Moby-Dick O; La Ballena

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MOBY-DICK O; LA BALLE NA HERMAN MELVILLE

grijalbo


MOBY DICK O; LA BALLENA Herman Melville


MOBY DICK Herman Melville Título original: Moby-Dick; or the whale Traducción de José María Valverde Ilustraciones de Fernando Gallego Outón Ediciones Perdidas Asociación cultural Libros de Arena Camino de los Espejos 51 04131 Retamar – Almería www.librosdearena.es


ÍNDICE

I. — Espejismos.....................................................................5 II.— El saco de marinero.....................................................9 III.— La Posada del Chorro..............................................13 IV.— La colcha....................................................................26 V.— Desayuno.....................................................................29 VI.— La calle.......................................................................31 VII.— La capilla..................................................................33 VIII.— El púlpito................................................................35 IX.— El sermón..................................................................37 X.— Un amigo entrañable.................................................45 XI.— Camisón de dormir..................................................49 XII.— Biográfico.................................................................50 XIII.— Carretilla.................................................................52 XIV.— Nantucket................................................................56 XV.— Caldereta de pescado..............................................58 XVI.— El barco...................................................................61 XVII.— El Ramadán..........................................................73 XVIII.— Su señal................................................................78 XIX.— El profeta................................................................81 XX.— En plena agitación..................................................84 XXI.— Yendo a bordo........................................................86 XXII.— Feliz Navidad........................................................89 XXIII.— La costa a sotavento...........................................93 XXIV.— El abogado defensor...........................................94 XXV.— Apéndice................................................................98 XXVI.— Caballeros y escuderos......................................99 XXVII.— Caballeros y escuderos...................................102


Etimología Proporcionada por un difunto Auxiliar tísico de un Instituto Aquel pálido Auxiliar... raído de traje, de corazón, de cuerpo y de cerebro: le estoy viendo ahora. Siempre estaba desempolvando sus viejos diccionarios y gramáticas, con un extraño pañuelo, burlona—mente embellecido con todas las alegres banderas de todas las naciones conocidas del mundo. Le gustaba desempolvar sus viejas gramáticas: no se sabe cómo, eso le recordaba suavemente su mortalidad. «Cuando os proponéis dar lecciones a otros y enseñarles con qué nombre se llama en nuestra lengua a la ballena — whale—, dejándoos por ignorancia la letra H, que casi por sí sola constituye el significado de la palabra, decís algo que no es verdadero.» Hakluyt «WHALE... en sueco y danés, hval. Este animal se nombra así por su redondez y su modo de revolcarse, pues en danés hvalt es arqueado o abovedado.» Diccionario de webster «WHALE... Procede más inmediatamente del holandés y alemán Wallen; anglosajónWalwian, rodar, revolcarse.» Diccionario de richardson


MOBY-DICK O; LA BALLENA I.—ESPEJISMOS Llamadme ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano. Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua. Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí? Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear

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MOBY-DICK O; LA BALLENA al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos? Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra con lagos. Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres esté sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese hombre, haced que mueva las piernas, e infaliblemente os llevará al agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna vez tengáis sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra caravana está provista por casualidad de un cultivador de la metafísica. Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre. Pero aquí hay un artista. Desea pintaros el trozo de paisaje más soñador, más sombrío, más callado, más encantador de todo el valle del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea? Ahí están sus árboles cada cual con su tronco hueco, como si hubiera dentro un ermitaño y un crucifijo; ahí duerme su pradera, y allí duermen sus ganados; y de aquella casita se eleva un humo soñoliento. Hundiéndose en lejanos bosques, serpentea un revuelto sendero, hasta alcanzar estribaciones sobrepuestas de montañas que se bañan en el azul que las envuelve. Pero aunque la imagen se presente en tal arrobo, y aunque ese pino deje caer sus suspiros como hojas sobre esa cabeza de pastor, todo sería vano, sin embargo, si los ojos del pastor no estuvieran fijos en la mágica corriente que tiene delante. Id a visitar las praderas en junio, cuando, a lo largo de veintenas y veintenas de millas, andáis vadeando hasta la rodilla entre tigridias: ¿cuál es el único encanto que falta? El agua, ¡no hay allí una gota de agua! Si el Niágara no fuera más que una catarata de arena ¿recorreríais vuestras mil millas para verlo? ¿Por qué el pobre poeta de Tennessee, al recibir inesperadamente un par de puñados de plata, deliberó si comprarse un abrigo, que le hacía mucha falta, o invertir el dinero en una excursión a pie hasta la playa de Rockaway? ¿Por qué casi todos los muchachos sanos y robustos, con alma sana y robusta, se vuelven locos un día u otro por ir al mar? ¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros, sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dije- ron que, en unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el

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MOBY-DICK O; LA BALLENA mar? ¿Por qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que todo esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la vemos nosotros mismos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la clave de todo ello. Ahora, cuando digo que tengo costumbre de hacerme a la mar cada vez que empiezo a tener los ojos nebulosos y que empiezo a darme demasiada cuenta de mis pulmones, no quiero que se infiera que me hago jamás a la mar como pasajero. Pues para ir como pasajero, por fuerza se ha de tener bolsa, y una bolsa no es más que un trapo si no se lleva algo dentro. Además, los pasajeros se marean, se ponen pendencieros, no duermen por las noches, y en general, no lo pasan muy bien: no, nunca voy como pasajero; ni, aunque estoy bastante hecho al agua salada, tampoco me hago jamás a la mar como comodoro, como capitán ni como cocinero. Cedo la gloria y distinción de tales cargos a aquellos a quienes les gusten. Por mi parte, abomino de todas las honorables y respetables fatigas, pruebas y tribulaciones de cualquier especie. Todo lo que sé hacer es cuidarme de mí mismo, sin cuidarme de barcos, barcas, bergantines, gole- tas, y todo lo demás. Y en cuanto a ir de cocinero —aunque confieso que hay en ello considerable gloria, porque un cocinero es a bordo una especie de oficial—, no sé por qué, sin embargo, nunca se me ha antojado asar pollos, por más que, una vez asados, juiciosamente untados de manteca, y legalmente salpimentados, no haya nadie que hable de un pollo asado con más respeto, por no decir con más reverencia, que yo. A causa de las manías idólatras de los antiguos egipcios por el ibis a la parrilla y por el hipopótamo asado, se pueden ver las momias de esas criaturas en sus grandes hornos, que eran las pirámides. No: cuando me hago a la mar, voy como simple marinero, delante del mástil, al fondo del castillo de proa, o allá arriba en el mastelero de juanete. Cierto es que me dan muchas órdenes y me hacen saltar de verga en verga como un saltamontes en un prado de mayo. Y al principio, este tipo de cosas es bastante desagradable. Le toca a uno en su sentido del honor, especialmente si uno procede de una familia establecida desde antiguo en el país, los Van Rensselaer, los Randolph o los Hardicanute. Y más aún si antes mismo de meter la mano en el cubo del alquitrán, ha estado uno hecho un señor como maestro rural, dando miedo a los muchachos más grandullones. La transición es dura, os lo aseguro, de maestro de escuela a marinero, y se requiere una recia infusión de Séneca y de los estoicos para hacerle a uno

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MOBY-DICK O; LA BALLENA capaz de sonreír y aguantarlo. Pero hasta eso se pasa con el tiempo. ¿Qué ocurre, si algún viejo tacaño de capitán me manda traer la escoba y barrer la cubierta? ¿A cuánto asciende esta indignidad, quiero decir, pesada en las balanzas del Nuevo Testamento? ¿Creéis que el arcángel Gabriel me va a tener en me- nos porque obedezca con prontitud y respeto a aquel viejo tacaño en ese caso particular? ¿Quién no es esclavo? Decídmelo. Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más que me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo está muy bien; que todos los demás, de un modo o de otro, reciben algo parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el porrazo universal pasa de uno a otro, y todos los hombres deberían restregarse la espalda unos a otros, y quedar contentos. Además, yo siempre me hago a la mar como marinero porque se empeñan en pagarme por la molestia, mientras, que yo sepa, jamás pagan un solo penique a los pasajeros. Al contra- rio, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal. Pero que le paguen a uno, ¿qué se puede comprar con esto? Es realmente maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición! Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero a causa del sano ejercicio y del aire puro que hay en la cubierta del castillo de proa. Pues como, en este mundo, los vientos de proa son mucho más dominantes que los vientos de popa (es decir, si no se viola jamás la máxima pitagórica), así, casi siempre el comodoro en el alcázar recibe su atmósfera de segunda mano, procedente de los marineros del castillo de proa. Él cree que es el primero que respiraría, pero no es así. De modo muy parecido, la comunidad conduce a sus jefes en muchas otras cosas, mientras que sus jefes lo sospechan muy poco. Pero por qué ocurrió que, después de haber olido la mar muchas veces como marino mercante, ahora se me metiera en la cabeza ir en una expedición ballenera, eso lo puede contestar mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados que tiene constante vigilancia sobre mí, y me rastrea secretamente, y me influye de algún modo inexplicable. Y no cabe duda de que el marcharme en ese viaje ballenero formaba parte del programa general de la Providencia que estaba trazado hacía mucho tiempo. Llegaba como una especie

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de breve intermedio de solista entre interpretaciones más amplias. Supongo que esa parte del cartel debía estar hecha de un modo parecido a éste: Reñidas Elecciones para la Presidencia de Estados Unidos expedición ballenera, por un tal ismael sangrienta batalla en afganistán Aunque no sé decir por qué razón precisa esos directores de escena que son los Hados me eligieron para tan mezquino papel en una expedición ballenera, mientras que a. otros les reservaban para esplendorosos papeles en elevadas tragedias, o para breves y fáciles papeles en comedias elegantes, o para papeles divertidos en farsas; aunque no sé decir por qué precisamente fue así, sin embargo, ahora que evoco todas las circunstancias, creo que puedo penetrar un poco en los resortes y motivos que, al presentárseme astutamente bajo diversos disfraces, me indujeron a disponerme a representar el papel que he hecho, además de lisonjearme con la ilusión de que era una elección resultante de mi propio y recto libre albedrió y de mi juicio discriminatorio. El principal de estos motivos fue la abrumadora idea del gran cetáceo en sí mismo. Tan portentoso y misterioso monstruo despertaba toda mi curiosidad. Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su masa de isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena: todas estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mí deseo. Quizá, para otros hombres, tales cosas no hubieran sido atractivas, pero en cuanto a mí, estoy atormentado por el perenne prurito de las cosas re- motas. Sueño con navegar por mares prohibidos y abordar costas bárbaras. Por no ignorar lo que es bueno, me doy cuenta en seguida de los horrores, pero puedo mantenerme en su compañía, si me dejan, ya que está bien mantenerse en términos amistosos con todos los residentes del lugar en que uno se aloja. A causa de todo esto, entonces, el viaje ballenero fue muy bien acogido; se abrieron de par en par las grandes compuertas del mundo de las maravillas, y en las locas manías que me arrastraron hacia mi designio, flotaban, de dos en dos, en lo más hondo de mi alma, interminables procesiones de cetáceos, y en medio de todos, un gran fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire. II.— EL SACO DE MARINERO metí una camisa o dos en mi viejo saco de marinero, me lo encajé bajo el brazo, y zarpé hacia el cabo de Hornos y el Pacífico. Abandonando la buena ciudad de los antiguos Manhattos, arribé debidamente a New Bedford. Era una noche de sábado, en diciembre. Muy

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MOBY-DICK O; LA BALLENA decepcionado quedé al saber que el pequeño paquebote para Nantucket ya se había hecho a la vela y que hasta el lunes siguiente no se ofrecía medio de alcanzar ese lugar. Como la mayor parte de los jóvenes candidatos a las penas y castigos de la pesca de la ballena se detienen en el mismo New Bedford, para embarcarse desde allí para su viaje, no está de más contar que, por mi parte, no tenía idea de hacerlo así. Pues mi ánimo estaba resuelto a no navegar sino en un barco de Nantucket, porque había un no sé qué de hermoso y turbulento en todo lo relacionado con esa antigua y famosa isla, que me era sorprendentemente grato. Además, aunque New Bedford, en los últimos tiempos, ha ido monopolizando poco a poco el negocio de la pesca de ballenas, y aunque en este asunto la pobre y vieja Nantucket ya se le ha quedado muy atrás, con todo, Nantucket era su gran modelo, la Tiro de esta Cartago, el sitio donde se varó la primera ballena muerta de América. ¿De dónde, si no de Nantucket, partieron por primera vez aquellos balleneros aborígenes, los pieles rojas, para perseguir con sus canoas al leviatán? ¿Y de dónde también, si no de Nantucket, partió aquella primera pequeña balandra aventurera, parcialmente cargada de guijarros, transportados —así cuenta la historia—para tirárselos a las ballenas y observar si estaban bastante cerca como para arriesgar un arpón desde el bauprés? Ahora, teniendo por delante una noche, un día y otra no- che siguiente en New Bedford antes de poder embarcar para mi puerto de destino, me tuve que preocupar de dónde iba a comer y dormir mientras tanto. Hacía una noche de aspecto muy dudoso, mejor dicho, muy oscura y lúgubre, triste y con un frío que mordía. No conocía a nadie allí. Con ansiosos rezones había sondeado mi bolsillo, y sólo había sacado unas pocas monedas de plata. «Así, donde quiera que vayas, Ismael —me dije a mí mismo, parado en medio de una desolada calle con el saco al hombro, y comparando la tiniebla al norte con la oscuridad al sur—, donde quiera que, en tu sabiduría, decidas que vas a alojarte esta noche, mi querido Ismael, ten cuidado de preguntar el precio, y no seas demasiado delicado.» Con pasos vacilantes recorrí las calles, y pasé ante la muestra de Los Arpones Cruzados, pero allí parecía muy caro y espléndido. Más allá, por las luminosas ventanas rojas de la Posada del Pez Espada, salían tan fervientes rayos que parecían haber fundido la nieve y el hielo amontonados ante la casa, pues en todos los demás sitios la helada endurecida formaba un pavimento duro como el asfalto, de diez pulgadas de espesor; bastante fatigoso para mí, al dar con los pies contra sus empedernidos salientes, porque, del duro e implacable servicio,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA las suelas de mis botas estaban en situación lamentable. «Demasiado caro y espléndido», volví a pensar, parándome un momento a observar el ancho fulgor en la calle, y a escuchar el ruido de los vasos que tintineaban dentro. «Pero sigue allá, Ismael —me dije por fin—; ¿no oyes? Quítate de delante de la puerta; estás estorbando la entrada con tus botas remendadas.» Así que continué adelante. Ahora, por instinto, seguía las calles que me llevaban a la orilla, pues así sin duda estarían las posadas más baratas, si no las más gratas. ¡Qué desoladas calles! Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro, y acá y allá, una vela, como una vela ante un sepulcro. A esa hora de la noche, y en sábado, aquel barrio de la ciudad aparecía desierto. Pero por fin llegué ante una luz que, con mucho humo, salía de un edificio bajo y ancho, cuya puerta estaba invitadoramente abierta. Tenía un aspecto descuidado, como si se destinara a uso del público; así que entré y lo primero que hice fue tropezar con una caja de cenizas en el zaguán. «¡Ah! —pensé, mientras las partículas volantes casi me sofocaban—, ¿son estas cenizas de aquella ciudad destruida, Gomorra? Pero ¿”Los Arpones Cruzados” y “El Pez Espada”? Entonces es preciso que esto se llame “La Nasa”.» Sin embargo, me incorporé, y, oyendo dentro una sonora voz, empujé y abrí una segunda puerta interior. Parecía el gran Parlamento Negro reunido en Tofet. Cien caras negras se volvieron en sus filas para mirar; y más allá, un negro Ángel del Juicio golpeaba un libro en un púlpito. Era una iglesia de negros, y el texto que comentaba el predicador era sobre la negrura de las tinieblas, y el llanto y el rechinar de dientes que habría allí. «¡Ah, Ismael —murmuré, retrocediendo para salir—, mala diversión en la muestra de “La Nasa’!» Siguiendo adelante, al fin llegué ante una débil especie de luz, no lejos de los muelles, y escuché un desesperado chirrido en el aire; y al levantar los ojos, vi una muestra que se balanceaba sobre la puerta, con una pintura blanca encima, representando débilmente un chorro alto y derecho de rociada nebulosa, con estas palabras debajo: «Posada del Chorro. Peter Coffin». «¿El chorro de la ballena? ¿Coffin, el ataúd? Bastante fatídico en esta situación precisa —pensé—. Pero es un apellido corriente en Nantucket, según dicen, y supongo que este Peter será uno que ha venido de allí.» Como la luz estaba tan desmayada, y el lugar, a aquellas horas, resultaba bastante tranquilo, y la propia casita de madera carcomida

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MOBY-DICK O; LA BALLENA parecía como si la hubieran traído en carro desde las ruinas de algún distrito incendiado, y puesto que la muestra balanceante tenía un modo de rechinar como herido por la miseria, pensé que allí era el sitio adecuado para obtener alojamiento barato y el mejor café de guisantes. Era un sitio extraño; una vieja casa, acabada en buhardillas en pico, con un lado hemipléjico, por así decir, e inclinándose lamentablemente. Quedaba en una esquina abrupta y desolada, donde el tempestuoso viento Euroclydón aullaba peor que nunca lo hiciera en torno a la zarandeada embarcación del pobre Pablo. «Juzgando ese tempestuoso viento llamado Euro- clydón — dice un antiguo escritor de cuyas obras poseo el único ejemplar conservado—, resulta haber una maravillosa diferencia si lo miras desde una ventana con cristal, donde la helada queda toda en el lado de fuera, o si lo observas por una ventana sin bastidor, donde la helada está en los dos lados, y cuyo único cristalero es la inexorable Muerte.» «Muy cierto —pensé, al venírseme a la cabeza ese pasaje—; muy bien que razonas, viejo mamotreto. Sí, estos ojos son ventanas, y este cuerpo mío es una casa. Pero ¡qué lástima que no hayan calafateado las grietas y agujeros, metiendo acá y allá un poco de hilas!» Sin embargo, ya es tarde para hacer mejoras ahora. El universo está concluido; la clave está en su sitio, y se han llevado en carro los escombros hace un millón de años. Aquí, el pobre Lázaro, castañeteando los dientes, con el borde de la acera por almohada, y sacudiéndose de encima los harapos al tiritar, podría taparse ambos oídos con trapos, y meterse en la boca una panocha, y sin embargo eso no le pondría al resguardo del tempestuoso Euroclydón. « ¡Euroclydón!», dice el viejo Epulón, en su manto de seda roja —luego tuvo otro cobertor aún más rojo—. «¡Bah, bah! ¡Qué hermosa noche de helada; cómo centellea Orión; qué luces al norte! Ya pueden hablar de los climas estivales de oriente, como perpetuos invernaderos; a mí que me den el privilegio de hacerme mi propio verano con mis propios carbones.» Pero ¿qué piensa Lázaro? ¿Puede calentarse las azuladas manos levantándolas hacia las grandiosas luces del norte? ¿No preferiría Lázaro estar en Sumatra que aquí? ¿No preferiría con mucho tenderse cuan largo es siguiendo la línea ecuatorial?; ah, sí, ¡oh dioses!, ¿descender al mismísimo abismo terrible, con tal de escapar de esta helada? Ahora bien, que Lázaro esté tendido, varado en la acera ante la puerta de Epulón, eso es más asombroso que si un iceberg se encallase en una de las Molucas. Sin embargo, el propio Epulón vive también como un zar en un palacio de hielo hecho de suspiros congelados,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA y, siendo presidente de una sociedad antialcohólica, sólo bebe tibias lágrimas de huérfanos. Pero basta ya de estos gimoteos; nos vamos a la pesca de la ballena, y todavía habremos de tenerlos de sobra. Rasquémonos el hielo de nuestros congelados pies, y veamos qué clase de sitio puede ser esta Posada del Chorro. III.— LA POSADA DEL CHORRO Al entrar en esta Posada del Chorro, coronada de buhardillas, uno se encontraba en un ancho vestíbulo, bajo e irregular, lleno de entablamentos pasados de moda, que recordaban las amuradas de alguna vieja embarcación desechada. A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo tan enteramente ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales luces entrecruzadas con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente estudio y de una serie de visitas sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender su significado. Había tan inexplicables masas de sombras y claroscuros, que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso, en los tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos embrujado. Pero a fuerza de mucho contemplar con empeño, y de abrir del todo la ventanita al fondo del vestíbulo, se llegaba por fin a la conclusión de que tal idea, por descabellada que fuera, podría no carecer completamente de fundamento. Pero lo que más desconcertaba y confundía era una masa negra, larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del cuadro, sobre tres líneas azules, borrosas y verticales, en medio de una fermentación innominada. Ciertamente, un cuadro aguanoso, empapado, pútrido, capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él una suerte de sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable, que le pegaba a uno por completo al cuadro, hasta que involuntariamente se juramentaba uno consigo mismo para descubrir qué quería decir esa maravillosa pintura. De vez en cuando, cruzaba como una flecha alguna idea brillante, pero ¡ay!, engañosa: «Es el mar Negro en noche de galerna», «Es el combate antinatural de los cuatro elementos primitivos», «Es un matorral maldito», «Es una escena invernal hiperbórea», «Es la irrupción de la corriente del Tiempo, rompiendo el hielo». Pero todas esas fantasías cedían ante aquel portentoso no sé qué había en el centro del cuadro. Una vez averiguado aquello, lo demás estaría claro. Pero, alto ahí: ¿no muestra un leve parecido con un gigantesco pez? ¿Incluso, con el propio gran Leviatán? Efectivamente, la intención del artista parecía ésa: conclusiva opinión

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MOBY-DICK O; LA BALLENA mía, basada en parte sobre las opiniones reunidas de diversas personas ancianas con quienes conversé sobre el tema. El cuadro representa un navío del Pacífico, en un gran huracán; el barco, medio sumergido, se revuelve allí en las aguas, con sus tres mástiles desmantelados solamente visibles; y una ballena exasperada, al intentar dar un salto limpiamente sobre la embarcación, se ha empalado en los tres mastelerillos. La pared de enfrente, en este zaguán, se había decorado toda ella con una pagana ostentación de monstruosos dardos y rompecabezas. Algunos estaban densamente incrustados de dientes brillantes, pareciendo sierras de marfil; otros estaban coronados con mechones de pelo humano; uno tenía forma de guadaña, con un amplio mango que barría en torno como el sector que deja en la hierba recién segada un segador de largos brazos. Uno se estremecía al mirar, preguntándose qué monstruoso caníbal salvaje podría haber ido jamás a cosechar muerte con tan horrible herramienta tajadora. Mezclados con esto, había viejos y enmohecidos arpones balleneros, deformados y rotos. Algunos eran armas con mucha historia. Con aquella vieja lanza, ahora brutalmente torcida, cincuenta años antes, Nathan Swain mató quince ballenas de sol a sol. Y ese arpón — ahora tan parecido a un sacacorchos— se lanzó en mares de Java, y lo arrastró una ballena que años después fue muerta a la altura del cabo del Blanco. El hierro primitivo había entrado junto a la cola, y como una aguja móvil dentro del cuerpo de un hombre, había viajado sus buenos cuarenta pies, hasta que por fin se encontró incrustada en la joroba. Cruzando este sombrío vestíbulo, y a lo largo de ese pasadizo de arcos bajos abierto a través de lo que en tiempos antiguos debió ser una gran chimenea central con hogares alrededor, se entra en la sala común. Ésta es un lugar aún más sombrío, con tan pesadas vigas por encima, y tan agrietadas tablas viejas por debajo, que uno casi se imaginaría que pisa la enfermería de alguna vieja embarcación, sobre todo en tal noche ululante, cuando esa vieja Arca, anclada en su esquina, se balanceaba tan furiosamente. A un lado había una mesa, larga y baja, a modo de estantería, cubierta de recipientes de cristal resquebrajado, llenos de polvorientas rarezas reunidas desde los más remotos rincones del ancho mundo. Asomando desde el ángulo más apartado de la sala, queda una guarida de aspecto sombrío, el bar; tosco intento de semejanza de una cabeza de ballena. Sea como sea, allí está el vasto hueso en arco de la mandíbula de la ballena, tan amplio que casi podría pasar un coche por debajo. Dentro hay sucios estantes, con filas, alrededor, de viejos frascos, botellas y garrafas; y en esas mandíbulas de fulminante aniquilación, como otro maldito

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Jonás (nombre por el que, efectivamente, le llaman), se atarea un hombrecillo viejo y marchito, que vende a los marineros, a cambio de sus dineros, delirios y muerte. Abominables son los vasos en que escancia su ponzoña. Aunque por fuera son cilindros verdes, por dentro esos villanos vidrios verdes, como ojos pasmados, se van ahusando engañosamente hacia abajo, hasta un fondo tramposo. Líneas geográficas de paralelos, groseramente grabadas en el cristal, rodean esos cuencos de salteadores de caminos. Llenando hasta esta señal, no hay que pagar más que un penique; hasta aquí, un penique más; y así sucesivamente, hasta el vaso lleno, la medida total, como pasando el cabo de Hornos, que se puede ingurgitar por un chelín. Al entrar en aquel sitio, encontré cierto número de marineros jóvenes reunidos alrededor de una mesa, examinando, a una luz mortecina, diversas muestras de skrimshander. Busqué al patrón, y al decirle que deseaba que me hiciera el favor de un cuarto, recibí como respuesta que su casa estaba llena: ni una cama sin ocupar. —Pero espere —añadió, dándose un golpe en la frente—; ¿no tendrá inconveniente en compartir la manta con un arponero, eh? Supongo que va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas cosas. Le dije que no me había gustado nunca dormir de dos en dos; que si lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el arponero, y que si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el arponero no era decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando por una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la mitad de la manta de cualquier hombre decente. —Ya lo suponía. Muy bien: siéntese. ¿Va a cenar?, ¿quiere cenar? La cena estará en seguida. Me senté en un viejo banco de madera, todo tallado como un banco de Battery. En un extremo, un meditativo lobo de mar seguía adornándolo con su navaja de muelles, inclinado y despachando diligentemente el trabajo en el espacio entre las piernas. Estaba probando su habilidad en un barco a toda vela, pero me pareció que no adelantaba gran cosa. Por lo menos cuatro o cinco de nosotros fuimos convocados a comer en el cuarto adyacente. Estaba tan frío como Islandia; no había fuego en absoluto: el patrón decía que no se lo podía permitir. Nada más que dos lúgubres candelas de sebo, cada cual envuelta en un papel. Nos apresuramos a abotonarnos nuestros chaquetones, y a llevarnos a los labios talas de té abrasador, con nuestros dedos medio helados. Pero la comida fue del género más sustancioso; no sólo carne

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MOBY-DICK O; LA BALLENA con patatas, sino albóndigas: ¡Santo Cielo!, ¡albóndigas de cena! Un tipo joven de gabán verde se dirigió a estas albóndigas del modo más amenazador. —Muchacho —dijo el patrón—, como que me tengo que morir, que vas a tener pesadillas. —Patrón —susurré yo—, no es éste el arponero, ¿no? —Oh, no —dijo, con cara diabólicamente divertida—, el arponero es un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más que filetes, y le gustan crudos. —Demonio de gusto —dije—. ¿Dónde está ese arponero? ¿Está aquí? —Estará antes de mucho —fue la respuesta. No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas sobre ese arponero «de color oscuro». En cualquier caso, decidí que si resultaba que teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la cama antes que yo. Terminada la cena, el grupo volvió a la sala del bar, donde, no sabiendo qué hacer de mí mismo, decidí pasar el resto de la velada como observador. Pero después se oyó fuera un ruido de motín. Levantándose sobresaltado, el patrón exclamó: —Es la tripulación del Grampus. Lo he visto anunciado a lo largo de esta mañana; un viaje de tres años, con el barco lleno. ¡Hurra, muchachos; ahora tendremos las últimas noticias de las Fidji! Se oyó en el vestíbulo un pisoteo de botas de mar; se abrió la puerta de par en par, y entró en tropel un grupo salvaje de marineros. Envueltos en sus ásperos capotes de guardia, y con las cabezas abrigadas con pasamontañas de lana, remendados y harapientos, y con la barba rígida de carámbanos, parecían una erupción de osos del Labrador. Acababan de desembarcar, y ésta era la primera casa en que entraban. No es extraño, pues, que se lanzaran derechos a la boca de la ballena, el bar, donde el pequeño, viejo y arrugado Jonás que allí oficiaba, pronto les escanció vasos llenos a todos a la redonda. Uno se quejaba de un fuerte resfriado de cabeza, para el cual Jonás le mezcló una poción de ginebra y melaza que parecía pez, y juró que era una cura soberana para todos los resfriados y catarros, cualesquiera que fueran, sin importar su antigüedad, ni si se habían contraído a la altura de la costa del Labrador, o al socaire de una isla de hielo. La bebida pronto se les subió a la cabeza, como suele ocurrir con los más curtidos bebedores recién desembarcados del mar, y empezaron a hacer cabriolas alrededor, del modo más estrepitoso. Observé, sin embargo, que uno de ellos se mantenía un tanto apartado, y aunque parecía deseoso de no estropear el buen humor de

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MOBY-DICK O; LA BALLENA sus compañeros de tripulación con su cara sobria, no obstante, en conjunto evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me interesó en seguida; y como los dioses marinos habían dispuesto que pronto se convirtiera en compañero mío de tripulación (aunque sólo compañero de dormir, por lo que se refiere a esta narración), me atreveré aquí a una pequeña descripción de él. Tenía sus buenos seis pies de alto, con nobles hombros, y un pecho como una ataguía. Rara vez he visto tanto músculo en un hombre. Tenía la cara muy morena y tostada, haciendo resplandecer por contraste sus blancos dien- tes, mientras que en las profundas sombras de sus ojos flotaban algunas reminiscencias que no parecían darle mucha alegría. Su voz anunciaba en seguida que era un sueño y, por su buena estatura, pensé que debía ser uno de esos altos montañeses del Alleghenian Ridge, en Virginia. Cuando la disipación de sus compañeros llegó a su cumbre, el hombre se deslizó fuera, inadvertido, y no le volví a ver hasta que fue mi camarada en el mar. Al cabo de pocos minutos, sin embargo, sus compañeros le echaron de menos, y como al parecer, no se sabe por qué, era su gran predilecto, empezaron a gritar: —¡Bulkington! ¡Bulkington!, ¿dónde está Bulkington? — y salieron de la casa como flechas en su seguimiento. Eran entonces alrededor de las nueve, y como la sala parecía casi sobrenaturalmente callada tras de esas orgías, empecé a felicitarme por un pequeño plan que se me había ocurrido antes mismo de que entraran los marineros. A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad, uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un des- conocido extraño, en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel. Cuanto más cavilaba sobre ese arponero, más aborrecía la idea de dormir con él. Era lícito presumir que, siendo arponero, sus lanas o linos, según fuera el caso, no serían de lo más limpio, ni, desde luego, de lo más delicado. Empecé a sentir picores por todas partes. Además, se iba haciendo tarde, y mi decente arponero debería estar en casa y yendo rumbo a la cama. Supongamos ahora que cayera sobre

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MOBY-DICK O; LA BALLENA mí a medianoche, ¿cómo podría yo decir de qué vil agujero venía? —¡Patrón! He cambiado de idea sobre ese arponero. No voy a dormir con él. Probaré este banco. —Como quiera; siento no poder dejarle un mantel como colchón, y esta tabla de aquí es muy áspera y molesta... — tocando los nudos y bultos—. Pero espere un poco, Skrimshander; tengo un cepillo de carpintero ahí en el bar; espere, digo, y le pondré bastante a gusto. Diciendo así, buscó el cepillo, y con su viejo pañuelo de seda desempolvó primero el banco, y se puso vigorosamente a alisarme la cama, haciendo muecas mientras tanto como un mono. Las virutas volaban a derecha e izquierda, hasta que, por fin, el filo del cepillo chocó contra un nudo indestructible. El patrón estuvo a punto de dislocarse la muñeca, y yo le dije que lo dejara, por lo más sagrado; la cama ya estaba bastante blanda para mí, y no sabía cómo ningún acepillado del mundo podía convertir en edredón una tabla de pino. Así que, reuniendo las virutas con otra mueca, y echándolas a la gran estufa de en medio de la sala, se marchó a sus asuntos, y me dejó en negras reflexiones. Tomé entonces medidas al banco, y encontré que le faltaba un pie de largo, aunque eso se podía arreglar con una silla. Pero también le faltaba un pie de ancho, y el otro banco del cuarto era unas cuatro pulgadas más alto que el cepillado, de modo que no se podían emparejar. Entonces puse el primer banco a lo largo del único espacio libre contra la pared, dejando un pequeño intervalo en medio para poder acomodar la espalda. Pero pronto encontré que venía hacia mí tal corriente de aire frío, desde el hueco de la ventana, que ese plan no iba a servir en absoluto, sobre todo, dado que otra corriente, desde la des- vencijada puerta, salía al encuentro de la de la ventana, y ambas juntas formaban una serie de pequeños torbellinos en inmediata proximidad al lugar donde había pensado pasar la noche. «El demonio se lleve a ese arponero —pensé—, pero, un momento, ¿no podría sacarle una ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No parecía mala idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché. Pues ¿quién podría decir que a la mañana siguiente, tan pronto como yo saliera del cuarto corriendo, el, arponero no iba a estar plantado en la entrada, dispuesto a derribarme de un golpe? Sin embargo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo ocasión posible de pasar una noche tolerable a no ser en la cama de otra persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando prejuicios injustificados contra ese desco- nocido arponero. Pensé:

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MOBY-DICK O; LA BALLENA «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse». Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi arponero. —¡Patrón! —dije—: ¿qué clase de muchacho es éste? ¿Siempre vuelve a tan altas horas? —Ya eran casi las doce. El patrón volvió a risotear con su mezquina risita, y pareció enormemente divertido por algo que escapaba a mi comprensión. —No —contestó—, generalmente es pájaro madrugador: se acuesta pronto y se levanta pronto; sí, es un pájaro de los que cogen el gusano. Pero esta noche ha ido a vender, ya ve, y no comprendo qué demonios le hace retrasarse tanto, a no ser, quizá, que no pueda vender su cabeza. —¿Que no puede vender su cabeza? ¿Qué clase de embauco me cuenta? —Y me entró una furia creciente—. ¿Intenta decirme, patrón, que ese arponero se dedica realmente, esta bendita noche de sábado, o mejor dicho, esta mañana de domingo, a vender su cabeza por la ciudad? —Eso es, exactamente —dijo el patrón—, y ya le dije que no la podría vender aquí; que hay demasiadas existencias en el mercado. —¿De qué? —grité. —De cabezas, claro; ¿no hay demasiadas cabezas en este mundo? —Escuche lo que le digo, patrón —dije, con toda calma— sería mejor que dejase de contarme esos cuentos; no estoy tan verde. —Es posible —y sacó un palo y se puso a afilarlo en mondadientes—, pero me imagino que ese arponero le dejaría negro si lo oyera hablar mal de su cabeza. —Yo se la romperé —dije, volviendo a encolerizarme ante esa inexplicable cháchara del patrón. —Ya está rota —dijo. —Rota —dije yo—; ¿quiere decir que está rota? —Claro, y ésa es la razón por la que no puede venderla, me parece. —Patrón —dije, levantándome hacia él, tan frío como el monte Hecla en una tormenta de nieve patrón— deje de afilar. Tenemos que entendernos usted y yo, y sin perder un momento. Llego a su casa y quiero una cama, y usted me dice que sólo puede darme media, y que la otra media pertenece a cierto arponero. Y sobre ese arponero, a quien todavía no he visto, se empeña en contarme las historias más mixtificadoras y desesperantes, para dar lugar a que yo

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MOBY-DICK O; LA BALLENA tenga una sensación incómoda hacia el hombre que me señala como compañero de cama; un tipo de relación, patrón, que es íntima y confidencial hasta el mayor extremo. Ahora le pido que me explique y me diga quién y qué es ese arponero, y si no hay ningún peligro en pasar la noche con él. Y, para empezar, tendrá la bondad de retirar esa historia de que vende su cabeza, que, si es verdad, entiendo que es suficiente evidencia de que el arponero está loco de atar, y no pienso dormir con un loco; y usted, patrón, a usted le digo, usted, señor, tratando de hacerlo así con todo conocimiento, se haría merecedor de ser perseguido por lo criminal. —Bueno —dijo el patrón, dando un amplio respiro—, es un sermón bastante largo para un compadre que de vez en cuando gasta un poco de broma. Pero esté tranquilo, esté tranquilo, este arponero que le digo acaba de llegar de los mares del Sur, donde ha comprado un lote de cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda (estupendas curiosidades, ya sabe) y las ha vendido todas menos una, que es la que trata de vender esta noche, porque mañana es domingo, y no estaría bien vender cabezas humanas por las calles cuando la gente va a las iglesias. Lo quería hacer el domingo pasado, pero yo se lo impedí en el momento en que salía por la puerta con cuatro cabezas en ristra, que parecían completamente una ristra de cebollas. Esta explicación aclaró el misterio, inexplicable de otro modo, y demostró que el patrón, después de todo, no había tenido intención de burlarse de mí; pero, al mismo tiempo, ¿qué podía pensar yo de un arponero que se quedaba fuera un sábado por la noche, hasta el mismísimo santo día del Señor, ocupado en un asunto tan canibalesco como vender las cabezas de unos idólatras muertos? —Tenga la seguridad, patrón, de que ese arponero es hombre peligroso. —Paga con toda puntualidad —fue la réplica—. Pero vamos, se está haciendo terriblemente tarde, y sería mejor que volviera la aleta de cola: es una buena cama. Sally yo dormimos en esa cama la noche que nos juntamos. Hay sitio de sobra para que dos den patadas por esa cama; es una cama grande y todopoderosa. Bueno, antes de que la dejáramos, Sally solía poner a nuestro Sam y al pequeño Johnny a los pies. Pero una noche tuve una pesadilla y di patadas y golpes, y, no sé cómo, Sam cayó al suelo y casi se rompió el brazo. Después de eso, Sally dijo que no estaba bien. Venga por aquí, le daré luz en un periquete. —Y diciendo así encendió una vela y me la alargó, disponiéndose a mostrarme el camino. Pero yo me detuve indeciso, hasta que él exclamó, mirando el reloj del rincón—: Ya veo que es domingo; esta noche no verá al arponero: habrá echado el ancla en

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MOBY-DICK O; LA BALLENA cualquier sitio; vamos allá, entonces, vamos, ¿no quiere? Consideré el asunto un momento, y luego subimos las escaleras, y me hizo entrar en un cuartito, frío como una almeja, y amueblado, desde luego, con una prodigiosa cama, casi lo bastante grande como para que durmieran cuatro arponeros en fila. —Ahí—dijo el patrón, poniendo la vela en un absurdo cofre de marinero que hacía doble servicio como lavabo y mesa de centro—, ahí tiene; póngase cómodo, y tenga buenas noches. Aparté los ojos de la cama para mirarle, pero había desaparecido. Echando atrás la colcha, me incliné sobre la cama. Aunque no de lo más elegante, resistía bastante bien la inspección. Luego miré el cuarto alrededor; y además de la cama y la mesa del centro, no pude ver más mobiliario en aquel sitio si no una basta estantería, las cuatro paredes, y una pantalla de chimenea forrada de papel, representando a un hombre que arponeaba una ballena. De cosas que no pertenecieran propiamente al lugar, había una hamaca amarrada y tirada en un rincón por el suelo; y asimismo un gran saco de marinero, que contenía el guardarropa del arponero, en lugar de baúl de los de tierra adentro. Igualmente, había un paquete de anzuelos exóticos, de hueso de pez, en la estantería sobre la chimenea, y un largo arpón erguido a la cabecera de la cama. Pero ¿qué es eso que hay sobre el cofre? Lo levanté, lo acerqué a la luz, lo toqué, lo olí, y probé todos los modos posibles de llegar a alguna conclusión satisfactoria referente a ello. No puedo compararlo más que con un amplio felpudo de puerta, adornado en los bordes con pequeños colgajos tintineantes, algo así como las púas teñidas de puerco espín alrededor de un mocasín indio. En medio de esa estera había un agujero o hendidura, como se ve en los ponchos sudamericanos. Pero ¿sería posible que ningún arponero sobrio se metiese en una estera de puerta, y desfilase con esa clase de disfraz por las calles de una ciudad cristiana? Me lo puse para probármelo, y me pesó como un cuévano, por ser extraordinariamente erizado y espeso, y me pareció que también un poco mojado, como si el misterioso arponero lo hubiera llevado puesto un día de lluvia. Me acerqué con él a un pedazo de espejo pegado a la pared, y nunca vi tal espectáculo en mi vida. Me despojé de él con tanta prisa que me disloqué el cuello. Sentado en el borde de la cama, empecé a pensar en ese arponero vendedor de cabezas y en su estera de puerta. Después de pensar un rato en el borde de la cama, me incorporé, me quité el chaquetón, y me quedé entonces parado en medio del cuarto, pensando. Luego me quité la chaqueta, y volví a pensar un poco más en mangas de camisa. Pero como ya empezaba a sentir mucho frío, medio desnu-

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MOBY-DICK O; LA BALLENA do como estaba, y recordando lo que había dicho el patrón de que el arponero no volvería a casa en toda la noche por ser tan tarde, no enredé más, sino que me salí de un salto de los pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me eché de un tumbo en la cama, encomendándome al cuidado del cielo. No es posible saber si ese colchón estaba relleno de panochas de maíz o de vajilla rota, pero di vueltas un buen rato sin poder dormir durante mucho tiempo. Por fin, resbalé a un sopor ligero, y ya había navegado un buen trecho hacia la tierra de Duermes, cuando oí unos pesados pasos en el corredor, y vi un destello de luz que entraba en el cuarto por debajo de la puerta. «¡Válgame Dios! —pensé—, ése debe ser el arponero, el infernal vendedor de cabezas.» Pero me quedé completamente quieto, decidido a no decir una palabra hasta que me dijeran algo. Con una luz en una mano, y la mismísima cabeza de Nueva Zelanda en la otra, el recién llegado entró en el cuarto y, sin mirar a la cama, puso la vela muy lejos de mí en el suelo de un rincón, y luego empezó a desatar las cuerdas anudadas del gran saco que antes dije que había en el cuarto. Yo estaba ansioso de verle la cara, pero él la mantuvo apartada un rato mientras se ocupaba de desatar la boca del saco. Logrado esto, sin embargo, se volvió y... ¡Santo cielo!, ¡qué visión! ¡Qué cara! Era de color oscuro, purpúreo y amarillo, incrustada acá y allá de amplios cuadrados de aspecto negruzco. Sí; es como pensaba, es un temible compañero de cama; ha tenido una pelea, le han hecho unos cortes horribles, y aquí está, recién salido del médico. Pero en ese momento dio la casualidad de que se volvió hacia la luz, y vi claramente que no podían ser en absoluto parches de heridas esos cuadrados negros de sus mejillas. Eran manchas de alguna otra especie. Al principio, no supe cómo tomarlo, pero pronto se me ocurrió un asomo de la verdad. Recordé un relato sobre un blanco —también ballenero— que, al caer entre caníbales, había sido tatuado por éstos. Deduje que este arponero, en el transcurso de sus largos viajes, debía haber pasado por una aventura semejante. ¡Y qué es eso, pensé, después de todo! Es sólo su exterior; un hombre puede ser honrado en cualquier clase de piel. Pero entonces, ¿cómo entender ese color extraterrenal, esa parte suya, quiero decir, que queda a su alrededor, y que es completamente independiente de los cuadrados del tatuaje? Desde luego, no puede ser sino una buena capa de curtido tropical, pero nunca he oído decir que el curtido de un sol caliente convierta a un hombre blanco en amarillento y purpúreo. Sin embargo, yo nunca había estado en los mares del Sur, y quizá el sol de allá produjera esos extraordinarios efectos en la piel. Ahora, mientras todas esas ideas cruzaban

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MOBY-DICK O; LA BALLENA por mí como un relámpago, el arponero no me observó en absoluto. Pero, después de hallar alguna dificultad para abrir el saco, empezó a hurgar a tientas en él, y por fin sacó una especie de hacha india y una bolsa de piel de foca con pelo y todo. Colocándolas en el viejo cofre de en medio del cuarto, tomó la cabeza de Nueva Zelanda —cosa sobradamente horrenda— y la encajó en el fondo del saco. Luego se quitó el sombrero —un sombrero nuevo de castor— y yo estuve a punto de gritar de sorpresa. No había pelo en su cabeza; al menos, no se podía hablar de él; nada sino un pequeño nudo retorcido en la frente. Su purpúrea cabeza calva ahora parecía completamente una calavera mohosa. Si el recién llegado no hubiera estado entre la puerta y yo, me habría lanzado por ella con más prisa que nunca me he lanzado sobre una comida. Aun así, pensé un momento en escurrirme fuera por la ventana, pero era un segundo piso. No soy cobarde, pero superaba en absoluto mi comprensión cómo entender a aquel granuja purpúreo que vendía cabezas. La ignorancia engendra al miedo, y yo, completamente abrumado y confundido sobre el recién llegado, confieso que le tenía ahora tanto miedo como si fuera el propio diablo que se hubiera metido así en mi cuarto en plena noche. Efectivamente, le tenía tanto miedo que no fui capaz de dirigirle la palabra para pedirle una respuesta satisfactoria respecto a lo que me parecía inexplicable en él. Mientras tanto, él siguió el asunto de desnudarse, y por fin mostró el pecho y los brazos. Como que me tengo que morir, esas partes cubiertas suyas estaban salpicadas de los mismos cuadrados que su cara; la espalda, también, estaba cubierta de los mismos cuadrados oscuros; parecía haber estado en una Guerra de los Treinta Años, y acabarse de escapar por ella con una camisa de parches de heridas. Aún más, hasta sus piernas estaban marcadas, como si un montón de oscuras ranas verdes subieran corriendo por unos troncos de palmeras jóvenes. Ahora estaba bien claro que debía ser algún abominable salvaje, o algo parecido, embarcado a bordo de un ballenero en los mares del Sur, y desembarcado así en este país cristiano. Me estremecí al pensarlo. ¡Un vendedor de cabezas, además; quizá las cabezas de sus propios hermanos! Se le podría antojar la mía. ¡Cielos!, ¡mira aquella hacha india! Pero no hubo tiempo de temblar, porque ahora el salvaje se dedicó a algo que fascinó por completo mi atención, y me convenció de que debía de ser, en efecto, un pagano. Acercándose a su pesado chaquetón con capucha, el sobretodo o dreadnaught, que antes había colgado en una silla, hurgó en los bolsillos, y sacó al cabo de un rato una pequeña imagen, extraña y deformada, con una joroba en la espalda,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA y exactamente del color de un niño congoleño de tres días. Recordando la cabeza embalsamada, al principio creí que ese maniquí negro fuera un niño de verdad, conservado de algún modo semejante. Pero al ver que no era en absoluto blando, y que brillaba mucho, como ébano pulido, deduje que no debía de ser sino un ídolo de madera, como efectivamente resultó ser. Pues ahora el salvaje se acerca al vacío hogar y, apartando la pantalla empapelada, pone esa pequeña imagen jorobada, de pie como un bolo, entre los moribundos. Las jambas de la chimenea y todos los ladrillos de dentro estaban llenos de hollín, de modo que pensé que ese hogar resultaba un pequeño nicho o capilla muy apropiada para su congoleño ídolo. Fijé entonces atentamente los ojos en la imagen medio oculta, sintiéndome a la vez muy incómodo, para ver qué pasaba después. Primero saca un par de puñados de virutas del bolsillo del chaquetón, y los coloca cuidadosamente ante el ídolo; luego, poniendo encima un poco de galleta de barco, y aplicándole la llama de la lámpara, enciende las virutas en una llamarada sacrificial. Al fin, después de varias metidas apresuradas entre las llamas, retirando los dedos aún más apresuradamente (con lo que parecía quemárselos de mala manera), consiguió por fin retirar la galleta; y entonces, soplándola para enfriarla y para quitarle las cenizas, se la ofreció cortésmente al negrito. Pero no pareció que al pequeño demonio le apeteciera tan seco alimento: no movió en absoluto los labios. Todas esas extrañas gesticulaciones iban acompañadas de sonidos guturales, aún más extraños, por parte del devoto, que parecía rezar en una cantinela, o cantar alguna salmodia pagana, durante la cual contraía espasmódicamente la cara del modo menos natural. Finalmente, apagando el fuego, recogió el ídolo con muy poca ceremonia, y se lo volvió a embolsar en el bolsillo del chaquetón como si fuera un cazador echando al zurrón una becada muerta. Todas esas raras actividades aumentaron mi incomodidad, y, al ver que ahora mostraba fuertes síntomas de que acababa las operaciones de su asunto, y que se metería de un salto en la cama conmigo, pensé que era más que hora, ahora o nunca, antes que se apagara la luz, de romper la fascinación en que yo había quedado tanto tiempo sujeto. Pero el intervalo que empleé en deliberar qué decir fue fatal. Tomando de la mesa el hacha india, examinó un momento la cabeza, y luego, acercándola a la luz, sopló grandes nubes de humo de tabaco. Un momento después, la luz estaba apagada, y ese salvaje caníbal, con el hacha entre los dientes, saltaba a la cama conmigo. Lancé un grito, sin poderlo remediar; y él, con un súbito gruñido de asombro, empezó a tocarme.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Tartamudeando no sé qué, me escapé de él hacia la pared, y luego le conjuré, quienquiera o cualquier cosa que fuera, a estarse quieto y dejarme levantar y encender la luz otra vez. Pero sus respuestas guturales me convencieron en seguida de que comprendía muy poco lo que yo quería decir. —¿Quién demonio usté? —dijo por fin—; usté no hablar, maldito, yo matarle. Y diciendo así, el hacha brillante empezó a gritar a mi alrededor en la sombra. —¡Patrón, por Dios, Peter Coffin! —grité—. ¡Patrón, despierte! ¡Coffin! ¡Ángeles, salvadme! —¡Hablar! ¡Decirme quién ser, o, maldito, matarte! — volvió a rezongar el caníbal, mientras que, al blandir horriblemente su hacha india, desparramaba calientes cenizas de tabaco sobre mí, hasta que creí que se me iba a incendiar la ropa. Pero, gracias a Dios, en ese momento entró el patrón en el cuarto, vela en mano, y yo, saliendo de un brinco de la cama, corrí hacia él. —No tenga miedo ahora —dijo, volviendo a sonreír—. Este Queequeg no le va a tocar un pelo de la cabeza. —Deje de sonreír —grité—: ¿por qué no me dijo que ese infernal arponero era un caníbal? —Pensé que lo sabía: ¿no le dije que iba vendiendo cabezas por la ciudad? Pero vuélvale la cola y échese a dormir. Queequeg, ea; tú entender mí, yo entender tú; este hombre dormir tú; ¿entender tú? —Yo entender mucho —gruñó Queequeg, soplando por la pipa y sentado en la cama—. Usted meterse —añadió, haciéndome un ademán con el hacha india, y abriendo las mantas a un lado. Realmente, lo hizo de un modo no sólo cortés, sino benévolo y caritativo. Me quedé quieto un momento mirándole. Con todos sus tatuajes, en conjunto era un caníbal limpio y de aspecto decente. «¿A qué viene todo este estrépito que he hecho? —pensé para mí mismo—. Este hombre es un ser humano lo mismo que yo: tiene tantos motivos para tener miedo de mí, como yo para tener miedo de él. Más vale dormir con un caníbal despejado que con un cristiano borracho.» —Patrón —dije—; dígale que deje el hacha india, o la pipa, o como lo llame; en una palabra, dígale que deje de fumar, y yo me pondré con él. Porque no me hace gracia tener conmigo en la cama a un hombre que fuma. Es peligroso. Además, no estoy asegurado. Al decir esto a Queequeg, inmediatamente se avino, y volvió a hacerme un cortés ademán de que me metiera en la cama, enrollándome hacia una orilla, como si dijera: No le voy a tocar ni una pierna. —Buenas noches, patrón —dije—: se puede ir.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Me metí en la cama, y nunca en mi vida he dormido mejor. IV.— LA COLCHA Al despertarme a la mañana siguiente al alborear, encontré que Queequeg me había echado el brazo por encima del modo más cariñoso y afectuoso. Se habría pensado que yo había sido su mujer. La colcha era de retazos, llena de cuadraditos y triangulitos sueltos y abigarrados; y aquel brazo suyo, todo él tatuado con una figura interminable de laberinto cretense, sin dos partes que fueran exactamente del mismo matiz (debido, supongo yo, a que en el mar había expuesto el brazo de modo variable al sol y a la sombra, con las mangas de la camisa irregularmente subidas en variadas ocasiones), aquel brazo suyo, digo, parecía en todo una tira de aquel mismo cobertor de retazos. Efectivamente, como el brazo estaba puesto sobre la colcha cuando me desperté, difícilmente pude distinguirlo de ella, y sólo por la sensación de peso y presión pude comprender que Queequeg me estaba apretando. Mis sensaciones fueron extrañas. Permítaseme tratar de explicarlas. Cuando yo era niño, recuerdo muy bien una circunstancia un tanto parecida que me ocurrió: jamás pude decidir completamente si era una realidad o un sueño. La circunstancia fue ésta. Había estado yo haciendo no sé qué travesura: creo que tratando de trepar por dentro de la chimenea, como había visto hacer a un pequeño deshollinador unos días antes, y mi madrastra que, por una razón o por otra, todo el tiempo estaba dándome azotes o mandándome a la cama sin cenar, mi madrastra, digo, me arrastró por las piernas sacándome de la chimenea y me mandó derecho a la cama, aunque eran sólo las dos de la tarde del 21 de junio, el día más largo en nuestro hemisferio. Mis sentimientos fueron terribles. Pero no había modo de remediarlo, de modo que subí por las escaleras a mi cuartito en el tercer piso, me desnudé todo lo despacio que pude, para matar el tiempo, y, con un amargo suspiro, me metí entre las sábanas. Me tendí allí calculando lúgubremente que debían transcurrir dieciséis horas enteras antes que pudiera tener esperanza de resurrección. ¡Dieciséis horas en la cama! Me dolía la rabadilla de pensarlo. Y además, había mucha luz: el sol brillaba en la ventana, y había un gran estrépito de coches por las calles, y el sonido de voces alegres llenaba toda la casa. Me sentía cada vez peor; por fin me levanté, me vestí, y bajando quedamente, con los calcetines en los pies, busqué a mi madrastra y de repente me eché ante ella, rogándole como un favor especial que me diera una buena azotaina por mi mala conducta;

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MOBY-DICK O; LA BALLENA cualquier cosa, menos condenarme a estar en la cama durante tan insoportable lapso de tiempo. Pero ella era la mejor y más concienzuda de las madrastras, y tuve que volver a mi cuarto. Durante varias horas estuve allí completamente despierto, sintiéndome mucho peor que nunca me he sentido después, aun con las mayores desventuras posteriores. Por fin, debí caer en un sopor turbado por pesadillas, y al despertar lentamente de él —medio sumergido en sueños— abrí los ojos, y el cuarto antes iluminado por el sol, ahora estaba envuelto en la tiniebla exterior. Al momento sentí un golpe que me recorría todo el cuerpo: no se veía nada, ni se oía nada: pero parecía haber una mano sobrenatural en la mía. Yo tenía el brazo extendido sobre la colcha, y la innominable, inimaginable y silenciosa forma fantasmal a que pertenecía la mano, parecía sentada muy cerca, en el borde de mi cama. Durante lo que pareció siglos amontonados sobre siglos, me quedé así, congelado con los temores más espantosos, sin atreverme a retirar la mano, pero pensando que sólo con que pudiera removerla una pulgada, se rompería el horrendo hechizo. No supe cómo esta impresión se apartó por fin de mí, pero, al despertar por la mañana, lo recordé todo con un estremecimiento, y durante días y semanas después me perdí en enloquecedores intentos de explicar el misterio. Más aún, incluso en esta misma hora, muchas veces extravió en ello. Bien, pues quitando el terrible miedo, mis sensaciones al sentir una mano sobrenatural en la mía fueron muy semejantes, en su extrañeza, a las que experimenté al despertar y ver el pagano brazo de Queequeg echado a mi alrededor. Pero, por fin, todos los acontecimientos de la noche pasada volvieron uno por uno, sin embriaguez, con realidad fijada, y entonces sólo quedé despierto para el lado cómico. Pues aunque traté de moverle el brazo, de desatar su apretón marital, sin embargo él, dormido como estaba, seguía apretándome estrechamente, como si sola- mente la muerte pudiera separarnos. Intenté sacarle del sueño: —¡Queequeg! Pero su única respuesta fue un ronquido. Entonces me di la vuelta, notando en el cuello como una collera de caballo, y de repente sentí un ligero arañazo. Echando a un lado la colcha, allí estaba el hacha india durmiendo al lado del costado del salvaje, como si fuera un niño de cara afilada. «¡Bonito lío, deveras! —pensé—, ¡en la cama, en una casa desconocida, en pleno día, con un caníbal y un hacha india!» —¡Queequeg, por todos los Cielos, Queequeg, despierta! Al fin, a fuerza de mucho retorcimiento, y de sonoras e insistentes exhortaciones sobre la inconveniencia de que abrazara a otro varón con aquel estilo tan matrimonial, conseguí extraerle un gruñido; y por

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MOBY-DICK O; LA BALLENA fin, retiró el brazo, se sacudió de arriba abajo, todo entero, como un perro de Terranova recién salido del agua, y se incorporó en la cama, rígido como una pica, mirándome y restregándose los ojos como si no recordara en absoluto de qué modo había llegado yo a estar allí, aunque una vaga conciencia de saber algo de mí parecía amanecer lentamente en él. Mientras tanto, yo estaba tendido, inmóvil y mirándole, ahora sin tener temores serios, y afanoso de observar de cerca a tan curiosa criatura. Cuando, por fin, su mente pareció en claro respecto al carácter de su compañero de cama, y, por decirlo así, se reconcilió con el hecho, dio un salto hasta el suelo, y por determinados signos y sonidos me dio a entender que, si me parecía bien, él se vestiría primero y luego me dejaría para que me vistiera yo, cediéndome todo el local para mí. Creo yo que en esas circunstancias, Queequeg, esto es un modo de empezar muy civilizado; pero la verdad es que estos salvajes tienen un sentido innato de delicadeza, dígase lo que se quiera: es asombroso qué esencialmente corteses son. Ofrezco a Queequeg este preciso cumplido, porque me trató con mucha etiqueta y consideración, mientras que yo era culpable de notable grosería: observándole fijamente desde la cama, y vigilando todos sus movimientos al arreglarse, al prevalecer temporalmente mi curiosidad sobre mi buena educación. No obstante, no se ve todos los días un hombre como Queequeg, y tanto él como sus modales eran muy merecedores de especial atención. Empezó a vestirse por arriba, tocándose con su sombrero de castor, que por cierto era muy alto, y luego—todavía sin pantalones— se lanzó a rastrear sus botas. Para qué demonios lo haría, no sé decir, pero su inmediato movimiento fue aplastarse —botas en mano, y con el sombrero puesto— debajo de la cama, donde, por diversos jadeos y tensiones de gran violencia, deduje que trabajaba duramente en calzarse, aunque no he oído jamás por qué regla de decencia se requiere a nadie que se aísle para ponerse las botas. Pero Queequeg, ya se ve, era una criatura en fase de transición: ni oruga ni mariposa. Era lo estrictamente civilizado como para exhibir su exotismo del modo más extraño posible. Su educación no estaba todavía terminada. Era un estudiante a mitad de carrera. Si no hubiera estado civilizado en un pequeño grado, probablemente no se habría preocupado en absoluto de las botas; pero, por otra parte, si no hubiera sido todavía un salvaje, nunca se le habría ocurrido meterse bajo la cama para ponérselas. Por fin, emergió con el sombrero muy aplastado y abollado, metido hasta los ojos, y empezó a crujir y cojear por el cuarto, como si, no estando muy acostumbrado a las botas, su par de becerro, húmedas y agrietadas —probablemente tampoco hechas a su medida—, más bien

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MOBY-DICK O; LA BALLENA le pellizcaran y atormentaran en el primer arranque en una cruda mañana de frío. Viendo yo, entonces, que no había cortinas en la ventana y que la calle era muy estrecha, y la casa de enfrente dominaba una vista total de nuestro cuarto, y observando cada vez más la indecorosa figura que presentaba Queequeg al dar vueltas por ahí con poco más que el sombrero y las botas, le rogué lo mejor que supe que acelerase su arreglo como fuera, y, sobre todo, que se pusiera los pantalones en cuanto pudiera. Obedeció, y luego empezó a lavarse. A esa hora de la mañana, cualquier cristiano se habría lavado la cara, pero Queequeg, con extrañeza mía, se contentó con limitar sus abluciones al pecho, brazos y manos. Luego se puso el chaleco, y tomando un trozo de jabón duro que había en la mesa de centro que hacía de lavabo, lo sumergió en agua y empezó a enjabonarse la cara. Yo observaba a ver dónde guardaba la navaja de afeitar, cuando he aquí que toma el arpón de la cama, quita el largo mango de madera, desencaja el hierro, lo afila un poco en la bota, y, acercándose al trozo de espejo de la pared, empieza vigorosamente a rasurarse, o mejor arponearse las mejillas. Me parece, Queequeg, que esto es usar como venganza la mejor cuchillería Rogers. Luego llegó a sorprenderme menos esta operación cuando empecé a saber de qué fino acero está hecha la cabeza de un arpón, y qué terriblemente afilados se mantienen sus largos bordes rectos. El resto de su tocado se acabó pronto, y salió orgullosamente del cuarto, envuelto en su gran chaquetón de piloto, y blandiendo su arpón como un bastón de mariscal. V.— DESAYUNO Yo le seguí rápidamente, y, bajando al bar, me acerqué muy contento al sonriente patrón. No le guardaba rencor, aunque él se había burlado de mí no poco en el asunto de mi compañero de cama. Sin embargo, una buena risa es una cosa excelente, y una cosa buena que anda más bien demasiado escasa: lo cual es una lástima. Así que si cualquiera, en su propia persona, concede materia para una buena broma a cualquiera, que no se eche atrás, sino empléese y déjese emplear de ese modo. Y si un hombre lleva en sí algo abundantemente risible, estad seguros de que hay más en ese hombre de lo que quizá imagináis. El bar estaba ahora lleno de los huéspedes que se habían dejado caer por allí la noche anterior, y a quienes yo no había mirado todavía bastante. Casi todos eran balleneros: primeros, segundos y terceros

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MOBY-DICK O; LA BALLENA oficiales, carpinteros, toneleros y herreros de marina, arponeros y guardianes; una gente tostada y musculosa, de barbas boscosas; un grupo hirsuto y rudo, todos con sus chaquetones a modo de batines mañaneros. Se podía decir claramente cuánto tiempo había estado a bordo cada uno de ellos. Las saludables mejillas de aquel joven tienen un color como de pera tostada por el sol, y parece que han de tener su mismo olor almizclado; no puede hacer tres días que ha desembarcado de su viaje a la India. Aquél de al lado, parece unos pocos tonos más claro; podríais decir que hay en él un toque de áloe. En el color de un tercero dura todavía un bronceado tropical, pero levemente blanqueado, pese a todo: éste sin duda lleva ya varias semanas en tierra. Pero ¿quién podría mostrar unas mejillas como Queequeg, que, listadas en diversas tintas, parecían la vertiente occidental de los Andes, exhibiendo, en un solo despliegue, climas en contraste, zona tras zona? —¡A engullir, ea! —gritó entonces el patrón, abriendo del todo una puerta, y entramos a desayunar. Dicen que los hombres que han visto mundo adquieren así gran facilidad de maneras, y tienen gran dominio de sí mismos en compañía. No siempre, sin embargo: Ledyard, el gran viajero de New England, y Mungo Park, el escocés, mostraban menor seguridad que nadie en el salón. Pero quizá el cruzar meramente Siberia en un trineo arrastrado por perros, como hizo Ledyard, o el darse un largo paseo solitario con el estómago vacío, por el corazón negro de África, que es la suma de las realizaciones del pobre Mungo, ese tipo de viaje, digo, quizá no sea el mejor modo de alcanzar un alto refinamiento social. No obstante, en la mayor parte de los casos, este tipo de cosas es lo que se suele observar en todo lugar. Las indicadas reflexiones están ocasionadas por el hecho de que después que todos nos sentamos a la mesa, y cuando me preparaba a escuchar algunos buenos relatos sobre la pesca de la ballena, con no poca sorpresa mía, todos mantuvieron un pro- fundo silencio. Y no sólo eso, sino que tenían un aire cohibido. Sí, allí había un equipo de lobos de mar, muchos de los cuales, sin la menor timidez, habían abordado grandes ballenas en alta mar —absolutamente desconocidas para ellos— y habían entablado duelo con ellas hasta matarlas sin parpadear; y, sin embargo, ahí estaban sentados en la sociedad de una mesa de desayuno —todos del mismo oficio, todos de gustos afines— y volvían los ojos unos a otros tan ovejunamente como si nunca hubieran salido de la vista de algún redil entre las Montañas Verdes. ¡Curioso espectáculo, esos tímidos osos, esos vergonzosos guerreros de las ballenas!

