreso a la inocencia animal, sino a la barbarie. Hay pocas dudas, después de lo que ha pasado en el siglo xx, de lo que podemos esperar de los seres humanos cuando se relajan los controles civilizatorios. Así como el fin de la modernidad ha sido descrito como la imposibilidad de seguir con los grandes relatos, es tentador pensar que al final de la historia nos aguarda el silencio acogedor de una naturaleza en paz consigo misma. Pero eso sólo sucederá si desaparece el animal humano. 6. DARWINISMO O HISTORICISMO

El hipotético «fin de la historia» exige tomar en serio y asumir la filosofía de Hegel y la interpretación de Kojève: el último acontecimiento histórico fue la batalla de Jena (1806) porque en ella el ejército «revolucionario» de Napoléon derrota y destruye como realidad histórica al Sacro Imperio Romano Germánico. Todo lo que ha venido después, incluidas las dos guerras mundiales y la guerra fría, con su orden mundial en bloques enfrentados, no sería sino el reajuste necesario para que el orden universal basado en los principios y valores de la Revolución Francesa, libertad e igualdad, se convierta en realidad. 23 Y aunque la hipótesis tiene algo de fascinante, hasta el punto de haber sido reivindicada al hilo de los acontecimientos de 1989,24 desde el problema que nos ocupa, pensar la nostalgia de lo animal, sólo nos ha conducido a ciertas aporías y confusiones de las que es difícil sacar algo en limpio, más allá de la idea de 15

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que hemos partido, a saber, que liquidada la imagen «humanista» de un hombre racional y único entre los animales y superior, por diferente, a ellos, el hombre moderno no ha sabido elaborar su propia genealogía de lo humano. Con una excepción: la biología de Darwin nos sitúa en un incierto horizonte que remite a la vieja sospecha de que somos animales que no sabemos qué hacer, donde situar nuestra animalidad, transformada por obra de la civilización y de la historia, en resto, cuando no en enfermedad. Fracasos, pues, a la hora de elaborar una imagen sólida de lo humano, más allá del humanismo ingenuo del Renacimiento: por un lado el del darwinismo; por otro, el del historicismo, que podríamos asociar respectivamente a las dos corrientes que alimentan la modernidad: Ilustración y Romanticismo. La ilustración aspira finalmente a cambiar a Dios por la naturaleza, el Dios ingeniero del que habla Voltaire, cuya única tarea es la de haber conformado matemáticamente el universo para que el genio de Newton descubriera sus leyes. Por su parte, el Romanticismo aspira a transformar al hombre en Dios mismo o, en su versión pesimista, a vivir desde una fuerte nostalgia de lo divino. El darwinismo mantiene al hombre dentro de la naturaleza en un esquema materialista bastante simplificado. La naturaleza es lo que describen los científicos, un proceso de cambio, transformación y progresiva complicación desde el hidrógeno hasta nuestro cerebro, que hace la ciencia. Si Locke y Hume hablaban en el xviii de «naturaleza humana», los neodarwinistas mencionan el sistema nervioso central de los seres vivos evolucionados como lo que les proporciona su identidad y su función en la naturaleza. La historia no tiene para ellos más significado que el de las variaciones que, más o menos azarosamente, se van produciendo por efecto de los cambios sociales, económicos, técnicos, dando por hecho que la historia humana no es sino un minúsculo ramal dentro de la gran historia natural. Pero el «hombre» no es el nombre de un problema, de un misterio, de un sentido por descubrir. Homo sapiens sapiens sólo es el nombre de una especie animal que tiene cierta peculiaridad que algunos llaman conciencia, y otros, inteligencia, porque le capacita para descubrir el funcionamiento de ciertos procesos naturales y manipularlos en beneficio de su «adaptación», mejorando sus rendimientos, en «el gran combate» por la adaptación que es la selección natural. Por eso, creo que tanto el darwinismo como el historicismo del «fin de la historia» fracasan a la hora de ofrecernos una visión consistente de lo humano como tal. El darwinismo sólo habla del CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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soporte bio-animal y el historicismo de su destino «espiritual». Están encerrados dentro de sus respectivas opciones ontológicas: el primero considera a la naturaleza como la realidad primordial a la que se reducen todas las demás; el segundo elige la vida del espíritu como su realidad esencial. El dualismo naturaleza-cultura es coextensivo con el dualismo cuerpo-alma y parecen insalvables. De ahí que el ser humano siga siendo un problema o incluso una enfermedad o una anomalía desde el punto de vista de la naturaleza. 7.  HEIDEGGER

En su crítica al humanismo muestra la insolvencia histórica de la antropología humanista como un producto secundario de la metafísica. El error de la metafísica moderna, nacida del cogito cartesiano, consiste en no haber cuestionado la búsqueda de la esencia de lo humano en su condición genérica de animal. El animal rationale apenas puede disimular su destino como homo animalis, que es lo que hallamos en el fracaso de la modernidad, sobrevenido por su incapacidad de repensar el problema de la animalidad que enturbia la esencia de lo humano: «procediendo así –escribe Heidegger– el hombre queda definitivamente relegado al ámbito esencial de la animalitas. Aun cuando no lo pongamos al mismo nivel que el animal, sino que le concedamos una diferencia específica» (266).25 ¿Qué pasará cuando fracase, por el trabajo de la crítica racionalista, el soporte espiritual o personal del animal humano? Heidegger había preparado la respuesta a esta cuestión con anterioridad a plantear la crítica al humanismo clásico. En un curso dictado en Friburgo en el semestre del invierno de 1929-1930, «Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad»,26 Heidegger despliega, a lo largo de más de doscientas páginas, su reflexión sobre la frontera entre lo humano y lo animal. Tenía claro que era ya el problema filosófico central de todas las antropologías del siglo xx. La tesis es de sobra conocida: la diferencia específica entre lo humano y lo animal es que el animal es el ser vivo «pobre en mundo». Aunque la idea que guía la reflexión heideggeriana es que el término «mundo» no puede referirse en absoluto al animal. Se dice en sentido análogo como cuando, siguiendo la tesis de Uexküll, se habla de umwelt, mundo circundante. Para Heidegger lo propio del animal es el «estar cautivado» dentro de un círculo de percepciones que determinan sus respuestas: «el perturbamiento es la condición de posibilidad de que el animal,27 17

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conforme a su esencia, se conduzca en un medio circundante, pero jamás, ya en un mundo» (291). En resumen, el animal vive confinado en lo que Heidegger denomina «anillo de desinhibición», que contiene la totalidad de las «notificaciones» que le agitan.28 La agitación, correlato del «estar encajado» que padece el animal, es el resultado del «estar absorbido por los impulsos» que le llegan del medio. El animal siempre «está referido a lo otro». Y concluye: «En el estar cautivado en su agitación, el animal siempre impulsa su hacer, en el estar abierto, hacia aquello a lo cual está abierto» (313). Y «a lo que abre» es al anillo de desinhibición, configurado por todos los ingredientes que hacen posible la vida del animal de que se trate, por ejemplo, los impulsos de autoconservación, de reproducción, etcétera, que conforman la estructura del «estar encajado» de la vida animal y son su esencia (314). Me llama la atención que Heidegger se sirva de una expresión aparentemente inocua: el animal es pobre en mundo, cuando en realidad está construyendo la diferencia más radical entre lo humano y lo animal que haya pensado la modernidad: el anillo de desinhibición sólo es un simulacro de mundo. Tener o no tener mundo no es cuestión de grado. Mundo es «lo presente en cuanto tal: esto significa presente en su ser presente, en tanto que ente. En el perturbamiento [estar encajado] lo ente no es manifiesto para la conducta del animal, no está abierto, pero […] tampoco está cerrado» (301). Simplemente está fuera de la esfera del ente. Y, por eso, no tiene percepción sino un simulacro de percepción.29 Pero estas precisiones en torno al animal iban a adquirir todo su alcance cuando sirvieran de sostén, veinte años después, a un texto programático y polémico como resultó ser Carta sobre el «humanismo» (1946). Aquí se extraen todas las consecuencias del abismo que nos separa del animal y que había quedado oculto durante toda la modernidad filosófica que, como hemos visto, termina, por doble vía, en el reconocimiento de una animalidad que impone su presencia (¿y autonomía?) después de siglos postergada y hundida por el triunfo del espíritu racionalista. Y eso es lo que Heidegger reprocha a la tradición humanista, haber ignorado pensar el abismo que nos separa del animal: «De entre todos los entes, presumiblemente el que más difícil nos resulta de ser pensado es el ser vivo, porque, aunque hasta cierto punto es el más afín a nosotros, por otro lado, está separado de nuestra esencia existente por un abismo» (268). Y añade una observación que puede resultar en un primer momento chocante: «podría parecer que la esencia de lo divino CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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está más próxima a nosotros» pero es un expediente, creo, destinado a enfatizar el mencionado abismo respecto de lo animal. Y es que la lejanía en que está lo divino nos resulta más familiar que «ese parentesco corporal con el animal que nos sume en un abismo apenas pensable» (Ib.). El humanismo culminó, y en eso hay que darle la razón a Heidegger, en una visión del fin de la historia, examinada más arriba, en la que el animal regresa después del fracaso del espíritu. En la lectura que hace Heidegger de la modernidad como culminación de la metafísica en el sistema de Hegel y en sus dos «inversiones», la de Marx y la de Nietzsche, parece asumir ese mismo escenario de la consumación de nuestra historia europea y la exigencia de pensar un paso más allá. Pero del homo animalis al homo humanus que Heidegger aspira a rescatar no tenemos más sostén que un nuevo modo de pensar, ni teórico ni práctico, un pensar que «consiste en rememorar el ser y nada más» (292). «Poca cosa si lo que sabemos es que apenas tenemos palabras para mentar al ser». Aunque: «El pensar conduce a la existencia histórica, es decir, a la humanitas del homo humanus, al ámbito donde brota lo salvo» (Ib.). El lector no ha de esperar aclaración alguna sobre ese «brote de lo salvo». De estas ambigüedades ha vivido parte de la filosofía académica las décadas siguientes. En lo que respecta a nuestra cuestión, la nostalgia del animal, por lo menos sabemos que es en el campo de la existencia histórica y no en la historia natural donde tiene sentido nuestra búsqueda. Aunque quien se mueva en la estela de la reflexión heideggeriana no podrá experimentar dicha nostalgia ya que este sentimiento no tiende puentes sobre los abismos. Sólo quien tiene en su genealogía, es decir, en su cuerpo mundano, la vivencia de lo animal, puede rememorarla. 8.  SLOTERDIJK

La crítica hiperrealista de Sloterdijk a las conclusiones neo-humanizadoras de Heidegger termina en un lugar tan interesante como peligroso, aunque ni un paso más allá del punto al que arribó el cartesianismo sin res cogitans de Nietzsche. En su ensayo Normas para el parque humano,30 Sloterdijk desafía la exigencia que Heidegger plantea en su Carta cuando avisa que de poco le vale al hombre, necesitado de pensar sobre su propia esencia, el «narrar historias naturales e históricas sobre su constitución y su actividad» (267). A lo que responde contando dos historias que, según Sloterdijk, son las únicas capaces de 19

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explicar por qué el hombre tiene mundo y por qué existe tal cosa como cultura, teoría. La primera la refiere la biología evolucionista que cuenta «la aventura de la hominización» y la segunda apenas ha sido referida aún, fuera de algunas observaciones de Nietzsche sobre la importancia de la «doma» y la «cría» desde que el humano se hizo sedentario: «El hombre y los animales domésticos: la historia de esta monstruosa cohabitación no se ha llegado a describir de una manera adecuada; y, a día de hoy, los filósofos aún no han querido darse cuenta realmente de qué se les ha perdido a ellos en esta historia» (57-58). Sloterdijk regresa así a la hipótesis del animal enfermo que Hegel fue el primero en formular y que, con sus matices, Nietzsche y gran parte de la filosofía antropológica del xx (Scheler, Gehlen, Ortega) adoptan: El hecho de que el hombre haya podido convertirse en el ser que está en el mundo tiene unas profundas raíces en la historia del género humano de las que nos dan cierta idea los insondables conceptos de nacimiento prematuro, neotenia e inmadurez animal crónica del hombre. Aun se podría ir más allá y designar al hombre como el ser que ha fracasado en su ser animal y en su mantenerse animal. Al fracasar como animal, el ser indeterminado se precipita fuera de su entorno y, de este modo, logra adquirir el mundo en un sentido ontológico. Este extático llegar-al-mundo y esta «sobreadecuación» al ser le vienen dados al hombre desde la cuna por herencia histórica de su género. Si el hombre es-en-el-mundo, ello se debe a que participa de un movimiento que le trae al mundo y que le expone al mundo (55-56). No hace falta estar de acuerdo con las conclusiones transhumanistas que postula Sloterdijk al final de su relato,31 adivinando algo que aún estaba oculto en el futuro: a saber, que los hombres y mujeres de la tardo-modernidad no quieren morir, no quieren el dolor, no quieren hacerse cargo de las limitaciones de una existencia contingente, azarosa y finita. Volverse hacia la técnica y esperarlo todo de ella es… lo previsible. A pesar de las apariencias, Sloterdijk coincide en lo esencial con la opinión que hoy triunfa en el planeta occidentalizado y unificado por la técnica y el estilo de vida impuesto por los grandes mecanismos del consumo. Se trata de una imagen de lo humano que no se cuestiona si hay diferencias o no con los animales, más allá de lo que indica el sentido común, que no hablan, que dependen de nosotros, que aun nos los comemos y que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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los adoptamos como mascotas. Pero en el marco que define la hipótesis neodarwinista, el pragmatismo tecnológico y la moral utilitarista, lo animal se ha instalado en el núcleo duro de nuestra identidad, el homo animalis que cree superada su enfermedad. 9. RECAPITULACIÓN

Pero volvamos al origen de la idea del hombre como animal enfermo. Adelantamos que la causa de la enfermedad es el tiempo. Para Kant, el tiempo es un a priori de la razón, como el espacio, aunque tiene el privilegio de afectar a los fenómenos del alma. Hegel cambia radicalmente el estatuto antropológico del tiempo cuando en la Fenomenología del espíritu relaciona el tiempo con el deseo, la necesidad, en fin, el reconocimiento de una conciencia por otra. Me refiero al ya evocado pasaje del capítulo cuarto en el que se narra la escena originaria de la lucha a muerte entre el amo y el esclavo.32 El amo, por no temer a la muerte, permanece en el perpetuo presente de la vida animal. El animal que descubre en el riesgo del enfrentamiento la inminencia de su muerte, vivirá en lo sucesivo confinado en la negatividad, en una temporalidad lineal en la que cada instante muere para siempre. Y así se convierte en el esclavo que satisface, mediante su trabajo, las necesidades del amo. Puede decirse entonces que el tiempo se vuelve auto-consciente en la vida del esclavo, que la vive con la creciente certidumbre de su condición mortal, de su finitud. Pero la dialéctica hegeliana, que deduce la temporalidad de la conciencia de la muerte propia del esclavo, se mantiene dentro del esquema cristiano que hace de la muerte del hijo de Dios, la condición de salvación. Y ésa es aún y por última vez la función de la negatividad: vencer a la muerte. Marx, lógicamente fascinado por la dialéctica de la historia de Hegel, va a ignorar algo esencial al pensar la negatividad del trabajo como una dimensión exclusivamente material, segregada de lo afectivo y lo espiritual. El deseo, el sentido de la propia existencia y del mundo es irrelevante o el resultado mecánico de solventar las necesidades materiales. Kojève, a pesar de la lectura «existencial» de la temporalidad hegeliana y de elaborar una antropología mediada por Heidegger, a la hora de cerrar su filosofía de la historia, comete el error de interpretar a Hegel sobre la inversión marxiana. Cae entonces preso de aporías que no es capaz de salvar por mucha imaginación e ironía que inyecte en su escena: el hombre como el animal esnob. Es Bataille, el discípulo rebelde, quien concluye que la negatividad no puede reducirse a su interpretación económico 21

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política y propone una lectura trágica de la «negatividad sin empleo», que se manifiesta en el deseo como un absoluto de la subjetividad, la voluntad de poder y la dasein heideggeriana en una permanente rebelión contra los cielos vacíos. Hegel se limitó a poner en conceptos la desesperación y la melancolía que el Romanticismo alemán experimentó ante el creciente vacío de espiritualidad, ante la vulgaridad que la interpretación burguesa y pragmática del mundo estaba alentando por toda Europa. De ahí que la negatividad en cuanto motor del espíritu resulte mucho más convincente que su «superación» definitiva anunciando un final de los tiempos, que, como mínimo, iba a ser muy fácil refutar. ¿Cabe una lectura no trágica, no romántica, de la negatividad hegeliana? Creo que sí, como habría sido posible otra modernidad si en vez de triunfar Descartes y la reducción matemática de la naturaleza, hubiera perdurado el espíritu de los Montaigne, Vico o Cervantes. Es verdad que la conciencia de nuestra temporalidad nos remite a un escenario dominado por la finitud y la contingencia, en un horizonte sin Dios. Pero lo finito no es el negativo impotente de lo infinito, como el tiempo no es la carencia de eternidad. También nuestro tiempo es vida antes de la muerte, tiempo de vida. En esta perspectiva, la negatividad, motor de la conciencia, se manifiesta como trabajo, como esfuerzo de vivir. José Ortega y Gasset, buen conocedor de la Fenomenología del espíritu, elabora desde Meditaciones del Quijote (1914) una noción de vida como realidad abierta, indeterminada y necesitada de salvaciones. Dichas salvaciones son otra forma de nombrar el trabajo de lo negativo del esclavo hegeliano que transforma la naturaleza; que es técnica, bienes, pero también cultura: ideas, sentido. Ortega prefiere otro juego metafórico menos romántico. La negatividad es reinterpretada como la exigencia de salvar la circunstancia en un sentido histórico-social-político, pero también en un sentido biográfico: justificar la propia existencia. Podríamos decir entonces que, para Ortega, el hombre es el animal que está obligado a, o necesitado de, «salvar» su circunstancia o mundo. Entre la negatividad dialectizada, destinada a ser superada en un absoluto que se materializa cuando la historia llega a su fin, y la negatividad abocada al absurdo de un erotismo insaciable o de un arte impotente, cabe una tercera lectura: la negatividad referida a un sujeto histórico que asume sin rebelión ni malestar excesivo su condición de ente mortal, desde una comprensión de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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la realidad histórica sin fin y sin meta, poniendo bajo vigilancia la idea de progreso, sostenida por la creatividad humana –técnica y poiética, es decir, de sentido– y el esfuerzo por rescatar de la ruina y de la melancolía el fracaso en que inevitablemente terminan todas las fundaciones humanas. ¿Cómo pensar nuestro origen animal desde esta interpretación de la negatividad humana? 10. EL ANIMAL ENSIMISMADO Desde el punto de vista zoológico, el animal doméstico es un animal degenerado, como lo es el hombre mismo. Ortega y Gasset

Probemos a interrogar los mitos sobre el origen de lo humano desde el animal, el momento en que se produce su emergencia. El mito no aspira a establecer hechos o a producir certezas. Se limita a contar una historia que puede tener el valor de iluminar el sentido de un problema, de una vivencia, de un acontecimiento, en fin de una experiencia que afecta a un aspecto esencial de lo humano. El salto –porque no es un paso– de lo animal a lo humano se sigue resistiendo a las ciencias a pesar de los innegables progresos que se han llevado a cabo en etología, antropología, psicología, neurociencias, etcétera. Podemos establecer las diferencias o coincidencias, muchas o pocas, con nuestro congéneres animales pero no podemos explicar aún, y en concreto, por qué se produce el cambio hacia esa complejidad existencial que padecemos los humanos. Es claro que tiene que ver con el lenguaje y su función de objetivar el mundo y simbolizar nuestras vidas, con la capacidad que nos da de atesorar recuerdos y de proyectar nuestros deseos articulándolos en cálculos de medios-fines, compartiéndolos (o no) con los otros, de interactuar en el seno de la comunidad humana de la que formamos parte por el hecho de nuestro nacimiento inmaduro, etcétera. Allí donde la ciencia o la filosofía no pueden intervenir, el mito tiene aún capacidad de iluminación. En Occidente, el mito clásico sobre el origen es el relato del Génesis, que relata la expulsión del paraíso. Así, la salida de la naturaleza y el ingreso en la historia, el escenario donde reina el trabajo de lo negativo, relaciona el mito con el símbolo del árbol de la ciencia en contraposición al árbol de la vida. Metáforas venerables que aún nos sirven para pensar. Menos conocido es cierto mito que refirió Ortega, en un encuentro dedicado a la arquitectura, en Darmstadt hacia 1951, al 23

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que, por cierto, asistió Martin Heidegger. El filósofo español enfocó su intervención partiendo de una pregunta filosófica: ¿por qué el hombre es técnico o hace técnica? Y para responderla –o al menos para meditar sobre ella– dio su conferencia «El mito del hombre tras de la técnica» (VI, 800).33 Parte de una observación: la vida humana presenta, frente a otras formas de vida, incluidas las de los animales, una anomalía: no vive instalada directamente en el medio, en el entorno, sino en un mundo construido por la técnica. A partir de ese dato ya es menester concluir que el hombre como especie existe «extrañado» de la naturaleza. Y eso sólo puede significar «una anomalía negativa, una enfermedad».34 La regulación natural del ser pre-humano queda de una u otra forma destruida. Desafiando la lógica evolucionista, el animal enfermo que es la especie homo no desaparece de la naturaleza, aunque tampoco permanece en ella. Lo de menos es la índole de la enfermedad, al fin y al cabo, una metáfora. El mito habla de un animal que enfermó de malaria porque vivía en zonas pantanosas pero que no llegó a morir. Quedó intoxicado, con «hipertrofia cerebral», alteración que terminó provocando una «sobreabundancia de imágenes». Y eso significa que, frente al mundo circundante, este animal se encontró con un «mundo interior». El resto de los animales siempre dirigen su atención hacia el contorno (Umwelt), hasta el punto de que parecen prisioneros de él. Pero este «primer hombre encontró tal riqueza en imágenes internas» que, fascinado por el espectáculo, «realizó el más grande y patético giro desde fuera hacia dentro. Empezó a prestar atención a su interior, es decir, entró en sí mismo: era el primer animal que se encontraba dentro de sí, y ese animal que ha entrado en sí mismo es el hombre» (VI, 815). Este otro animal «ensimismado» tendrá que elegir entre dos proyectos: uno basado en los esquemas instintivos; otro, extraño aún, en las imágenes de su interior. Y por eso tendrá que seleccionar, preferir. A lo que apunta esta improbable historia es a abandonar la vieja tesis humanista que establece la diferencia con el animal sobre la superioridad de la razón, del logos, y desplaza la comprensión de lo humano de las facultades a la acción. La técnica es una consecuencia de esa elección primaria: vivir de la propia fantasía significa ahondar la cesura con nuestro pasado natural-animal. Y eso sólo lo pudo hacer el humano inventando formas de vida consistentes en ajustar, acomodar la naturaleza a sus necesidades, las heredadas y las inventadas. Y es que nuestros deseos no tienen sólo que ver con los instintos. Nuestra identidad no reside en las CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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necesidades animales, es decir, biológicas, sino en las fantasías que somos capaces de forjar para nuestras vidas. Envidiamos al animal porque tenemos la impresión de que pueden ser felices. Un novelista aficionado a Schopenhauer ha sugerido que tenemos mascotas porque es fácil hacerlas felices. En realidad, las cosas son más complicadas porque los animales pueden vivir satisfechos pero no ser felices. Lo que parece incuestionable es que el hombre es el animal insatisfecho y, por tanto, infeliz, porque desea cosas que no ha tenido nunca, que ni siquiera existen: «Se nos aparece el hombre como un animal desgraciado en la medida en que es hombre. Por eso no está adaptado al mundo, por eso no pertenece al mundo».35 Vive proyectado a ese otro mundo que está por llegar, por construir, por inventar. De ahí la conclusión: lo más humano que posee el hombre es su propia insatisfacción. Hoy comienza a reconocerse la importancia de la filosofía de la técnica que desarrolló Ortega a partir de los años treinta, porque rompió con la leyenda negra que el Romanticismo había levantado contra la técnica, cuyos ecos aún resuenan en la visión de Heidegger. Pero, a mi juicio, es más notable la imagen de lo humano que ofrece a partir de la conexión que establece entre fantasía, libertad y técnica. De ello se sigue una nueva forma de pensar la relación humano-animal en una perspectiva alejada por igual del «optimismo» animalista que espera consciente o inconscientemente retornar de alguna forma a la «inocencia» y «bondad» animales, y de las diferencias que postulan todos los humanismos e idealismos. En Ortega, se afirma simultáneamente la distancia, dentro del reconocimiento de nuestra marca animal, y la inseguridad y fragilidad de lo humano. Pero si no persistimos en aquello que nos humaniza, caeremos, no en nuestra pasada condición animal, sino en algo mucho más oscuro y dañino para nosotros mismos. Algunos años antes, un poeta alemán, Rainer María Rilke, pensó la diferencia entre lo animal y lo humano en términos que iluminan (privilegio de los poetas) a los del filósofo. La diferencia con lo animal no está precisamente en ninguna superioridad sino en la autoconciencia de la propia inseguridad: «Lo que a nosotros / finalmente nos cobija / es nuestro estar indefensos y proyectados hacia lo abierto».36 No en armonía con lo abierto, eso es privilegio del animal, sino en ser mero proyecto, condenados a no llegar nunca a lo abierto porque no estamos «acordados como las aves migratorias», nosotros, «sobrepasados y tardíos» vivimos en déficit ontológico, si se me permite la expresión, déficit que el 25

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poeta expresa magistralmente: nosotros estamos vueltos al todo pero incapaces de mirar lo abierto. Lo nuestro es un proyectar y no llegar: Ordenamos el mundo Se desmorona Lo volvemos a ordenar y a su vez nosotros mismos nos desmoronamos.37 11.  EL ANIMAL ENMARAÑADO

Es importante tener siempre a la vista los peligros en que incurre el humano cuando olvida la fragilidad constitutiva de su condición, como expone Rilke en la «Octava» de sus Elegías de Duino, de las que proceden las citas anteriores. Si un posible lector se preguntara a dónde conducen estas reflexiones, le diría que a invitarle a que repare en el hecho de que lo humano se ha vuelto problema para lo humano en un sentido más radical que en cualquier otro momento de nuestro pasado. Nunca el hombre estuvo tan solo consigo mismo, dependiendo de sus propias fuerza e inspiración. Mirando hacia atrás, la diferencia más firme entre la vida humana y otras formas de vida –animal o divina– fue, en Occidente, aquella que situaba lo propiamente humano en lo que Sócrates enseñaba a sus amigos por las calles de Atenas, a saber, que una vida sin examen no merece la pena ser vivida. Bastaría con recordar las burlas de Nietzsche,38 o las menos conocidas de Ortega,39 hacia Sócrates para concluir que la racionalidad que fundó su inspiración platónica no da más de sí en nuestro mundo. Pero quizá Platón y Aristóteles malinterpretaron a Sócrates cuando sustantivaron, cuando cosificaron en una facultad propia de la especie, la Razón con mayúsculas; pero aquello, un preguntar y un no-saber, no era sino el reconocimiento de una situación en el mundo, diferente de la de los dioses, que saben quiénes son porque habitan en la transparencia de la eternidad, y de la de los animales, que no necesitan saber quiénes son porque la naturaleza les regala una especie de identidad colectiva que además les salvaguarda de la muerte. John Gray, a quien citamos al principio, rechaza el imperativo de Sócrates «conócete a ti mismo».40 ¿A santo de qué tener que dar con un sentido, tener que protagonizar un relato coherente, fracasar porque tenemos un destino? ¿Es que no basta con sentir y respirar? Parece preguntarse el profesor de la London School, que concluye su pesaroso relato con la siguiente obserCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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vación: «No hay redención de la condición humana, pero no hay necesidad de redención» (168).41 Ahora estamos en otro plano de radicalidad en cuanto a las preguntas ya que nuestra propia ciencia ha corroído las respuestas. Ahora se trata de cuestionar en qué nuestra vida humana es más vida que la nuda vida animal y si se trata de sostener la apariencia de superioridad que nos hemos atribuido a lo largo de los siglos, bien con argumentos teológicos, racionales, etcétera; bien en la cruda práctica cotidiana como dueños y señores del planeta, gracias a nuestra superioridad técnica. De creer a los amigos de la técnica, el hombre está en condiciones de transformar la vida y la naturaleza, incluida la vida humana, en cualquier cosa que sueñe o se proponga. Nunca los medios han sido tantos. Pero nunca hemos estado tan confusos en cuanto a los fines. Va para un siglo que un filósofo de origen español, aunque afincado en Estados Unidos, Jorge Santayana, definió al hombre como «un cierto animal enmarañado». Nuestros deseos no están fijados por la naturaleza ni encerrados en una botella. Tengamos cuidado con lo que deseamos.

NOTAS 1 El 30 de junio de 2018 presenté una primera versión, notablemente más resumida, de este texto en la Noche de la Filosofía que se celebró en el Centro Cultural Kirchner de Buenos Aires. Deseo mostrar mi agradecimiento a todos los que hicieron posible mi participación en dicho encuentro: los responsables del evento, Inés Viñuales, de la Fundación Ortega y Gasset-Argentina, que tuvo la iniciativa de proponerme, y al Consulado de España en Buenos Aires. 2 Me refiero en lo esencial a la idea de que el hombre tiene un alma inmortal, creada ex profeso por Dios para cada humano, «a su imagen y semejanza». Esta idea bien asentada racionalmente en los textos de San Agustín y Santo Tomás, tiene vigencia hasta bien entrado el darwinismo en la segunda mitad del xix. Y cabe decir, que nunca termina de perderla del todo ya que lo propiamente humano, en cuanto que no animal, no puede surgir de las estructuras materiales de nuestro organismo, puesto que esto es lo que compartimos con los animales. Aun siendo sumamente incómodos al lenguaje filosófico contemporáneo conceptos como «alma» o «espíritu», no es fácil deshacerse de ellos si queremos dar a la especie humana algún tipo de exclusividad. 3 Me refiero al libro de Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos. 4 La vida del espíritu de Hannah Arendt.

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Liberación animal, Madrid, Taurus, 2018. Damos la página después de la cita. 6 La cita que da Singer es bastante más extensa pero lo esencial está en ese conjunto de preguntas finales, que repite en otros lugares. 7 Singer no precisa el límite de la expresión «los demás». Entonces, ¿a todas las especies animales? 8 «Por lo visto, el ser del hombre tiene la extraña condición de que en parte resulta afín con la naturaleza, pero en otra parte no, que es a un tiempo natural y extra-natural, una especie de centauro ontológico, que media porción de él está inmersa, desde luego, en la naturaleza, pero la otra parte trasciende de ella». (Meditación de la técnica, V, 569. Citamos por Obras completas, Madrid, Taurus-Fundación Ortega y Gasset, 2004-2010. En romano indica el volumen y los árabes la página). 9 El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos, Trad. de José A. Pérez de Camino, Madrid, Sexto Piso, 2013, pp 25-26. 10 No es posible aquí entrar en detalles pero en La condición humana, Arendt cree que después de las guerras del siglo xx, la modernidad ha generado un tipo humano contraído a sus funciones biológicas, es decir, que el hombre contemporáneo vive una vida cercana a la vida animal dado que se la plantea como centrada únicamente en la satisfacción de sus necesidades, consumiendo aquello que las satisface, tanto en el orden

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físico como en el psíquico. Véase la amplia descripción en la sección titulada «Labor». (Barcelona, Seix Barral, Trad. De Ramón Gil Novales, 1974, pp. 111 y ss.) El último parágrafo se titula «Una sociedad de consumidores» (170 y ss.). 11 Madrid, Trotta, Trad. de Andrés Alonso Martos, 2013. 12 En la nota de presentación el editor de la edición francesa, Raymond Queneau, cuyos apuntes constituyen la base de la edición escribe: «El núcleo está formado por las notas tomadas desde enero de 1933 hasta mayo de 1939 en el curso que el señor Alexander Kojève impartió en L’École Practique des Hautes Études (5ª sección) bajo el título de La filosofía religiosa de Hegel, y que era, en realidad, una lectura comentada de la Fenomenología del espíritu» (p. 49). 13 Probablemente Kojève escribe esto con idea de provocar al lector incluso de tomarle el pelo pues inmediatamente abandona esta hipótesis por absurda. 14 «Esta conferencia nos dejó atónitos a todos debido, al mismo tiempo, al poder intelectual de Kojève y a sus conclusiones». Declaración de Caillois citada por el editor en la nota de presentación a «Las concepciones hegelianas» por Alexandre Kojève, sábado, 4 de diciembre de 1937. Denis Hollier editor, El colegio de sociología, Madrid, Taurus, Trad. de Mauro Armiño, 1982, p. 109. 15 Fukuyama, del que hablaremos más tarde, explica con claridad la idea central: «Los principios de igualdad y libertad surgidos de la Revolución Francesa, encarnados en lo que Kojève llama el «Estado universal y homogéneo» moderno, representan el punto final de la evolución ideológica de la humanidad, más allá de la cual ya no era posible progresar». El fin de la historia y el último hombre Barcelona, Planeta, 1992, Trad. de P. Elías, p. 108. 16 El colegio de sociología, p. 109. 17 Agamben cita esa carta del 6 de diciembre de 1937 en la que Bataille reprocha a Kojève su interpretación de un final de la historia como retorno a la animalidad. «Bataille tiene que apostar por la idea de una «negatividad sin empleo», es decir, de una negatividad que sobrevive, no se sabe cómo, al final de la historia y de la que no le es dado proporcionar otra prueba que su propia vida, «la herida abierta que es mi vida». Lo abierto. El hombre y el animal, Valencia, Pre-textos, trad. de Antonio Gimeno Cuspinera, 2005, p. 17. La carta fue publicada por su autor como uno de los Apéndices de El culpable, Madrid, Taurus, 1974, trad. de Fernando Savater, pp. 147-149. También es recogida por Denis Hollier a continuación de la charla de Kojève en la ya citada antología de El Colegio de Sociología, pp. 112116. 18 Hegel, la muerte y el sacrificio, Córdoba (Argentina), Ed. Signos, 1968, trad. de Emilio Terzaga, p. 44. Las mayúsculas en el original. 19 El pasaje que sirve de inspiración a Bataille está en el Prefacio de la Fenomenología del espíritu: «La potencia portentosa de lo negativo reside, por el contrario, en que alcance un ser allí propio y una libertad particularizada en cuanto tal, separado de su ámbito, lo vinculaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

do, y que solo tiene realidad en su conexión con lo otro; es la energía del pensamiento, del yo puro. La muerte, si es que queremos llamar así a esta irrealidad, es lo más espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza”. Fenomenología del espíritu, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE, 1966, p. 24. 20 Véase más adelante la justificación de por qué afirma Heidegger que un abismo separa al hombre del animal. 21 La cita completa es como sigue: «Homo sapiens no es una sustancia ni una especie claramente definida; es antes bien, una máquina o un artificio para producir el reconocimiento de lo humano […], una máquina óptica […] constituida por una serie de espejos en los que el hombre, al mirarse, ve la propia imagen siempre deformada con rasgos de mono» (p. 41). En realidad, Agamben no se aparta de la visión moderna de lo humano que, antes que Darwin, pero con la imagen cristiana de lo humano ya «tocada» por la razón ilustrada, piensa al homo como una especie enferma. En realidad Darwin sólo matizó la dirección y el tipo de argumentos que se esgrimían en la polémica sobre la frontera –aunque sería mejor recurrir a la imagen de la grieta– entre lo humano y lo animal. 22 Aunque Agamben no lo precisa, esa zona libre y vacía que habita el hombre cuando sobrepasa su condición animal, aunque sin «superarla», es la historia, esa temporalidad contingente, absurda, arbitraria e indeterminada que los historiadores se empeñan en domesticar mediante relatos. De ahí que, desde el origen de la filosofía, es decir, desde que el hombre toma conciencia de su propia confusión, invente mitos, demiurgos, providencias, espíritus absolutos o luchas de clases para convertir la historia en un proceso orientado, lleno de finalidad y sentido y que, además, termine bien. 23 «Desde un punto de vista auténticamente histórico, las dos guerras mundiales, con su cortejo de grandes y pequeñas revoluciones, sólo han tenido por efecto alinear las civilizaciones atrasadas de las provincias periféricas con las posiciones históricas más avanzadas […] de Europa», citado en Fukuyama, op. cit., p. 109. 24 Francis Fukuyama publicó en la revista The National Interest, núm. 16 (verano de 1989), pp. 3-18 un artículo titulado «The End of History?», que fue rápidamente publicado en diarios de todo el mundo. El País ofreció a sus lectores una edición abreviada el 24 de septiembre de 1989. El debate que siguió incitó a su autor a dar a la hipótesis de que la caída del muro de Berlín significa la confirmación de la hipótesis de Hegel-Kojeve sobre el final de la historia, a redactar un grueso volumen con el título El fin de la historia y el último hombre (1992). La tesis de Fukuyama es en lo esencial idéntica a la de Kojève, solo que en vez de haber triunfado el comunismo estalinista lo que encuentra la humanidad al final de la Historia es el liberalismo de mercado. El hundimiento del imperio soviético habría revelado que el Estado Universal anunciado por Hegel se basa en la «universalización de la democracia liberal occidental». 28


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«Carta sobre el humanismo» en Hitos, Madrid, Alianza, 2000, trad. de Helena Cortés y Arturo Leyte, pp. 259298. Daré la página después de la cita. 26 Madrid, Alianza ed., 2007, trad. de Alberto Ciria. Daremos la página a continuación de la cita. 27 El traductor de la edición de Alianza elige el término «perturbado» pero me hago eco de la corrección que propone Javier San Martín: «Dice Heidegger que el animal está benommen en sus operaciones. El traductor traduce “perturbado”; pero no se trata de eso, no se puede decir que los animales, todos, estén perturbados; el sentido correcto es “embargado”» y precisa que, el término hay que entenderlo como cuando hablamos de algo que está encajado o encajonado, de tal manera que no puede moverse a su conveniencia. Antropología Filosófica I, Madrid, UNED 2013, p. 391. 28 Tomo el término de Uexküll. Heidegger lo evita pero es claro que está siguiendo el esquema del mencionado biólogo. 29 «Un animal sólo puede conducirse, pero jamás percibir algo en tanto que algo, para lo que no es impedimento el que un animal vea o perciba. Pero en el fondo, el animal no tiene percepción» (313). «Pobre» significa entonces acceso restringido y clausurado a un medio que, por definición, no puede llegar a constituirse como mundo. Y es que el animal no accede a la «manifestabilidad de lo ente» (301). Es evidente que cualquiera que dé por buena la interpretación de Heidegger nunca podría asumir las propuestas de Singer. El propio Heidegger se molestó en subrayar las incompatibilidades, no con Singer evidentemente, sino con sus presupuestos teóricos, el utilitarismo, el naturalismo darwiniano, etcétera: «El predominio de este ámbito [del homo animalis de la metafísica] es el fundamento indirecto y muy antiguo en el que toman su raíz la ceguera y la arbitrariedad de eso que se designa como biologismo, pero también de eso que se conoce bajo el título de pragmatismo» (Carta, p. 288). 30 Normas para el parque humano, Madrid, Siruela, 2006. 31 Para situar a Sloterdijk en el contexto de las discusiones post- o transhumanistas, véase Antonio Diéguez, Transhumanismo, Barcelona, Herder, 2017, pp. 47 y ss. 32 Cap IV: «La verdad de la certeza de sí mismo», especialmente la sección A. «Independencia y sujeción de la autoconciencia; señorío y servidumbre». Ed. citada, pp. 113 y ss. 33 Así la menciona en un artículo que publicó sobre el mencionado encuentro (VI, 800) aunque cuando la publicó varió levemente el título: «El mito del hombre allende la técnica».

