Buensalvaje México #2

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Número 2 diciembre 2015 - enero 2016

Narradora, poeta y ensayista,

Cristina Rivera Garza

ha tejido una imbricada red textual de sorprendentes y variados resultados donde siempre estará presente la idea, muy sociológica, de dialogar con el otro. buensalvaje México

buensalvajeMx


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Núm. 2 / diciembre 2015 - enero 2016 Vivimos tiempos aciagos —como han sido todos los momentos que nos parecen cruciales, como ha sido siempre—, sin embargo, como una ilusión paralela que nos pareciera inverosímil en relación al elevado crecimiento tecnológico, también vivimos los momentos de la magnificación de nuestras más vanas y simples opiniones. Obviamente, la literatura no se repliega ante todo ello y, gozosa y terriblemente —perdonen el oxímoron y el collar de figuras siguiente—, puede echar luces en nuestros caminos de la existencia, cobijarnos después de los helados desdenes sociales, echarnos una mano cuando estamos heridos por el amor o por el odio, hacernos reír u olvidar. Leemos, quiero creer, sin mayores deseos que vernos en el espejo, pero con otro espejo detrás: reconocernos en todos los unos que hemos sido todos desde siempre. Buensalvaje México es un espejo más de palabras y en él nos leemos gracias a la generosa voluntad de los autores: reseñistas, narradores, poetas, traductores, ilustradores…, porque sus colaboraciones no están condicionadas por una paga: nacen del amor sincero, como no hay otro. Leamos, pues, porque somos humanos y nos gusta mucho contar historias junto a la fogata mientras los ejércitos alistan sus armas. Por Felipe Ponce

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¿Es país para cuentistas?

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A debate, la idea de Ecuador como el paralelo cero de la cuentística, por Miguel Antonio Chávez.

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¿Qué mar de oscuros ref lejos…? Los planetas de José Revueltas en las disquisiciones de Cristina Rivera Garza.

Escribe contra la escena Legom es al teatro mexicano lo que Netflix a la televisión. Una entrevista con Álvaro Abitia.

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Poesía gallega Cuatro poemas de Gonzalo Hermo, premio de Poesía Joven Miguel Hernández.

Buensalvaje Director fundador: Dante Trujillo Editor general: Juan Carlos Fangacio Editora gráfica: Angélica «Pepa» Parra Editor de buensalvaje.com: Fabrizio Piazze Buensalvaje es una publicación y una marca registrada de Solar (www.solar.com.pe). Ca. Elías Aguirre 126, oficina 502, Miraflores. Lima, Perú / T (511) 7194232 / info@solar.com.pe

Este número de Buensalvaje México no existiría sin los textos, las ilustraciones, las fotos ni el talento y la generosidad de: Abril Castillo Cabrera ■ Adán Medellín ■ Adrià Targa Alberto Tenorio ■ Alejandro Palma Castro ■ Álvaro Abitia Antonio Marts ■ Carolyn Wolfenzon ■ Cécile Quintana Cecilia Eudave ■ Cristina Rivera Garza ■ Edmundo Paz Soldán Epigmenio León ■ Ernesto Flores ■ Fernanda de Ávila Gabriel Rodríguez Liceaga ■ Gilberto Lastra Guerrero Gonzalo Hermo ■ Heber Quijano ■ Herson Barona ■ Isaí Moreno Javier Moro Hernández ■ Javier Perucho ■ Jesús Ramón Ibarra María Fernanda Reyes Retana ■ Martín Mora-Martínez Miguel Antonio Chávez ■ Paulina Castro Cerruti Ramón Fernández-Larrea ■ Ricardo Castillo Ricardo Sigala ■ Rogelio Villarreal ■ Sergio Vicencio

Buensalvaje México Director: Felipe Ponce Coordinadora de proyectos: Elizabeth Alvarado Coordinadora de edición: Mónica Millán Coordinador de diseño: David Pérez Coordinadora comercial: Rosa Cervantes Buensalvaje, año 1, número 2, diciembre de 2015 - enero de 2016, es una publicación bimestral editada por Arlequín Editorial y Servicios, S.A. de C.V., Teotihuacan 345, Ciudad del Sol, C.P. 45050, Zapopan, Jalisco. www.buensalvaje.mx, buensalvaje@buensalvaje.mx. Editor responsable: Felipe de Jesús Ponce Barajas. Número de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo: 04-2015-051808590300-102, ISSN: (en trámite), ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: (en trámite), otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso Sepomex número PP14-00063. Impresa por Zafiro Editores, S.A. de C.V., Cartero 86, Col. Moderna, C.P. 44190, Guadalajara, Jalisco. Distribuida por Mariela Noel Calcagno Almada, Truenitos 21, Col. Villa Coyoacán, Delegación Coyoacán, C.P. 04000, México, D.F. Este número se terminó de imprimir el 27 de noviembre del 2015 con un tiraje de 10,000 ejemplares.

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Serendipia

Grabado de Ernesto Flores

Nocturno

Texto de Ricardo Castillo

Un ojo con el otro. Cinco miradas a la Serie blanco y negro de Ernesto Flores Uno Lo que no se ve: soporte y tema del dibujo Y lo que se ve en la parte no dibujada fuera del cuadro. Dos Entonces el dibujo aparece desde las raíces sin memoria del papel hasta el desplegarse en las oscuras venas o filamentos de luz que el blanco / negro mezcla en la materia Ojo: garza o salamandra como hemisferios o párpados sombra de humo o luz caliza sedimentadas en un lapso sin duración sitio y crono de una realidad sin paradero ni domicilio. Desde allá nos mira El ojo cíclope singular vulva de la noche está mirando. Tres Dibujado el dibujante mira algo que no está en el cuadro: un hombre con un nahual sobre la clavícula con el perfil y los ojos alineados miran hacia abajo de manera oblicua a través del humo del tabaco ¿miran hacia adentro de lo dibujado? ¿miran fuera del cuadro? Ernesto Flores (Guadalajara, 1955). Su obra forma parte de la Colección Permanente del Museo de las Artes (Musa) de la Universidad de Guadalajara.

Cuatro Desde las primeras capas hasta los últimos velos el dibujo aparece fijo dentro de una matriz en tierra gemela y antagónica de otra matriz externa Desde el blanco hasta el negro o al revés siempre hay uno que no puede existir sin la presencia del otro contacto de una dualidad que irrumpe mientras el mundo sin las horas cambia ciertas formas del Lugar: otro es el escenario de los párpados cambia el ojo y su abertura invade la pupila memoria sombra de humo o luz caliza bestia de dos lenguas en cabezas simultáneas criatura marina y circular devorando la cola de su momento cuando el sol y la luna cuando el blanco y el negro se tocan dentro de un solo ojo en el interior de la densa bóveda que nos mira Cinco un ojo con el Otro surge al dibujo como flor de Flores en el cacto. Ricardo Castillo (Guadalajara, Jalisco, 1954) es un poeta mexicano. Ha publicado, entre otros, El pobrecito señor X (1976) y Nicolás el camaleón (1989)

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4 Fotografía: Thinkstock

¿Quién le teme a Michel Houellebecq? Por Paulina Castro Cerruti

Novela. El proceso electoral que concluye con el triunfo del candidato musulmán en las presidenciales del año 2022 en Francia, y la consecuente instauración de un proyecto de sociedad que postula que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión absoluta a Dios, resume la larga trama secundaria sobre la cual Michel Houellebecq contemporiza el relato de la conversión al catolicismo del escritor naturalista del siglo XIX JorisKarl Huysmans, que hace suyo y describe en primera persona François, narrador de esta historia. François es un profesor de literatura de la Sorbona que ganó cierto prestigio en el campo académico tras escribir una tesis sobre Huysmans; pero de eso ya han pasado veinte años y hoy, del mismo modo que lo expresa el espíritu de su único amigo fiel y compañero, él también se siente indolente y seco, incapaz de considerar ni remotamente a los humanos sus hermanos: podía sentirlo, me estaba aproximando al suicidio, sin sentir desesperación ni siquiera una tristeza particular, simplemente por una lenta degradación de la suma total de las funciones que resisten a la muerte. François, sin embargo, tiene dos cosas que lamentar: a Myriam, su novia, cuya pérdida lo lleva a concluir que el amor en el hombre no es más que agradecimiento por el placer que se le ha dado, «y nunca nadie me había dado tanto placer como Myriam»; y a la Virgen negra de Rocamadour, testimonio de un universo enteramente desaparecido, ante la cual intenta disolver su individualidad al hilo de prolongadas ensoñaciones. Poseía la grandeza, poseía la fuerza, pero poco a poco sentí que perdía el contacto con ella, que se alejaba en el espacio y los siglos mientras yo me hundía en el banco, encogido, limitado. Al cabo de media hora, me levanté, definitivamente abandonado por el Espíritu, reducido a mi cuerpo deteriorado, perecedero, y descendí tristemente los peldaños en dirección al aparcamiento.

Pese a todo, François no llora por ellas, y es precisamente en esa especie de ambiente de resignación que inunda buena parte de la novela donde subyace la profunda tristeza que caracteriza a Sumisión; en la imposibilidad humana de evitar el sufrimiento, en las dudas de la conversión y en el desesperado deseo de incorporarse a un rito, sin suerte. Por primera vez en mi vida me había puesto a pensar en Dios, a contemplar seriamente la idea de una especie de Creador del universo que vigilaba todos mis actos, y mi primera reacción fue muy clara: era, simplemente, miedo. En el plano técnico el autor, reconocido lovecraftiano, despliega tácticas del miedo que le confieren un lado aterrador a la novela; la sensación de que acecha un peligro inminente, que de un momento a otro algo terrible va a ocurrir o ya ocurrió, al tiempo que inexplicablemente sobre esa misma certeza se instala una especie de pacto de silencio, que crea el contraste necesario para sostener la tensión. Houellebecq deja sin resolver la cuestión de si los franceses están destinados a temerle más a los indigenistas europeos o a los musulmanes; y la elección que hace de éstos sobre aquéllos para dirigir el país podría ser decepcionante y hasta blasfema para aquéllos que aún sostienen la viabilidad de la democracia representativa y otorgan carácter universal al principio de la libertad individual, en un mundo —y ésta es su tesis— donde la ideología está condenada demográficamente. Así, la coherencia entre el tema y el tratamiento provoca la adhesión estética, y eso hace que la literatura tenga las espaldas muy anchas y se permita, por ejemplo, hacer el relato distópico de una conversión, como llama a esta novela Mark Lilla. Michel Houellebecq confesó a Paris Review que la razón que lo llevó a escribir Sumisión fue que su ateísmo se hizo insostenible, no sobrevivió a una serie de muertes con las que tuvo que lidiar en un corto periodo de tiempo, y a las que una semana más tarde se sumó la de uno de sus grandes amigos, víctima de la masacre de Charlie

Hebdo perpetrada el mismo día que apareció la novela en Francia: «Mi libro describe la destrucción de la filosofía transmitida por la Ilustración, que ya no tiene sentido para nadie, o para muy pocas personas». Robert Rediger, un personaje en el que algunos críticos han creído ver a Mefistófeles, del Fausto, porque hace suya la misión de convertir al islam a François, lo interroga: ¿No es en el fondo un poco ridículo ver a esa criatura enclenque, que vive en un planeta anónimo de un brazo periférico de una galaxia ordinaria, alzarse sobre sus patitas para proclamar: «Dios no existe»? Sumisión tiene un final abierto, pero si algo se puede concluir en ella es que, del mismo modo que para Huysmans la belleza era la prueba de la existencia de Dios, François también manifiesta esa dilección a la armonía cuando se abre a la posibilidad de ser seducido por una religión que reposa sobre la idea básica de la poesía; la idea de la unión de la sonoridad y del sentido que permite decir el mundo al Corán: «“Doy fe de que no hay sino un Dios y Mahoma es su profeta.” Y acto seguido se había acabado; sería, a partir de entonces, musulmán». Fin.