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Pero en cuanto a Queequeg...; en fin, Queequeg se sentaba entre ellos, y a la cabecera de la mesa, además, por casualidad, tan fresco como un carámbano. Por supuesto, no puedo decir mucho a favor de su buena educación. Su mayor admirador no podría haber justificado cordialmente que se trajera consigo el arpón al desayuno y lo usara sin ceremonia, alcanzando con él por encima de la mesa, con inminente riesgo para varias cabezas, y acercándose los filetes de vaca. Pero eso es lo que hacía con gran frialdad, y todos saben que, en la estimativa de la mayor parte de la gente, hacer algo con frialdad es hacerlo con elegancia. No hablaremos aquí de todas las peculiaridades de Queequeg; cómo rehuía el café y los panecillos calientes, y aplicaba su atención fija a los filetes, bien crudos. Basta decir que, cuando se terminó el desayuno, se retiró como los demás a la sala común, encendió la pipa hacha, y allí estaba sentado, digiriendo y fumando en paz, con su inseparable sombrero puesto, cuando yo zarpé a dar una vuelta. VI.— LA CALLE Si al principio me había asombrado al captar un atisbo de un individuo tan exótico como Queequeg circulando entre la refinada sociedad de una ciudad civilizada, ese asombro se disipó en seguida al dar mi primer paseo a la luz del día por las calles de New Bedford. En vías públicas cercanas a los muelles, cualquier puerto importante ofrecerá a la vista los ejemplares de más extraño aspecto procedentes de tierras extranjeras. Incluso en Broadway y Chestnut Street, a veces hay marineros mediterráneos que dan empellones a las asustadas señoritas. Regent Street no es desconocida para los birmanos y malayos; y en Bombay, en Apollo Green, yanquis de carne y hueso han asustado muchas veces a los indígenas. Pero New Bedford supera atoda Water Street Wapping. En esos susodichos lugares sólo se ven marineros, pero en New Bedford hay auténticos caníbales charlando en las esquinas de las calles; salvajes de veras, muchos de los cuales llevan aún carne pagana sobre los huesos. A un recién llegado, le deja pasmado. Pero, además de los fidjianos, tongotaburianos, erromangoanos, pannangianos y brighgianos, y además de los disparatados ejemplares de la ballenería que se bambolean inadvertidos por las calles, se ven otros espectáculos aún más curiosos, y ciertamente más cómicos. Todas las semanas llegan a esta ciudad docenas de hombres de Vermont y New Hampshire, aún muy verdes, y llenos de sed de ganancia y gloria en la pesquería. Suelen ser jóvenes, de tipos macizos; mozos

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MOBY-DICK O; LA BALLENA que han talado bosques y ahora pretenden dejar el hacha y empuñar el arpón. Muchos están verdes como las Montañas Verdes de que proceden. En algunas cosas, se creería que acaban de nacer. ¡Mirad ahí, ese muchacho que presume en la esquina! Lleva un sombrero de castor y una levita de cola de golondrina, ceñida con un cinturón de marinero y un machete como vaina. Ahí viene otro con un sueste y un capote de alepín. Ningún elegante de ciudad se puede comparar con uno de campo, quiero decir, con un elegante auténticamente paleto; un compadre que, en los días de la canícula, siega sus dos hectáreas con guantes de cabritilla por miedo a broncearse las manos. Ahora bien, cuando a un elegante de campo como éste se le mete en la cabeza conseguir reputación de distinguido, y se alista en las grandes pesquerías de ballenas, habríais de ver qué cosas más cómicas hace al llegar al puerto. Al encargar su indumentaria marina, pide botones de campana en los chalecos, y trabillas en sus pantalones de lona. ¡Ah, pobre retoñito, qué amargamente estallarán esas trabillas en la primera galerna ululante, cuando seas empujado, con trabillas, botones y todo, por la garganta de la tempestad abajo! Pero no creáis que esta famosa ciudad tiene sólo arponeros, caníbales y paletos para enseñar a los visitantes. Nada de eso. Con todo, New Bedford es un sitio extraño. Si no hubiera sido por nosotros los balleneros, ese trecho de tierra quizá habría seguido hasta hoy en condiciones tan salvajes como la costa de Labrador. Aun tal como está, hay partes del campo de sus alrededores que son capaces de asustarle a uno con su aspecto desolado. La propia ciudad es quizá el sitio más caro para vivir en toda New England. Ciertamente, es tierra de aceite, aunque no como Canaán; tierra, pues, de trigo y vino. Por sus calles no mana la leche, ni en primavera las pavimentan con huevos frescos. Pero, a pesar de todo, en ninguna parte de América se encontrarán más casas de aspecto patricio, y parques y jardines más opulentos que en New Bedford. ¿De dónde proceden? ¿Cómo se han plantado en esta macilenta escoria de comarca? Id a mirar los emblemáticos arpones de hierro que rodean aquella altiva mansión, y vuestra pregunta quedará respondida. Sí, todas esas valientes casas y floridos jardines proceden de los océanos Atlántico, Pacífico e Índico. Todas y cada una, fueron arponeadas y arrastradas hasta aquí desde el fondo del mar. ¿Puede Herr Alexander realizar una hazaña como ésta? Dicen que en New Bedford los padres dan ballenas a sus hijas como dote, y colocan a sus sobrinas con unas pocas tortugas por cabeza.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Hay que ir a New Bedford para ver una boda brillante, pues dicen que tienen depósitos de aceite en todas las casas, y a lo largo de todas las noches queman sin cesar velas de esperma de ballena. En verano, es dulce de ver la ciudad, llena de hermosos arces, en largas avenidas de verde y oro. Y en agosto, elevándose en el aire, los bellos y abundantes castaños de Indias, como candelabros, ofrecen al transeúnte sus puntiagudos conos verticales de floración congregada. Tan omnipotente es el arte, que en muchos distritos de New Bedford ha superpuesto claras terrazas de flores sobre los estériles residuos de roca arrojados a un lado en el día final de la Creación. Y las mujeres de New England florecen como sus propias rosas. Pero las rosas sólo florecen en verano, mientras que la fina encarnadura de sus mejillas es perenne, como la luz del sol en los séptimos cielos. Hallar comparación en otro sitio a esa floración suya, os será imposible, si no es en Salem, donde me dicen que las muchachas exhalan tal almizcle que sus novios marineros las huelen a millas de la costa, como si se acercaran a las aromáticas Molucas y no a las arenas puritanas. VII.— LA CAPILLA En la misma new bedford se yergue una capilla de los Balleneros, y pocos son los malhumorados pescadores, con rumbo al océano Índico o al Pacífico, que dejan de hacer una visita dominical a ese lugar. Al regresar de mi primer paseo mañanero, volví a salir para ese especial destino. El cielo había cambiado de un frío soleado y claro, a niebla y aguanieve con viento. Envolviéndome en mi áspero chaquetón, del tejido llamado «piel de oso», luché por abrirme paso contra la terca tempestad. Al entrar, encontré una pequeña y desparramada feligresía de marineros y de mujeres y viudas de marineros. Reinaba un silencio ahogado, sólo roto a veces por los aullidos de la tempestad. Cada silencioso adorador parecía haberse sentado a propósito aparte de los demás, como si cada dolor silencioso fuera insular e incomunicable. El capellán no había llegado todavía; y allí, aquellas calladas islas de hombres y mujeres se habían sentado mirando fijamente varias lápidas de mármol, con bordes negros, incrustadas en la pared a ambos lados del púlpito. Tres de ellas rezaban algo así como lo que sigue, aunque no pretendo citar: consagrada a la memoriade john talbot Que, a la edad de dieciocho años, Se perdió en el mar, Cerca de la Isla de la Desolación, A la altura de Patagonia, El 1 de noviembre de 1836 su hermana dedica a su memoria esta lápida en memoriade robert long, willis ellery, na-

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MOBY-DICK O; LA BALLENA than coleman, walter canny, seth macy y samuel gleig, Que formaban la tripulación de una de las lanchas del barco eliza Arrastrados por una ballena hasta perderse de vista En las pesquerías del Pacífico, El 31 de diciembre de 1839 Ponen esta lápida Sus compañeros supervivientes. en memoria del difunto capitán ezekiel hardy, Que, en la proa de su lancha, Fue muerto por un cachalote En la costa del Japón, El 3 de agosto de 1833, dedica esta lapida a su recuerdo su viuda Sacudiéndome el aguanieve de mi sombrero y mi chaquetón helados, me senté junto a la puerta, y al volverme a un lado me sorprendió ver a Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena, en su rostro había una mirada interrogativa de curiosidad incrédula. El salvaje fue la única persona presente que pareció darse cuenta de mi entrada, porque era el único que no sabía leer, y, por lo tanto, no leía esas frígidas inscripciones de la pared. No sabía yo si entre los asistentes había ahora algún pariente de los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los accidentes de la pesca que no se anotan, y tan claramente llevaban varias mujeres de las presentes el rostro, si no el hábito, de algún dolor incesante, que sentí con seguridad que allí delante de mí estaban reunidos aquellos en cuyos corazones incurables la vista de aquellas desoladas lápidas hacía que sangraran por simpatía las viejas heridas. ¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo la verde hierba; que, en medio de las flores podéis decir: aquí, aquí yace mi ser amado; vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos como éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las líneas que parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres que han perecido sin sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo mismo en la cueva de Elephanta que aquí. ¿En qué censo de criaturas se incluyen los muertos de la humanidad? ¿Por qué dice de ellos un proverbio universal que no contarán historias, aunque contengan más secretos que las Arenas de Goodwin? ¿Cómo es que a ese nombre que ayer partió para el otro mundo le anteponemos una palabra tan significativa y traidora, y sin embargo, no le damos ese título, aunque se embarque para las remotas Indias de esta tierra de los vivos? ¿Por qué las compañías de seguros de vida pagan indemnizaciones de muerte a cuenta de inmortales? ¿En qué eterna e inmóvil parálisis, en qué trance mortal y sin esperanza yace todavía el antiguo Adán que murió hace sesenta siglos, en números redondos? ¿Cómo es que todavía rehusamos consolarnos por aquellos que, sin embargo, afirmamos que residen en inefable bienaven-

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MOBY-DICK O; LA BALLENA turanza? ¿Por qué los vivos se empeñan tanto en silenciar a los muertos, de tal modo que el rumor de un golpe en una tumba aterroriza a una ciudad entera? Todas estas cosas no carecen de sus significados. Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso de esas dudas mortales extrae su esperanza más vital. Apenas hace falta decir con qué sentimientos, en vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la lóbrega luz de aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los balleneros que habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo destino puede ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer: sí, un bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este asunto de las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la Eternidad. Pero ¿y qué? Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de la Vida y la Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales, somos demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y piensan que la densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece que mi cuerpo no es más que las heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera, que se lo lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket, y que vengan cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque ni el propio Júpiter es capaz de desfondarme el alma. VIII.— EL PÚLPITO No llevaba mucho tiempo sentado cuando entró un hombre de una peculiar robustez venerable: inmediatamente, en cuanto la puerta golpeada por la tempestad volvió a cerrarse tras su paso, el modo vivo y respetuoso como le miró la feligresía atestiguó suficientemente que aquel noble anciano era el capellán. Sí, era el famoso Padre Mapple, llamado así por los balleneros, entre los cuales era muy popular. Había sido marinero y arponero en su juventud, pero desde hacía ya muchos años dedicaba su vida al ministerio religioso. En la época de que ahora escribo, el Padre Mapple estaba en el duro invierno de una sana vejez; esa clase de vejez que parece fundirse en una segunda juventud florida, pues entre las hendiduras de sus arrugas, lucían ciertos suaves fulgores de una floración de nuevo desarrollada; el verdor de primavera asomando incluso bajo la nieve de febrero. Nadie que con anterioridad hubiera conocido su historia podía observar por primera vez al Padre Mapple sin el mayor interés, porque había en él

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MOBY-DICK O; LA BALLENA ciertas peculiaridades injertadas en lo clerical, atribuibles a la vida de aventuras marítimas que había llevado. Cuando entró, observé que no llevaba paraguas, y ciertamente, no había venido en coche, pues su sombrero de lona alquitranada chorreaba aguanieve fundida, y su gran chaquetón de piloto parecía casi arrastrarle al suelo con el peso del agua que había absorbido. Sin embargo, sombrero, chaquetón y chanclos fueron extraídos uno tras otro, y colgados en un pequeño espacio de un rincón adyacente: entonces, revestido de modo decente, se acercó silenciosamente al púlpito. Como muchos púlpitos a la antigua usanza, era muy alto, y, puesto que unas escaleras normales hasta tal altura menguarían seriamente el terreno ya pequeño de la capilla, por su amplio ángulo en el suelo, parecía que el arquitecto había obrado bajo sugestión del Padre Mapple, terminando el púlpito sin escalera y sustituyéndolas por una escalera vertical a un lado, como las escalas de gato que se usan en el mar para subir de un bote a un barco. La esposa de un capitán ballenero había provisto la capilla de un bonito par de guardamancebos de estambre rojo para la escala de gato, que, teniendo por sí una bonita cabecera, y teñida de color caoba, hacía que todo el dispositivo no pareciera de ningún modo de mal gusto, si se tiene en cuenta la clase de capilla que era. Deteniéndose un instante al pie de la escala de gato y agarrando con ambas manos los nudos ornamentales de los guardamancebos, el Padre Mapple lanzó una mirada a lo alto, y luego, con una destreza verdaderamente marinera, pero reverencial, sin embargo, subió, mano tras mano los flechastes como si ascendiera a la cofa mayor de su navío. Las partes perpendiculares de esta escala de gato lateral, como suele ser el caso en las suspendidas, eran de jarcia cubierta de tela, sólo que los flechastes eran de madera, así que en cada peldaño había una articulación. Al echar mi primera ojeada al púlpito no me había pasado por alto que, por más que fueran convenientes para un barco, esas articulaciones parecían superfluas en el caso presente. Pues no estaba preparado para ver al Padre Mapple, después de ganar la altura, dar media vuelta lentamente, e inclinándose sobre el púlpito, retirar hacia arriba cuidadosamente la escalerilla, flechaste tras flechaste, hasta que toda ella estuvo depositada dentro, dejándole inexpugnable en su pequeña Quebec. Cavilé un rato sin comprender del todo la razón de esto. El Padre Mapple disfrutaba de tan amplia reputación de sinceridad y santidad, que no podía sospechar que persiguiera la notoriedad por ningún simple truco de escenografía. No, pensé; debe haber alguna razón sensata para esto; además, debe simbolizar algo invisible. ¿Podrá ser

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MOBY-DICK O; LA BALLENA entonces que por ese acto de aislamiento físico simboliza su retirada espiritual desde el tiempo, desde todas las ataduras y conexiones externas de este mundo? Sí, pues reconfortado con la carne y el vino de la Palabra, para este fiel hombre de Dios, el púlpito, como veo, es una fortaleza de autocontención; una altanera Ehrenbreitstein, con una perenne fuente de agua entre sus muros. Pero la escala de gato no era en aquel lugar el único rasgo extraño tomado de las anteriores navegaciones del capellán. Entre los cenotafios de mármol a ambos lados del púlpito, la pared que le daba respaldo estaba adornada con una amplia pintura representando un valiente navío en lucha con una terrible tempestad a lo largo de una costa a sotavento, toda rocas negras y níveas rompientes. Pero arriba, por encima de la turbonada volante y las oscuras nubes fugitivas, flotaba una pequeña isla de luz del sol, desde la cual irradiaba un rostro de ángel; y ese claro rostro lanzaba una visible mancha de radiosidad sobre la desarbolada cubierta del barco, algo así como aquella placa de plata que ahora está inserta entre las tablas del Victory donde cayó Nelson. «Ah, noble navío —parecía decir el ángel—: sigue luchando, sigue luchando, oh, tú, noble navío, y mantén firme el gobernalle; pues, ¡mira!, el sol irrumpe, y las nubes se disipan: está cerca el más sereno azur.» Tampoco el propio púlpito carecía de huellas de ese mismo gusto marinero que había dado lugar a la escala de gato y la pintura. Su frontal con paneles era a semejanza de un buque de proa muy llena, y la Santa Biblia descansaba en una pieza prominente en voluta, configurada como el pico de una proa, en forma de cabeza de violín. ¿Podía haber algo más lleno de significado? Pues el púlpito es siempre la parte más a proa de la tierra, y todo lo demás queda atrás; el púlpito precede al mundo. Desde allí, se da el primer grito de alarma ante la tormenta de la rápida ira de Dios, y la proa debe aguantar el primer envite. Desde allí se invoca por primera vez al Dios de las brisas buenas o malas para que dé vientos favorables. Sí, el mundo es un barco en su viaje de ida, y es un viaje sin vuelta, y el púlpito es su proa. IX.— EL SERMÓN El padre mapple se irguió, y con suave voz de autoridad sin arrogancia, ordenó a la gente dispersa que se apretara: —¡Trozo de estribor, allí! ¡Fuera de babor! ¡Trozo de babor, a estribor! ¡A crujía, a crujía! Hubo un sordo ruido de pesadas botas marinas entre los bancos, y un roce más ligero de zapatos de mujer, y todo volvió a quedar en

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MOBY-DICK O; LA BALLENA silencio, y todas las miradas en el predicador. Él se detuvo un momento; luego, arrodillándose en la proa del púlpito, plegó sus grandes manos morenas sobre el pecho, levantó los ojos cerrados, y ofreció una oración tan hondamente devota que parecía estar arrodillado y rezando en el fondo del mar. Acabado esto, con prolongados tonos solemnes, como el continuo doblar de una campana en un barco que se hunde en alta mar en la niebla, comenzó a leer así el siguiente himno, pero, hacia las estrofas finales, cambió de acento e interrumpió en una repiqueteante exultación gozosa: Las costillas de horror de la ballena alzaban sobre mí su arco funesto; la ola de Dios, con claro sol, pasaba y me llevaba a lo hondo, a ser juzgado. Vi abrirse las quijadas del infierno, con penas y dolores que no acaban; sólo puede contarlo quien lo sufre: oh, en desesperación me sumergía. Entre el espanto negro, clamé a Dios, al que apenas podía creer mío; él inclinó su oído a mis querellas, y la enorme ballena me soltó. En mi auxilio voló deprisa, como cabalgando en un fúlgido delfín; claro y terrible igual que los relámpagos brilló el rostro de Dios mí salvador. Mi canto para siempre contará esa hora de miedo y de alegría; yo doy toda la gloria a mi Señor; suya es toda la gracia y el poder. Casi todos se unieron al himno, que creció y subió por encima del aullar de la tormenta. Sucedió una breve pausa; el predicador pasó lentamente las hojas de la Biblia, y por fin, plegando la mano sobre la página buscada, dijo: —Amados compañeros de tripulación, remachemos el último versículo del capítulo primero de Jonás... «Y Dios había preparado un gran pez para que se tragara a Jonás.» »Compañeros, este libro, que contiene sólo cuatro capítulos —cuatro filásticas—; es uno de los cordones más pequeños en el poderoso cable de las Escrituras. Y sin embargo ¡qué profundidades del alma sondea el profundo escandallo de Jonás! ¡Qué lección más fecunda es para nosotros este profeta! ¡Qué cosa más noble es ese cántico en el vientre del pez! ¡Qué grandiosidad y qué estruendo de ola! Sentimos el flujo que nos cubre, lo sondeamos hasta el fondo algoso de las aguas; nos rodean las algas y la broza marina. Pero ¿qué es esa lección que enseña el libro de Jonás? Compañeros, esta lección es un cabo de dos cordones; una lección para todos nosotros como hombres pecadores, y una lección para mí como piloto del Dios vivo. Como hombres pecadores, es una lección para todos, porque es un relato del pecado, de la dureza del corazón, de los terrores repentinos, del rápido castigo, el arrepentimiento, las oraciones y finalmente la libe-

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MOBY-DICK O; LA BALLENA ración gozosa de Jonás. Como pasa con todos los pecadores de este mundo, el pecado de este hijo de Amittai estuvo en su deliberada desobediencia al mandato de Dios —no importa ahora cuál fuera ese mandato, ni cómo se lo transmitiera—, que él encontró duro mandato. Pero todas las cosas que Dios quiere que hagamos nos resultan duras de hacer —recordadlo— y, por tanto, más a menudo nos manda que intenta persuadirnos. Y si obedecemos a Dios, debemos desobedecernos a nosotros mismos, y en este desobedecernos a nosotros mismos consiste la dureza de obedecer a Dios. »Con este pecado de desobediencia en él, Jonás sigue ofendiendo aún a Dios, al tratar de huir de Él. Cree que un barco hecho por hombres le va a llevar a países donde no reine Dios, sino sólo los Capitanes de este mundo. Merodea por los muelles de Joppe, y busca un barco rumbo a Tarsis. Aquí nos acecha, quizás, un significado que hasta ahora no se ha advertido. Según toda explicación, Tarsis no podía ser otra ciudad que la moderna Cádiz. Ésa es la opinión de los doctos. ¿Y dónde está Cádiz, compañeros? Cádiz está en España; a tanta distancia por mar, desde Joppe, como podía haber navegado Jonás en aquellos días antiguos, cuando el Atlántico era un mar casi desconocido. Porque Joppe, la moderna Jaffa, compañeros, está en la costa más oriental del Mediterráneo, en la costa siria; y Tarsis o Cádiz, a más de dos mil millas de allí, en la misma salida del Estrecho de Gibraltar. ¿No veis, pues, compañeros, que Jonás trataba de huir de Dios a todo lo ancho del mundo? ¡Hombre miserable! ¡Oh, el más vergonzoso y digno de todo desprecio; con sombrero gacho y mirada culpable, escapándose de su Dios; rondando entre las embarcaciones como un vil ladrón que tiene prisa de cruzar los mares! Tan desordenado e inquietante es su aspecto, que si en aquellos días hubiera habido policía, Jonás, sólo por la sospecha de algo malo, habría sido detenido antes de tocar cubierta. ¡Qué claramente es un fugitivo! Sin equipaje ni sombrerera ni maleta ni saco de lona; sin amigos que le acompañen hasta el muelle para despedirle. Al fin, después de mucho buscar vacilando, encuentra la nave para Tarsis, que recibe lo último de su cargamento; y al subir a bordo para ver al capitán de la cabina, todos los marineros dejan un momento de izar las mercancías para observar las perversas miradas del desconocido. Jonás lo ve, y en vano trata de tener aspecto de tranquilidad y confianza; en vano ensaya su miserable sonrisa. Fuertes intuiciones sobre ese hombre aseguran a los marineros que no puede ser inocente. A su manera, juguetona, pero seria, uno susurra al otro: “Jack, ha robado a una viuda”, o: “Joe, fíjate en ése; es un bígamo”, o: “Harry, muchacho, me parece que es el adúltero que se escapó de la cárcel

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MOBY-DICK O; LA BALLENA en la vieja Gomorra, o uno de los asesinos desaparecidos de Sodoma. Otro corre a leer el cartel pegado a la empalizada del muelle en que está amarrado el barco, ofreciendo quinientas monedas de oro por la captura de un parricida, y conteniendo la descripción de su persona. Lo lee, y mira a Jonás después de leer el cartel, mientras que todos sus comprensivos compañeros se agolpan ya en torno a Jonás, preparados a echarle una mano. Jonás, asustado, tiembla, y, reuniendo en la cara toda su valentía, no hace sino tener más aspecto de cobarde. No quiere confesar que se sospecha de él; pero eso mismo ya es muy sospechoso. Así que se las arregla como puede, y, cuando los marineros encuentran que no es el hombre que se anuncia, le dejan pasar, y él baja a la cabina. »”¿Quién va? —exclamó el capitán, en su mesa atareada, preparando apresuradamente sus papeles para la Aduana—; ¿Quién va?” ¡Ah, cómo destroza a Jonás esa inofensiva pregunta! Por un momento, casi se vuelve para escapar otra vez. Pero se domina. “Quiero un pasaje para Tarsis en este barco; ¿cuándo zarpa?” Hasta entonces, el afanado capitán no había levantado los ojos hacia Jonás, aunque lo tiene delante; pero en cuanto oye su hueca voz, dispara una mirada de escrutinio. “Zarparemos con la próxima marea”, contesta por fin con lentitud, sin dejar de mirarle atentamente. “¿Antes no?” “Ya es bastante pronto para cualquier hombre honrado que vaya como pasajero.” ¡Ah, Jonás! Ahí tienes otra punzada. Pero rápidamente hace que el capitán se aparte de esa pista. “Zarparé con usted — dice—. ¿Cuánto cuesta el pasaje? Pagaré ahora.” Pues estaba escrito precisamente, compañeros, como si fuera una cosa para no pasarlo por alto en esta historia, “que pagó su pasaje” antes que la nave se hiciera a la vela. Y tomándolo con el contexto, esto está lleno de significado. »Ahora bien, compañeros, el capitán de Jonás era uno de esos cuyo discernimiento descubre el delito en cualquiera, pero cuya codicia lo denuncia sólo en los pobres. En este mundo, compañeros, el Pecado, si paga el viaje, puede ir libremente, y sin pasaporte, mientras que la Virtud, si es pobre, es detenida en todas las fronteras. Así que el capitán de Jonás se prepara a poner a prueba su bolsa, antes de juzgarle abiertamente. Le cobra tres veces más de lo acostumbrado, y él lo acepta también. Entonces el capitán sabe que Jonás es un fugitivo, pero al mismo tiempo decide ayudar una huida que cubre de oro su retaguardia. Sin embargo, cuando Jonás saca la bolsa tranquilamente, prudentes sospechas molestan todavía al capitán. Hace sonar cada moneda para encontrar si hay alguna falsa. No es un falsificador, en todo caso, murmura; y Jonás queda acomodado para el viaje. “Señáleme mi camarote, capitán —dice entonces Jonás—. Estoy cansado de

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MOBY-DICK O; LA BALLENA viajar y necesito dormir.” “Tienes cara de ello —dice el capitán—: aquí está el sitio.” Jonás entra y querría encerrarse, pero la puerta no tiene llave. Al oírle que palpa aturdido allí, el capitán se ríe en voz baja para sí, y murmura algo de que las puertas de las celdas de los prisioneros no se permite nunca que se cierren por dentro. Vestido y polvoriento como está, Jonás se echa en la cama, y encuentra que el techo del pequeño camarote casi descansa en su frente. El aire está denso, y Jonás jadea. Luego, en ese oprimido agujero, hundido además por debajo de la línea de flotación, Jonás siente como un heraldo el presentimiento de la hora sofocante en que la ballena le encerrará en la más pequeña de las divisiones de sus tripas. »Atornillada en su eje contra la pared, una lámpara balanceante oscila levemente en el camarote de Jonás, y el barco, escorándose hacia el muelle por el peso de los últimos fardos recibidos, y la lámpara, con su llama y todo, siguen manteniendo una oblicuidad permanente respecto al camarote; aunque, en verdad, infaliblemente derecha, la propia lámpara no hace sino evidenciar los falsos niveles embusteros entre los que se encuentra. La lámpara alarma y asusta a Jonás; tendido en su litera, sus ojos atormentados dan vueltas al sitio, y este fugitivo hasta ahora con éxito, no encuentra refugio para su mirada inquieta. Pero esa contradicción en la lámpara cada vez le espanta más. El suelo, el techo y las paredes están todos ladeados. “¡Ah, así pende en mí mi conciencia! —gruñe—; vertical, ardiendo así; ¡pero los cuartos de mi alma están todos torcidos!” »Como uno que después de una noche de borrachera se apresura a la cama, pero con la conciencia aún remordiéndole, del mismo modo que los saltos de los caballos de carreras romanos no hacían sino clavarles cada vez más los salientes de acero; como uno que en esa miserable situación da vueltas y vueltas en aturdida angustia, rogando a Dios que le aniquile, hasta que se le pasa el acceso, y por fin, en medio del torbellino de dolor que siente, le envuelve un profundo estupor; como al hombre que muere desangrado, pues la conciencia es la herida y no hay nada que la restañe; así, tras dolorosos retorcimientos en la litera, el prodigioso peso de miseria de Jonás le arrastra a ahogarse en sueño. »Y ahora llega el momento de la marea; el barco suelta amarras; y desde el abandonado muelle, el barco para Tarsis, sin gritos de despedida, carenado todo él, se desliza hacia el mar. Ese barco, amigos míos, fue el primer barco contrabandista que se registra: el contrabando era Jonás. Pero el mar se rebela: no quiere sostener la carga maldita. Se acerca una terrible tempestad, y el barco está a punto de deshacerse. Pero entonces, cuando el contramaestre llama a toda la

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MOBY-DICK O; LA BALLENA tripulación a descargar; cuando cajas, fardos y tinajas salen con estrépito por la borda; cuando el viento aúlla, y los hombres gritan, y todas las tablas truenan de pies que corren por encima de la cabeza de Jonás; entre todo ese enfurecido tumulto, Jonás duerme su horrible sueño. No ve el cielo negro y el mar encolerizado, no nota las tablas agitadas, y bien poco escucha ni atiende al lejano rumor de la poderosa ballena, que ya, con la boca abierta, surca el mar persiguiéndole. Sí, compañeros, Jonás había bajado a lo hondo del barco, a una litera en su cabina, como digo, y estaba completamente dormido. Pero se le acerca el dueño, espantado, y aúlla en sus muertos oídos: “¿Qué haces durmiendo? ¡Despierta!”. Saliendo sobresaltado de su letargo con ese fatídico grito, Jonás se pone de pie tambaleándose, y saliendo con tropezones a la cubierta, se agarra a un obenque para ver al mar. Pero en ese momento salta sobre él como una pantera una ola que salva la amurada. Olas tras olas entran así en el barco, y al no encontrar rápido desagüe, rugen de proa a popa, hasta que todos los marineros están a punto de ahogarse todavía a flote. Y Siempre, mientras la blanca luna asoma su cara espantada por los abruptos barrancos de la negrura de arriba, Jonás, horrorizado, ve el bauprés alzándose a señalar a lo alto, pero luego volviendo a bajar hacia la atormentada profundidad. »Terrores y terrores corren gritando por su alma. En todas sus actitudes pavorosas, el fugitivo de Dios queda ahora demasiado en evidencia. Los marineros le señalan; sus sospechas sobre él se hacen cada vez más ciertas, y por fin, para dar plena prueba de la verdad remitiendo todo el asunto a los altos Cielos, se ponen a echar a suertes, para ver de quién es la culpa de que tengan encima la gran tempestad. Le toca a Jonás; des- cubierto esto, le abruman furiosamente con sus preguntas. “¿Cuál es tu ocupación? ¿De dónde vienes? ¿De qué país? ¿De qué gente?” Pero observad ahora, compañeros, la conducta del pobre Jonás. Los afanosos marineros únicamente le preguntan quién es y de dónde viene, pero no sólo reciben respuesta a esas preguntas, sino asimismo otra respuesta a una pregunta que no han hecho ellos; esa respuesta no pedida se la saca a Jonás por fuerza la dura mano de Dios que está encima de él. »”Soy hebreo —exclama, y luego—: Temo al Señor, Dios del Cielo que ha hecho el mar y la tierra firme.” ¿Temerle, Jonás? Sí, ¡bien podías entonces temer al señor Dios! Derechamente, pasa entonces a hacer una confesión completa, con lo cual los marineros quedan cada vez más horrorizados, aunque todavía tienen compasión. Pues cuando Jonás —no suplicando todavía la misericordia de Dios, porque conocía de sobra la oscuridad de sus desiertos—, cuando el miserable

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Jonás le grita que se le lleven y le tiren al agua; pues sabe que la gran tempestad estaba encima de ellos por culpa suya, ellos, compasivamente, se apartan de él y tratan de salvar el barco por otros medios. Pero todo en vano; la furiosa galerna aúlla más fuerte; y entonces, con una mano elevada en invocación a Dios, echan la otra mano a Jonás, no sin reluctancia, para apoderarse de él. »Y ahora ved a Jonás izado como un ancla y dejado caer en el mar; entonces, al momento, una calma de aceite cubre la superficie desde el este, y el mar queda tranquilo, mientras Jonás se lleva consigo la tempestad, dejando atrás aguas plácidas. Desciende al corazón arremolinado de una agitación tan incontenible que apenas se da cuenta del momento en que cae bullendo en las mandíbulas bostezantes que le aguardan; y la ballena dispara todos sus dientes marfileños, como otros tantos cerrojos, sobre su prisión. Entonces Jonás rezó al Señor desde el vientre del pez. Pero observad su oración y aprended una importante lección. Pues, pecador como es, Jonás no llora y gime por la liberación directa. Siente que ese terrible castigo es justo. Deja a Dios toda su liberación, contentándose con esto, con que a pesar de todos sus dolores y penas, todavía seguirá mirando hacia Su Sagrado Templo. Y aquí, compañeros, está el arrepentimiento sincero y verdadero; sin clamar por el perdón, sino agradeciendo el castigo. Y cuánto agradó al Señor esta conducta de Jonás, se muestra en su liberación final, del mar y de la ballena. Compañeros, no pongo a Jonás ante vosotros para que le copiéis en su pecado, sino que le pongo ante vosotros como modelo de arrepentimiento. No pequéis, pero, si lo hacéis cuidad de arrepentiros de ello como Jonás.» Mientras él decía estas palabras, afuera, el aullido de la tempestad rugiente en quiebros parecía añadir nueva fuerza al predicador, que, al describir la tormenta marina de Jonás, se hubiera dicho agitado él mismo por una tormenta. Su hondo pecho se hinchaba como con mar de fondo; sus brazos agitados parecían los elementos en guerra actuando; y los truenos que salían rodando a la altura de su atezada frente, y la luz que se disparaba de sus ojos, hacían que todos sus sencillos oyentes le miraran con un vivo espanto que les era desconocido. Apareció entonces una calma en su aspecto, al volverse en silencio una vez más sobre las hojas del Libro; y por fin, irguiéndose inmóvil, con los ojos cerrados, pareció por el momento que comulgaba con Dios y consigo mismo. Pero de nuevo se inclinó hacia el pueblo, y agachando profundamente la cabeza, con el aspecto de la humildad más profunda, pero más viril, dijo así:

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MOBY-DICK O; LA BALLENA —Compañeros, Dios no ha puesto sobre vosotros más que una mano: a mí me aprieta con las dos. Os he leído, con las pobres luces que puedo tener, qué lección enseña Jonás a todos los pecadores; y por tanto, a vosotros, y aún más a mí, pues soy mayor pecador que vosotros. Y ahora ¡con qué alegría bajaría de esta cofa y me sentaría en las escotillas donde os sentáis, y escucharía como escucháis, mientras alguno de vosotros me leyera esa otra más terrible lección que Jonás me enseña a mí, como piloto del Dios vivo. Cómo, siendo un pilotoprofeta ungido, un proclamador de verdades, y mandado por el Señor a que hiciera sonar esas ingratas verdades en los oídos de la corrompida Nínive, Jonás, aterrado ante la hostilidad que iba a provocar, huyó de su misión, ¡y trató de escapar a su deber y a su Dios tomando una nave en Joppe! Pero Dios está en todas partes; jamás alcanzó Tarsis. Como hemos visto, Dios vino sobre él en la ballena, y se le tragó bajándole a abismos vivos de condenación, y con veloces quiebros le llevó «al centro de los mares», donde las profundidades arremolinadas le absorbieron hasta diez mil brazas; de hondo, y «las algas estaban enredadas en torno a su cabeza», y todo el mundo acuático de la aflicción rodó sobre él. Pero aun entonces, más allá del alcance de ninguna sonda —«desde el vientre del infierno»—, cuando la ballena se posó en los últimos huesos del océano, aun entonces, Dios oyó al profeta sumergido y arrepentido cuando clamó. Entonces Dios habló al pez; y desde el estremecido frío y la negrura del mar, la ballena subió coleando hacia el sol caliente y grato, y hacia todos los deleites del aire y la tierra; y «vomitó a Jonás en tierra firme»; y entonces la palabra del Señor vino por segunda vez, y Jonás, herido y magullado —con los oídos, como dos caracolas, todavía murmurándole el tumulto del océano—, hizo lo que le mandaba el Todopoderoso. ¿Y qué era ello, compañeros? ¡Predicar la Verdad frente a la Falsedad! ¡Eso era! »Ésta, compañeros, es la otra lección; y ¡ay de aquel piloto del Dios vivo que la desprecie! ¡Ay de aquel a quien el mundo con sus encantos le aparte del deber evangélico! ¡Ay de aquel que trate de echar aceite en las aguas cuando Dios las ha hecho hervir en una galerna! ¡Ay de aquel que trate más de agradar que de horrorizar! ¡Ay de aquel que, en este mundo, no pretenda deshonor! ¡Ay de aquel que no sea sincero cuando ser falso sea la salvación! ¡Sí, ay de aquel que, como dijo el gran Piloto Pablo, mientras predica a los demás es él mismo un réprobo! Se desplomó y se hundió en sí mismo por un momento; luego, volviendo a alzar la cara hacia ellos, mostró en sus ojos un gozo profundo, y exclamó con entusiasmo celeste:

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MOBY-DICK O; LA BALLENA — Pero ¡oh, compañeros!, a estribor de toda aflicción, hay un gozo seguro; y la cofa de ese gozo es más alta de lo que es de profundo el fondo de la aflicción. La altura de la perilla, ¿no es mayor que la profundidad de la sobrequilla? El gozo — un gozo muy alto, muy alto y muy entrañable— es para aquel que, frente a los orgullosos dioses y comodoros de esta tierra, siempre mantiene su propia persona inexorable. El gozo es para aquel cuyos recios brazos todavía le sostienen cuando el navío de este vil y traidor mundo se ha hundido bajo sus pies. El gozo es para aquel que no da cuartel en la verdad, y mata, quema y destruye todo pecado, aunque tenga que sacarlo de debajo de las togas de senadores y jueces. El gozo, gozo hasta el tope del mástil, es para aquel que no reconoce ley ni señor sino al Señor su Dios, y que sólo es patriota del Cielo. El gozo es para aquel a quien todas las olas de los mares de la multitud estrepitosa jamás pueden arrancar de su segura Quilla de las Edades. Y tendrá eterno gozo y delicia aquel que cuando repose pueda decir con su último aliento: « ¡Oh, Padre! a quien reconozco sobre todo, por tu vara; mortal o inmortal, aquí muero. Me he esforzado por ser tuyo, más que por ser de este mundo, o por ser mío. Pero eso no es nada, te dejo a ti la eternidad; pues ¿qué es el hombre para que viva toda la edad de Dios?». No dijo más, sino que, lanzando lentamente una bendición, se cubrió la cara con las manos, y permaneció así arrodillado, hasta que todos se hubieron marchado y él quedó solo en aquel sitio. X.— UN AMIGO ENTRAÑABLE Volviendo de la capilla a la Posada del Chorro, encontré allí a Queequeg completamente solo, pues había dejado la capilla un rato antes de la bendición. Estaba sentado en un banco junto al fuego, con los pies en el hogar de la estufa, y con una mano se había acercado mucho a la cara su idolillo negro, mirándole fijamente la cara, y afilándole la nariz suavemente con una navaja de muelles, mientras canturreaba al mismo tiempo a su manera pagana. Pero al ser entonces interrumpido, dejó la imagen, y muy pronto, acercándose a la mesa, tomó un gran libro que había allí, y colocándolo en el regazo, empezó a contar las páginas con deliberada regularidad; a cada cincuenta páginas —me pare- ció— se detenía un momento, mirando con aire vacío a su alrededor y lanzando un silbido de asombro, largamente sostenido y gorjeante. Luego volvía a empezar con las cincuenta siguientes, pareciendo empezar por el número uno cada vez, como si no supiera contar más de cincuenta, y como si el encontrar juntas tal número de cincuentenas le produjese

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MOBY-DICK O; LA BALLENA su asombro por la muchedumbre de páginas. Yo me senté a mirarle con mucho interés. Aun siendo salvaje, y tan horriblemente deformado en la cara —al menos para mi gusto—, su rostro, sin embargo, tenía algo que no era en absoluto desagradable. No se puede ocultar el alma. A través de todos sus fantasmagóricos tatuajes, yo creía ver las huellas de un corazón sencillo y honrado; y en sus grandes ojos profundos, ferozmente negros y valientes, parecía haber muestras de un espíritu que se atrevería contra mil diablos. Y además de todo eso, había en ese pagano cierto aire altanero que no malograba siquiera su torpeza. Tenía aspecto de hombre que nunca se ha rebajado y nunca ha tenido un acreedor. No me atreveré a decidir si también era por el hecho de que, por tener afeitada la cabeza, la frente resaltaba con relieve más libre y claro y parecía más amplia que de otro modo: lo cierto es que su cabeza era excelente desde el punto de vista frenológico. Quizá parecerá ridículo, pero me recordaba la cabeza del general Washington, tal como se ve en esos bustos populares suyos. Tenía el mismo largo declive, retirándose en grados regulares desde encima de las cejas, que eran asimismo muy prominentes, como dos amplios promontorios con espesa vegetación por encima. Queequeg era George Washington desarrollado a lo caníbal. Mientras yo le examinaba con tal atención, medio fingiendo mientras tanto que miraba la tormenta por la ventana, él jamás hizo caso de mi presencia, y jamás se molestó en lanzarme una sola mirada, sino que pareció totalmente ocupado en contar las páginas del maravilloso libro. Considerando de qué modo tan sociable habíamos dormido juntos la noche anterior, y, sobre todo, considerando el afectuoso brazo que yo había encontrado echado sobre mí al despertar por la mañana, me pareció muy extraña esa indiferencia. Pero los salvajes son seres extraños: a veces uno no sabe exactamente cómo tomarlos. Al principio, imponen respeto: su tranquilo dominio, concentrado y sencillo, parece una sabiduría socrática. Yo había notado también que Queequeg no se trataba en absoluto, o muy poco, con los otros marineros de la posada. No hacía ningún intento: parecía no tener deseos de ampliar el círculo de sus conocimientos. Todo esto me chocó como muy singular, pero, pensándolo mejor, había algo casi sublime en ello. Allí estaba un hombre, a unas veinte mil millas de su patria, esto es, por la ruta del cabo de Hornos —que era el único modo de poder llegar allí—, lanzado entre gente tan extraña para él como si estuviera en el planeta Júpiter; y sin embargo parecía enteramente a su gusto, conservando la mayor serenidad, contento con su propia compañía,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA y siempre a la altura de sí mismo. Seguramente esto era un toque de buena filosofía, aunque sin duda él jamás había oído que existiera semejante cosa. Pero quizá para ser verdaderos filósofos, los mortales no habríamos de ser conscientes de vivir y esforzarnos de esta manera. Tan pronto como oigo que este o aquel hombre se presenta como filósofo, concluyo que, como a la vieja dispéptica, se le debe haber «roto alguna tripa». Al sentarme allí en aquel cuarto entonces solo, con el fuego ardiendo lentamente, en esa fase suave en que, después que su primera intensidad ha calentado el aire, sólo refulge para que se le mire; con las sombras y fantasmas del atardecer congregándose en torno a los huecos de las ventanas y observándonos fijamente a nosotros, la silenciosa pareja solitaria, mientras la tormenta mugía fuera en solemnes crecidas, yo empecé a percibir extrañas sensaciones. Sentía en mí algo que se fundía. Mi corazón astillado y mi mano enloquecida ya no se volvían contra este mundo de lobos. Este salvaje suavizador lo había redimido. Allí estaba sentado, con su misma indiferencia proclamando una naturaleza en que no acechaban hipocresías civilizadas ni blandos engaños. Sí que era salvaje: un auténtico espectáculo para verle, y sin embargo empecé a sentirme misteriosamente atraído hacia él. Y las mismas cosas que habrían repelido a casi todos los demás, eran los imanes que así me atraían. «Probaré con un amigo pagano —pensé—, puesto que la amabilidad cristiana se ha demostrado sólo hueca cortesía.» Acerqué a él mi banco, e hice algunas señales e indicaciones amistosas, esforzándome lo posible para hablar con él mientras tanto. Al principio, notó muy poco esos intentos, pero al fin, al aludir yo a la hospitalidad de la última noche, se decidió a preguntarme si íbamos a volver a ser compañeros de cama. Le dije que sí, ante lo cual me pareció que ponía cara de contento, quizá sintiéndose un poco halagado. Luego volvimos juntos al libro, y yo intenté exponerle la utilidad de la letra impresa y el significado de las pocas imágenes que había en él. Así capté pronto su interés; y de ahí pasamos a charlar lo mejor que pudimos sobre otras diversas vistas que se podían observar en esa famosa ciudad. Pronto propuse fumar en compañía; y él, sacando la bolsa y el hacha india, me ofreció silenciosamente una bocanada. Y entonces nos pusimos a intercambiar bocanadas de aquella extraña pipa suya, sin dejar de pasarla regularmente de uno a otro. Si todavía quedaba algún hielo de indiferencia hacia mí en el pecho del pagano, con grata fumada pronto lo derretimos, y quedamos como compadres. Pareció aceptarme de modo tan natural y espontáneo como yo a él, y

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MOBY-DICK O; LA BALLENA cuando acabamos de fumar, apretó la frente contra la mía, me abrazó por la cintura, y dijo que desde entonces estábamos casados, queriendo decir, con esa frase de su país, que éramos amigos entrañables, y que moriría alegremente por mí si hiciera falta. En un compatriota, esa súbita llamarada de amistad hubiera resultado demasiado prematura, pero esas viejas reglas no se pueden aplicar a tan simple salvaje. Después de cenar, y de charlar y fumar otra vez en compañía, nos fuimos juntos a nuestro cuarto. Me regaló su cabeza embalsamada; sacó su enorme bolsa de tabaco, y, escarbando debajo de él, extrajo unos treinta dólares en plata; luego, esparciéndolos por la mesa, y dividiéndolos en dos porciones iguales, empujó una parte hacia mí, y dijo que era mía. Yo iba a protestar, pero él me hizo callar vertiéndola en los bolsillos de mis pantalones. Yo lo dejé estar. Luego empezó sus oraciones, sacó el ídolo y quitó la pantalla de papel. Por ciertos signos, creí que parecía empeñado en que yo me uniera a él pero sabiendo muy bien lo que iba a venir luego, deliberé un momento si, en caso de que me invitara, obedecería o no. Yo era un buen cristiano, nacido y criado en el seno de la infalible Iglesia presbiteriana. ¿Cómo, entonces, me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? «Pero ¿qué es adoración? —pensé—. ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra —incluidos todos los paganos— puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Pero ¿qué es adoración? ¿Hacer la voluntad de Dios? Eso es adoración. ¿Y cuál es la voluntad de Dios? Hacer con mi prójimo lo que yo quisiera que mi prójimo hiciera conmigo: ésa es la voluntad de Dios. Ahora, Queequeg es mi prójimo. Y ¿qué deseo yo que Queequeg haga conmigo? Pues unirse a mí en mi particular forma presbiteriana de adoración. En consecuencia, debo unirme a él en la suya: ergo, debo volverme idólatra.» De modo que encendí las virutas, ayudé a enderezar el inocente idolillo, le ofrecí galleta quemada con Queequeg, hice dos o tres zalemas ante él, le besé la nariz, y hecho esto, nos desnudamos y acostamos en paz con nuestras propias conciencias y con todo el mundo. Pero no nos dormimos sin un poco de conversación. No sé cómo es eso, pero no hay sitio como una cama para las comunicaciones confidenciales entre amigos. Marido y mujer, según dicen, se abren allí mutuamente el fondo de las almas, y algunos matrimonios viejos muchas veces se tienden a charlar sobre los tiempos viejos hasta que casi amanece. Así, pues, en nuestra luna de miel de corazones, y hacíamos yo y Queequeg — pareja a gusto y cariñosa.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA XI.— CAMISÓN DE DORMIR Así habíamos estado tumbados en la cama, charlando y dormitando a breves intervalos, y Queequeg, de vez en cuando, echándome afectuosamente sus oscuras piernas tatuadas sobre las mías, y retirándolas luego, de tan absolutamente sociables, libres y cómodos como estábamos, cuando, por fin, a causa de nuestros conciliábulos, nos abandonó por completo el escaso sopor que quedaba en nosotros y tuvimos gana de levantarnos otra vez aunque el romper del día todavía estaba a cierto trecho por el futuro adelante. Sí, nos pusimos muy despejados, tanto que nuestra posición reclinada empezó a hacerse fatigosa, y poco a poco nos encontramos sentados en la cama, con las mantas bien remetidas alrededor, apoyados contra la cabecera, con las cuatro rodillas encogidas y juntas, y las dos narices inclinadas sobre ellas, como si nuestras rótulas fueran unos calentadores. Nos encontrábamos muy cómodos y a gusto, sobre todo porque fuera hacía tanto frío, incluso, fuera de las mantas, dado que no había fuego en el cuarto. Mas por eso, digo, porque para disfrutar verdaderamente del calor corporal, debe haber alguna pequeña parte nuestra que esté fría, pues no hay cualidad en este mundo que no sea lo que es por mero contraste. Nada existe en sí mismo. Si nos lisonjeamos de que estamos a gusto por entero, y llevamos así mucho tiempo, entonces no podemos decir que estemos ya a gusto. Pero si, como Queequeg y yo en la cama, tenemos la punta de la nariz o la coronilla ligeramente aterida, en fin, entonces claro está que en la sensación general uno se siente caliente del modo más delicioso e inconfundible. Por esta razón, un local para dormir nunca debería estar provisto de fuego, que es una de las incomodidades lujosas de los ricos. Pues la cima de esta suerte de delicia es no tener nada sino las mantas entre uno mismo, con su comodidad, y el frío del aire exterior. Entonces uno yace como la chispa caliente en el corazón de un cristal ártico. Llevábamos algún tiempo sentados en esa postura acurrucada, cuando de repente pensé que iba a abrir los ojos; pues entre sábanas, sea de día o de noche, dormido o despierto, tengo costumbre de mantener siempre cerrados los ojos, para concentrar más el deleite de estar en la cama. Porque ningún hombre puede sentir bien su propia identidad si no es con los ojos cerrados; como si la tiniebla fuera efectivamente el elemento adecuado de nuestras esencias, aunque la luz sea más afín a nuestra parte arcillosa. Al abrir los ojos entonces, y salir de mi propia tiniebla, grata y adoptada, hacia la obligada y ruda sombra de las doce de la noche sin iluminación, experimenté una

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MOBY-DICK O; LA BALLENA desagradable revulsión. No objeté a la sugerencia de Queequeg de que quizá sería mejor encender una luz, en vista de que estábamos tan completamente despiertos; y además, sentía un fuerte deseo de fumar unas cuantas bocanadas en su hacha india. Hay que decir que, aunque había sentido tan fuerte repugnancia a que él fumara en la cama la noche antes, sin embargo, ya se ve qué elásticos se vuelven nuestros rígidos prejuicios una vez que viene a plegarlos el amor, pues ahora nada me gustaba tanto como tener a Queequeg fumando a mi lado, incluso en la cama, porque entonces parecía tan lleno de sereno gozo doméstico. Ya no me sentía indebidamente preocupado por la póliza de seguros del posadero. Sólo vivía para la comodidad condensada y confidencial de compartir una pipa y una manta con un verdadero amigo. Con nuestros ásperos chaquetones echados alrededor de los hombros, nos pasamos entonces el hacha india de uno a otro, hasta que lentamente creció sobre nosotros un dosel azul de humo, iluminado por la llama de la lámpara recién encendida. Si fue que ese dosel ondulante arrastró al salvaje hasta escenas muy remotas, no lo sé, pero ahora habló de su isla natal; y, ávido de oír su historia, le rogué que siguiera adelante y me la contara. Él lo hizo así de buena gana. Aunque por entonces yo comprendía mal no pocas de sus palabras, sin embargo, posteriores revelaciones, cuando me hice más familiar con su rota fraseología, me permiten ahora presentar la historia entera tal como puede echarse de ver en el simple esqueleto que aquí doy. XII.— BIOGRÁFICO Queequeg era nativo de Rokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur. No está marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca. Cuando era un salvaje recién salido del cascarón, corriendo locamente por sus bosques natales, con un andrajo de hierba, y seguido por los machos cabríos mordisqueantes como si fuera un retoño verde, ya entonces, en el alma ambiciosa de Queequeg se abrigaba un fuerte deseo de ver algo más de la Cristiandad que un ballenero o dos de muestra. Su padre era un alto jefe, un rey; su tío, un sumo sacerdote; y por parte de madre se gloriaba de tías que eran esposas de invencibles guerreros. Había en sus venas excelente sangre, materia real, aunque me temo que tristemente viciada por la tendencia al canibalismo que había tenido en su juventud sin educador. Un barco de Sag Harbour visitó la bahía de su padre, y Queequeg buscó un pasaje para países cristianos. Pero el barco, teniendo com-

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MOBY-DICK O; LA BALLENA pletas sus necesidades de marineros, despreció su pretensión, y no sirvió toda la influencia del rey su padre. Pero Queequeg hizo un voto. Solo en su canoa, salió remando hasta un lejano estrecho, por donde sabía que debía pasar el barco al abandonar la isla. A un lado había un arrecife de coral; al otro, una baja lengua de tierra, cubierta de espesuras de mangles que se extendían por encima del agua. Ocultando la canoa, todavía a flote, entre esas espesuras, con la proa hacia el mar, se sentó en la popa, con el remo bajo, entre las manos; y cuando el barco pasaba deslizándose se disparó como una centella, alcanzó su costado, con una patada hacia atrás volcó y hundió su canoa, trepó por las cadenas, y echándose todo lo largo que era en cubierta, se agarró a un perno con argolla y juró no soltarlo aunque lo hicieran pedazos. En vano el capitán amenazó con tirarle por la borda y blandió un machete sobre sus muñecas desnudas: Queequeg era hijo de rey, y Queequeg no se arredró. Impresionado por su desesperada temeridad y su loco deseo de visitar la Cristiandad, el capitán se ablandó por fin, y le dijo que podía acomodarse. Pero este joven salvaje admirable, este Príncipe de Gales de los mares, jamás vio la cabina del capitán. Le pusieron entre los marineros, haciendo de él un ballenero. Pero, como el zar Pedro, contento de trabajar en los astilleros de ciudades del extranjero. Queequeg no desdeñó ninguna aparente ignominia, si con ella conseguía felizmente la capacidad de iluminar a sus incultos paisanos. Pues en el fondo —me dijo— estaba movido por un profundo deseo de aprender entre los cristianos las artes con que pudiera hacer a los suyos más felices de lo que eran; y, más aún, mejores de lo que eran. Pero ¡ay! la conducta de los balleneros le convenció pronto de que hasta los cristianos podían ser tan perversos como miserables; infinitamente más que todos los paganos de su padre. Al llegar por fin al viejo Sag Harbour, y ver lo que hacían allí los marineros, y luego al ir a Nantucket y ver cómo gastaban también sus ganancias en aquel sitio, el pobre Queequeg lo dio por perdido. Pensó: «El mundo es malo en cualquier meridiano: moriré pagano». Y así, viejo idólatra de corazón, vivía sin embargo entre esos cristianos, vestía sus ropas, y trataba de hablar su jerga. De ahí sus maneras extrañas, aunque ya llevaba algún tiempo lejos de su patria. Por señas le pregunté si no se proponía volver para ser coronado; ya que ahora podía considerar fallecido a su padre, que estaba muy viejo y débil en sus últimas noticias. Contestó que no, todavía no; y añadió que temía que la Cristiandad, o mejor dicho los cristianos, le hubieran incapacitado para ascender al puro e impoluto trono de treinta reyes paganos anteriores a él. Pero, un día u otro, dijo, volvería: en

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MOBY-DICK O; LA BALLENA cuanto se sintiese bautizado de nuevo. Por ahora, sin embargo, se proponía andar navegando y desahogándose por los cuatro océanos. Le habían hecho arponero, y ese hierro afilado ahora le hacía las veces de cetro. Le pregunté cuál podría ser su propósito inmediato, respecto a sus futuros movimientos. Contestó que hacerse otra vez a la mar, en su antigua profesión. A esto le dije que mi propio designio era la pesca de la ballena, y le informé de mi intención de embarcarme en Nantucket, como el puerto más prometedor en que podía embarcarse un ballenero amigo de aventuras. En seguida decidió acompañarme a esa isla, subir al mismo barco, entrar en la misma guardia, en el mismo bote, en el mismo rancho conmigo: en una palabra, compartir toda mi suerte, y con mis manos en la suya, sondear atrevidamente en la Olla de la Suerte de ambos mundos. A todo eso yo asentí gozosamente, pues, además del afecto que ahora sentía por Queequeg, él era un arponero experto, y como tal, no podía dejar de ser de gran utilidad para quien, como yo, era totalmente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena, aunque familiar con el mar, tal como lo conoce un marino mercante. Terminada su historia con la última bocanada moribunda de su pipa, Queequeg me abrazó, apretó su frente contra la mía, y apagando la luz de un soplo, rodamos uno sobre otro, de acá para allá, y muy pronto nos quedamos dormidos. XIII.— CARRETILLA Ala mañana siguiente, lunes, después de deshacerme de la cabeza embalsamada dándosela a un barbero como maniquí para pelucas, arreglé mi cuenta y la de mi compañero, si bien usando el dinero de mi compañero. El sonriente posadero, así como los huéspedes, parecían sorprendentemente divertidos por la repentina amistad que había surgido entre Queequeg y yo; sobre todo, dado que las historias exageradas de Peter Coffin sobre él me habían alarmado tanto previamente sobre la misma persona que ahora era mi compañero. Pedimos prestada una carretilla, y embarcando nuestras cosas, incluido mi pobre saco de viaje, y el saco de lona y la hamaca de Queequeg, bajamos al Musgo, la pequeña goleta de línea amarrada en el muelle. A nuestro paso, la gente se quedaba mirando; no tanto por Queequeg —pues estaban acostumbrados a ver caníbales como él en sus calles—, cuanto por vernos a él y a mí en términos de tanta confianza. Pero no les hicimos caso y seguimos adelante empujando la carretilla por turno, mientras Queequeg se paraba de vez en cuando a ajustar

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MOBY-DICK O; LA BALLENA la vaina en la punta del arpón. Le pregunté por qué bajaba a tierra consigo una cosa de tanto estorbo, y si todos los barcos balleneros no se buscaban sus propios arpones. A eso contestó, en sustancia, que aunque lo que yo sugería era bastante cierto, sin embargo, él tenía un afecto particular a su propio arpón, porque era de material seguro, bien probado en muchos combates a muerte, y en profunda intimidad con los corazones de las ballenas. En resumen, como muchos segadores y recolectores que entran en los prados del granjero armados con sus propias guadañas, aunque no están en absoluto obligados a proporcionarlas, también Queequeg, por sus motivos particulares, prefería su propio arpón. Cambiando la carretilla de mis manos a las suyas, me contó una divertida historia sobre la primera carretilla que había visto. Fue en Sag Harbour. Los propietarios de su barco, al parecer, le habían prestado una para llevar su pesado baúl a la posada. Para no parecer ignorante sobre la cosa, aunque en realidad lo era por completo en cuando al modo exacto en que manejar la carretilla, Queequeg puso el baúl encima, lo ató sólidamente, y luego se echó al hombro la carretilla y se fue por el muelle arriba. —Vaya —dije yo—, Queequeg, podrías haberlo entendido mejor, cualquiera diría. ¿No se rió la gente? Con esto, me contó otra historia. La gente de su isla de Rokovoko, al parecer, en sus fiestas de boda exprimen la fragante agua de los cocos tiernos en una gran calabaza pintada, como una ponchera; y esta ponchera siempre forma el gran ornamento central en la estera trenzada donde se tiene la fiesta. Ahora bien, cierto grandioso barco mercante tocó una vez en Rokovoko, y su capitán —según todas las noticias, un caballero muy solemne y puntilloso, al menos para ser capitán de marina— fue invitado a la fiesta de boda de la hermana de Queequeg, una bonita y joven princesa que acababa de cumplir los diez años. Bueno, cuando todos los invitados estuvieron reunidos en la cabaña de bambú de la novia, entra el capitán, y al serie asignado el puesto de honor, se coloca frente a la ponchera y entre el Sumo Sacerdote y su majestad el Rey, el padre de Queequeg. Dichas las bendiciones —pues esa gente tiene sus bendiciones, igual que nosotros, si bien Queequeg me dijo que, al contrario que nosotros, que en tales momentos bajamos la vista a los platos, ellos, imitando a los patos, levantan la mirada al Gran Dador de todas las fiestas—, dichas las bendiciones, pues, el Sumo Sacerdote comienza el banquete con la ceremonia inmemorial de la isla; esto es, metiendo sus consagrados y consagradores dedos en la ponchera, antes que circule el bendito brebaje. Al verse colocado junto al Sacerdote, y notando la ceremonia,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA y considerándose —como capitán de barco— en franca precedencia sobre un mero rey isleño, sobre todo en la propia casa del rey, el capitán empezó fríamente a lavarse las manos en la ponchera, tomándola, supongo, por un gran aguamanil. —Entonces —dijo Queequeg—, ¿qué pensar ahora? ¿No se rió nuestra gente? Al fin, pagado el pasaje, y en seguridad el equipaje, estuvimos a bordo de la goleta, que, izando vela, se deslizó por el río Acushnet abajo. Por un lado, New Bedford se elevaba en calles escalonadas, con sus árboles cubiertos de nieve destellando todos en el aire claro y frío. Grandes cerros y montañas de barriles sobre barriles se apilaban en los muelles, y los barcos balleneros, que recorrían el mundo, estaban uno junto a otro silenciosos por fin y amarrados con seguridad, mientras de otros salía un ruido de forjas y carpinteros y toneleros, con mezcla de ruido de forjas y fuegos para fundir la pez, todo ello anunciando que se preparaban nuevos cruceros; terminado un peligrosísimo y largo viaje, sólo empieza otro, y terminado éste, sólo empieza un tercero, y así sucesivamente, para siempre amén. Eso es, en efecto, lo intolerable de todo esfuerzo terrenal. Alcanzando aguas más abiertas, la reconfortante brisa refrescó; el pequeño Musgo rechazaba la viva espuma de la proa, como un joven potro lanza sus resoplidos. ¡Cómo aspiraba yo aquel aire exótico! ¡Cómo despreciaba la tierra con sus barreras, esa carretera común toda ella mellada con las marcas de botas y pezuñas serviles! Y me volvía a admirar la magnanimidad del mar, que no permite dejar nada inscrito. En la misma fuente de espuma, Queequeg parecía beber y mecerse conmigo. Sus sombrías narices se ensanchaban; mostraba sus dientes afilados y puntiagudos. Adelante, adelante volábamos; y alcanzando altamar, el Musgo rindió homenaje a las ráfagas, y se agachó y sumergió la frente, como un esclavo ante el Sultán. Inclinándose a un lado, nos disparamos a un lado; con todas las jarcias vibrando como alambres; los dos palos mayores doblándose como cañas de bambú en un ciclón. Tan llenos estábamos de esta escena estremecida, de pie junto al bauprés que se sumergía, que durante algún tiempo no notamos las miradas burlonas de los pasajeros, una reunión de bobos, que se maravillaban de que dos seres humanos estuvieran en tan buena compañía, como si un blanco fuera algo más digno que un negro enjalbegado. Pero había allí algunos imbéciles e idiotas que, por su intenso verdor, debían haber salido del corazón y centro de toda verdura. Queequeg sorprendió a uno de esos tiernos retoños remedándole a sus espaldas. Creí que había llegado la hora del juicio

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de aquel imbécil. Dejando caer el arpón, el robusto salvaje le apretó entre los brazos, y con fuerza y destreza casi milagrosas, le envió por los aires a gran altura; luego, golpeándole ligeramente la popa a mitad de su cabriola, hizo llegar a aquel tipo al suelo de pie, con los pulmones estallando, mientras Queequeg, volviéndole la espalda, encendió su pipahacha y me la pasó para darle una chupada. —¡Capitán, capitán! —aulló el imbécil, corriendo hacia ese oficial—: capitán, capitán, aquí está el demonio. —¡Eh, usted, señor! —exclamó el capitán, enjuta costilla marina, dando zancadas hacia Queequeg—: ¿qué rayos pretende con eso? ¿No sabe que podía haber matado a este tipo? —¿Qué decir él? —dijo Queequeg, volviéndose suavemente hacia mí. —Dice que casi mataste a ese hombre —dije yo, señalando al novato que todavía temblaba. —¡Matar él! —gritó Queequeg, retorciendo su cara tatuada en una sobreterrenal expresión de desprecio—: ¡ah, el banco peces pequeños! Queequeg no matar peces pequeños tanto: ¡Queequeg matar ballena grande! —¡Mira! —rugió el capitán—: yo matar tú, caníbal, como vuelvas a probar aquí a bordo otro de tus trucos: así que anda con ojo. Pero ocurrió precisamente entonces que era hora de que el capitán anduviera con ojo. La extraordinaria tensión en la cangreja había partido la escota a barlovento, y la tremenda botavara ahora volaba de un lado para otro, barriendo completamente toda la parte de popa de la cubierta. El pobre hombre a quien Queequeg había tratado tan mal fue barrido por encima de la borda; hubo pánico entre todos los marineros, y parecía locura intentar agarrar la botavara para amarrarla. Volaba de derecha a izquierda, y otra vez atrás, casi en lo que tarda un tictac del reloj, y a cada momento parecía a punto de partirse en astillas. Nada se hacía, y nada parecía poderse hacer; los de cubierta se precipitaron hacia la proa, y se quedaron mirando la botavara como si fuera la mandíbula inferior de una ballena exasperada. En medio de esta consternación, Queequeg se dejó caer de rodillas, y gateando bajo el recorrido de la botavara, agarró un cabo que restallaba, amarró un extremo a la amurada, y luego, lanzando el otro como un lazo, lo prendió en torno a la botavara cuando pasaba sobre su cabeza, y a la siguiente sacudida, la verga quedó capturada de ese modo, y todo estuvo seguro. Se puso la goleta al viento, y mientras todos los marineros desamarraban el bote de popa, Queequeg se desnudó hasta la cintura y saltó disparado desde la borda con un brinco en vivo arco largo. Durante tres minutos o más se le vio nadar como un perro, lanzando los largos brazos por delante, y de vez en cuando mostrando sus robustos hombros a