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«El mito del hombre allende la técnica» (1952), en OC, Madrid, Taurus, 2004-2010, vol. VI, pp. 811-817. Todas las citas de Ortega que siguen remiten a esta conferencia, salvo que se indique otra cosa. 35 «Es el hombre el único ser infeliz, constitutivamente infeliz. Mas, por lo mismo, está lleno todo él de ansia de felicidad. Todo lo que el hombre hace lo hace para ser feliz. Y como la naturaleza no se lo permite, en vez de adaptarse a ella como los demás animales, se esfuerza milenio tras milenio en adaptar a él la naturaleza, en crear con los materiales de ésta un mundo nuevo que coincida con él, que realice sus deseos. Ahora bien, la idea de un mundo coincidente con los deseos del hombre es precisamente lo que llamamos «felicidad» y los medios para lograr esa coincidencia se llaman “técnica”» (VI, 586). 36 Citado por Otto F. Bollnow en Rilke, Madrid, Taurus, 1963, p. 128. 37 Octava elegía, que comienza «Con todos los ojos mira el animal lo abierto». Cito por la traducción de Eustaquio Barjau, Madrid, Cátedra, 1987. Aprovecho para aclarar que lo abierto de Rilke y el que da título al libro de Agamben no significan lo mismo. El filósofo italiano se refiere a Heidegger y a su problemática de la relación del dasein humano con lo abierto del ser, en la medida en que, como es bien sabido, el hombre sólo es tal en cuanto que se hace consciente de ser «pregunta por el ser». Para el poeta, lo abierto es un espacio imaginario al que precisamente el hombre, cercado por los límites de su experiencia, mediada siempre por el lenguaje conceptual, no tiene, a diferencia del animal o del ángel, acceso. 38 «El problema de Sócrates», en El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1973, trad. de Andrés Sánchez Pascual, pp. 37 y ss. 39 «Las dos ironías, o Sócrates y Don Juan», en El tema de nuestro tiempo, OC, III, 589 y ss. 40 El silencio de los animales, op.cit., p. 157 y ss. En rigor, el imperativo pertenece al dios Apolo, en uno de cuyos templos estaba inscrito el lema, pero Sócrates lo convirtió en el núcleo de su mensaje. 41 En otro lugar, Gray se lamenta de que vivimos «demasiado apegados a la imagen que nos hemos creado de nosotros mismos para pensar en vivir en el presente». Pero justamente, vivir en el presente, remitidos al círculo perceptivo de lo actual, sin pasado evocado y sin futuro soñado, es lo que caracteriza estructuralmente la vida animal. La cita ha sido tomada de La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar la muerte, México, Sexto Piso, 2014, p. 216, trad. de Carmen Camps.

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La apelaciĂłn a la dignidad en el debate sobre el mejoramiento humano Por Antonio DiĂŠguez


1.  EL CONTROVERTIDO PAPEL DE LA DIGNIDAD EN EL DEBATE BIOÉTICO

La dignidad es una noción muy socorrida cuando se quieren sostener convicciones importantes sobre el modo de tratar a los seres humanos en ámbitos políticos y éticos, aunque, por desgracia, ha servido para sustentar demasiadas convicciones, incluso contrapuestas. Así, por ejemplo, se aduce que la eutanasia o el suicidio asistido atentan contra la dignidad humana cuando precisamente sus defensores suelen argüir que de lo que se trata es de facilitar una muerte digna. Esto dificulta cualquier tipo de acuerdo. En el debate sobre el mejoramiento humano, insertado a veces en las discusiones sobre el transhumanismo, también se ha recurrido a menudo a dicho concepto, y también aquí el resultado ha sido controvertido. En lo que sigue trataré de aclarar los problemas más importantes que plantea la dignidad en ese contexto argumentativo. Comenzaré señalando algunas de las limitaciones que presenta la noción de dignidad tal como suele entenderse en las regulaciones legales y en el debate bioético. Argumentaré después que su utilización generalizada para condenar cualquier tipo de edición genética en la línea germinal humana no es convincente, y que, incluso en el caso de que lo que se busque sea el mejoramiento humano, tampoco la apelación a la dignidad sirve para excluir diversos casos posibles. El origen de la idea de dignidad humana puede ser rastreado hasta el Renacimiento, con Pico della Mirandola, hasta el comienzo de la era cristiana, o incluso más atrás, hasta algunos pensadores o escuelas de la antigüedad clásica, con mención especial a los estoicos. No obstante, lo cierto es que no hay una definición que aclare sin ambages lo que realmente significa, y por eso caben antecedentes históricos tan dispares, que recogen en realidad distintos sentidos posibles de la dignidad humana (Rosen, 2012). La versión más influyente proviene de Kant, quien en el capítulo segundo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres señalaba que las cosas con un valor relativo tienen un precio y, por tanto, pueden ser reemplazadas por otras de valor equivalente, en cambio, las personas, es decir, los seres racionales, no tienen un mero valor relativo, sino que valen por sí mismas, son fines en sí mismas y, por lo tanto, tienen todas ellas el mismo valor intrínseco, incondicional y, como tal, absoluto. En suma, las personas no tienen precio sino que tienen dignidad, y no deben ser nunca utilizadas sólo como un medio para la consecución de otros fines. Todos los seres humanos, con independencia de quiénes sean, de cuál sea su estatus social y de cuáles hayan 31

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sido sus acciones, deben ser tratados de manera que se reconozca y respete esa dignidad inherente, y ninguno debe ser sometido a un trato que la menoscabe. Por decirlo con un ejemplo contundente, Hitler tendría la misma dignidad humana que Gandhi; la misma exactamente que cualquier otro ser humano. A diferencia del honor, la dignidad no admite grados y es la misma para todos. Esta dignidad emana, según Kant, del hecho de que los seres humanos, en tanto que seres racionales, gozan de autonomía, lo que significa que guían libremente su conducta mediante normas morales universales de las que se dotan a sí mismos. La dignidad no depende, pues, del cumplimiento de la ley moral, sino del mero hecho de su existencia, esto es, de la posibilidad de elección moral o, si se quiere, de la posesión de una voluntad universalmente legisladora que a su vez está sometida a esa legislación. La moralidad posee dignidad, dice Kant, y el ser humano la posee también en tanto que es capaz de moralidad. Esto, sin embargo, no sería aplicable a ningún animal, por eso los animales carecen de dignidad. Son y deben ser tratados como meros medios para el ser humano. Su valor, nos dice Kant, es sólo el que tienen en tanto que sirven a los humanos para sus propósitos. Los animales son medios para el único fin en sí, que es el ser humano. No obstante, incluso en su mera condición de medios no debemos ser crueles con ellos, pero sólo por un deber indirecto hacia nosotros mismos: para no forjar de ese modo un carácter cruel que pueda volverse algún día contra la humanidad. Esta consecuencia muestra una de las limitaciones más señaladas en los últimos años del planteamiento kantiano. Por un lado, no es ni mucho menos descabellada la atribución de dignidad a los animales. Dejemos de lado, para ir directamente a la cuestión, la terrible situación que experimentan muchos animales en granjas y mataderos, censurable por motivos aún más básicos. Los que ya tenemos unos años hemos sido a menudo testigos de un trato degradante (incluso en las ocasiones en que no fuera cruel) a los animales en circos callejeros o en zoológicos, un trato que podría decirse sin torcer mucho el idioma que atentaba contra su dignidad, al obligarles a realizar acciones más propias de nuestra especie que de sus especies correspondientes o, simplemente, al impedir su bienestar de forma caprichosa e injustificada. Se dirá que el animal no siente la humillación, lo que en algunos casos sería cuanto menos discutible, pero no hace falta sentirse humillado para poder padecer una humillación, basta para ello con degradar a un ser sintiente con respecto a lo que marca su conCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dición natural. Dicho de otra forma, no es preciso sentirse digno para tener dignidad. El que un animal no se conceda a sí mismo o a otro animal ningún tipo de dignidad no significa que nosotros, seres humanos, no podamos y debamos reconocérsela. Por otro lado, si se atribuye dignidad sólo a los seres humanos y se considera, al mismo tiempo, que únicamente los seres que posean dignidad deben ser sujeto de derechos, entonces de ahí se sigue que los animales no pueden tener derechos; y esto es tanto como querer zanjar un debate complejo mediante la postulación de un concepto que, de antemano, en el significado que se le atribuye, ha optado ya por una posición determinada en dicho debate.1 No parece, sin embargo, que sea fácilmente defendible en el contexto filosófico actual un concepto de dignidad humana que dé por buena sin más la tesis del abismo ontológico entre seres humanos y animales no humanos. Tal carga metafísica y ética no se compadece con lo que nos vienen diciendo desde hace décadas las disciplinas científicas dedicadas al estudio del comportamiento y de la cognición en animales, especialmente la primatología y la etología cognitiva. En virtud de lo que sabemos sobre las capacidades intelectuales y conductuales de muchos animales puede afirmarse que, si la dignidad es el nombre que le damos al valor intrínseco que poseen en exclusiva los miembros de nuestra especie por el mero hecho de serlo, habría que justificar con razones mejores que las que se han dado hasta el momento el porqué de esa exclusividad. ¿Por qué se posee un especial valor intrínseco y absoluto por el mero hecho de pertenecer a la especie biológica Homo sapiens? Si la respuesta es que ese valor intrínseco se lo damos a los seres humanos porque pertenecen a una especie cuyos miembros normalmente disponen de racionalidad, autoconsciencia, moralidad, comunicación, reconocimiento social, empatía y libre albedrío (Cortina, 2009; Streiffert, 2019), entonces algunos animales, como es el caso de los grandes simios, que poseen cierto grado de racionalidad, de autoconsciencia, de sentimientos morales (como la empatía y el disgusto por el trato desigual, aunque no posean capacidad moral en sentido pleno), de reconocimiento social y de libre albedrío en un sentido básico, deberían ser también merecedores de que se les atribuya un cierto grado de dignidad. No debe extrañar, pues, que los defensores de los derechos de los animales suelan rechazar esta noción de dignidad por considerar que establece una separación éticamente injustificable entre seres humanos y animales. Pero esta visión kantiana de la dignidad no es la única posible. Recientemente se han propuesto otras formas de entenderla 33

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que sí permiten su atribución a los animales no humanos. Tal es el caso del concepto de dignidad propuesto por Martha Nussbaum (2007), que no se basa en la racionalidad o en la autonomía sino en la disposición de capacidades que permitan prosperar y florecer a los miembros de una especie, sea esta la humana o no. De acuerdo con esto, respetar la dignidad humana es salvaguardar lo que hace posible el florecimiento de la vida de los seres humanos concretos en cada contexto histórico y social, incluyendo a personas con graves discapacidades intelectuales o físicas, pero por las mismas razones que hacemos esto hemos de respetar la dignidad que puedan tener algunos animales y no impedir el desarrollo de las capacidades que permitan el florecimiento de los individuos de esas especies. No faltan tampoco interpretaciones kantianas heterodoxas que tratan de justificar, desde esa posición, la atribución de dignidad a los animales, como hace, por ejemplo, Christine Kosgaard (2004). Aunque, parece que para ello se ha de forzar mucho la hermenéutica de los textos del propio Kant. En todo caso, el planteamiento kantiano en sus estrictos términos presenta otros problemas bien conocidos. ¿Qué hacemos con los seres humanos que carecen de autonomía por no poseer las cualidades mentales necesarias para sostenerla, como las personas con graves discapacidades mentales o los niños anencefálicos? ¿Tienen dignidad o no la tienen? Y si la tienen, ¿en virtud de qué, entonces? ¿La tienen sólo por pertenecer a una especie biológica cuyos miembros suelen tener autonomía en condiciones normales? ¿Es esa especie biológica un género natural delimitable con precisión a partir de ciertos rasgos? Y en tal caso, ¿cuáles? ¿Se basa la dignidad humana en la existencia de una naturaleza humana entendida como un conjunto de propiedades necesarias y suficientes para ser considerado como un ser humano, pero que, sin embargo, algunos seres humanos no poseen en su totalidad, pese a lo cual se les sigue considerando humanos? Y si es así, ¿cuáles son esas propiedades esenciales y por qué quien carece de alguna de ellas sigue siendo humano? La carga metafísica que ha de aportar el concepto kantiano de dignidad, si es que ha de justificar alguna respuesta satisfactoria a esas preguntas, no es poca. Consciente de los problemas que acarrea hacer pivotar la atribución de dignidad al mero hecho de pertenecer a una especie biológica, Alfredo Marcos (2018) ha hecho una propuesta interesante. Considera que, en el contexto de las discusiones éticas, el concepto de especie biológica sólo introduce confusión, como muestra el caso que venimos discutiendo. Se trata de un CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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concepto abstracto y polisémico. Por ello, propone que la referencia ética recaiga sobre individuos o poblaciones concretas. En lo que se refiere a la atribución de derechos y de dignidad, Marcos considera que el criterio no debe ser otro que el de la pertenencia a la «familia humana», que es la expresión que explícitamente se usa en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Aunque esta propuesta merece mayor desarrollo, se enfrenta a algunas dificultades. Es difícil ver, por ejemplo, cómo entender la familia humana si no es de un modo filogenético, es decir, es miembro de la familia humana todo aquel que desciende de un ser humano. Pero esto es en realidad un modo indirecto de hablar de la especie humana en sentido biológico, con lo cual el problema permanece. Persiste, además, una ambigüedad en la propuesta de Alfredo Marcos que convendría resolver. Por un lado, la atribución de la dignidad humana se basa en la mera pertenencia a la familia humana, por otro lado (véase nota anterior), se nos dice que para poseer dignidad, al igual que derechos, hay que ser un agente capaz de tener obligaciones y deberes. Pero ambas cosas no tienen por qué ser idénticas. Cabe imaginar futuros seres poshumanos o también máquinas inteligentes que, sin pertenecer a la familia humana, serían agentes con capacidad para asumir esos deberes. Pese a estos orígenes filosóficos localizados y modestos en su alcance público, el uso jurídico del concepto de dignidad empezó a extenderse después de la Segunda Guerra Mundial. Como una reacción ante tanta barbarie, se alimentó entonces la esperanza de que fuera capaz de servir como fundamento filosófico a los derechos humanos y como resorte eficaz en la defensa del Estado de derecho. Aparece con esa función, por ejemplo, en la Carta de Naciones Unidas, de 1945, en la Declaración Universal de Derechos humanos, de 1948, y en el comienzo de la constitución alemana, de 1949. En las últimas décadas, desde ese ámbito teórico ha pasado al de la bioética, en especial a la de inspiración católica y/o kantiana, convirtiéndose en un concepto central en dicha disciplina.2 Se apela con frecuencia a la dignidad humana para pedir la prohibición de diversas biotecnologías que, supuestamente, instrumentalizarían o cosificarían al ser humano en caso de que les fueran aplicadas. Se utilizó así contra la inseminación artificial, contra la fecundación in vitro, contra la clonación reproductiva, contra la investigación con células madres y con embriones humanos, contra la creación de embriones animales con células humanas (quimeras e híbridos citoplasmáticos), y hoy se utiliza del 35

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mismo modo en contra de la edición genética de la línea germinal en nuestra especie. Esta transición no ha sido, sin embargo, todo lo fructífera que cabría esperar. En el contexto de la discusión sobre los derechos humanos el recurso a la dignidad humana como fundamento de tales derechos ha tenido una indudable fuerza retórica con beneficiosos efectos prácticos. Ha servido de forma efectiva para extender la aceptación de los derechos humanos en sociedades con muy diversos orígenes históricos y culturales, dado que, por razones fundamentalmente religiosas, una cierta noción intuitiva de dignidad humana parece aceptable en muchas culturas, y sobre esa base ha podido articularse una defensa clara de los derechos fundamentales capaz de contrarrestar los particularismos que aún se presentan como refractarios a la aceptación de esos derechos. Podríamos decir con Lucy Michael, que este concepto amplio de dignidad funciona como un «marcador de posición», placeholder (Michael, 2014). Esto es especialmente claro al menos en alguno de los varios sentidos de la dignidad. Asumamos la distinción que ha hecho Neomi Rao (2013) entre tres sentidos del término tal como es empleado en numerosas legislaciones y sentencias de tribunales estadounidenses: (i) la dignidad como valor inherente de cada individuo por el hecho de ser humano (podríamos decir que éste es el sentido kantiano y sus derivados); (ii) la dignidad como valor sustantivo de ciertas formas de vida que permiten florecer al individuo y a la comunidad; (iii) la dignidad como reconocimiento y respeto. Pues bien, es obligado admitir que el discurso sobre la dignidad humana ha contribuido en los últimos años a extender la protección de derechos fundamentalmente en lo que tiene que ver con los dos últimos sentidos señalados. Así, se exige cada vez más a los gobiernos el cumplimiento de unos mínimos que hagan posible una vida digna para todos los seres humanos y se reclama el reconocimiento de la dignidad e igualdad de derechos de personas y colectivos hasta ahora marginados. Sin embargo, aun reconociendo esto, no puede obviarse que en el debate bioético el término no ha ejercido siempre una función tan encomiable, sino que ha sido invocado en no pocas ocasiones como un vocablo altisonante con el solo propósito de intentar cerrar en falso discusiones que, pese a todo, deben darse en toda su complejidad. Su fuerza retórica, beneficiosa en los debates políticos acerca de los derechos humanos, ha sido mal empleada en los debates bioéticos cuando se ha buscado con él acallar las discusiones, en lugar de a fomentarlas. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Precisamente por ello, ha cobrado cada vez más fuerza la crítica de que el concepto de dignidad humana resulta problemático en ese contexto, por tratarse de un concepto borroso en su alcance y fundamento, al que no ha sabido darse una definición clara y coherente, siendo, por tanto, inútil para dirimir asuntos relevantes y polémicos en las discusiones bioéticas. Steven Pinker (2008) llega incluso a acusar a los defensores de este concepto de promover una bioética obstruccionista que frena el progreso y el bienestar aduciendo para ello motivos puramente religiosos o basados en planteamientos éticos particulares que se toman como absolutos. En un texto breve, pero muy influyente, la filósofa Ruth Macklin argumentó en 2003 que la dignidad es un concepto inútil a pesar de su uso extendido en ética médica (Macklin, 2003). En realidad, decía Macklin, no hay nada en ese concepto que no pueda expresarse mediante otros más claros. Es frecuente que cuando se habla de dignidad humana, lo que en realidad se quiere decir es que hay que respetar la autonomía de los individuos –su capacidad de decisión– y no causarles sufrimientos injustificados. Es quizás lo que la mayoría entendería cuando escucha que la esclavitud o la tortura atentan contra la dignidad humana. Para denunciar ambas prácticas, sólo hace falta saber que producen un sufrimiento intolerable a las personas que las padecen y que impiden el ejercicio de su libertad, no añade nada que sea de mayor importancia ni desde el punto de vista moral ni desde el legal saber que además atentan contra su dignidad. Ahora bien, si no se trata de un concepto bien definido y si tampoco resulta necesario para la protección de los individuos ante situaciones concretas que puedan serles dañinas, ni para exigir respeto a sus derechos, ¿por qué no sustituirlo entonces por esos otros conceptos más claros y menos problemáticos, tal como vienen sugiriendo algunos autores? Para éstos, en el mejor de los casos, como escribe Javier Sádaba (2009, p. 97), la dignidad humana «no es sino un recipiente que hay que llenar con conceptos». 2.  LA DIGNIDAD HUMANA COMO ARGUMENTO CONTRA LA MANIPULACIÓN GENÉTICA EN LA LÍNEA GERMINAL HUMANA

Se admita o no que la noción de dignidad humana es inútil o prescindible (el debate no ha hecho sino comenzar), uno de los peligros principales que, según creo, encierra el uso de este concepto es el de la excesiva generalización en las valoraciones en las que se incluye. No de otra forma puede juzgarse su uso para condenar tecnologías 37

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completas en su aplicación al ser humano, sin detenerse a aclarar cómo se está vulnerando exactamente la dignidad humana en cada caso concreto. Un ejemplo de esto puede verse en el debate actual sobre la legitimidad y conveniencia de modificar los genes en la línea germinal humana, cuando la tecnología permita hacerlo con seguridad. No es infrecuente que al tratar la cuestión se apele sin más a la preservación de la dignidad humana ante la posibilidad de que se transforme la naturaleza humana por medio de las biotecnologías. Desde posiciones políticamente tan dispares como las de Francis Fukuyama (2002) y Jürgen Habermas (2002), se ha argumentado que cualquier modificación significativa de las características que conforman dicha naturaleza humana (y que ambos autores dejan en la indefinición) iría en detrimento de la dignidad, puesto que ésta se constituye y funda precisamente sobre esa naturaleza, considerada por ello como intocable. Su modificación podría socavar las bases mismas de la moralidad ya que ella es la condición indispensable del comportamiento moral, ausente en otros animales. Fukuyama (2002, pp. 170-1) lo expresa del siguiente modo: La naturaleza humana es lo que nos confiere un sentido moral, lo que nos proporciona las aptitudes sociales necesarias para vivir en sociedad y sirve de base para disquisiciones filosóficas más sofisticadas sobre el derecho, la justicia y la moralidad. Lo que en definitiva está en juego con la biotecnología no es simplemente un cálculo materialista de los costes y beneficios relativos a las tecnologías médicas del futuro, sino los propios fundamentos del sentido moral humano, que ha sido una constante desde la aparición del hombre. Pudiera ser que, tal como vaticinó Nietzsche, estemos destinados a avanzar más allá de ese sentido moral, pero en ese caso debemos aceptar directamente las consecuencias del abandono de los conceptos naturales del bien y del mal, y reconocer, como hizo Nietzsche, que ello puede llevarnos a un territorio que preferiríamos no visitar. Por su parte, Habermas (2002, p. 60), en su estilo más confuso, después de defender la idea de la dignidad humana en sentido moral y legal, escribe: «Urge preguntarse si la tecnificación de la naturaleza humana modificará la autocomprensión ética de la especie de manera que ya no podamos vernos como seres vivos éticamente libres y moralmente iguales, orientados a normas y razones». Y en las páginas siguientes (2002, pp. 61, 62 y 87), él mismo contesta a esta pregunta: Un cuerpo (Leib) repleto de prótesis para aumentar el rendimiento o una inteligencia de ángeles almacenada en el disco duro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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son imágenes fantasiosas [...]. No me importa si tales especulaciones expresan chifladuras o pronósticos dignos de tomarse en serio, necesidades escatológicas diferidas o nuevas variedades de una ciencia de la ciencia ficción; a mí sólo me sirven como ejemplo de una tecnificación de la naturaleza humana que provoca un cambio en la autocomprensión ética de la especie, un cambio que ya no puede armonizarse con la autocomprensión normativa de personas que viven autodeterminadamente y actúan responsablemente. [...] La provocación de los avances de la tecnología genética, efectivos o que es realista esperar, no llega tan lejos. Pero no hay que descartar totalmente las analogías. La manipulación del genoma humano [...] podría cambiar nuestra autocomprensión ética de la especie hasta tal punto que la consciencia moral quedara también afectada (es decir, las condiciones de lo espontáneamente natural, que constituye lo único en lo que podemos entendernos como autores de la propia vida y miembros en pie de igualdad de la comunidad moral). […] Las intervenciones eugenésicas perfeccionadoras menoscaban la libertad ética en la medida en que fijan a la persona afectada a las intenciones de terceros que rechaza pero que, al ser irreversibles, le impiden comprenderse espontáneamente como el autor indiviso de su propia vida. No entraremos aquí en la cuestión de si hay realmente una naturaleza humana en el sentido que pretenden estos autores, es decir, en un sentido lo suficientemente fuerte como para sustentar sobre ella mandatos morales permanentes. Daremos por sentado sin más que la hay por mor de la discusión. Lo que Habermas nos dice es que la intervención técnica en el genoma de un embrión, excepto cuando se trate de evitar enfermedades muy graves, encierra el peligro de dejar en el futuro a esa persona, una vez llegada a la vida adulta, una menor libertad para forjar un proyecto de vida que no venga predeterminado por las decisiones de nadie. La conciencia de poseer rasgos provenientes de un designio explícito de otras personas puede ser, según Habermas, una fuerza coercitiva que impida al sujeto el desarrollo de una vida plena. En una situación de asimetría que deja en manos de los padres decisiones transcendentales y, en muchos casos, irreversibles sobre su descendencia, los sujetos que hubieran sido manipulados genéticamente podrían perder su capacidad moral y, en todo caso, su destino no estaría ya propiamente bajo su control. Su vida habría sido, de este modo, instrumentalizada desde el comienzo mismo y, por ello, su dignidad habría sido vulnerada, al no haber sido 39

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tratado como un fin en sí. E igualmente restrictivo, si no más, se muestra Fukuyama por razones similares. Esta objeción tiene una fuerza indudable, pues señala un riesgo que ha despertado temor mayor en la población a medida que estas posibilidades tecnológicas iban apareciendo como factibles en un futuro no muy lejano: el riesgo de que los padres impongan a su descendencia, mediante modificaciones genéticas ad hoc, sus caprichos más absurdos plasmados en cualidades fenotípicas que resulten limitantes y hasta gravemente perjudiciales para el despliegue de una vida normal, bien por impedir actividades físicas o mentales, bien por causar repugnancia o rechazo social; el miedo, en suma, a los bebés a la carta, utilizados por sus padres para realizar deseos que ellos no pudieron satisfacer, como el de ser un gran artista, o un gran deportista, o un gran modelo, o para que muestren rasgos que sólo desde una perspectiva estrafalaria podrían considerarse deseables. Sin embargo, partir de esta posibilidad, implica en realidad ponerse en la situación más extrema y juzgar cualquier acción sobre el genoma humano desde esa perspectiva escorada. Es cierto que podrían darse casos en los que los temores de Habermas y Fukuyama serían pertinentes, si los rasgos elegidos por los padres fueran limitantes para ejercer determinadas ocupaciones en el futuro o para desplegar gustos y aficiones a los que cualquier ser humano pueda aspirar; pero hay otros muchos rasgos imaginables que, lejos de cerrar posibilidades vitales al individuo, más bien se las abrirían, como sería el poseer una mayor inteligencia, o un carácter abierto y social, o una resistencia mayor a ciertas enfermedades comunes, o una mayor longevidad. Estos rasgos salvaguardarían lo que Joel Feinberg (1992) llamó el «derecho a un futuro abierto», es decir, el derecho a disponer de capacidades para la elección autónoma. Lo que habría que hacer entonces es ir contra los primeros, porque efectivamente instrumentalizan a un ser humano, pero no contra los segundos, que, al menos en principio, no pueden ser descalificados con la misma objeción. Se dirá que, aun así, son intervenciones muy arriesgadas que pueden tener imprevistos efectos devastadores para el individuo. Bien, pero entonces lo que habría que decir no es que son malas en sí por violar la dignidad humana, sino que no están, por el momento, lo suficientemente depuradas como para ser aplicadas con seguridad. Además, no hay ninguna razón convincente para que un individuo con algunos rasgos que sean producto de variantes genéticas elegidas expresamente por sus progenitores sea, sólo por CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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eso, menos libre o esté más condicionado en su desarrollo que un individuo cuyos rasgos sean producto del azar genético natural. Alguien que tenga talento para ser pianista porque sus progenitores así lo decidieron eligiendo determinados genes es tan libre de ser pianista o no como un individuo que tuviera ese talento de forma espontánea. Tampoco puede descartarse sin más que, con la ayuda de la modificación genética del ser humano, pueda mejorarse incluso la autocomprensión ética de nuestra especie. Esa posibilidad de mejora moral es defendida con argumentos dignos de atención por algunos autores, como Julian Savulescu o Ingmar Persson (Persson y Savulescu, 2012). Y, del mismo modo, la mejora moral no tiene por qué ir necesariamente en detrimento de la libertad de las personas para realizar acciones concretas o para elegir un proyecto vital (Diéguez y Véliz, 2019). ¿Puede, entonces, afirmarse de forma general que cualquier posible modificación, sea terapéutica o mejorativa, de los genes en la línea germinal humana constituye una afrenta contra la dignidad humana? Más bien parece que no. Como acabamos de decir, son concebibles casos en los que difícilmente podría mantenerse algo así, puesto que serían casos en los que se potenciarían las posibilidades de elección de los individuos, abriéndoles alternativas de acción que, de otro modo, les habrían estado vedadas. Es cierto que ante los temores extendidos de que la aplicación de la biotecnología al genoma humano pueda producir modificaciones que constituirían una instrumentalización o cosificación de los seres humanos, al modo en que describe Aldous Huxley en Un mundo feliz, nadie puede volver la cara. Con todo, hay razones más básicas que la de la violación de su dignidad humana para juzgar que una aplicación de este tipo sería moralmente reprobable y debería estar prohibida, como el hecho de que pueden producir un enorme sufrimiento. En cambio, es de suponer que no diríamos que se esté instrumentalizando a un ser humano si se pudieran modificar de forma confiable los genes de un embrión de pocos días para evitar que padezca una enfermedad genética grave heredada de sus padres. Todo lo contrario, pensaríamos probablemente que se le estaría tratando con el respeto debido, dada la esperanza de que se convierta al nacer en una persona sana. Esto sería un uso terapéutico de la edición genética que, en la actualidad, sólo se considera censurable por la mayoría debido a que la tecnología no es aún segura y, por tanto, se podrían causar daños irreparables en la salud del bebé que naciera si el embrión fuera implantado. Pero creo que lo mismo podría decirse de algunos usos meliorativos de 41

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la edición genética en humanos, es decir, de usos que busquen mejorar las cualidades de la persona en lugar de la mera reparación de una enfermedad o una deficiencia en su salud. Por ahora sólo ha habido un caso de biomejoramiento humano mediante la modificación de la línea germinal llevado a término (y, según todos los indicios, fracasado). Se trata del que realizó el científico chino He Jiankui cuando, según anunció a finales de 2018, consiguió que nacieran dos mellizas a partir de embriones editados genéticamente en los que se había introducido una variante alélica que proporciona resistencia a la infección por el VIH. Si en este caso la comunidad científica condenó de forma casi unánime lo que hizo el científico chino no fue porque este pretendiera mejorar a las niñas al inmunizarlas frente al VIH, en lugar de curarlas de una enfermedad que ya tuvieran previamente, sino porque experimentó con ellas sin saber a ciencia cierta cuáles serían los resultados finales y sin que la técnica estuviera lo suficientemente depurada como para tener garantías de que se conseguirían los resultados pretendidos. Aquí sí hubo instrumentalización, pero no fue por el mero hecho de modificar la línea germinal de las mellizas, sino por haber realizado la modificación genética sin el suficiente respaldo de conocimientos científicos firmes y usando a las niñas como conejillos de indias para comprobar la eficacia de la tecnología empleada. Ahora bien, si esto se pudiera hacer en el futuro con seguridad, pudiendo descartarse cualquier efecto secundario indeseado, entonces no cabría hablar sin más de instrumentalización sin razones específicas para ello y, en muchas circunstancias, sería difícil argumentar que se estuviera violando la dignidad de los bebés modificados. El mero hecho de que la decisión sobre qué características han de ser mejoradas recaiga sobre los padres no implica necesariamente la instrumentalización de su descendencia. No hay una diferencia significativa que afecte a la postulada dignidad de la persona entre, pongamos por caso, la acción de unos padres que tienen un hijo con un determinado nivel de inteligencia y quieren aumentarlo proporcionándole la mejor educación posible y la acción de unos padres que (en un hipotético futuro en que esto pudiera hacerse sin riesgo) decidan que el embrión de su hijo sea manipulado genéticamente para tener una mayor inteligencia de la que habría tenido por mero azar genético. Se ha argumentado a veces que si los seres humanos concretos poseen dignidad, en el sentido ya mencionado de un valor intrínseco y absoluto, también la especie en su conjunto debe considerarse CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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como poseedora de ese valor y, por tanto, existiría la obligación moral de protegerla en su existencia. Esto implicaría que no deberían permitirse aquellas modificaciones genéticas en la línea germinal que pongan en peligro la existencia de la especie humana, por ejemplo, buscando mediante sucesivos mejoramientos en los individuos la producción de una especie poshumana. Sin embargo, no es evidente que esa traslación de valores desde los elementos al conjunto sea válida. Un problema que plantea este trasvase es que no explica por qué la especie debe ser protegida en su estado actual y no con las características que poseía en su origen, hace unos doscientos mil años, o las que podría poseer en el futuro, dentro de miles de años. Nuestra especie es el producto de una evolución biológica que la ha sometido y la sigue sometiendo a cambios permanentes. ¿Por qué un estado concreto dentro de esa evolución es más digno de ser preservado que otro? ¿Por qué incluso no pensar, como hacen los transhumanistas, que empeñarnos en proteger el estado actual de nuestra especie es moralmente censurable puesto que impide precisamente el advenimiento de una especie sucesora mejor que la nuestra y, por ello, poseedora de una dignidad al menos como la nuestra? Menos sentido aún tendría atribuir dignidad al genoma humano y considerarlo intocable por ese motivo. El genoma humano no cumple ninguno de los requisitos que se utilizan para atribuir dignidad al ser humano. Es solo una determinada información, múltiple, variada y cambiante, almacenada en ciertas moléculas. ¿Por qué una mutación dañina producida naturalmente debería ser protegida como algo digno mientras que una modificación beneficiosa producida artificialmente debería ser rechazada? Como argumenta Íñigo de Miguel (2018), si cualquier modificación en el genoma que afecte a la línea germinal fuera contraria a la dignidad humana, deberían prohibirse las radioterapias y las quimioterapias, que pueden causar mutaciones en la línea germinal. Si se adujera que, en tal caso, se estaría persiguiendo un fin bueno, la curación del paciente, y como efecto secundario indeseado se modifica el genoma, De Miguel recuerda que para que algo así esté justificado las consecuencias secundarias no buscadas deben ser de importancia menor, algo que no sucedería si lo que está en juego es nada menos que la dignidad humana, que es un valor absoluto y que debe ser siempre respetado. Incluso la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos de la UNESCO, de 1997, después de afirmar que el genoma humano es la base del reconocimiento de la dignidad humana (una tesis que ha suscitado críticas), admite en el artículo 3 que: 43

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«El genoma humano, por naturaleza evolutivo, está sometido a mutaciones. Entraña posibilidades que se expresan de distintos modos en función del entorno natural y social de cada persona, que comprende su estado de salud individual, sus condiciones de vida, su alimentación y su educación». Pero, si esto es así, no es fácil determinar por qué las mutaciones naturales no socavan esa dignidad y las realizadas por el ser humano en la línea germinal, con intenciones terapéuticas o mejoradoras, sí lo harían necesariamente, como se sostiene en el artículo 24 de la Declaración. No se olvide, por otra parte, que modificar el genoma humano es cosa muy distinta a modificar el genoma de una persona. Para modificar el genoma humano habría que introducir en el acervo genético de nuestra especie de forma masiva, esto es, a través de la modificación de un gran número de genomas individuales, genes ajenos a nuestra especie, bien por provenir de otras especies, bien por haber sido creados de forma sintética. Pero si cambiamos en un embrión de pocos días (y, por tanto, en la línea germinal) un alelo relacionado con la inteligencia, o con el desarrollo muscular, o con la resistencia a cierta enfermedad, que ya existe de forma natural en el acervo genético humano, dado que lo presentan algunas personas de forma espontánea, no puede decirse en ningún sentido coherente que se esté modificando el genoma humano. Tomando todo esto en consideración, no es extraño que en 2018 el Consejo de Bioética de Nuffield publicara un informe en el que, bajo condiciones estrictas, no excluía la legitimidad de la investigación encaminada a la edición de la línea germinal humana con fines terapéuticos e incluso dejaba abierta la puerta a un futuro uso meliorativo. Su aclaración con respecto a la cuestión de si esto atenta contra la dignidad humana no puede ser más explícita: Consideramos la afirmación, hecha por algunos, de que la edición del genoma de los descendientes puede constituir una violación de la dignidad humana. No encontramos útil el concepto de dignidad humana en este contexto. En nuestra opinión, lo que es moralmente importante sobre los seres humanos no depende de la posesión de un conjunto particular de variaciones genómicas: encontramos que el concepto de «genoma humano» carece de coherencia en cualquier caso. Llegamos a la conclusión de que, siempre que las intervenciones de edición del genoma hereditario sean conformes con el bienestar de la persona futura y con la justicia social y la solidaridad, no contravienen ninguna prohibición moral categórica. (VVAA 2018, p. 158). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En un sentido muy parecido se ha expresado el Consejo Alemán de Ética. Dicho Consejo señala en su informe de 2019 que son concebibles situaciones en el contexto terapéutico en las que lo que iría en detrimento de la dignidad de un ser humano sería no usar esta tecnología si fuera segura; y, aunque sobre la posibilidad de un uso meliorativo se muestra mucho más cauto, no es abiertamente contrario. Sobre la cuestión de si la línea germinal humana es inviolable, el Consejo responde: La respuesta del Consejo Alemán de Ética es un no unánime a esta categórica inviolabilidad [...]. Basa su respuesta muy especialmente en las siguientes razones: la línea germinal, como tal, no puede ser objeto o sustrato de protección de dignidad o protección de vida. Ambas cosas han de referirse a personas concretas, o, al menos, potenciales. Además, si bien las intervenciones directas requieren siempre de especial justificación y verificación, la línea germinal está siendo siempre alterada como consecuencia de procesos naturales o acciones humanas. (German Ethics Council 2019, p. 31). Termino volviendo sobre una cuestión que se ha mencionado antes y a la que no suele prestarse la atención debida. Si aceptáramos la idea de Nick Bostrom (2008) de que la dignidad es una cualidad, un tipo de excelencia o virtud, que, en contra de lo que pensaba Kant, admite grados, entonces no sólo cabría la posibilidad de atribuir cierta dignidad a los animales, como ya hemos explicado, sino que también cabría aducir que una futura especie poshumana, surgida del mejoramiento tecnológico de nuestra especie, podría tener también un alto grado de dignidad que justificara que hiciéramos ahora lo posible para propiciar su advenimiento. Una dignidad entendida de ese modo podría verse aumentada si se consiguieran mejorar los rasgos que la componen o que están asociados con ella, como podrían ser ciertas cualidades morales o de la personalidad (autocontrol, serenidad, imperturbabilidad ante las adversidades, fortaleza de ánimo, inteligencia, prudencia, capacidad afectiva, etcétera). Con independencia de si este mejoramiento tecnológico alcanza a producir una nueva especie poshumana, lo que se sigue de la posición de Bostrom es que el mejoramiento humano, incluso conseguido mediante modificación genética, no atentaría contra ninguna dignidad (ni intrínseca y universal, ni cualitativa) que pueda atribuirse al ser humano, sino que podría contribuir a reafirmarla. Incluso en el caso remoto e indeseable para casi todos de que nuestra especie llegara a desaparecer sustituida por una especie poshumana, la 45

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apelación a la dignidad sería de poca orientación para juzgar tal cambio. Partiendo de la base de que la dignidad es un atributo de los individuos y no de la especie, como admiten la mayoría de los autores, imaginemos un futuro en el que la tecnología ha avanzado tanto que la podemos utilizar sin peligro para dejar de ser humanos y alcanzar la condición de poshumanos. Supongamos que todos los individuos existentes en ese momento deciden libremente dar ese paso. En una generación la especie humana ha desaparecido y tenemos en su lugar una o varias especies poshumanas. ¿Violaría eso la dignidad humana? 3. CONCLUSIONES

Aunque el concepto de dignidad humana ha sido empleado frecuentemente en el debate acerca de la legitimidad moral de la edición genética en la línea germinal humana, hemos mostrado que, a los problemas señalados por los críticos acerca de la falta de caracterización satisfactoria de ese concepto, ha de sumarse el hecho de que la apelación a la dignidad suele efectuarse de forma genérica para condenar los ensayos encaminados a dicha modificación genética sin detenerse a analizar los casos concretos, algunos de los cuales, en principio, no parecen amenazantes para la dignidad de los individuos que pudieran verse afectados. No se pretende con ello defender el mejoramiento humano ni aplaudir el advenimiento de una nueva especie superior a la nuestra, tal como defienden los transhumanistas, caso de que eso fuera alguna vez posible, sino tan sólo argumentar que la apelación a la dignidad humana no es un asidero sólido para aquellos que quieran detener tales cosas en el futuro, y, además, lleva a censurar injustamente algunos avances tecnológicos apreciables que podrían ser muy beneficiosos para el ser humano. NOTAS 1 Se alega a veces que la atribución de dignidad implica la posibilidad de tener deberes y que, por eso, los animales no pueden tener dignidad (Marcos, 2018). Esta afirmación es paralela a la que niega también la posibilidad de otorgar derechos a los animales porque sólo pueden tener derechos aquellos sujetos capaces de tener obligaciones. La réplica más habitual a este planteamiento es que tal correlación entre derechos y deberes se incumple en el caso de seres humanos con graves deficiencias mentales. Éstos no serían capaces de cumplir obligaciones y, aun así, les otorgamos derechos. La contrarréplica a esta objeción es que las personas con graves deficiencias mentales serían en todo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

caso potencialmente capaces de cumplir con deberes y obligaciones si no fuera por la condición que padecen. No obstante, esta apelación a lo que potencialmente podría hacerse es una forma de reconocer que, de hecho, estamos atribuyendo dignidad o derechos a los seres humanos por el mero hecho de ser humanos (y de las cualidades que se esperan de los miembros de nuestra especie, con independencia de lo que realmente puedan hacer), lo que puede ser visto como un prejuicio en favor de nuestra especie. Volveremos después sobre esto. 2 Una revisión histórica del concepto en la discusión sobre la fundamentación de los derechos humanos puede verse en Rosen (2012). Una revisión más breve 46


y con una defensa de la utilidad del concepto basada en la idea de estatus moral se encuentra en Toscano (2011). Un documento que contribuye a introducir la noción de dignidad humana en el debate bioético es el Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y de la medicina, elaborado por el Consejo de Europa en 1996. En 1997 se da un paso más, que resulta bastante polémico, y en la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos, promulgada por la UNESCO, se hace coextensivo el respeto a la dignidad humana con la intangibilidad del genoma humano. En 2005, de nuevo, la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO hace aparecer dicho concepto como un concepto central en bioética. En 2008 este propósito se ve reforzado por la publicación del informe comisionado por el Consejo de Bioética del Presidente de los Estados Unidos bajo el título de Human Dignity and Bioethics (VV.AA. 2008), que intenta ser una réplica a las críticas que el concepto había recibido.