Sumisión ■ Michel Houellebecq (Saint-Pierre, 1956) ■ Anagrama (2015) ■ 288 páginas ■ 263 pesos

Este ícono antecederá a otros dos títulos que la revista invita a los lectores a conocer.

Paulina Castro Cerruti (Santiago de Chile, 1981) es periodista. Ha trabajado en radio, televisión, prensa escrita, internet y sector público en Chile y México.


Reseñas

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Fotografía: Thinkstock

Una crónica inacabable Por Rogelio Villarreal

A Katya Mandoki Crónica. Ésta es una larga crónica de dos viajes de la autora en 2011 y 2013 a las zonas fronterizas de Israel con Gaza y Cisjordania. Sonia Budassi, argentina, es autora de libros de ficción y crónica, y una de las editoras de la revista Anfibia. Budassi no ignora que se puede tomar partido sin dejar de seguir las normas del periodismo, como quería Miguel Ángel Granados Chapa: «Combata la ambigüedad: no insinúe, no exagere, no minimice. Elija una postura y defiéndala. Un juicio no depende de la complicidad del lector sino del apego a la verdad». También sigue las recomendaciones de su paisano Tomás Eloy Martínez para hacer buen periodismo: «Evitar el riesgo de servir como vehículo de los intereses de grupos públicos o privados» y, entre otras, de su decálogo: «Recordar siempre que el periodismo es, ante todo, un acto de servicio. Es ponerse en el lugar del otro, comprender lo otro. Y, a veces, ser otro». En La frontera imposible, Budassi trata sinceramente de comprender al otro: al palestino, al israelí; y en ocasiones lo consigue. Eso es lo más valioso de este libro que recoge testimonios enfrentados y en el que se permite dudar ante una realidad tan retorcida que a veces parece desbaratar la razón. Escribe Budassi: «Uno de los imperativos de la crónica de viaje contemporánea es cuestionar el turismo, descreer de los géneros y los formatos estancos, arriesgar en el cruce de lo analítico, lo reflexivo y las historias y trayectorias de las personas que componen una nación, abrazar desde el plano literario el inflamable terreno de la batalla simbólica y social». Después de numerosas lecturas, entrevistas y la experiencia de esos dos viajes, Budassi confiesa su inclinación hacia el lado palestino del conflicto. No tengo ninguna objeción en este sentido pues sólo una periodista honesta y respetuosa puede tomar partido sin caer en posturas maniqueas, como hace la gran mayoría de los medios internacionales apostados en la región —cientos de ellos francamente antiisraelíes— sin preocuparse por verificar la información ni contrastarla con otras fuentes, reproduciendo la demagogia, los montajes y distorsiones fabricados por los medios y por los propios palestinos para criminalizar a Israel: el único país del mundo obligado a justificar su existencia. Aun así me parece que hay una gran cantidad de información que podría desdoblarse más allá de las apretadas e insuficientes trescientas páginas de este libro. ¿Qué le falta a esta crónica? Más información, más lecturas y un espíritu crítico-analítico más incisivo. Cuestionar, por ejemplo, la parcialidad ofensiva de santones académicos de la izquierda como Noam Chomsky y Edward Said, o declaraciones como las del líder de Hamás, Jaled Meshal: echar a los judíos al mar. ¿Por qué no acudir también a Élisabeth Roudinesco, a Pierre-André Taguieff, a su paisano Gustavo Perednik? Tendría que haber espacio en este libro para hablar de la cuantiosa ayuda europea a los corruptos gobiernos de Gaza y Cisjordania —enfrentados sangrientamente entre sí—, dilapidada en armamento y una vida principesca. Para mencionar la perversa educación en el odio al judío de generaciones de niños palestinos, un odio

heredado del mufti Amin al-Husayni, aliado del Tercer Reich, instigador de pogromos y padrino del sanguinario Yasser Arafat. Para explicar el persistente lanzamiento de misiles contra Israel —no precisamente contra objetivos militares—. Para comparar sin suspicacias la manera en que Israel protege a su población y la manera en que los líderes palestinos se escudan cobardemente entre ella. Es necesario cuestionar el sentido del boicot contra universidades israelíes, ¿no es en éstas donde surgen el conocimiento, el disenso, la crítica?; mencionar que la etiquetación en la ingrata Europa de productos israelíes remite a la Alemania nazi; enumerar a las organizaciones terroristas que han atacado a Israel desde su fundación, desde la Organización para la Liberación de Palestina hasta el cada vez más próximo y bárbaro Estado Islámico, sin olvidar la hipocresía histórica de los países árabes con los palestinos: una mera coartada para justificar su judeofobia. ¿Por qué los medios no dieron la importancia debida a las masacres de palestinos a manos de libaneses, jordanos y sirios? Los textos periodísticos que no responden a preguntas como éstas son necesariamente parciales, así tengan las mejores intenciones. Israel es una pequeña democracia enclavada en un entorno hostil de autocracias y terroristas. Es también una gran potencia cultural, científica y tecnológica —al servicio del mundo— que vive amenazada cotidianamente por aquellos con la complacencia de izquierdas radicales y ultraderechas neonazis de un Occidente extraviado. No es un lugar común: Israel tiene el derecho a defenderse.

La frontera imposible: IsraelPalestina ■ Sonia Budassi (Bahía Blanca) ■ Marea (2014) ■ 304 páginas ■ 215 pesos (ARS)

Rogelio Villarreal (Torreón, 1956) es periodista, escritor y editor de la revista Replicante. Su libro más reciente es ¿Qué hace usted en un libro como éste? Crónicas ultrajantes (2015).


6 Fotografía: Archivo Arlequín

Señales que precederán al fin del mundo Yuri Herrera (Actopan, 1970) Periférica (2010) ■ 120 páginas ■ 214 pesos

El mal, triunfante

Novela. A simple vista, la segunda novela de Yuri Herrera podría pasar por otra historia de coming of age, de viaje físico y metafórico. Si bien es cierto que posee estos elementos, Herrera logra darles lugar en un espectro mucho más amplio; cargado de simbolismo, voces de otros tiempos, leyendas que encuentran cabida en la enigmática línea de fuego que simboliza la lucha por sobrevivir y por no perderse: la frontera.

Por Ricardo Sigala Una poética del mal ■ Rafael Medina (Guadalajara, 1972) Arlequín (2013) ■ 96 páginas ■ 89.50 pesos

Cuento. En su más reciente libro, Una poética del mal, Rafael Medina continúa la odisea por sus historias inquietantes y siempre matizadas por una capa de agudo sentido del humor, en muchos momentos abiertamente sarcásticas e hilarantes. Es quizás el humor una de las marcas distintivas de la prosa de Medina. Pero aquí la risa no es ocasional ni un motivo de evasión, por el contrario, se trata de un recurso ambiguo que hace oscilar entre la sonrisa inteligente y la carcajada espontánea, al tiempo que nos arrastra a indignarnos con el mundo representado y a sentir una profunda compasión por los personajes. Recurso eficaz para ahondar en sus temas siempre espinozos sin caer en la dramatización estereotipada o en el lloriqueo del moralista. Los catorce cuentos que componen este libro tienen como telón de fondo la realidad más cotidiana del México actual en su faceta decadente. El secuestro, la extorsión, la delincuencia organizada, la corrupción, las ejecuciones y las desapariciones son los tópicos sobre los que se desarrollan las historias; sin embargo, el autor evita el lugar común y explora tratamientos atractivos que no excluyen el carácter lúdico. En la cuentística de Medina la voz narrativa ataca desde el yo más íntimo y profundo de los personajes, sus historias se visten de una complejidad por demás interesante, cada vez resulta más difícil simplificar sus cuentos en una sola frase. La paradoja se alza como un recurso eficiente ante la falta de lógica de la realidad y la crisis de los valores. El dilema ético deambula a lo largo del texto. El mal se convierte en una entidad gigante que se regodea en su monólogo triunfante y arrasador; en tanto que el bien, cada vez más pequeño, manda destellos constantes encarnado en la ideas de algunos de los personajes caracterizados por su condición de perdedores y fracasados, cada vez más al margen del mundo. Aquí se da una especie de expatriación de lo que podríamos denominar el Homo eticus, que es segregado a las entrañas de una marginalidad casi invisible. El libro es una especie de paréntesis de las citas que abren y cierran el volumen, que a la vez lo justifican. La primera es de Cesare Pavese y asevera que «El que quiere hacer el arte de su tiempo por “necesidad histórica”, hará cuando más una poética, un manifiesto». Rafael Medina entiende que en su necesidad de ubicar su narrativa en la realidad, la cruda realidad en la que nos movemos, a lo más que podría llegar es a una poética, en este caso Una poética del mal. Al final del libro aparece una frase de Katherine Mansfield en función especular de antiepígrafe: con ella Medina insinúa también una declaración de principios, dice: «Ahora, ahora quiero escribir recuerdos de mi tierra, de la mía. Sí, quiero hablar de ella hasta que se haya agotado toda mi reserva. No sólo porque esto sea una deuda sagrada que tengo pagar al país». La deuda del escritor comienza a ser saldada, su Poética del mal se muestra como un óbolo en el tránsito de la historia, como una bofetada de humor negro a los males que nos asedian. Arma vacía y otros cuentos para impotentes (Rafael Medina)

Makina sabe de palabras y su poder, sabe que tiene un encargo importante y los peligros que conlleva, sabe que su hermano cruzó hace años y no ha vuelto; y aunque envía cartas esporádicas diciendo que está bien, Makina sabe que está perdido. Con un morral lleno de recordatorios de lo que la ha formado (ropa, fotos, cartas), Makina emprende un viaje equiparable al descenso al infierno de Dante, en el que cada paso podría significar la muerte y, de algún modo, lo es. En el camino encuentra una amplia variedad de personajes, piezas fundamentales del México que todos percibimos, pero pocos nos atrevemos a mirar de cerca: el narco, el pollero, la matrona y más desfilan como cartas de lotería, como resultados tangibles del cambio de piel necesario para sobrevivir en el otro lado, en el fin del mundo. El lenguaje oscila entre lo cotidiano y lo poético, formando una narrativa ligera, sencilla, que cuenta al lector lo que debe saber y no se detiene en detalles innecesarios. Como nuestra heroína, lleva sólo lo imprescindible para el viaje. La estructura de la novela da la impresión al lector de estar haciendo el recorrido junto a la protagonista. Comienza en la superficie y se adentra en la trama central de la historia, territorio inexplorado: nuevos signos, otros sonidos y cambios internos que se dan como por inercia. Ya no estoy, por tanto, ya no soy. Viajar cambia a las personas, dicen. Es la realidad que encuentra Herrera, la conjunción armónica de identidades latentes en un personaje y una novela trascendentes en su brevedad, en su aparente simpleza y evidente valor. Por Fernanda de Ávila El ejército iluminado (David Toscana) Brooklyn (Colm Tóibín)

Un golpe de agua Paula Carrasco (Santiago de Chile, 1967) Fondo de Cultura Económica (2014) 270 páginas ■ 220 pesos

Novela. Esta historia se desarrolla a la vera del mar de Chile, un mar siempre frío que azota inclemente las orillas y cubre el ambiente con su bruma, nublándolo todo. Son tiempos de la dictadura, el toque de queda, la represión, y en la población pervive una sensación de secrecía, la desconfianza es el factor común. La familia de Sara también calla, pero por otros motivos; tratan de olvidar y ella lo descubre con espanto al darse cuenta de que ella misma ha olvidado algo muy importante: a su hermana Allegra, muerta hace sólo un año a causa de un golpe de agua. En ese momento decide que quiere retener todo lo que ocurre en su entorno, todo lo que sí es real, aunque en ese esfuerzo se aísle cada vez más de los suyos. Asistimos al instante de la vida en el que una joven se abre a su mundo, su sensualidad, el amor y quizá lo más difícil de afrontar: la realidad. Pero también somos testigos de una época que dejó fuertes cicatrices en una sociedad.