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MOBY-DICK O; LA BALLENA través de la espuma heladora. Miré buscando a aquel tipo presumido y grandioso, pero no vi nadie que salvar. El novato se había hundido. Disparándose verticalmente desde el agua, Queequeg lanzó una mirada instantánea a su alrededor, y pareciendo ver cómo estaba el asunto, se zambulló y desapareció. Pocos minutos después volvió a subir, con un brazo moviéndose, y con el otro arrastrando una forma exánime. El bote los recogió pronto. El pobre imbécil fue reanimado. Todos los marineros declararon que Queequeg era un héroe admirable: el capitán le pidió perdón. Desde aquel momento me pegué a Queequeg como una lapa; sí, hasta que el pobre Queequeg se dio su larga zambullida final. ¿Hubo jamás tal inconsciencia? No parecía pensar que mereciera en absoluto una medalla de las Sociedades Humanitarias y Magnánimas. Sólo pidió agua, agua dulce, algo con que quitarse la sal: hecho esto, se puso ropa seca, encendió la pipa, e inclinándose contra la amurada y mirando benignamente a los que le rodeaban, parecía decirse: «Este mundo es algo mutuo y en comandita, en todos los meridianos. Los caníbales tenemos que ayudar a estos cristianos». XIV.— NANTUCKET Nada más ocurrió en la travesía digno de mencionarse, así que después de un hermoso viaje, llegamos sanos y salvos a Nantucket. ¡Nantucket! Sacad el mapa y miradlo. Mirad qué auténtico rincón del mundo ocupa: cómo está ahí, lejos, en altamar, más solitario que el faro de Eddystone. Miradlo: una mera colina y un codo de arena; todo playa, sin respaldo. Hay allí más arena de la que usaríais en veinte años como sustitutivo del papel secante. Algunos bromistas os dirán que allí tienen que plantar hasta los hierbajos, porque no crecen naturalmente; que importan cardos del Canadá; que tienen que enviar al otro lado del mar por un espiche para cegar una vía de agua en un barril de aceite; que en Nantucket se llevan por ahí trozos de madera como en Roma los trozos de la verdadera Cruz; que la gente allí planta setas delante de casa para ponerse a su sombra en verano; que una brizna de hierba hace un oasis, y tres briznas en un día de camino, una pradera; que llevan za- patos para arenas movedizas, algo así como las raquetas para los pies de los lapones; que están tan encerrados, encarcelados, rodeados por todas partes y convertidos en una verdadera isla por el océano, que hasta en sus mismas sillas y mesas se encuentran a veces adheridas pequeñas almejas, como en las conchas de las tortugas marinas. Pero esas extravagancias sólo indican que Nantucket no es ningún Illinois.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Mirad ahora la notable historia tradicional de cómo esta isla fue colonizada por los pieles rojas. Así dice la leyenda: en tiempos antiguos, un águila descendió sobre la costa de New England, llevándose entre las garras un niñito indio. Con ruidosos lamentos, sus padres vieron que su hijo se perdía de vista sobre las anchas aguas. Decidieron seguirle en la misma dirección. Partiendo en sus canoas, tras de una peligrosa travesía, descubrieron la isla, y allí encontraron una vacía cajita de marfil: el esqueleto del pobre niño indio. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que los de Nantucket, nacidos en una playa, se hagan a la mar para ganarse la vida? Primero buscaban cangrejos y quahogs en la arena; volviéndose más atrevidos, se metieron por el agua con redes a pescar caballo; más expertos, partieron en barcos a capturar bacalaos; y por fin, lanzando una armada de grandes barcos por el mar, exploraron este acuático mundo, pusieron un incesante cinturón de circunnavegaciones en torno de él, se asomaron al estrecho de Behring, y en todas las épocas y océanos, declararon guerra perpetua a la más poderosa masa animada que ha sobrevivido el Diluvio, la más monstruosa y la más montañosa; ese himalayano mastodonte de agua salada, revestido de tal portento de poder inconsciente, que sus mismos pánicos han de temerse más que sus más valientes y malignos asaltos. Y así esos desnudos hombres de Nantucket, esos ermitaños marinos, saliendo de su hormiguero en el mar, han invadido y conquistado el mundo acuático como otros tantos Alejandros, repartiéndose entre ellos los océanos Atlántico, Pacífico e Índico, como las tres potencias piratas lo hicieron con Polonia. Ya puede América añadir México a Texas, y apilar Cuba sobre Panamá; ya pueden los ingleses irrumpir por toda la India, y ondear su refulgente bandera desde el sol: dos tercios de este globo terráqueo son de los de Nantucket. Pues el mar es suyo, ellos lo poseen, como los emperadores sus imperios, y los demás navegantes sólo tienen derecho de tránsito por él. Los barcos mercantes no son sino puentes extensibles; los barcos armados, fuertes flotantes; incluso los piratas y corsarios, aunque siguiendo el mar como los salteadores el camino, no hacen más que saquear otros barcos, otros fragmentos de tierra como ellos mismos, sin tratar de ganarse la vida extrayendo algo de la propia profundidad sin fondo. Sólo el hombre de Nantucket reside y se agita en el mar; sólo él, en lenguaje bíblico, sale al mar en barcos, arándolo de un lado para otro como su propia plantación particular. Allí está su hogar; allí están sus asuntos, que un diluvio de Noé no interrumpiría, aunque abrumase a todos los millones de chinos. Vive en el mar como los gallos silvestres en el prado;

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MOBY-DICK O; LA BALLENA se esconde entre las olas y trepa por ellas como los cazadores de gamuzas trepan por los Alpes. Durante años no conoce la tierra: de modo que cuando llega a ella por fin, le huele como otro mundo, más extrañamente que la luna a un terráqueo. Como la gaviota sin tierra, que al ponerse el sol pliega las alas y se duerme mecida entre las olas; así, al caer la noche, el hombre de Nantucket, sin tierra a la vista, aferra las velas y se echa a dormir, mientras bajo su misma almohada se agolpan rebaños de morsas y de ballenas. XV.— CALDERETA DE PESCADO La noche estaba muy entrada cuando el pequeño Musgo ancló a su gusto, y Queequeg y yo desembarcamos, de modo que aquel día no pudimos resolver ningún asunto, a no ser la cena y la cama. El posadero de la Posada del Chorro nos había recomendado a su primo Hosea Hussey de «Las Marmitas de Destilación», de quien afirmó que era propietario de uno de los hoteles mejor instalados de todo Nantucket, y además nos aseguró que el primo Hosca, como le llamaba, era famoso por sus calderetas de pescado. En resumen, sugirió claramente que no podríamos hacer cosa mejor que probar la suerte de la olla en las «Marmitas». Pero las instrucciones que nos dio sobre dejar a estribor un almacén amarillo hasta que avistáramos una iglesia blanca a babor, y luego siguiéramos dejándola a babor hasta que pasáramos una esquina tres cuartas a estribor, y, hecho esto, preguntáramos al primero que viéramos dónde estaba el sitio, esas enrevesadas instrucciones suyas nos desconcertaron mucho al principio, especialmente porque, al zarpar, Queequeg se empeñó en que el almacén amarillo —nuestro primer punto de referencia— debía quedar a babor, mientras que yo había entendido que Peter Coffin decía que era a estribor. Sin embargo, a fuerza de dar muchas vueltas en la oscuridad, y de vez en cuando, de llamar y despertar a algún pacífico habitante para preguntar el camino, llegamos por fin a algo que no deja lugar a confusiones. Dos enormes marmitas de madera, pintadas de negro y colgadas por «orejas de burro», pendían de los canes de un viejo mastelero, plantado frente a una vieja puerta. Las antenas de los canes estaban serradas por el otro lado, de modo que el viejo mastelero parecía bastante una horca. Quizá yo estaba entonces excesivamente sensible a tales impresiones, pero no pude menos de quedarme mirando a la horca con una vaga aprensión. Una especie de tortícolis me entró cuando levanté la vista hacia las dos antenas que quedaban: así, eran dos, una para Queequeg y una para mí. «Es fatídico —pensé—. Un Coffin

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MOBY-DICK O; LA BALLENA como posadero al desembarcar en mi primer puerto ballenero; lápidas mirándome en la capilla de los balleneros; ¡y aquí una horca, y un par de marmitas asombrosas, también! Estas últimas, ¿están lanzando oblicuas sugerencias sobre Tofet?» Me apartó de esas reflexiones ver una mujer pecosa con pelo amarillo y vestido amarillo, plantada en la puerta de la posada, bajo una turbia lámpara roja balanceante, que parecía mucho un ojo golpeado, y manteniendo una vivaz regañina con un hombre de camisa de lana purpúrea. —¡Anda allá —decía al hombre—, o si no, te doy un repaso! —Vamos, Queequeg —dije—, está muy bien. Ahí está la señora Hussey. Y así resultó ser; el señor Hosea Hussey estaba fuera de casa, pero dejaba a la señora Hussey con plena competencia para ocuparse de sus asuntos. Al dar a conocer nuestros deseos de cena y cama, la señora Hussey, aplazando por el momento más regañina, nos introdujo a un cuartito, y sentándonos ante una mesa cubierta de los restos de una comida recientemente concluida, se volvió hacia nosotros y nos dijo: —¿Almejas o bacalao? —¿Cómo es el bacalao, señora? —dije, con mucha cortesía. —¿Almeja o bacalao? —repitió. —¿Almeja de cena? ¿Almeja fría, es lo que quiere decir, señora Hussey? —dije—; pero en invierno es un recibimiento más bien frío, ¿no, señora? Pero como tenía mucha prisa de continuar su regañina al hombre de la camisa purpúrea, que la esperaba en la entrada, y no parecía oír más que la palabra «almeja», la señora Hussey se apresuró hacia una puerta abierta que daba a la cocina, y aullan- do «Almeja para dos», desapareció. —Queequeg —dije—, ¿crees que podemos hacer una cena para los dos con una almeja? Sin embargo, un cálido y sabroso vapor de la cocina vino a desmentir la perspectiva, aparentemente desoladora, que teníamos por delante. Pero cuando llegó la humeante caldereta, el misterio quedó placenteramente explicado. ¡Oh, dulces amigos, prestadme oídos! Estaba hecho de pequeñas almejas jugosas, apenas mayores que avellanas, mezcladas con galleta de barco machacada y cerdo salado cortado en pequeños copos, todo ello enriquecido con manteca y abundantemente sazonado con pimienta y sal. Aguados nuestros apetitos por el helado viaje, y al ver Queequeg ante él su plato favorito de pescado, y siendo la caldereta notablemente excelente, la despachamos con gran rapidez: entonces, arrellanándome un momento y recordando

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MOBY-DICK O; LA BALLENA el anuncio de la señora Hussey sobre almeja y bacalao, decidí probar un pequeño experimento. Me acerqué a la puerta de la cocina y pronuncié la palabra «bacalao» con gran énfasis, volviendo a ocupar mi asiento. En pocos momentos volvió a salir el sabroso vapor, pero con diferente aroma, y oportunamente se puso ante nosotros una hermosa caldereta de bacalao. Reanudamos nuestra ocupación, y mientras metíamos las cucharas en la cazuela, pensé para mí: «No sé si esto tendrá algún efecto sobre la cabeza: ¿por qué se habla de este guiso en relación con las cabezas estúpidas?». —Pero mira, Queequeg, ¿no es una anguila viva lo que tienes en el plato? ¿Dónde está el arpón? El más piscícola de los lugares de pesca era «Las Marmitas», que bien merecía su nombre, pues las marmitas siempre hervían calderetas. Calderetas para desayunar, calderetas para comer, calderetas para cenar, hasta que uno empezaba a mirar si le salían las espinas por la ropa. El terreno delante de la casa estaba pavimentado de conchas de almejas. La señora Hussey llevaba un pulido collar de vértebras de bacalao, y Hosea Hussey tenía encuadernados sus libros de contabilidad en vieja piel de tiburón extrafina. Incluso la leche tenía un olor a pescado que no pude explicarme hasta que una mañana, en que por casualidad me daba un paseo por la playa entre barcas de pescadores, vi a la vaca atigrada de Hosea pastando restos de pescados, y caminando por la arena, con cada pata en una cabeza decapitada de bacalao, con aspecto muy de ir en chancletas, os lo aseguro. Concluida la cena, recibimos una lámpara e instrucciones de la señora Hussey sobre el camino más corto a la cama, pero, cuando Queequeg iba a precederme por las escaleras, la señora extendió el brazo y le pidió el arpón: no permitía arpones en sus habitaciones. —¿Por qué no? —dije—: todo auténtico ballenero duerme con su arpón, y ¿por qué no? —Porque es peligroso —dijo ella—. Desde que el joven Stiggs, al volver de aquel desgraciado viaje, cuando llevaba cuatro años y medio, sólo con tres barriles de aceite, apareció muerto en el primer piso, con el arpón en el costado, desde entonces, no permito a los huéspedes que se lleven de noche a su cuarto armas tan peligrosas. Así que, señor Queequeg — (porque había aprendido su nombre)—, le voy a quitar este hierro, y se lo voy a guardar hasta mañana. Pero ¿y la caldereta, muchachos? ¿Almejas o bacalao para desayunar mañana? —Las dos cosas —dije—, y tomaremos un par de arenques ahumados para variar.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA XVI.— EL BARCO En la cama preparamos nuestros planes para el día siguiente. Pero, para mi sorpresa y no escasa preocupación, Queequeg me dio a entender entonces que había consultado diligentemente a Yojo — nombre de su diosecillo negro— y Yojo le había dicho dos o tres veces seguidas, insistiendo en ello por todos los medios, que, en vez de ir juntos entre la flota ballenera surta en el puerto y elegir de acuerdo nuestra embarcación, en vez de eso, digo, Yojo había indicado con empeño que la elección del barco debería recaer enteramente en mí, dado que Yojo se proponía sernos propicio, y, para hacerlo así, ya había puesto sus miras en una nave que yo, Ismael, si me dejaban solo, infaliblemente elegiría, igual en todo como si hubiera salido por casualidad; y que debía embarcarme inmediatamente en esa nave, sin ocuparme por el momento de Queequeg. He olvidado señalar que, en muchas cosas, Queequeg ponía gran confianza en la excelencia del juicio de Yojo y en su sorprendente previsión sobre las cosas, y que apreciaba a Yojo con estima considerable, como un tipo de dios bastante bueno, que quizá tenía intenciones suficientemente propicias en conjunto, pero que no conseguía en todos los casos sus designios benévolos. Ahora, en cuanto al plan de Queequeg, o mejor dicho de Yojo, respecto a la elección de nuestro barco, ese plan no me gustaba en absoluto. Yo había confiado no poco en la sagacidad de Queequeg para indicar el ballenero más adecuado para transportarnos con seguridad a nosotros y nuestros destinos. Pero como todas mis protestas no produjeron efecto en Queequeg, me vi obligado a asentir, y en consecuencia, me dispuse a ocuparme de este asunto con un vigor y una energía decidida y un tanto precipitada, que rápidamente arreglaría ese insignificante asuntillo. Al día siguiente por la mañana, dejando a Queequeg encerrado con Yojo en nuestra pequeña alcoba (pues parecía que ese día era para Queequeg y Yojo una especie de Cuaresma o Ramadán, o día de ayuno, humillación y oración; de qué modo, jamás lo pude averiguar, pues, aunque me puse a ello varias veces, nunca pude dominar su liturgia y sus Treinta y Nueve Artículos); dejando, pues, a Queequeg en ayuno con su pipahacha, y a Yojo al calor de su fuego sacrificial de virutas, salí a dar una vuelta entre los barcos. Tras de mucho y prolongado rondar y muchas preguntas al azar, supe que había tres barcos que salían para viajes de tres años: La Diablesa, El Bocadito y el Pequod. No sé el origen de lo de Diablesa; de Bocadito, es evidente; Pequod sin duda se recordará que era el nombre de una célebre tribu de indios

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de Massachusetts, ahora tan extinguidos como los antiguos medas. Observé y aceché en torno al Diablesa; desde éste pasé de un salto al Bocadito; y finalmente, entrando a bordo del Pequod, miré un momento alrededor y decidí que éste era el barco que nos hacía falta. Por mi parte, podréis haber visto muchas embarcaciones extrañas; lugares de pie cuadrados; montañosos juncos japoneses; galeotas como cajas de manteca, y cualquier cosa; pero creedme bajo mi palabra que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma extraña y vieja Pequod Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él y con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y coloreado por los climas, en los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como un granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos —cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos originarios habían salido por la borda en una galerna—, sus palos se erguían rígidamente como los espinazos de los tres antiguos Reyes en Colonia. Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa venerada por los peregrinos de la catedral de Canterbury donde se desangró Beckett. Pero a todas esas sus viejas antigüedades, se añadían nuevos rasgos maravillosos, correspondientes a la loca ocupación que había seguido desde hacía más de medio siglo. El viejo capitán Peleg, durante muchos años segundo de a bordo, antes de mandar otro barco suyo, y ahora marino jubilado, y uno de los principales propietarios del Pequod; ese viejo Peleg, durante el tiempo en que fue segundo, había construido sobre su grotesco ser original, y esculpido en él, con rareza de material y de invención sólo comparable a la del escudo esculpido o la cabecera de ThorkillHake. El barco estaba engalanado como cualquier bárbaro emperador etiópico con el cuello cargado de colgajos de marfil pulido. Era un ser hecho de trofeos; un barco caníbal, embellecido con los vencidos huesos de sus enemigos. A su alrededor, sus amuradas abiertas y sin paneles estaban guarnecidas como una quijada continua, con largos dientes aguzados de cachalote insertos allí como toletes en que sujetar sus viejos tendones y ligamentos de cáñamo. Esos tendones no corrían a través de vulgares trozos de madera de tierra, sino que cruzaban hábilmente por vainas de marfil de mar. Desdeñando tener una rueda como de barrera de camino para su reverendo timón, ostentaba allí una caña; y esa caña era de una sola pieza, curiosamente esculpida en la larga y estrecha mandíbula inferior de su enemigo hereditario. El timonel que gobernara con esa caña en la tempestad, se sentiría como el tártaro que refrena su feroz corcel apretándole la mandíbula. ¡Noble embarcación,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA pero muy melancólica! Todas las cosas nobles están tocadas de eso mismo. Entonces, al mirar a mi alrededor en el alcázar de popa, buscando alguien con autoridad a quien proponerme como candidato para el viaje, al principio no vi a nadie, pero no pude pasar por alto una extraña especie de tienda, o más bien cabaña, erigida un poco detrás del palo mayor. Parecía sólo una construcción temporal usada en el puerto. Era de forma cónica, de unos diez pies de alto, construida con las largas y anchas tiras de blando hueso negro sacado de la parte media y más alta de las mandíbulas de la ballena de Groenlandia, plantadas con los extremos más anchos en cubierta, con un círculo de esas tiras atadas juntas, inclinadas mutuamente una contra otra, y la cima unida en una punta con penacho, donde las sueltas fibras peludas oscilaban de un lado a otro como el copete en la cabeza de un viejo sachem de los Potawatomi. Una abertura triangular miraba hacia la proa del barco, de modo que quien estuviera dentro dominaba una vista completa hacia delante. Y medio escondido en esta extraña construcción, encontré por fin a uno que por su aspecto parecía tener autoridad; y que, siendo mediodía, y estando suspendido el trabajo del barco, ahora disfrutaba su descanso de la carga del mando. Estaba sentado en una silla de roble a la antigua usanza, enroscada toda ella en curiosas tallas, y cuyo asiento estaba formado por un recio entrelazado de la misma materia elástica de que estaba construida la cabaña. Quizá no había nada igualmente curioso en el aspecto del viejo que vi: era robusto y tostado, como la mayoría de la gente de mar, y reciamente envuelto en un azul capote de piloto, cortado al estilo cuáquero; solamente tenía una red sutil y casi microscópica de los más menudos pliegues entrelazados en torno a sus ojos, que debía proceder de sus continuas travesías a través de muchas duras galernas, siempre mirando a barlovento; por tales motivos llegan a apretarse los músculos en torno a los ojos. Tales arrugas de los ojos son de gran efecto para mirar ceñudo. —¿Es el capitán del Pequod? —dije, avanzando hacia la puerta de la tienda. —Suponiendo que sea el capitán del Pequod, ¿qué le quiere? —preguntó. —Pensaba embarcarme. —Ah, ¿conque pensaba? Ya veo que no es de Nantucket: ¿ha estado alguna vez en un bote desfondado? —No, señor, nunca. —¿Y no sabe nada en absoluto de la pesca de la ballena, supongo?

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MOBY-DICK O; LA BALLENA —Nada, señor, pero no tengo duda de que pronto aprenderé. He hecho varios viajes en la marina mercante, y creo que... —El diablo se lleve a la marina mercante. No me hable esa jerga. ¿Ve esta pierna? Se la arranco de la popa si me vuelve a hablar de la marina mercante. ¡Marina mercante, sí, sí! Supongo que ahora se sentirá muy orgulloso de haber servido en esos barcos mercantes. Pero ¡colas de ballena!, hombre; ¿por qué se empeña en ir a pescar ballenas, eh? Parece un poco sos- pechoso, ¿no? No habrá sido pirata, ¿eh? No ha robado a su último capitán, ¿eh? ¿No piensa asesinar a los oficiales una vez en el mar? Protesté mi inocencia en esas cosas. Vi que bajo la máscara de esas insinuaciones medio en broma, aquel viejo navegante, como aislado natural de Nantucket y dado a lo cuáquero, estaba lleno de prejuicios insulares, y más bien desconfiado de todos los forasteros, a no ser que salieran de Cabo Cod o del Vineyard. —Pero ¿por qué se mete a pescar ballenas? Quiero saberlo antes de embarcarle. —Bueno, señor, quiero ver qué es la pesca de la ballena. Quiero ver el mundo. —¿Conque quiere ver qué es la pesca de la ballena? ¿Ha echado el ojo alguna vez al capitán Ahab? —¿Quién es el capitán Ahab? —Claro, claro, ya me lo suponía. El capitán Ahab es el capitán de este barco. —Entonces estoy equivocado. Creí que hablaba con el capitán en persona. —Habla con el capitán Peleg: con ése es con quien habla. A mí y al capitán Bildad nos corresponde cuidar que el Pequod tenga de todo para el viaje, y esté provisto de todo lo necesario, incluyendo la tripulación. Somos copropietarios y agentes. Pero, como iba a decir, si quiere saber qué es la pesca de la ballena, como decía que quería, puedo darle la manera de averiguarlo antes de comprometerse sin poderse volver atrás. Ponga los ojos en el capitán Ahab, y encontrará que no tiene más que una pierna. —¿Qué quiere decir? ¿Ha perdido la otra con una ballena? —¡Que si la ha perdido con una ballena! Joven, acérquese más: la devoró, la masticó, la aplastó el más monstruoso cachalote que jamás hizo astillas un bote, ¡ah, ah! Me alarmé un poco ante su energía, y quizá también me conmoví un poco ante el sincero dolor de su exclamación final, pero dije tan tranquilamente como pude: —Lo que dice sin duda es verdad, capitán; pero ¿cómo iba a saber

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MOBY-DICK O; LA BALLENA yo que había alguna ferocidad peculiar en esa determinada ballena? Aunque, desde luego, podría haberlo inferido por el simple hecho del accidente. —Mire, joven, tiene unos pulmones un poco débiles, ya ve. No habla como un buen tiburón. Pero vamos a entendernos. ¿Seguro que ha estado alguna vez en el mar antes de ahora, seguro? —Capitán —dije—: creía haberle dicho que he hecho cuatro viajes en la marina mercante... —¡Fuera con eso! ¡No olvide lo que le he dicho de la marina mercante! No me irrite: no lo voy a consentir. Pero vamos a entendernos. Le he hecho una sugerencia sobre lo que es la pesca de la ballena: ¿sigue sintiéndose inclinado a ella? —Sí, señor. —Muy bien. Bueno, ¿es usted hombre como para meter un arpón por la garganta de una ballena viva, y saltar detrás de él? ¡Conteste, deprisa! —Sí que soy, si es decididamente indispensable hacerlo: quiero decir, si no se puede remediar, que supongo que no ocurrirá. —Está bien también. Bueno, entonces, ¿no solamente quiere ir a pescar ballenas, para saber por experiencia qué es eso, sino que también quiere ir para ver mundo? ¿No es eso lo que ha dicho? Ya me lo suponía. Bueno, entonces, vaya adelante, y eche una ojeada por la proa a barlovento, y luego vuelva a contarme qué es lo que ve. Por un momento, me quedé un poco desconcertado por su curiosa petición, sin saber exactamente cómo tomarla, si en broma o en serio. Pero concentrando todas sus patas de gallo en un solo gesto ceñudo, el capitán Peleg me echó a andar con el encargo. Adelantándome a mirar por la proa a barlovento, me di cuenta de que el barco, balanceándose sobre el ancla con la marea alta, ahora apuntaba oblicuamente hacia el mar abierto. La perspectiva era ilimitada, pero enormemente monótona e impresionante; ni la menor variedad que pudiera yo ver. —Bueno, ¿cuál es el parte? —dijo Peleg cuando volví—; ¿qué ha visto? —No mucho —contesté—, nada más que agua; aunque hay un considerable horizonte, y se prepara un chubasco, me parece. —Bueno, ¿qué piensa entonces de ver el mundo? Quiere doblar el cabo de Hornos para ver algo más de él, ¿eh? ¿No puede ver el mundo donde está ahora? Me quedé un poco vacilante, pero debía y quería ir a pescar ballenas; y el Pequod era tan buen barco como cualquiera — yo pensaba que el mejor—, y todo eso se lo repetí entonces a Peleg. Al verme tan decidido, expresó que estaba dispuesto a enrolarme.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA —Y sería mejor que firmara los papeles ahora mismo — añadió——: le acompaño. —Y así diciendo, me precedió a la cabina, bajo cubierta. Sentado en el yugo estaba alguien que me pareció una figura muy extraordinaria y sorprendente. Resultó ser el capitán Bildad, que, junto con el capitán Peleg, era uno de los principales propietarios del barco, mientras que las demás partes, como a veces ocurre en esos puestos, las tenían multitudes de viejos rentistas, viudas, niños sin padre y tutores judiciales, cada cual dueño de cerca del valor de una cabeza de cuaderna, un pie de tabla, o un clavo o dos del barco. La gente de Nantucket invierte el dinero en barcos balleneros, del mismo modo que vosotros invertís el vuestro en títulos del Estado que producen buenos intereses. Ahora, Bildad, como Peleg, y, desde luego, muchos otros de Nantucket, era cuáquero, por haber sido la isla colonizada originariamente por esta secta; y hasta hoy día sus habitantes en general conservan en grado insólito las peculiaridades de los cuáqueros sólo que modificadas de modo variado y anómalo por cosas absolutamente extrañas y heterogéneas. Pues algunos de esos mismos cuáqueros son los más sanguinarios de todos los marineros y cazadores de ballenas. Son cuáqueros belicosos, son cuáqueros con saña. Así que hay entre ellos ejemplos de hombres que, teniendo nombres bíblicos —costumbre muy común en la isla—, y habiendo absorbido en su infancia el solemne modo de tratamiento del habla cuáquera, sin embargo, por las aventuras audaces, atrevidas y desenfrenadas de sus posteriores vidas, mezclan extrañamente con esas particularidades nunca abandonadas mil rasgos atrevidos de carácter, nada indignos de un rey marino escandinavo, o de un poético romano pagano. Y cuando esas cosas se unen, en un hombre de fuerza natural grandemente superior, de cerebro bien desarrollado y corazón de mucho peso, y que por la calma y soledad de muchas largas guardias nocturnas en las aguas más remotas, y bajo constelaciones nunca vistas en el norte, se ha visto llevado a pensar de modo independiente y poco tradicional, recibiendo todas las impresiones de la naturaleza, dulces o salvajes, recién salidas de su pecho virginal, voluntarioso y confidente, y que, sobre todo con eso, pero también con alguna ayuda de ventajas accidentales, ha aprendido un lenguaje altanero, atrevido y nervioso, ese hombre, que cuenta por uno solo en el censo de una entera nación, es una poderosa criatura de exhibición, formada para nobles tragedias. Y no le disminuye en absoluto, considerado desde el punto de vista dramático, que, por nacimiento o por otras circunstancias, tenga lo que parece una morbosidad predominante y medio arbitraria en el fondo de su naturaleza. Ten la seguridad de esto, oh,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA joven ambición: toda grandeza mortal no es sino enfermedad. Pero por ahora no tenemos que habérnoslas con uno así, sino con otro muy diferente; y sin embargo, un hombre que, si bien peculiar, resulta a su vez de otra fase del cuáquero, modificado por circunstancias individuales. Como el capitán Peleg, el capitán Bildad era un ballenero retirado, de buena posición. Pero a diferencia del capitán Peleg, que no se preocupaba un rábano de lo que se llama cosas serias, y, de hecho, consideraba esas mismísimas cosas serias como las mayores trivialidades, el capitán Bildad no sólo hablase educado originariamente conforme a las más estrictas reglas del cuaquerismo de Nantucket, sino que ni toda su posterior vida oceánica, ni la contemplación de muchas deliciosas criaturas isleñas sin vestir, al otro lado del cabo de Hornos, habían movido ni jota su temple cuáquero de nacimiento, ni habían alterado un solo pliegue de su chaleco. No obstante, a pesar de toda esa inmutabilidad, había alguna vulgar falta de coherencia en el digno capitán Bildad. Aunque rehusando, por escrúpulos de conciencia, ponerse en armas contra los invasores terrestres, él mismo, sin embargo, había invadido inconteniblemente el Atlántico y el Pacífico; y aunque enemigo jurado de derramar sangre humana, sin embargo, en su capote ajustado, había vertido toneladas de sangre del leviatán. No sé cómo reconciliaría ahora esas cosas el piadoso Bildad, en el contemplativo atardecer de sus días, pero no parecía importarle mucho, y muy probablemente había llegado hacía mucho tiempo a la sabia y sensata conclusión de que una cosa es la religión de un hombre, y otra cosa este mundo práctico. Este mundo paga dividendos. Ascendiendo desde pequeño mozo de cabina, en pantalones cortos del pardo más pardo, hasta arponero con ancho chaleco en forma de pez: pasando de ahí a jefe de ballenera, primer oficial, capitán, y finalmente propietario de barco, Bildad, como he sugerido antes, había concluido su carrera aventurera retirándose por completo de la vida activa a la excelente edad de sesenta años, y dedicando el resto de sus días a recibir sosegadamente su bien ganada renta. Ahora, lamento decir que Bildad tenía reputación de ser un incorregible viejo tacaño, y, en sus tiempos de navegación, un patrón duro y agrio. Me dijeron en Nantucket, aunque ciertamente parece una historia curiosa, que cuando mandó el viejo ballenero Categut, la mayor parte de la tripulación, al volver al puerto, desembarcó para ser llevada al hospital, dolorosamente exhausta y agotada. Para ser un hombre piadoso, especialmente para un cuáquero, era desde luego bastante terco, para decirlo de un modo suave. Sin embargo, decían que no solía echar juramentos a sus hombres, pero, de un modo o de

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MOBY-DICK O; LA BALLENA otro, les sacaba una desordenada cantidad de trabajo duro, cruel y sin mitigación. Cuando Bildad era primer oficial, tener sus ojos de color grisáceo mirándole atentamente a uno, hacía que uno se sintiera completamente nervioso, hasta poder agarrar algo —martillo o pasador— e irse a trabajar como loco, en cualquier cosa, no importaba qué. La indolencia y la ociosidad perecían ante él. Su propia persona era la encarnación exacta de su carácter utilitario. En su largo cuerpo magro, no llevaba carne de sobra, ni barba superflua, ya que su barbilla ostentaba una blanda y económica pelusa, como la pelusa gastada de su sombrero de ala ancha. Tal, pues, era la persona que vi sentada en el yugo cuando seguí al capitán Peleg bajando a la cabina. El espacio entre puentes era escaso; y allí, erguido tiesamente, estaba sentado el viejo Bildad, que siempre se sentaba así, sin inclinarse, y ello para ahorrar faldones de la casaca. El sombrero de ala ancha estaba a su lado: tenía las piernas rígidamente cruzadas, el traje grisáceo abotonado hasta la barbilla, y con los lentes en la nariz, parecía absorto en la lectura de un pesado volumen. —Bildad —gritó el capitán Peleg—, ¿otra vez con eso, eh, Bildad? Llevas ya treinta años estudiando esas Escrituras, que yo sepa con seguridad. ¿Hasta dónde has llegado, Bildad? Como acostumbrado largamente a tan profanas palabras por parte de su antiguo compañero de navegación, Bildad, sin advertir su actual irreverencia, levantó tranquilamente los ojos, y al verme, volvió a lanzar una ojeada inquisitiva hacia Peleg. —Dice que es nuestro hombre, Bildad —dijo Peleg—: quiere embarcarse. —¿Eso quieres tú? —dijo Bildad, con acento hueco y volviéndose a mirarme. —Quiero yo —dije sin darme cuenta, de tan intensamente cuáquero como era él. —¿Qué piensas de él, Bildad? —dijo Peleg. —Servirá —dijo Bildad, echándome una ojeada, y luego siguió murmurando en su libro en un tono de murmullo muy audible. Le consideré el más raro cuáquero viejo que había visto jamás, especialmente dado que Peleg, su amigo y antiguo compañero de navegación, parecía tan fanfarrón. Pero no dije nada, sino que sólo miré a mi alrededor con toda atención. Peleg entonces abrió un cofre y, sacando el contrato del barco, le puso pluma y tinta delante, y se sentó ante una mesita. Yo empecé a pensar que era sobradamente hora de decidir conmigo mismo en qué condiciones estaría dispuesto a comprometerme para el viaje. Ya me daba cuenta de que en el

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MOBY-DICK O; LA BALLENA negocio de la pesca de la ballena no pagaban remuneración, sino que todos los tripulantes, incluido el capitán, recibían ciertas porciones de los beneficios llamadas «partes», y esas partes estaban en proporción al grado de importancia correspondiente a los deberes respectivos en la tripulación del barco. También me daba cuenta de que, siendo novato en la pesca de la ballena, mi parte no sería muy grande, pero, considerando que estaba acostumbrado al mar, y sabía gobernar un barco, empalmar un cabo, y todo eso, no tuve dudas, por todo lo que había oído, de que me ofrecerían al menos la doscientos setenta y cincoava parte; esto es, la doscientos setenta y cincoava parte del beneficio neto del viaje, ascendiese a lo que ascendiese. Y aunque la doscientos setenta y cincoava parte era más bien lo que llaman una «parte a la larga», sin embargo, era mejor que nada; y si teníamos un viaje con suerte, podría compensar muy bien la ropa que desgastaría en él, para no hablar del sustento y alojamiento de tres años, por los que no tendría que pagar un ardite. Podría pensarse que ésa era una pobre manera de acumular una fortuna principesca; y así era, una manera muy pobre. Pero soy de los que nunca se ocupan de fortunas principescas, y estoy bien contento si el mundo está dispuesto a alojarme y mantenerme, mientras me hospedo bajo la fea muestra de «A la Nube Tronadora». En conjunto, pensé que la doscientos setenta y cincoava parte vendría a ser lo decente, pero no me habría sorprendido que me ofrecieran la doscientosava, considerando que era tan ancho de hombros. Pero una cosa, sin embargo, que me hizo sentir un poco desconfiado de recibir tan generosa porción de los beneficios fue ésta: en tierra había oído algo, tanto sobre el capitán Peleg como sobre su inexplicable viejo compadre Bildad, y de cómo, por ser ellos los principales propietarios del Pequod los demás propietarios, menos considerables y más desparramados, les dejaban a ellos dos casi todo el manejo de los asuntos del barco. Y no podía menos de saber que el viejo avaro de Bildad quizá tendría mucho que decir en cuanto a enrolar tripulantes, sobre todo dado que yo le había encontrado a bordo del Pequod muy en su casa en la cabina, y leyendo la Biblia como si estuviera junto a su chimenea. Ahora, mientras Peleg intentaba vanamente cortar una pluma con su navaja, el viejo Bildad, con no poca sorpresa mía, visto que era parte tan interesada en estos asuntos, no nos prestaba la menor atención, sino que seguía mascullando para sí mismo en su libro: —«No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla...» —Bueno, capitán Bildad —interrumpió Peleg—, ¿qué dices, qué parte le damos a este joven?