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Alfonso Reyes, cordialmente espaĂąol. A propĂłsito de Cartones de Madrid Por Juan Carlos Abril


Todo el día ha cantado esta gente, todo el día ha bebido y ha bailado, y aún vuelve por la noche alborotando las calles y revoloteando en torno a los faroles. Y si la fuerza de las razas se mide por su resistencia a la alegría… ¡oh España! ¡oh España! (Reyes, 1917: 26-27; 1988: 27; 1995: 60)

INICIOS DEL SIGLO XX

Siempre se ha dicho, y con bastante razón, que un mexicano en España se siente como en casa, e igual suele suceder con un español en México. Las causas son la proximidad y la hermandad, una cultura que nos atraviesa de parte a parte, haciéndonos partícipes de una misma base, y que tiene como eje la lengua. Desde ahí pivotan asuntos tan variopintos como la gastronomía, los trajes regionales, la gestualidad, las costumbres en general y la forma de realizar metáforas, que incide en la manera de concebir el mundo. Ya sabe que la lengua es todo, la lengua es cultura, y en las palabras se encierra el particular universo de una comunidad lingüística, desde los significados inmanentes y el dasein heideggeriano, hasta los que cambian con los años y las modas, los matices irónicos, el compromiso o la ideología. Quizás a esta última, la ideología, por su carácter «falso» –no hecho o no tangible, pero tan material como cualquier otra instancia–, se le considere tradicionalmente fuera de las palabras, rodeada por el aura del misterio de la ética y, como tal, eximida de responsabilidad en la contingencia. Sin embargo, la ideología es como la gramática, la cual nos rige, fundamentándose en el lenguaje y estructurándose de manera material: he ahí su apariencia «falsa», y por eso se dice que a las palabras se las lleva el viento. Recorre nuestro pensamiento, como corriente de pensamiento o discurso. Es lo que estructura el sistema. La ideología se presenta –en términos gramscianos– como la amalgama de todas las determinaciones de una cultura dada. Como bien relata Juan Velasco en el prólogo a la edición española de la editorial Hiperión de 1988, Cartones de Madrid se escribió entre 1914-1915, de hecho fue «su primera obra escrita en suelo español, como él mismo refiere en Historia documental de mis libros. Antes de publicarlo como volumen, ya habían aparecido como capítulos sueltos en El Heraldo de Cuba, los primeros, y en Las Novedades de Nueva York, los últimos, en 1915» (Velasco 1988: 7). Hay que decir que hasta 1917 no se publica como obra exenta y que, como dato fechable, Francisco Giner de los Ríos muere el 18 de febrero de 1915, y precisamente el capítulo xvii «Giner 49

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de los Ríos» (Reyes 1917: 95-99; 1988: 63-66; 1995: 88-90) es el último del volumen, dando cuenta de su muerte a través de las esquelas y semblanzas publicadas en la prensa de la época, que no se cita cuál maneja el regiomontano, pero de las que se hace eco en primera persona: «Influyó siempre –leo en un periódico– de una manera interna, pura e ideal en muchos movimientos y en muchas instituciones que nadie creería relacionadas con él» (Reyes 1917: 98; 1988: 65; 1995: 90). Ese «leo en un periódico» en primera persona, del propio Alfonso Reyes, alude directamente a los días inmediatamente posteriores a la muerte del filósofo y pedagogo español, que se podría decir sin ambages que se convertiría en un referente para el mexicano, ya sea por su amplitud de miras lejos del chauvinismo castizo españolista, ya sea por su afán reformista y educador, por su propuesta pedagógica, por su liberalismo, o por el bien de un nuevo tiempo y una sociedad instruida, que tanta falta hacía en España como en México. Recordemos ahora –solo nominalmente– La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, de Ramón María del ValleInclán, escrito en 1916 pero publicado en 1917, sobrevolando el campo de batalla en avioneta, tomando apuntes de lo visto para enviarlo al periódico y aparecer publicado al día siguiente. Y citamos a Valle-Inclán porque el genial manco aparecerá en el capítulo xvi «Valle-Inclán, teólogo» (Reyes 1917: 87-91; 1988: 59-62; 1995: 84-87), ya casi para finalizar Cartones de Madrid, caracterizado como «teólogo» y experto en quietismo y teorías místicas. El gallego había ofrecido –según relata Reyes– una conferencia teológica en el Ateneo de Madrid sobre «quietismo estético» y el mexicano lo denomina como «Valle-Inclán el Mágico», loando su disertación de tal modo que «nos ha hecho vivir varios siglos de vida intensa en media hora» (1917: 90; 1988: 62; 1995: 86). No olvidemos que, en el particular viaje de ida y vuelta entre México y España, ValleInclán y Reyes se sentían íntimamente ligados. La conferencia en cuestión formaba parte de un ciclo que el gallego impartió en el Ateneo de Madrid: «El quietismo estético», el 13 de marzo de 1915, «Guía espiritual de España. Santiago de Compostela», el 9 de mayo de 1915, y una serie de cinco disertaciones que, justo en vísperas de la publicación del libro, y con el título de «La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales», impartió consecutivamente entre los días 17 y 21 de enero de 1916 (Serrano Alonso 2012: 281-282). Tendríamos una fecha incluso posterior a la muerte de Francisco Giner de los Ríos, como fecha final de estos Cartones de Madrid (1914-1917) de la redacción, es decir el 13 de marzo de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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1915, si bien se antepone el capítulo de Valle-Inclán al de Giner de los Ríos ya que este último servía mejor de cierre, sobre todo por la nota luctuosa, pero también a modo de resumen de un proyecto de modernidad impulsado en España por el filósofo y pedagogo, y que servía de espejo en el cual se contemplaba el mexicano para su país natal. Giner de los Ríos «funda la Institución Libre de Enseñanza», desde su proyecto krausista, librepensador y reformista, definiendo a la institución como una «orden monástica». «Y he aquí como tampoco le faltó fundar una orden. No sé bien si es una orden monástica, pero me parece que es una orden de caballería; aunque tal vez ambas cosas paran en una. Y de aquí proceden los nuevos caballeros de España» (Reyes 1917: 97; 1988: 65; 1995: 89). Continuando con una de sus extensiones, la Residencia de Estudiantes, donde no pocas veces acudiría el mexicano, seguramente acompañado de lo mejor de los intelectuales y artistas de las primeras décadas del siglo xx en España, entre otros José Moreno Villa (de quien por cierto la edición de Hiperión muestra, en sus páginas iniciales, un retrato del mexicano). Y Moreno Villa, como se sabe, acabaría muriendo exiliado en 1955 en Ciudad de México. Siguiendo el ejemplo de Giner de los Ríos, Alfonso Reyes fundó –junto otros, entre los que podríamos destacar Daniel Cosío Villegas, fundador asimismo del Fondo de Cultura Económica– el 1 de abril de 1939 la Casa de España en México, una institución constituida principalmente por refugiados de la Guerra Civil española (a los que él, también junto con Daniel Cosío Villegas, ayudó a asilarse) que poco después se convertiría en el hoy prestigiado El Colegio de México. La historia, andando los años, llevaría a estos dos amigos –Reyes y Moreno Villa– a reunirse por desgraciadas causas en Ciudad de México… Y José Moreno Villa recorrería entonces el camino inverso a Alfonso Reyes, escribiendo su Cornucopia de México (1940), donde se introdujo en la vida mexicana, adaptándose, asimilándose a su nueva vida de transterrado, y habiendo echado raíces en su nuevo país adoptivo (se casó con una mexicana, tuvo un hijo…). La amistad de Reyes y Moreno Villa, y la figura intergeneracional de éste respecto a la generación del 98 y del 27, en lo que se ha venido llamando la generación de 1914 con más o menos fortuna, podría indicarnos el impulso vanguardista de estos años, el de la modernización estética que se llevaría a un lado y otro del Atlántico... 51

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Acotadas algunas fechas significativas de los capítulos finales, hay que recalcar que Cartones de Madrid (1914-1917) está escrito con una exquisita prosa, se presenta en todo momento como una lectura atractiva, dinámica y –como reza en la contracubierta de la edición madrileña citada, la cual seguimos para cualquier referencia, tras la referencia de la editio princeps, más la del FCE de las Obras completas, por ser la más actual– resulta un «libro moderno, ágil, fresco y siempre sorprendente». Lo cierto es que cuando vemos los inicios del siglo xx, y salvando las distancias y considerando todas las prevenciones, tanto para bien como para mal, no nos parece tan alejado de estos inicios del siglo xxi. Algo distinto sería contemplar los inicios del siglo xix que, aunque se inserten en la modernidad o contemporaneidad, y que éstas se extienden con más o menos consenso desde la Revolución francesa hasta hoy, sin duda quedan más lejanos, como pertenecientes a otra época. O quizá sea una cuestión de la capacidad de identificación que poseemos, por esa inmediata proximidad –a pesar de todos los escollos– del siglo xx a través de las imágenes... No se trata de pensar que no han cambiado los tiempos de 1917 a hoy, pues en ese año estalló la Revolución rusa, y hoy día no queda ni rastro de ella, con todo lo que significa para la utopía, la creencia y la esperanza en un mundo justo. La Revolución rusa fue un acontecimiento decisivo y fundador del «corto siglo xx» –en palabras del historiador marxista británico Eric Hobsbawn (1995)– abierto por el estallido del macroconflicto europeo de 1914 y cerrado en 1991 con la disolución de la Unión Soviética. No es que no haya cambiado la moda, pues precisamente la moda ha sido lo más cambiante y fluctuante, movida por su mercantilización, sino que con los inicios del siglo xx surge la imagen en movimiento, esto es el cine, recordando el famoso poema «Carta abierta» de Rafael Alberti, en Cal y canto (1926-1927): Yo nací –¡respetadme!– con el cine. Bajo una red de cables y de aviones. Cuando abolidas fueron las carrozas de los reyes y al auto subió el Papa (Alberti 1988: 372). En 1917 faltaba un año para que estallara el ultraísmo (Videla, 1971), ese conglomerado de vanguardias leídas desde el regeneracionismo, desde el molde español en el enésimo intento por definir precisamente lo español tras la debacle de la pérdida de las últimas colonias del Imperio. Lo español, a debate, como obCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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servaremos en Cartones de Madrid. De 1914 data también el prólogo a El pasajero de José Moreno Villa, por José Ortega y Gasset, y eso se explica el germen de lo que luego se acrisoló en La deshumanización del arte, la metáfora como explicación formal de las tensiones entre la razón y el sentimiento. Este texto es fundamental, porque prepara la metáfora racionalista y, en suma, vanguardista. A partir de ahí se explica la propuesta rebelde del non serviam de 1914, de Vicente Huidobro, y su creacionismo del «Arte poética» de 1916. Recordemos que de 1911 es ese célebre verso, «Tuércele el cuello al cisne de plumaje engañoso», del poeta mexicano Enrique González Martínez, con el que se daba por finalizado el modernismo. En este baile de fechas, Rubén Darío muere por cirrosis hepática en 1916, con sólo cuarenta y nueve años. Así que coincidiendo con la convulsa Europa, el ultraísmo recogerá estos impulsos de ruptura y se acercará a una lectura vanguardista de la tradición, como un poco después emprendieron los del 27, y no olvidemos en ese sentido las Cuestiones gongorinas, de Alfonso Reyes, publicadas precisamente en 1927... ALFONSO REYES, UN ESCRITOR BENJAMINIANO

Diez son los años de la estancia española de Alfonso Reyes, de 1914 a 1924, definidos por muchos críticos como el «periodo que vio nacer su mayor y fructífera producción literaria» (Aatar 2015; cf. Pacheco 1991, y Rodríguez Padrón 1993, entre otros). El regiomontano se define bien desde la contemporaneidad de Walter Benjamin, un escritor benjaminiano que conecta con los pasajes, amante y pionero del fragmentarismo, la dispersión, la derivación y la integración, esto es la intensidad: pulcro, concentrado, irónico y abarcador, crítico de arte, poeta, polígrafo, escritor total… Al parecer, ya desde sus inicios escriturales, la vocación dispersa de Alfonso Reyes suscitó que su gran amigo y mentor, aunque sólo cinco años mayor, el dominicano, emigrado en México, Pedro Henríquez Ureña le aconsejara –sin éxito– que no se dispersara (Gutiérrez Girardot 2006: 77). Si la categoría gramatical del modernismo fue el adjetivo, la categoría gramatical de la vanguardia es el sustantivo. Si la figura retórica del modernismo es la sinestesia, la de la vanguardia es la metáfora. Si el modernismo estaba obsesionado con lo moderno, la vanguardia estaba obsesionada con lo nuevo. Y la aceleración de la historia propició que el tiempo que hoy vivimos sea cada vez más caduco, más instante, más simultáneo, como acotaría Octavio Paz en Los hijos del limo (Paz 1999: 533 y ss.). Los avances tecnológicos, ya se sabe, comenzaron a crear una espiral 53

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vertiginosa sobre el mundo, la velocidad de las comunicaciones y la información, los medios de transporte, etcétera. Pero hasta el siglo xix los cambios sociales e históricos fueron, se concibieron o se proyectaron –quizás en comparación de lo que vendría después–, mucho más lentos. A partir de finales del siglo xix, comienzan a producirse y reproducirse cambios meteóricos, corrientes filosóficas o estéticas bajo el signo de la fugacidad. Ésta sería la primera definición de modernidad, según Alain Touraine en su famoso volumen Crítica de la modernidad. Cartones de Madrid posee el sabor de un libro moderno y clásico, «de rápidos trazos» (Reyes 1917: IV; 1988: 11; 1995: 47), dando cuenta del cubismo, por ejemplo, en el capítulo ix, «El derecho a la locura» (Reyes 1917: 47-52; 1988: 36-40; 1995: 66-69). «Además, algo de español tiene en sus orígenes el cubismo, dejando aparte la nacionalidad de Picasso y el españolismo del Greco y sus humanas columnas vibratorias. Ha poco, Eugenio d’Ors lo decía: ¿quién más español que don Francisco de Quevedo y Villegas, ni quién más cubista?» (Reyes 1917: 48; 1988: 37; 1995: 67). En ese sentido, los cartones desprenden una intención que, más allá de la estampa, retrato o pincelada impresionista, pretenden deformar –de tradición mexicana– en exceso ciertos rasgos característicos, ya sea de lugares, situaciones históricas, personas, etcétera. A veces incluso podríamos considerar muchos de estos capítulos como pasajes de poemas en prosa, por su destilación… De ahí se entiende el capítulo iii, «Teoría de los monstruos» (1917: 13-14; 1988: 18-19; 1995: 53-54), que tan bien conecta con la pintura de Goya, por otra parte tan citado en este volumen... No olvidemos que en griego la palabra theoría proviene del resultado de la mirada –lo que se ve–, es decir, aquello que, de su experiencia con las cosas, refleja la mente. Las palabras theatrón y theoría provienen de una misma raíz verbal. Y desde el saludo –dedicado a los amigos de México y de Madrid– de las primeras páginas de Cartones de Madrid, Alfonso Reyes se empeña en hablarnos del mundo visual, de la ceguera, de la pérdida de los ojos, de los prejuicios de la retina, etcétera. Es fácilmente rastreable. ¿Mundo de las apariencias frente a verdad esencial fenomenológica? Con una hábil metáfora vanguardista, nuestro autor advierte que ya no se trata de pintar como el naturalismo, sino de apresar la realidad «con el sentimiento muscular de la forma» (1917: III; 1988: 11; 1995: 47). Como en el barroco, se apuesta por el exceso. Y mucho de eso hay –no sólo por la iconoclastia– en las vanguardias, que esCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tán surgiendo en estas décadas de manera inopinadamente virulenta. El mexicano da cuenta de su conocimiento de las nuevas estéticas, esas que están sacudiendo el pensamiento liberal burgués –esas que están minando por dentro al sujeto trascendente neokantiano– de principios del siglo xx, y asociará la vanguardia, los movimientos de indagación en la realidad, en una frase: «Inventad un nuevo escalofrío» (1917: 51; 1988: 40; 1995: 69), retomando la idea de Kierkegaard de Temor y temblor, relacionando el arte como una apuesta catártica, y presentando la locura como la verdadera guía del artista, faro de la sociedad, entroncando con la tradición del artista visionario, rebelde, que indica a la colectividad por dónde van los nuevos rumbos. La crítica a la españolidad de Pablo Ruiz Picasso luego se vuelve nota a pie de página para aclarar que, ya en 1937, el pintor malagueño «pinta y vive para su España» (1988: 36; 1995: 66). Ahora bien, lo que me interesa de esta controvertida crítica a Picasso, que no será la primera ni la última, pues su arte no fue siempre lo suficientemente comprendido (cf. Ameri y Abril 2009: 12-13), es su asociación con lo español, pues lo español ocupa un lugar muy importante en Cartones de Madrid, y se engasta en el tema de España, tan importante desde el 98 hasta mediados de los años cincuenta del siglo xx, aproximadamente. Llama la atención que un mexicano se aproxime de tal modo al asunto de lo español, pero es que habría que considerar varias cuestiones, que nos pondrían delante del objeto que nos ocupa y preocupa. Igual que para nosotros los inicios del siglo xx no resultan tan lejanos, para un nacido en 1889, el siglo xix tampoco lo parece, pues nació en ese mismo siglo, y más teniendo en cuenta la relación íntima de México y de España, la «reciente» emancipación de las colonias y el vínculo estrecho que supone la pertenencia a una misma cultura y lengua. De ese vínculo, por cierto, jamás podremos emanciparnos, porque cuando hablamos de lengua planteamos la cuestión de la identidad, es decir del facto ontológico que nos rige desde el axioma heideggeriano (Heidegger 2001: 43). Además, en este caso se trata de una identidad compartida. Así que sólo desde esa identidad compartida –a través de un mismo eje– se pasa en el siglo xix de lo español a lo hispano, igual que antes se pasó del castellano al español (Alvar 1992: 7-39), ensanchándose desde la españolidad a la hispanidad (Alvar 2001: 221-236). Más allá del «prestigio» que aporte la metrópoli, se entiende el interés que despierta para un hispanoamericano un país como España. Porque damos por sentado que también ocurre en el otro sentido. 55

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ALFONSO REYES Y EL GONGORISMO

Lo cierto es que la profundización en lo español o –mejor– lo hispánico de Alfonso Reyes, que es muy amplia y vasta, se explica desde los temas gongorinos y, después, desde la conexión con la lectura vanguardista de la tradición, a través de la abstracción mallarmeana. Esto más o menos se produce en 1910, cuando nuestro autor «publica un par de artículos (el primero de ellos resultado de una conferencia que pronunciaría en el Ateneo), todavía muy juveniles, “Sobre la estética de Góngora” y “Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé”, más tarde incluidos en su libro Cuestiones estéticas, en los que conecta por primera vez las preocupaciones «neobarrocas» con las «modernas» dentro del debate sobre el arte (poético) nuevo que está presente […] en el interior de todas las preocupaciones artísticas y literarias que presiden la época» (Salvador 2008: 26). La conferencia sobre Luis de Góngora se realizó, como consta en Cuestiones estéticas (Reyes 1911: 89; 1996a: 61), el 26 de enero de 1910 en el Ateneo de la Juventud de México, que a la sazón había sido fundado en 1909 por el propio Alfonso Reyes y otros intelectuales, críticos, artistas y escritores como Pedro Henríquez Ureña o José Vasconcelos. Allí se organizaron para leer y discutir a los clásicos griegos, acuñar agudas reflexiones sobre la literatura y la filosofía universales, y llevar a cabo una importante labor de difusión cultural. De gran relevancia fueron las críticas que hicieron al positivismo y al desarrollo que tuvo en México durante el porfiriato, suscitando una verdadera revolución cultural en el país… El sentimiento e impulso reformista que el mexicano encuentra en la España del regeneracionismo, como podemos observar, ya estaba incubado de un modo u otro en el jovencísimo Reyes. Además, esa preocupación gongorina se intensifica nada más tocar suelo peninsular, cuando huye de la Francia de la Gran Guerra. Mucho habría que aportar aquí sobre la influencia que Alfonso Reyes ejerció en el gongorismo del 27, y preferimos Veintisiete o 27 a generación del 27 u otras denominaciones, según el profesor Miguel Ángel García en su estudio El Veintisiete en vanguardia (2001). Más que un barrido por la obra, apuntes, notas, o una lectura uniforme, quisiéramos resaltar el clima que rodea a Cartones de Madrid, pues por aquel entonces nuestro autor se encuentra imbuido en el barroco español, Góngora a la cabeza: «La moda gongorina de estos últimos años trata –como se trató igualmente al advenimiento del modernismo– de descubrir en el viejo maestro cordobés los antecedentes lejanos de ciertas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tendencias de extrema izquierda. Pero, hasta hoy, ha dominado el empeño de estudiar a Góngora mediante los fáciles recursos de la intuición» (Reyes 1927: 242; 1996b: 152). La reseña, titulada «Un traductor de Góngora» y publicada en la revista parisina Hispania en 1920, da cuenta de la «moda» que, recordemos, había comenzado en 1903 con la revista Helios, la cual invita «a expresar su opinión sobre Góngora a varios escritores (entre ellos, a Azorín y Unamuno, que confiesa haberse “mareado” a los cinco minutos con la lectura del poeta) […] continúa con los dos libros de Lucien Paul Thomas, Le lyrisme et la préciosité cultistes en Espagne y Góngora et le gongorisme considérés dans leurs rapports avec le marinisme (publicados en París en los años 1909 y 1911), y con la edición que lleva a cabo Foulché-Delbosc de las Obras poéticas de Góngora según el manuscrito Chacón (Hispanic Society de Nueva York, 1921)» (García 2016: 241-242). Alfonso Reyes publica asimismo en 1923 en la «Biblioteca» de la revista Índice, de Juan Ramón Jiménez y Enrique Díez Canedo, una edición pulcra de la Fábula de Polifemo y Galatea. Y en 1919 –estamos resumiendo su labor– había estrenado la colección Universal de Espasa Calpe con una edición prosificada del Poema del Cid preparada al alimón con Ramón Menéndez Pidal. Pero esto no son más que algunos de los datos más sobresalientes de Alfonso Reyes como hispanista (Castañón 2011: 54-68), engastado en esa tradición fecunda del humanismo moderno. «Reyes cimentó su humanismo con la erudición que para él no fue sólo acumulación de datos, sino presencia permanente de la tradición» (Gutiérrez Girardot 2006: 75). La acogida de Menéndez Pidal en el Centro de Estudios Históricos, que posteriormente se convertiría en el CSIC, certificó que sus amigos le pidieran que se naturalizase español, cosa que él rechazó; si bien, como atestigua la correspondencia entre Gerardo Diego y él, a finales de 1926 y principios de 1927, especuló con la idea de regresar a España, trabajando como embajador casi con seguridad, aunque ese puesto lo ocupó en Argentina (véase Reyes ápud Morelli 2001: 130). A España ya nunca regresó… ¿pero qué habría pasado si hubiera vuelto en 1927, tal y como él deseaba y se trasluce de su correspondencia? Difícil de saber tal hipótesis. Queda constancia de todo lo que escribió y publicó. Unos años antes, como también constata Gabriele Morelli, Reyes y Díez Canedo habían fantaseado en tono burlesco en la revista Índice –en el suplemento número 1 de La Rosa de Papel– con un artículo y un epistolario inédito descubierto entre Góngora y El Greco (ápud Morelli 57

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2001: 124). A propósito de estos años de amistad, Enrique Díez Canedo, a imitación de una poesía de Valle-Inclán titulada «La hora del lubricán», compondrá unas estrofas lúdicas de las que entresacamos ésta: Es la hora de Alfonso Reyes, escritor de abundante léxico, que piensa en las calles de México y en los cactus y los mameyes. Es la hora de Alfonso Reyes. (Ápud Moreno Villa 1976: 81) ALFONSO REYES EN EL REGENERACIONISMO

La España a la que llega Alfonso Reyes en 1914 está en pleno proceso de regeneración ideológica, sociohistórica y moral. Nunca pudo ser terreno más fértil para el polígrafo mexicano: «El caudal de saberes que había acumulado durante su participación en la España renovadora (historia europea y universal, geografía, cinematografía, literatura universal y española y la ciencia filológica) lo integró Reyes en su obra de teoría literaria» (Gutiérrez Girardot 2006: 73). La España de la Institución Libre de Enseñanza, de la generación del 98, del regeneracionismo, de la generación de 1914 y la joven literatura, que cuajaría en el 27, y que, entonces, aunque incipiente, ya estaba ahí. En ese sentido, Reyes abordó su tarea como un escritor integral, abarcador de múltiples géneros literarios, todos ellos abordados con éxito y brillantez, visionario y avanzado para su tiempo, criticado muchas veces por incomprendido, sobre todo en México, al no entender su fervor por la antigüedad grecolatina. Hoy día hablamos de Alfonso Reyes, sin lugar a dudas, como precursor e instigador del 27, del gusto por Góngora y el gongorismo: «antecedió como fermento al grupo del 27», en palabras una vez más de Rafael Gutiérrez Girardot (2006: 70), quien no duda en asignarle un lugar mucho más preponderante que el que habitualmente la crítica historiográfica española le ha asignado: «Colaborador de R. Foulché-Delbosc en la primera edición de las Obras poéticas (1921) de Góngora y autor de bibliografía complementarias sobre “su poeta”, Reyes puso a disposición el material indispensable para la resurrección del inspirador del grupo del 27» (2006: 84). De hecho, fue invitado a colaborar en carta de Gerardo Diego del 28 de agosto de 1926 (ápud Morelli 2001: 119-120) al homenaje a Góngora, conviniendo en misivas sucesivas que se encargaría de las Letrillas, si bien nunca vieron la luz, ya sea por excusas o por CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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diferentes inconvenientes. A falta de este volumen, sus Cuestiones gongorinas resultaron el mejor homenaje al cordobés… Y que conste que fue invitado a pesar de no formar parte de aquel selecto grupo de «jóvenes» poetas ni ser español, haciendo con él una «excepción tan honrosa» (en palabras del propio Reyes recogidas ápud Morelli 2001: 31). Dámaso Alonso se opuso en principio a la inclusión de Alfonso Reyes en esta nómina de editores del genial cordobés (ápud Morelli 2001: 45), argumentando lejanía, aunque más bien podemos adivinar que el carácter de gongorista avanzado –avant la lettre (véase Malpartida 2010: 28-29)– del mexicano le había granjeado, a la par que admiración, tampoco esto se duda, cierta envidia de quien después pasaría a considerarse su mayor estudioso, como fue el caso de Dámaso Alonso. ALFONSO REYES, UN MEXICANO «CORDIALMENTE ESPAÑOL»

Consideradas por tanto las precuelas y las secuelas, junto a algunos detalles pertinentes alrededor de Cartones de Madrid, hay que subrayar el carácter español de la obra, habiendo sido escrita por un mexicano «cordialmente español», como lo califica Gerardo Diego (1927-1928: 88 ápud García 2016: 189). Habría que matizar que aunque Cartones de Madrid indague en lo español, se alude a una hispanidad transversal, refiriéndonos al concepto antes expresado, y que quizás sea éste el motivo de preocupación central de la obra. Alfonso Reyes se suma así al regeneracionismo que, andando el tiempo, cuajará en la «Razón de Estado» (García Montero 2007: 2-3) que a la postre fue el 27. De los muchos temas que trufan Cartones de Madrid, quizás el que más llame la atención es esa indagación en lo español, en ese concepto de lo hispánico que preocupó a los escritores españoles, pero que también fue piedra de toque para aquellos intelectuales y escritores que se sentían en la tradición de lo hispánico, como Alfonso Reyes. Desde sus primeras páginas, tras la presentación de Madrid como cour des miracles, el medievalismo con que se nos introduce hunde sus raíces en el mismo nacimiento de lo español, en la tradicional «danza de la muerte» (1917: 3; 1988: 13; 1995: 49), la cual, por otra parte, es también mexicana, y a su vez el capítulo «I. El infierno de los ciegos» viene prefigurado por Dante, quien nos guía «nel mezzo del cammin di nostra vita, / mi ritrovai per una selva oscura», adentrándonos en la selva del libro y de la vida, concibiendo la obra como una aventura textual y vital, una experiencia literaria y de vida, pues se trata de un trozo del escritor, el cual es inseparable del ser humano. 59

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El narrador se presentará tácitamente como un flâneur (Benjamin 1998: 49 y ss.) que recorre las calles, figones, callejas y lugares más variopintos del Madrid de la época, curioseando y perdiéndose entre la multitud, como «El hombre de la multitud» de Poe, que tradujo precisamente Baudelaire, presentándonos unas estampas o escenas matritenses, remedando el costumbrismo de Mesonero Romanos (véase el capítulo xv, homenaje expresamente titulado «El curioso parlante», 1917: 81-84; 1988: 55-58; 1995: 81-83), actualizándolo… La conexión temática se extrapola al capítulo ii, que continúa la estela temática de los mendigos, «La gloria de los mendigos» (1917: 7-9; 1988: 15-17; 1995: 51-52), cuando alude a Juan Ruiz de Alarcón, de quien publicará –entre otros volúmenes– en Madrid sus Páginas escogidas, en la editorial Calleja en 1917, haciendo un guiño a su propia situación de escritor mexicano en Madrid. A Reyes le interesa no «la cuestión de la mexicanidad de Alarcón», sino «reflexionar acerca de la dinámica entre la cultura colonial de Nueva España y la cultura europea de la época» (Houvenaghel 2013: 16). Ahora bien, el mendigo –su verdad sospechosa– supondrá otro eje temático que conectará con una valoración ideológica profunda del mundo, como veremos, a través de los planteamientos liberales de Alfonso Reyes, desde el fisiocratismo a La riqueza de las naciones, de Adam Smith. En palabras de José Emilio Pacheco, Alfonso Reyes fue un «escritor laico y liberal por excelencia en una tradición tan católica como la nuestra» (Pacheco 1989). Su propio padre, Bernardo Reyes, provenía de una familia importante que formaba parte del partido liberal (Benavides Hinojosa, 1998 y 2014). El fisiocratismo fue una doctrina económica que surgió en el ilustrado siglo xviii en Francia. Esta corriente afirmaba que toda la riqueza venía de la tierra y que la agricultura producía más de lo que se necesitaba para mantener a los que se ocupaban de ella. Propugnaba además la existencia de una ley natural que regía el funcionamiento económico. Los pensadores fisiócratas, al igual que los mercantilistas, buscaban una estrategia para el desarrollo económico mediante políticas coherentes. Pero a diferencia del mercantilismo, la fisiocracia se interesó en las fuerzas reales que conducen al desarrollo y llegaron a la conclusión de que la fuente de riqueza estaba en la tierra. Por lo tanto, hacia ella debía dirigirse el Estado para obtener fondos, por lo que propusieron el impuesto único sobre la tierra… Efectivamente, el fisiocratismo aparece en el segundo capítulo, y luego se complementa –a modo de teoría correctora– con el capítulo x, «Ensayo sobre la riqueza de las naCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ciones» (1917: 55-58; 1988: 41-44; 1995: 70-72). Con una nota curiosa añadida a la edición de 1955 (y que no fue señalada en la edición de Hiperión), donde dice: «Si esos políticos quieren enriquecer al pueblo –es irremediable– que lo prostituyan», a lo cual apostilla a pie e página: «Recordemos la fábula de las abejas, de Mandeville, siglo xviii» (1995: 72). La fábula de las abejas, también titulada Vicios privados, beneficios públicos, desarrolla en una veta satírica la tesis de la utilidad social del egoísmo. Continúa, prefigurando a Nietzsche, que todas las leyes sociales son el resultado de la voluntad egoísta de los débiles, para apoyarse mutuamente protegiéndose del más fuerte. La obra, que se vio afectada por las ideas libertinas que se desarrollaban en Europa, critica a la sociedad hipócrita del inicio del desarrollo industrial, el cual presenta como virtuoso ocultar sus vicios y que, paradójicamente, según Mandeville, son necesarios para el bienestar colectivo. Desde la mendicidad, concebida como el acto primordial del lucro, en tanto que necesidad antropológica, pasando por la dialéctica mendigo/pícaro, hasta la exaltación de la propina (es bien sabido, por ejemplo, que la II República española prohibió la propina), se nos presenta, desde la conciencia de lo hispánico, una suculenta manera de ver el mundo, ese submundo –inframundo, pues se trata de un descensus ad inferos– no sólo de Madrid sino de cualquier realidad social extrapolable. Todo ello veteado de un particular antimercantilismo, como buen fisiócrata y reformista, al afirmar: «La compra-venta no puede ser causa de la riqueza: es un mero círculo vicioso» (1917: 56; 1988: 42; 1995: 70). Así que se trasluce una particular visión sociopolítica del mundo, ideológica al fin y al cabo, de Alfonso Reyes en sus Cartones de Madrid. Y diferenciando sin anfibologías, en la página siguiente, a la propina de la limosna o caridad (particularmente asociada a la decadencia española), a la picaresca, al hundimiento del Imperio. Precisamente a la época dorada, y a un momento culmen de la historia de los Austrias, se refiere el autor cuando alude al príncipe Baltasar Carlos (1917: 38; 1988: 32; 1995: 63), muerto a la edad de dieciséis años por viruela. Después, ya se sabe, le sucedió Carlos II, apodado El Hechizado, con lo que podríamos encontrarnos frente al apogeo… y el inicio del declinio. Las alusiones al Barroco, que tras la teorización de Eugenio d’Ors –quien aparece en el orteguiano capítulo viii, «Estado de ánimo» (1917: 43-44; 1988: 34-35; 1995: 65) a propósito del ideal vegetativo y la indolencia hispánica, y en el siguiente capítulo ix, «El derecho a la locura»– pasará después a denomi 61

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narse lo barroco (cf. Ors 2002), y que se considera tan hispano como novohispano, conectan con lo grotesco (relacionado posteriormente con lo español vía Romanticismo), la no reducción de lo español a través de lo andaluz, desde el pintoresquismo de los viajeros románticos (en la presentación de Cartones de Madrid comienza citando al viajero Théophile Gautier más como pintor que como escritor), o los vínculos del carnaval con el medievalismo, como singularidad del universo hispánico (que entronca con lo mexicano) en el capítulo v, «El entierro de la sardina» (1917: 23-27; 1988: 24-27; 1995: 58-60). En ese sentido, el capítulo iv «La fiesta nacional» (1917: 43-44; 1988: 20-23; 1995: 55-57) no es sólo una definición de la identidad hispana, sino también de la novohispana, aunando visión española y mexicana, pues la fiesta de los toros se comparte a un lado y otro del Atlántico. Quedan bastantes detalles por comentar, pues la prolija y densa prosa de Alfonso Reyes daría para mucho. Pero vamos a concluir. La cantidad de citas, nombres, referencias, etcétera, desde el torero Lagartijo (1917: 18; 1988: 21; 1995: 56) al califa del siglo viii Harún al-Rashid (Aroun al Raschid en su transcripción fonética, 1917: 50; 1988: 39; luego Harun al Raschid, 1995: 68), o desde Luis Taboada hasta Ventura de la Vega (1917: 18; 1988: 21; 1995: 56), por citar sólo algunas, son innumerables. Y ello nos haría extendernos más de lo conveniente, quizá de manera innecesaria, ya que en cualquier caso Alfonso Reyes incide en la renovación o reforma de lo español a través de lo hispano, aprovechando lo mejor de la tradición europea, con énfasis en lo grecolatino, dotando de un nuevo valor a la fértil relación con América, en un «gran diálogo transatlántico» (Pastor 2011: 1329) que como buen liberal se encarna en él mismo, en unas raíces que agarran a un lado y otro de la mar océana. Alfonso Reyes, un mexicano ejemplar y cordialmente español.