Una familia nueva llega al pueblo, son distintos, ¿sospechosos? Sara se siente atraída hacia ellos, como el náufrago a una balsa, como si supiera que sólo a través de ese contacto descubrirá aquello que tiene que saber: historias de abusos y traición. El mar se hunde con el peso de la oscuridad, el universo se hunde, y entonces nos tocamos, nos vamos cubriendo el uno con el cuerpo del otro hasta que esa fricción desconocida abre todos los sentidos, desde el interior. Y comienza la danza del tacto, la imantación, el deseo. La escritura de Carrasco va pautada por la fuerza de la emoción, sus personajes sencillos y aparentemente contenidos están impulsados por emociones poderosas que los determinan y ella echa mano de todos los elementos de la naturaleza, como si éstos fueran una especie de coro griego y existieran con el solo propósito de contarnos una historia. El argumento no da tregua y vamos avanzando con la prisa de la anticipación y la curiosidad ante lo inesperado. Es el retrato de una época; es el reflejo de un momento en la vida que para todos es determinante: el instante en el que se descubre el sentido de la existencia. Por Ma. Fernanda Reyes Retana Volver. Primero estaba el mar (Paula Carrasco)


Reseñas

7 Fotografía: literalmagazine.com

No aceptes caramelos de extraños

El amor es hambre

Andrea Jeftanovic (Santiago, 1970) (Seix Barral, 2012) ■176 páginas ■ 99 pesos

Ana Clavel (México, DF, 1961) Alfaguara (2015) ■ 168 páginas ■ 179 pesos

Cuento. Quizá sólo sea una moda pasajera (ojalá no sea un credo), pero de unos años para acá hay una tendencia en las editoriales de elegir libros con las temáticas más estrafalarias y rimbombantes o con los personajes más extravagantes e improbables. Incluso podemos aventurarnos a confirmar una nueva corriente de literatura con estas vertientes de la «imaginación», que Massimo Rizzante postula como la «posibilidad onírica» en el futuro —que es en realidad el presente— de la novela en el siglo XXI. En esa dinámica editorial no entran los temas domésticos, para bien o para mal, y no entraría un texto como el de Andrea Jeftanovic.

Novela. El amor es hambre, la más reciente novela de Ana Clavel, es la historia de Artemisa, una mujer que, desde sus primeros años de vida, entra en contacto con el deseo y, con ello, en su exploración a lo largo de toda la vida. La historia es el testimonio del personaje y de su acercamiento, exploración y búsqueda del placer y la satisfacción. Más que una historia de erotismo, resulta una novela con rasgos de ensayo sobre el placer. Artemisa, desde muy pequeña, tiene contacto con el placer carnal. Sus padres, una pareja que vive en constante concupiscencia, son descubiertos por ella cierto día en el que comenzaban a entregarse al placer. Ellos la acercan y le lamen el cuerpo de forma lúdica, inocente y placentera, aunque ya desde antes Artemisa cuenta que se dedicaba sólo a mirarlos. La mirada —esa otra forma de comer, devorar— es un elemento importante a lo largo de toda la historia. Artemisa tiene ojos grandes y hermosos que lo mismo atraen que acaban, igual que Caperucita. Los paralelismos de ambos personajes serán una constante, aunque alterada, rebasada, subvertida. Caperucita —Artemisa en este caso— es una mujer que tienta, perturba el deseo de un lobo —de un otro— que puede ser un hombre al que seduce, enamora —incluido su Rodolfo, el hombre en el que recae su tutela al morir sus padres y con el que vive una latente relación carnal.

La escritura de esta joven chilena es simplemente maravillosa. Maneja el ritmo, casi siempre in crescendo, en la sintaxis para fusionarlo con las imágenes de la poesía y, al mismo tiempo, encubrir la anécdota del cuento entre líneas con una maestría que refleja el trabajo puntual y orfebre de su prosa. En un entorno íntimo y familiar, y precisamente por la cercanía de las temáticas, los cuentos se tornan violentos por su tratamiento. A saber: unos vecinos que ven caer un cuerpo («La desazón de ser anónimos»), la angustia de tener un hijo enfermo («Marejadas»), la lucha fratricida del hermano mayor que odia al recién nacido («Primogénito»), una madre que duerme mientras sus hijos se ahogan en el mar («En la playa, los niños»), dos amantes que matan al marido («Mañana saldremos en los titulares»), una hija perdida («No aceptes caramelos de extraños») y dos cuentos de amor incestuoso («Árbol genealógico» y «Tribunal de familia»). Muchos de los cuentos que integran el libro ya habían sido publicados en distintas antologías y revistas. Fue precisamente a través de El futuro no es nuestro (Eterna Cadencia, 2009), bajo la batuta de Diego Trelles, que me topé con el nocaut «Árbol genealógico». Perverso y siniestro, no apto para los devotos de las buenas conciencias, el libro entero sacude sin concesión. Y confirma, además, una de las reglas básicas —en palabras de Julio Cortázar—: «en literatura no hay buenos ni malos temas, hay solamente un buen o mal tratamiento». Por Heber Quijano El aborto como estrategia (Dante Medina)

Ahora, Artemisa desarrolla también una inclinación por las plantas gracias a su madre, una bióloga, y descubre las similitudes que existen entre la naturaleza y el deseo. La autora establece, por ejemplo, una relación entre una venus atrapamoscas y un ojo por la forma en que devoran. Así, esta situación de poseer —consumir— es tratada por Artemisa en otra de sus pasiones: los alimentos. Artemisa, al paso de los años, se convierte en una chef cuyas especialidades son exquisitos platillos de carne, en cuya preparación hay rituales en los que se mezclan los diversos elementos simbólicos del apetito y el goce. El deseo, el placer y el consumo —la consumación— son los ejes de esta deliciosa, amorosa, carnal novela de Ana Clavel. Por Epigmenio León No mires debajo de la cama (Juan José Millás)

Carnosidad mórbida Por Gilberto Lastra Guerrero Pandora ■ Liliana V. Blum (Durango, 1974) Tusquets (2015) ■ 248 páginas ■ 269 pesos

Novela. Apostarle a una novela con pocos personajes en un drama emocional que tiene que ver con lo orgánico, con el cuerpo, hasta Pandora (Tusquets 2015) de Liliana V. Blum, parecía algo fuera de lugar. Pandora es una mujer obesa que pasea en un mundo lleno de fantasmas que rodean y se burlan de su grueso cuerpo. Blum recrea con una facinerosa facilidad las carnes, hormonas y humores de la protagonista. En el momento de narrar no pierde lo que ocurre en el exterior y cómo resuenan en el interior el rechazo, el afecto, el amor y la soledad. El lector puede sentir la adrenalina por los párrafos de la novela: Pandora es un personaje vital, a diferencia de quienes la rodean por vivir en el mundo moral y socialmente correcto. Se conjugan el sudor, la carnosidad de un cuerpo que engorda y engorda para satisfacer el apetito sexual de un doctor bien parecido, de estabilidad económica envidiable, y una esposa que cumple con los cánones de la belleza occidental. Fuera de la retórica y de la narratología, Blum describe un paisaje desolado en el interior de una mujer que podría ser cualquiera; el páramo yermo de las buenas costumbres y la acartonada vida de la clase media mexicana. Anda Blum entre perfiles enfermizos que se disfrazan en la rutina, que convierte en ritual clandestino: en una secretaria obsesa que mantiene una relación amorosa con el marido que cualquier mujer podría desear para criar niños y llevar una vida de comodidades y vacíos emocionales o sentimentales. Ese velo de normalidad en los capítulos hace reaccionar al lector desde el interior. Hace recordar los momentos de desesperación, angustia o excitación sexual en cualquier momento de la vida, la memoria química de cada individuo. La filia sexual, de cualquier tipo, hace explorar a quien se ve expuesto y a quien participa de ella. El logro mayor del libro: la comunicación hormonal. Blum brincó la barrera de la psicología de los personajes y ahora, para el bien de los lectores, se pueden encontrar personajes que se transfiguran en la intimidad de quien pasa los ojos por los párrafos y se encuentra en el pasado y el presente de la protagonista. Pandora abre la posibilidad de entender qué pasa en el interior de cada persona en el momento de encontrarse con sus filias. Inteligentemente, halla la manera de ir administrando la vida de Pandora poco a poco con un ser humano destrozado y aparentemente inútil, socialmente sin valor. Pero en la clandestinidad, su mundo es real y amoroso, aunque trágico al final. La novela transcurre en el triángulo amoroso donde Pandora y el doctor comenzaron una sexualidad mórbida que no deja huellas, pero sí sospechas, por la conducta infiel de los matrimonios en la actualidad. Abril, la esposa del doctor, inicia la sigilosa investigación para encontrar contra quién compite; pero nunca se imagina que es la gorda e invisible secretaria de su marido: la mujer que se esconde en un disfraz de carne colgante y fofa. En síntesis, Pandora se puede considerar avanzada por la manera de abordar al cuerpo y sus reacciones: narra las hormonas, su cambio y mutación. Se trata de un libro con un nuevo valor estético sobre el cuerpo. Los predilectos (Jaime Mesa)


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Pepitas de oro Por Javier Perucho