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MOBY-DICK O; LA BALLENA —Tú lo sabes mejor —fue la sepulcral respuesta—: la setecientas setenta y sieteava no sería demasiado, ¿no?..., «donde la polilla y el gusano devoran...». « ¡Qué parte, sí —pensé yo—, la setecientas setenta y sieteava! Bueno, viejo Bildad, estás decidido a que yo, por mi parte, no tenga mucha parte en esta parte donde la polilla y el gusano devoran.» Era una parte demasiado «a la larga», y aunque por la magnitud de su cifra podría a primera vista engañar a uno de tierra adentro, sin embargo, el más ligero examen mostrará que, aunque setecientos setenta y siete sea un número bastante grande, con todo, cuando se trata de dividir por él, se verá entonces, digo yo, que la parte setecientas setenta y sieteava de un penique es mucho menos que setecientos setenta y siete doblones; y eso pensé entonces. —¡Vaya, ya puedes reventar! —gritó Peleg—: no querrás estafar a este joven: tiene que recibir más que eso. —Setecientos setenta y siete —volvió a decir Bildad, sin levantar los ojos, y luego siguió mascullando—: «pues donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón». —Le voy a poner por la trescientosava —dijo Peleg—: ¿me oyes, Bildad? La parte trescientosava, digo. Bildad dejó el libro, y volviéndose solemnemente hacia él, dijo: —Capitán Peleg, tienes un corazón generoso; pero debes considerar tus obligaciones respecto a los demás propietarios del barco, viudas y huérfanos muchos de ellos, y que si compensamos en exceso las fatigas de este joven, quizá les quitaremos el pan a esas viudas y a esos huérfanos. La parte setecientas setenta y sieteava, capitán Peleg. —¡Tú, Bildad! —rugió Peleg, incorporándose de un salto y armando ruido por la cabina—: ¡Maldita sea, capitán Bildad, si hubiera seguido tu consejo en estos asuntos, ahora tendría que halar una conciencia tan pesada como para hundir el mayor barco que jamás navegó doblando el cabo de Hornos! —Capitán Peleg —dijo Bildad, con firmeza—: tu conciencia quizá hará diez pulgadas de agua, o diez brazas, no sé decir; pero como sigues siendo un hombre impertinente, capitán Peleg, me temo mucho que tu conciencia hace agua, y acabará por sumergirte a ti, hundiéndote en el abismo de los horrores, capitán Peleg. —¡El abismo de los horrores, el abismo de los horrores! Me insultas, hombre, más de lo que se puede aguantar por naturaleza: me insultas. Es un ultraje infernal decirle a ninguna criatura humana que está destinada al infierno. ¡Colas de ballenas y llamas! Bildad, vuelve a decirlo y me abres los pernos del alma, pero yo... yo... sí, yo me tragaré un macho cabrío vivo, con cuernos y pelo. ¡Fuera de la cabina,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA hipócrita, grisáceo hijo de un cañón de madera..., sal derecho! Tronando así, se lanzó contra Bildad, pero Bildad, con maravillosa celeridad oblicua y resbalosa, le eludió por esta vez. Alarmado ante esa terrible explosión entre los dos principales propietarios responsables del barco, y sintiéndome casi inclinado a abandonar toda idea de navegar en un barco de tan discutible propiedad y tan efímero mando, me aparté a un lado de la puerta para dar salida a Bildad, quien, sin duda, estaba muy dispuesto a desaparecer ante la despertada cólera de Peleg. Pero con asombro mío, volvió a sentarse en el yugo con mucha tranquilidad, por lo visto sin tener la más leve intención de retirarse. Parecía muy acostumbrado al impenitente Peleg y sus maneras. En cuanto a Peleg, después de disparar la cólera como lo había hecho, parecía que no quedaba más en él, y también se sentó como un cordero, aunque convulsionándose un poco, como todavía con agitación nerviosa. —¡Uf—silbó por fin—: el chubasco ha pasado a sotavento, me parece. Bildad, tú solías servir para afilar un arpón: córtame esa pluma. Mi navaja necesita piedra de afilar: eso es, gracias, Bildad. Bueno, entonces, joven; tu nombre es Ismael, ¿no decías? Bueno, entonces, aquí te pongo Ismael, con la parte trescientosava. —Capitán Peleg —dije—, tengo conmigo un amigo que también quiere embarcarse: ¿le traigo mañana? —Claro —dijo Peleg—. Tráele contigo, y le echaremos una mirada. —¿Qué parte quiere? —gruñó Bildad, levantando la mirada del libro en que se había vuelto a sepultar. —¡Ah, no te preocupes de eso, Bildad! —dijo Peleg—. ¿Ha ido alguna vez a la pesca de la ballena? —y se volvió hacia mí. —Ha matado más ballenas de las que puedo contar, capitán Peleg. —Bueno, tráele entonces. Y, después de firmar los papeles, me marché, sin dudar de que había aprovechado muy bien la mañana, y de que el Pequod era el mismísimo barco que Yojo había proporcionado para que nos llevara, a Queequeg y a mí, más allá del Cabo. Pero no había llegado muy lejos, cuando empecé a considerar que el capitán con quien iba a navegar todavía había permanecido invisible para mí, aunque, desde luego, en muchos casos, un ballenero queda completamente acondicionado y recibe a bordo toda su tripulación antes que el capitán se deje ver llegando a tomar el mando: pues a veces esos viajes son tan prolongados, y los intervalos en tierra, en el puerto de origen, son tan desmesuradamente cortos, que si el capitán tiene familia, o algún interés absorbente de esta especie, no se preocupa demasiado por su barco en el puerto, sino que se lo deja

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MOBY-DICK O; LA BALLENA a los propietarios hasta que está dispuesto para hacerse a la mar. Sin embargo, siempre está bien echarle una mirada antes de entregarse irremediablemente en sus manos. Volví atrás y me acerqué al capitán Peleg, para preguntarle dónde se encontraría el capitán Ahab. —¿Y qué quieres con el capitán Ahab? Ya está de sobra bien: ya estás enrolado. —Sí, pero me gustaría verle. —Pues no creo que puedas verle por ahora. No sé exactamente qué le pasa, pero está encerrado dentro de casa, como si estuviera enfermo, aunque no tiene cara de ello. En realidad, no está enfermo, pero no, tampoco está bien. De cualquier modo, joven, no siempre me quiere ver, así que supongo que no te querrá ver. Es un hombre raro, el capitán Ahab, eso dicen algunos, pero bueno. Ah, te gustará mucho: no tengas miedo, no tengas miedo. Es un hombre grandioso, blasfemo, pero como un dios, el capitán Ahab; no habla mucho, pero cuando habla, le puedes escuchar muy bien. Fíjate, te lo aviso: Ahab está por encima de lo común; Ahab ha estado en colegios lo mismo que entre los caníbales; está acostumbrado a maravillas más profundas que las olas. ¡Su arpón! ¡Sí, el más agudo y seguro de toda nuestra isla! ¡Ah, no es el capitán Bildad; no, tampoco es el capitán Peleg: es Ahab, muchacho; y el antiguo Ahab, como sabes, era un rey coronado! —Y muy vil. Cuando mataron a aquel perverso rey, ¿no lamieron su sangre los perros? —Ven acá: conmigo, acá, acá —dijo Peleg, con un aire significativo en la mirada que casi me sobresaltó—. Mira bien, muchacho: nunca digas eso a bordo del Pequod. Nunca lo digas en ningún sitio. El capitán Ahab no se ha puesto el nombre a sí mismo. Fue una estúpida e ignorante manía de su madre, loca y viuda, que murió cuando él tenía sólo un año. Y sin embargo, la vieja india Tistig, en GayHead, dijo que el nombre resultaría profético de un modo u otro. Y quizá otros locos como ella te dirán lo mismo. Quiero avisarte. Es mentira. Conozco muy bien al capitán Ahab; he navegado de oficial con él hace años; sé lo que es, un buen hombre, no un hombre piadoso y bueno como Bildad, sino un hombre bueno que jura, algo así como yo, sólo que con mucho más. Sí, sí, ya sé que nunca ha estado muy alegre; y sé que, en la travesía de vuelta, estuvo algún tiempo fuera de quicio, pero eran los dolores agudos y disparados de su muñón sangriento lo que le produjo eso, como cualquiera puede ver. Yo sé también que desde que perdió la pierna en el último viaje, por esa maldita ballena, está un poco raro, con humor desesperado, y a veces como loco; pero todo eso se pasará. Y de una vez para todas, permíteme decirte y asegurarte, joven, que vale más navegar con un buen capitán

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de humor raro que con uno malo y risueño. Así que adiós, y no ofendas al capitán Ahab porque da la casualidad de que tiene un nombre maldito. Además, muchacho, tiene mujer; no hace tres viajes que se ha casado; una muchacha dulce y resignada. Piensa en eso: con esa dulce muchacha, ese viejo ha tenido un hijo: ¿piensas entonces que puede haber en él algún mal decidido y sin esperanza? No, no, muchacho; herido, fulminado o como sea, Ahab tiene su humanidad. Al marcharme, iba lleno de vacilaciones; lo que incidentalmente se me había revelado sobre el capitán Ahab me llenaba de un cierto loco y vago dolor respecto a él. Y al mismo tiempo, no sé cómo, sentía simpatía y pena por él, pero no sé por qué, a no ser por la cruel pérdida de su pierna. Y sin embargo, también sentía un extraño temor de él, pero esa clase de temor, que no puedo describir en absoluto, no era exactamente temor; no sé lo que era. Pero lo sentía, y no me hacía tener desvío respecto a él, aunque sentía impaciencia ante lo que parecía en él como un misterio, a pesar de lo imperfectamente que entonces le conocía. Sin embargo, mis pensamientos acabaron por ser llevados en otras direcciones, de modo que por el momento Ahab resbaló de mi mente. XVII.— EL RAMADÁN Como queequeg iba a continuar todo el día su Ramadán, o Ayuno y Humillación, preferí no interrumpirle hasta cerca de la caída de la noche, pues tengo gran respeto hacia las obligaciones religiosas de cualquiera, sin que importe qué cómicas sean, y no cabe en mi corazón menospreciar siquiera a una feligresía de hormigas adorando una seta, o esas otras criaturas de ciertas regiones de nuestra tierra, que, con un grado de lacayismo sin precedentes en otros planetas, se inclinan ante el torso de un fallecido propietario agrícola meramente a causa de las desmesuradas posesiones que todavía se tienen y se arriendan en su nombre. Digo yo que los buenos cristianos presbiterianos deberíamos ser caritativos en estas cosas, y no imaginarnos tan altamente superiores a otros mortales, paganos o lo que sean, a causa de sus ideas semidementes en estos aspectos. Allí estaba ahora Queequeg, indudablemente manteniendo las más absurdas nociones sobre Yojo y su Ramadán, pero ¿y qué? Queequeg creía saber lo que hacía, supongo; parecía estar contento, así que dejémosle en paz. De nada serviría todo lo que discutiéramos con él; dejémosle en paz, digo; y el Cielo tenga misericordia de todos nosotros, de un modo o de otro, estamos terriblemente tocados de la cabeza, y necesitamos un buen arreglo.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Hacia el anochecer, cuando me sentí seguro de que debían haber terminado todas sus realizaciones y rituales, subí a su cuarto y llamé a la puerta; pero no hubo respuesta. Traté de abrirla, pero estaba sujeta por dentro. —Queequeg —dije suavemente por el ojo de la cerradura: todo callado—. Oye, Queequeg, ¿por qué no hablas? Soy yo... Ismael. Pero todo seguía en silencio como antes. Empecé a sentirme alarmado. Le había dejado tiempo de sobra: pensé que habría tenido un ataque de apoplejía. Miré por el ojo de la cerradura, pero como la puerta daba a un rincón desviado del cuarto, la perspectiva del ojo de la cerradura era torcida y siniestra. Sólo podía ver parte de los pies de la cama y una línea de la pared. Me sorprendió observar, apoyada contra la pared, el asta de madera del arpón de Queequeg, que la patrona le había quitado la noche anterior, antes de que subiéramos al cuarto. «Es extraño —pensé—, pero, de todos modos, puesto que el arpón está ahí, y Queequeg raramente o nunca sale fuera sin él, debe estar dentro, por consiguiente, sin posible error.» —¡Queequeg, Queequeg! Todo en silencio. Algo debía haber ocurrido. ¡Apoplejía! Traté de abrir de un golpe la puerta, pero resistía tercamente. Corriendo escaleras abajo, rápidamente declaré mis temores a la primera persona que encontré: la criada. —¡Vaya, vaya! —exclamó—. Pensaba que debía pasar algo. Fui a hacer la cama, después del desayuno, y la puerta estaba cerrada y no se oía un ratón; y desde entonces ha seguido igual de silencioso. Pero creí que quizá se habían ido ustedes dos juntos, echando la llave para dejar seguro el equipaje. ¡Vaya, vaya! ¡Señora, ama, han matado a alguien! ¡Señora Hussey, apoplejía! —Y con esos gritos corrió hacia la cocina, seguida por mí. Pronto apareció la señora Hussey, con un tarro de mostaza en una mano y una botellita de vinagre en la otra, habiendo acabado en ese momento de ocuparse de las vinagreras, y riñendo mientras tanto a su muchachito negro. —¡La leñera! —grité—: ¿por dónde se va? Corran por Dios, y traigan algo para forzar la puerta: ¡El hacha, el hacha! ¡Tiene un ataque, pueden estar seguros! Y así diciendo, de modo incoherente volvía yo a subir las escaleras con las manos vacías, cuando la señora Hussey interpuso el tarro de mostaza, la botellita del vinagre y todo el aceite de ricino de su cara. —¿Qué le pasa a usted, joven? —¡Traigan el hacha! ¡Por Dios, corran por el médico, alguien, mien-

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MOBY-DICK O; LA BALLENA tras yo fuerzo la puerta! —Mire aquí —dijo la patrona, dejando en seguida la botellita del vinagre como para tener una mano libre—: mire aquí; ¿habla de forzar ninguna de mis puertas? —Y así diciendo, me agarró el brazo—. ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué le pasa, marine- ro? De modo tranquilo, pero lo más rápido posible, le di a entender todo el asunto. Apretándose inconscientemente el vinagre contra un lado de la nariz, rumió un momento, y luego exclamó: —¡No! No lo he visto desde que lo dejé allí. Corriendo a un pequeño hueco bajo el arranque de las escaleras, echó una mirada, y al volver me dijo que faltaba el arpón de Queequeg. —Se ha matado —gritó—. Es otra vez el desgraciado Stiggs; otra colcha que se pierde: ¡Dios se compadezca de su pobre madre! Será la ruina de mi casa. ¿Tiene alguna hermana el pobre muchacho? ¿Dónde está esa muchacha? Ea, Betty, ve a ver a Snarles el pintor y dile que pinte un letrero: «Se prohíbe suicidarse aquí y fumar en la sala»; así podríamos matar los dos pájaros de una vez. ¿Matarse? ¡El Señor tenga misericordia de su alma! ¿Qué es ese ruido de ahí? ¡Eh, joven, quieto ahí! Y corriendo detrás de mí, me sujetó cuando yo volvía a intentar abrir la puerta por la fuerza. —No lo permitiré: no quiero que me estropeen las habitaciones. Vaya por el cerrajero; hay uno cerca de una milla de aquí. Pero ¡espere! —metiéndose la mano en el bolsillo—: aquí hay una llave que sirve, me parece; vamos a ver. Y diciendo así, dio vuelta a la llave en la cerradura, pero ¡ay! el cerrojo suplementario de Queequeg seguía echado por dentro. —Voy a abrirla de un golpe —dije, y ya me echaba atrás por el pasillo para tomar carrerilla, cuando la patrona me volvió a sujetar, jurando de nuevo que yo no tenía que destrozarle sus habitaciones; pero me desprendí de ella, y con un súbito empujón con todo el cuerpo, me lancé de lleno contra el blanco. Con tremendo ruido, la puerta se abrió de par en par, y el tirador, golpeando con la pared, lanzó el encalado hasta el techo; y allí, ¡Cielo santo!, allí estaba Queequeg, completamente indiferente y absorto en el centro mismo de la habitación, acurrucado en cuclillas, y teniendo a Yojo encima de la cabeza. Ni miró a un lado ni a otro, sino que siguió sentado como una imagen tallada con escasos signos de vida activa. —Queequeg —dije, acercándome a él—, Queequeg, ¿qué te pasa? —¿No llevará todo el día sentado ahí, eh? —dijo la patrona.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Pero por mucho que dijimos, no pudimos arrancarle una palabra; casi me dieron ganas de derribarle de un empujón, para cambiarle de postura, pues era casi intolerable y parecía tan penosa y antinaturalmente forzada; sobre todo, dado que, con toda probabilidad, llevaba sentado así unas ocho o diez horas, pasándose además sin las comidas normales. —Señora Hussey dije—, en todo caso, está vivo; de modo que déjenos, por favor, y yo mismo me ocuparé de este extraño asunto. Cerrando la puerta tras la patrona, intenté convencer a Queequeg para que tomara un asiento, pero en vano. Allí seguía sentado, y eso era todo lo que podía hacer: con todas mis habilidades y corteses halagos, no quería mover una clavija, ni mirarme, ni advertir mi presencia del modo más leve. «No sé — pensé— si es posible que esto forme parte de su Ramadán; ¿ayunarán en cuclillas de este modo en su isla natal? Debe ser así; sí, es parte de su credo, supongo; bueno, entonces, dejémosle en paz; sin duda se levantará, antes o después. No puede durar para siempre, gracias a Dios, y su Ramadán sólo toca una vez al año, y tampoco creo que entonces sea muy puntual.» Bajé a cenar. Después de pasar un largo rato oyendo los largos relatos de unos marineros que acababan de volver de un viaje «al pastel de ciruelas» como lo llamaban (esto es, una breve travesía a la caza de ballenas en una goleta o bergantín, limitándose al norte del ecuador, y sólo en el océano Atlántico), después de escuchar a esos pasteleros hasta cerca de las once, subí para acostarme, sintiéndome muy seguro de que a esas horas Queequeg debería haber puesto fin a su Ramadán. Pero no: allí estaba donde le había dejado: no se había movido una pulgada. Empecé a sentirme molesto con él; tan absolutamente insensato y loco parecía al estarse allí sentado todo el día y mitad de la noche, en cuclillas, en un cuarto frío, sosteniendo un trozo de madera en la cabeza. —Por amor de Dios, Queequeg, levántate y sacúdete; levántate y cena. Te vas a morir de hambre, te vas a matar, Queequeg. —Pero él no contestó ni palabra. Desesperando de él, por consiguiente, decidí acostarme y dormir, sin dudar de que no tardaría mucho tiempo en seguirme. Pero antes de meterme, tomé mi pesado chaquetón de «piel de oso» y se lo eché por encima, porque prometía ser una noche muy fría, y él no llevaba puesta más que su chaqueta corriente. Durante algún tiempo, por más que hiciera, no pude caer en el más ligero sopor. Había apagado la vela de un soplo, y la mera idea de que Queequeg, a menos de cuatro pies de distancia, estaba sentado en esa incómoda posición, completamente solo en el frío y la oscuridad, me hacía sentir realmente

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MOBY-DICK O; LA BALLENA desgraciado. Pensadlo: ¡dormir toda la noche en el mismo cuarto con un pagano completamente despierto y en cuclillas, en este temible e inexplicable Ramadán! Pero, no sé cómo, me dormí por fin, y no supe más hasta que rompió el día, cuando, mirando desde la cama, vi allí acurrucado a Queequeg como si le hubieran atornillado al suelo. Pero tan pronto cómo el primer destello de sol entró por la ventana, se incorporó, con las articulaciones rígidas y crujientes, aunque con aire alegre; se acercó cojeando a donde estaba yo, apretó la frente otra vez contra la mía, y dijo que había terminado su Ramadán. Ahora bien, como ya he indicado antes, no tengo objeciones contra la religión de nadie, sea cual sea, mientras esa persona no mate ni insulte a ninguna otra persona porque ésta no cree también lo mismo. Pero cuando la religión de un hombre se pone realmente frenética, cuando es un tormento decidido para él, y, dicho francamente, cuando convierte esta tierra nuestra en una incómoda posada en que alojarnos, entonces, creo que es hora de tomar aparte a ese individuo y discutir la cuestión con él. Eso es lo que hice entonces con Queequeg. —Queequeg —dije—, métete en la cama, y óyeme bien quieto. Seguí luego, comenzando con la aparición y progreso de las religiones primitivas, para llegar hasta las diversas religiones de la época presente, esforzándome en ese tiempo por mostrar a Queequeg que todas esas Cuaresmas, Ramadanes y prolongados acurrucamientos en cuartos fríos y tristes eran pura insensatez; algo malo para la salud, inútil para el alma, y, en resumen, opuesto a las leyes evidentes de la higiene y el sentido común. Le dije también que aunque él en otras cosas era un salvaje tan extremadamente sensato y sagaz, ahora me hacía daño, me hacía mucho daño, al verle tan deplorablemente estúpido con ese ridículo Ramadán. Además, argüí, el ayuno debilita el cuerpo; por consiguiente, el espíritu se debilita, y todos los pensamientos nacidos de un ayuno deben por fuerza estar medio muertos de hambre. Ésa es la razón por la que la mayor parte de los beatos dispépticos cultivan tan melancólicas ideas sobre su vida futura. —En una palabra, Queequeg —dije, más bien en digresión—, el infierno es una idea que nació por primera vez de un flan de manzana sin digerir, y desde entonces se ha perpetuado a través de las dispepsias hereditarias producidas por los Ramadanes. Luego pregunté a Queequeg si él mismo sufría alguna vez de mala digestión, expresándole la idea con mucha claridad para que pudiera captarla. Dijo que no; sólo en una ocasión memorable. Fue después de una gran fiesta dada por su padre el rey, por haber ganado una

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MOBY-DICK O; LA BALLENA gran batalla donde cincuenta de sus enemigos habían quedado muertos alrededor de las dos de la tarde, y aquella misma noche fueron guisados y comidos. —Basta, Queequeg —dije, estremeciéndome—; ya está bien —pues sabía lo que se deducía de ello sin que él me lo indicara. Yo había visto a un marinero que visitó esa misma isla, y me dijo que era costumbre, cuando se ganaba una gran batalla, hacer una barbacoa con todos los muertos en el jardín de la casa del vencedor; y luego, uno por uno, los ponían en grandes trincheros de madera y los aderezaban alrededor como un pilar, con frutos del árbol del pan y con cocos; y así, con un poco de perejil en la boca, eran enviados por todas partes con los saludos del vencedor a sus amigos, igual que si esos regalos fueran pavos de Navidad. Después de todo, no creo que mis observaciones sobre la religión hicieran mucha impresión en Queequeg; en primer lugar, porque parecía un poco duro de oído, no sé por qué, en ese importante tema, a no ser que se considerara desde su propio punto de vista; en segundo lugar, porque no me entendía más de la tercera parte, por muy sencillamente que yo presentara mis ideas; y, finalmente, porque él creía sin duda que sabía mucho más de religión que yo. Me miraba con una especie de interés y compasión condescendientes, como si juzgara una gran lástima que un joven tan sensato estuviera tan desesperanzadoramente perdido en la pagana piedad evangélica. Por fin nos levantamos y nos vestimos, y Queequeg tomó un prodigioso y cordial desayuno de calderetas de pescado de todas clases, de modo que la patrona no saliera ganando mucho a causa de su Ramadán, tras de lo cual salimos para subir a bordo del Pequod, paseando tranquilamente y mondándonos los dientes con espinas de hipogloso. XVIII.— SU SEÑAL Cuando llegábamos al extremo del muelle hacia el barco, llevando Queequeg su arpón al hombro, el capitán Peleg, con su áspera voz, nos saludó desde su cabaña india, diciendo que no había sospechado que mi amigo fuera un caníbal, y anunciando además que no consentía caníbales a bordo de aquella embarcación, a no ser que mostraran antes sus papeles. —¿Qué quiere decir con eso, capitán Peleg? —dije, saltando ya a las amuradas y dejando a mi camarada de pie en el muelle. —Quiero decir —contestó— que debe enseñar sus papeles. —Sí —dijo el capitán Bildad, con su voz hueca, sacando la cabeza,

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MOBY-DICK O; LA BALLENA detrás de la de Peleg, desde la cabaña india—: Debe mostrar que está convertido. Hijo de la tiniebla —añadió, volviéndose hacia Queequeg—: ¿estás actualmente en comunión con alguna iglesia cristiana? —¡Cómo! ——dije yo—: es miembro de la Primera Iglesia Congregacionalista. —Aquí ha de decirse que muchos salvajes tatuados que navegan en barcos de Nantucket acaban por convertirse a alguna de las iglesias. —La Primera Iglesia Congregacionalista —gritó Bildad—, ¡qué!, ¿la que reza en la casa de reunión del diácono Deuteronomy Coleman? —Y así diciendo, se quitó los lentes, los frotó con un gran pañuelo de seda amarilla con lunares, y, poniéndoselos con mucho cuidado, salió de la cabaña india, y se inclinó rígidamente sobre las amuradas para mirar con toda calma a Queequeg. —¿Cuánto tiempo hace que es miembro? —dijo luego, volviéndose hacia mí—: no será mucho, supongo, joven. —No —dijo Peleg—, y tampoco le han bautizado como es debido, o si no, se le habría lavado de la cara un poco de ese azul de diablo. —Dime, entonces —gritó Bildad—: ¿este filisteo es miembro regular de la reunión del diácono Deuteronomy? Nunca le he visto ir allí, y yo voy todos los días del Señor. —Yo no sé nada del diácono Deuteronomy ni de su reunión —dije—, todo lo que sé es que este Queequeg es miembro por nacimiento de la Primera Iglesia Congregacionalista. Él también es diácono, el mismo Queequeg. —Joven —dijo Bildad severamente—, estás bromeando conmigo: explícate, joven hetita. ¿A qué iglesia te refieres? Respóndeme. Encontrándome tan apremiado, contesté: —Quiero decir, capitán, la misma antigua Iglesia universal a que pertenecemos usted y yo, y aquí, el capitán Peleg, y ahí Queequeg, y todos nosotros, y todo hijo de madre y todo bicho viviente; la grande y perenne Primera Congregación de este entero mundo en adoración: todos pertenecemos a ella; sólo que algunos de nosotros cultivamos algunas extravagancias que de ningún modo tocan a la gran creencia: en ésa, todos unimos nuestras manos. —Empalmamos las manos, querrás decir que las empalmamos —gritó Peleg, acercándose—. Joven, mejor sería que te embarcaras como misionero, en vez de ir como marinero ante el mástil: nunca he oído un sermón mejor. El diácono Deutero- nomy... bueno, ni el mismo padre Mapple lo podría mejorar, y no es un cualquiera. Ven a bordo, ven a bordo; no te preocupes por los papeles. Oye, dile a ese Quohog; ¿cómo le llamas? Dile a Quohog que venga acá. ¡Por el ancla mayor, qué arpón lleva ahí! Parece cosa buena, y lo maneja muy bien.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Oye, Quohog, o como te llames, ¿alguna vez has ido a la proa de una ballenera?, ¿alguna vez has cazado un pez? Sin decir palabra, Queequeg, con sus maneras extraviadas, saltó sobre las amuradas, y de allí a la proa de una de las lanchas balleneras que colgaban sobre el costado; y entonces, doblando la rodilla izquierda y blandiendo el arpón, gritó algo así como: —Capitán, ¿ver gota pequeña de brea allí en agua?, ¿ver? Bueno, piense ojo de ballena, y entonces, ¡zas! Y apuntando bien, disparó el hierro por encima mismo del ancho sombrero de Bildad, y a través de toda la cubierta del barco, hasta dar en la brillante mancha de brea, haciéndola desaparecer de la vista. —Bueno —dijo Queequeg, recogiendo tranquilamente la lanza—: suponer ojo de ballena; entonces, ballena muerta. —Deprisa, Bildad —dijo su socio Peleg, que, horrorizado ante la proximidad inmediata del arpón volante, se había retirado hasta la entrada de la cabina— deprisa, digo, Bildad, trae los papeles del barco. Tenemos que tener aquí a ese Hedgehog, quiero decir Quohog, en una de nuestras lanchas. Mira, Quohog, te daremos una parte de noventa, y eso es más de lo que se ha dado nunca a un arponero salido de Nantucket. Así que entramos en la cabina, y con gran alegría mía, Queequeg quedó pronto enrolado en la tripulación del mismo barco a que pertenecía yo. Terminamos los preliminares, cuando Peleg tenía todo dispuesto para firmar, se volvió a mí y dijo: —Supongo que este Quohog no sabe escribir, ¿no? Digo, Quohog, maldito seas, ¿sabes firmar o poner tu señal? Pero ante esta pregunta, Queequeg, que ya había tomado parte dos o tres veces en ceremonias semejantes, no pareció de ningún modo cohibido, sino que, tomando la pluma que le ofrecían, copió en el papel, en el lugar adecuado, una exacta reproducción de una extraña figura en redondo que llevaba tatuada en el brazo, de modo que, por la obstinada equivocación del capitán Peleg respecto a su nombre, quedó algo así como: Quohog su señal. Mientras tanto, el capitán Bildad seguía observando a Queequeg con gravedad y fijeza, y por fin, levantándose solemnemente y hurgando en los grandes bolsillos de su chaquetón grisáceo de anchos faldones, sacó un manojo de folletos y, eligiendo uno titulado «Se Acerca el Día del juicio; o, No Hay Tiempo que Perder», lo puso en las manos de Queequeg, y luego, agarrándoselas con las suyas, junto con el libro, le miró a los ojos y dijo:

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MOBY-DICK O; LA BALLENA —Hijo de la tiniebla, tengo que cumplir mi deber contigo; soy copropietario de este barco, y me siento responsable de las almas de toda su tripulación; si sigues aferrándote a tus maneras paganas, como me temo tristemente, te exhorto a que no permanezcas para siempre jamás como siervo de Belial. Desdeña al ídolo Bel y al horrendo dragón; apártate de la cólera venidera; anda con ojo, quiero decir; ¡ay, por la gracia divina! ¡Gobierna a lo largo del abismo de la condenación! Algo de sal marina quedaba todavía en el lenguaje del viejo Bildad, mezclado de modo heterogéneo con frases bíblicas y domésticas. —Deja, déjate de eso, Bildad, deja de echar a perder a nuestro arponero —gritó Peleg—. Los arponeros piadosos nunca son buenos navegantes: eso les quita la fuerza, y no hay arponero que valga una paja que no sea muy fiero. Ahí estaba el joven Nat Swaine, que en otro tiempo fue el más valiente en la proa de todas las lanchas balleneras de Nantucket y del Vineyard: empezó a ir a la capilla, y no llegó nunca a ser nada bueno. Se puso tan asustado por su alma viciada que se echó atrás y se apartó de las ballenas y por temor a las consecuencias en caso de que le desfondaran y le mandaran con Davy Jones. —¡Peleg, Peleg! —dijo Bildad, levantando los ojos y las manos—, tú mismo, como yo, has pasado momentos de peligro; tú sabes, Peleg, lo que es tener miedo a la muerte: entonces, ¿cómo puedes charlar de ese modo impío? Mientes contra tu propio corazón, Peleg. Dime, cuando este mismo Pequod perdió los tres palos por la borda en aquel tifón en el Japón, en ese mismo viaje en que fuiste de segundo de Ahab, ¿no pensaste entonces en la Muerte y el juicio? —¡Oídle ahora, oídle ahora! —exclamó Peleg, dando vueltas por la cabina, y con las manos bien metidas en los bolsillos—, oídle todos. ¡Pensad en eso! ¡Cuando a cada momento pensábamos que se iba a hundir el barco! ¿La Muerte y el juicio entonces? ¡No! No había tiempo entonces de pensar en la Muerte. En la vida, es en lo que pensábamos el capitán Ahab y yo, y en cómo salvar a toda la tripulación, cómo aparejar bandolas, y cómo llegar al puerto más cercano; en eso es en lo que estaba pensando. Bildad no dijo más, sino que, abotonándose hasta arriba su chaquetón, salió a grandes zancadas hasta cubierta, adonde le seguimos. Allí se quedó, vigilando calladamente a unos veleros que remendaban una gavia en el combés. De vez en cuando se agachaba a recoger un trozo de lona o a aprovechar un cabo del hilo embreado, que de otro modo se hubieran desperdiciado. XIX.— EL PROFETA

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Marineros, ¿os habéis enrolado en ese barco? Queequeg y yo acabábamos de dejar el Pequod y nos alejábamos tranquilamente del agua, cada cual ocupado por el momento en sus propios pensamientos, cuando nos dirigió las anteriores palabras un desconocido que, deteniéndose ante nosotros, apuntó con su macizo índice al navío en cuestión. Iba desastradamente vestido con un chaquetón descolorido y pantalones remendados, mientras que un jirón de pañuelo negro revestía su cuello. Una densa viruela había fluido por su cara en todas las direcciones, dejándola como el complicado lecho en escalones de un torrente cuando se han secado las aguas precipitadas. —¿Os habéis enrolado en él? —repitió. —Supongo que se refiere al barco Pequod—dije, tratando de ganar un poco más de tiempo para mirarle sin interrupción. —Eso es, el Pequod ese barco —dijo, echando atrás el brazo entero, y luego lanzándolo rápidamente por delante, derecho, con la bayoneta calada de su dedo disparada de lleno hacia su objetivo. —Sí —dije—, acabamos de firmar el contrato. —¿Y se hacía constar algo en él sobre vuestras almas? —¿Sobre qué? —Ah, quizá no tengáis almas —dijo rápidamente—. No importa, sin embargo: conozco a más de un muchacho que no tiene alma: buena suerte, con eso está mejor. Un alma es una especie de quita rueda para un carro. —¿De qué anda cotorreando, compañero? —dije. —Quizá él sea suficiente, sin embargo, para compensar todas las deficiencias de esta especie en otros muchachos —dijo bruscamente el desconocido, poniendo nerviosos énfasis en la palabra él. —Queequeg —dije—, vámonos; este tipo se ha escapado de algún sitio; habla de algo y de alguien que no conocemos. —¡Alto! —gritó el desconocido—. Decís la verdad: no habéis visto todavía al Viejo Trueno, ¿eh? —¿Quien es el Viejo Trueno? —dije, otra vez aprisionado por la loca gravedad de sus modales. —El capitán Ahab. —¿Cómo?, ¿el capitán de nuestro barco, el Pequod? —Sí, entre algunos de nosotros, los viejos marinos, se le llama así. No le habéis visto todavía, ¿eh? —No, no le hemos visto. Dicen que está enfermo, pero que se está poniendo mejor, y no tardará en estar bien del todo. —¡No tardará en estar bien del todo! —se rió el desconocido, con una risa solemne y despreciativa—. Mirad, cuando el capitán Ahab esté bien

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MOBY-DICK O; LA BALLENA del todo, entonces su brazo izquierdo vendrá derecho a ser mío, no antes. —¿Qué sabe de él? —¿Qué sabéis vosotros de él? ¡Decid eso! —No nos han dicho mucho de él; sólo he oído que es un buen cazador de ballenas, y un buen capitán para la tripulación. —Es verdad, es verdad; sí, las dos cosas son bastante verdad. Pero tenéis que saltar cuando él dé una orden. Moverse y gruñir, gruñir y marchar; ésa es la consigna con el capitán Ahab. Pero ¿nada sobre aquello que le pasó a la altura del cabo de Hornos, hace mucho, cuando estuvo como muerto tres días con sus noches; nada de aquella esgrima mortal con el español ante el altar de Santa? ¿No habéis oído nada de eso? ¿Nada sobre la calabaza de plata en que escupió? ¿Y nada de que perdió la pierna en su último viaje, conforme a la profecía? ¿No habéis oído una palabra sobre esas cosas y algo más, eh? No, no creo que lo hayáis oído; ¿cómo podríais? ¿Quién lo sabe? No toda Nantucket, supongo. Pero de todos modos, quizá hayáis oído hablar por casualidad de la pierna, y de cómo la perdió; sí, habéis oído hablar de eso, me atrevo a decir. Ah, sí, eso lo saben casi todos: quiero decir, que ahora no tiene más que una pierna, y que un cachalote se le llevó la otra. —Amigo mío —dije—: no sé a qué viene toda esa cháchara, ni me importa, porque me parece que debe estar un poco estropeado de la cabeza. Pero si habla del capitán Ahab, de este barco, el Pequod, entonces permítame decirle que lo sé todo sobre la pérdida de la pierna. —Todo sobre ella... ¿De veras?, ¿todo? —Por supuesto. Con el dedo extendido y los ojos apuntando hacia el Pequod el desconocido de aspecto de mendigo se quedó un momento como en un ensueño turbado; luego, sobresaltándose un poco, se volvió y dijo: —Os habéis enrolado, ¿eh? ¿Los nombres puestos en el papel? Bueno, bueno, lo que está firmado, firmado está; y lo que ha de ser, será; y luego, también, a lo mejor no será, después de todo. De cualquier modo, todo está fijado ya y arreglado; y unos marineros u otros tendrán que ir con él, supongo; lo mismo da éstos que cualquier otros hombres. ¡Dios tenga compasión de ellos! Buenos días, marineros, buenos días; los inefables Cielos os bendigan: lamento haberos detenido. —Mire acá, amigo —dije—: si tiene algo importante que decirnos, fuera con ello; pero si sólo trata de enredarnos, se equivoca en el juego; eso es todo lo que tengo que decirle. —¡Y está muy bien dicho, y me gusta oír a un muchacho expresarse

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de ese modo; eres el hombre que le hace falta a él..., gente como tú! Buenos días, marineros, buenos días. ¡Ah, cuando estéis allí, decidles que he decidido no ser uno de ellos! —Ah, mi querido amigo, no nos puede engañar de ese modo; no nos puede engañar. La cosa más fácil del mundo es poner cara de que se tiene dentro un gran secreto. —Buenos días, marineros, tened muy buenos días. —Sí que son buenos —dije—. Vamos allá, Queequeg, dejemos a este loco. Pero, alto, dígame su nombre, ¿quiere? —¡Elías! «¡Elías!», pensé; y nos marchamos comentando, cada cual a su modo, sobre ese viejo marinero andrajoso; y estuvimos de acuerdo en que no era nada sino un impostor que quería hacer el coco. Pero no habíamos recorrido quizá unas cien yardas, cuando, al volverme por casualidad doblando una esquina, ¡a quién vi sino a Elías que nos seguía, aunque a distancia! No sé por qué, el verle me impresionó de tal modo que no dije nada a Queequeg de que venía detrás, sino que seguí andando con mi compañero, afanoso de ver si el desconocido doblaría la misma esquina que nosotros. Así lo hizo, y entonces me pareció que nos espiaba, pero no podía imaginar por qué, ni por nada del mundo. Esta circunstancia, unida a su manera de hablar, ambigua, embozada, medio sugiriendo y medio revelando, produjo entonces en mí toda clase de vagas sospechas y semiaprensiones, todo ello en relación con el Pequod y el capitán Ahab, y la pierna que había perdido, y el ataque en el cabo de Hornos, y la calabaza de plata, y lo que había dicho de él el capitán Peleg, cuando yo salí del barco, el día anterior, y la predicción de la india Tistig, y el viaje que nos habíamos comprometido a emprender, y otras cien cosas sombrías. Estaba decidido a cerciorarme de si ese andrajoso Elías realmente nos espiaba o no, y con esa intención crucé la calle con Queequeg, y por ese lado volví sobre nuestros pasos. Pero Elías pasó adelante, sin parecer advertirnos. Esto me alivió, y una vez más, y a mi parecer de modo definitivo, le sentencié en mi corazón por un impostor. XX.— EN PLENA AGITACIÓN Pasaron un día o dos, y hubo gran actividad a bordo del Pequod. No sólo se remendaban las velas viejas, sino que se subían a bordo velas nuevas, y piezas de lona y rollos de jarcia; en resumen, todo indicaba que los preparativos del barco se apresuraban a su conclusión. El capitán Peleg rara vez o nunca bajaba a tierra, sino que estaba sentado en su cabaña india manteniendo una estrecha vigilancia sobre

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MOBY-DICK O; LA BALLENA los tripulantes. Bildad hacía todas las compras y provisiones en los almacenes; y los hombres empleados en la bodega y en los aparejos trabajaban hasta mucho después de medianoche. Al día siguiente de firmar Queequeg el contrato, se mandó aviso a todas las posadas donde se alojaba la gente del barco de que sus cofres debían estar a bordo antes de la noche, pues no cabía prever qué pronto podría zarpar el barco. Así que Queequeg y yo llevamos nuestros bártulos, aunque decididos a dormir en tierra hasta el final. Pero parece que en esos casos avisan con mucha anticipación, y el barco no zarpó en varios días. No es extraño; había mucho quehacer, y no se puede calcular en cuántas cosas había que pensar antes que el Pequod quedara completamente equipado. Todo el mundo sabe qué multitud de cosas —camas, cacerolas, cuchillos, tenedores, palas y tenazas, servilletas, cascanueces y qué sé yo— son indispensables para el asunto de llevar una casa. Lo mismo ocurre con la pesca de la ballena, que requiere tres años de llevar una casa sobre el ancho océano, lejos de todos los tenderos, fruteros, médicos, panaderos y banqueros. Y aunque esto también es cierto de los barcos mercantes, sin embargo no lo es hasta el mismo punto que en los balleneros. Pues además de la gran duración del viaje de la pesca de la ballena, del gran número de artículos requeridos para llevar a cabo la pesca, y de la imposibilidad de reemplazarlos en los remotos puertos que suelen frecuentarse, se debe recordar que, entre todos los barcos, los balleneros son los más expuestos a accidentes de todas clases, y especialmente, a la destrucción y pérdida de las mismas cosas de que depende más el éxito del viaje. De aquí los botes de repuesto, las vergas de repuesto, las estachas y arpones de repuesto, y los repuestos de todo, casi, salvo un capitán de repuesto y un duplicado del barco. En la época de nuestra llegada a la isla, el aprovisionamiento más pesado del Pequod estaba casi completo, comprendiendo la carne, galleta, agua, combustible y zunchos y duelas de hierro. Pero, como ya se indicó más arriba, durante algún tiempo hubo un continuo acarreo a bordo de diversas cosas sueltas, tanto grandes como pequeñas. La más destacada entre las personas que hacían el acarreo era la hermana del capitán Bildad, una flaca anciana de espíritu muy decidido e infatigable, pero no obstante muy benévola, que parecía resuelta a que si ella podía remediarlo, no se echara de menos nada en el Pequod una vez bien metido en el mar. Unas veces llegaba a bordo con un tarro de adobos para la despensa del mayordomo; otras veces, con un manojo de plumas para el escritorio del primer oficial, donde éste llevaba el cuaderno de bitácora; en otra ocasión, con una pieza

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de franela para la rabadilla reumática de alguno. Nunca hubo mujer que mereciera mejor su nombre, que era Caridad: tía Caridad, como la llamaban todos. Y como una Hermana de la Caridad, esta caritativa Caridad se afanaba de un lado para otro, dispuesta a extender su corazón y sus manos hacia todo lo que prometiera proporcionar seguridad, comodidad y consuelo a cuantos estaban a bordo del barco en que tenía intereses su amado hermano Bildad, y en que ella misma había invertido una veintena o dos de dólares bien ahorrados. Pero fue desconcertante ver a esta cuáquera de excelente corazón subir a bordo, como lo hizo el último día, con un largo cucharón para aceite en una mano, y un arpón todavía más largo en la otra. Y tampoco se quedaron atrás el propio Bildad ni el capitán Peleg. En cuanto a Bildad, llevaba consigo una larga lista de los artículos necesarios, y, a cada nueva llegada, ponía su señal junto a ese artículo en el papel. De vez en cuando Peleg salía renqueando de su guarida de hueso de ballena, rugía a los hombres en las escotillas, rugía a los aparejadores subidos en los masteleros, y luego terminaba por volver rugiendo a su cabaña india. Durante esos días de preparativos, Queequeg y yo a menudo visitamos la nave, y también a menudo pregunté por el capitán Ahab, y cómo estaba, y cuándo subiría a bordo de su barco. A esas preguntas me contestaban que se estaba poniendo cada vez mejor y que le esperaban a bordo de un día a otro; mientras tanto, los dos capitanes, Peleg y Bildad, podían ocuparse de todo lo necesario para acondicionar el barco para el viaje. Si yo hubiera sido absolutamente sincero para conmigo mismo, habría visto con toda claridad en mi corazón que no me acababa de gustar comprometerme de ese modo a tan largo viaje sin haber puesto los ojos una sola vez en el hombre que iba a ser su absoluto dictador, tan pronto como el barco saliera a alta mar. Pero cuando un hombre sospecha algo que no está bien, ocurre a veces que, si ya está metido en el asunto, se esfuerza sin sentirlo por esconder sus sospechas incluso ante sí mismo. Y eso es lo que me pasó a mí. No dije nada, y trataba de no pensar nada. Al fin, se anunció que a cierta hora del día siguiente el barco zarparía con toda seguridad. Así que a la mañana siguiente, Queequeg y yo nos levantamos muy pronto. XXI.— YENDO A BORDO Eran casi las seis, pero sólo con un amanecer a medias, gris y neblinoso, cuando nos acercamos al muelle. —Hay unos marineros que corren ahí delante, si no veo mal —dije a

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Queequeg—: no puede ser, una sombra: el barco zarpa al salir el sol, supongo. ¡Vamos allá! —¡Esperad! —gritó una voz, cuyo propietario, llegando al mismo tiempo junto a nosotros, nos puso una mano a cada uno en el hombro, y luego, introduciéndose entre los dos, se quedó inclinándose un poco hacia delante, en la penumbra incierta, y lanzando extrañas ojeadas desde Queequeg a mí. Era Elías. —¿Vais a bordo? —Fuera las manos, ¿quiere? —dije. —Cuidado —dijo Queequeg, sacudiéndose—, ¡váyase! —¿No vais a bordo, entonces? —Sí que vamos —dije—, pero, ¿a usted qué le importa? ¿Sabe usted, señor Elías, que le considero un poco impertinente? —No, no me daba cuenta de eso —dijo Elías lentamente y lanzando miradas interrogativas alternativamente a mí y a Queequeg, con las más inexplicables ojeadas. —Elías —dije—, mi amigo y yo le estaríamos muy agradecidos si se retirara. Nos vamos al océano Pacífico y al Índico, y preferiría que no nos entretuviera. —Conque os vais, ¿eh? ¿Volveréis para la hora de desayunar? —Está tocado, Queequeg—dije—, vámonos. —¡Eh! —gritó Elías, inmóvil, hacia nosotros cuando nos apartamos unos pocos pasos. —No te importe —dije—, Queequeg, vamos. Pero él volvió a deslizarse hasta nosotros, y echándome de repente la mano por el hombro, dijo: —¿Has visto algo que parecía unos hombres corriendo hacia el barco, hace un rato? Sorprendido por esa sencilla pregunta positiva, contesté diciendo: —Sí, me pareció ver a cuatro o cinco hombres, pero estaba demasiado oscuro para tener la seguridad. —Muy oscuro, muy oscuro —dijo Elías—. Tened muy buenos días. Una vez más le dejamos, pero otra vez más llegó suavemente por detrás de nosotros, y tocándome de nuevo en el hombro, dijo: —Mirad si los podéis encontrar ahora, ¿queréis? —¿Encontrar a quién? —¡Tened muy buenos días, muy buenos días! —replicó, volviendo a alejarse—. ¡Oh! Era para preveniros contra..., pero no importa, no importa..., es todo igual, todo queda en familia, también...; hay una helada muy fuerte esta mañana, ¿no? Adiós, muchachos. Supongo que no os volveré a ver muy pronto, a no ser ante el Tribunal Supremo.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Y con estas demenciales palabras, se marchó por fin, dejándome por el momento con no poco asombro ante su desatada desvergüenza. Por fin, subiendo a bordo del Pequod, lo encontramos todo en profunda calma, sin un alma que se moviera. La entrada de la cabina estaba atrancada por el interior; las escotillas estaban todas cerradas, y obstruidas por rollos de jarcia. Avanzando hasta el castillo de proa, encontramos abierta la corredera del portillo. Al ver una luz, bajamos y encontramos sólo un viejo aparejador, envuelto en un desgarrado chaquetón. Estaba tendido todo lo largo que era sobre dos cofres, con la cara hacia abajo, metida entre los brazos doblados. El sopor más profundo dormía sobre él. —Aquellos marineros que vimos, Queequeg, ¿dónde pueden haber ido? —dije, mirando dubitativamente al dormido. Pero parecía que, cuando estábamos en el muelle, Queequeg no había advertido en absoluto aquello a que ahora aludía yo, por lo que habría considerado que sufría una ilusión óptica, de no ser por la pregunta de Elías, inexplicable de otro modo. Pero silencié el asunto, y, volviendo a observar al dormido, sugerí jocosamente a Queequeg que quizá sería mejor que velásemos aquel cuerpo presente, diciéndole que se acomodara del modo adecuado. Él puso la mano en las posaderas del durmiente, como para tocar si eran bastante blandas, y luego, sin más, se sentó encima tranquilamente. —¡Por Dios, Queequeg, no te sientes ahí! —dije. —¡Ah, mucho buen sentar! —dijo Queequeg—, como en país mío; no hacer daño su cara. —¡Su cara! —dije—: ¿le llamas cara a eso? Un rostro muy benévolo, entonces; pero respira muy fuerte: se está incorpo- rando. Quítate, Queequeg, que pesas mucho; eso es aplastar la cara de los pobres. ¡Quítate, Queequeg! Mira, te derribará pronto. Me extraña que no se despierte. Queequeg se apartó hasta junto a la cabeza del durmiente, y encendió su pipahacha. Yo me senté a los pies. Nos pusimos a pasarnos la pipa por encima del durmiente, del uno al otro. Mientras tanto, al preguntarle, Queequeg me dio a entender en su forma entrecortada, que, en su país, debido a la ausencia de sofás y canapés de toda especie, los reyes, jefes y gente importante en general, tenían la costumbre de engordar a algunos de las clases bajas con el, fin de que hicieran de otomanas, y para amueblar cómodamente una casa en ese aspecto, sólo había que comprar ocho o diez tipos perezosos y dejarlos por ahí en los rincones y entrantes. Además, resultaba muy conveniente en una excursión, mucho mejor que esas sillas de jardín que se plie-

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MOBY-DICK O; LA BALLENA gan en bastones de paseo; pues, llegado el momento, un jefe llamaba a su asistente y le mandaba que se convirtiera en un canapé bajo un árbol umbroso, quizá en algún lugar húmedo y pantanoso. Mientras narraba esas cosas, cada vez que Queequeg recibía de mí la pipahacha, blandía el lado afilado sobre la cabeza del durmiente. —¿Por qué haces eso, Queequeg? —Mucho fácil matar él, ¡ah, mucho fácil! Iba a seguir con algunas locas reminiscencias sobre la pipahacha, que, al parecer, en ambos usos, había roto el cráneo a sus enemigos y había endulzado su propia alma, cuando fuimos totalmente reclamados por el aparejador dormido. El denso vapor que ahora llenaba por completo el angosto agujero, empezaba a hacerse notar en él. Respiraba con una suerte de ahogo; luego pareció molesto en la nariz; luego se revolvió una vez o dos, y por fin se incorporó y se restregó los ojos. —¡Eh! ——exhaló por fin—: ¿quiénes sois, fumadores? —Hombres de la tripulación —contesté—, ¿cuándo se zarpa? —Vaya, vaya, ¿conque vais aquí de marineros? Se zarpa hoy. El capitán llegó a bordo anoche. —¿Qué capitán? ¿Ahab? —¿Quién va a ser, si no? Iba a preguntarle algo más sobre Ahab, cuando oímos un ruido en cubierta. —¡Vaya! Starbuck ya está en movimiento —dijo el aparejador—. Es un primer oficial muy vivo; hombre bueno y piadoso, pero ahora muy vivo: tengo que ir allá. Y así diciendo, salió a la cubierta y le seguimos. Ahora amanecía claramente. Pronto llegó la tripulación a bordo, en grupos de dos o tres; los aparejadores se movieron; los oficiales se ocuparon activamente, y varios hombres de tierra se afanaron en traer varias cosas últimas a bordo. Mientras tanto, el capitán Ahab permanecía invisiblemente reservado en su cabina. XXII.— FELIZ NAVIDAD Al fin, hacia mediodía, después de despedir por último a los aparejadores del barco, y después que el Pequod fue halado del muelle, y después que la siempre preocupada Caridad nos alcanzó en una lancha ballenera con su último regalo —un gorro de dormir para Stubb, el segundo oficial, cuñado suyo, y una Biblia de repuesto para el mayordomo—, después de todo eso, los dos capitanes Peleg y Bildad salieron de la cabina, y Peleg, dirigiéndose al primer oficial, dijo:

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MOBY-DICK O; LA BALLENA —Bueno, señor Starbuck, ¿está usted seguro de que todo está bien? El capitán Ahab está preparado: acabo de hablar con él. No hay más que recibir de tierra, ¿eh? Bueno, llame a todos a cubierta, entonces. Póngalos aquí para pasar revista, ¡malditos sean! —No hay necesidad de palabras profanas, aunque haya mucha prisa, Peleg—dijo Bildad—, pero ve allá, amigo Starbuck, y cumple nuestro deseo. ¡Cómo era eso! Aquí, a punto mismo de partir para el viaje, el capitán Peleg y el capitán Bildad andaban por la toldilla como unos señores, igual que si fueran a ser conjuntamente los capitanes de la travesía, como para todo lo demás lo eran en el puerto. Y, en cuanto al capitán Ahab, todavía no se veía ni señal de él; solamente decían que estaba en la cabina. Pero, entonces, había que pensar que su presencia no era en absoluto necesaria para que el barco levara el ancla y saliese con facilidad al mar. Ciertamente, todo eso no era en rigor asunto suyo, sino del piloto, y como todavía no estaba completamente recuperado — según decían—, por consiguiente, el capitán Ahab se quedaba abajo. Y todo ello parecía bastante natural, principalmente dado que en la marina mercante muchos capitanes no se muestran jamás en cubierta durante un considerable tiempo después de levar anclas, sino que se quedan en la mesa de la cabina, haciendo un festejo de despedida con sus amigos de tierra, antes que éstos abandonen definitivamente el barco con el piloto. Pero no hubo mucha ocasión de reflexionar sobre el asunto, pues el capitán Peleg estaba ahora en plena actividad. Parecía que él y no Bildad, hacía la mayor parte de la conversación y las órdenes. —¡Aquí a popa, hijos de solteros! —gritó, cuando los marineros se demoraban junto al palo mayor—. Señor Starbuck, échelos a popa. —¡Derribad la tienda! —fue la siguiente orden. Como ya sugerí, esa marquesina de ballena no se izaba sino en el puerto, y a bordo del Pequod desde hacía treinta años, se sabía que la orden de derribar la tienda venía después de la de levar anclas. —¡Al cabrestante! ¡Sangre y truenos!, ¡corriendo! —fue la siguiente orden, y la tripulación saltó por los espeques. Entonces, al levar anclas, la posición habitualmente ocupada por el piloto es la parte delantera del barco. Y allí Bildad, que igual que Peleg, ha de saberse que era uno de los pilotos licenciados del puerto, en adición a sus demás funciones (y se sospechaba que se había hecho piloto para ahorrarse los derechos de práctico de Nantucket en todos los barcos en que tenía intereses, pues nunca pilotaba otras embarcaciones), Bildad, como digo, se mostraba ahora activamente ocupado mirando por la proa el ancla que se acercaba, y de vez en

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MOBY-DICK O; LA BALLENA cuando cantando lo que parecía una lúgubre estrofa de salmo para animar a los marineros en el cabrestante, que lanzaban en rugido una especie de coro sobre las muchachas de Booble Alley, y su buena voluntad. No obstante, no hacía tres días que Bildad les había advertido que no se consentirían canciones profanas a bordo del Pequod, sobre todo al levar anclas, y Caridad, su hermana, había puesto un pequeño ejemplar selecto de Watts en la litera de cada tripulante. Mientras tanto, inspeccionando la otra parte del barco, el capitán Peleg imprecaba y juraba a popa del modo más espantoso. Casi creí que hundiría el barco antes que pudiera levarse el ancla; involuntariamente me detuve en mi espeque, y dije a Queequeg que hiciera lo mismo, al pensar en los peligros que corríamos empezando el viaje con semejante diablo como piloto. No obstante, me consolaba con la idea de que podría encontrarse alguna salvación en el piadoso Bildad, a pesar de lo de la setecientas sesenta y sieteava parte, cuando sentí un repentino y fuerte golpe en el trasero, y al volverme, me quedé horrorizado ante la aparición del capitán Peleg en el acto de retirar la pierna de mi inmediata cercanía. Era mi primer golpe. —¿Así es como se leva ancla en la marina mercante? — rugió—. ¡Salta y corre, cabeza de carnero; salta y rómpete el espinazo! ¿Por qué no empujáis, dijo yo, todos vosotros? ¡Saltad! ¡Quohog! Salta tú, el tipo de las patillas rojas; salta, gorro escocés; salta, el de los pantalones verdes. Saltad todos vosotros, os digo, y ¡a ver si os saltáis los ojos! Y diciendo así, se movía a lo largo del molinete, usando acá y allá la pierna con generosidad, mientras el imperturbable Bildad seguía marcando el compás con su salmodia. Pensé que el capitán Peleg debía de haber bebido algo aquel día. Por fin, se levó el ancla, se largaron las velas y nos desli- zamos adelante. Era un día de Navidad, corto y frío, y cuando el breve día nórdico se fundió en noche, nos encontramos casi en alta mar en el invernal océano, cuya congeladora salpicadura nos envolvía en hielo como en una armadura pulida. Las largas filas de dientes en las amuradas destellaban a la luz de la luna, y, como vastos colmillos marfileños de algún enorme elefante, enormes carámbanos curvados colgaban de la proa. El flaco Bildad, como piloto, mandó el primer cuarto de guardia, y de vez en cuando, mientras la vieja embarcación se zambullía profundamente en los verdes mares, enviando el hielo ateridor por encima de ella, y los vientos aullaban, y las jarcias vibraban, se oían sus firmes notas: Tras las hinchadas aguas, bellos campos Revestidos están de verde vivo.Tal vieron los judíos Canaán, tras el jordán que ante ellos discurría.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA Nunca me sonaron tan dulcemente aquellas dulces palabras como entonces. Estaban llenas de esperanza y alegría. A pesar de la noche invernal en el rugiente Atlántico, a pesar de mis pies mojados y mi chaquetón aún más mojado, todavía me parecía que me estaban reservados muchos puertos placenteros, y prados y claros tan eternamente primaverales, que la hierba brotada en abril permanece intacta y sin hollar hasta el estío. Al fin alcanzamos alta mar de tal modo que ya no fueron necesarios los dos pilotos. La gruesa barca de vela que nos había acompañado empezó a ponerse al costado. Fue curioso y nada desagradable cómo se sintieron afectados Peleg y Bildad en aquella ocasión, sobre todo el capitán Bildad. Pues reacio todavía a marchar, muy reacio a dejar definitivamente un barco destinado a un viaje tan largo y peligroso, más allá de ambos cabos tormentosos, un barco en que se habían invertido varios millares de sus dólares duramente ganados, un barco en que navegaba de capitán un antiguo compañero, un hombre casi tan viejo como él, saliendo una vez más al encuentro de todos los terrores de la mandíbula inexorable; reacio a decir adiós a una cosa en todos sentidos tan rebosante de todo interés para él, el pobre Bildad se demoró mucho tiempo, recorrió la cubierta con zancadas ansiosas, bajó corriendo a la cabina a decir otras palabras de despedida, volvió a subir a cubierta y miró a barlovento, miró las anchas e ilimitadas aguas, sólo ceñidas por los remotos e invisibles continentes orientales, miró a la arboladura, miró a derecha e izquierda, miró a todas partes y a ninguna, y por fin, retorciendo maquinalmente un cabo en su tolete, agarró de modo convulsivo al robusto Peleg de la mano, y, levantando una linterna, por un momento se le quedó mirando a la cara con aire heroico, como si dijera: «A pesar de todo, amigo Peleg, lo puedo soportar; sí que puedo». En cuanto al propio Peleg, lo tomaba con más filosofía, pero, aun con toda su filosofía, se vio una lágrima brillando en sus ojos cuando la linterna se le acercó demasiado. Y, él, también, corrió no poco de cabina a cubierta; unas veces diciendo una palabra abajo, y otras veces una palabra a Starbuck, el primer oficial. Pero por fin se volvió hacia su compañero, con un aire terminante: —¡Capitán Bildad! ¡Vamos, viejo compañero, tenemos que marcharnos! ¡Cambia la verga mayor! ¡Ah del bote! ¡Atención, al costado ahora! ¡Cuidado, cuidado! Vamos, Bildad, muchacho; di adiós. Mucha suerte, Starbuck..., mucha suerte, señor Stubb..., mucha suerte, señor Flask... Adiós, y mucha suerte a todos... y de hoy en tres años tendré una cena caliente humeando para vosotros en la vieja Nantucket.