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Cortรกzar o el mundo patas arriba Por Toni Montesinos


Siempre ha habido una excusa para volver a Julio Cortázar: ya sea conmemorando los treinta años desde su muerte en 1984, en el centenario del nacimiento, en 2014, pasados los cincuenta años de la publicación de su obra más carismática, Rayuela: el escritor argentino se hace presente, vívido, entre estas efemérides que editoriales y actos públicos –conferencias, lecturas dramatizadas de sus textos, exposiciones en Madrid, Barcelona y París– han ido promoviendo acogidos a un hecho incuestionable: el interés y la admiración que aún suscita el autor. La editorial Alfaguara publicó en el 2014 un álbum muy atractivo: Cortázar de la A a la Z, una biografía compuesta de mil y una fotografías, reproducciones de manuscritos originales y una antología de sus mejores textos. Y una y otra vez regresa Julio Cortázar y Cris (Cálamo), reedición del libro que la escritora uruguaya, afincada en Barcelona hace varias décadas, Cristina Peri Rossi, dedicó en 2001 al que fue uno de sus mejores amigos: una crónica de dulce amistad llena de complicidades literarias en los que surge un Cortázar muy atento y cariñoso, pues no en vano había dedicado a Peri Rossi quince poemas de la sección «Ars amandi» de su libro Salvo el crepúsculo, que vería la luz el año de su muerte. Ésta por supuesto es la parte de su obra menos conocida, la poética, dentro de un corpus donde no hay que olvidar sus valiosos artículos y ensayos, sus traducciones –de Keats y Poe, sobre todo– y en el que destacan de forma predominante, aparte de Rayuela, sus diversos libros de cuentos. Todo un caudal de imaginación desbordante y valentía creativa que deslumbró en su momento y aún mantiene un gran encanto. Y es que, como dice el narrador nicaragüense Sergio Ramírez en el prólogo a una de las biografías de Cortázar más completas, de Miguel Herráez (Alrevés, 2011), Cortázar se empeñó «en no aceptar ninguno de los preceptos de lo establecido, y poner al mundo patas arriba de la manera más irreverente posible, y sin ninguna clase de escrúpulos y concesiones». Nació así una literatura libre de ataduras, desconcertante en los relatos, compleja en las novelas, y una voz que se hizo solidaria y política, participativa en pos de la paz y la justicia universales. Este talante de un Cortázar fiel a su creatividad, por un lado, y a sus ideales sociales, por el otro (escribió mucho sobre la situación conflictiva de Cuba y Nicaragua, sobre los regímenes totalitarios hispanoamericanos, y colaboró con el Tribunal 65

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Russell en Roma en 1963 para reflexionar sobre las violaciones de los derechos humanos en su continente), se refleja de forma maravillosa en la gran entrevista televisiva que un día de marzo de 1977 le hiciera Joaquín Soler Serrano en su programa A fondo. En ella, aprovechó para aclarar algunos de los detalles más significativos que ya pertenecen a la leyenda: que en las solapas de los libros se repita que nació «accidentalmente» en Bruselas (su familia vivió en Europa unos pocos años antes de regresar a la Argentina, así que no constituyó un mero accidente), cómo el padre abandonó a la familia muy pronto y que su peculiar dicción de las erres era debida a un problema de dislalia y no a su influencia afrancesada. De este inicial Cortázar se ocupó el director de documentales y escritor Eduardo Montes-Bradley, que en 2005 publicó Cortázar sin barba (Debate): una aproximación a los primeros treinta y siete años del escritor, desde sus antecedentes familiares y su nacimiento en Bruselas en 1914, hasta el momento en que decidió abandonar Buenos Aires para recalar en Europa, en 1951. Un estudio que no satisfizo nuestras expectativas, y no por falta de profundidad y verosimilitud en los datos, sino por unas formas atadas a un muy intencionado desparpajo, por la arriesgada voluntad de hacer humor cuando la situación no daba para ello, y por el deseo del propio autor de convertirse en cierta manera en protagonista, hecho evidente en el epílogo y en varios textos de dos colaboradores que, a modo de desenfadado diálogo, ironizaban acerca de la presente obra aunque acabaran por alabarla. De esta manera precisamente empieza el libro, con una conversación que pretendía ser divertida pero a la que era difícil encontrarle la gracia. Era un inicio original, desde luego, pero ¿resultaba necesario dentro de este contexto? El autor, entonces, basaba su visión de la figura de Cortázar en la desmitificación. De acuerdo. Sin embargo, insistía de forma desproporcionada en las anécdotas que ya estaban claras en la referida entrevista televisiva. Así las cosas, que el biógrafo nos contara de forma larga y novelesca cómo le robaron la cámara de vídeo en Londres; que hiciera afirmaciones tales como que los pobres se divierten más que los ricos en los viajes transoceánicos dado que así lo refleja la película Titanic, o que un bebé al nacer está demasiado atosigado para preguntar en qué fecha ha venido al mundo; que además «transcriba» lo que pensó exactamente tal CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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persona una vez delante del espejo; que aporte leyendas para después añadir lo único importante: la verdad; que escriba de manera errónea palabras que tan mal se usan últimamente (tema y saga); que repita citas... Todo eso que, de evitarse, hubiera producido un trabajo muy digno, por desgracia, nos alejaba del escrito y no nos quedaba más remedio que, decepcionados, ponerlo en duda. Con semejante estilo desenfadado, que buscaba arrancar las simpatías y sonrisas del lector, Montes-Bradley abría pues su estudio ironizando acerca de Cortázar sin barba y sus posibles aciertos o desaciertos, aludiendo a los sitios a los que acudió en busca de documentación, donde aparecerá el Cortázar previo a sus deseos de huir de un país que sufría conflictos políticos, el Cortázar que veía en París un exilio humano y literario. Es el Cortázar «larguirucho, carapálida, desgarbado, lampiño» del que habla su amigo y estudioso de su obra Saúl Yurkievich, «antes de portar tupida y desgreñada barba» (véase su introducción a las obras completas que publicó Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg y su libro Julio Cortázar: mundos y modos, Edhasa, 2004). Es el Cortázar, por lo tanto, que escribe los cuentos de La otra orilla y la novela El examen (que se editarán de forma póstuma), de los sonetos de Presencia, del poema dramático Los reyes y de su primer libro de relatos publicado, Bestiario. Es decir, se trata del Cortázar que, siempre tan riguroso, sin prisas, tantea su propio arte y no quiere apresurarse en la publicación de sus textos, al menos hasta ver con claridad que son lo suficientemente buenos para que vean la luz. Esa será su seña de identidad, todo un ejemplo aún para cualquier escritor: autoexigencia artística máxima, fidelidad a su modo de entender la lectura y la escritura, e incluso la vida; muchas veces todo ello con un toque lúdico, como en sus libros Historias de cronopios y de famas, La vuelta al día en ochenta mundos y Los autonautas de la cosmopista, dado que siempre se mostró alejado de la seriedad académica y tradicional, y de continuo rodeado de la música clásica y, muy especial, del jazz, que adoraba como nadie y de lo que hay un reflejo superlativo en el relato «El perseguidor», inspirado en el saxofonista Charlie Parker. Así, es posible ir descubriendo a Cortázar evitando la fácil cronología de datos y adentrándose en libros que van componiendo su rica personalidad, como Cortázar y los libros. 67

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Un paseo por la biblioteca del autor de Rayuela (Fórcola, 2011), de Jesús Marchamalo. Antes, en esa ansia por actualizar siempre al autor y mantenerlo vívido, se había publicado un primer tomo de escritos inéditos, Papeles inesperados (2009) –poemas, capítulos descartados de novelas, crónicas, etcétera–, al que le seguirían enseguida al año siguiente Cartas a los Jonquières, un conjunto epistolar que reflejaba la vida privada que, a su vez, iluminaba la creativa, el genio de un hombre que hasta en unas misivas guardaba una dimensión humana y artística extraordinaria. Como el título del poema de Gil de Biedma, las ciento veintisiete cartas que recorrían los años 1950-1983 y que estaban dirigidas al poeta y pintor Eduardo Alberto Jonquières (19182000) podrían responder al lema de «Amistad a lo largo». Del tiempo y del espacio, pues Cortázar nunca dejó de contactar con este privilegiado destinatario –radicado en Buenos Aires junto a su mujer y sus tres hijos– al que confiaba sus planes viajeros más entusiastas, sus problemas económicos y sus impresiones sobre arte, cine y música. Ya fuera desde París, Roma, Ginebra, La Habana o Managua, Cortázar no dejó de preocuparse de su amigo, de compartir con él los asuntos culturales que tanto les hermanaban. La edición de las cartas vino a cargo de Aurora Bernárdez, viuda y albacea de Cortázar, y del filólogo Carles Álvarez Garriga, quien firmó un prólogo en exceso personal. Hubiera faltado contextualizar más los textos y sus alusiones para seguir la trayectoria cortazariana, pero no importa. La maravilla de sentir la voz directa del autor sobre su traducción de los cuentos de Poe, o la invención de los «cronopios», era impagable. «Al mundo no hay que resistirle, lo que hay que hacer es elegir bien el mundo que uno prefiere y al cual hay que darse; y a ése, ah, a ése hay que darse a fondo, como cuando se nada o se duerme o se quiere», le dice Julio a Eduardo en un gran análisis psicológico, y tal cosa sirve para ahondar en el propio Cortázar: aquel que se entregó a su talento y a los demás, atravesó el espejo de la realidad y es, a nuestros ojos, fantástico para y como siempre. La correspondencia empezaba en Siena, en la época en que Cortázar preparaba su Keats, observando arte italiano, haciendo una excursión al pueblo donde murió Vincent van Gogh. Y enseguida, y sobre todo, surgía el infinito París, con sus paseos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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«sin rumbo alguno» por las calles, como previendo los itinerarios de sus personajes de Rayuela, escribiendo cosas como: «Hasta creo que me duele París. Pero son los dolores necesarios», aunque «No creas que estoy triste, ¡París es tan hermoso! Aquí hasta la tristeza se vuelve una actividad estética». A Soler Serrano le confesó que era de los que salía del cine llorando si le había emocionado la película, y a su amigo le decía: «Soy bastante repugnante en mi sentimentalidad». Un Cortázar, en definitiva, sensible –«Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada»– a lo circundante y a los demás –«Hay tiempos en que uno tiene que vivir como apretado por el dolor de los demás, y se acaba por perder el sabor del día y las promesas del mañana»–, y hasta en relación con su obra. En este sentido, se mostraba consciente de los errores de su novela El examen, aseguraba sentir una gran paz al acabar Keats tras diez años de trabajo. Y entre conciertos en los que escuchaba con pasión a Schönberg o Stravinsky y la asistencia a conferencias de Malraux y Faulkner, escribía una frase que reflejaba como ninguna otra su punto de vista fantástico: «Veo lo que espera del otro lado de esto que llamamos realidad». Cortázar pareció encontrar su lugar en el mundo al otro lado del charco, en una combinación de dicha y dispersión de su identidad: «Hasta ahora Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo. Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad. Te digo con enorme egoísmo que no me importa no escribir». Pero, claro, fue todo lo contrario; él tenía que responder a la llamada artística, libre y espontáneamente, pero con estricta disciplina una vez ya entregado al arranque de creatividad que podía sorprenderle: «Nunca creí en las “misiones” de los escritores, y entiendo que el escritor trabaja por las mismas razones hedónicas que el opiómano enciende la pipa o el violinista toca Bach». Ese ánimo imaginativo y fluido le llevará, el 30 de mayo de 1952, a decir que «me han nacido unos nuevos bichos que se llaman cronopios», que acabarán configurando no sólo uno de sus libros más ingeniosos, sino todo un término con el que se acaba relacionando al propio autor. Un hallazgo genial y surrealista que contrasta con algunas dolorosas reflexiones sobre la juventud solitaria, la muerte de los amigos, la no aceptación del paso del tiempo hasta que, con cuarenta años, dice: «Soy todo lo feliz que soy capaz de ser, y sobre todo la alegría me vi 69

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sita, después de veinte años en que sólo me cedía algunas veces un poco de su gracia». Para un hombre sociable y preocupado por el sufrimiento de los pueblos menos favorecidos, pero que a la vez gustaba de pasarse el tiempo aislado entre discos y libros, brindó unas charlas en Berkeley, California, en otoño de 1980, que se acabarían editando con el título de Lecciones de literatura (Alfaguara, 2013). Tal vez no viéndose cómodo en esa tesitura al hilo de esta contradicción de carácter que él mismo explicó en A fondo que acabamos de apuntar, durante años se había negado a afrontar tamaña experiencia, pero al fin Cortázar aceptó dar un curso universitario de dos meses en los Estados Unidos. Las clases llegarían a su punto máximo de interés cuando el escritor, ya teniendo una edad suficiente para hacer cierto balance de lo creado, se refería a su evolución de escritor y analizaba su obra: cómo nacieron los cronopios y cuentos insuperables como «La noche boca arriba» o «Continuidad de los parques», el desafío que le supuso la novela Libro de Manuel y el sentido de Rayuela y su proceso de escritura, la novela que se habría con la singular frase «¿Encontraría a la Maga?» y que, en 1963, cambió moldes en el género y cautivó a una cantidad de lectores inesperada por parte del propio autor, que desde el primer momento consideró que su tan singular narración atraería a gentes de su misma generación. Para su sorpresa, fueron los jóvenes los que reaccionaron con fervor ante ese largo libro, difícil, denso, travieso, de aplastante originalidad, compuesto por dos extensas partes, «Del lado de allá» (entiéndase, París) y «Del lado de acá» (Buenos Aires), y una sección final, consistente en unos cien textos más, titulada «De otros lados (capítulos prescindibles)». Y todo con un «Tablero de dirección» previo en el que Cortázar aseguraba: «A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo dos libros. El lector queda invitado “a elegir” una de las dos posibilidades siguientes». Y entonces explicaba los dos modos de abordar la lectura: uno corriente, lineal, y el otro con un orden sugerido, como si se saltara de cuadro a cuadro en una rayuela. Con motivo del cincuentenario de la novela, se organizaron muchos homenajes, el más simbólico el que se celebró en Buenos Aires: la Plaza del Lector, donde se ubica la Biblioteca Nacional y el Museo del Libro y de la Lengua, recibió el nombre de «RaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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yuela»; y en París, el Instituto Cervantes le dedicó la exposición Rayuela. El París de Cortázar. En esta ciudad moriría el autor argentino, a los setenta años de edad; se había establecido en ella a inicios de los cincuenta, y dedicaría seis años a la escritura de la novela en una época de gran pobreza pero también de enorme creatividad y felicidad. El hecho de que el protagonista, el emigrante argentino Horacio Oliveira, busque a esa mujer enigmática –que tuvo un origen real; así lo confesó Cortázar al crítico y profesor Andrés Amorós: «[…] la mujer que dio el personaje de la Maga tuvo mucha importancia en mi vida personal, en mis primeros años en París. Era como ella, no es ninguna creación ideal, no, en absoluto»–, a la que ni siquiera podrá olvidar una vez esté de regreso en su Argentina natal, implica recorrer las calles de París de forma pormenorizada. De hecho, Amorós, en su edición crítica de Rayuela (Cátedra, 1984), incorporó un callejero de la ciudad para que el lector pudiera seguir a los personajes, además de cientos de notas a pie de página para contextualizar las referencias literarias, urbanas y jazzísticas que abundan a lo largo de sus más de seiscientas páginas. Pues, «si hay una falla en Rayuela, es que se desenvuelve en gran parte en un nivel intelectual de difícil acceso al lector común. Su erudición, aunque ingeniosa y ágil, intimida», escribe Luis Harss en Los nuestros (Alfaguara, 2012), reedición de un trabajo suyo de 1966 dedicado a los diez autores latinoamericanos más significativos de hace cinco décadas (Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Borges, Asturias, Guimaraes Rosa, Onetti, Rulfo y Cortázar). En él, Harss presentó a un «Cortázar, brillante, minucioso, provocativo, adelantándose a todos sus contemporáneos latinoamericanos en el riesgo y la innovación. Cortázar nos ha dado mucho que pensar». Aún hoy, desde luego. En toda aquella serie de actos, Casa América organizó una mesa redonda titulada «Rayuela a los 50 años. Celebración de un libro mítico», y el viejo amigo del escritor Julio Ortega –catedrático de Literatura Latinoamericana de la Universidad de Brown– dictó una conferencia en la Universidad de Alicante en la que habló de «una obra innovadora» aunque cada generación la interpreta a su manera. Y es que el hecho de que la novela sea algo así como un collage, una propuesta literaria multiforme, abierta, sugiere lecturas siempre renovadas. El crítico peruano, desde que leyó la obra a los veinte años, ya entendió cómo Cortázar fue rom 71

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piendo tabús e incorporando a la narrativa asuntos variados sin tapujos: la sexualidad, el lenguaje poético y la poética urbana, la cultura popular mezclada con la erudición y, muy especialmente, el humor. Todo este alarde de originalidad general en su perspectiva literaria tuvo un punto de inflexión con la obra que estamos comentando, ya que según Harss, «Cortázar pareció clausurar una etapa de su obra» y, con Rayuela, «una “antinovela” explosiva que es una agresión, que arremete contra la dialéctica vacía de la civilización occidental y la tradición racionalista», mostró al mundo literario una forma de escribir «ambiciosa e intrépida» hasta lograr «un manifiesto filosófico, una rebelión contra el lenguaje literario y la crónica de una extraordinaria aventura espiritual». El texto, cabe decir, se iba a titular «Mandala», ya que, como dice el propio Cortázar: «Cuando pensé el libro, estaba obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había estado leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana. Además, había visitado la India, donde pude ver cantidad de mandalas indios y japoneses». Sin embargo, Cortázar pensó que se trataba más bien de un título solemne, y si por algo se caracterizó el autor fue por su visión lúdica de la vida: «En Rayuela, la broma, el chiste y la burla son no sólo condimentos, sino parte de la dinámica de la obra misma. Con ellos Cortázar construye escenas enteras. Nos prepara una sorpresa y un chasco en cada página […] todos los recursos del arte cómico se suceden en su obra con un virtuosismo deslumbrante», dice Harss. Es más, probablemente la escena más desternillante sea la que el propio Cortázar le comentó al propio Harss: ese momento en que dos personajes que viven uno enfrente del otro preparan un artilugio para llevarse cosas por el aire para evitar subir y bajar escaleras. De tal modo que «Oliveira tiende un tablón de ventana a ventana», explica Harss, y «Talita, en bata, cruza por el tablón jugándose la vida». Cortázar glosó ese pasaje con una mezcla de profundidad psicológica y «broma desaforada». Y en efecto, todo es juego, sonrisa, divertimento en Cortázar. No en vano, se formó de joven leyendo a los surrealistas (la mayoría de su biblioteca estaba formada por volúmenes en francés) para acabar comprendiendo que la mejor manera de buscar la verdad y la gravedad de la vida era mediante el filtro humorístico. Ello tanto en lo literario como en el plano autobiográfico. SeCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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gún reseña el estudioso chileno, «Cortázar sugiere que el humor ha sido también una especie de mecanismo de autodefensa en etapas “surrealistas” de su vida personal. Recuerda los años angustiosos de los cuarenta, cuando la realidad argentina se le había convertido en una interminable pesadilla». El régimen peronista lo hartaría hasta llevarle a la emigración parisina. Sería su gran salto de rayuela.

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Las memorias entreveradas de Guillermo de Torre (1900-1971) Por Adolfo Sotelo Vรกzquez


Hace treinta años y en estas páginas de Cuadernos Hispanoamericanos, Emilia de Zuleta concluía su artículo «El autoexilio de Guillermo de Torre» (noviembre-diciembre, 1989) con estas palabras: «Lo que verdaderamente distingue a Guillermo de Torre es su irrenunciable vocación de agente mediador entre dos culturas: la española –en el contexto de otras– y la americana. Bajo este signo nace a la vida literaria y bajo este signo muere, después de su infatigable tarea de ensayista, crítico, teórico de la literatura, editor, conferenciante y profesor». Este aspecto de mediador lo puso de manifiesto en casi todos los libros que publicó a partir del emblemático La aventura y el orden (Buenos Aires, Losada, 1943) hasta el penúltimo Vigencia de Rubén Darío y otras páginas (Madrid, Guadarrama, 1969), conformando uno de los itinerarios críticos más sólidos de las letras en castellano del siglo xx. También queda bien perfilado en el excelente tomo preparado por el profesor Domingo Ródenas, De la aventura al orden (Madrid, Fundación Banco de Santander, 2013), dividido en dos partes: «La aventura. Del lado de acá (1900-1936)» y «El orden. Del lado de allá (1937-1971)», que complementa con materiales inéditos las dos antologías que Guillermo de Torre preparó en la última década de su vida: La aventura estética de nuestra edad y otros ensayos críticos, salida de las prensas de la prestigiosa Biblioteca Breve de la barcelonesa editorial Seix Barral en 1962, con un extraordinario prólogo –«Guillermo de Torre o el crítico»– de la pluma de Ricardo Gullón, que había visto la luz unos meses antes en la revista Ficción. La otra antología se publicó poco antes de su fallecimiento en la editorial Guadarrama, 1970, con el título de Doctrina y estética literaria. También la mediación queda suficientemente enfatizada en el volumen que la editorial sevillana Renacimiento ha publicado en la colección Biblioteca de la memoria a finales de la primavera de este año. Lo ha preparado el profesor Pablo Rojas y lleva como título Tan pronto ayer, que era el marbete que al parecer Guillermo de Torre quería dar a unas nonatas memorias, muy fragmentariamente escritas, de las que se conoce el índice que Rojas publica en las páginas iniciales de este denso tomo de cerca de seiscientas páginas y que sirve de referencia a la selección de textos que componen el libro, algunos inéditos, como «Notas sobre Buenos Aires» (escrito en 1928) o «Reencuentro con París» (datado en 1952). Textos que ponen sobre el tapete un perfil del gran crítico madrileño apenas tratado por 75

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los esudiosos, Guillermo de Torre viajero, cuyo momento cenital es el librito Escalas en la América Hispánica, publicado en Buenos Aires en 1961. Ahora bien, Tan pronto ayer tiene una finalidad específica que de ningún modo está reñida con la petite histoire littéraire que en realidad define la obra, proporcionando al lector una fuente inagotable de información de la literatura y el arte del siglo xx. Esa finalidad específica nace del índice establecido por Guillermo de Torre y que permite componer a Pablo Rojas «una especie de autobiografía en verdad jamás acometida por su autor» (p. 15), quien, sin embargo, en las páginas iniciales de Guillaume Apollinaire. Su vida, su obra, las teorías del cubismo (Buenos Aire, Poseidon, 1946) había acatado no escribir una «autobiografía directa», pero gustaba de incurrir «siempre que la ocasión sea propicia, en la autobiografía indirecta, es decir, en las memorias entreveradas» (p. 10). Voluntad autobiográfica que reconocía en una carta a José Moreno Villa (1º-I-1945), tras leer la formidable Vida en claro (1944): «La única forma de dar un sentido a nuestras vidas pretéritas es contarlas. Yo también he sentido tentación de ello, aunque no con tanta franqueza y amplitud como usted, en las primeras páginas de un libro sobre Apollinaire y el cubismo que acabo de escribir y que le mandaré cuando salga». Tan pronto ayer, en su calidad de antología de textos de naturaleza heterogénea pero con un núcleo invariante de crítica literaria y con un componente de continuadas alusiones autobiográficas, cumple la inteligente afirmación de Anatole France en el prefacio a la primera recopilación de sus labores críticas de La vie littéraire (1888): «La crítica es, como la filosofía y la historia, una especie de novela para uso de espíritus sagaces y curiosos. El buen crítico es el que cuenta la aventura de su alma en medio de obras maestras». En ocasiones, no todas las obras enjuiciadas son obras maestras (una faceta de la crítica literaria de Guillermo de Torre tiene una naturaleza militante, al modo del primer Leopoldo Alas), pero nos acerca siempre al pulso vital de la aventura literaria de Guillermo de Torre, a la que con buen tino llamó Ricardo Gullón en 1961: «la porosidad mental […] o abertura del diafragma que le hace comprensivo, le sitúa en la zona templada de la crítica». Pablo Rojas ha dividido el contenido de Tan pronto ayer en dos grandes apartados. El primero quiere ofrecernos la trayectoria de Guillermo de Torre de forma cronológica. El segundo se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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conforma con parte de los numerosos textos que el crítico madrileño dedicó a los perfiles de la personalidad y la obra de escritores y artistas que conoció a lo largo de su vida. Ambos apartados son heterogéneos, si bien los denominadores comunes de la aventura personal y de los contactos de las letras españolas e hispanoamericanas no se olvidan nunca. En la primera parte conocemos, a través de un texto inédito, fechado en 1955 y exhumado en el año 2000 en ABC Cultural por Miguel de Torre Borges, aspectos de la niñez, adolescencia y primera juventud de Guillermo, especialmente su vocación lectora –«Encontrar un Rubén Darío, un Valle-Inclán, en primeras ediciones, por muy pocos céntimos, eran los mejores hallazgos» (p. 44)–, a la vez que sabemos de su visión muy negativa de la universidad madrileña, cuya vida le parece «una farsa y un asco», lo que facilita su confesión retrospectiva: «¿Por qué no tuvimos voluntad para desertar Derecho y seguir Filosofía y Letras?» (p. 47). Sabemos de lo que llama «la patética adolescencia» con sus sueños vanguardistas de «un arte de abstracciones, de un lirismo geométrico, recortado, impasible, perfecto» (p. 54), en medio de residuos finales del modernismo, mientras Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Rafael Cansinos Assens y Ortega y Gasset (en un plano ideológico) «se empinaban sobre el mediocre nivel, con su obra y sobre todo con su conducta ante lo que amanecía» (p. 60). Apasionantes son los textos acerca de Apollinaire, Borges y el ultraísmo, especialmente el titulado «Para las memorias del ultraísmo» (inédito y fechado en 1943) o el tan breve como jugoso –fechado en 1923– «Norah Borges. Retrato», «quien ilumina ahí enfrente, como un reflector cordial, todas mis horas de pensamiento y de trabajo» (p. 99). Norah Borges y Guillermo de Torre se casarían el 17 de agosto de 1928. A partir de esa fecha Jorge Luis Borges nunca se sintió complacido con su cuñado, aflorando divergencias que venían de tiempos anteriores. En la Autobiografía, dictada por Borges en inglés a su traductor Norman Thomas di Giovanni durante los primeros meses de 1970 y publicada por The New Yorker en setiembre, el maestro recuerda a Guillermo de Torre, «a quien conocí en Madrid aquella primavera (1919) y que nueve años más tarde se casó con mi hermana Norah». En 1925 aparece un libro imprescindible, Literaturas europeas de vanguardia, que le sitúa en el centro del tumulto 77

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creador que atravesaban las letras europeas, y le convierte en un importante estímulo para los novísimos españoles e hispanoamericanos (las reseñas que recibió de las plumas de Giménez Caballero, Benjamín Jarnés o Eugenio Montes así lo atestiguan). Meses después se iba a producir un acontecimiento decisivo en la vida y en los quehaceres de Guillermo de Torre: la fundación junto a Giménez Caballero de La Gaceta Literaria (1927). Evocando esos momentos en 1968 escribía: «Aquel periódico de las letras que –dicho sin jactancia interesada– no ha sido superado ni siquiera igualado en los cuarenta años transcurridos» (p. 105). Quizás hubiese sido oportuno que Tan pronto ayer recuperase el artículo de Guillermo de Torre en el número del 27 de abril de La Gaceta Literaria, «Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica». A finales de agosto de 1927 Guillermo de Torre emprende viaje desde Barcelona camino de Buenos Aires. Es su primera etapa en la América Hispánica, que se cerrará a finales de febrero de 1932. Sus trabajos y sus días son por igual infatigables y fructíferos. La puesta en marcha en 1931 de la revista Sur por Víctoria Ocampo le convierte en primer secretario de la publicación. Tan pronto ayer recoge la «Evocación e inventario de Sur», que Guillermo de Torre publicó en el otoño de 1950 en la misma revista bonaerense. Se echa en falta aquí por su fresonancia, por la calidad de sus apreciaciones sobre las vanguardias y por su dimensión autobiográfica la conferencia que pronunció en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Buenos Aires, «Examen de conciencia. Problemas estéticos de la nueva generación española» (17-X-1927). Entre 1932 y el estallido de la Guerra civil, Guillermo de Torre y Norah Borges vivieron en Madrid. Sus quehaceres siguen siendo infatigables. Tan pronto ayer se detiene y reproduce el texto sobre las tertulias literarias que editó en Almanaque Literario 1935 junto a Miguel Pérez Ferrero y Esteban Salazar Chapela. También participa en las ilustraciones en compañía de Ángel Ferrant, Maruja Mallo y Vázquez Díaz. Decía en el Almanaque a propósito de la tertulia de Revista de Occidente: «Ortega y Gasset mantiene el tono de la reunión y sabe llevar cualquier hecho a la plenitud de su significado» (p. 136). La selección con vocación de memorias entreveradas recoge tres textos inéditos datados durante la Guerra Civil. En el primero de ellos, «Soliloquio de un isleño», fechado entre el 12 CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y el 15 de febrero de 1938, escribe sobre la fatalidad histórica de España y sobre el sacrificio de una generación: «Unos, materialmente, los más extremos y valerosos. Otros, moralmente, los que pese a la distancia en que nos hemos puesto no por ello sentimos en nuestra conciencia con menos gravedad el profundo dramatismo de la guerra» (p. 148). El segundo, «Soliloquio de un isleño. (Examen de conciencia ante la guerra española)», reelaboración del anterior, es un material que tiene todo el sentido de unas memorias. Memorias nacidas de «un mero testimonio de una conciencia y no un intento más de interpretación partidaria» (p. 164), afirmando que «cualquier cosa me hubiera parecido preferible al desencadenamiento de la Guerra Civil» (p. 155), propiciada por «el hecho consumado y brutal de la sublevación militar (teocrática y fascista)» (p. 153). El tercer texto, «La generación sacrificada» contiene una reflexión que anidó en la conciencia de muchos liberales ante la tragedia: «Lo que conviene a España: el despotismo ilustrado; la democracia autoritaria. El pueblo gobernado, pero no directamente, por medio de sus delegados responsables» (p. 169). En verdad, una contrautopía ahistórica y peligrosa. De los textos agavillados, escritos con posterioridad al final de la Guerra Civil y mientras su vida en Buenos Aires se alternaba con visitas periódicas a España, conviene subrayar el fechado en mayo de 1939 en el que alude a su participación en la creación de la colección Austral y, en 1938, en la fundación por Gonzalo Losada de la Editorial Losada, con sus numerosas colecciones, varias de ellas atendidas por los criterios de Guillermo de Torre. También es pertinente detenerse en la selección de Escalas en la América Hispánica (1961), que en la dedicatoria del ejemplar de Camilo José Cela calificó de «mínimos apuntes viajeros», y naturalmente en el «Esquema de autobiografía intelectual» que vió la luz como prólogo de Doctrina y estética literaria (1969). Sin embargo, quiero parar atención al texto «Claridades sobre la España de 1959», escrito ese mismo año, donde analiza y denuncia la deformación sistemática de la realidad por la prensa del régimen de Franco y a quien considera el enemigo público número uno en la España de esos días, que no es otro que el Opus Dei, mientras constata el abandono de la Falange por parte de falangistas decepcionados o arrenpetidos, tales como Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Miguel Sánchez Mazas, Antonio Tovar, Gonzalo Torrente Ballester 79

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y muchos otros. El colofón del ensayo es diáfano: «Claridad, luz, rasgamiento de sombras, la libertad de un medio día a pleno sol: he ahí, en suma, lo más urgente, no sólo para lo intelectual, sino para todos los órdenes del vivir en España» (p. 213). Tan pronto ayer no presta la debida atención a las aventuras del proyecto de revista bimensual (1959) y de la colección (1963), El Puente, que en la primera intentona de ver la luz como revista contaba con una dirección excepcional: José Luis L. Aranguren, Juan Marichal, Carles Riba y Guillermo de Torre. El crítico madrileño dirigiría la colección de Edhasa en 1963. La razón de esta ausencia se debe, a buen seguro, a la no inclusión en Tan pronto ayer de epistolarios, y fue precisamente a través de la correspondencia, sobre todo con Ricardo Gullón, donde escribió sobre esa mediación –una más– entre las letras españolas y las hispanoamericanas. En cambio, creo que no hubiese alterado los criterios de selección de materiales de la excelente selección de Pablo Rojas, la inclusión del texto que Guillermo de Torre publicó bajo el título de «Carta a Alfonso Reyes sobre una deserción», primero en España Republicana (13-IX-1941) y después en el número de julio-agosto de 1942 en la revista mexicana Cuadernos Americanos. La carta es especialmente agria dada la admiración que el crítico madrileño profesaba a Ortega. Terminaba así: «Mientras tantos escritores españoles –se dirá en el futuro, inapelablemente– huyeron de sus patrias cerradas y se sumaron con su esfuerzo a las abiertas patrias de América, hubo una excepción dolorosa, un hombre que desertó: don José Ortega y Gasset» (la cito por uno de los apéndices del libro del maestro José Luis Abellán, Ortega y Gasset y los orígenes de la transición democrática, Madrid, Espasa Calpe, 2000). El propio profesor Abellán contextualiza con suficientes argumentos la decisión de Ortega de fijar su residencia en Portugal. No obstante, se trata de un documento (que mereció la aprobación de Alfonso Reyes) imprescindible para el conocimiento de los oteros y de las simas que engendró la Guerra Civil. La segunda parte del contenido de Tan pronto ayer debe su título, «Fisonomías y evocaciones», a una de las secciones del libro Minorías y masas en la cultura y el arte contemporáneos (1963). Su glosa y sus posibles ramificaciones serían compleja e incontables, porque las relaciones culturales y literarias de Guillermo de Torre fueron abundantísimas dado CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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lo poliédrico de su perfil intelectual. La mayoría de los textos seleccionados datan con precisión cuándo conoce, conversa o comparte proyectos e inquietudes con los artistas y escritores que atraviesan las más de trescientas páginas de este segundo bloque temático. A Pío Baroja le conoció en 1925 y nos remite a unas conversaciones que mantuvo con el autor de La busca a finales de ese mismo año y comienzos de 1926. Con Azorín, conversa en 1963 y cree que La voluntad es su obra maestra y clave del 98. La evocación de Josep Pijoan y de su Historia del arte procede de La Razón (Buenos Aires, 15-XII-1946) y el crítico madrileño no la había recogido en ninguno de los libros que publicó. Los textos que evocan a Juan Ramón Jiménez proceden de El fiel de la balanza (1961) y es natural que lector se detenga en las impresiones que Juan Ramón produce en un adolescente madrileño fascinado por la creación poética, en su llegada a Buenos Aires el 4 de agosto de 1948 y en la última semana de octubre de 1956 (Guillermo de Torre estaba en Puerto Rico) a las pocas horas de obtener el Premio Nobel: «Le encuentro derrumbado, definitivamente envejecido, como una sombra del Juan Ramón que vimos en Buenos Aires, sin voz y sin mirada apenas». Zenobia estaba a punto de fallecer. Prueba de la incesante actividad de Guillermo de Torre, de su capacidad para la fisonomía y de su voluntad de evocación son los textos sobre Picasso (a quien conoció en la primavera del París de 1928); Juan Gris y el cubismo (a quien conoció en 1926, un año antes de la muerte del pintor); acerca de Rafael Barradas –artículo procedente de La Gaceta Literaria (15-V-1929)– a quien había conocido hacía más de diez años y al que consideró un pintor genuino de las vanguardias; sobre el escultor Ángel Ferrant y su obsesión por dar un rumbo más auténtico a las artes; sobre Joan Miró (a quien conoció en París en 1926) y cuyo arte define apelando al estudio de Ricardo Gullón, «Juan Miró, por el camino de la poesía», publicado en la primera edición de De Goya al arte abstracto (Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1952) y en la segunda edición ampliada por Ediciones La Torre, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1963. La síntesis que Guillermo de Torre toma de Gullón es la siguiente: «Miró delira, pero sin perder la cabeza» (p. 465). Recordemos de paso que el joven Gullón fue socio de ADLAN (Madrid, 1935-1936), en compañía de Moreno Villa, Norah Borges, Ángel Ferrant, Eduardo Westerdahl y Guillermo de Torre, entre otros artistas y críti 81

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cos. Los primeros pasos de Ricardo Gullón como crítico literario y artístico tienen mucho que ver con el magisterio de Guillermo de Torre. Tan pronto ayer recoge las evocaciones de Alfonso Reyes: «nadie como Alfonso Reyes ha sentido tan agudamente el problema de las limitaciones y las posibilidades, conjuntamente, del escritor hispanoamericano» (p. 418); de Gabriela Mistral, Ricardo Güiraldes, César Vallejo y Vicente Huidobro (su evocación en el Madrid de 1918 es estupenda). Quiero el valor de la fisonomía y del recuerdo de un olvidado, Cansinos Assens, a quien elogia por su condición de «raro», al tiempo que le reprocha sus aplausos por igual «a los valores auténticos y a los fabricantes sin decoro» (p. 354). También merece atención «Cuatro evocaciones con aire de elegía» que Guillermo de Torre publicó en 1955 y que nunca recogió en libro. Se trata de Moreno Villa, muerto en México; Juan Chabas, en Cuba; José María Quiroga Pla, en Ginebra y Juan Guerrero, en Madrid. Son unas líneas entrañables y ajustadas a sus personalidades respectivas. Al margen de las páginas sobre Ramón Gómez de la Serna, Pedro Salinas o Miguel Hernández, tiene un valor muy relevante las dedicadas a Ortega y García Lorca. Los dos textos sobre Ortega proceden de El fiel de la balanza (1961) –podrían haberse completado con el extraordinario ensayo «José Ortega y Gasset», de 1955, publicado en La aventura estética de nuestra edad y otros ensayos (1961)– y tratan sobre la palabra viva y sobre la deshumanización del arte. «La imagen de Ortega viene, pues, a mí asociada a su palabra viva» (p. 360), escribe recordando los días de alumno de Ortega en sus clases de Metafísica de la Universidad de Madrid y, tras una prodigiosa síntesis de sus quehaceres dominados por las conferencias –«fue su expresión intelectual más perfecta» (p. 360)–, concluye: «¡Ojalá que cada generación que surge pudiera encontrar un inductor de entusiasmos como fue para la nuestra, José Ortega y Gasset» (p. 367). En 1946 Guillermo de Torre completaba la primera edición de las Obras Completas de García Lorca para la Editorial Losada. Tan pronto ayer recoge el largo ensayo «Federico García Lorca», procedente de La aventura y el orden (1944), cuya primera versión fue escrita en julio de 1938 y apareció como prólogo del primer tomo de dichas Obras completas. Se ofrecían ahí dos reflexiones de largo alcance para la comprensión de la obra lorquiana, sobre todo desde que conocemos sus poesías y CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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prosas de juventud. La primera, acerca de cómo entendía el patriotismo el extraordinario poeta granadino. Guillermo de Torre toma unas conversaciones de Lorca con el periodista y humorista gráfico Luis de Bagaría publicadas en el diario El Sol (10-VI1936). Le pregunta Bagaría: ¿No crees, Federico, que la patria no es nada, que las fronteras están llamadas a desaparecer?». Y Lorca contesta: «Yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos […] Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre de mundo y hermano de todos. Desde luego no creo en la frontera política» (cito el fragmento completo por el tomo Treinta entrevistas a Federico García Lorca, editado por Andrés Soria Olmedo para Aguilar, Madrid, 1989. La segunda reflexión nace directamente de la pluma de Guillermo de Torre y atiende al alma y a la persona del poeta: «También había en él, junto a su risa sin envés, a su euforia contagiosa y a su júbilo deslumbrante, «el eco de un sonido grave, el aire sofocado de un sino patético» (p. 512). Por último, «Lorca, el último juglar» (1970) le sirve para trazar una imagen sintética de la Residencia de Estudiantes: «Era una condensación del nuevo españolismo institucionista (prolongación de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por don Francisco Giner), una mezcla de Oxford o Cambridge con reminiscencias de Alcalá de Henares o Salamanca en sus días áureos» (p. 545). Una imagen indeleble que formaba parte de las vivencias del crítico madrileño. Aunque quedan caminos por recorrer en las páginas –también fuera de ellas– de Tan pronto ayer, creo que en las dos partes del libro se advierte su perfil autobiográfico que ayuda a conocer al crítico y sus ricos y variados alrededores. Valga tan sólo un ejemplo. Su libro sobre Menéndez Pelayo y las dos Españas (Buenos Aires, PHAC, 1943), que analicé, en el complejo contexto en el que se publicó, en el capítulo «El pensamiento y la obra de Menéndez Pelayo: acción y dique en la dictadura de Franco (19391952)» de mi libro De Cataluña y España. Relaciones culturales y literarias (1868-1960) (Barcelona, 2014), silenciado por la crítica española con un estruendo vergonzoso, pone de manifiesto su voluntad de integración de las dos Españas y su propuesta de lectura de Menéndez Pelayo como un intelectual básico de la cultura española. 83

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Para cerrar esta aproximación a la aventura literaria de Guillermo de Torre, quiero subrayar algunas de sus argumentaciones acerca de la naturaleza de la crítica o el ensayo como creación. El texto en que más se explayó es el «Prólogo del autor» a La aventura estética de nuestra edad y otros ensayos (1962) y que hubiese sido bienvenido en Tan pronto ayer. A la altura de mediados del siglo xx, Guillermo de Torre, muy receptivo siempre a la cultura contemporánea, ha advertido el paso a las grandes audiencias de obras críticas y ensayísticas tenidas por minoritarias, y las opiniones culturales de los que ven el rostro favorable de esta transición, pero también un envés inquietante, puesto que tal auge puede conllevar un decaimiento de la creación. Dada esta hipotética situación, Guillermo de Torre refuta ese peligro de modo categórico, porque considera que de mantener el marbete «géneros de creación» habría que incluir en su cobijo «el crítico, el ensayístico y aun el filosófico», siempre y cuando «no se limiten a ser espejos, sino focos». Las dos argumentaciones que Guillermo de Torre emplea para esta defensa e ilustración de la crítica son: en primer lugar, el valor de la crítica como iluminadora inteligente y penetrante de las obras literarias o artísticas, incluso con dimensión perspectiva de anunciar y explorar lo que puede ser futuro, siendo, en ocasiones, superior a los estímulos que la desataron, como creía Alfonso Reyes. La segunda argumentación se apoya en la coexistencia y armonía de la originalidad de las obras de imaginación con aquellas que se asientan en la reflexión y la crítica. Es evidente que el alegato tenía mucho que ver con la defensa de su aventura literaria. Tan pronto ayer pone de manifiesto de modo constante y enriquecedor para el lector actual lo que Ricardo Gullón acertó a señalar en su ensayo, ya varias veces citado, «Guillermo de Torre o el crítico» (1961): «El tono personal se manifiesta, no sólo en la frecuencia con que hace uso de los recuerdos personales, sino en el acento entrañable con que sabe acercarnos a sus escritos». A su vez Tan pronto ayer resulta ser en gran medida lo que deseaba el gran crítico madrileño en 1943, desde el exilio: Capítulos de memorias. Única manera como me parecen legítimas. Mezclándolas con las ajenas. Pero nada me interesa hoy como las confesiones personales. Acabaré por hacer de las memorias y correspondencias mi lectura única. Les pasa a todos. Es el momento de contarse. Porque puede suceder que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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acabe todo o que nazca algo que deje ya a distancia insalvable, irremisiblemtente perdido, lo de hace veinte años. Además, desde América, de una forma o de otra, todos vamos escribiendo nuestras memorias (p. 77).