Cuento. Laura Elisa Vizcaíno pertenece a una nueva generación de narradores que lo mismo escriben y pulimentan pepitas de oro, que compulsan las teorías literarias que explican el origen, auge y naturaleza de esas prosas minúsculas que bien pueden contenerse en un grano de arroz, tatuarse sobre la piel rugosa de una nuez o estamparse en el cuerpo oval de una avellana. Otros integrantes generacionales la escoltan desde ámbitos propios: David Chávez desde Colima; Aldo Flores Escobar, atrincherado en la ciudad de México; agazapado y altivo, David Baizabal en Puebla y, transterrada pero atenta, Magnolia Itzel Ortiz cubre su flanco desde Nuevo México, entre otros confabuladores analistas que tratan de forjarse un espacio en la academia y la nación literaria. Además se han propuesto divulgar o rescatar los tesoros literarios que las generaciones precedentes dejaron en el centenario y antojadizo trayecto de la microficción. La inclusión de Laura Elisa y sus colegas en un ramillete de antologías literarias repartidas por Hispanoamérica podría solventar este aserto peregrino. La publicación de sus artículos y ensayos sobre el género en revistas especializadas vendría a convalidarlo, así como sus participaciones en congresos académicos cuyo propósito ha sido circundar esta singular expresión de la tradición literaria, acaso endémica de la lengua castellana. Desde que la conocí en Bogotá, hace unos cuantos años, justamente en un congreso de microficción donde se examinaban las formas de esta expresión narrativa, me di cuenta de sus dotes, intereses y constancia perquisitiva. Allá no paró de proponer, examinar y ponderar los juicios y argumentos que vertían los caudillos del género, esos señoriales académicos que blandían a la menor provocación una teoría explicativa sobre el pasado y el porvenir de las formas breves. Desde un rincón, sentada y calladita, escuchaba las menudencias que los eméritos colegas dictaban desde el podio. Pian pianito tomaba sus notas. Más tarde comprendí el propósito de sus acciones. Desde su inmovilidad y cómodo silencio, tapizaba sus cuadernos con los bocetos que luego sustentarían su tesis de maestría: una anatomía de las modalidades de la minificción.

Ahora, a punto de concluir sus asedios doctorales sobre el benjamín de los géneros, centrados en el estudio de la metaficción y otras estrategias de escritura, Laura Elisa nos presenta estas tremendas, crueles e irónicas historias cobijadas por las entretelas de la brevedad, cariñosa y amorosamente bautizadas como CuCos. Nombre bautismal que me recuerda a Alfonso Reyes y cómo bautizó a los suyos: «briznas»; a Felipe Garrido, por el nombre con que arropó a los suyos: «tepalcates»; y a otros cultores del microrrelato, quienes lo denominaron conforme a valederas intenciones personales o fabulísticas. La lectura de CuCos me animó por las revelaciones que contiene, los conflictos morales en que se involucra a sus protagonistas, redenciones y traumas, así como las epifanías con que son clausurados. Naturalmente, también por los aprendizajes que me ofreció cada uno de los relatos, su poética y la decidida voluntad de amasar un estilo. Antes de explayarme con estos asuntos de interés particular, fatigué los folios del libro para localizar las singularidades que lo distinguen. Éstas van de los enunciados en femenino de su narrativa, aunque titubeantes y escasos, situación que lamento pues con ellos se sostiene una crítica a un mundo alienado por el patriarcado; también ofrecen un tratamiento de la violencia doméstica y urbana, que va del acoso al asedio y culmina en abuso. Otros rasgos sostienen las actualizaciones y aclimataciones de ciertos mitos, entresacados de su cultura libresca: sirenas, dinosaurios, hadas, vampiros, entre otros; al igual que la escritura y su combate de sombras: el libro, la tinta, los plumíferos y la página en blanco. Asimismo cotiza un selecto bestiario que involucra a los ya convocados, junto a sus hermanos de tinta: la cucaracha, la mosca, el león, el sapo. Otros más son el tratamiento de la soledad, las complejidades del deseo y una crítica sosegada a los carácteres femeninos. Por otra parte, los raptos de lirismo que impulsan sus creaciones dan ánimo y color a una parte considerable de los relatos, sobre todo los acogidos en la segunda parte del libro. Y no sólo prosa poética los distingue, también contundencia y clausuras inapelables, sólidas invenciones, personajes trazados con sapiencia.

CuCos ■ Laura Elisa Vizcaíno (México, DF, 1984) ■ Ficticia (2015) ■ 103 páginas ■ 180 pesos

Hace unos meses tuve la ocasión y el privilegio de conocer CuCos en su etapa de manuscrito, en ese entonces busqué en mis procesos de lectura erratas, ripios, anfibologías, influencias negativas, planteamientos ambiguos y finales inconclusos, pero nada de eso encontré al ejercer mi antiguo oficio de editor. En cambio hoy, en mi segunda acometida, ya en su entidad como libro —cobijado por la extraordinaria y honorable colección Anís del Mono—, me asombraron ciertos asuntos, de los cuales no me percaté en su momento por andar explorando gazapos, también entendí los conflictos morales en que se involucra a los héroes de cada relato. Por último, me fueron dadas las redenciones que solicitan esos mismos seres a la hora de desplegarse la trama de sus historias y, sobre todo, las epifanías donde se redimen sus complejos. Afortunadamente, la humanidad es querida por Laura Elisa, pues aún cree y confía en ella, pero eso no significa que deje de retratar las infidencias, las cobardías, los abusos, las taras, los deseos y las conquistas de esos pequeños seres que pululan en el microcosmos de sus relatos. Seres por lo demás anónimos, domésticos, urbanos, los condenados a quedar fuera de los anales de la gran Historia, pues los que le interesan a esta novísima autora mexicana (ciudad de México, 1984) no pertenecen al linaje de los caudillos, los héroes broncíneos, la estirpe de los apóstoles o los santos inmaculados. De ninguna manera, la gente anodina, carente de atributos, que puebla sus ficciones es la que se afinca en el epicentro de sus historias. Esa misma gente, a su vez, catapulta los conflictos morales, las redenciones y las epifanías que albergan cada uno de los cuentos breves que se acomodan en este libro de iniciación cuentística. Por estas razones, a Laura Elisa le agradezco el placer y el honor de su lectura, sus enseñanzas y la constatación de que como promesa ya cuajó en una escritora madura, atenta a la circunstancia de sus invenciones, las exigencias del género y las tesituras que su voz literaria reclama. Javier Perucho (Ciudad de México) es editor, ensayista e historiador literario. Sus libros más recientes son La música de las sirenas (2014) y Enjambre de historias (2015).


Reseñas

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El evangelista escéptico

«La conversación va encontrando su lugar»

Por Adán Medellín

Por Martín Mora-Martínez

Novela. Antes de su fulgurante triunfo tador para la lógica de su tiempo como literario, Emmanuel Carrère sufrió una para nuestros días. Carrère intenta separar profunda crisis personal que lo hizo regre- los hechos originales y la voz original sar a su fe católica durante tres años. En de Jesús de Nazaret del relato armado ese periodo volvió a la iglesia y embellecido por los evany los ritos tradicionales, rezó gelistas (quienesquiera que y llevó una veintena de cuahayan sido: fuentes grupales, dernos con sus impresiones remiendos de tradiciones orade lectura de los Evangelios. les, escribas profesionales, Su conversión espiritual nudiscípulos de los primeros trió sus interrogantes sobre la apóstoles), además de diluciescritura, la fe y las historias dar las intenciones y los púbíblicas en cuanto a su distanblicos de su mensaje. ¿Dónde ciamiento de la vida moderna está la voz de Jesús y dónde el y su legitimidad tras dos mil armado de su ficción? ¿Cuál años de tradición. es el hecho original y dónde Luego de una serie de no- El Reino ■ Emmanuel comienza la literatura a abonar Carrère (París, 1957) velas donde la autobiografía Anagrama en la historia de la fe? Aparece (2015) ■ 520 une la confesión individual, entonces el Carrère narrador, páginas ■ 555 pesos el testimonio y el documento detective, filólogo y especuperiodístico, Carrère recuperó esos cua- lativo; de ahí que El Reino posea una dernos de notas largamente arrumbados interesante mezcla de ensayo, narratipara reconocer al hombre que fue. La tarea va, autobiografía, glosa e investigación. le era difícil, porque había roto su antiguo La novela es una intensa indagación sobre vínculo con la religión y toparse con ese la fe occidental en relación con el mundo otro yo lo incomodaba, pero le resultaba moderno, la bitácora de una experiencia necesario. El proceso de inmersión en sus religiosa dinámica, inquisitiva y nada inolibretas desembocó en dos historias. La cente, plagada de preguntas, reflexiones, primera narra el angustioso tiempo de la diálogos y debates. El Reino se apoya en el conversión espiritual del escritor francés, pasado para comprender el presente y está su vida de fe reiniciada, sus preguntas lleno de referentes actuales como las redes existenciales y su lectura de los Evange- sociales, la globalización, la transformalios. Es la historia personal, llena de dudas, ción de una pequeña iglesia clandestina y reflexiones, circunstancias y conflictos in- desafiante en una institución de agonizante ternos que lo devolvió temporalmente a la poder, la fama literaria, las webs porno, religión en un mundo que se jacta de haber la dificultad de las relaciones amorosas o matado a su Dios. Carrère oscila entre el los debates sobre la resurrección de Jesús; agnóstico que perdió su fe y se transformó con el contrapunto de figuras literarias en un escritor exitoso, y el hombre sor- seducidas por la religión y sus contornos prendido por una verdad tan terrenal como como Philip K. Dick, Ernest Renan, Flavio trascendente en el cristianismo primitivo Josefo, Séneca, entre otros; además de la y sus primeros seguidores. humanización de figuras canónicas (Pablo, La segunda historia se centra en la Lucas, Santiago o Juan) y el diálogo con vida del hombre que legó los textos más las fuentes apócrifas y literarias francesas, extensos y de pretensiones históricas sobre entre otros temas. los orígenes de la fe cristiana dentro del En esta travesía monumental, la explocanon bíblico: el apóstol Lucas. Median- ración interior regresa al mundo de afuera te las vidas de Lucas y Pablo, Carrère para asir el concepto que da título al libro: traza, imagina y cuestiona los orígenes el Reino de Dios. ¿Qué significa, cómo nos del cristianismo en su contexto social, toca hoy, qué quiso decir Jesús con esta cultural, religioso e interpersonal, con sus enigmática frase? La pluma de Carrère polémicas entre hombres antes que santos, conduce a una comprensión menos idealisen el contexto de la dominación romana; ta y celestial del término. Sus reflexiones contrastando la versión bíblica con fuentes ahondan en algunas de las enseñanzas documentales de la época y los estudios más polémicas y radicales del Hijo del más modernos. Hombre y pueden poner en guardia tanto En este viaje literario por la geografía a creyentes como a escépticos. Y es que, de la fe, Carrère encuentra las enseñanzas como el francés, concluye: «El reino no es de Cristo difundidas por Lucas y Pablo desde luego el más allá, sino la realidad de como un mensaje de transgresión tan re- la realidad».