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MOBY-DICK O; LA BALLENA ¡Hurra, y vamos! —Dios os bendiga, y manteneos en Su santa observancia, muchachos —murmuró el viejo Bildad, casi incoherentemente—. Espero que ahora tendréis buen tiempo, de modo que el capitán Ahab pueda pronto andar entre vosotros; un sol agradable es todo lo que necesita, y ya lo tendréis de sobra en el viaje al trópico adonde vais. Tened cuidado en la caza, marineros. No desfondéis los botes sin necesidad, arponeros; las cuadernas de buena madera de cedro blanco han subido el tres por ciento este año. No olvidéis tampoco vuestras oraciones. Señor Starbuck, fíjese que el tonelero no desperdicie las duelas de repuesto. ¡Ah, las agujas para las velas están en la caja verde! No pesquéis mucho en los días del Señor, muchachos; pero tampoco desperdiciéis una buena ocasión, que es rechazar los buenos dones del Cielo. Tenga ojo con la caja de la melaza, señor Stubb; me pareció que se salía un poco. Si tocan en las islas, señor Flask, cuidado con la fornicación. ¡Adiós, adiós! No guarde mucho tiempo ese queso en la bodega, señor Starbuck: se estropeará. Cuidado con la manteca: a veinte centavos estaba la libra, y fijaos, si... —¡Vamos, vamos, capitán Bildad, basta de cháchara; vamos! —Y diciendo esto, Peleg le empujó apresuradamente por la banda, y los dos se dejaron caer en el bote. Barco y bote se separaron; la fría y húmeda brisa nocturna sopló entre ellos; una gaviota volvió chillando por encima; las dos embarcaciones se agitaron locamente; lanzamos tres hurras con el corazón oprimido, y nos sumergimos ciegamente, como el hado, en el solitario Atlántico. XXIII.— LA COSTA A SOTAVENTO Varios capítulos atrás se habló de un tal Bulkington, un marinero alto, recién desembarcado, a quien encontré en la posada de New Bedford. Cuando, en aquella ateridora noche de invierno, el Pequod metía su vengadora proa en las frías olas malignas, ¡a quién vi, de pie en la caña, sino a Bulkington! Con respetuosa simpatía y con temor miré a aquel hombre que, recién desembarcado en pleno invierno de un peligroso viaje de cuatro años, podía volver a lanzarse otra vez, con tal falta de sosiego, para otra temporada de tormentas. La tierra parecía abrasarle los pies. Las cosas más maravillosas son siempre las inexpresables; las memorias profundas no dan lugar a epitafios; así este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de decir sólo que su suerte era como la de un barco agitado por

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MOBY-DICK O; LA BALLENA las tormentas, que avanza miserablemente a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le daría socorro de buena gana; el puerto es compasivo; en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y la tierra son el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque de la tierra, aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero. Con toda su energía hace fuerza de velas para alejarse de tierra; al hacerlo, lucha con los mismos vientos que querrían impulsarlo hacia el puerto, y vuelve a buscar todo el desamparo del mar sacudido, precipitándose perdidamente al peligro por ansia de refugio; ¡con su único amigo como su más cruel enemigo! ¿Lo sabes ahora, Bulkington? ¿Te parece ver destellos de esta verdad mortalmente intolerable: que todo profundo y grave pensar no es sino el esfuerzo intrépido del alma para mantener la abierta independencia de su mar, mientras que los demás desatados vientos de cielo y tierra conspiran para lanzarla a la traidora y esclavizadora orilla? Pero como sólo en estar lejos de tierra reside la más alta verdad, sin orilla y sin fin, como Dios; así, más vale perecer en ese aullar infinito que ser lanzado sin gloria a sotavento, aunque ello sea salvación. Pues entonces ¡oh! ¿Quién se arrastraría co- bardemente a tierra como un gusano? ¡Terrores de lo terrible!, ¿es tan vana toda esta agonía? ¡Ten ánimos, ten ánimos, oh, Bulkington! ¡Mantente fieramente, semidiós! ¡Yérguete entre el salpicar de tu hundimiento en el océano; sube derecho, salta a tu apoteosis! XXIV.— EL ABOGADO DEFENSOR Como queequeg y yo estamos ya lindamente embarcados en este asunto de la pesca de la ballena, y como este asunto de la pesca de la ballena, no sé por qué, ha llegado a ser considerado entre la gente de tierra como una dedicación más bien antipoética y deshonrosa, en vista de eso, tengo el mayor afán de convenceros, oh gente de tierra, de la injusticia que nos hacéis así a los cazadores de ballenas. En primer lugar, quizá ha de considerarse superfluo indicar el hecho de que, entre la gente que anda por ahí la ocupación de la pesca de la ballena no se estima al nivel de lo que se llama las profesiones liberales. Si entra en una sociedad heterogénea de la capital un desconocido, no mejorará demasiado la opinión común sobre sus méritos el hecho de que le presenten a los reunidos como un arponero, digamos; y si, emulando a los oficiales de Marina, añade en su tarjeta de visita las iniciales R C. (Pesquería de Cachalote), tal iniciativa se

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MOBY-DICK O; LA BALLENA considerará sumamente presuntuosa y ridícula. Sin duda, una razón dominante por la que el mundo rehúsa honrarnos a los balleneros es ésta: se piensa que, en el mejor de los casos, nuestra vocación no llega a ser más que una ocupación parecida a la del matarife; y que, cuando estamos activamente dedicados a ella, nos rodea toda suerte de sucieda- des. Sí que somos matarifes, es verdad. Pero matarifes también, y matarifes de la más sanguinaria categoría, han sido todos los jefes militares a quienes el mundo se complace infaliblemente en honrar. Y en cuanto a la cuestión de la falta de limpieza que se atribuye a nuestra tarea, pronto seréis iniciados en ciertos hechos, hasta ahora casi universalmente desconocidos, que, en conjunto, situarán triunfalmente al barco ballenero entre las cosas más limpias de esta pulcra tierra. Pero aun concediendo que la acusación susodicha fuera cierta, ¿qué cubiertas desordenadas y resbalosas de un ballenero son comparables a la indecible carroña de esos campos de batalla de que tantos soldados regresan para beber entre el aplauso de todas las damas? Y si la idea de peligro realza el concepto popular de la profesión del soldado, permitidme aseguraros que muchos veteranos que han avanzado contra una batería retrocederían rápidamente ante la aparición de la vasta cola del cachalote agitando el aire en remolinos sobre sus cabezas. Pues ¿qué son los comprensibles terrores del hombre comparados con los terrores y prodigios entremezclados de Dios? Pero aunque el mundo nos desprecie a los cazadores de ballenas, sin embargo, nos rinde inconscientemente el más profundo homenaje, sí, una adoración desbordada,pues casi todos los candelabros, lámparas y velas que arden alrededor del globo, arden a nuestra gloria, como ante nichos sagrados. Mirad, no obstante, el asunto bajo otras luces; pesadlo en toda clase de balanzas; mirad qué somos y hemos sido los balleneros. ¿Por qué los holandeses, en tiempo de De Witt, tenían almirantes de sus flotas balleneras? ¿Por qué Luís XVI de Francia, a sus propias expensas, armó barcos balleneros en Dunkerque, y cortésmente invitó a esa ciudad a un par de veintenas de familias de nuestra propia isla de Nantucket? ¿Por qué Gran Bretaña, entre los años 1750 y 1788, pagó a sus balleneros subvenciones por más de un millón de libras? Y finalmente, ¿cómo es que los balleneros de América superamos en número al resto de todos los balleneros del mundo reunidos, navegamos en una flota de más de setecientos navíos tripulados por dieciocho mil hombres, consumiendo al año cuatro millones de dólares, mientras que los barcos valen, en el momento de zarpar, veinte millones, y todos los años traen a los puertos una bien segada cosecha

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de siete millones? ¿Cómo ocurre todo esto, si no hay algo potente en la pesca de la ballena? Pero esto no es ni la mitad: mirad otra vez. Afirmo francamente que el filósofo cosmopolita no puede, ni aunque le vaya en ello la vida, señalar una única influencia pacífica que en lo últimos sesenta años haya operado más poderosamente en todo el ancho mundo, tomado en un solo conjunto, que la alta y potente ocupación de la pesca de la ballena. De un modo o de otro, ha dado lugar a acontecimientos tan notables en sí mismos, y tan ininterrumpidamente importantes en sus resultados consiguientes, que la pesca de la ballena puede muy bien considerarse como aquella madre egipcia que producía retoños que a su vez llevaban fruto en el vientre. Catalogar estas cosas sería tarea interminable y desesperanzada. Baste un puñado. Desde hace muchos años el barco ballenero ha sido el pionero que ha enlazado las partes más remotas y menos conocidas de la tierra. Ha explorado mares y archipiélagos que no estaban en el mapa, y por donde no habían navegado ningún Cook ni ningún Vancouver. Si ahora los buques de guerra americanos y europeos anclan pacíficamente en puertos antaño salvajes, han de disparar salvas en honor y gloria del barco ballenero, que fue el primero en enseñarles el camino y el primero en servirles de intérprete con los salvajes. Podrán celebrar como quieran a los héroes de las expediciones de exploración, vuestros Cooks y Krusensterns, pero yo digo que docenas de capitanes anónimos que zarparon de Nantucket eran tan grandes o más que vuestros Cooks y Krusensterns. Pues desamparados y con las manos vacías, ellos, en las paganas aguas con tiburones, y junto a las playas de islas sin señalar, llenas de jabalinas, batallaron con prodigios y terrores vírgenes que Cook no se hubiera atrevido a afrontar de buena gana ni aun con todos sus mosquetes y su infantería de marina. Todo eso que se ensalza tanto en los antiguos viajes al mar del Sur, eran cosas de rutina de toda la vida para nuestros heroicos hombres de Nantucket. A menudo, las aventuras a que Vancouver dedica tres capítulos, esos hom- bres las juzgaron indignas de registrarse en el cuaderno de bitá- cora del barco. ¡Ah, el mundo! ¡Oh, el mundo! Hasta que la pesca de la ballena dobló el cabo de Hornos, no había más comercio que el colonial, ni apenas más intercambio que el colonial, entre Europa y la larga línea de opulentas provincias españolas de la costa del Pacífico. Fue el ballenero quien primero irrumpió a través de la celosa política de la corona española, tocando en esas colonias y, si lo permitiera el espacio, se podría demostrar detalladamente cómo gracias a esos balleneros tuvo lugar por fin la liberación de Perú, Chile y Bo- livia del yugo de la vieja España, estableciéndose

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MOBY-DICK O; LA BALLENA la eterna democracia en aquellas partes. Esa gran América del otro lado del globo, Australia, fue dada al mundo ilustrado por el ballenero. Después de su primer descubrimiento, debido a un error, por un holandés, todos los demás barcos rehuyeron durante mucho tiempo esas costas como bárbaras y pestíferas; pero el barco ballenero tocó en ellas. El barco ballenero es la verdadera madre de la que ahora es poderosa colonia. Además, en la infancia de la primera colo- nización australiana, los emigrantes se salvaron muchas veces de morir de hambre gracias a la benéfica galleta del ballenero que por casualidad feliz echó el ancla en sus aguas. Las incontadas islas de toda Polinesia confiesan la misma verdad, y rinden ho- menaje comercial al barco ballenero que abrió el camino al mi- sionero y al mercader, y que en muchos casos llevó a los misioneros a su primer destino. Si ese país a doble cerrojo, el Japón, alguna vez se vuelve hospitalario, se deberá el mérito solamente al barco ballenero, pues ya está en su umbral. Pero si, a la vista de todo esto, seguís declarando que la pesca de la ballena no tiene conexión con recuerdos estética- mente nobles, entonces estoy dispuesto a romper cincuenta lanzas con vosotros, y a descabalgaros a cada vez con el yelmo partido. La ballena, diréis, no tiene ningún escritor famoso, ni la pesca de la ballena tiene cronista célebre. ¿Ningún escritor famoso la ballena, ni cronista célebre la pesca de la ballena? ¿Quién escribió la primera noticia de nuestro leviatán? ¿Quién, sino el poderoso Job? ¿Y quién compuso la primera narración de un viaje de pesca de la ballena? ¡Nada menos que un príncipe como Alfredo el Grande, que, con su real pluma, apuntó las palabras de Other, el cazador de ballenas noruego de aquellos tiempos! ¿Y quién pronunció nuestro encendido elogio en el Parlamento? ¿Quién sino Edmund Burke? Es bastante cierto, pero, con todo, los balleneros mismos son unos pobres diablos: no tienen buena sangre en las venas. ¿No tienen buena sangre en las venas? Tienen en ellas al- go mejor que sangre real. La abuela de Benjamin Franklin era Mary Morrel, que luego, por matrimonio, fue Mary Folger, una de las antiguas colonizadoras de Nantucket, y antepasada de una larga línea de Folgers y arponeros todos ellos parientes del noble Benjamín, que en nuestros días lanzan el afilado acero de un lado a otro del mundo. Está bien, también; pero todo el mundo reconoce que la pesca de la ballena no es nada respetable. ¿Que la pesca de la ballena no es nada respetable? ¡La pesca de la ballena es imperial! Por una antigua ley estatuida por los ingleses, la

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MOBY-DICK O; LA BALLENA ballena se declara «pez real». ¡Ah, eso es sólo nominal! La propia ballena nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente. ¿Que la ballena nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente? En uno de los magníficos triunfos concedidos a un general romano a su entrada en la capital del mundo, los huesos de una ballena, traídos desde la costa siria, fueron el objeto más sobresaliente en aquella procesión estruendosa de platillos. Concedido, puesto que lo cita; pero, diga usted lo que quiera, no hay auténtica dignidad en la pesca de la ballena. ¿Que no hay dignidad en la pesca de la ballena? Los mismos cielos atestiguan la dignidad de nuestra profesión. ¡Ceteo es una constelación del hemisferio sur! ¡Basta ya! ¡Encajaos el sombrero en presencia del zar, pero descubríos ante Queequeg! ¡Basta ya! Conozco a un hombre que, en toda su vida, ha cazado trescientas cincuenta ballenas. Yo considero a ese hombre más honorable que a aquel gran capitán de la antigüedad que se jactaba de haber tomado otras tantas ciudades amuralladas. Y en cuanto a mí, si cupiera alguna probabilidad de que hubiera en mí alguna cosa excelente sin descubrir; si alguna vez merezco cierta reputación auténtica en ese mundo, reducido, pero elevadamente acallado, por entrar en el cual podría sentir ambiciones no del todo irrazonables; si en lo sucesivo hago algo que, en conjunto, un hombre preferiría haber hecho en lugar de haber dejado de hacer; si a mi muerte mis albaceas, o más exactamente, mis acreedores, encuentran en mi escritorio algún precioso manuscrito, entonces, desde este momento atribuyo en previsión todo el honor y la gloria a la pesca de la ballena, pues un barco ballenero fue mi universidad de Yale y mi Harvard. XXV.— APÉNDICE En sustento de la dignidad de la pesca de la ballena, no querría aducir más que hechos comprobados. Pero después de hacer entrar en combate sus hechos, ¿no sería digno de censura un abogado defensor que suprimiera por entero una hipótesis nada irrazonable que podría hablar elocuentemente a favor de su casa? Es bien sabido que en la coronación de los reyes y reinas, incluso de nuestro tiempo, se realiza cierto curioso proceso de sazonarlos para sus funciones. Hay un salero real, así llamado, y es posible que haya unas vinagreras reales. ¿Cómo usan exacta- mente la sal; quién lo sabe? Pero estoy seguro de que la cabeza de un rey es solemnemente

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MOBY-DICK O; LA BALLENA aceitada en su coronación, igual que una lechuga en ensalada. ¿Será posible, sin embargo, que la unjan con vistas a que su interior corra bien, igual que se unge la maquinaria? Mucho se podría rumiar aquí, en cuanto a la dignidad esencial de este proceso real, porque en la vida corriente consideramos bajo y despreciable al tipo que se unge el pelo y huele perceptiblemente a ese ungüento. En realidad, un hombre maduro que use aceite para el pelo, a no ser en forma medicinal, probablemente tiene algún punto débil en algún sitio. Por regla general, no puede valer mucho en su integridad. Pero la única cosa a considerar aquí es ésta: ¿qué clase de aceite se usa en las coronaciones? Ciertamente que no puede ser aceite de oliva, ni aceite de ricino, ni aceite de oso, ni aceite de pescado, ni aceite de hígado de bacalao. ¿Cuál es posible que sea entonces, sino el aceite de ballena en su estado natural y sin purificar, el más grato de todos los aceites? ¡Pensad en eso, oh, leales británicos! ¡Nosotros, los balle- neros, proporcionamos a vuestros reyes y reinas la materia de la coronación! XXVI.— CABALLEROS Y ESCUDEROS El primer oficial del Pequod era Starbuck, natural de Nantucket, y cuáquero por descendencia. Era un hombre largo y serio, y, aunque nacido en una costa gélida, parecía muy apropiado para soportar latitudes cálidas, por ser tan dura su carne como la galleta bizcocha. Transportado a las Indias, su sangre viva no se estropearía como la cerveza embotellada. Debía de haber nacido en alguna época de sequía y hambre general, o en uno de esos días de ayuno por los que es tan famoso su Estado. Sólo había visto treinta áridos veranos; esos veranos habían desecado toda su superficie física. Pero eso, su flacura, por así decir, no parecía ya señal de ansiedades y cuidados agostadores, ni tampoco indicación de ningún desgaste corporal. Era simplemente la condensación de aquel hombre. No tenía en absoluto mal aspecto; al contrario. Su pura y tensa piel se le ajustaba de modo excelente, y apretadamente envuelto en ella, y embalsamado en fuerza íntima y en salud, como un egipcio revivido, este Starbuck parecía preparado a soportar largas épocas venideras, y a soportarlas siempre como ahora; pues, con nieve polar o sol tórrido, como un cronómetro patentado, su vitalidad interior estaba garantizada para salir adelante en todos los cli- mas. Mirándole a los ojos, a uno le parecía ver en ellos las imágenes demoradas de aquellos múltiples peligros que había afrontado con calma en toda su vida: hombre firme y sólido, cuya vida, en su mayor parte, había sido una elocuente pantomima de

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MOBY-DICK O; LA BALLENA acción, y no un manso capítulo de palabras. Sin embargo, con toda su curtida fortaleza y sobriedad, había en él ciertas cualidades que algunas veces afectaban, y aun en ciertas ocasiones parecían casi contrapesar a todo el resto. Insólitamente concienzudo para ser un marinero, y dotado de honda reverencia natural, la soledad salvaje y acuática de su vida le inclinaba fuertemente, por tanto, a la superstición, pero a esa suerte de superstición que en ciertos caracteres parece proceder más bien de la inteligencia que de la ignorancia. Lo suyo eran portentos exteriores y presentimientos interiores. Y si a veces esas cosas doblaban el hierro soldado de su alma, los lejanos recuerdos domésticos de su joven mujer y su hijo, en el Cabo, tendían mucho más a desviarle de la rudeza originaria de su naturaleza, y abrirle aún más a esas influencias latentes que, en algunos hombres de corazón honrado, refrenan el empuje de la temeridad diabólica tan a menudo evidenciada por otros en las vicisi- tudes más peligrosas de la pesca de la ballena. —No quiero en mi bote a ninguno —decía Starbuck— que no tenga miedo de la ballena. Con eso parecía querer decir no solamente que el valor más útil y digno de confianza es el que surge de la estimación realista del peligro encontrado, sino que un hombre totalmente sin miedo es un compañero mucho más peligroso que un cobarde. —Sí, sí —decía Stubb, el segundo oficial—, este Starbuck es un hombre tan cuidadoso como pueda encontrarse en cualquier lado en la pesca de la ballena. Pero no tardaremos en ver lo que significa exactamente esa palabra «cuidadoso» cuando la usa un hombre como Stubb o casi cualquier otro cazador de ballenas. Starbuck no iba en una cruzada en busca de peligros; en él, el valor no era un sentimiento, sino una cosa simplemente útil para él, y siempre a mano para todas las ocasiones prácticas de la vida. Además pensaba, quizá, que en este asunto de la pesca de la ballena el valor era una de las grandes provisiones necesarias para el barco, como la carne y la galleta, que no se podían derrochar locamente. Por lo tanto, no tenía ganas de arriar las lanchas en busca de ballenas después de la puesta del sol, ni se empeñaba en cazar un pez que se obstinase en luchar contra él. Pues Starbuck pensaba: «Aquí estoy en este crítico océano para ganarme la vida matando ballenas, y no para que ellas me maten ganándose la suya»; y Starbuck sabía muy bien que centenares de hombres habían muerto así. ¿Cuál había sido el destino de su propio padre? ¿Dónde, en qué profundidades insondables, podría encontrar los

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MOBY-DICK O; LA BALLENA miembros despedazados de su hermano? Con recuerdos como éstos en él, y además, dado a cierta superstición, como se ha dicho, el valor de este Starbuck, si a pesar de todo podía mostrarse, debía ser extremado. Pero en un hombre así constituido, y con experiencias y recuerdos tan terribles como él tenía, no entraba en lo natural que esas cosas dejaran de engendrar ocultamente en él un elemento que, en circunstancias adecuadas, irrumpiera saliendo de su encierro y quemara todo su valor. Y por valiente que fuera, era principalmente de esa clase de valentía, visible en ciertos hombres intré- pidos, que, aunque suelen mantenerse firmes en el combate con los mares, o los vientos, o las ballenas, o cualquiera de los acostumbrados horrores irracionales de este mundo, no pueden, sin embargo, resistir esos terrores, más espantosos por ser más espirituales, que a veces le amenazan a uno en el ceño fruncido de un hombre colérico y poderoso. Pero si la narración siguiente hubiera de revelar en algún caso el desplome completo de la fortaleza del pobre Starbuck, apenas habría tenido yo ánimo para escribirla, pues es cosa lamentable, e incluso desagradable, mostrar el hundimiento del valor de un alma. Los hombres pueden parecer detestables en cuanto sociedades anónimas y naciones; podrá haber seres serviles, locos y asesinos; pero el hombre, en su ideal, es tan noble y resplandeciente, tan grandiosa y refulgente criatura, que todos sus semejantes deberían correr a echar sus vestiduras más preciosas sobre cualquier mancha ignominiosa que haya en él. Esa virilidad inmaculada que sentimos dentro de nosotros, tan en lo hondo que permanece intacta aun cuando parezca perdido todo el carácter exterior, sangra con la más penetrante angustia ante el espectáculo desnudo de un hombre hundido en su valor. Ni aun la propia piedad, ante una visión tan vergonzosa, puede ahogar del todo sus reproches hacia las estrellas que lo consienten. Pero la augusta dignidad de que trato no es la dignidad de los reyes y los mantos, sino esa dignidad sobreabundante que no se reviste de ningún ropaje. La veréis resplandecer en el brazo que blande una pica o que clava un clavo; es esa dignidad democrática que, en todas las manos, irradia sin fin desde Dios, desde Él mismo, el gran Dios absoluto, el centro y circunferencia de toda democracia; ¡Su omnipresencia, nuestra divina igualdad! Entonces, si en lo sucesivo atribuyo cualidades elevadas, aunque oscuras, a los más bajos marineros, renegados y proscritos; si en torno de ellos urdo gracias trágicas; sí aun el más lúgubre, y acaso el más rebajado de ellos, a veces se eleva hasta las montañas sublimes; si pongo un poco de luz etérea en el brazo de ese trabajador; si extiendo un

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MOBY-DICK O; LA BALLENA arcoiris sobre su desastroso ocaso; entonces, contra todos los críticos mortales, ¡sostenme en eso, oh Tú, justo Espíritu de la Igualdad, que has extendido un único manto real de humanidad sobre toda mi especie! ¡Sostenme, oh Tú, gran Dios democrático, que no rehusaste la pálida perla poética al negro prisionero, Bunyan; Tú que envolviste, con hojas doblemente martilladas del más fino oro, el brazo mutilado y empobrecido del viejo Cervantes; Tú, que elegiste a Andrew Jackson de entre los guijarros, que lo lanzaste sobre un caballo de guerra, y que le hiciste tronar más alto que en un trono! ¡Tú, que en todos tus poderosos recorridos por la tierra siempre escoges a tus campeones más selectos entre la realeza de los sencillos; sostenme en esto, oh Dios! XXVII.— CABALLEROS Y ESCUDEROS El segundo oficial era Stubbs. Era natural de Cabo Cod, y por ello, según el uso local, se le llamaba un «cabocodense». Despreocupado, ni cobarde ni valiente, tomando los peligros según venían, con aire indiferente, y, mientras se ocupaba en las crisis más apremiantes de la persecución, despachando el trabajo, tranquilo y concentrado como un carpintero ambulante contratado para el año. Bienhumorado, tranquilo y descuidado, presidía su barco ballenero como si el encuentro más peligroso no fuera más que una cena, y la tripulación, sus comensales invitados. Era tan meticuloso en cuanto a los arreglos de comodidad de su parte de embarcación como un viejo cochero de diligencia en cuanto a lo confortable de su pescante. Al acercarse a la ballena, en el mismísimo apretón mortal de la pelea, manejaba su inexorable arpón con frialdad y al desgaire, como un hojalatero que silba mientras martilla. Canturreaba sus viejas melodías de rigodón mientras estaba flanco a flanco del más furioso monstruo. La larga costumbre, para este Stubbs, había convertido las fauces de la muerte en una butaca. No hay modo de saber qué pensaba de la muerte misma. Podría preguntarse si alguna vez pensaba en ella, en absoluto, pero si alguna vez inclinaba su mente hacia ese lado, después de una grata comida, no hay duda de que, como buen marinero, la consideraba como una especie de llamada de guardia para salir a cubierta y ocuparse allí en algo que ya vería qué era cuando obedeciera la orden, pero no antes. Lo que quizá, con otras cosas, hacía de Stubbs un hombre tan tranquilo y sin miedo, tan alegre al llevar adelante la carga de la vida por un mundo lleno de serios vendedores ambulantes, curvados todos ellos hacia el suelo con sus fardos; lo que ayudaba a producir aquel

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MOBY-DICK O; LA BALLENA buen humor suyo, casi impío, debía de ser su pipa. Pues, igual que su nariz, su pequeña pipa, corta y negra, era uno de los rasgos habituales de su cara. Casi habría sido más fácil esperar que saliera de su litera sin nariz antes que sin pipa. Tenía allí, dispuestas y cargadas, toda una fila de pipas, metidas en una espetera, al fácil alcance de la mano; y siempre que se acostaba, las fumaba todas seguidas, encendiendo una con otra hasta el fin de la serie, y luego volviéndolas a cargar para que estuvieran de nuevo dispuestas. Pues cuando se vestía, Stubbs se ponía la pipa en la boca antes de meter las piernas en los pantalones. Digo que este modo continuo de fumar debía de ser, por lo menos, una causa de su disposición peculiar, pues todos saben que este aire terrenal, en tierra o a flote, está terriblemente infectado de las miserias sin nombre de los innumerables mortales que han muerto respirándolo; y del mismo modo que, en épocas de cólera, algunos andan con un pañuelo alcanforado en la boca, igualmente el tabaco de Stubbs podría actuar como una especie de agente desinfectante contra todas las tribulaciones mortales. El tercer oficial era Flask, natural de Tisbury, en Martha’s Vineyard. Un joven rechoncho, robusto y rubicundo, muy belicoso en cuanto a las ballenas, que parecía pensar, no sé por qué, que los grandes leviatanes le habían afrentado de modo personal y hereditario; y por consiguiente, para él era punto de honor destruirlos siempre que los encontrara. Tan absolutamente perdido estaba para todo sentido de reverencia hacia las muchas maravillas de su majestuosa mole y sus místicas maneras, y tan insensible a nada parecido a la conciencia de ningún peligro posible en su encuentro, que, en su pobre opinión, la prodigiosa ballena era sólo una especie de ratón o, por lo menos, de rata de agua vista con aumento, que requería sólo un pequeño rodeo y alguna ligera aplicación de tiempo y molestia para matarla y cocerla. Esta falta de temor, inconsciente e ignorante, le hacía un poco jocoso en cuestión de ballenas; perseguía a estos peces por divertirse, y un viaje de tres años doblando el cabo de Hornos era sólo una broma divertida que duraba todo ese tiempo. Así como los clavos del carpintero se dividen en forjados y cortados, la humanidad se puede dividir de modo semejante. El pequeño Flask era de los forjados, hecho para apretar bien y durar mucho. Le llamaban «Puntal» a bordo del Pequod, porque en su forma se le podía comparar muy bien a esa pieza de proa, corta y cuadrada, conocida por tal nombre en los balleneros árticos y que, por medio de numerosas tablas laterales que irradian insertas en ella, sirve para reforzar el barco contra los hielos que golpean en aquellos agitados mares. Así pues, estos tres oficiales, Starbuck, Stubbs y Flask, eran hombres

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MOBY-DICK O; LA BALLENA de peso. Eran ellos quienes, por disposición general, mandaban tres de las lanchas del Pequod. En el gran orden de batalla en que probablemente desplegaría sus fuerzas el capitán Ahab para atacar a las ballenas, esos tres jefes de bote eran como capitanes de compañías. O, estando armados con sus largas y agudas picas balleneras, eran como un selecto trío de lanceros, igual que los arponeros eran los lanzadores de jabalinas. Y dado que en esa famosa pesca cada oficial o jefe de bote, como los antiguos caballeros godos, siempre va acompañado de su piloto o arponero, que en determinadas ocasiones le provee de una nueva lanza cuando la primera se ha torcido de mala manera, o se ha doblado en el asalto, y, además, dado que generalmente se establece entre ambos una estrecha intimidad amistosa, no está de más que en este punto anotemos quiénes eran los arponeros del Pequod, y a qué jefe de bote correspondía cada cual. El primero de todos era Queequeg, a quien había elegido de escudero Starbuck, el primer oficial. Queequeg ya es conocido. Después venía Tashtego, un indio puro de GayHead, el promontorio más occidental de Martha’s Vineyard, donde todavía queda un pequeño resto de una aldea de pieles rojas que desde hace mucho ha suministrado a la vecina isla de Nantucket sus más atrevidos arponeros. En la pesca de la ballena, se les suele conocer por el nombre genérico de GayHeaders. El pelo largo, lacio y negro de Tashtego, sus altos pómulos huesudos, y sus ojos negros y redondos —para un indio, orientales en su tamaño, pero antárticos en su expresión chispeante—, todo ello le proclamaba de sobra como heredero de la sangre sin adulterar de aquellos orgullosos y bélicos cazadores que, en busca del gran alce de New England, habían explorado, arco en mano, los bosques aborígenes de la costa. Pero sin olfatear ya el rastro de los animales salvajes del bosque, Tashtego cazaba ahora en la estela de las grandes ballenas del mar; y el certero arpón del hijo sustituía adecuadamente a la infalible flecha de los progenitores. Al mirar la atezada robustez de sus ágiles miembros de serpiente, casi se habría dado crédito a las supersticiones de algunos de los primitivos puritanos, medio creyendo que este salvaje indio sería hijo del Príncipe de las Potestades del Aire. Tashtego era el escudero de Stubb, el segundo oficial. El tercero de los arponeros era Daggoo, un gigantesco salvaje negro como el carbón, con ademanes de león; un Ahasvero en su aspecto. Suspendidos de las orejas llevaba dos aros de oro, tan grandes que los marineros les llamaban pernos de anillo, y hablaban de amarrar a ellos las drizas de gavia. En su juventud, Daggoo se había embarcado

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MOBY-DICK O; LA BALLENA voluntariamente a bordo de un ballenero que estaba anclado en una bahía solitaria de su costa natal. Y como nunca había estado en otra parte del mundo sino en África, en Nantucket y en los puertos paganos más frecuentados por los balleneros, y como durante muchos años había llevado la valiente vida de la pesca de la ballena en barcos de propietarios insólitamente atentos a la clase de gente que embarcaban, Daggoo conservaba todas sus virtudes bárbaras, y, erguido como una jirafa, daba vueltas por la cubierta con toda la pompa de sus seis pies y cinco pulgadas, sin calzado. Había una humillación corporal en levantar la vista hacia él, y un blanco ante él parecía una bandera blanca acudiendo a pedir tregua a una fortaleza. Es curioso decir que este negro imperial, Ahasvero Daggoo, era el escudero del pequeño Flask, que parecía un peón de ajedrez a su lado. En cuanto al resto de la gente del Pequod hay que decir que, en el día de hoy, ni la mitad de los varios millares de hombres ante el mástil en las pesquerías de ballenas de América son americanos de nacimiento, aunque casi todos los oficiales lo son. En esto, pasa lo mismo en las pesquerías de ballenas de América que en el ejército americano, y en las flotas militar y mercante, y en las fuerzas de ingeniería empleadas en la construcción de los canales y líneas ferroviarias de América. Lo mismo, digo, porque en todos estos casos los americanos de nacimiento proporcionan el cerebro, y el resto del mundo suministra los músculos con igual generosidad. No escaso número de estos marineros balleneros pertenecen a las Azores, donde tocan frecuentemente los barcos de Nantucket en su viaje de ida para aumentar sus tripulaciones con los curtidos campesinos de aquellas rocosas orillas. De manera análoga, los balleneros de Groenlandia, zarpando de Hull o de Londres, tocan en las islas Shetland para recibir el pleno complemento de su tripulación. En el viaje de regreso, los vuelven a dejar allí. No es posible saber por qué, pero los isleños parecen resultar los mejores balleneros. En el Pequod casi todos eran isleños; «aislados» también llamo yo a los que no reconocen el continente común de los hombres, sino que cada «aislado» vive en un continente propio por separado. Pero ahora, federados a lo largo de una sola quilla, ¡qué grupo eran esos «aislados»! Una representación, a lo Anacarsis Clootz, de todas las islas del mar y todos los confines de la tierra, acompañando al viejo Ahab a presentar las querellas del mundo ante ese tribunal del cual no volverían jamás muchos de ellos. El pequeño Pip, el negro, ése no volvió jamás; ¡ah, no!, ése se fue por delante. ¡Pobre muchacho de Alabama. En el sombrío alcázar de proa del Pequod le veremos dentro de poco golpeando su tamboril, preludio del momento eterno en que le mandaron subir al gran alcázar de las

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MOBY-DICK O; LA BALLENA alturas para unirse en su música a los ángeles, tocando su tamboril en la gloria;¡aquí, llamado cobarde, y allí, saludado como héroe!.

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Este libro es único. Ha sido editado, impreso y encuadernado en el Taller de Libros de Arena. Retamar, Almería. Julio de 2010 108


(Nueva York, 1819 - id., 1891) Novelista estadounidense. A los once años se trasladó con su familia a Albany, donde estudió hasta que, dos años después, tras la quiebra de la empresa familiar, tuvo que ponerse a trabajar. La dificultad para encontrar un empleo estable le llevó, en 1841, a enrolarse en un ballenero. Fruto de sus experiencias en alta mar fueron Typee (1846) y Omoo (1847), escritas a su regreso a Estados Unidos en 1844. En 1847 contrajo matrimonio, y dos años después publicó Mardi. Dado que había sido etiquetado de autor de novelas de viajes y aventuras, el simbolismo de esta obra desconcertó a crítica y público, que la rechazaron.También en 1849 apareció Redburn y un año después La guerrera blanca, en la que arremetía ferozmente contra la rigidez de la marina estadounidense. Con estas obras recuperó el favor del público, pero se advertía ya la creciente complejidad que iba a caracterizar sus obras posteriores, influidas por el simbolismo de Nathaniel Hawthorne. En 1850 publicó Moby Dick, obra también rechazada. Esta novela, considerada una de las grandes obras de la literatura universal, escondía una gran metáfora del mundo y la naturaleza humana: la incensante búsqueda del absoluto que siempre se escapa y la coexistencia del bien y del mal en el hombre, y ello tras un argumento aparentemente simple: la obsesión del capitán Ahab por matar a Moby Dick, la ballena blanca.

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