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En el cine, Drácula empezó hablando español. La emoción de la palabra Por Alberto García Ferrer


«Estábamos todos esperando que ella hablara –íbamos a oír la voz de Greta Garbo; la nunca oída voz de Greta Garbo–, y lo que oímos fue una voz casi ronca que decía: give me a whisky, entonces temblábamos todos de emoción». Jorge Luis Borges evoca el momento, de 1931, en el que escuchó hablar a Anna Christie. «Sus palabras se fueron en el celuloide, que el operador metió en la lata de guayaba, al terminarse la función. Pero su música está con nosotros», escribió, en 1934, el poeta y periodista Nicolás Olivari, contemporáneo de Borges, en la «Voz de Greta Garbo». «Greta Garbo y su voz se completan, se yuxtaponen y se confunden, porque nunca habíamos pensado en otra voz sino en ésa y estábamos ansiosos de oírsela», añadía Olivari. Una imagen creó la presencia. Y la presencia, un imaginario. El sonido de la voz lo ratificó. «Su inefable voz, ruda y quieta y a veces tan ondulante, como un campo de amapolas ceñido por un cinturón de viento». El sonido de la voz regresa, en la imaginación de Olivari, como una metáfora visual. La voz y la palabra ensanchaban el cine. Algún crítico de la época escribió que el sonido y la palabra en el cine eran un error, y vaticinaba que el cine, pura imagen, sería devorado por el teatro al que consideraba el dueño de la voz y la palabra. No percibía que, con el sonido, el cine incorporaba y revelaba también el valor dramático del silencio. El cine se apropiaba de todos los elementos que necesitaba para construir la arquitectura de su lenguaje. Una larga lista de apropiaciones que parecía dirigirlo hacía el arte total, aquel que Wagner veía y concebía en la ópera. En su intervención en el Congreso de la Lengua Española, en Zacatecas en 1997, Reynaldo González, consideraba que: «El cine nació minusválido, sin uno de sus atributos, la palabra». En su intervención, advirtió que, si en la pantalla brilla el idioma, deberemos preguntarnos si estamos frente a una buena película. El supuesto (y pareciera que persistente) ¿conflicto? (desplazamiento) entre la imagen y la palabra (la palabra escrita es, también, una imagen, como señala Román Gubern) no deja de ser un lugar recurrente en la búsqueda de fronteras nítidas para los procesos de creación. Si se trata del brillo de la fotografía, Luis Buñuel dejó su testimonio con advertencia e interrogante similares. Ciertamente la voz, la palabra, las lenguas, los idiomas turbaron al cine, que se sentía fortalecido con (autoconvencimiento) el carácter universal de la imagen humana. La incorporación del sonido introducía la incertidumbre de la diversidad en un mundo en el que los mercados trabajaban por la uniformidad. 87

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COALICIÓN DE ACENTOS PARA QUE DRÁCULA HABLE ESPAÑOL

Un día de finales del otoño de 1930, en lo que fuera una granja de 0,9 kilómetros cuadrados, arriba de Cahuenga Pass, en Hollywood, California, a la hora del crepúsculo, se congregaron algunas decenas de personas para ocupar escenografías, decorados, luces y recursos técnicos, aún tibios, que había abandonado el equipo dirigido por Tod Browning, que rodaba, durante las horas de sol, la versión inglesa de Drácula. En la noche de la Universal City Studios se iniciaba el rodaje de la versión en lengua española de Drácula. Un ilustrado crítico de cine, escribiría que, Shakespeare, cedía la noche a Cervantes. Carlos Villarías, nacido en Córdoba el 7 de julio de 1892, que interpretaría al conde Drácula, era uno de los dos únicos integrantes del equipo «cervantino» al que se le permitía presenciar el rodaje «shakesperiano»: obligado por contrato. El otro era George Melford el director del Drácula «cervantino», que desconocía todo sobre la lengua que hablarían sus intérpretes. Los productores de la Universal deseaban que su vampiro nocturno se guiara por la gestualidad, las maneras y la caracterización del vampiro diurno, el húngaro Bela Lugosi. No se sabe si por el mismo espíritu ahorrativo que había impulsado la decisión de rodar, con el mismo guión, en el mismo plató, con los mismos recursos y en las noches de los mismos días la versión de Drácula, dirigida al creciente mercado hispano. Lupita Tovar que interpretaba a Eva, era originaria de Oaxaca, México, donde había nacido el 27 de julio de 1911 (murió en California a la edad de ciento seis años). Barry Norton, cuyo verdadero nombre era Alfredo Birabén, asumió el rol de Juan Harker, había nacido el 16 de junio de 1905 en Buenos Aires. Pablo Álvarez Rubio, Renfield en el filme, había nacido en 1896 en Madrid. Eduardo Arozamena, que caracterizaba al doctor Van Helsing, era originario de Ciudad de México, donde había nacido en 1897. José Soriano Viosca, el doctor Seward, padre de Mina, era español de nacimiento, Eduardo Arozamena (Van Helsing) nació en el DF México en 1877. Jose Soriano Viosca (doctor Seward/padre de Mina) era español, mientras Baltasar Fernández Cue, nacido en Llanes, Asturias, realizó la adaptación y fue coguionista. El rodaje duró veintidós noches y el coste fue de 66.069,35 dólares. La versión en inglés dispuso de veintiochos días y su coste ascendió a los 441.984 dólares. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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El Drácula en español duraba ciento cuatro minutos, veintinueve minutos más que la versión en inglés. La crítica coincidía, en un discreto elogio: no la sentían más larga. Su preestreno, en enero de 1931, se llevó a cabo mientras Browning rehacía, aún, planos de su Drácula en inglés. ¿UN TERRITORIO COMÚN PARA LA IMAGEN HABLADA?

12 de octubre de 1931, Madrid, calle del Marqués de Cubas, 13 (veintiséis días antes de que se estrenara en España la versión de Drácula en español). Los señores delegados de Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, Uruguay y siete delegados españoles tomaron asiento en la sala principal del palacio neoclásico de la Academia de Jurisprudencia. La cita expresaba el interés y la preocupación por la incorporación del sonido en el cine y, específicamente, de la palabra hablada. En aquel día del apresurado otoño madrileño, los delegados se preparaban para rubricar un documento de diez páginas, que recogía las conclusiones, propuestas y medidas con las que se cerraban diez días de trabajo e intensos debates del I Congreso Hispanoamericano de Cinematografía. Con el acuerdo de todos los delegados, el señor José de Benito procedió a la lectura del documento: El Congreso acuerda considerar como un solo territorio cinematográfico el que forman los países de habla española y portuguesa. En consecuencia, las conclusiones elaboradas por este Congreso para la creación de una industria cinematográfica iberoamericana serán extensivas y aplicables a todos los países mencionados. LA PELÍCULA QUE DEBÍA RODARSE DURANTE LA NOCHE

«El filme de George Melford, en su conjunto, es mucho mejor que el de Browning y está claramente influenciado por el Nosferatu de Murnau», escribió el crítico y guionista Michael Ferguson. George Melford supo transformar lo que parecía ser una pesada desventaja, en una oportunidad: visualizaba lo rodado por el otro equipo durante el día antes de rodar sus propias escenas por las noches. Gracias a su atenta observación corrigió errores, mejoró el emplazamiento de las cámaras y restauró momentos del guión ignorados por Browning. Melford aproximó la mirada del espectador, con el uso de los primeros planos y planos detalle (o close-up), frente a la distancia de la cámara en la versión en inglés. Algunas escenas en las que «el 89

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guión pide a gritos una visión más cercana», dice el crítico Michael Ferguson. Melford escucha (en la noche) «esos gritos» y acerca la cámara, Browning los ignora y continúa distante. También está la famosa y discutida salida del ataúd de Drácula (¿cómo se sale de un ataúd decorosamente?), que Browning omite para no vulnerar la dignidad del personaje. Melford, (por la noche) lo resuelve sin degradar a su conde Drácula, mediante un plano desde dentro del ataúd combinado con una cortina de humo. Las alucinaciones nocturnas de Eva, la vitalidad de los personajes femeninos de la versión en español y, particularmente, la carga sensual que Lupita Tovar entrega a su personaje son ajenas a la fría Helen Chandler, que construye el personaje diurno en la versión inglesa y alimenta las distancias con el espectador. Las diferentes percepciones y búsquedas de la mirada cuajaron en la construcción de los relatos resultantes. Tres años antes de que Drácula llegara al cine sonoro, en teatros de la costa este de los Estados Unidos y en Londres se habían realizado más de doscientas cincuenta representaciones de la versión teatral de Drácula. Cada asistente recibía un paquetito negro que contenía un ejemplar de la obra de Bram Stoker y, lo más importante, un murciélago que desplegaba sus alas y volaba la sala teatral. En el cine, Bela Lugosi, el Drácula de la versión inglesa, sobrevoló las dos versiones, como le corresponde a un buen vampiro. Hay quienes atribuyeron la singular audacia y atractivo de la versión de Melford al influjo de la oscuridad. Las ideas del día y de la noche son importantes en la literatura como en las películas de terror y particularmente en la relación de ellas con los personajes. Drácula, asociado a mamíferos nocturnos como los vampiros o los lobos, nació vinculado a la noche como otros muchos personajes, construidos para el mal. Drácula vivía con la noche y dormía por el día: el radiante sol de California podía matarlo. LA SECCIÓN CUARTA DEL DOCUMENTO DEL CONGRESO

Don José de Benito continuó con la lectura del documento: Comprendiendo la imposibilidad de encontrar una fórmula simple que definiese los distintos aspectos de la materia y orientase con la necesaria claridad a productores y artistas ante las dificultades de cada caso, resuelve adoptar los acuerdos que, punto por punto, se exponen en los siguientes términos. El enunciado de estas consideraciones hacen temer lo que ocurrió: la vehemencia normativa de los delegados desembocó en fervor taxonómico, creando géneros, para guiar a confundidos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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productores y artistas, con el objeto de homologar la diversidad y sutilezas de la lengua española, extraviada en la dispersión fonética y la geografía de los acentos. «El idioma en el cinematógrafo: Problemas fonéticos que plantea el cine parlante», título de la sección cuarta del documento, marcó el momento más intenso de los debates, reflexiones y objeciones del I Congreso Hispanoamericano de Cinematografía. Eduardo Fournier Quirós, delegado de Costa Rica, emitió un voto contrario a la totalidad de los acuerdos de la sección cuarta. MEZCLAR LA DIVERSIDAD

«La diversidad de la lengua se iluminaba en el cine y se abría paso en las noches californianas», escribió un atento observador contemporáneo de aquella irrupción lingüística en la «ciudad de las redes». «En California se apiñaban actores de México, Cuba, Argentina, Chile, Puerto Rico, Filipinas y de todas las regiones de España. Las producciones usaban y mezclaban en sus producciones, «poniendo en una misma película al menos un representante de cada una de las variantes idiomáticas. ¡El resultado fue que ni los mismos actores se entendían entre ellos!». Un cronista observó cómo, en el Drácula nocturno (y durante el rodaje), se mezclaban diversos acentos, según la nacionalidad de los actores y técnicos (México, Argentina, España, Chile...) y calificó el resultado lingüístico como curioso. Drácula en español se terminó trece días antes, y se estrenó en Los Ángeles un mes antes, que la versión en inglés. «Las críticas fueron excelentes, yendo tan lejos como para decir que si la versión en inglés es tan buena como la española, Universal no tiene por qué preocuparse», señala Michael Ferguson. Tuvo mucho éxito en México y en los países de habla hispana. El 7 de noviembre de 1931, los espectadores congregados en el entonces Teatro Duque de Rivas de Córdoba fueron los primeros españoles que vieron, y oyeron, al Drácula de su paisano, Carlos Villarías. En general, la versión en español se aprecia como más provocativa, o más audaz que la versión en inglés. En su momento se aseguró que las diferencias apreciables entre ambas revelaban la mentalidad de los públicos a los que estaban dirigidas. El filme matutino y el nocturno expresaban, a su manera, la diversidad de culturas por las que se extendía el cine, que ya hablaba. Fue una de las últimas películas realizadas en versión doble. El Drácula de Browning relegó al olvido el de Melford, con la implantación casi inmediata del doblaje. 91

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Borges escribirá: «Hollywood acaba de enriquecer ese vano museo teratológico; por obra de un maligno artificio que se llama doblaje… ¿Cómo no publicar nuestra admiración ante esas industriosas anomalías fonético-visuales?» ANOMALÍAS FONÉTICO-VISUALES

En su extensa argumentación, de seis folios, Fournier señala defectos de procedimiento, deficiencia en la clasificación de los temas: «[…] por cuanto es arte, muy especialmente en el cine parlante, que apenas se encuentra en el principio de su evolución y por consiguiente en el estado actual todo el desarrollo que puede adquirir. […] parece que se sienta un principio inadmisible, que sólo las obras de origen netamente castellano son «dignas de imitación» y en consecuencia Andalucía, Asturias, Valencia, América, etcétera, no están en condiciones de producir obras clásicas». Fournier rechaza que cualquier deslocalización geográfica del imaginario deba expresarse sólo en «correcto castellano», argumentando además que ése es y ha sido un género ricamente cultivado en América. Apela al sentido común, ya que «juzgamos innecesario recurrir a normas complicadas que no corresponde a este Congreso dictar, puesto que la aplicación de tal o cual forma de pronunciación, así como el vestuario y otros atributos convenientes, es cuestión de los directores de escena o a quien corresponda determinará en cada caso en particular y conforme al gusto estético de los mismos». Lamenta que lo acordado en esta sección del documento, tan importante, contradiga, en el sentido y las formas, las palabras del propio presidente del Consejo de Ministros, don Niceto Alcalá Zamora: «Los idiomas los guardan las academias, pero los forman los pueblos». Y expresa el deseo de «que así como en la conversación familiar, españoles y americanos nos entendemos cordialmente, a pesar de todas nuestras diferencias de pronunciación y que tanto mortifican a los tradicionalistas, de la misma manera, nuestros respectivos públicos aprendan en la pantalla a saberse comprender […]». En Zacatecas, Reynaldo González, como escritor y director de la Filmoteca cubana, observó el comportamiento auditivo en América Latina (y el ámbito hispanoamericano en su conjunto) en ese 1931 en el que el cine se llenaba de voces, idiomas y acentos para advertir que «además de ajenamiento con los idiomas desconocidos; públicos y cronistas –hablar de “críticos” en aquella época sería aventurado–, desarrollaron pruritos hacia los acentos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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foráneos, o su mezcla, barrera que puso freno a las industrias nacionales y dejó el camino expedito al goloso buen vecino del norte». DRÁCULA: ¿SUEÑOS REPETIDOS?

«El cine es un mecanismo generador de sueños para uso de personas perfectamente despiertas: alucinaciones», escribe Román Gubern en Las raíces del miedo. ¿Es el mismo sueño el Drácula en español y en inglés? En un blog de cine se señala que fue un director húngaro, cuyo nombre se desconoce, quien elaboró la primera alucinación con el título de Drakula Halala o La muerte de Drácula, primera versión (1921) de Drácula que, desaparecido el Imperio austrohúngaro, no pudo verse más allá de Hungría y Austria. Parece que era un vampiro que poco tenía que ver con el libro de Stoker. Se anota, además, que la película desapareció durante la Segunda Guerra Mundial, conservándose sólo pequeños fragmentos en filmotecas dispersas. En 1922 Nosferatu, una sinfonía del horror, de Friedrich Wilhelm Murnau, colocó a su conde Orlok, a Hutter y Ellen en la ciudad de Viborg o Bremen (según las versiones). Como «Una fría ráfaga del día del juicio final», la describe Bela Balázs. «El que pierde la vida la gana» es uno de los títulos finales de Der Müde Tod, de Fritz Lang, sacrificio que sugiere el mismo mensaje que la entrega final de Nina en Nosferatu, señala Siegfried Kracauer. El Nosferatu de Murnau, una alucinación compartida en la Alemania de la postguerra, nos dejó parte de la inquietante impronta visual sobre la que se construyó el expresionismo alemán, con el que los cineastas centroeuropeos enriquecieron, en su exilio, los sueños (y las alucinaciones) del cine norteamericano. Drácula o el conde Orlok no hablaban. Al primero no llegamos ni siquiera a verlo. El conde Orlok estuvo a punto de desaparecer por no tener, Murnau, los derechos y perder el juicio con la viuda de Stoker. Un tribunal ordenó que se destruyeran todas las copias. Unos particulares escondieron algunas copias que resguardaron hasta la muerte de la viuda. El destino del Drácula en español, de Melford, parecía ser el mismo que el Drácula húngaro o el conde Orlok de Murnau. Universal se desentendió rápidamente de ella, como lo hizo con resto de las películas rodadas en español y en otros idiomas, al irrumpir el sonido. El negativo del Drácula, en español, permaneció en los archivos de la Universal. Archivado y olvidado. El American Film Institute decidió, en 1977, montar en el MOMA una retrospectiva de la Universal. Entonces sonaron las 93

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alarmas. El minucioso comisario de la retrospectiva solicitó una copia del Drácula en español, para su proyección. Los azorados archiveros de la Universal descubrieron que, después de cuarenta y cinco años de riguroso olvido, el tercer rollo se había estropeado, que faltaban importantes escenas, como el viaje del conde en la embarcación que lo llevaba a Inglaterra, el ataque de las vampiras a Renfield, la llegada a Londres con su presentación en el teatro, determinante en el relato: en ella Drácula conoce al doctor Seward, a Eva, Lucía y Juan. El Drácula que hablaba español parecía, también, otra de las alucinaciones señaladas para desaparecer. LA ÚLTIMA COPIA

En 1989, año de la caída del muro de Berlín, David Skal, autor del libro Hollywood Gothic, llegó a La Habana guiado por «rumores» sobre la existencia, en la Filmoteca del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficas, de una copia de Drácula hablada en español, amorosamente preservada. Otros atribuyen su rescate al historiador de cine Juan Bonifacio Lorenzo. Drácula en español, recuperada en La Habana y restaurada, fue reestrenada en Los Ángeles en noviembre de 1992, el mismo día que se estrenaba Drácula de Francis Ford Coppola. Y fue proyectada en 1991 en los festivales de Gijón y Sitges. La gran mayoría de las películas rodadas en español, en Hollywood, en el primer período del cine sonoro tuvieron un penoso final: desaparecieron cuando se consideraron inútiles para las cadenas de producción y distribución, cuando el mercado comprendió que era más rentable el doblaje o el subtitulado (¿pensaban los estudios que, en realidad, eran molestas «copias» de los «originales» en lengua inglesa?). El sonido cambió las reglas de juego del cine, los guiones, los planos, la imagen. Cambiaron los estudios, se blindaron las cámaras. La cartografía del cine cambió: su mercado, su negocio. Se hundieron carreras, y centenares de estrellas quedaron «atrapadas contra las cuerdas». El guionista Budd Schulberg escribió sobre una de aquellas estrellas: «el intrépido héroe del oeste, Art Acord, se alejó galopando hacia el crepúsculo del completo olvido… El fundido fuera de campo fue el suicidio». VAGAMUNDEANDO FRENTE A LA BIBLIOTECA. EPÍLOGO.

El vagabundeo frente a la biblioteca de mi padre fue un ritual desde mi niñez. Primero para admirar las imponentes puertas de vidrio, enmarcadas en madera, que se alzaban hasta el cielorraso y se desCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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lizaban sobre rieles de metal. Siempre cerradas, en ausencia de mi padre. Más tarde, para aventurarme a deslizarlas y deleitarme contemplando los ordenados y diversos colores, volúmenes y texturas de los lomos de los libros. Años después, subirme a la escalera de madera, explorar las alturas, revolver, buscar, extraer y leer. En la parte alta de la biblioteca, la menos expuesta a la curiosidad, seleccioné tres libros: El proceso Lerouge, de Émile Gaboriau, que elegí por su portada; Extraño en su casa, de George Sanders, por su cinematográfico autor; y Drácula, de Bram Stoker, porque todos sabíamos que era un vampiro. Los leía a la hora de la siesta y los retornaba cuidadosamente a sus sitios, para que no se advirtiera su ausencia, en el escrupuloso orden que mantenía mi padre. Hasta la siguiente, y esperada, sesión de lectura. Una tarde, cuando ya había pasado largamente la hora de la siesta y yo seguía enfrascado en la lectura de Drácula, en el momento en el que el doctor Seward comenzaba su relato: «Existen seres llamados vampiros; todos nosotros tenemos pruebas de su existencia […]», mi padre me sorprendió leyendo. Reparó con cuidado en la portada del libro. Me miró con atención y dijo: «Sabe demasiado, doctor Van Helsing, para no haber vivido usted toda una vida». Y salió, como todas las tardes, después de la siesta, hacia su trabajo. Descubierto y sorprendido, supe que ya no tendría que limitarme a buscar libros a la hora de la siesta. Había adquirido mi carnet de lector para aquella biblioteca. Supe, años después, el sentido cinematográfico de aquella frase. Y pensé en cómo diría, Bela Lugosi, aquella línea de diálogo, cuya versión en inglés, subtitulada, también había visto mi padre: ¿For one who has not lived eve a single lifetime, you are a wise man, Van Helsing o You are a very wise man, Van Helsing, for someone who has yet to live a single lifetime? La memoria de mi padre registró y retuvo el tono, el énfasis y las pausas de aquella línea de diálogo, tal como la pronunciara Carlos Villarías en la película en la que oyó, por primera vez, a los personajes hablar en español. BIBLIOGRAFÍA · «Primeros tropiezos del español en el cine» Reynaldo González. Congresos internacionales de la lengua española. Zacatecas 1997. Instituto Cervantes. · Borges va al Cine. Gonzalo Aguilar Emiliano Jelicié. Libraria. · Las raíces del miedo. Román Gubern y Joan Prat. Cuadernos ínfimos 86. · «La Voz de Greta Garbo». Nicolás Olivari. En El Hombre de la Baraja y la Puñalada. Pág. 12. 22 de enero de 2008

· De Cine, memorias de un príncipe de Hollywood. Budd Schulberg. Acantilado. · La ciudad de las redes. Otto Friedrich. Tusquets. 1991. · «La sangre es la vida». Michael Ferguson. <Psychotronic.com>. · «1931: El Congreso Hispanoamericano de Cinematografía». Alberto García Ferrer. Cuadernos Hispanoamericanos 617. Noviembre 2001.

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Sergio Chejfec:

«Apuntes para un panfleto» Por Cristian Crusat


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Nacido en 1956 en Buenos Aires (Argentina), Sergio Chejfec empezó a publicar en revistas literarias al tiempo que se desempeñaba de librero, taxista u oficinista. Se trataba, en sus propias palabras, de «compatibilizar el “estudio” y la subsistencia». En 1990 se mudó a Caracas, donde formó parte de la redacción de la revista cultural y de ciencias sociales Nueva Sociedad. Radicado en Venezuela, Chejfec fue desplegando desde su país natal una bibliografía que, inaugurada con las novelas Lenta biografía y Moral –ambas aparecidas en 1990–, se compone fundamentalmente de obras narrativas, aunque también incluye la poesía –Tres poemas y una merced (2002), Gallos y huesos (2003)– y el ensayo –El punto vacilante (2005), Sobre Giannuzzi (2010)–. A sus dos primeras novelas de 1990 le sucedieron títulos como El aire (1992), Cinco (1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (2004), Baroni: un viaje (2007), Mis dos mundos (2008) o La experiencia dramática (2012), así como los cuentos de Modo linterna (2013). Ha recibido prestigiosas becas literarias como las concedidas por la Civitella Ranieri Foundation, la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de Saint-Nazaire o la John Simon Guggenheim Foundation. Desde 2005 vive en Estados Unidos y ejerce la docencia en el programa de Escritura Creativa del Departamento de Español y Portugués de la New York University (NYU), donde es Distinguished Writer in Residence. Sus últimos libros, característicos de la hibridez genérica y la renombrada incertidumbre referencial que singulariza la literatura de este autor, son Últimas noticias de la escritura (2016), El visitante (2017), Teoría del ascensor (2017) y 5 (2019).

a la vez; novelas de alguien que comienza. También es verdad que no me abandonó la sensación de comienzo, debe ser porque he tenido con la literatura una relación de ajenidad. La imaginación literaria ha sido un poco cerrada, o directamente reducida. Sigue siendo así. Me siento ajeno de la idea de peripecia. Aunque muchas veces la disfrute frente a buenos libros, es un terreno un poco vedado para mí, quién sabe por qué. Diría que más que literaria, mi imaginación es narrativa, y aun así es bastante acotada. Es una imaginación más volcada a la idea de relato, en general y casi abstracto. Una enunciación que puede asumir distintas formas. Una imaginación asociada al relato, por lo tanto una imaginación relativa…

En su último libro, 5, que se propulsa narrativamente a partir de Cinco, un texto originalmente publicado en 1996 gracias a una residencia literaria en Francia, se desliza la idea de que sus primeras obras –Lenta biografía, Moral y El aire– componen una especie de protohistoria personal. ¿Podría describir de qué naturaleza era su imaginación literaria durante aquella época? Supongo que en ese momento estaba captado, probablemente sin advertirlo, por cuestiones amplias. La memoria y la herencia, la constitución de la escritura, el espacio de la ciudad. Me parece que son novelas indagatorias, y además que están asociadas a la adquisición de una lengua de escritura, por lo menos al intento. Son un poco tentativas y enfáticas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Su primera novela, Lenta biografía, suele catalogarse como una novela de la «posmemoria», es decir, esa memoria de segunda generación que, en el caso particular de su libro, aspira a verbalizar el pasado de un padre judío empeñado en no recordar el Holocausto. Y todavía en Los planetas, de 1999, la huida de la persecución nazi se vincula con el terrorismo de Estado en Argentina. Este tipo de coordenadas más o menos heredadas y de carácter histórico se fueron adelgazando posteriormente en sus libros. ¿Cuál fue el detonante que le condujo a explorar la memoria y la identidad por otros medios y estrategias? No creo que hayan sido completamente heredadas. Al contrario, supongo que esos otros medios y estrategias obedecieron al peso real, emocional y perentorio, de estas cuestiones. Me parece también que la distancia narrativa respecto de la dimensión más testimonial buscaba no rebajarlas como problemas ni como temas, y asignarles una dimensión dramática por otras vías. LA NARRATIVA DEPENDE DEMASIADO DE LA IDEA DE CRONOLOGÍA PARA CONTAR UNA HISTORIA

En el contexto de la literatura argentina, Ricardo Piglia o Graciela Speranza han subrayado el florecimiento de ciertas poéticas narrativas que, especialmente a raíz del Proceso de Reorganización Nacional, reaccionaban frente a la narrativa del Estado, cuya

monolítica voz aspiraba a controlar y centralizar las historias que circulaban en su seno. ¿Proviene de tal circunstancia su elección de ese «tono menor» (Enrique Vila-Matas), conjetural y prolijo, capaz de obrar un llamativo extrañamiento de la realidad circundante? No creo. Supongo que más bien se relaciona con las lecturas amadas y una forma de mirar en particular. También con una confianza negativa en la literatura o la narración. No tanto como instrumento para describir la realidad como para preguntarse sobre ella. Desde el principio, el espacio se configuró como uno de los aspectos esenciales y más problemáticos de su literatura. Ya en El aire, el paisaje de Buenos Aires acusaba la ausencia de la mujer del protagonista, revelándose nuevas dimensiones del diseño urbano a causa de ella. En 5, su último libro, las deambulaciones del narrador por Saint-Nazaire, una ciudad francesa de astilleros y vinaterías, continúan vertebrando el discurso. Estos lugares se alzan como agentes provocadores de la narración y se convierten progresivamente en su asunto principal. Pero también parece que, de alguna manera, al transustanciarlos en literatura, se convirtieran en un lejano y sospechoso recuerdo. ¿Hasta qué punto su escritura clausura de forma consciente esos espacios o se distancia sentimentalmente de ellos? Mi impresión es que la narrativa depende demasiado de la idea de cronología para contar una historia. Nuestra percepción de los hechos es más simultánea que se-

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la tradición moderna del flâneur y del paseante urbano. Allí, las excursiones en torno a un parque brasileño no implican ninguna revelación o hallazgo, más bien sumen al narrador en la asfixiante e intermitente vida de la ciudad contemporánea (fundamentalmente de la urbe latinoamericana). ¿Puede relacionarse este hecho con la suburbanización de estos espacios, es decir, con la transformación de una parte del mundo en una sucesión de barrios descoyuntados, slums y bidonvilles? Puede y no, no lo sé. En cuanto al flâneur, para mí es una figura residual que encarna la decepción. Seguir levantando al paseante como un icono de la modernidad en realidad es un intento de dar Tal vez sea en Mis dos mundos donde oxígeno a una actitud agotada e imposiha problematizado en mayor medida ble. Muchas veces se ha convertido en un cuencial, aun cuando precisemos de las secuencias para que lo real sea comprensible. Me gusta pensar mis relatos en términos de espacio, más que de progreso temporal. La ilusión es que se liberen de ese modo de las presiones hacia una forma de representación unívoca. Supongo que para mí el espacio en los relatos es un ardid para evadir el tiempo. El recuento de lo que ocurrió antes y de lo que vino después. Es verdad que no es claro apartarse de eso, pero me gusta pensar en otros ejes para desarrollar un relato. El espacio, en sus distintas configuraciones, podría ser uno de ellos. Porque brinda la posibilidad de suspender el tiempo.

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lugar común que permite el desarrollo de historias llenas de guiños culturales inútiles y de tics previsibles, porque aluden a un paisaje meramente voluntarista. Unos apuntes incluidos en Teoría del ascensor profundizan en una actitud vital que usted ha designado como «deserción psicológica» y que considero esencial para comprender su literatura. Se trata de esa especie de «frontera interior» respecto del mundo cotidiano que suelen establecer sus narradores y personajes. ¿Es su literatura una consecuencia de la conciencia hiperselectiva, defensiva y a menudo paranoide que suelen desarrollar quienes viven en un país extranjero? No creo que un personaje deba tener atributos de la literatura del siglo xix, expresados en términos de transparencia social y psicológica. Creo que la deserción psicológica sirve para refutar buena parte de las coordenadas dominantes. En esas deserciones encuentro más posibilidades literarias que en procesos de elocuente identificación con algo en particular. Modo linterna reúne nueve textos que trasladan su poética al ámbito del cuento literario. Si, por lo general, su literatura tiende a lo deambulatorio y lo divagatorio, ¿qué espacios concretos o qué acechanzas específicas le permite encarar este género? Son relatos cortos que podrían haber sido extensos. A lo mejor en algunos casos con una extensión más novelística. No los diferencio gran cosa de los relatos extensos. Sencillamente en cierto momento decidí que hasta ahí habían

llegado. Me muevo de forma intuitiva, y atendiendo un poco al deseo de seguir o no con eso. Lo que uno busca es más o menos igual en los relatos cortos o extensos. Para mí, se relaciona con la memoria del lector. No me interesa tanto que vaya a recordar una historia como que tenga la sensación de haber asistido a un momento desplegado a lo largo de cierta cantidad de páginas. MI IDEA ES LA DE UN TONO CONVERSACIONAL, QUE DE ESTE MODO SE APROXIME AL SOLILOQUIO

En la permanente imbricación entre memoria e identidad que distingue su literatura, resulta llamativo constatar que, pese a que sus libros suelen gravitar sobre estos ejes, no creo que se pueda afirmar que el lector conozca o acceda finalmente a las interioridades de los narradores y personajes, cuya actitud es con frecuencia dubitativa, insegura, elusiva o desconfiada. Son, como el título de uno de sus libros, Los incompletos. El lenguaje, obviamente, representa un problema para ellos. Pero, como dijo Richard Poirier, «el lenguaje es el único modo de sortear los obstáculos del lenguaje». ¿De qué modo el lenguaje les permite (o no) conjeturar su arduo lugar en el mundo? El tono es importante. Mi idea es la de un tono conversacional, que de este modo se aproxime al soliloquio. Otro elemento acaso sea la actitud hacia la narración, que tiende a ser reflexiva. Mis narradores

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no se preocupan tanto por lo que ocurre sino por el significado de ello. Es que, en definitiva, tiendo a creer que la narración se trata del despliegue del pensamiento. A lo mejor por eso me siento más identificado con la dimensión ensayística de un relato, que le permite liberarse de los mandatos del sentido en términos de acción o resultados. LA IDEA DE ANTILITERATURA PASA POR CONTESTAR, EN LA MEDIDA DE LO POSIBLE, EL PESO INSTITUCIONAL DE LO LITERARIO

La ficción constituye literalmente un problema en Baroni: un viaje a la hora de representar a la singularísima y multidimensional Rafaela Baroni, pero también para describir la amalgama de tradiciones artísticas, creencias religiosas, paisajes y fenómenos paranormales que se entrelazan con la vida de este personaje. Sin duda, ese libro eleva varios interrogantes acerca de la naturaleza de la creación artística. ¿Es esa incertidumbre ante lo descrito, ese indefinido vaivén genérico (ficción, ensayo, relato de viajes, écfrasis) el inevitable corolario de una realidad múltiple y escurridiza, refractaria a toda representación fija o estable? La pregunta que traté de hacerme en Baroni pasaba por entender de qué modo tan profundo me sentía yo atravesado por un arte que es más elocuente que sofisticado. Ello me llevó a la descripción de cosas relacionadas con el arte de esta artista, con su vida CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

y su paisaje. Fue también una suerte de despedida de Venezuela, país en el que estuve quince años. Tanto el impacto de conocer a Baroni como el hecho de separarme de tan bello y escurridizo territorio me pusieron en el trance de la descripción. Sentía que si «contaba», violentaba. Y que si describía, ponía a mi relato fuera de las luchas explícitas por el significado legible. Aun cuando, claro, el significado siga siendo, espero, un interrogante fuerte en el libro. Y en relación con la pregunta anterior, ¿cómo se relacionarían las estrategias de representación que ha ido desarrollando con su propósito explícito, durante la época de Cinco, de escribir «antiliteratura»? La idea de antiliteratura no tiene nada de novedoso ni excepcional. Es algo muy básico, casi inocente. Pasa por contestar, en la medida de lo posible, el peso institucional de lo literario. Traicionar o rebatir un mandato de legibilidad, de intencionalidad, de circulación, de corrección, etcétera. En medio de esta encrucijada de discursos y géneros, ¿qué otra disciplina artística considera que ha marcado en mayor grado su escritura y su dicción? Me gusta escribir sobre poetas y artistas plásticos. Acaso porque, en general, ambos tienen una relación con la temporalidad, en sus obras, que yo añoro para la narrativa. La relación es de mayor inmediatez con la percepción, no tanto con el desarrollo.

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Finalmente, dado el carácter performativo de su obra (donde se combinan y ensamblan géneros, materiales e incluso imágenes), cada libro que publica parece alzarse al cabo como una faceta, tesela o capítulo de un episódico libro de artista. Es obvio que ponerle un título a semejante obra sería demasiado comprometido. Pero, si aceptamos que esto es así, ¿qué lema o subtítulo (provisional, si quiere) podría rotular este work in progress?

Elegiría el propio título de una cosa que termino ahora: «Apuntes para un panfleto». No está en la naturaleza de mi escritura asumir una voz alta, pero a la vez existe un deseo de operar en términos de disolución. Quisiera que mi literatura fuera más destructiva de lo que es. Por eso apuntaría a un panfleto imposible, porque carece de volumen acústico y debe conformarse con los apuntes.

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Un fuerte aplauso para Yelimar. (Peripecias de un venezolano en Buenos Aires) Por Gustavo Valle


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Cuando llegué en el 2005 había muy pocos venezolanos en Buenos Aires. A excepción de Grecia Colmenares y Catherine Fulop, empujadas a este sur austral gracias a sus protagónicos en Topacio (la salvaje niña ciega, abandonada al nacer) y Abigail (la caprichosa hija única de un acaudalado hombre de negocios). Al resto se los veía merodear por la vieja embajada que estaba en Belgrano, una hermosa casa de ladrillos que albergaba a un puñado de funcionarios con notable capacidad camaleónica: los mismos que habían estado con Carlos Andrés Pérez, Ramón J. Velásquez y Caldera continuaban con Chávez (y los más perseverantes hoy sobreviven en el pantano madurista.) Había en esa embajada una biblioteca y hasta allá me iba para ser atendido por un flemático sujeto. El denominado proceso revolucionario bolivariano transitaba su etapa embrionaria, sin todavía desplegar la total envergadura de sus alas autoritarias. Aquel extraño bibliotecario iba y venía entre los anaqueles, traía y llevaba volúmenes, elaboraba registros simulando una ardua labor de catalogación e inventario. Del bolsillo de su saco extraía un mugroso pañuelo para combatir la alergia mientas me auscultaba de reojo, tratando de descifrar mi verdadera identidad, pues alguien que acudía a ese polvoriento espacio a consultar, por ejemplo, el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar, no podía sino ser un espía. Por esos años, me vi en el café Las Violetas con Blas Matamoro, por entonces director de Cuadernos Hispanoamericanos, quien suponía, con gran ingenio, que mi presencia en Buenos Aires respondía a la organización de una célula militar o política. Por más que yo insistía en mi verdadero propósito –llegué a Buenos Aires, al decir de Stevenson, como un emigrante amateur, movido por el amor a muchos kilómetros de distancia–, Blas volvía con su teoría con tanta gracia expositiva que terminé creyéndomelo. Comencé a visitar la biblioteca cada vez con más frecuencia. Como no conocía ni a Colmenares ni a Fulop, y aún las redes sociales no existían, busqué la reconexión con mi país y el alivio de la nostalgia consultando mapas, leyendo pasajes de Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, abriendo al azar Buenas y malas palabras de Ángel Rosenblat, o adentrándome en los 105

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relatos de corsarios y filibusteros que azotaron Maracaibo y la Guaira en el siglo xvii. A pesar de convertirme en un asiduo visitante, el bibliotecario nunca disimuló sus suspicacias. Todo lo contrario, su desconfianza se profundizó a tal punto que mi sola presencia lo mortificaba. Pronto entendí que su conducta no sólo era conmigo. Era evidente que estaba ante una víctima temprana del proceso de vigilancia totalitario que luego desarrollaría sus estrategias a niveles mucho más sofisticados. Si este sujeto quería conservar su puesto, salir de aquella marchita biblioteca y ser promovido en la escala diplomática, debía extremar los cuidados, andar con sigilo y saber con quién simpatizar y con quién no. Por entonces, la presencia de militares ya era notoria. Adustos uniformados que bajaban de relucientes autos negros e ingresaban a la embajada como si acudieran a una urgente reunión en el Fuerte Tiuna. Aún no se sospechaba de los jugosos negocios con las vaquillonas, los bonos de la deuda o los generosos maletines, pero ya la grandilocuencia vernácula, los Rolex bailando en las muñecas de los funcionarios y la multiplicación de los retratos de Chávez impregnaban la atmósfera de aquella sede diplomática. Un día volví con el proyecto de investigar acerca del deslave de Vargas y me encontré con una sorpresa: la biblioteca había cerrado sus puertas. El estrecho espacio estaba lleno de cajas apiladas, al joven bibliotecario le habían asignado tareas de office boy y en la sede se hablaba de la eventual mudanza de la embajada a un edificio que estaba por inaugurarse en la avenida Luis María Campos. Se trataría de una sede que otorgaría –le oí decir a la entusiasta recepcionista, suerte de funcionaria vitalicia– «mayor prestancia a nuestra patria en Argentina». La desaparición de la biblioteca fue una inequívoca señal del porvenir. Tras su cierre, mudé mi centro de operaciones a la Biblioteca Nacional. En cuanto al bibliotecario, tiempo después supe que había sido despedido y se desempeñaba como profesor de salsa casino en una milonga de San Telmo. 2.

A medida que se incrementaba la presencia militar y diplomática en Argentina y se inauguraba el edificio de la embajada en PalerCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mo, disminuía proporcionalmente el intercambio cultural con el país. La patria grande (gigante en discursos) iniciaba un progresivo camino hacia su expresión mínima. La Feria del Libro de Buenos Aires fue una vitrina donde observar esto: la presencia venezolana en este importante evento editorial fue irregular, exigua y no pocas veces inexistente. Había años en que no había stand, otros en que se compartía el espacio con Cuba. Y la oferta de libros se reducía, junto a una abundante propaganda revolucionaria, a sólo tres editoriales del Estado. En la edición del 2007 acudí a un evento denominado Día de Venezuela para escuchar a dos poetas muy admirados: Ramón Palomares y Juan Calzadilla. Conocía de antemano el apoyo irrestricto de ambos poetas al gobierno, pero pudo más mi sincera fascinación por los autores de Adiós Escuque y Dictado por la jauría que cualquier consideración ideológica. La sala Leopoldo Lugones –repleta de saudade venezolana y fans argentinos de Alca, al carajo– recibió a ambos poetas como próceres. Cuando Calzadilla tomó el micrófono y habló con esa voz entrecortada y tristona que lo caracteriza, largó un irrefrenable agradecimiento al proceso emancipador que encabezaba el comandante Chávez, señalando en detalle sus numerosas virtudes políticas, sociales y económicas, y deteniéndose en los pormenores de la gestión de Farruco Sesto, por entonces ministro del Poder Popular para la Cultura. Al término de su elogio y alabanza –que bien correspondía a un funcionario en ejercicio o a un precandidato–, Calzadilla leyó unos breves versos. Cuando tocó el turno a Palomares, éste anunció que leería un poema inédito. ¡Qué lujo! ¡Un poema inédito del gran autor de El reino! Pero mis expectativas se fueron desinflando a medida que leía. Palomares se despachó con un poema épico, pindárico, rimbombante, en el que destacaba el coraje, el esfuerzo y el heroísmo de nada más y nada menos que Simón Bolívar. Era la viva reencarnación de José Santos Chocano cantando la gesta grandilocuente de nuestro prócer principal, sin la más mínima pincelada de ironía, humor y mucho menos revisión histórica. Incluso sin la ternura ni los maravillosos diminutivos que siempre caracterizaron a su poesía. Recordé aquellos versos de José Emilio Pacheco: «Próceres: Hicieron mal la guerra / mal el amor / mal el país que nos forjó malhechos». 107

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Salí abatido. Me fui caminando a lo largo de la avenida Santa Fe rumiando una tristeza que no podía compartir con nadie. Con amargura recordé la «Oda a Stalin» de Neruda: «Su sencillez y su sabiduría / su estructura / de bondadoso pan y de acero inflexible / nos ayuda a ser hombres cada día». No tenía otro propósito que el de extenuarme caminando para así olvidar –o dejar que cicatrizasen– las bochornosas odas al poder que había escuchado. Y así, en modo zombi, continué varias cuadras más hasta ingresar en el shopping Alto Palermo. Los identifiqué por el timbre de su voz, por la aspiración de las «eses», por el golpeteo gracioso e impertinente de su acento, pero sobre todo por los cuerpos macizos y prósperos, embutidos en indumentarias coloridas, de marca: el grupo familiar avanzaba por los pasillos lustrosos del centro comercial como una brigada de ekekos del Caribe, protegidos detrás de una sólida muralla de bolsas de compras, como si hubiesen sido teletransportados desde el Dolphin Mall del Doral. No fueron los únicos. En los días y meses sucesivos me acostumbré a ver a mis queridos compatriotas, esponjosos y campechanos, escandalosos y gentiles, transitando los pasillos del shopping Abasto, el Patio Bullrich, Galerías Pacífico, o en el bulevar comercial de la calle Florida. No quiero generalizar, pero destacaban los grupos ávidos de indumentaria y tecnología, artículos deportivos, juguetes y alfajores que adquirían con sus Visas y Mastercards repotenciadas por las delirantes políticas de control de cambio de CADIVI. Esos eran los venezolanos con los que yo me tropezaba por aquella época en Buenos Aires. Clase media y media-alta que descubrió que su cupo para viajes y compras rendía mucho más en la Argentina devaluada post-corralito que en Coral Gables o South Beach. Y luego, poco a poco, comenzaron a llegar otros, movidos por las bendiciones de un dólar que permitía vivir fuera del país a tasa preferencial: petroleros que Chávez echó de PDVSA por televisión y que tras el paro del 2002 ya se habían instalado al sur, en Cutral Có o Plaza Huincul, para trabajar en Repsol, Pan American Energy o alguna de las transnacionales allí instaladas. También llegarían los jóvenes estudiantes que podían tramitar su cupo a través de la matrícula universitaria, y con el tiempo intentarían quedarse, buscar trabajo o enamorarse y cambiar de vida. Luego vendrían los migrantes laborales, las familias que escapaban traumatizadas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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por los atracos y secuestros, y por último la gran ola migratoria, el violento y desesperado éxodo masivo que huía de la barbarie. Pero no nos adelantemos. 3.