Novela. Estaba pensando en que el diá- Modern de Londres, hasta la más reciente logo entre artistas es un acontecimiento en la retrospectiva Dominique Gonzalezfrecuente en la historia, cuando llegó a Foerster. 1887-2058, que está expuesta mis manos el libro más reciente de En- en este momento en el Centre Pompidou. rique Vila-Matas (EVM), Marienbad Es curioso que se acepte de buena gana eléctrico. Apareció como una confir- que una gran parte de esta conversación mación amable y poética de ese dispo- sostenida durante años se apoye en el uso sitivo de diálogo que vincula diversos del correo electrónico. Una charla que procesos creativos y en donde también ha permitido mediaresulta evidente que los que ciones personales, como la del se entretejen entre la literaconocido curador y comisario tura y el arte contemporáneo artístico Hans Ulrich Obrist, de las acciones, happenings e quien conversó con ambos arinstalaciones han sido espetistas en Granada la primera cialmente prolijos. Así que no vez que EVM y DGF coindebe parecer extraño que dos cidían para la intervención artistas como EVM y Dominiartística colectiva Everstill. que Gonzalez-Foerster (DGF) Es bonito el episodio del puedan mantener una sintonía libro en donde EVM cuenta creativa durante muchos años que un día creyó ver a Rimy que dé como para escribirlo baud inmóvil a mitad del Pont Marienbad eléctrico Enrique Vila-Matas en este libro. Se trata, por tandes Arts, ensimismado miran(Barcelona, 1948) to, de un libro que da cuenta do la île de la Cité. No tardó Almadía (2015) ■ 150 de las extrañas formas de la mucho en comentarlo por copáginas ■ 199 pesos empatía artística que pueden rreo electrónico con DGF para darse sin excesiva premeditación, pero su nuevo proyecto y dice haber imaginado sí como una delicada nota sostenida de al poeta expuesto en la «habitación dieciazares objetivos y hallazgos compartidos. nueve», como DGF llamó a un espacio Marienbad eléctrico está escrito construido a mitad del Splendide Hotel: desde la curiosidad y desde la elegancia una habitación central, transparente, en para encontrar resortes comunes entre dos donde Rimbaud «se expone a sí mismo», trayectorias artísticas sólidas. Se cuenta como señala Roberto Calasso en La Folie en el libro la sucesión de momentos en Baudelaire y que EVM cita en el libro. donde la conversación creadora, al estilo He leído Marienbad eléctrico detectivesco de Holmes y Watson, da pie de un tirón, evocando El Paseo de Robert a la especulación sobre los alcances de la Walser y La calle Rimbaud, el relato de los obra mutua, los proyectos que comienzan paseos de infancia de EVM por el Passeig a gestarse y las bien logradas colaboracio- de Sant Joan. O la epifanía callejera de nes entre el trabajo de DGF, artista visual Julio Ramón Ribeyro y la recordación y ambigua escritora de novelas, y un EVM del gran Georges Perec y sus minuciosas que se inició en el cine, que tiene una sóli- observaciones del espacio. También es enda obra literaria y que acepta que, de seguir cantadora la sección final del libro, Notas, haciendo películas, habría permanecido en donde se cruzan los apuntes de EVM fiel al ideario de aquel cine underground con los de DGF en una suerte de coro y que tanto lo sedujo en su momento. contrapunto a dos voces. En efecto, me ha La que aparece en el libro ha sido emocionado mucho conocer el poderoso una conversación sostenida a lo largo de diálogo artístico entre EVM y DGF, esa muchos años. EVM cuenta al respecto conversación entre un «cineasta secreto y en una entrevista reciente que han coin- una novelista muy activa que viene praccidido en el café Bonaparte de París, en ticando desde hace tiempo el arte de la Barcelona, en Lisboa. Muchas citas en literatura expandida». Una conversación distintos momentos y con duraciones rela- dilatada que sigue, según admite EVM, la tivamente cortas, así que han debido afinar descripción que hace Robbe-Grillet de las conversaciones para no dejar escapar la trama que escribió para la película El año nada, para alquitarar las influencias y los pasado en Marienbad, de Alain Resnais: proyectos y, a la postre, para conseguir co- «La historia de una comunicación entre laboraciones que han ido desde Splendide dos seres, un hombre y una mujer, uno de Hotel en el Palacio de Cristal de Madrid, los cuales propone y el otro resiste, y que Nocturama en el Musac de Castilla y León, acaban por encontrarse reunidos, como si TH.2058 en la sala de Turbinas del Tate desde siempre lo hubiesen estado».


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Un debate sobre la democracia Fotografía: listelist.com

Por Ricardo Sigala

Novela. Italo Calvino es una de las figuras fundamentales de la literatura del siglo XX, la calidad de su obra lo convierte en uno de los escritores italianos más reconocidos fuera de su país. Con una versatilidad que lo llevó de la literatura realista a la fantástica, de los experimentos formales derivados del Oulipo a las cosmicómicas —una especie de ciencia ficción que sucede no en el futuro sino en el origen del mundo—, Calvino se nos presenta como la posibilidad de las representaciones múltiples, de la diversidad, de la búsqueda del decir por los más distintos medios. Comenzó su carrera con tres títulos: Por último, el cuervo, Los jóvenes del Po y La entrada en guerra, que le sirvieron para indagar en la Italia de la posguerra desde una perspectiva realista o, para ser más preciso, neorrealista, al estilo de Cesare Pavese. En plena mitad del siglo, encontramos en Calvino una distinta forma de abordar sus necesidades de comunicación con la trilogía Nuestros antepasados, un grupo de novelas fantásticas y particularmente simbólicas: El vizconde demediado trata el problema del bien y el mal, a partir de un hombre literalmente partido en dos en la guerra santa; sus partes buena y mala andan por el mundo dejando la huella de su inclinación moral. El barón rampante trata la posición del hombre en el mundo desde la perspectiva de un personaje que decide no obedecer ciegamente a los designios de la cultura dominante y determina no poner más los pies sobre la tierra para vivir el resto de su existencia en las copas de los árboles, lo que paradójicamente lo hace entender mejor la lógica de su sociedad y su tiempo. Finalmente El caballero inexistente, una fábula sobre la identidad, trata de un personaje medieval con todas las virtudes que un caballero puede tener, pero con el inconveniente de ser sólo una armadura vacía, sin cuerpo, es decir, que no existe. En Calvino la literatura fantástica no es, como se podría pensar a primera vista, una evasión de la realidad, por el contrario representa un resquicio que permite hurgar en ella. Podríamos decir que este grupo de novelas se preocupa por el individuo, su ser, su condición ética y moral y su posición en el mundo; en oposición tenemos las novelas que se publicarán a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta: La nube de smog, La especulación

inmobiliaria y La jornada de un escrutador, que corresponden a una reflexión sobre la sociedad del siglo XX y con las que intenta una «definición de nuestro tiempo». La contaminación del mundo derivada del capitalismo voraz es tratada en las dos primeras, en tanto que la última se concentra en el tema de la democracia. La jornada de un escrutador fue publicada en 1963 y nace de una experiencia que tuvo el escritor diez años antes cuando participó como observador electoral y visitó durante diez minutos el Cottolengo de Turín, las imágenes que vio lo marcaron de forma tal que se propuso escribir la novela. El proceso de escritura fue lento y difícil, así que terminó por alistarse como escrutador en las elecciones de 1961, el resultado fue un breve volumen de un centenar de páginas distribuidas en quince capítulos, una narración que, como el mismo Calvino refiere al final del texto, se compone más de reflexiones que de hechos. El relato, como su nombre lo indica, es la crónica de una jornada electoral, narrado desde el punto de vista del escrutador Amerigo Ormea, representante de la izquierda. La casilla electoral está ubicada en las instalaciones de La piccola casa della divina provvidenza, conocida como el Cottolengo, en referencia al religioso que la fundó, una especie de hospicio-hospital de beneficencia que acoge a los desvalidos, a los enfermos, a los discapacitados físicos y mentales: «Tantos infelices incapaces de entender y querer, que nunca habrían sido capaces de votar aunque hubieran tenido vista y manos, se veían ascendidos al rango de electores cumplidores de sus deberes cívicos». La visión de moribundos, de adefesios, de esperpentos sin juicio votando en masa para agradecer la caridad del Cottolengo, por la gracia de Dios y no como un voto razonado, campea en las páginas del libro. Es este el escenario perfecto para dar lugar a un permanente debate sobre la democracia, sus fortalezas, sus debilidades, sus realidades y sus mitos, la tendencia a idealizarla y sus imposibilidades o utopías, la democracia como un ring de argumentos y falacias, de razonamientos y sofismas, la búsqueda de la aplicación de la ley y la trampa burda, ofensiva, que al final se sale con la suya. Las escenas que ejemplifican lo anterior son numerosas y llegan a su clímax en la discusión central del libro.

La jornada de un escrutador ■ Italo Calvino (La Habana, 1923-Siena, 1985) ■ Siruela (2012) ■ 104 páginas ■ 183 pesos

Nos encontramos ante una novela de ideas más que de personajes, que la agraciada narrativa de Calvino lleva a buen puerto. Oscilando entre el testimonio y la ficción, entre optimismo y pesimismo, entre argumentos liberales y conservadores, entre la dignidad del pensamiento y las instituciones de él derivadas y la decadencia del uso espurio de las mismas. Calvino definió el libro como un relato y, al mismo tiempo, como reportaje y hasta como un panfleto y una reflexión filosófica, una imagen insólita, una pesadilla, pero sobre todo una reflexión sobre sí mismo. La casilla electoral del Cottolengo representa en la novela una manifestación del absurdo en que pueden caer los procesos, la significación de hacer votar a los retrasados mentales y las consecuencias que eso tiene en la banalización de la historia, la posibilidad terrible de ver el mundo convertido en un inmenso Cottolengo y simultáneamente el interés, por parte del escrutador, de salvar las razones del correcto obrar histórico. La jornada de un escrutador puede, debe leerse, también, como una alegoría y no sólo como un testimonio y un documental; el resto de la obra de Calvino nos da la pauta para este proceder. No es casual que el protagonista lleve el nombre de Amerigo, una referencia a la promoción histórica de Estados Unidos como ejemplo y paladín de la democracia, el símbolo además se enriquece por la condición de izquierdas del personaje, comunista para ser precisos, conjuntando así a los dos bloques políticos que entonces se disputaban el poder del mundo. Amerigo hace un itinerario crítico y racional de la condición en que se desarrolla la elección e inevitablemente pasa de las posiciones más liberales a las conclusiones más radicales y hasta fascistas, mismas que siempre cuestiona en debate interior por demás destacado y memorable. El sistema democrático puede llegar a ser una especie de Cottolengo, en el que la mayoría de los electores obedecemos a los designios del proselitismo por condicionamiento, por la circunstancia de nuestras carencias, por la precariedad de subsistencia a la que estamos sometidos y especialmente por la alienación de la que somos víctimas. En La jornada de un escrutador los papeles son claros y específicos: la Iglesia, los sacerdotes, las monjas, la caridad; en nosotros, a 50 años y con un océano de por medio, no son muy diferentes: la orientación del voto está dada no por verdaderas campañas y debates que incluyan propuestas razonadas, sino por las leyes del mercado y la publicidad; hemos pasado de los sermones religiosos a los anuncios comerciales y publicitarios, de la vida concebida como un asilo de beneficencia a las condiciones ínfimas de trabajo, educación y de servicios básicos. Quizá con un peor grado de enajenación que el de los personajes de Calvino, pues éstos son discapacitados mentales. Ninguna literatura, gran literatura, como la de Calvino, es inofensiva. Debemos leerlo con atención, humildad y creatividad, a él y a muchos otros por supuesto, si no queremos hacer de nuestra democracia un Cottolengo, y de nuestro voto un acto despersonalizado e inconsciente. Ricardo Sigala (Guadalajara, 1969) es profesor de literatura y coordinador de talleres literarios. Es autor de Periplos. Notas para un cuaderno de viajes y de Paraíplos.