El 9 de julio de 2007 nevó en Buenos Aires. A través de la ventana del departamento, con mi hijo argentino en brazos, vi caer los grandes copos sobre las ramas del palo borracho, el jacarandá y el plátano de sombra de la calle Juan Domingo Perón. La nieve, que no había caído en setenta años en la ciudad, fue recibida como una señal de bienaventuranza, justo en una época en que la terrible crisis del 2002 parecía remota y el país se recuperaba gracias al incremento del precio de la soja y demás commodities del agro en los mercados internacionales. El recurrente sueño de la Argentina «granero del mundo» parecía reflotar. Además, se desarrolló un transcendental proceso sobre la memoria, la verdad y la justicia, vinculado a los delitos de la última dictadura militar, que permitió la anulación de las llamadas «Leyes del perdón» y llevar a juicio a más de dos mil represores, incluyendo a figuras como Videla y Etchecolatz. Y las sanciones de las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género, la de fertilización asistida y la que regula el trabajo de las empleadas domésticas convirtieron al país en el pionero de América Latina en términos de derechos sociales e individuales. A pesar de todo esto, a muchos amigos caraqueños les seguía pareciendo una locura mi proyecto de vivir en un país que había salido recientemente del corralito, cuyo presidente escapó en helicóptero, y su moneda se había devaluado en casi un cuatrocientos por ciento. Era lógico: Venezuela disfrutaba por aquella época de una nueva bonanza petrolera, mientras el autoritarismo se agigantaba echando fuertes raíces en el imaginario catódico popular. El manantial petrolero salpicó a casi todos con sus narcóticas dosis, y los progresivos atropellos a los derechos humanos, económicos y políticos fueron metabolizados de manera más o menos amortiguada. Para ese entonces me gustaba imaginarme, ya no como un espía, sino como el encargado de un consulado paralelo en el que orientaba a mis compatriotas que venían con planes turísticos, o con el propósito de estudiar o de quedarse. Para tal fin, contaba con datos e informaciones útiles, como departamentos de alquiler con y sin muebles, barrios más baratos y menos conocidos, 109

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mínimas medidas de seguridad, asuntos relativos al tema cambiario (pronto se establecerían restricciones a la compra de divisas), lugares donde comer y entretenerse, y consideraciones de orden más idiosincrático que apuntaban a desentrañar las mañas del argentino, su léxico, su picardía, sus astucias, sus destrezas, sus costumbres. Sin proponérmelo, me convertí en un involuntario guía turístico-laboral-emocional que recibía llamadas y correos de compatriotas que querían hacer vida en la porteña ciudad de la furia. Primero fueron amigos, luego amigos de amigos, después el amigo del primo de un amigo y así sucesivamente hasta reunirme con personas totalmente desconocidas, de oficios y profesiones varias, cuya única tarjeta de presentación era su venezolanidad, su frustración o puntual fracaso, o su deseo de iniciar una aventura de extranjería. 4.

Tras la sombría dictadura gomecista, Eleazar López Contreras promulgó una Ley de Extranjeros que promovía una inmigración de raza blanca y europea, bajo el presupuesto de que esta vendría a «mejorar» una población predominantemente mulata e indígena, muy poco preparada en artes y oficios. Alberto Adriani y Arturo Uslar Pietri serían los ideólogos de esta estrategia migratoria. Pero fue tras la Segunda Guerra Mundial, específicamente entre 1946 y 1961, cuando entrarían al país cerca de un millón de inmigrantes provenientes de Europa Occidental. Años más tarde, llegarían los haitianos –huyendo de las dictaduras de los Duvalier–; los colombianos –desplazados por el conflicto armado–; y le seguirían los peruanos y ecuatorianos, y luego los argentinos, chilenos y uruguayos, que huían de las dictaduras militares. Durante casi todo el siglo veinte, y principalmente en su segunda mitad, Venezuela fue un lugar atractivo para las migraciones. Había porvenir, prosperidad, trabajo y también prejuicios y subocupación. Éramos los anfitriones nuevos ricos y magnánimos, no sin cierta fantasía cosmopolita y esnob. Recibíamos a personas que se habían visto en la necesidad de salir de su país para huir de la inseguridad o la violencia política, buscar refugio ante la persecución o intentar una vida menos miserable fuera de sus fronteras. Pero las cosas cambiaron drásticamente, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y dejamos de ser anfitriones para convertimos en emigrantes y desplazados. Comencé a verlos en el subte, en el colectivo, atendiendo un kiosco, en los locales de ventas de arepas y empanadas que se multiplicaron y están dejando, además de una nueva gastronomía, un aporte lingüístico: Araguaney, Guaica, Cumaco, Chichiriviche. La palabra arepa, que hasta hace poco era completamente desconocida en Argentina, hoy está en boca de todos. Si te subes a un Uber, el conductor es venezolano; si pides un delivery vía Rappi, Glovo o Pedidos ya –las tres empresas suspendidas recientemente por la justicia para que regularicen y equipen a sus empleados–, llegará a casa un joven flaco, moreno, de hablar amable y atolondrado proveniente de La Guaira, Petare o San Juan de los Morros. El muchacho que cambia los botellones de agua en mi trabajo es caraqueño; el técnico que viene a reparar las computadoras es de San Cristóbal; el que me arregló el celular en una galería de Caballito es maracucho. En Parque Centenario, en los bosques de Palermo, en Plaza Irlanda, en Plaza Almagro o en Parque Lezama hay familias de venezolanos haciendo pícnic los fines de semana. Cuando voy a la Fundación Proa charlo con un amigo venezolano que atiende en la librería. Si voy a un concierto de música clásica, identifico a compatriotas ocupando los primeros y segundos violines. En los pasillos del Subte, un señor pregona «Areeepas, areeepas… Pollo, carne, jamón y queso Areeepas, areeepas»; una chica profusamente maquillada vende brownies y chicha, y los mismos músicos que tocan en las orquestas se redondean el mes tocando Sibelius y Despacito en los andenes. En el local donde compro implementos de cocina atienden venezolanos. Las chicas que toman los pedidos en la pizzería que frecuento, y que son maltratadas por un dueño baboso y abusador, son venezolanas. Hay santeros, videntes, médiums y adivinos venezolanos que publicitan sus artes en afiches pegados en las paradas del colectivo: «Poseo el poder para ayudarte», «No vendo ilusión, doy solución». En Dr. Ahorro, una conocida red de farmacias, atienden venezolanas. Los compañeritos de clases de los alumnos de Valentina son venezolanos. S. trabaja en la cocina de un restaurante, R. atiende una sandwichería, A. pasa largas horas como vigilante nocturno, R. trabaja en un estudio de arquitectura, A. tiene una pequeña librería, E. cuida niños y ancianos, G. da talleres literarios y L. da clases de español a los brasileños. Durante la ceremonia de inauguración de las Olimpíadas Juveniles del año 111

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pasado, la delegación más aplaudida fue la venezolana. Un expolicía nacional bolivariano, que tuvo la mala idea de detener a los sobrinos de Cilia Flores por porte ilegal de arma antes de que cayeran presos en Estados Unidos, se encarga de mover mi auto en el estacionamiento. En los negocios de Once y de Avellaneda, bajo las órdenes de los comerciantes árabes y judíos, trabajan venezolanos acarreando bultos. A la vuelta de casa abrió sus puertas una nueva peluquería con nombre inconfundible: «Estilos Leraysi». Baristas en Starbucks, actrices y directores de teatro, fotógrafos y cineastas, profesores universitarios y curadores de arte. Un día viajé a Luján por trabajo y me extravié, al parar para preguntar la dirección correcta, fue un venezolano quien me orientó. 5.

Nobleza gaucha (1915) es uno de los mayores clásicos del cine argentino, cuya sinopsis, o parte de ella, podemos resumirla así: un patrón del campo rapta a la bella novia de un gaucho y la lleva a Buenos Aires. El gaucho viaja del campo a la ciudad para rescatarla. Al llegar, el gaucho no sabe cómo orientarse en la gran urbe y encuentra en don Genaro, un inmigrante italiano, su Cicerone. Es conocida la gran ola de inmigración europea a la Argentina ocurrida a finales del siglo xix y principios del xx. Principalmente españoles e italianos, pero también ucranianos, polacos, rusos, franceses, alemanes e irlandeses. Durante este período, cerca de cuatro millones quinientos mil europeos llegaron a Buenos Aires y fueron repartidos en diferentes provincias del país. «Gobernar es poblar en el sentido que poblar es educar, mejorar, civilizar, enriquecer y engrandecer espontánea y rápidamente», dice Juan Bautista Alberdi en 1879, siguiendo el modelo positivista de la época, y no le tiembla el pulso para discernir acerca de la buena y la mala inmigración, reformulando la famosa dicotomía sarmentiana: «Mas para civilizar por medio de la población es preciso hacerlo con poblaciones civilizadas; para educar a nuestra América en la libertad y en la industria es preciso poblarla con poblaciones de la Europa más adelantada en libertad y en industria... Hay extranjeros y extranjeros». Con el paso de los años llegaron los sirio-libaneses, tiempo después los bolivianos y paraguayos, más tarde los peruanos, chinos y coreanos. «La ciudad del siglo xxi –dice Beatriz Sarlo en La ciudad vista– tiene sus extranjeros desconfiables como los tuvo la ciudad CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de comienzos del siglo xx. Ya no son los tanos, gallegos, rusos (por rusos blancos y por judíos) Moishes, turcos (por árabes), sino los peruanos, los bolitas, los paraguas, los chinos (indiferenciados entre chinos, coreanos, taiwaneses). Así como hubo una mafia italiana, las noticias policiales se refieren a una mafia China». La actual inmigración venezolana se suma a esta larga tradición, y salvo casos aislados (un motochorro que arrebató una mochila y fue interceptado por la víctima, una mula que intentó sacar ocho kilos de cocaína en sus intestinos y algunos «mala paga» que se largan y dejan una abultada deuda de alquiler), la inmigración venezolana actual es valorada como trabajadora, con formación profesional y actitud amable. Tres rasgos que sorprenden a los mismos venezolanos que muchas veces tenemos –o nos han inculcado– una severa mirada sobre nosotros mismos. Las estadísticas lo confirman: «Casi el cincuenta por ciento de las personas (venezolanas) encuestadas tiene un título de grado. Se trata de un porcentaje alto, en especial teniendo en cuenta que en la Argentina, de acuerdo con el último Censo Nacional de 2010, sólo el catorce por ciento de la población mayor de veinticinco años tenía un título universitario o terciario». Por dar un ejemplo, más de mil médicos venezolanos ya están en la Argentina, más de la mitad han convalidado sus títulos y trabajan en instituciones de salud. Pero la situación es más compleja para la gran mayoría. Un reciente estudio de la consultora Adecco revela que un setenta por ciento de los venezolanos inmigrantes trabaja en negro, y casi la mitad vive con menos de quince mil pesos mensuales, es decir, poco más de doscientos cincuenta dólares, una cifra apetecible para quien viene de la monstruosa hiperinflación venezolana, pero paupérrima para subsistir en la capital de Argentina. «A los venezolanos los vemos en Buenos Aires todos los días trabajando en lo que consiguen –dice Beatriz Sarlo en un artículo publicado recientemente en el diario Perfil–, decenas de horas en bicicleta repartiendo los deliveries de porteños más afortunados; decenas de horas limpiando o atendiendo bares, cobrando en negro, viviendo en una ciudad extranjera donde se los distingue por su acento y donde compiten por los peores trabajos. Son inmigrantes, esa condición que los discursos recogen con hospitalidad ampulosa y la realidad desmiente». 113

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La psicoanalista venezolana Ruth Hernández atiende en su consultorio a un gran número de venezolanos que acuden para tratar el desequilibrio emocional que les produce la emigración. Las poblaciones más vulnerables son los niños y los adultos mayores: «Los niños presentan problemas de integración escolar y los abuelos llegan con cuadros de desorientación y angustia». Los adolescentes y los jóvenes se adaptan un poco mejor, pero con frecuencia son estudiantes que llegan sin haber terminado la secundaria o la carrera universitaria, o recién graduados que consiguen trabajos «en cafés o tiendas o deliveries cumpliendo horarios muy extendidos por muy baja paga». Todo esto potenciado por las dificultades en el proceso de convalidación de títulos universitarios que puede durar más de dos años. «Yo estoy atendiendo –comenta Ruth– a personas de distintos grupos. Están los que se vinieron hace más de diez años, lo que se vinieron hace tres o cuatro años y las personas que están llegando ahora, y que presentan un estado mucho más alterado, con crisis de ansiedad, de insomnio y ataques de llanto». La situación de quienes se ven en la obligación de enviar dinero también es complicada: «Hay muchos jóvenes que se sienten muy presionados por ayudar a sus padres o familiares allá; éstos suelen pedirles dinero, pero con lo poco que ganan o no pueden o no les alcanza, y sienten culpa de disfrutar a veces hasta de una hamburguesa». Desde hace más de dos años el psicólogo argentino José Pablo Ponsowy, quien vivió muchos años en Venezuela, creó un grupo en Facebook llamado Consejeros de Argentina, en el que ofrece orientación a venezolanos inmigrantes. A esta iniciativa totalmente personal se fueron sumando otros argentinos para responder a las preguntas formuladas por los recién llegados. Actualmente el grupo cuenta con más de nueve mil personas, y ahora son los mismos venezolanos quienes se orientan y ayudan unos a otros. Una de sus principales actividades consiste en la recolección y donación de abrigo para la temporada invernal. «Participé en un evento en un espacio cedido por una Iglesia –cuenta la escritora venezolana-argentina Blanca Strepponi–. Había muchísima ropa y muchísima gente. Clasificamos todo lo mejor posible, según tamaño y edades, y la gente hacía una larga fila para seleccionar lo que podía servirle. En un momento dado, una señora muy humilde estaba con sus hijas revisando la ropa y tenía que hacerlo rápido porque había mucha gente detrás de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ella. De pronto, esta señora me miró, nos miramos, y se le salieron las lágrimas». Blanca, quien fue a Venezuela huyendo del proceso militar argentino a finales de los setenta y volvió veinticinco años después a causa del proceso militar bolivariano, conoce muy bien estas situaciones: «No todas las personas pueden emigrar, hace falta una gran fortaleza anímica, espiritual y también física. Hay personas que uno se da cuenta enseguida de que son fuertes y tienen muy buena actitud en el sentido de que no se sienten heridos en el ego y que, a pesar de haber sido profesionales o ejecutivos, no tienen problema en hacer sándwiches en una panadería». Meses atrás, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires organizó una feria para inmigrantes venezolanos en la que había stands de ACNUR, de la Organización Internacional de Migraciones, la Dirección General de Migraciones, Aysa (Aguas Argentinas ofrecía agua potable gratuita), también había un stand de ASOVEN, la asociación de venezolanos, en el que se ofrecían charlas acerca del mundo laboral para la enorme cantidad de gente que había y que hacía largas colas en los numerosos puestos de ventas de tequeños, arepas, cachapas, patacones, queso llanero, harina pan y pirulines. Todo lo que no se puede adquirir en Venezuela, pensé. Una tarima servía de escenario para la presentación de grupos musicales. Dos conductores amenizaban a los gritos a un público que parecía sentirse en la obligación de ser felices y pasarla bien, como si intentaran maquillar la tristeza con euforia. Circularon un conjunto de salsa y una cantante de tonadas llaneras y, cuando subió al escenario la agrupación de danzas folclóricas, uno de los organizadores interrumpió el espectáculo, tomó el micrófono y a regañadientes comunicó que una niña de nombre Yelimar se había extraviado, que su abuela la estaba buscando, «tiene tres años, cabello crespo, viste suéter rosado y bluyín». Y pidió la colaboración de todos. Acto seguido –el show debe continuar– dio paso a la agrupación de danzas folclóricas. Pero pasaban los minutos y Yelimar no aparecía. Interrumpieron de nuevo el espectáculo, tomó el micrófono otro de los organizadores para reiterar el llamado: «se ha perdido Yelimar», e insistió en sus tres añitos, sus rulos, su indumentaria. Pocos policías rastrillaban la zona con pereza; en vano alcé la vista para localizar un punto rosado entre la multitud. Había unos 115

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veinte bailarines en escena interpretando un colorido Diablo suelto; el público se animó a bailar, los tequeños se multiplicaban, desfilaban los patacones, pero seguía sin aparecer Yelimar. «Un fuerte aplauso para la agrupación folclórica X, quienes con talento y esfuerzo llevan más allá de las fronteras nuestra cultura». No aguanté la situación y le dije a Valentina que nos fuéramos de allí cuanto antes. Y cuando ya estábamos a unos cincuenta metros de distancia, escuchamos «¡Apareció Yelimar!, ¡un fuerte aplauso para Yelimar!», e invitaban a la abuela a subir con la niña al escenario. Salí de allí con la misma sensación que tuve varios años atrás después de escuchar a mis poetas admirados: abatido. Y fue inevitable pensar que Yelimar simbolizaba a todos los que estaban en esa feria: extraviados de su lugar de origen, irreconocibles en la multitud. Y recordé aquel microcuento de García Márquez: «Un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: “¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?”». El emigrado va haciéndose esas preguntas. Se interroga acerca de su madre (o su país) ¿Alguien lo ha visto en alguna parte? Como dice Igor Barreto en un poema: «El país me dejó atrás / pero el país no fue a ninguna parte». ¿Quién deja atrás a quién? El emigrado viaja constantemente hacia atrás en busca de su país. Se convierte en un ser retrospectivo y retroactivo. A decir de Joseph Brodsky, su dimensión metafísica crece. Y también el interés en él como pieza etnográfica: para las personas del país que lo recibe termina siendo un ejemplar exótico, un sujeto que viene de una situación tan inconcebible y asombrosa que atenta contra la construcción de un relato verosímil. Ya lo decía Sebald en Sobre historia natural de la destrucción: «Los relatos de los que escaparon con nada más que la vida son en toda regla discontinuos, y tienen una calidad tan errática que resulta incompatible con una instancia narrativa normal, de forma que suscitan con facilidad la sospecha de ser invenciones sensacionalistas». Un desafío: construir ese relato continuo, comprensible y verosímil de nuestra tragedia; un argumento lo suficientemente sentido, sencillo y documentado que logre vencer, o al menos debilite, las recalcitrantes actitudes que muchas veces debemos enfrentar en contextos en los que se asocian los atroCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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pellos a los derechos humanos exclusivamente a gobiernos dictatoriales de derecha. Construir esa narraciรณn, apoderarse de ella y difundirla, contribuirรก a fundar un nuevo domicilio vital que le permita al emigrado recuperar la dignidad que le arrebataron.

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Ciudades de palabras Por Sebastiรกn Gรกmez Millรกn


Quizá haya tantas ciudades dentro de una ciudad como ciudadanos la han habitado y la habitarán a lo largo del espacio y el tiempo. Cada uno inventa con sus pasos y su biografía una ciudad dentro de la ciudad. Las calles por las que camina, las esquinas que atraviesa, los edificios y los árboles donde posa la mirada, los rincones sagrados donde amamos y fuimos amados, los lugares donde se entra y se sale a determinadas horas del día o de la noche… Pero esas ciudades se desvanecen pronto en la memoria. Quienes verdaderamente inventan y usurpan las ciudades con sus imágenes y símbolos son los artistas y los escritores. Son ellos los que transfiguran las vivencias de tal modo que en no pocas ocasiones se alzan y prevalecen sobre lo real, ejerciendo un poderoso y perdurable hechizo: «No puedo ir a Notre Dame sin ver a Quasimodo y a la gitanilla», confesaba Vargas Llosa. Como Cortázar, como Julio Ramón Ribeyro, como tantos otros, el autor de Conversación en la Catedral viajó por vez primera a París seducido por las imágenes de Balzac, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Flaubert La hipnótica atracción que la capital de Francia ha ejercido sobre ciudadanos del mundo entero se debe en buena medida a las imágenes y símbolos forjados por los artistas y los escritores. Paradójicamente, serán algunos de estos autores hispanoamericanos los que, a partir un diálogo secreto con otros escritores y los múltiples estratos de la historia, logren renovar y reavivar las imágenes de París, como si se tratara de un palimpsesto infinito: piénsese en las crónicas de Rubén Darío y Alejo Carpentier, en los poemas de César Vallejo, en las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, en los cuentos de Cortázar Y, sobre todo, en Rayuela. No obstante, quizá el ejemplo más paradigmático de cómo una novela puede captar el mundo de una ciudad sea el Ulises de Joyce. En cierta ocasión le preguntaron por el valor de su obra, y Joyce respondió que no sabría contestar a ello, pero que si Dublín desapareciera alguna vez podría reconstruirse con su novela. Ésta es quizá la razón por la que a pesar de que cuenta con grandes escritores en su historia, como Oscar Wilde, Bernard Shaw, Yeats, Beckett, Heaney o, más recientemente, Banville o Colm Tóibín, se hable casi exclusivamente del Dublín de Joyce. Hay otros escritores que han mantenido la ambición desmesurada de colonizar literariamente ciudades, incluso continentes. 119

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Es el caso de Pablo Neruda en su libro fundamental, pero no el mejor, Canto general, a juicio de Caballero Bonald, «verdadera epopeya de América, donde el poeta alcanza su máximo temple barroco y donde aborda una especie de reconstrucción dialéctica de la historia del continente americano, con sus protagonistas, sus hermosuras, sus desmanes».1 Otros han colonizado literariamente grandes ríos, como el Danubio y los espacios colindantes por parte de Claudio Magris,2 o los cementerios, como ha hecho Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores, en cuya introducción leemos esta declaración que alude a una de las razones de ser de la literatura: «Las he visitado porque forman parte de mi vida. Porque han acompañado dicha vida de las maneras más diversas y en los momentos más variados. [...] Todos forman parte de mí».3 Para resumirlo en unos versos de Juan Manuel Bonet, en efecto, el arte y la literatura es «tu voz en otras voces / que han de morir contigo».4 El arte y la literatura poseen el misterioso poder de elevar lo particular a universal. En los símbolos de los artistas, en las palabras de los poetas, podemos descubrir nuestros sentimientos y nuestras experiencias como acaso somos incapaces de formularlo nosotros. Por eso, los escritores y artistas nos expresan y configuran nuestras identidades. A esto es a lo que apunta Borges al sostener que «la literatura es esa maravilla que lo imaginado por un hombre pueda formar parte de la historia de los seres humanos». Y el hecho de que brote de la imaginación no le resta realidad, es posible que al contrario: lo dote de una sustancia más perdurable. He afirmado que los escritores colonizan espacios: la metáfora se asociará a fenómenos violentos, pero no es exagerada. La inmensa mayoría de los seres humanos carecemos de una imaginación tan portentosa y, por lo general, somos incapaces de desplegar el lenguaje con tal potencia como para usurpar la identidad de los castillos y de las piedras de las murallas, de ruinas y jardines, de catedrales e iglesias, edificios, cafés, calles, barrios… todo nos habla, o se torna más inteligible, porque se ha escrito sobre ello. Si cada escritor coloniza unos espacios se diría que hay tantas ciudades como autores: está el Buenos Aires de Borges, Xul Solar, Lugones, Macedonio Fernández, Alfonsina Storni, Oliverio Girondo, Cortázar, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ernesto Sábato, Ricardo Piglia, César Aira… La Nueva CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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York de John Dos Passos, Paul Morand, Paul Auster o Antonio Muñoz Molina; La Lisboa de Pessoa, Saramago, Antonio Tabucchi o Lobo Antunes; la Barcelona de Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Vila-Matas; el Madrid de Galdós, Baroja, Valle-Inclán, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Arturo Barea, Umbral, Antonio López, Andrés Trapiello… Contamos con el México de Octavio Paz, Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Sergio Pitol o Juan Villoro; La Habana de Alejo Carpentier, Lezama Lima o Cabrera Infante; La Lima de Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro o Alfredo Bryce Echenique; el Londres de Dickens, Virginia Woolf, T. S. Eliot, Julian Barnes o Ian McEwan; la Roma que va de Virgilio a Carlo Emilio Gadda, de Mario Praz o Indro Montanelli, pasando por grandes escritores «extranjeros» como Goethe o Stendhal o, más recientemente, Robert Hughes; la Venecia de Canaletto, Bellotto, Turner, Casanova, Proust o Henry James; la Florencia de Dante, Miguel Ángel, Leonardo, Giotto, Brunelleschi, Leon Battista Alberti o Mujica Lainez; la Praga de Kafka, Seifert, Kundera o John Banville… Si, según Walter Benjamin, París fue la capital cultural del siglo xix, testigo que heredará Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial, Viena, cuyo urbanismo y arquitectura están impregnadas de aires parisinos, fue entre finales del siglo xix y principios del xx una de las capitales culturales europeas. Entre sus pensadores figuran tres de las principales cumbres del siglo xx, Sigmund Freud, Ludwig Wittgenstein y Karl Popper; entre sus escritores, algunos de los más extraordinarios exploradores de la psique humana y el tiempo: Robert Musil, Hermann Broch, Hugo von Hofmannsthal, Karl Kraus, Arthur Schnitzler o Stefan Zweig; entre sus músicos, Arnold Schönberg, Anton Webern y Alban Berg; entre sus arquitectos, Otto Wagner y Adolf Loos; entre sus pintores, Klimt, Schiele y Kokoschka ¿Qué otra ciudad del mundo engendró a tantos hijos ilustres en unas pocas décadas y con aportaciones de valores reconocidos mundialmente? Aunque ofrezcan la sensación de ser exhaustivas, estas listas no lo son. Espero que el lector atento y cómplice ayude a completarlas, pero por si acaso alberga la ilusión del fin, que abandone la idea de que lo va a conseguir de forma definitiva. Las ciudades siguen vivas, en movimiento, creciendo… Por volver a París, que como indica el título de Vila-Matas, no se acaba nunca, además de los antes mencionados, la que seguramente sea la ciudad más 121

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literaria ha contado con Stendhal, Zola, Proust, Céline, Sartre, Camus, Queneau, Perec, Modiano Por eso, quien pretende apresar la esencia de un espacio está condenado al fracaso. Es lo que en cierto modo le ocurrió a Octavio Paz con uno de sus ensayos más célebres, El laberinto de la soledad (1950). Como señala Juan Villoro en diálogo con Fernando Savater, «la búsqueda de Octavio Paz estaba guiada por una mirada esencialista, que se comprende por la época, que intenta retirar las sucesivas máscaras que nos habíamos puesto los mexicanos hasta hallar nuestro verdadero rostro. Un poco como la idea de Dostoievski y Tolstoi al intentar definir la esencia del alma rusa».5 Sorprende que incurriera en este error metodológico siendo un agudo lector del filósofo Ortega y Gasset, que había defendido que «el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia».6 De hecho, el propio Paz reconocerá unos años más tarde, en su libro Postdata, «que hay algo exagerado en buscar la esencia de lo mexicano, porque finalmente la esencia no es una, sino múltiple y cambiante. [...] el mexicano, a fin de cuentas, no es una esencia, sino una historia, se está configurando siempre, está en permanente contradicción».7 Y lo que se afirma de la identidad mexicana vale para cualquier identidad. En contra de lo que se acostumbra a decir, las identidades no son fijas ni cerradas ni excluyentes, sino más bien abiertas, múltiples e inclusivas. El arte y la literatura, cuando no han sido manipulados por ideologías políticas, contribuyen precisamente a deshacer prejuicios, clichés, estereotipos e ideas inadecuadas en las que andamos enredados tradicionalmente, así como a difuminar fronteras y ampliar la mirada hacia una visión más cosmopolita (no «cosmopaleta», si se me permite el neologismo de Javier Muguerza). Precisamente la ciudad es el tema de uno de los más bellos poemas escritos por Octavio Paz, «Hablo de la ciudad». Es un poema en prosa, como algunos de los más memorables poemas del siglo xx: pienso en «Tabaquería», de Fernando Pessoa, o en «Espacio», de Juan Ramón Jiménez. El título actúa como primer verso y enlace, y el verbo «hablo» se repite a modo de anáfora recuperando el ritmo continuamente, que es acaso lo que distingue al verso de la prosa tras la pérdida de la rima. El poema es una enumeración caótica repleta de palabras y sugerentes imágenes que refleja el caos, el vértigo y las paradojas de las grandes ciudades: «novedad de hoy y ruina de pasado CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mañana, enterrada y resucitada cada día, / convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, teatros, bares, hoteles, palomares, catacumbas, / la ciudad enorme de tres metros cuadrados inacabable como una galaxia, / la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos, / la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos».8 Aparecen algunos de los temas recurrentes en la obra de Octavio Paz, si bien al fin y al cabo son temas universales, como la dificultad de discernir lo vivido de lo soñado, la identidad o la alteridad: «¿estamos dormidos o despiertos? estamos, nada más estamos, amanece, es temprano, / estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra, idéntica aunque sea distinta, / hablo de la ciudad inmensa, realidad diaria hecha de dos palabras: los otros, / y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva, / hablo de la ciudad construida por los muertos, habitada por sus tercos fantasmas, regida por su despótica memoria, / la ciudad con la que hablo cuando no hablo con nadie y que ahora me dicta estas palabras insomnes».9 También somos «animales sociales» o, si se prefiere, «cívico-políticos», en el sentido de que, aunque estemos aislados, la configuración de nuestra conciencia es social, cívico-política. Nos podemos sentir solos, pero no estamos solos: convivimos siempre con los otros. Hacia el final de los anteriores versos observamos cómo el pasado, a través de los muertos, condiciona, si es que no determina el presente y el futuro. Por supuesto, se describe la desorientación en la que convivimos y se critica aquello que nos aliena: «del ir y venir de los autos, espejo de nuestros afanes, quehaceres y pasiones (¿por qué, para qué hacia dónde?) / de los hospitales siempre repletos y en los que siempre morimos solos».10 Al final comprobamos que la poesía conseguida logra elevar lo particular a lo universal, como el gran arte. De tal modo que lo que leemos en «Hablo de la ciudad» no sólo vale para, pongamos, México D. F., sino para cualquier gran ciudad del mundo: Nueva York, Tokio, París, Roma, Buenos Aires, Madrid, Londres, Berlín: «hablo de nuestra historia pública y de nuestra historia secreta, la tuya y la mía [...] hablo del gran rumor que viene del fondo de los tiempos, murmullo incoherente de naciones que se juntan o dispersan, rodar de multitudes y sus armas como peñascos que se despeñan, / sordo sonar de huesos cayendo en el hoyo de la 123

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historia, / hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos engendra y nos devora, nos inventa y olvida».11 Según Aristóteles, las ciudades se crearon originariamente para hacer posible la vida humana. Pero el propósito de las ciudades no es la simple supervivencia, sino generar las condiciones de posibilidad para desplegar lo más plenamente la vida (humana). ¿No son las ciudades las mayores creaciones humanas? Y, exceptuando su naturaleza biológica, que crece y se desarrolla de manera cultural, ¿no son los seres humanos, en cierto modo, creaciones de las ciudades y del contexto histórico? Se diría, pues, que se crean recíprocamente: los seres humanos crean las ciudades al tiempo que ellos son creados como ciudadanos dentro de ciudades. Pero a veces creamos monstruos que nos devoran. Baudelaire, que según Walter Benjamin, es el primero que convierte París en objeto de la poesía lírica,12 escribirá: «La forma de una ciudad cambia antes que el corazón de un hombre». ¿No es ésta una de las enfermedades que producen las grandes ciudades modernas? Cualquiera que haya viajado a Nueva York u otras inmensas metrópolis ha experimentado que el espacio en ellas somete al individuo a un ritmo vertiginoso, asfixiante, quizá demasiado alejado de la naturaleza. Es algo que ya había observado el sociólogo y filósofo Georg Simmel: «Los más profundos problemas de la vida moderna manan de la pretensión de conservar la autonomía y peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad».13 Dos de los más memorables poemarios del siglo xx, La Tierra baldía, de T. S. Eliot y Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, son, entre otras cosas, dos poderosas críticas a las grandes ciudades. El primero, próximo a la tesis de La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, critica la pérdida de la tradición espiritual del pasado y el desencantamiento del mundo moderno. Mientras que el segundo es un grito de protesta y denuncia contra el poder tiránico del capitalismo, que aplasta y cosifica las vidas, humanas, animales y vegetales, en un mundo cada vez más desorientado y deshumanizado. Por ello no es raro que el tono que predomine en los poetas hacia sus ciudades sea un sentimiento ambivalente que oscila entre el amor y el odio (según el psicoanálisis, no hay amor sin odio, algo que parece que intuyó Catulo). Es lo que al parecer sintió Dante hacia Florencia.14 Es lo que parece que Borges siente hacia Buenos Aires: «No nos une el amor sino el espanto. / Será por eso CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que la quiero tanto». Y es la relación que mantiene Cernuda con Sevilla, a la que, después de desdeñar y perder de vista, recupera con nostalgia y amor desde el exilio: «El encanto de aquella tierra llana, / extendida como una mano abierta, / adonde el limonero encima de la fuente / suspendía su fruto entre el ramaje. [...] Tu sueño y tu recuerdo, ¿quién lo olvida, / tierra nativa, más mía cuanto más lejana?».15 De todas estas ciudades que hemos mencionado, podemos preguntarnos como aquella hija que interrogaba a su madre en una novela de Galdós: «¿Cuál es la más bella?» Y podríamos responder igual: «Las ciudades son lo que vivimos en ellas». De tal modo que si alguien se enamora en una ciudad fea, por muy fea que sea, esa ciudad estará ya encantada y será sagrada. Con sus ritos y mitologías, los artistas y escritores embellecen los espacios, y nos seducen con sus saludables locuras, y nos invitan a viajar y a recorrer los lugares por donde se perdieron, predisponiéndonos a experimentar sentimientos que nos mantienen vivos. ¿Fetichismo? Sin duda, como con cualquier otra mitología, cuando queremos visitar la casa-museo de un artista, los cafés que frecuentaba, los lugares donde se desarrollan ciertas escenas de su obra… Pero, como afirma Savater, «adelante con el fetichismo, que también es una forma de amor. O, mejor dicho, cualquier amor –balbuciente o sublime– siempre es una forma de fetichismo».16 Una vez más se trata, pues, de distinguir qué tipos de fetichismos restringen nuestros márgenes de libertad y cuáles, por el contrario, los amplían. Como ha descrito Seamus Heaney, el sentimiento de pertenencia a un lugar se encuentra íntimamente vinculado a las palabras, a la literatura: «Independientemente de nuestras creencias u opiniones políticas, independientemente de qué cultura o subcultura haya teñido nuestra sensibilidad individual, nuestra imaginación responde al estímulo de los nombres, nuestra sensación de pertenecer a un lugar se intensifica, y la sensación que poseemos de nosotros mismos, como habitantes no sólo de un país geográfico sino de un país mental, se robustece. Es esta sensación, esta respuesta de reconocimiento al maridaje entre el país geográfico y el país mental, tanto si este país mental obtiene su coloración gracias a una tradición oral compartida y heredada como si la debe a una cultura literaria saboreada de modo deliberado, o gracias a ambas, es este maridaje la más fértil de todas las posibles manifestaciones de pertenencia a un lugar».17 125

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Ahora bien, ese sentimiento de pertenencia a un lugar puede ser una bendición o una maldición, según informe nuestras emociones, creencias y comportamiento. Borges señaló que «en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin».18 El autor de Ficciones consideró el denominado paso del mito al logos como «el hecho capital de la Historia».19 Mas, en contra de lo que acostumbra a contarse o a desprenderse de la historia de la filosofía, ese paso no fue definitivo: seguimos conviviendo con los mitos, quizá de modo inextinguible,20 y a pesar del innegable desarrollo de la ciencia y la tecnología. No es extraño que la condición humana sea contradictoria e inconsolable. Paradójicamente, los seres humanos estamos escindidos por múltiples razones: por un lado, necesitamos los mitos, pero, por otro, nos apresan y sólo nos liberamos descifrándolos o, lo que es lo mismo, desmitificándolos.

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NOTAS 1 Caballero Bonald, J. M. Examen de ingenios, Barcelona, Seix Barral, 2017, p. 63. 2 Magris, Claudio, El Danubio, trad. Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 2004. 3 Nooteboom, C., Tumbas de poetas y pensadores. Fotografía de Simone Sassen, trad. María Condor, Barcelona, Mondadori, 2009, p. 19. 4 Bonet, Juan Manuel, «Gabinete de lectura», recogido en VVAA, Poesía española reciente (1980-2000), edición de Juan Cano Ballesta, Madrid, Cátedra, 2001, p. 125. 5 Savater, Fernando, Las ciudades y los escritores, Barcelona, Debate, 2013, p. 181. Este ensayo es muy útil e interesante para estas cuestiones, a pesar de que la idea del proyecto quizá sea más atractiva que su ejecución. Recorre la Praga de Kafka, la Buenos Aires de Borges, el Santiago de Chile de Neruda, el Londres de Virginia Woolf, la Lisboa de Pessoa, la Florencia de Dante, el País Vasco de Pío Baroja, el México de Octavio Paz, el Edimburgo de Robert Louis Stevenson, el Madrid de Cervantes, Lope y Quevedo, el París de Sartre, Simone de Beauvoir y Camus, la Bretaña de Chateaubriand y la Dublín de Yeats, en este orden, y con conversaciones con otros escritores, como Mario Vargas Llosa, Javier Marías, Félix de Azúa, Juan Villoro o Jorge Edwards, entre otros. 6 Ortega y Gasset, José, «Historia como sistema», en Ortega y Gasset, J., Historia como sistema y otros ensayos, Madrid, Revista de Occidente-Alianza, 1999, p. 48. 7 Savater, F. 2013, op. cit., p. 181. 8 Paz, Octavio, «Hablo de la ciudad», reunido en Octavio Paz, El fuego de cada día. Lo mejor de Octavio Paz. Selección, prólogo y comentarios del autor, Barcelona, Seix Barral, 2014, p. 334-338. 9 Paz, Octavio, 2014, op. cit., pp. 334 y 335. 10 Paz, Octavio, 2014, op. cit., pp. 335.