Reseñas

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Nu)n(ca Luigi Amara (México, DF, 1971) ■ Sexto piso (2015) ■ 104 páginas ■ 125 pesos

Cazadores de zombies Por Antonio Marts Una mente enferma ■ Rafael Ferrer Franco (Campeche, 1975) Tusquets (2015) ■ 160 páginas ■ 149 pesos

Cuento. 1. Estimado lector: Quizá peque de ignorante, pero espero que a ti también te agrade saber que un autor nacido en Campeche —sí, en Campeche— sea el autor de Una mente enferma. 2. Me da gusto que, aunque sea a cuentagotas, la narrativa de México esté saliendo de sus núcleos urbanos tradicionales, nos pueda entregar libros como éste y demuestre que es cuestión de indagar un poco para encontrar voces frescas. 3. ¿Por qué digo lo anterior? Pareciera que hablar de literatura mexicana ha consistido, hasta hace relativamente poco, en nombrar autores que en su mayoría viven en la Ciudad de México, otros pocos en Guadalajara, Monterrey o «el Norte» y, recientemente, Puebla. 4. Pero lo mejor es que no sólo se hable de un autor por el espacio geográfico donde vive o publica, sino porque su libro, lo que en verdad tiene peso específico, sea un buen libro, tan bueno que seguramente no estará en el canon y quizá sólo alcance a colarse en listados de fin de año de algún blog. 5. Una mente enferma se anuncia como el segundo libro de Rafael Ferrer Franco; el primero, Breve anecdotario de un mundo cualquiera, al parecer es casi imposible de conseguir. 6. Confieso que fueron las palabras de Antonio Ortuño en el cintillo del libro lo que me animó a leerlo. Ha sido una de mis lecturas más divertidas de los últimos meses. 7. La narrativa de Rafael Ferrer, más que ser la creación de un deschavetado, nos revela que su autor conoce de ritmo y sintaxis; cuenta con mucho trabajo de escritura, que no es otra cosa que sentarse a escribir y desescribir hasta que el párrafo o el renglón lo deja satisfecho, y contar en su bagaje con un acervo más que interesante de lecturas. A todo lo anterior se suma además

el talento, el cual, como se sabe, no se vende ni se presta. 8. Sus cuentos son frenéticos desde el primer párrafo, atrapan y nos llevan de manera vertiginosa al desenlace, lo cual, al menos yo como lector, agradecí. En ellos encontramos estructuras concisas, economía del lenguaje, diálogos fluidos y sobre todo mucho humor. No humor para desternillarse de risa —aunque hay momentos en que lo consigue—, sino más bien se trata de un humor que planta cara a la solemnidad y se aleja del chiste fácil, que por momentos hace uso del absurdo sin obstruir la verosimilitud de lo que se cuenta. 9. Son ocho las historias que incluye este volumen, mis favoritas: «Mi vida en gore», «¿Queda tiempo para un poema?» y «Patente de corso». 10. Ambientadas en escenarios urbanos de una ciudad real o imaginaria —¿qué más da?—, uno de los aciertos es que sus personajes nos parecen cercanos, incluso conocidos, probablemente por el origen de las situaciones que se cuentan y por el manejo del lenguaje en el que Ferrer incluso se da la oportunidad de incluir modismos y hasta oraciones en inglés. 11. Precisamente por el uso del lenguaje coloquial y el desparpajo de sus personajes lo percibo cercano a la narrativa de Rafael Medina (La cruz de la bestia, Una poética del mal); y por la soltura y comodidad que se percibe al narrar lo urbano, con Néstor Robles (Réquiem por Tijuana). 12. Así que, caro lector, ésta es una invitación para que leas Una mente enferma y te dejes convencer no por mí, sino por Rafael Ferrer Franco, de que la cuentística joven de México está más que viva. Por cierto, este libro no trata de esa clase de zombies.

La cruz de la bestia (Rafael Medina) Réquiem por Tijuana (Néstor Robles)

Poesía. La etimología de retrato proviene del participio del verbo latín retrahere, cuyo significado es hacer volver atrás. Es decir, en su sentido más amplio el retrato tiene la intensión de recrear lo de antes. Y mientras que el retrato funciona como testigo, prueba fehaciente, la interpretación surge como una forma hipotética de representación. Así, el más reciente libro de Luigi Amara Nu)n(ca (2015) es un discurso interpretativo de la representación. Ganadora del Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española, esta obra es un discurso interpretativo del retrato Woman Seen from the Back, del fotógrafo frances Onésipe Aguado. El retrato, tomado cerca de 1862, es por demás desconcertante, al mostrar a una mujer de espaldas, donde lo más sobresaliente es la nuca. La obra literaria de Luigi Amara se ha caraterizado precisamente por la observación y la congeturación. Así se leen sus poemarios El decir y la mancha (1994), El cazador de grietas (1998), Pasmo (2003) y A pie (2010), libros en los que Amara ha tratado de retratar, de recrear, desde su muy particular punto de vista. Nu)n(ca es un extenso poemario en el que su autor plantea preguntas, continuas respuestas al porqué del retrato y su personaje. Poesía como ensayo y reflexión. O no. Poesía como revelación y descubrimiento. Poesía como enigma, como verdad. No se trata sólo de las diversas interpretaciones que suscita la fotografía. Hay de forma tácita un planteamiento sobre la poesía en sí misma. Observación que no escapa al espectro de visión de su autor. La asimilación y propuesta como un solo ejercicio, en el que se responde mientras que se pregunta: «¿Ser el hilo extendido / al mismo tiempo el laberinto? / ¿La perdición / y las insinuaciones de su danza?». Más adelante remata: «El laberinto como danza…». Y ahí el que la conclusión a la respuesta al periplo de una fotografía tan extravagante sea una negación planteada de forma plástica en ella misma: nunca. Los poemas conviven con la inmediatez de la lectura, pero también con la lejanía de la reflexión. Características, sí, de los libros anteriores de Amara, pero que en éste se vuelven contra sí mismas, como un ente vivo, como un ser humano que se interrroga a sí mismo. Por Epigmenio León Tiempo de plantar olivos (Guadalupe Morfín)


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Reseñas

Una percepción alucinada

de la verdad Por Isaí Moreno

Novela. Con tan solo tres novelas, Adriana Díaz Enciso (Guadalajara, 1964) se ha consolidado como una de las más originales narradoras de su generación, quizá porque su obra, además de la fidelidad a un bloque de obsesiones, delata destellos constantes de su vocación lírica, la claridad de sus temáticas y un mundo rigurosamente personal. El primer texto que leí de ella fue un magnífico cuento de humor negro sobre un asesino que regresa al lugar del crimen tras un debate interior, justo como el detective que lo detendrá ha previsto. En el orden cronológico de su aparición llegaron a mis manos La sed, su ópera prima novelística, y Puente del cielo. Ambas novelas mostraron al aprendiz que era yo entonces (nunca dejaré de serlo), la evolución de un estilo y el modo en que el artista consolida ese universo que habitará junto con nosotros a partir de un encuentro insospechado e invisible. Puente del cielo es una historia inquietante de enfermedad y delirio que nos trastoca mediante su lenguaje eficaz, un laboratorio propicio de experimentación donde aparece su protagonista, Julia, y un desconocido que bien podría ser el ángel del amor o bien el heraldo que pregona la ira de Gabriel, esto es, el ángel de la muerte. Al paso de los años, aquel libro inquietante nos ha conducido a esta tercera novela donde la prosa alcanza su mejor nivel de potencia y precisión. Estas novelas, más la reunión de sus relatos y poemas, suman un trabajo depurado: no un conjunto de libros, sino una obra. Es costumbre manida en este siglo XXI —que para muchos aún quiere parecerse al XX, incluso al XIX— afirmar que hay dos tipos de novela: la que se apega cómodamente a una tradición y la que procura el parricidio. Esto deja a la novela en una disyuntiva: o se vuelve objeto ortodoxo, digamos, decimonónico, o es experimental a ultranza para conseguir su ruptura con la tradición. De tal postura binaria nunca he visto nada interesante, y me pregunto dónde se deja la discusión de la originalidad de la novela (con o sin experimento radical). Si de algo tengo certeza a partir de Odio es de la clarividencia de la autora para mostrarnos que ante un mundo corrompido y al punto del colapso o ya reventado («La destrucción que siguió, como su consiguiente reguero de sangre, montañas de cadáveres y alteración de fronteras») es la novela el género necesario para salvaguardarlo. La novela es un dispositivo de conocimiento y es el conocimiento lo que unifica cualquier posibilidad de nuestras fijaciones con una estética. Tal cosa vemos en Odio (también en Puente del cielo), porque ahí se entreteje un mundo que tiene consciencia propia, fuente necesaria de las visiones, posiblemente de las revelaciones. ¿Qué es Odio? Una apropiación de la poesía como voz de todos… Sus dosis conscientes de figuras entreveradas a la prosa (que no prosa poética) son fragmentos casi proféticos, a modo de imágenes en tinta sobre un lienzo oscuro que empieza de pronto a fosforecer. Tenemos en Odio una percepción alucinada de la verdad, lo drástico del conoci-

miento que concreta el encierro del homúnculo de Goethe, la presencia de un Paracelso contemporáneo en contraparte al Prometeo moderno de Mary Shelley, surgido de esas tres noches de oscuridad que originaron al vampiro y al monstruo… Hay algo de alquimia en esta novela y algo de Jung y Lacan que nos hunde, vía su lenguaje, en el mecanismo de los sueños. Aseguro que tras la lectura de esta novela acaba incrustándose en el inconsciente y provocando esos sueños a lo Dalí, de aquéllos que solemos tener en una noche sofocante de fiebre. Odio, quiero pues decir, es una novela para reventar con sutileza las compuertas de la psique. Se antoja imaginar un diálogo entre Adriana Díaz Enciso y el autor de Cielo e Infierno, cuando anochece, o mejor, cuando está por terminar la noche y empieza a brillar en el horizonte el resplandor de una bomba nuclear. La noche de la autora tapatía nos ofrece un mundo llevado a la hipérbole de su circularidad. No es sencillo poblar un libro y una vida de marasmos y visiones. Al fondo de las habitaciones de una casa, no sabemos bien si es un paraje del limbo, vemos a una mujer recorriendo los intersticios, perdiéndose… páginas después regresa. Luego contemplamos a esa mujer, o una niña, mirando a través del cristal un mundo que puede estar de este y aquel lado, y ay de ella si la niña petrificada que contempla en el otro extremo está realmente del suyo. O mejor para ella. ¿Será un paraje del pasado o un hospital psiquiátrico el sitio en cuyos pasillos pugnan por encontrarse para la destrucción una adulta con una niña, una madre con una hija? Por ahí se ve al doctor A. escrutando a la niña, mientras arma y desarma y anota. Pero hasta nosotros podríamos hallar al doctor A. a la salida de cualquier sitio. No importa, dentro y fuera de Odio acaba apareciendo un limbo iluminado. He de insistir en que las novelas de Díaz Enciso pueden insertarse en lo que escritores como Mario González Suárez dan en llamar la literatura del limbo. En la literatura del limbo el lenguaje ha alcanzado tal nivel de pureza que el alma es capaz de manifestarse cuan plena es. Téngase por seguro que entre las páginas de este dispositivo hallamos claves de pulsión lacaniana —permítaseme el término— en su personaje, tal vez en cuadernos de doble raya para el aprendizaje de la caligrafía, o blancos, para el aprendizaje de la pintura, donde los pasos de una niña y una mujer dejan un rastro de vestigios que nos señalan el origen de un violentamiento ominoso. No es conveniente enumerar las hipótesis de por qué el Odio, mucho menos hacer un spoiler del origen profundo, primigenio del odio, plasmado en hojas sueltas de escritura apretada sobre la colcha de la cama, obra de una pequeña «que puede llorar amargamente sobre las páginas más bellas que ha leído». Hay un acierto en desdibujar lo que ocurre en el tiempo, de modo que parecen fusionársenos los seres para llegar a una individualidad potenciada en que a veces miramos una niña desamparada por solitaria, por tener visiones (ésas de las que la autora sabe que deben po-

Odio ■ Adriana Díaz Enciso (Guadalajara, 1964) ■ LunArena/Errante (2012) ■ 124 páginas ■ 220 pesos

nernos en alerta) y a veces a una mujer grácil, de ojos fríos, y ambas nos miran a nosotros mientras somos testigos de la gestación paulatina de ese odio tan odio al que nos remite la autora, el odio completamente odio, y no sabemos si somos nosotros los que estamos ingiriendo las pastillas rosas que nos son recetadas para mitigar la visión de la catástrofe o si es a nosotros o a la niña que no deja de escribir a quienes vigila una enfermera escrupulosa. En un proceso caracterizado por su inquietante simetría, mientras el doctor A. continúa con experimentos de disminución de la energía vital, sustrayendo cadáveres y traficando con órganos, incluso indagando el origen del odio profundo —más temible que el mal radical, más inclemente que la bomba—; nosotros nos percatamos de pronto de que tenemos ante nuestros ojos, abstracto e inefable, pero ya con la sustancia suficiente para instarnos a correr (¿adónde?) ese odio que puede trascender el corazón pequeño del que ha surgido y es capaz de trastornar los elementos, la circularidad del mundo, hasta convocar la escatología de esos libros que muchos antiguos prefirieron dejar cerrados. Se requiere valor para dedicar años a la escritura más la depuración de un libro como Odio, a sabiendas de que no es el común denominador de los productos exhibidos en la mesa de novedades, por más culterana que sea la librería donde se encuentre. El solo hecho de abordar tal empresa es ya en sí una transgresión, aunada a la de su prosa y el atrevimiento a la fabulación que varios escritores de esta época desprecian. Transgredir, pues, es quebrantar una ley, escrita o no, y por ello me hace pensar en su equivalencia con la concreción de un crimen. La novela no es un género para pasivos, si no ¿cómo podría darse unidad a la obsesión? Ciertamente se requiere desordenar o partir del desorden para contar una historia, y un objetivo de llegada. Por cierto, ese blanco dramático en Odio no es la destrucción sino otro de los pilares que sostienen toda la literatura de Adriana Díaz Enciso: la belleza. Su vorágine mental se hermana inevitablemente con la de Puente del cielo, y qué mejor, porque en ello radica el secreto de que Díaz Enciso se haya forjado lo que podemos llamar, insisto, una obra. Un libro tan compacto como Odio, breve en extensión pero denso como las obras que aspiran al arte verdadero, con el aliento amplio de la novela, o, digamos, el arte de respirar mientras se contiene la respiración, permite no sólo un pequeño absoluto, sino la reunión de particularidades, sensibilidades sumadas al cúmulo de delirios a los que es afecta Adriana Díaz Enciso, desde la cual es capaz de extraer por añadidura compasión, estremecimiento y también inmensa ternura. Isaí Moreno (Ciudad de México, 1967) es autor de El suicidio de una mariposa (Terracota, 2012). En 2012 ingresó al Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.


Opinión

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¿Es país para cuentistas? Por Miguel Antonio Chávez

H

ace no poco tiempo, circula en el imaginario ecuatoriano la idea de que el Ecuador es un país de poetas, acaso como una forma de justificar que la poesía ha tenido mayor suerte que la narrativa para trascender las fronteras. El año en que fui director de Artes Literarias y Narrativas en el Ministerio de Cultura y Patrimonio, durante la convocatoria literaria de los llamados Fondos Concursables 2013 —en donde participaron obras inéditas de poesía, novela y cuento— el porcentaje de trabajos inscritos me remitió de inmediato a esta leyenda urbana: siquiera un 60 % correspondieron a poemarios, 35 % a novelas, y un 5 % a volúmenes de cuentos. Más allá de la obviedad numérica y de la ausencia de factores de medición que no la convierten a esta en una estadística auténtica, completa y fiable, me hice las siguientes preguntas: ¿se podría afirmar que Ecuador también es un «país de cuentistas»? ¿Qué está ocurriendo con el cuento: se está escribiendo o publicando? Y los que se publican, ¿cuentan con la debida visibilidad? Hoy agregaría la pregunta: ¿lo están escribiendo mis contemporáneos? Por ahora, parafraseando al Principito, diré que lo esencial es invisible a las estadísticas. La académica y ensayista Alicia Ortega, en el estudio introductorio del tomo dedicado al cuento dentro de la Antología esencial Ecuador siglo XX (2004), sitúa la historia moderna del cuento ecuatoriano entre 1920 y 1930, con la aparición de dos libros fundacionales: Un hombre muerto a puntapiés, de Pablo Palacio1 (1927) y Los que se van: cuentos del cholo y del montuvio, una colección de relatos de 1930, de Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta y Joaquín Gallegos Lara, todos ellos (más Alfredo Pareja Diezcanseco) integrantes del llamado Grupo de Guayaquil. Un suceso histórico acaecido en esa ciudad (la matanza de los obreros, el 15 de noviembre de 1922) y la militancia en el Partido Comunista por parte de estos escritores, fueron las causas históricas fundacionales del realismo social ecuatoriano de los años treinta. Como explica la catedrática Cecilia Ansaldo en su antología Cuento contigo (1993), los autores del cuento realista parten de una «básica actitud de denuncia»; sus personajes son predominantemente campesinos, en donde se destaca tanto su habla como su cosmovisión según su procedencia geográfica, ya sea de la costa o la sierra. A los autores mencionados se sumaron Ángel Felicísimo Rojas y Jorge Icaza, este último más conocido por su novela Huasipungo. Otros autores que publicaron «después de la homogénea producción del Realismo, no pudieron —o no quisieron— desvincularse de este edificio literario de tan sólidos cimientos». Aquí Ansaldo menciona a Eugenia Viteri, Walter Bellolio y Rafael Díaz Ycaza.

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Loja, 1906-Guayaquil, 1947; también fue autor de las novelas cortas Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932).

El caso de Pablo Palacio merece mención aparte, empezando por la histórica polémica que tuvo con Gallegos Lara. En un artículo de prensa de 1933, Gallegos Lara acusa al autor lojano de «eludir la realidad» y, en palabras de Ortega, lo considera «portador de un sentido clownesco y desorientado de la vida, propio de las clases medias, e incapaz de interpretar la realidad americana». Una cosmovisión como esta puede darnos a entender el porqué una narrativa que no busca bucear en esa «realidad» sino en «los intersticios de la razón: allí donde estalla el absurdo, el instinto, lo onírico, el placer, la risa, el mundo de las emociones y la dinámica transgresora de la fantasía» (como la palaciana), haya sido desestimada y menospreciada por aquel hombre que, pese a haber padecido de un defecto congénito en sus piernas que le impedía caminar, se erigía como el pope de la narrativa realista/ oficialista en el Ecuador de los treinta. Esa regla no escrita que dictaba el deber ser de un narrador ecuatoriano: sentirse obligado al retrato de su país con una finalidad reivindicativa, como una especie de carga muy pesada, es lo que el autor Leonardo Valencia acuñó como «El síndrome de Falcón» (convertido luego en un notable ensayo con título homónimo), aludiendo no sin cierta ironía a la figura de Juan Falcón, el hombre que cargaba literalmente sobre su espalda a Gallegos Lara. Hoy, lejos de esas discusiones, conocemos el aporte de Pablo Palacio como el más grande vanguardista del Ecuador. Sin embargo, Palacio no estuvo solo, ya que también lo acompañó otro contemporáneo suyo, Humberto Salvador, autor del libro de cuentos Ajedrez (1929) y la novela En la ciudad he perdido una novela (1930), quien, sobre todo en su primera etapa, estuvo influenciado por las teorías sicoanalíticas de Freud y el desarrollo de la técnica cinematográfica. Ortega señala a Macedonio Fernández, Roberto Artl, Oliverio Girondo, Felisberto Hernández, Vicente Huidobro, Salvador Novo, Julio Garmendia y César Vallejo como autores fundacionales de la narrativa vanguardista hispanoamericana y, por tanto, hermanados de alguna u otra forma con Palacio y Salvador. Cercanos cronológicamente con los realistas del treinta, hubo también otros nombres destacados como Nela Martínez, Adalberto Ortiz (más conocido por su novela de 1942, Juyungo), Pedro Jorge Vera y Alejandro Carrión. En la época de los sesenta empezaron a publicar narradores como Miguel Donoso Pareja, Alsino Ramírez Estrada, Lupe Rumazo y Carlos Béjar Portilla. Donoso Pareja, fallecido en este año, no solo aportó al cuento, ensayo, la novela y la poesía, sino que se convirtió en el baluarte de los talleres literarios en el Ecuador desde inicios de los ochenta, luego de su exilio de dieciocho años en México, en donde tomó a cargo el taller que dirigía Augusto Monterroso y desarrolló una serie de talleres en varios estados mexicanos. Autores como Juan Villoro le han profesado públicamente su más alta admiración. Entre