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Paz, Octavio, 2014, op. cit., pp. 338. Benjamin, W., «París, capital del siglo xix», reunido en Walter Benjamin, Sobre el programa de la filosofía futura, trad. Roberto J. Vernengo, Barcelona, Planeta, 1986, p. 133. 13 Simmel, G., «Las grandes urbes y la vida del espíritu», recogido en Georg Simmel, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, trad. Salvador Mas, Barcelona, Península, 2001, p. 375. 14 Savater, F. 2013, op. cit., p. 144. 15 Cernuda, Luis, «Tierra nativa», en Como quien espera el alba, reunido en Luis Cernuda, La realidad y el deseo, Madrid, F. C. E., 1998, pp. 197 y 198. Cernuda es un poeta muy interesante para estudiar cómo describe ciudades de Europa, por ejemplo, su Sevilla natal, recobrada míticamente en Ocnos, como ciudades americanas, como las descritas en Variaciones sobre tema mexicano. 16 Savater, F, Aquí viven leones. Viaje a las guaridas de los grandes escritores, Barcelona, Debate, 2016, p. 11. Este libro es también de máxima utilidad e interés para estas cuestiones. 17 Heaney, S., «La sensación de pertenencia a un lugar», recogido en Seamus Heaney, De la emoción a las palabras, trad. Francesc Parcerisas, Barcelona, Anagrama, 1996, pp. 116 y 117. 18 Borges, J.L., «Parábola de Cervantes y de Quijote», recopilado en El Hacedor, Jorge Luis Borges, Obras Completas I, Barcelona, RBA-Instituto-Cervantes, 2005, p. 799. 19 J. L. Borges, «El principio», reunido en Atlas, en Jorge Luis Borges, Obras Completas II, Barcelona, RBA-Instituto Cervantes, 2005, p. 413. 20 Merecen considerarse las reflexiones sobre el mito de Roland Barthes en Mitologías, trad. Héctor Schmucler, Madrid, Siglo XXI, 2009, especialmente «El mito, hoy», pp. 167-214. 12

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â–º Biblioteca Comunale di Palermo (Casa Professa), Italia, 1760


Edward Wilson-Lee Memorial de los libros naufragados. Hernando Colón y la búsqueda de una biblioteca universal Traducción de María Dolores Ábalos Ariel, Barcelona, 2019 441 páginas, 21.90 €

Hernando Colón, humanista Por BLAS MATAMORO Cristóbal Colón tuvo dos hijos: uno matrimonial, Diego, heredero formal y destructor de buena parte de sus archivos, y Hernando, extramatrimonial, heredero simbólico, archivero y bibliotecario. Aquél se casó y dejó descendencia de diversa calidad. Éste murió soltero, con una vida sin mujeres, salvo su madre. Vivió hasta el final con su amigo íntimo Vicente del Monte y en su testamento dejó una suma de dinero a Leonor Martínez, hija de un posadero de Lebrija, como descargo de conciencia (sic). Estas íntimas minucias acrecientan lo novelesco de su retrato, que se completa con la narración, más bien fantástica, de la vida de su padre. Digamos que si Diego tuvo un padre histórico, Hernando lo tuvo legendario, lo inventó a su medida y se apoderó de ella. Durante siglos, las biografías fueron relatos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

paradigmáticos que proponían ejemplos de buena conducta a las gentes. Luego vino la historia y tradujo a los héroes, que pasaron a ser sujetos de carne y hueso, luminosos y tenebrosos, benévolos y dañinos. Colón lo intuyó. Echó sombras sobre su origen y, de hecho, sólo sabemos a ciencia cierta algo de él por sus viajes, que aseguraron la ruta por la que España habría de construir su único verdadero imperio. El descubridor fue acaso también vendedor de libros, entre ellos los que le permitieron fantasear un viaje de vuelta al mundo. Lo acabó pergeñando con los reyes de Aragón y Castilla pero bien pudo hacerlo con los de Portugal o Francia. Quien endereza esta maraña de datos es Hernando, cuando escribe la vida de un Cristóbal Colón paladín de una novela caballeresca, señalado por la Divina

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Providencia para conquistar tierras en nombre de una verdad revelada y mesiánica, mediatizada por una entidad entre mundana y celestial llamada España. Se trata de una leyenda pero la historia convierte el pasado en leyenda, según asegura Voltaire. Leyenda: algo legible. De la mano y la pluma de Hernando, su padre se convirtió en la figura novelesca de Washington Irving y Salvador de Madariaga, teatral de Paul Claudel y Antonio Gala, de una cantata de Carlos Gomes y unas óperas de Filippo Marchetti, Darius Milhaud y Leonardo Balada. Otra historia ve en Colón a un visionario ambicioso, que pretendía ser el señor de las tierras descubiertas o apenas intuidas y que, graciosamente, ponía las Indias en manos de los reyes peninsulares, cumpliendo con un mandato divino. Altanero y mandón –¿cómo, si no, guiar a sus mesnadas?–, deficiente gestor, chapucero como explorador, despiadado con los indígenas, dejó a los suyos enredados en pleitos con la corona, de modo que ésta debió recurrir a otras leyendas, esta vez paganas, para sostener que las Indias eran las Hespérides ya vistas por los griegos. Entre ambas vertientes, la histórica y la romancesca, discurrió la vida de Hernando Colón. El principal mérito de la narración que se comenta es distinguirlas y no buscar una síntesis igualmente novelesca. WilsonLee imagina a partir de los documentos pero no los inventa. Su erudición es puntillosa y la expone con orden y frecuentes paisajes amables de lugares y personas, siempre fluyendo a través del tiempo. Contar es razonar, puede ser su lema como historiador. Hernando convierte el proyecto fantástico de su padre en una circunnavegación por esa imagen del mundo que, para un humanista como él, cobra la forma de una biblioteca: un cosmos donde caben todos los dichos de la

humanidad convertidos en textos manuscritos o impresos. Incluyo en ellos las anotaciones marginales del coleccionista pues, como todo buen lector, leía pluma en mano. Lo guiaba una suerte de obsesión clasificatoria, a su vez conducida por una confianza renacentista en el orden natural y jerárquico de las cosas: dominamos las cosas por la palabra como los humanos dominamos a los animales y los varones a las mujeres, fierecillas domadas. Palabras: no sólo notas al margen, sino un idioma secreto propio del bibliógrafo. Lo mismo con los epítomes que organizan la temática de los volúmenes, a veces mixta, compleja y enciclopédica. Hasta es posible «leer» sus jardines y huertos, donde plantó miles de ejemplares de árboles y plantas de las Indias, de Asia y de Europa, muchos de los cuales aún crecen y se reproducen en las calles, los parques y las plazas de Sevilla. Así como su vida es parca en relaciones íntimas, es abundante en amistades y colaboraciones que, por su variedad, apuntan a un temperamento ecuménico y tolerante. No hay decisiones religiosas en su vida, aun cuando le tocaron vivir tiempos de revueltas y represiones en el seno de los cristianismos. Si bien alguna vez le pidió permiso al emperador para hacerse fraile, nunca llegó al extremo y el biógrafo entiende el gesto como una artimaña para conseguir mejores favores imperiales. Por lo demás, se codeó con los más exquisitos eruditos de Europa, con la ruda marinería de su padre y con los indígenas que se defendían con todas sus fuerzas del avance imperial, de modo que, junto a don Cristóbal en el cuarto viaje, casi no vuelve y deja sus huesos en América. Quizá su máximo esfuerzo como humanista universal sea un inconcluso diccionario del latín moderno. En efecto, la lengua madre de las romances había quedado anticua-

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da y petrificada en una Edad Media que los modernos querían dejar atrás. Y, dado que un solo mundo –hoy diríamos que globalizado– exige una lengua franca, que ella sea el latín. En rigor, el proceso globalizador ya había empezado con Colón, Vasco da Gama y la pareja de Magallanes y Elcano. Los Colón imaginaron un imperio mundial de modelo romano, con España en cabeza. La investigación llevó a Hernando a averiguar la historia de las palabras, es decir, su etimología posible, a comparar el latín con la diversidad de otras lenguas, o sea, el comparatismo, la autoridad de los clásicos, las alteraciones semánticas que traen los siglos y que enriquecen el campo significante de una lengua. Como en casi todo, Hernando tenía una noción naturalista de la palabra. Un solo ejemplo: que la letra «A» encabece el abecedario latino y sea la inicial de la palabra «Aleph» del hebreo no es una casualidad. Hubo una lengua originaria con la cual Dios se entendió con Adán (otra «A», de paso). Dios, para una mentalidad como la de Hernando, equivale al garante de la unidad natural del universo y de la continuidad del ser de las cosas, o sea, de su realidad como una constante ontológica. Paralelamente, el lingüista que hay en él –me refiero a Hernando, no a Dios– estudia la variedad de las lenguas como algo histórico, que señala su inestabilidad en el tiempo y que, en consecuencia, impone la existencia de diccionarios. La lengua franca –para el caso, el latín– se convierte en la lengua de todas las lenguas, a la cual ellas son traducibles. La comprobada esfericidad de la Tierra pone en manos de España la unificación mundial, espacio de expansión latina. El inconveniente es que el emperador no sea español sino austriaco de Borgoña, pero esa es otra historia. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

De la biblioteca hernandina sólo ha llegado a nosotros un pequeño resto. En 1537 constaba de quince mil piezas, que se supone pudieron llegar a ser veinte mil. De ellas, reunidas en Sevilla, subsisten cuatro mil. Naufragios, inundaciones, hurtos, ventas furtivas, hogueras inquisitoriales dieron cuenta de lo demás. Los cuadernos de bitácoras del almirante se pueden conocer hoy por las copias que hizo el padre Las Casas. El detalle y la cuantía del conjunto es factible juzgarlos gracias a los catálogos redactados por el mismo Hernando y un equipo de ayudantes o sumistas. En aquéllos aparecen unos cuantos volúmenes que hicieron esta biblioteca sospechosa de ser herética o, por lo menos, peligrosamente heterodoxa. Había textos luteranos y estaban las obras de Erasmo de Rotterdam, amigo del coleccionista y precursor de la Reforma, con su defensa de una espiritualidad libre, basada en la fe y no en las instituciones eclesiales. Entre los clásicos figuraba Lucrecio, un clásico del materialismo, que veía el universo como un conjunto de átomos que entrechocan entre sí –hoy diríamos que interactúan– en un espacio cósmico abandonado por los dioses. El alma humana también es algo físico y mortal. Estos detalles explican que, tras la muerte de su fundador, el legado pasase a las indiferentes manos de su sobrino Luis Colón, quien lo confió a la Iglesia, con lo que acabó arrumbado en un altillo de la catedral. Menos explicable es que haya permanecido allí varios siglos y que aún en el novecientos volviera a ser víctima de las inundaciones. Una colección de tal índole merece esta definición de Wilson-Lee: «Una biblioteca nace sólo cuando los libros guardan relación con otros libros y con otras cosas que no están en la biblioteca». Ampliando lo dicho: uno de los instrumentos de organización del mun-

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do. Nombrar y clasificar equivalen a entender, a hacer mundo. Y esto vale no sólo para la dominante presencia de las palabras, pues comprende dos series de canciones con sus correspondientes partituras, que componen el rescatado Cancionero colombino. Y aun otros signos, como los jeroglíficos egipcios, que permitieron estudiar los similares hallados por los conquistadores entre aztecas y mayas, más lo bibliogrifos inventados por el propio Hernando para realizar la clasificación temática de las piezas. En cuanto a lenguas, se sabe que el fundador conocía el latín, el griego y tal vez algo del hebreo, entre las clásicas, y que podía defenderse con las nacionales modernas de su tiempo. Para completar este panorama semiológico corresponde anotar sus cartografías, aptas para la navegación, y un relevo exhaustivo de lugares y poblaciones de España, que quedó incompleto, seguramente por presiones de los señores locales, que no querían inspectores públicos en sus dominios. El único heredero jurídico de Cristóbal Colón fue su hijo Diego quien, a su vez, en su

testamento ratificó esa exclusividad y, para mayor humillación de su hermano menor, a quien dejó una pequeña suma, lo designó albacea para que pleiteara sobre el señorío del mundo nada menos, como antes lo había hecho en Roma por los embrollos matrimoniales del mayor, ante el Tribunal de la Sagrada Rota. En 1534 la justicia española rechazó las pretensiones de los Colón y las redujo a unas módicas posesiones y un puñado de títulos nobiliarios. Hernando era ducho en estas complejidades porque había participado en las arduas, prolongadas e inútiles negociaciones entre España y Portugal para fijar la ubicación geográfica del meridiano de Tordesillas, es decir, la partición del planeta en hemisferios y gajos. El emperador mejoró la pensión del menor de los Colón pero, en verdad, su haber hereditario es mucho mayor: una biblioteca que es la imagen del mundo, un mundo del que se adueña el hombre del humanismo, con la naturaleza y hasta con el mismo Dios a su favor.

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José Daniel Moreno Serrallé Un sol inocente Renacimento, Sevilla, 2019 212 páginas, 11.90 €

Adán hacia la urbe Por MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ Hay en la poesía de José Daniel Moreno Serrallé algunas particularidades que lo distinguen no sólo de su generación, acaso más ligera o insustancial, sino de la propia imagen que se desprende, en apariencia, de su poesía, y que vincula sus poemas, la figura misma del poeta, con esa tradición romántica que expele al poeta de la creación y lo sitúa, como el Cain de Byron, y antes el Lucifer de Milton, en una marginalidad que es también la marginalidad del médium, del maldito, de un ambicioso y maltrecho Prometeo. En Un sol inocente, editado por Renacimiento, se recoge una muestra importante de la poesía de Serrallé, ya conocida por tres libros anteriores: Salón de embajadores, Luna en la niebla y Aves nocturnas (sus Arcadias sevillanas son un excelente libro de prosa poética, aplicada a la elucidaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

ción de otros poetas), y a la cual vienen a añadirse diez poemas inéditos, cuyo tenor es el mismo, pero cuyo carácter sumario y elegíaco adquiere, ardida ya la braña de la juventud, un mayor relieve, más reposado y solemne. Digo, pues, que la poesía de Serallé tributa con claridad a una estirpe robusta y escogida: Stevenson, Cernuda, Gil de Biedma, Brines, su maestro y amigo José María Álvarez. Pero también la oscura rigurosidad de Borges y aquellos padres tutelares del xix: Keats, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, a quienes el poeta pagará su óbolo, sin embargo, con la secreta intención de traicionarlos. En todos ellos encontramos cierta idea de la fugacidad, vinculada a la derrota, al fracaso civilizatorio de Babel y Nemrod; en todos ellos –pensemos en Stevenson, en Baudelai-

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re, en la memoria ajardinada de Verlaine–, ha penetrado el deseo de un Edén cuya fisonomía, cuya posibilidad geográfica, quizá difieran. Cuando el poeta escribe, en los versos finales de Skerryvore: «pon rumbo a donde la claridad / sea nueva, grata la compañía, profunda / la noche: allí te esperan / como altos faros las páginas amadas. / Un día –y por ello también esto / es literatura– el tiempo derribará / tu cuerpo y borrará las páginas». Cuando el poeta, repito, concluye el poema, está señalando las tres vías principales de su poética. Una poética, insisto, heredera de aquel adanismo decimonono que ya había empezado, no obstante, en el xviii de Fragonard y Rousseau, y que llegará intacto a la generación del 27. Dichas vías, junto a la nostalgia de una Edad de Oro, serán la urgencia y la necesidad del viaje, prestigiada por Salgari, por Verne, por Robert Stevenson (aquel «Anywhere Out of the World» que Baudelare tomará de Poe, y ambos de Hood), así como una consecuencia necesaria de ello, y que ambos, Poe y Baudelaire, han rigorizado en sus obras: la invención de la urbe, la geografía de la modernidad como una expresión nocturna o diurna de la metrópoli. A ello debe añadirse, naturalmente, la literaturización de cuanto el poeta es y cuanto el poeta siente. Pero debe destacarse, en mayor modo, y aquí empieza la viva singularidad de Serrallé, el exorbitado vitalismo con que se construye su obra. No estoy seguro de que esta expresión, «exorbitado vitalismo», sea la adecuada para describir la naturaleza última de una poesía que se quiere elegíaca –que es profunda y abrumadoramente elegíaca–, pero que, no obstante, ha declinado la posibilidad de ofrecerse, melancólicamente, en holocausto. Si el xix todo escogió, tanto para cantar la urgencia caudalosa e intrépida de las ciuda-

des, como el corazón numinoso de la naturaleza, un tono melancólico que confiere al hombre, al poeta, una nobleza ajada –la nobleza del exiliado, del errante, del maldito–, en la poesía de Serrallé, sin desdecirse en absoluto de esta marginalidad del poeta, ha escogido el timbre de la voracidad y el picor de lo nuevo para inmiscuirse, no sabemos si vanamente, en la vida. Es decir, no se trata de seguir a un fray Antonio de Guevara, consejero del césar Carlos, cuando acomete su «menosprecio de corte y alabanza de aldea», y a cuyo adanismo hortícola, aún hoy, no le faltarían adeptos; y tampoco nos hallamos ante la elusiva búsqueda de un más allá que, en el desdichado caso de Conan Doyle, otro autor predilecto de Serrallé, se quiso datar con literal escrúpulo. El adanismo de Serrallé es, en este sentido, anómalo. Y lo es por dos cuestiones de inmediato visibles: tanto por la forma en que el poeta regresa a una idealidad difusa –la «Sendra» de su infancia– como por el lugar donde esa fantasmagoría se opera. Véase, en este sentido, cómo termina su Todos los vientos el viento: «en lo más hondo de la tristeza os digo, / tienen que brillar unas cuantas / luces empujándonos / a ser felices. / Después de todo la felicidad / no parece tener otra esencia / que vivir». Antes ha escrito, sin embargo, en Pasar la juventud envejeciendo (perdóneseme la profusión de citas): «Ah, vosotros, oídme, ángeles / de la memoria: en el vértice / de vuestro vuelo permanezca / aquella alegría siempre / presente, sus doradas / cenizas, el mejor de todos / nuestros desasimientos». Queda clara, pues, la estrategia del poeta para volver, de algún modo, a una alegría pretérita. Esta estrategia es vivir, vivir atropelladamente y sin resuello, mientras el tiempo arde en nuestro pecho. No hay des-

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plazamiento geográfico (el exotismo decimonono y su decantación oriental); no hay una ponderación del pasado («el Medievo enorme y delicado» de Verlaine; las golondrinas viajeras de Bécquer, que se llevaron, junto a la dicha, nuestros nombres). Tampoco hay un yo infantil, a quien se requiere inútilmente. Con mayor practicidad, el poeta ha establecido una forma concreta de adanismo: un adanismo, ya se ha señalado, cuya eficacia, cuya felicidad, «no parece tener otra esencia / que vivir». Una vida, por lo demás, que no habrá de desarrollarse en una lejanía propicia, vagamente virgiliana, sino en el ardiente callejero de la ciudad del poeta. También en el de otras muchas ciudades, Venecia, París, la Edimburgo de Stevenson y De Quincey, pero cuyo vínculo con este nuevo Adán posmoderno es el mismo: en Poe, en Baudelaire, el hombre de la modernidad habrá de encontrarse vertido ya en la multitud, hecho él mismo escalofrío, agotador y masa indistinta. Para este poeta impar que es José Daniel M. Serrallé, el hombre es hombre en tanto que recuperado, en tanto que reconstruido por las líneas de un ordenado laberinto. Y es Adán por cuanto se quiere hombre primero, retrepado a su nostalgia; pero es hijo de la infecta y gloriosa Babilonia, porque sólo viviendo en sus calles ha encontrado el poeta una forma, quizá la única, de convocar y duplicar, extraña hechicería, la silueta y el bulto de todos nuestros fantasmas. Que esto sea una novedad no quiere decir, necesariamente, que tal innovación sea valiosa. Y, sin embargo, estas líneas van dedicadas a subrayar dicha valía, así como el extraño hallazgo de una imparidad gozosa y ambulante, cruzada, en ocasiones, por una alegre y educada ferocidad. Vale decir, por un violento y desgarrado entusiasmo. Proust, llevado de Freud, y ambos de Morelli y RusCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

kin, idearon esa extraña forma de reconstrucción, centelleante y «vana» (vana porque era un fragilísimo sortilegio aquello que la sustentaba), que pudiéramos llamar «impresionismo» literario, y que no era sino una refinada inducción, erigida desde un detalle significante, pero que servía para convocar, ya el tembloroso mundo de Guermantes, ya la Venecia del siglo xiii, extraída de los relieves de un capitel, ya la voluta oscura de nuestro subconsciente, que Freud representará, no por error, como una dura y anfractuosa arqueología. Nada hay en estos formidables esfuerzos que oculten la naturaleza elusiva de sus frutos. Nada hay, en suma, que niegue su carácter especulativo. Todos ellos, por lo demás, han rebajado el rango del hombre, como hijo último de la divinidad, como afligido médium de una naturaleza, cuyo mensaje, no obstante, ya no alcanzamos a entender. Comenzado el xx, esa misma derrota es la que nos presentan, a un tiempo, Perutz y Hofmannsthal. Este Serrallé de ahora, sin embargo, sabe ya que el único modo de convocar un esplendor antiguo, la felicidad juvenil, es reproduciendo, de algún modo, sus condiciones. Esto es, saliendo a buscar, como en un museo nocturno, la pieza y el resplandor soñados (recordemos la visita nocturna del Sire, armado con antorchas, y fingiéndose en una gruta romana, a la soberbia escultura del Laocoonte, rapiñada en las guerras napoleónicas). Es aquí, pues, donde debemos reconocer, antes de que se agoten las presentes líneas –y antes de que se extinga la atribulada paciencia del lector–, que la poesía de Serrallé es una poesía de fuerte intelectualismo. Pero un intelectualismo, un ejercicio de minuciosa indagatoria, presentado con un gracioso gesto de cordialidad y desgana. Los versos de Serrallé son, por lo común, de pe-

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riodo largo y enormemente matizados. Recuerdan, así, la compleja arboladura poética e intelectiva de Cernuda. Porque es el tiempo, su brillo y su reflujo, el modo mismo en que el hombre, en que el poeta, se despliega y opaca entre sus agujas, lo que aquí se resuelve. Qué cosa sea el tiempo, y qué forma de perdurabilidad adquiere, si la adquiere, y la belleza son acaso los temas principales de una poesía, repito, vivida a ultranza. El poeta Serrallé es poeta en tanto que vivo, en tanto que melancólicamente urgido por una luz y unos cuerpos. De sus poemas últimos, quizá se desprenda una mayor conformidad con la injuria del mundo y con la paradójica marcha de los días. Es, sin embargo, el áspero reobrar del tiempo, su arquitectura en hélice, la que se presenta otra vez ante

el lector, de la mano del poeta: «Cerca y lejos, como si de repente / sintieras el cuerpo –hace tanto ido– / de la infancia, otra vez sobre las aguas / verdes y frías que llevan al castro […]». Destaquemos, en fin, que es también la amistad, como un vino alborotador y honesto, aquello que José Daniel M. Serrallé ha querido salvar en sus poemas. Poemas donde el amor, el dolor, la hermosura del mundo han encontrado un eco reposado, un lugar preeminente y como al trasluz, y donde el hombre es heredero del hombre, no su angustiada sombra. Poemas, por esto mismo, cuya solemne precisión remite a un orden mayor, a una nervadura secreta; bajo cuyo imperio, el escritor y la tropa ambulatoria y encendida que lo acompaña no acaban de imaginarse como extraños.

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Santos Juliá Vida y tiempo de Manuel Azaña. 1880-1940 Taurus, Madrid, 2018 584 páginas, 21.15 €

Restauración de Manuel Azaña Por DANIEL B. BRO Lo bueno de la historia es que casi siempre podemos descubrir algún documento más, o verla desde otro ángulo, con otros ojos, como se dice popular y acertadamente. Baile de máscaras, la historia cambia, pero ¿qué hay de verdad en ella? Vale decir: ¿cuál es su verdadera realidad? No hay más remedio que mirar lo que hay, con ojos lo más desprejuiciados posible, y, al mismo tiempo, procurar imaginar e interpretar, porque de la historia sólo nos quedan (cuando no es memoria) documentos: piedras, pinturas, escritos diversos, cosas sin tiempo, sin apenas relación entre ellas salvo a través de nosotros. Cierto, de la historia ya propia del siglo xx, disponemos de filmes y, en ocasiones, de grabaciones sonoras. Podemos ver a Lenin, a Stalin, a Churchill, dando discursos, dirigiéndose en momentos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

claves a las masas. Es una riqueza de información que no tenemos de los protagonistas del inmenso pasado anterior. Así y todo, la capacidad para tergiversar en función de los intereses, sean personales o ideológicos, es inmensa. ¿Por qué? Son muchos los factores que influyen, pero no es éste el tema de la reseña. Manuel Azaña (1880-1940) ha sido durante muchos años un enigma para la cultura política española. O un monigote. Como extranjero, cuando llegué, hace ya tiempo, escuché afirmaciones sobre Azaña que luego los estudios más objetivos han desmontado por completo, sobre todo el primer libro de Santos Juliá dedicado a la vida política de Azaña desde 1936 a 1939, donde cometió el error, como él mismo ha dicho y corrigió en el libro que ahora comentamos, de olvidar

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la formación política del que sería el primer presidente de la Segunda República, y también su vida desde que cruzó los Pirineos hacia su corto y significativo exilio. En breve: el libro de Juliá supone una erudita investigación de la aportación de Azaña al derrocamiento de la monarquía de Alfonso XIII, al equilibrio democrático apoyando en la tríada República-democracia-reforma, y en su inocencia en los hechos del nacionalismo catalán en el primer semestre de la Guerra Civil; además de que la tensión y divergencia con el presidente del Gobierno, Negrín, durante la guerra y sobre todo al final, como comentaremos más adelante. A esto habría que sumar la sutil y exacta aclaración de la política de Azaña frente a la Iglesia, que no fue la de alentar la quema de iglesias y menos la de asesinatos de curas, que a otros corresponden, sino la de la laificación del Estado. Cuando Azaña afirma que España ha dejado de ser católica, lo que está diciendo no es que la gente no tenga derecho a creer en Cristo, sino que el Estado español no es ni puede ser, para ser democrático, religioso. Todo eso fue tergiversado, sin duda, en principio, porque la Iglesia perdía el poder en la educación y en los poderes del Estado, y más tarde, durante la guerra y en los años posteriores a ésta, porque interesaba convertir a Azaña, un hombre reformista, laico y moderado, en un ogro lleno de soberbia, revanchismo y otros pingajos que, como muestra muy bien Juliá, no se compadecen bien con la realidad. Cuando nuestro recientemente desaparecido historiador era joven, Ramón Carande le dijo en Sevilla que era muy importante que se leyera las obras de Azaña. Eso fue lo que él hizo y no dejó de hacer nunca, y además de los dos libros que hemos mencionado, siguió escribiendo algunos ensayos complementarios que nos han mostra-

do que Manuel Azaña fue tal vez el político más inteligente, atento a la realidad, ajeno a dogmatismos ideológicos, y reformista republicano, que ha dado la historia de España durante todo el siglo xx. Además, hombre sensible, quiso evitar la guerra, y cuando no fue posible, concluirla pidiendo la mediación de Inglaterra y Francia, con el fin de que no hubiera más muerte y destrucción y se lograra un pacto de no venganza al final, porque él temía desde un principio, como escribió y dijo reiteradamente, que Franco se vengaría en la población resistente. Así fue. Azaña perdió a su madre a los nueve años, y un año después a su padre. Ávido lector desde su infancia en Alcalá de Henares, cultivó la soledad y desarrolló una cierta timidez creciendo en la casa de sus abuelos. Posteriormente a sus estudios de bachiller, fue internado en los Agustinos de El Escorial, cuyos años, al sesgo, dejó testimoniados en El jardín de los frailes (1927), años que lograron que religión y paisaje se le tornaran hostiles. Desde joven tuvo la sensación de que llegaba tarde, a la literatura, a la política, al amor. ¿Tal vez porque su vocación no estaba muy definida? ¿Por escepticismo? Azaña, una vez instalado en Madrid, y ya doctor en Derecho, frecuentó los cafés literarios y, sobre todo, el Ateneo, de una importancia grande en la política española y en su vida, tanto como la de él en la misma institución. Fue un espacio de diálogo y discusión que encauzó y formó muchas de las ideas de Azaña. Si Francisco Giner y Joaquín Costa habían priorizado la reforma de la escuela, y Ortega la de la educación superior, Azaña se preocupaba sobre todo del cambio radical, el del Estado, y no tardaría en afirmar que no había más camino que la democracia. Desde ahí, señala con lucidez, es desde donde hay que reformar y formar el res-

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to, democratizando, atendiendo la voluntad del pueblo. Afrancesado, al igual que Ortega, creía en una reconstitución liberal y en la necesidad de educar la conciencia pública española, como luego dirá, desde el más alto poder del Estado, que no sólo había que hacer democracia sino enseñarla. La cuestión era disipar todo poder arbitrario en la gobernación del Estado. En 1911 Azaña se instala en París becado para realizar diversos estudios sobre la historia del ejército francés, que desembocarían en su valioso Estudios de política francesa contemporánea, y asiste con enorme curiosidad a la actividad de la política francesa. La preocupación histórica de este enorme lector, estuvo centrada en el ocaso de la Edad Media y en los albores de la Edad Moderna. Vio cierto republicanismo español (algo que apunta también Ortega, creo recordar) en la Edad Media, roto y olvidado luego por la instauración de la monarquía de los Austrias. Como Cajal y tantos otros de su generación, fue aliadófilo, y casi más, francófilo, y desarrolló una activa campaña al respecto. Hay que destacar, para lo que realizaría luego, que Azaña no confiaba nada en la exaltación del héroe histórico, y de la superstición del caudillaje y que carecía de la «fe en el hombre maravilloso, sobre todo si ciñe la espada». Desconfiaba también del patriotismo, en su versión nacionalista, cuya actitud, pensaba, era el entusiasmo; su expresión, los alaridos; y sus rasgos característicos, su falta de entendimiento. Más o menos como ahora. Juliá nos define a Azaña no como un intelectual que desarrollara una obra teórica sino como un político «acostumbrado a pensar cada coyuntura presente desde una perspectiva histórica». Atendía a la tradición, pero para corregirla por la razón, o como diríamos hoy, por el pensamiento crítico. Esto CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

es importante, porque define a Azaña como alguien realista, como demostró a lo largo de su vida, sin que esto signifique conservadurismo, todo lo contrario: fue un reformista radical que tuvo en cuenta la historia, que no la ignoró, que no quiso edificar en el vacío. Quizás por eso fue cada vez más y más, un moderado liberal, reformista, que pensaba que España podría lograr la democracia sin derramamiento de sangre (como así ocurrió). Cuando Primo de Rivera se retiró del gobierno, en 1930, impulsado por el rey, saliendo la gente masivamente a la calle, Azaña observó que había un republicanismo difuso pero real. Tras las elecciones, en 1931 en la que la coalición republicano-socialista ganó y fue evidente la derrota monárquica, la calle se hizo eco entusiasta del nuevo signo político. El resto, lleno de movimientos y estrategias, es conocido hasta que el 14 de abril el gobierno provisional salió al balcón del Ministerio de la Gobernación proclamando la República española. Azaña interrumpió la novela que estaba escribiendo y a partir de ese momento, que le llevaría velozmente a la presidencia, toda su actividad sería política. No de manera improvisada, sino con conocimiento de causa, reformó al ejército, lleno de altos mandos costosos e inútiles, modernizando hasta cierto punto a la vieja estructura africanista. Algo, me atrevo a afirmar, que no se conseguiría hasta la entrada, con el gobierno del PSOE, en la OTAN. En breve: promulgación de la Constitución republicana y proclamación del Estado no católico. Azaña fue presidente de la República, presidente del Gobierno, ministro, y, como se sabe, último presidente de la República hasta el final de la guerra. De ese periodo dejó un diario, inserto en un periodo mayor que se inicia en 1911, con la monarquía, en el que da cuenta de muchas vicisitudes, ideas, discusiones,

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reservas, y a veces algo de altivez o desencanto que no siempre pueden ser entendidos adecuadamente si un estudio minucioso de su labor política y de su pensamiento, como el llevado a cabo en esta obra (y en el resto mencionado) por Santos Juliá. Algo más que recordar en esta síntesis necesariamente inexacta: la elaboración del Estatuto catalán, que es definido por la nueva Constitución como «región autónoma dentro del Estado español». El Estatuto, afirmaba, sale de la Constitución, algo que aclara bien su postura ante Cataluña, muy lejos de lo que quisieron pensar alevosamente los independentistas, y de lo que se piensa hoy de Azaña por sus herederos nacionalistas. La República, tal como la defendió, desmotó lo poderes de la Corona, de la Iglesia, el militarismo y el caciquismo, al menos, los tres aspectos últimos hasta donde se pudo, que no fue todo lo necesario, como bien se vio pronto. La República no fue, bien se sabe, todo reformas y avance en las libertades y democratización de las instituciones, sino que, desde el principio, la guerra de poderes e ideas fueron notables, a veces innobles y sordas. Huelgas generales no exentas de violencia, algaradas, intentos de golpes (1932) libertarios o revolución (Asturias, 1934), crímenes, ascenso de la derecha no republicana (CEDA), conspiraciones, en las que generales como Barrera, Cavalcanti, Goded, Sanjurjo y Franco ya andaba comprometidos, desgarraban el país, cuya gobernabilidad fue, desde el comienzo, relativa. Negrín pensó que la guerra la ganarían si resistían –a pesar de que era evidente que Franco se había apoderado pronto de más de la mitad del país–, sin duda tratando de for-

zar a que las potencias a intervenir. Azaña quiso y buscó una mediación y apoyo en Inglaterra y Francia, cuando la primera ya había mirado, en relación a la Alemana nazi, para otra parte y se negaba en apoyar a la República. Lo mismo Francia. La República se vio aislada, salvo por el apoyo discreto de Stalin, y bombardeada por la aviación nazi y fascista. Azaña sintió que la milicia era realmente heroica, pero sabía que no ganarían y quiso acabar cuanto antes llegando no a un armisticio, sino a un cese y acuerdo, evitando la venganza de los sublevados. Franco afirmó: «Rechazaré incluso entrar en contacto. Mis tropas avanzarán. La opción para el enemigo es la lucha o la rendición incondicional». Azaña lo supo muy bien: el patriotismo que representaba Franco era el militar, no era realmente fascista, sino propio del autoritarismo militar africanistas, inclinado a los desfiles militares y a la exaltación de la Virgen del Pilar. Tampoco confiaba en los comunistas. Azaña murió el 3 de noviembre de 1940, en Montauban antes de que la inquina de Serrano Suñer (él sí, un verdadero fascista cruzado de nazi) lo atrapara con la ayuda de la Gestapo y el gobierno de Pétain. Los militares de viejo cuño y la Iglesia se alzaron sobre una España destruida, expulsada, separada, humillada, vengativa. Azaña afirmó en sus últimos días que España tendría que esperar a nuevas generaciones para restañar tan devastadoras heridas. Lectura minuciosa y desapasionada (salvo con la voluntad de verdad), este libro supone una restauración de la vida y pensamiento de Azaña y nos abre las puertas a una mejor comprensión de ese periodo histórico. No es poco.

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Ignacio Aldecoa Cuentos completos Prólogo de Josefina R. Aldecoa Alfaguara/Penguin Random House, Barcelona, 2018 777 páginas, 24.90 €

El diorama de los desheredados Por EDUARDO MOGA Los Cuentos completos de Ignacio Aldecoa (1925-1969) son la tercera recopilación de sus relatos, tras las de Alicia Bleiberg en 1971 y la prologada y anotada por su viuda, Josefina R. Aldecoa, en 1995. Parece que ahora son definitivamente completos. Es un mamotreto: setenta y nueve narraciones, escritas entre 1948 y 1969, y repartidas en setecientas cuarenta páginas, más el prólogo publicado en 1995. Pero es también un acontecimiento editorial: una de esas operaciones que, sistemáticas, panorámicas, enriquecen la literatura de un país. Aunque lo que para mí constituye un acontecimiento editorial quizá no lo sea para muchos. De momento, no he tenido noticia de recepción crítica alguna: ni reseñas, ni comentarios, ni artículos, ni nada. (Los periódicos, en general, se dedican ahora a otras cosas, como CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

publicar poemas de los –y, sobre todo, las– jóvenes poetas digitales y youtubers que no hace mucho habrían abochornado a cualquier persona letrada, o entrevistas a lamentables maestros de esta generación lamentable). Y es una pena, porque Aldecoa ha sido –y sigue siendo, tal como está el patio– uno de los mejores narradores en español –de uno y otro lado del océano– del siglo xx. Para nuestra satisfacción, escribió mucho. A los relatos que incluye esta edición – algunos, muy largos, son casi nouvelles– se suma una destacada obra novelística, con títulos memorables como Gran Sol, Parte de una historia o Con el viento solano, que recuerdo haber leído, siendo adolescente, con la fascinación de quien se ve arrastrado al pedregal erizado de aristas, pero también

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aterciopelado de flores, de una palabra veraz y fulgurante. Aún sorprende más que una producción tan numerosa fuese escrita por alguien que murió a los cuarenta y cuatro años. Aldecoa fue otro, en aquellos terribles años, que se fue mucho antes de lo imaginable, como Luis Martín Santos o José Luis Hidalgo. Muchas cosas llaman la atención de Cuentos completos. En primer lugar, su condición coral, su naturaleza de obra multitudinaria, pero encajada, a la vez, en una horma reconocible y coherente. En este sentido, como asamblea de las múltiples voces de la lengua, es también una obra épica. Los relatos de Aldecoa conforman un vívido fresco de la España aldeana y tenebrosa de la segunda posguerra, de aquella España en la que, como decía otro escritor añorado, Manuel Vázquez Montalbán, a todo el mundo parecían olerle los pies. Sus protagonistas son, casi sin excepción, personas del pueblo, del pueblo más bajo: de lo que antes (ahora ya no sé) se llamaba proletariado, y hasta lumpenproletariado. Por las páginas de Cuentos completos desfilan los que trajinan la chatarra, los que cazan víboras y ratas en las cloacas para sacarse unos duros, los que viven en chabolas, los peones y los jornaleros, las criadas y las mujeres a las que pegan los maridos, los borrachines, los pícaros, los holgazanes, los enfermos del pecho o de revenido –como se llamaba entonces al cáncer–, los estudiantes alojados en pensiones que no pagan a sus caseros, los que aspiran a conseguir trabajo en la ciudad, los campesinos sin apenas campo que labrar, los vendedores de cualquier cosa, los aprendices de cualquier cosa, las cerilleras y las modistas, los marineros zarandeados por las tormentas y la poca pesca, las solteronas y las viudas, los niños que se despellejan las rodillas

en las calles de los pueblos, los que viajan en tercera clase, los soldados que no tienen ni para viajar en tercera clase, los fogoneros que alimentan al tren, los boxeadores de barrio –como el inolvidable Young Sánchez–, los cómicos de la legua y los faranduleros del tres al cuarto, los guardias civiles, los subalternos de los ayuntamientos, los gitanos, los artistillas fracasados, los dueños de figones, los novios que no pueden casarse porque no tienen dinero o el permiso de sus padres, los herbolarios y los curanderos, los poceros y los camioneros, los albañiles que se matan en la obra, los cobradores de tranvía, los que madrugan, los que no tienen donde ser enterrados; en suma, los pobres y desventurados, que en la España del medio siglo eran casi todos. A muchos los rodean otros personajes, mejor situados en el escalafón social, que los explotan, engañan o evitan: pequeños burgueses, menestrales, funcionarios. Y a todos los oprimen, como un miasma desdichado, las ideas que supura una sociedad en la que imperan la estulticia nacionalcatólica, el hambre y el instinto de supervivencia. Ignacio Aldecoa se sitúa, pues, en aquella literatura denominada social que pretendió denunciar la vida lúgubre, asordinada, en la que el franquismo y la miseria habían sumido a los españoles. Su forma de denunciarla no era otra que reflejarla: Aldecoa fue un espejo más en el camino, un espejo punzante y sanguíneo, como lo fueron otros realistas mesoseculares: Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, Jesús Fernández Santos, Luis Romero o Jesús López Pacheco, excelentes escritores hoy bastante dejados de la mano de Dios. Para Aldecoa, nos recuerda Josefina, las mejores universidades fueron las tabernas (aunque seguramente también habría estado de acuerdo con Faulkner, que opinaba que eran las casas de putas).

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No obstante el carácter deliciosamente callejero de la literatura de Ignacio Aldecoa, su prosa aparece bañada siempre de un espíritu poético. Él, de hecho, como tantos narradores, se inició en la poesía –publicó dos poemarios: Todavía la vida, en 1947, y La vida de las algas, dos años después– y fue amigo de postistas y hasta postista él mismo. Su lirismo se evidencia en las descripciones, afiladas y sutiles, fruto de una observación minuciosa. A veces es inmediatamente reconocible («De las colmenas del otoño se vertía, en el atardecer, el color de los campos. De las colmenas del otoño se endulzaban los ojos de una vaga melancolía. El crepúsculo ponía cresta de gallo a las cimas de los montes lejanos…», leemos en «La humilde vida de Sebastián Zafra»); en otras ocasiones se transfigura en un verbo tan plástico como preciso. Así se describe, por ejemplo, a un tal Pedro Lloros, un muerto de hambre como tantos, en «Los bienaventurados»: «Pedro Lloros estaba pasando el invierno a trancas y barrancas. Dormía bajo los puentes, con el alma en vilo de que se lo llevase una crecida. Le quedaban dos amigos; los otros estaban invernando en los calabozos. Andaba Pedro algo atosigado con los bronquios, que le silbaban como locomotoras. Iba vestido a la antigua usanza de los vagos: así, botas distintas y picañadas, pantalón con ventanas en el lipardi y balcones en las rodillas roñadas, elástico camuflado con cuadritos de diversos colores, bufanda de marino (asilo de bichejos), abrigo holgado, desflecado, tieso de coipe y de hechura militar. Se cubría con una manta de caballo y apoyaba la cabeza en un fardel con corruscos, camisas de verano, folletín de entretenimientos y lata para recibir sobrantes. Sus dos amigos también iban de uniforme. Los tres cubrían sus cabezas moras con minas de colador». CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Ignacio Aldecoa debía de pensar, con Josep Pla, que describir es mucho más difícil que opinar. Las opiniones son como las narices: todo el mundo tiene una. Pero describir requiere paciencia, sensibilidad y oficio, cualidades que no abundan entre la gente, y ni siquiera entre los escritores. Para que cuajen en un resultado feliz, Aldecoa se vale de una mirada taladradora, de una percepción porosa, de una curiosidad inagotable y de una compasión a prueba de bombas. El fruto son crónicas palpitantes y exactas –palpitantes por exactas– que nos impregnan al instante de su fuerza, que nos permiten ver y, gracias a esa visión, entender. Tres aspectos destacan especialmente en la obra cuentística de Aldecoa, y en toda su literatura: el vocabulario, la ironía y los diálogos. El primero luce siempre una adecuación insólita al tema tratado o al contexto en el que se desarrolla. Aldecoa conoce los lenguajes jergales –de los marineros, de los ferroviarios, de los labradores–, los dialectos, las germanías. Su conocimiento es tan vasto que muchas de las voces que emplea resultan hoy incomprensibles, al menos para mí, y hay que recurrir al diccionario para saber qué quieren decir «picañada», «lipardi» y «coipe» (y casi también «fardel con corruscos»), por no salir del fragmento transcrito. (He llegado a pensar en los traductores de Aldecoa, si es que los ha tenido o, como sería deseable, los hubiera de tener. ¿Cómo traducirían un pasaje como éste?: «–Si sale el norte a mediodía, barre las nubes y guiñará el ojo Lorenzo. –Pero el castellano no le va a dejar. ¿No oye cómo suenan las cornetas?»). Pero, además de ese conocimiento singular que le permite utilizar la palabra óptima, es decir, técnicamente idónea, para el objeto o la acción mencionados, Aldecoa posee otro, asimismo muy amplio, de los múltiples re-

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gistros de la lengua. El resultado es un léxico riquísimo, que permite una adjetivación vivificadora («desmandibulada risa», «fosfórica negrura», «una mesa de billar como un catafalco») y en el que conviven arcaísmos y cultismos, neologismos y coloquialismos, y donde destaca, por encima de todo, el habla popular, con sus giros, refranes y silencios, con la que nos persuade de que el narrador no es un escritor criado a los pechos de otros escritores, sino un desheredado que expone sus esperanzas, siempre frustradas, y sus infortunios, interminables. El habla popular se expresa, en estos Cuentos completos, en conversaciones secas, tableteantes. Los diálogos de Aldecoa están vivos, como sus personajes, y ambos, diálogos y personajes, se comunican esa viveza: se transfieren latido y verosimilitud. El diálogo, en literatura, es también muy difícil, aún más que la descripción. Pero para Aldecoa, como para Lezama Lima, sólo lo difícil es estimulante. Esa dificultad, no obstante, a él se le diluía en naturalidad: lo que cuenta, lo que dice, parece sencillo, surgido fluidamente de la contemplación: una escena de la vida diaria atrapada al vuelo, un pequeño sainete vecinal, un intríngulis domésti-

co, sin filosofías, y todo atravesado por cierto aire burlón –lo que antes he llamado ironía–, como si, a la vez que nos cuenta las descorazonadoras peripecias de sus criaturas, y hace que nos compadezcamos de ellas, se riera un poco de la maldad y la insignificancia que anida en todos nosotros, de las pretensiones y malandanzas a que conduce la necesidad. Aldecoa, en fin, no se equivoca nunca, o casi nunca. A veces es laísta; a veces –y esto es más grave– a sus cuentos les falta algo de punch, como si no fueran cuentos, en realidad, sino crónicas, testimonios, escenas de un diario. Pero su prosa, enérgica, fluye siempre con suavidad, sin que la ennegrezcan metáforas exageradas, caídas de tensión, tropezones sentimentales, vocablos imprecisos, nudos sintácticos, puntuaciones vacilantes, excursos innecesarios, ambigüedades. Las acciones se suceden con ilación. Los personajes se expresan inteligiblemente. Todo está bien articulado; todo, aun lo horroroso, aun lo contradictorio, está bien dicho. Cuentos completos es un regalo para el lector que quiera asomarse a un mundo, acaso ya periclitado, pero del que somos herederos, por la ventana privilegiada de una prosa sin error.

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Andrea Pitzer Una larga noche. Historia global de los campos de concentración La Esfera de los Libros, Madrid, 2018 528 páginas, 34.90 €

Vigilados y castigados: una historia escorada de los campos de concentración Por GERARDO FERNÁNDEZ FE Hay un personaje en la novela Archipiélagos (Tusquets, 2015), de Abilio Estévez, a la que se le mueren los dos hijos jimaguas, de consunción, secos por dentro, en medio de fiebres, durante la reconcentración de Weyler, en Jaruco, Cuba, a finales del siglo xix. Se llama Filita y vaga como si Dios «le hubiera concedido la recompensa de ser una víctima». «La viruela y el beriberi liquidan a los reconcentrados con suprema facilidad», apunta Pedro Marqués de Armas en La vida trunca del Coronel Felino (Aduana Vieja, 2016), igualmente enfocado en ese momento en la historia cubana en el que aparecen las alambradas, las barracas, los salvoconductos y el goteo continuo de cadáveres. «Muchos se convertían en momias taciturnas», leemos. De maneras diferentes, estos dos libros se detienen en una decisión política y miCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

litar que, según Andrea Pitzer en Una larga noche. Historia global de los campos de concentración, inaugura la secuencia de estos espacios dedicados a la reducción de civiles que parte de lo ideado por el capitán general español, Arsenio Martínez Campos, y llevado a la práctica por el general Valeriano Weyler. En efecto, todo comienza con Weyler. Que el desarrollo de estos espacios del horror se deba a un hijo de médico que vivía fascinado por las cirugías y las autopsias, es algo que llamará la atención del lector más inadvertido. «La historia de los campos de concentración –apunta ella– parte de Cuba, se disemina como ondas concéntricas por el mundo y regresa luego a la isla: sus ecos alcanzan a los seis continentes y casi a todos los países del mundo».

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Solo que Pitzer no reconoce haber leído esta teoría –que no es la única– en un libro anterior, Le siècle de camps (2000), de Joël Kotek y Pierre Rigoulot. Las cuatro veces que la autora cita este estudio, lo hace para referirse a campos instalados en Siria, Irak, España, Italia y un abanico de naciones comunistas en diferentes momentos del siglo xx. Sin embargo, Kotek y Rigoulot ya habían señalado a la cubana como «la primera concentración masiva de una categoría de civiles en un espacio limitado y vigilado», por lo que advierten que, cuando años más tarde Europa se indigne contra los campos erigidos por los británicos durante la guerra de los bóeres, muchos recordarán «la referencia cubana» como fuente de inspiración de los británicos y como ejemplo de su inhumanidad. «Este estudio parte de Cuba y de Sudáfrica, a finales del siglo xix –insiste Andrea Pitzer–, y cruza el planeta para regresar finalmente a las costas de la Bahía de Guantánamo un siglo después […]». Le interesa conducir al lector al relato de sus propios viajes en 2015 a la base naval estadounidense enclavada en el extremo oriental cubano y a las ramificaciones menos transparentes de la política antiterrorista de los gobiernos de Estados Unidos a partir del 11 de septiembre de 2001. El plan de Weyler, convertido en lo adelante en paradigma del horror, no era otro que aislar a una buena parte de la población para evitar que colaboraran con los insurgentes. Por eso, al llegar a La Habana en febrero de 1896, acusa a los civiles de espiar a los españoles y de alertar a los mambises. Se imponía corregir el escenario mediante una operación quirúrgica. Su arribo respondía a una situación de Ausnahmezustand, al mismo apelativo de «estado de excepción» que

dictaduras e incluso democracias han empleado en adelante para reducir, concentrar e incluso aniquilar a los indeseados. Coincide –Pitzer lo tiene claro– con el final del siglo xix, el auge de la industrialización, el surgimiento de las armas automáticas y el invento del alambre de espino. A estas innovaciones técnicas se les sumarían el perfeccionamiento de la salud pública (en la entrada de algunos de estos primeros campos se habilitaron «puestos de desinfección» para descontaminar a los campesinos) y la eclosión del censo como herramienta de control, así como los automatismos sociales y la eficacia burocrática. En lo adelante, Una larga noche se detendrá en la implantación de una política de «reconcentración», similar a la de Weyler, por parte de Estados Unidos en Filipinas, supuestamente para proteger a los ciudadanos de las tropelías de los insurgentes. «Es una consecuencia deplorable pero inevitable de la guerra –escribía el general J. Franklin Bell en diciembre de 1901–. Deben pagar justos por pecadores». La autora también dedicará sus páginas a los más de ciento quince mil setecientos nacionales de raza negra que habían sido retenidos en sesenta y seis campos de concentración levantados por el Imperio británico durante la Segunda Guerra de los Bóer, en Sudáfrica, en la frontera entre el siglo xix y el xx; así como a los campos que Alemania instaló en el África Suroccidental entre 1904 y 1907, durante los levantamientos de los hereros y los nama contra el dominio colonial. «Todos debían llevar etiquetas de metal, marcadas y numeradas; todos se hacinaban en minúsculos refugios», apunta Pitzer ante lo que considera el prolegómeno más ajustado de los Konzentrationslager que el nazismo haría célebres décadas después.

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Luego la periodista se detiene en el campo de internamiento de Knockaloe, en la isla de Man, donde veintitrés mil varones extranjeros provenientes de países enemigos del Reino Unido fueron encerrados en plena Primera Guerra Mundial. «Miles de personas que no eran sospechosas de comportamientos delictivos se encontraron de repente sujetos a medidas y disciplinas militares», escribe Pitzer. Sólo que al finalizar la contienda, no pocos gobiernos mantuvieron la filosofía de detener y recluir a civiles únicamente como un plan de «higiene social». La Primera Guerra Mundial –precisa la autora– implantó un modelo de internamiento «casi benigno» para grupos enteros de ciudadanos, visto por muchos como «un inconveniente necesario al servicio de una causa nacional». Uno de los momentos más interesantes de este libro se produce cuando Andrea Pitzer sugiere que la creación de los campos nazis se debe a una «fantasía vengativa» que ya se dejaba ver desde la fundación de ese partido, cuando en septiembre de 1920, en la cervecería Münchner-Kindl-Keller, el futuro Führer adelantaba el plan de construir campos para enviar a los enemigos del proyecto nacionalsocialista. «En Sudáfrica, los británicos deportaron a setenta y seis mil mujeres y niños a campos de concentración», habría exclamado el orador. ¿Podría achacarse la decisión de establecer el sistema del Konzentrationslager a la supuesta obsesión de Hitler por la muerte de ciudadanos alemanes en los campos británicos en África, veinte años atrás, así como por el calvario de los suyos en campos de Francia y Reino Unido durante y después de la Primera Guerra Mundial? El otro punto llamativo del libro está en el cuidado que, en una primera etapa, teCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

nían los líderes nazis de que sus campos no fueran comparados con lo que ya se conocía de sus similares en la URSS. A medida que se hacía evidente la ambición de Heinrich Himmler por mantener un estado permanente de terror, en 1933, poco después de la apertura del campo de Dachau, su comandante arengaba a los prisioneros sobre los rumores que corrían en los pueblos aledaños sobre las malas condiciones del lugar. Entonces a los nazis les preocupaba la opinión pública mundial; luego ya no. Y el tercer momento, revelador de lo que vendría después, da cuenta de la exposición itinerante titulada «El judío eterno», que a partir de noviembre de 1937 los nazis hicieron circular con imágenes y relatos, muchos de ellos inventados, sobre la supuesta depravación del pueblo judío. Al culpar a esta comunidad tanto de la falta de higiene en las ciudades como de las enfermedades, tanto del bolchevismo como del capitalismo, las largas filas estaban aseguradas y la asistencia al parecer se contó en cifras de cinco ceros. Lo demás es conocido por muchos: gitanos, judíos, comunistas, testigos de Jehová y homosexuales dieron con sus huesos en una decena de campos que fueron modernizándose, antes de que el más alto nivel del nazismo se reuniera en Wannsee, en 1942, para aprobar la «solución final» y que la teoría de la eugenesia, tan en boga en la época, llegara a su culmen. Según Pitzer, seis millones de judíos, siete millones de civiles soviéticos, casi dos millones de polacos no judíos y cerca de doscientos mil gitanos roma y sinti fueron fusilados, ahorcados o gaseados. Eso sí, varios de estos centros exhibían la expresión «Arbeit Macht Frei» (El trabajo los hará libres) en sus frontispicios. Retrocedamos con Andrea Pitzer veinte años atrás, justo cuando en 1923, Lenin,

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Trotsky y Stalin fundaban el Campo de Interés Especial en las islas Solovetsky, en el mar Blanco. Aquí era cosa de la policía secreta hacer trabajar a los desafectos al comunismo en la agricultura y en la industria maderera, al tiempo que se les reeducaba y se rehabilitaba para regresarlos de vuelta a la sociedad. Si bien la aniquilación física del diferente no estaba en el fundamento de estos campos, el comunismo se hizo experto en la aniquilación civil. En este punto, llama la atención cómo la prensa occidental, persuadida por la labor de propaganda de los cineastas soviéticos, es seducida por el empeño falsario de la edificación de un mundo mejor a base del trabajo abnegado. En 1936, el New York Times le dedicaba un amplísimo reportaje titulado «Domesticando el Ártico: el nuevo imperio de Rusia», al desarrollo industrial en el norte del país, con apenas «unos cuantos renglones a reconocer que eran unos “delincuentes convictos” los responsables de los trabajos ferroviarios y mineros en la nueva frontera», acota Pitzer. Aquello era el Gulag, la colectivización forzosa, los campos de concentración soviéticos en todo su esplendor, teóricamente en vigor hasta la muerte de Stalin en 1953, allí donde, según Anne Applebaum, hubo prisioneros que hasta optaban por cortarse las manos con tal de ser deshabilitados; un sistema macabro de opresión que redujo a dieciocho millones de personas y que se cobró la vida de entre un millón y medio y tres millones de ellas. Lo peor, según Pitzer, es que este vicio por los campos contaminó a medio planeta, y en plena Segunda Guerra Mundial no eran pocos los países que habilitaron los suyos para recluir a los extranjeros que consideraran una amenaza para la seguridad nacio-

nal. Francia reabrió los que había construido a inicios de siglo, Japón, Gran Bretaña y Canadá hicieron lo mismo junto a otra docena de países beligerantes o vinculados. En varios campos de detención ubicados en Crystal City, Texas, fueron internados ciudadanos japoneses, alemanes o italianos residentes en Estados Unidos o que este gobierno logró que fueran deportados desde América Central y Sudamérica. Pitzer estima que unos ciento veinte mil americano-nipones radicados en la Costa Oeste fueron recluidos en el Norte de California, Wyoming, Idaho, Arkansas y Utah. Apenas esa guerra concluyó y se fijaron los banderines de la Guerra Fría, en más de una docena de países de una supuesta izquierda los campos de trabajo empezaron a ser empleados como mecanismo de control y represión. El gulag soviético devenía modelo. Así, en Checoslovaquia, dice la autora que veintidós mil personas terminaron por desafectos en la mina de uranio de Jàchymov a partir de 1948; Corea del Norte se convirtió en el gran campo que sigue siendo en la actualidad, y China creyó despegar gracias al concepto maoísta de «reforma personal mediante el trabajo» y a la vinculación de los prisioneros con la producción. Para qué exterminarlos si podían aportar eternamente con su sudor a la patria. A estos les siguen Vietnam, cuyos detenidos debían leer textos de Marx, Lenin y Ho Chi Minh, y «confesar repetidamente todas sus faltas en público»; Camboya, donde el proyecto de utopía agraria sin clases sociales de los jemeres rojos aniquiló a casi dos millones de personas; o Cuba, un país al que Pitzer le asigna una «tradición prerrevolucionaria de campos» y en el que el naciente estado socialista inauguraba hacia 1965 unos doscientos campos de trabajos forzados bajo el

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eufemismo de Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), por donde pasaron cerca de treinta mil desafectos, homosexuales, inconformistas, católicos, protestantes, testigos de Jehová, hippies, y apáticos a la revolución de los barbudos. Pero, de esta isla del Caribe, lo que a Andrea Pitzer más le interesa es el uso que los gobiernos de Estados Unidos le dieron a la Base Naval de Guantánamo a partir de 2001: tanto por las condiciones físicas de las celdas «tipo perrera» del X-Ray Camp, como por lo que representa a su criterio la permanencia allí de más de un centenar de presuntos terroristas islamistas a espaldas de los procesos legales normalizados, así como por la «abrumadora» presencia de miles de empleados destinados a mantener una «maquinaria de la detención». «En el momento en el que el Pentágono renunció al artículo cinco de la Convención de Ginebra y a la audiencia judicial –fustiga ella–, el camino de las detenciones estadounidenses en la guerra contra el terroris-

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mo viró rápidamente y convirtió a Gitmo en un campo de concentración». Pitzer cree además que el empleo de Guantánamo como «emplazamiento perfecto para las detenciones extrajudiciales» fue recibido por la comunidad internacional con la misma consternación que hacia 1896 generó la reconcentración de Weyler en ese mismo país. Pero sabe que los campos, «como un virus astuto, evolucionan y mutan para sobrevivir». A estos del siglo xxi y a lo que llama «la reinvención de la tortura», la periodista le dedica un buen tercio de su libro, que termina desafortunadamente demasiado escorado de ese lado. Es de lamentar que el traductor de esta edición haya optado por usar en más de cien ocasiones el gentilicio «americano» («colonialismo americano», «ocupación americana», «ejército americano») para referirse muy erróneamente a lo concerniente a Estados Unidos. «No debe olvidarse que América es el nombre de todo el continente y son americanos todos los que lo habitan», apunta la RAE.

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Alberto Barrera Tyszka Mujeres que matan Random House, Madrid, 2019 208 páginas, 17.90 €

También matan las palabras Por JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ Si bien la internacionalización de la obra de Alberto Barrera Tyszka puede ubicarse alrededor del año 2006 cuando obtiene el premio Herralde de novela con La enfermedad, lo cierto es que ya desde los años ochenta del siglo pasado este autor transitaba por la creación literaria aunque centrado en otros modos de expresión verbal. En aquellos años, Barrera Tyszka formó parte de «Guaire», una de las referencias más importantes de la más reciente historia poética venezolana. Hablamos de una agrupación que junto Tráfico (grupo similar que sí alcanzó a realizar un manifiesto), expuso propuestas coloquialistas que no eran novedosas en el ámbito latinoamericano pero que resultaron perturbadoras dentro del contexto de la poesía realizada en Venezuela.

Guaire –nombre tomado del río de aguas negras que atraviesa Caracas como una corriente de hedores y deshechos– planteó en aquellos años ochenta la necesidad de trabajar una poesía volcada en la exterioridad, en los elementos más procaces de lo real, en las circunstancias más cotidianas del sujeto poético. Se trataba de impregnar el espacio del poema con la carne viva de la historia, el fragor de lo inmediato, el jadeo y el sudor de la crónica realista. Un modo de entender el acto poético que contrastaba con las apuestas más consolidadas de la lírica venezolana de aquellos años; apuestas encarnadas en autores como Vicente Gerbasi, Rafael Cadenas, Juan Sánchez Peláez, Hanni Ossott, Eugenio Montejo, Antonia Palacios, Alfredo Silva Estrada y Elizabeth Schon, entre otros, quienes, con matices signados por la diver-

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sidad, exploraban una expresión sostenida en la propia materia textual del poema como ente que se aproximaba a la realidad de manera oblicua. Barrera Tyszka fue parte activa de este movimiento que surgió entre otras razones por la influencia del poeta y profesor uruguayo Hugo Achugar, que ejerció sobre jóvenes creadores venezolanos una suerte de magisterio mediante el cual los situó frente a los postulados de la poesía conversacional o exteriorista que ya tenía un espacio privilegiado en América Latina. Nombres como Rafael Arráiz Lucca, Leonardo Padrón, Luis Enrique Pérez Oramas, Nelson Rivera y Armando Coll lo acompañaron en esta experiencia de expansión poética hacia los discursos más cotidianos de la realidad del país, si bien, desde el principio, Barrera Tyszka intentó el sostenimiento de una voz personal por encima de los postulados grupales. Su primer poemario, Amor que por demás (publicado en una curiosa edición conjunta con un poemario de Javier Lasarte en 1985), exhibía los elementos propios de los conversacional: regodeo amoroso; juegos con los lugares comunes del discurso cotidiano; reflejo de los temas noticiosos del momento; pero en poco tiempo, la escritura poética de Barrera Tyszka comenzó a asomar cierto gusto por la imagen, por la reflexión, por carnalidades literarias que excedían el proyecto original de Guaire. Parte de ese proceso puede atisbarse desde el instante en que Barrera Tyszka salta a lo narrativo (sin abandonar nunca su excelente escritura poética, que fue recogida en 2013 bajo el título de La inquietud). De hecho, el segundo título de su obra es Edición de lujo, volumen aparecido en Venezuela en 1990. Una colección de miniaturas narratiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

vas que abandona la referencia realista para entrar en el espacio literario forjado por autores como Monterroso o Arreola a partir del antiquísimo género del bestiario medieval. Volcado también durante esos años en la crónica y en el articulismo de opinión, es en 2001 cuando Barrera Tyzka publica su primera novela: También el corazón es un descuido, justo después de haber destruido un par de manuscritos anteriores en los que exploraba el relato negro y la comedia costumbrista. También el corazón es un descuido mostraba ya una gran eficacia narrativa y asomaban algunos de los temas de sus novelas posteriores: la belleza, la abyección, la frivolidad de un país, los escurridizos discursos de la verdad. Tal y como advertimos al principio de esta nota, la divulgación masiva de Barrera Tyszka como novelista sucedió a partir del premio Herralde otorgado en 2006 a La enfermedad. Libro sobre la fragilidad humana, sobre una sociedad convulsa en la que asoman la demagogia y el totalitarismo, a la vez que sus personajes experimentan un hecho tan humano como es la destrucción física. Novela que desemboca en un hermoso cuadro sobre la paternidad, sobre la incomunicación social, sobre las reacciones humanas y el duro aprendizaje del desgaste como anticipo de la muerte. Traducida a varios idiomas, La enfermedad obtuvo en China el premio al mejor libro del año en español en 2006 y también fue traducida y publicada en ese país, lo que consolidó la proyección internacional de este autor que en 2011 publica un nuevo libro: Rating, y que en 2015 obtiene un nuevo reconocimiento, el premio Tusquets por Patria o muerte, obra posteriormente traducida al francés, polaco, italiano, portugués, turco, inglés y alemán.

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Titulada como una de las más socorridas consignas del régimen militar chavista, Patria o muerte funciona como un caleidoscopio de la realidad venezolana en la que se atisban diversas capas de la realidad de una sociedad aturdida por el mesianismo de un líder que agoniza. Al igual que en La enfermedad, las heridas humanas del cuerpo reaparecen en esta pieza narrativa, pero ahora enfrentadas al hinchamiento egótico de un caudillo y a la perplejidad de las personas que padecen las consecuencias de los actos del gran líder. Un mundo sostenido en la vaciedad de sus discursos políticos se encuentra a punto de sucumbir; las reglas de convivencia han saltado hechas pedazos y sólo la voluntad del más fuerte impone las reglas de un país. Pero el elemento esencial de este libro es el ocultamiento de la enfermedad que humaniza al líder militar que ha ofrecido una delirante y eterna utopía en la que él escenificará siempre el papel de padre salvador. Imposible no reseñar también que un punto muy atractivo de esta novela es el modo en que la propia historia sirve como reflexión no sólo sobre el carisma del líder, sino sobre los elementos que actúan sobre una población que acepta y celebra ese carisma. ¿Qué mecanismos suceden dentro de los ciudadanos para que pospongan la verdad y las evidencias del deterioro, en función de privilegiar la hagiografía de un caudillo? ¿Qué parte del pensamiento humano suspende la reflexión sobre el mal, la opresión, la miseria, para enaltecer la emocionalidad de una supuesta venganza social? Así llegamos a la más reciente novela de Barrera Tyszka: Mujeres que matan, título recién aparecido en España y que ya circulaba en Latinoamérica desde meses atrás. Una pieza breve, de nuevo sostenida en una im-

pecable eficacia narrativa en la que cada capítulo es una incisión dolorosa en los ojos del lector. Con aires de thriller, pero con una musculatura narrativa que prescinde de informaciones pedagógicas, enumeraciones de datos o bloques informativos como suele suceder dentro de este género, Barrera Tyszka construye una novela caracterizada por su precisión y contundencia. A partir del tipo de voz narrativa que consolidó desde La enfermedad –frases cortas, adjetivación medida y ocasionales transiciones poéticas– esta historia, de nuevo, ingresa en los caminos parpadeantes e incontrolables de una belleza asediada por el poder político y el engaño. La sensación de asfixia en esta novela es todavía mayor que en las anteriores porque ahora la ciudad no tiene nombre; es una ciudad que puede ser todas las ciudades en las que un poder distante, fantasmal y omnipotente vigila con ojos curiosos las vidas empequeñecidas de sus habitantes. El efecto es claustrofóbico. Los personajes se saben vigilados, se saben controlados por seres inaprensibles que circulan por las calles sin dejar huellas inmediatas y que por eso mismo producen una impresión de control férreo e indoblegable. Dirigido por el Alto Mando, un organismo escurridizo y totalizador, el país innominado de estas páginas evoca los momentos más opresivos de 1984, la novela de George Orwell, incluso con los contrastes discursivos que brotan desde el poder cuando menciona que, gracias a su dirigencia, el hambre no existe mientras los personajes contemplan a la gente hurgando en las basuras a la caza de huesos roídos de pollo. Desde las altas instancias gubernamentales, existe un mundo unívoco cosido a las palabras: una felicidad heroica que no se escenifica en las calles. De allí que una especie

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de delirio general atraviesa esta obra: lo que se contempla no existe porque no se ha decretado su existencia. Lo que se vislumbra es mentira desde el momento en que el Alto Mando no lo refrenda. El espacio de libertad posible de los personajes de Mujeres que matan se constriñe a la intimidad. De allí que la novela se despliegue usualmente en espacios cerrados (apartamentos, habitaciones hospitalarias, despachos terapéuticos), como se aprecia en esa apertura de las primeras páginas con la descripción de una habitación de hotel. Recurso que se acentúa a través de una prosa que emplea con virtuosismo el recurso de las repeticiones, con lo que por momentos la acción se hace circular y se encoge dentro de sí misma, y que se refuerza con los títulos de los capítulos colocados (encerrados) entre paréntesis, como si se les resguardase dentro de un espacio de susurros, nada concluyente. Pero este clima de recogimiento o depresión contrasta con las acciones que disparan la novela: la investigación sobre los suicidios de mujeres que suceden en la ciudad, uno de los cuales es el eje de esta historia.

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Las personas se recogen en sí mismas y se resguardan, pero el relato salta vigoroso hacia delante con la urgencia del enigma que debe ser descifrado. La mirada del lector no puede despegarse de la imantación de estas páginas en las que se le ofrece un perturbador proceso especular, pues una de las claves del misterio de esta pieza narrativa es un club de lectura donde un grupo de mujeres se reúne para compartir impresiones sobre los volúmenes que acuerdan compartir algunas tardes. De este modo, la novela subraya que la ciudad se encuentra rodeada por la muerte, al punto que la muerte también puede leerse en las acciones de mujeres que leen para sobrevivir. Violencia, literatura, el hijo que inicia una búsqueda sobre la historia secreta de su madre, tragedia, venganza, justicia, los elementos de esta excelente novela se van sumando y dejan colar detalles deliciosos, como ese guiño quijotesco en el que un volumen de autoayuda produce el trastorno colectivo que de alguna manera explica el desarrollo global de Mujeres que matan. Barrera Tyzska de nuevo ha acertado con un brillante, inolvidable, libro.

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Paul Preston Un pueblo traicionado. España de 1874 a nuestros días. Corrupción, incompetencia política y división social Traducción de Jordi Ainaud Editorial Debate, Barcelona, 2019 776 páginas, 27.90 €

Preston. Entre corruptos e incompetentes Por ISABEL DE ARMAS «Esta es otra obra escrita por un historiador británico que ama a España y que se ha pasado los últimos cincuenta años estudiando su historia», nos dice el autor, Paul Preston, en la introducción de su sólido trabajo. También aquí nos informa de que su libro se inspira en el espíritu de Richard Ford, pero puntualiza que no comparte la interpretación simplista que se desprende de sus comparaciones entre una España oscurantista y una Gran Bretaña ideal. Por otra parte, entre los muchos españoles en los que también se apoya, Preston cita nombres como Lucas Mallada, Ricardo Macías Picavea, Joaquín Costa, Manuel Azaña y José Ortega y Gasset, personajes que forman parte de la llamada tercera España, tantas veces arrinconada y, en la actualidad, nuevamente achicada.

Este hispanista reconoce que la rica y trágica historia de España puede abordarse desde múltiples perspectivas y, en este caso, él trata de narrar las deficiencias de la clase política española. Su trabajo arranca con la restauración de los Borbones y Alfonso XII en 1874 hasta el inicio del reinado de su tataranieto Felipe VI en 2014. Su intención es ofrecer una historia completa y fiable de España haciendo hincapié en la forma en que el progreso del país «se ha visto obstaculizado –afirma con todo convencimiento– por la corrupción y la incompetencia política y demostrando que estas dos características han provocado una ruptura de la cohesión social que a menudo se ha tratado y exacerbado mediante el uso de la violencia por parte de las autoridades». Al profundizar en esta etapa de nuestra historia, Preston constata que,

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durante la Restauración, y todavía más, con la dictadura de Primo de Rivera, la corrupción institucional y una sombrosa incompetencia política fueron la norma, «lo que allanó el camino –escribe– para la instauración de la primera democracia en España: la Segunda República». Seguidamente comprueba que desde su instauración en 1931 hasta su fin en 1939, la corrupción fue «menos tóxica», aunque con esta afirmación no quiere decir que no existiera. Una muestra contundente de la misma es la figura de Juan March, que estuvo siempre detrás de la gran corrupción de la dictadura de Primo y permaneció activo durante la República, así como en las primeras décadas de la dictadura franquista. Otro tanto puede decirse de Alejandro Lerroux, un destacado político republicano que estaba a sueldo de March. Tras tres horribles años de Guerra Civil, para Preston, la victoria del general Franco «supuso el establecimiento de un régimen de terror y pillaje –dice textualmente– que les permitió, a él y a una élite de secuaces, saquear con impunidad, enriqueciéndose, al mismo tiempo que daban rienda suelta a la ineptitud política que prolongó el atraso económico de España hasta bien entrados los años cincuenta». Considera que el desastre de la autarquía fue clave para el atraso de nuestro país, hasta que en 1959 convencieron al dictador para que dejara en manos de otros la economía. Preston también señala que igualmente perjudicial para los intentos de España de alcanzar la modernidad fue la rémora de la Iglesia católica que, en las guerras civiles de los siglos xix y xx, siempre tomó partido contra las amenazas del liberalismo y la modernización. Efectivamente, asediada por un violento anticlericalismo popular y empobrecida por la desamortización de sus tierras en las décadas de 1830 y 1850, la Iglesia se alió con los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

poderosos. Llegados al siglo xx, la historia de la Iglesia en España es paralela a la del propio país. Casi todas las grandes convulsiones políticas de un periodo turbulento tuvieron su trasfondo religioso y «la jerarquía eclesiástica –puntualiza el autor– desempeñó en ellas un papel crucial y a menudo reaccionario». La primera parte del libro dedica un destacado espacio a la figura del cacique y a los caciques poderosos que controlaban provincias enteras. A escala provincial, este personaje era un intermediario privilegiado entre el Gobierno y los votantes. En los comienzos del siglo xx, Joaquín Costa denunció el caciquismo y la oligarquía como los principales problemas de España. Comparó al cacique con un cáncer o un tumor, una excrecencia antinatural en el cuerpo de la nación. «Por eso – decía– la clase política había podrido y arruinado a España mediante el caciquismo y sus prácticas corruptas, al obstruir las fuerzas del progreso y mantener así a la nación sumida en la servidumbre, la ignorancia y la miseria». El austero conservador Antonio Maura reaccionó a estas críticas con un intento de reformar la política española entre 1900 y 1910, mediante lo que se dio en llamar «la revolución desde arriba» con la intención de impedir que estallara una revolución catastrófica desde abajo. Así, en abril de 1903, en calidad de ministro de la Gobernación del gabinete Silvela, Maura supervisó las primeras elecciones «limpias» de la Restauración. «Abrió un boquete en las redes clientelares –escribe Preston– con el nombramiento de gobernadores civiles sin vínculos con los caciques locales». También el antiguo monopolio del poder político por parte de la oligarquía terrateniente quedaba cada vez más debilitado por la modernización industrial, pero los oligarcas no estaban dispuestos a rendirse con facilidad.

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En la segunda década del siglo xx, Preston apunta un breve tiempo en el que los obreros, los capitalistas y los militares parecieron unirse para limpiar la política española de la corrupción del caciquismo. «En el improbable caso –puntualiza– de que ese movimiento de tres frentes hubiese logrado crear un sistema político capaz de permitir un ajuste social, podría haberse evitado la guerra civil». De esta etapa histórica destaca como un factor importante a tener en cuenta, la frivolidad patente del rey y la difusión de la misma con la publicación del libro de Blasco Ibañez Alphonse XIII démasqué, publicado en varios idiomas e introducido de forma clandestina en España en grandes cantidades. El relato de sus actividades de ocio y esparcimiento –polo, vela, juegos de azar, carreras de caballos, mujeres…– contrastaba con las constantes lamentaciones del rey por su teórica pobreza. Alfonso, que gastaba mucho más de lo que recibía de la generosa asignación del Gobierno, también estaba involucrado en negocios corruptos y había avalado con su nombre varias empresas turbias. En septiembre de 1923, Primo de Rivera publicó un manifiesto contra el nepotismo y la corrupción del sistema político de la monarquía constitucional e invitaba al pueblo a denunciar toda «prevaricación, cohecho o inmoralidad» con la promesa de abrir un «proceso que castigue implacablemente a los que delinquieron contra la patria, corrompiéndola y deshonrándola». Una de sus primeras acciones fue la investigación sobre el tráfico de tabaco a gran escala y que, por tanto, se centró en Juan March. Tras alguna entrevista y diversas triquiñuelas, el mallorquín logró convencer a Primo de que su negocio de tabaco beneficiaría al Estado y de que el régimen sacaría más provecho de la colaboración que del conflicto con él. En

efecto, poco tiempo después, la empresa naviera de March, la Compañía Trasmediterránea, comenzó a recibir importantes subvenciones del Gobierno, su empresa Petróleos Porto Pi se benefició de un cambio de aranceles de los combustibles y, finalmente, se le concedió en 1927 el monopolio estatal de tabaco en Marruecos. Otras medidas que adoptó el régimen ostensiblemente dirigidas a erradicar el caciquismo también consolidaron el sistema y permitieron la supervivencia de la corrupción. En cuanto a ministros, altos cargos militares y elementos del partido único, la Unión Patriótica, no dudaban en utilizar su posición para conseguir sinecuras u obtener lucrativos contratos gubernamentales. Preston observa que, a medida que pasaba el tiempo, la corrupción gubernamental se hacía cada vez más habitual, «por no decir frenética –escribe–, ya que era evidente que el régimen tenía los días contados». Sin embargo, entre los puntos positivos de la dictadura, aquí se apuntan: los incrementos salariales, la mejora de los servicios sociales y la reducción del paro, y el impulso a la construcción de viviendas baratas, medidas que contribuyeron a neutralizar la radicalización de la clase obrera, al disfrutar ésta de cierta prosperidad. Durante los años de la Segunda República, la corrupción de Juan March no cesó. Tuvo sus problemas y persecuciones pero con su poderío económico siempre consiguió salir a flote. La República tenía un enemigo fabulosamente rico y poderoso, hasta tal punto que, Jaume Carner llegó a expresar en las Cortes: «O la República le somete o él somete a la República». Otro de los puntales de la corrupción durante los años republicanos fue Alejandro Lerroux. De él y sus diputados Azaña decía que crearon una oficina, que él llamó de «alumbramiento de empleos», para distri-

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buir favores estatales, monopolios, licitaciones públicas, licencias, etcétera. Tras los tres dramáticos años de la Guerra Civil, Preston afirma que la corrupción estaba en todas partes. Parece ser que cuando el utópico poeta falangista Dionisio Ridruejo fue recibido por Franco después de regresar de la División Azul, informó que, entre sus compañeros, había muchas críticas a la corrupción en España, a lo que Franco respondió sin inmutarse que, en otros tiempos, los vencedores eran recompensados con títulos nobiliarios y tierras, pero como eso era difícil entonces, tenía contentos a sus seguidores haciendo la vista gorda ante la venalidad. Es decir, veía la corrupción como un mal menor sin importancia. Poco después de la Navidad de 1949, el general Varela le propuso a Franco que pusiera coto a la corrupción del régimen otorgando más libertad a la prensa y a las Cortes. El generalísimo objetó que las consecuencias negativas serían peores. «La corrupción –comenta el autor– era un instrumento central de su poder». Estas páginas también hablan de la corrupción de la familia Franco, que aumentó de forma significativa cuando su hija Carmen se casó en 1950 con el doctor Cristóbal Martínez Bordiú. Después de 1953, el Caudillo dejó cada vez más a otros la monotonía del gobierno cotidiano y siguió haciendo caso omiso de la corrupción, ya fuera de sus cargos políticos o de su familia, eso sí, siempre que los corruptos le demostraran una lealtad absoluta. Finalmente, Preston afirma que Franco murió rico, con una fortuna de unos cuatrocientos millones de euros, a precios de 2015. Del periodo de la Transición, el autor nos cuenta que, a pesar del contexto hostil legado por Franco, se consiguió crear un marco constitucional y unas estructuras de autonomía regional con considerable espíritu de abnegación y cooperación. A pesar de los enorCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

mes obstáculos del golpismo y el terrorismo, con las elecciones de octubre de 1982, la transición se dio por terminada. La clase política tenía que empezar a enfrentarse a problemas sociales y económicos a largo plazo, así como a las divisiones relacionadas con el legado de la Guerra Civil, las hostilidades entre el nacionalismo español y los periféricos, y la lacre permanente de la corrupción. En las elecciones de 1982, el PSOE consiguió una holgada mayoría absoluta. Se hicieron cosas positivas pero no dejó de facilitarse la corrupción, hasta el punto de que llegó a afectar a la práctica totalidad de las instituciones del país, desde la monarquía hasta los principales partidos políticos, pasando por la banca, la patronal, los sindicatos y las administraciones locales. Los muchos escándalos llevaron al declive y hundimiento del Partido Socialista. Seguidamente, Aznar llegó al poder con el compromiso de ofrecer un «Gobierno limpio». Sin embargo, los nombramientos –a menudo, de sus amigos personales– pusieron en tela de juicio la sinceridad de su lucha contra la corrupción. Las cotas de corrupción que se han llegado a alcanzar mientras el PP ha estado en el poder tampoco se han quedado cortas. En estas páginas se recogen, con detalle aunque de forma sintética, los asuntos más importantes. Otros partidos, aparte del PP y el PSOE, han estado asimismo involucrados en prácticas corruptas. El caso de CIU y los delitos de la familia Pujol tal vez sea el más pasmoso. La indignación de la opinión pública por la corrupción generalizada de la clase política y su ineptitud ha ido en aumento en los últimos años. Urge, más que nunca, que se resuelvan ambos morrocotudos problemas para que nuestra sociedad funcione con saneada marcha. Paul Preston así lo desea, nosotros también.

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