sus más destacados libros de cuentos están Krelko (1962) y Todo lo que inventamos es cierto (1990). El académico Antonio Sacoto destaca que tanto Donoso como Béjar Portilla ahondaron en la vena sicológica de Pablo Palacio «con una característica clara, a viva voz: la ruptura con la literatura social que, desde luego ya era distante». Béjar Portilla con sus cuentarios Simón el mago (1969), Osa mayor (1970) y Samballah (1971) desarrolló un estilo que los críticos calificaron de ciencia ficción, aunque estuvo más cerca de la fantasía o la metafísica, sin descuidar su preocupación por el entorno social y las relaciones humanas. No dudo en considerarlo uno de los escritores vivos más importantes del país, lo más cercano a un Ray Bradbury que ha visto el Ecuador y que, lamentablemente, no ha gozado dentro de casa el reconocimiento que se merece, más allá de unos cuantos estudios críticos dedicados a su obra. En 1983 quedó finalista del premio de novela Seix Barral con su novela Tribu Sí. Misma deuda (e incluso mayor) tiene el país con Ramírez y Rumazo, esta última, una de las mujeres con narrativa más experimental en el Ecuador del siglo XX. Luego de décadas de residir en Caracas, es poco lo que se sabe de ella y conseguir obras suyas es prácticamente imposible en Ecuador. Por fruto del azar hallé en una librería de viejo de Quito la única edición de la novela Carta larga sin final (Edime, 1978). A finales de los años cincuenta se destaca un cuentario de César Dávila Andrade, uno de los poetas más destacados del siglo XX en Ecuador. La obra es Trece relatos (1956), que a decir de Donoso Pareja, constituye un punto de enlace entre la narrativa de Palacio «y los actuales y más avanzados cuentistas y novelistas ecuatorianos». La conformación del grupo Tzántzico y sobre todo la publicación de sus revistas Pucuna (1962-69) y La Bufanda del sol (1965-69), dieron a conocer a escritores como Iván Egüez, Raúl Pérez Torres y Abdón Ubidia, cuya obra —la más interesante— se seguiría publicando en los años venideros. En lo personal, uno de los primeros autores ecuatorianos vivos que leí por cuenta propia, fuera de las obras exigidas dentro del pénsum colegial, concentradas sobre todo en los treinta (¡impresionante que en mi época, y aún ahora de alguna forma, el término «literatura ecuatoriana» sea asociado por los alumnos colegiales como una suerte de obligado y tortuoso ritual de profanación de tumbas de las momias de los treinta, o de antes!). Destaco de Egüez su libro de cuentos El triple salto (1981), en donde asistimos a un submundo de supervivientes y transhumantes, como lo describe Ansaldo; de Pérez Torres, sus cuentarios Ana la pelota humana (1978), En la noche y en la niebla (1980, Premio Casa de las Américas 1979). Y de Ubidia, Divertinventos: libro de fantasías y utopías (1989) y su continuación, El palacio de los espejos (1996), ambos en una línea fantástica cortazariana, que nos remite a su época de Historias de cronopios y de famas (1962).


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Opinión

A estos nombres podría sumar muchos otros relevantes, como el de Vladimiro Rivas Iturralde —también destacado académico y antologador de cuentos, radicado en México—; grandes outsiders como Juan Andrade Heymann y Guido Jalil; cuentistas como Aminta Buenaño, Marco Antonio Rodríguez, Carlos Carrión, Eliécer Cárdenas, Raúl Serrano, Modesto Ponce Maldonado, y Jorge Dávila Vázquez; Jorge Velasco Mackenzie y su notable cuentario marginal y sórdido Desde una oscura vigilia (1992); Francisco Proaño Arandi, Iván Oñate y sus inolvidables, respectivamente, Oposición a la magia (1986) y El hacha enterrada (1986), en el cual resalta el relato “La superstición de Furio”. Destacan también autoras como Gilda Holst, Carolina Andrade, Martha Chávez, Liliana Miraglia, Yanna Hadatty Mora, Martha Rodríguez, Elsy Santillán Flor y María Eugenia Paz y Miño, quienes han integrado numerosas antologías y, muchas de ellas, se han dedicado a la crítica literaria desde la academia. Leonardo Valencia, cuyo cuentario La luna nómada (1995) se caracteriza por ser un cuerpo único y a la vez progresivo, debido a que nuevos relatos van nutriendo el libro con cada reedición; cuentistas como Ernesto Torres Terán (Territorio de fantasmas, 1992), Hans Behr Martínez (Errantes y embusteros, 2013). Hay otros outsiders que ahora debido a sus premios literarios han obtenido el reconocimiento que en los noventa o inicios del milenio les fue esquivo: Juan Carlos Cucalón (Concurso Nacional de Literatura Luis Félix López 2009 y IX Bienal del Cuento Ecuatoriano Pablo Palacio), cuyos relatos están desperdigados en antologías, al igual que los de Alfredo Noriega, más conocido por sus novelas negras; Adolfo Macías Huerta, con cuentarios como El examinador (Premio Joaquín Gallegos Lara 2005) y sobre todo, Cabeza de turco (2011); la residente en Nueva York y prácticamente desconocida en Ecuador, Elssie Cano, con su libro La otra orilla y otros relatos (2000). Huilo Ruales Hualca, narrador, poeta y cronista, autor de Cuentos para niños perversos (2004) y de ese libro de microcuentos ingenioso y mordaz llamado Esmog: 100 grageas para morir de pie (2006), uno de los más sobresalientes libros de microcuentos publicados en el Ecuador, sino el mejor; Sonia Manzano, poeta y narradora, autora del cuentario Flujo escarlata (1999), que aborda la soledad, y de su reciente Trata de viejas (2015), que vuelve a sorprender, esta vez con su gran carga de humor negro y picardía; Gabriela Alemán, narradora y cronista, seleccionada junto a Leonardo Valencia como parte del Bogotá 39 del Hay Festival, cuyo último cuentario La muerte silba un blues (2014) obtuvo el último Premio Joaquín Gallegos Lara; otro gran nombre, Raúl Vallejo, cuyos mejores relatos están repartidos en Manía de contar, antología personal 1976-1988 (1991) y Pubis equinoccial (Premio Joaquín Gallegos Lara 2013), además de ser un destacado antologador; asimismo el de Javier Vásconez, acaso uno de los narradores más conocidos fuera del Ecuador, de quien resalto los libros Ciudad lejana (1982), de donde proviene uno de sus clásicos cuentos, «Angelote, amor mío», e

Invitados de honor (2004), en donde desfilan homenajes a autores como Faulkner, Conrad y Nabokov, dentro de una ambientación andina y del que se destaca «Thecla Teresina». Otro outsider y no solo eso, sino uno de los outsiders más grandes, es Santiago Páez, cuyo cuentario Profundo en la galaxia (1994) marcó un referente innegable para la ciencia ficción en Ecuador, país tan poco amigable para el Sci-Fi, tanto desde la creación como en la publicación. En senda similar están otros autores como Fernando Naranjo y su volumen de relatos La era del asombro, del mismo año que el libro de Páez. La lista se extiende si nos referimos a los cuentistas que son mis contemporáneos, en especial los nacidos a partir de 1975. La mayoría de ellos publicaron en la segunda mitad de la década del 2000. Afirma Renata Égüez en el prólogo de su antología Tiros de gracia, neoficción ecuatoriana (2012): «Su escritura no se confina a hacer gala de guiños literarios, aunque los haya y de diversas fuentes, pero tampoco se empeña en reproducir los vanos gestos de soberbia y parricidio». Sin padre ecuatoriano del boom hacia quien cometer parricidio, podríamos decir que son más bien nietos de los abuelos Jorge Luis Borges y Pablo Palacio, o sobrinos cómplices de los tíos Roberto Bolaño, César Aira, Enrique Vila-Matas, Rodolfo Fogwill y acaso de los tíos Mario Bellatin y Mario Levrero, a quienes por ser los excéntricos de la familia acaso les prodigan una atención especial. Autores como Solange Rodríguez Pappe, Juan Fernando Andrade, Jorge Luis Cáceres, Esteban Mayorga y José Hidalgo Pallares han publicado más de un libro de cuentos. Probablemente sea Rodríguez Pappe quien tenga más obra cuentística y microcuentística —ha sido una de las más disciplinadas investigadoras en esta área— en su haber. Destaco de estos autores, respectivamente, las obras Balas perdidas (2012), Dibujos animados (2006), Aquellos extraños días en los que brillo (2011) Musculosamente (2012), Historias cercanas (Premio Aurelio Espinosa Pólit 2005). Hay otros que, ya sea con un solo libro de cuentos o con presencia en varias antologías, han empezado a labrar un camino —en unos cuantos casos, acompañados con la publicación de una novela—. Tal es el caso de Eduardo Adams, Yanko Molina, Edwin Alcarás, Augusto Rodríguez —con una trayectoria mucho más amplia como poeta, aunque su cuentario Adrenalina y fuego alcanzó el Premio Joaquín Gallegos Lara 2011—, Andrés Cárdenas (Fuerzas ficticias, Premio Pichincha 2012), Diana Varas Rodríguez, Sandra Araya, Marcela Noriega, Juan Carlos Moya, Elías Urdánigo, Diana Zavala, María Fernanda Ampuero, Juan Pablo Castro Rodas (reciente Premio Nacional de Literatura Luis Félix López 2015, con Crueles cuentos para niños viejos) y Eduardo Varas Carvajal —además de narrador, periodista y conocido blogger literario—. Dirijo una atención especial hacia autores como Salvador Izquierdo —heterónimo de Jorge Izquierdo, con cuyo nombre de pila publicó su primer cuentario—, Marcela Ribadeneira, Luis Alberto Bravo —junto a Eduardo Varas, dos de los tres ecuatorianos seleccionados como parte de «Los 25 secretos

mejor guardados de América Latina», por parte de la FIL Guadalajara 2011— y María Auxiliadora Balladares, cuyas óperas primas, respectivamente Autogol (2008), Matrioskas (2014), Cuentos para hacer dormir a una niña punk (2011) y Las vergüenzas (2014); han logrado con sus personajes y voces narrativas distinguirse especialmente dentro de este último grupo de autores mencionados. Con tal cantidad de obras citadas es natural que un lector latinoamericano se pregunte cómo tener acceso a ellas. Lo cierto es que no es fácil: dentro del país existen graves problemas de distribución de las publicaciones (esto ocurre también con novelas, poemarios y ensayos) y en ello pecan tanto las editoriales públicas como privadas. Si bien ha habido intentos de poner a la venta algunas de estas obras en diversas ferias internacionales de libros, lo óptimo sería que hubiera ediciones en diversos países y también que se promocionaran más las versiones electrónicas (entra aquí la discusión de la necesidad o no de contar con agentes literarios para los autores ecuatorianos: de lo que conozco, apenas dos autores cuentan con el suyo). Las revistas web especializadas en literatura también han sido de gran ayuda para la difusión del cuento escrito por ecuatorianos, en especial las mexicanas. Hasta donde tengo conocimiento, hay relatos en Hermano Cerdo, Punto en Línea (UNAM) y Círculo de Poesía. Por otro lado, las antologías internacionales siempre serán de gran ayuda para paliar de alguna forma esta gran carencia de difusión de cuento (la poesía se valió mucho antes de esto y ha logrado diseminarse con mayor éxito). Vale destacar, por ejemplo, el trabajo de compilación y estudio que realizó el reconocido crítico y académico peruano Julio Ortega, quien en Ecuador cuenta (Del Centro, 2014) incluyó a buena parte de los cuentistas aquí mencionados y es, quizá, uno de los mayores esfuerzos recientes por dar a conocer hacia afuera los relatos escritos por ecuatorianos, como lo fueron en su momento otras publicaciones como Contemporary Ecuadorian short stories (edición bilingüe, a cargo de Vladimiro Rivas Iturralde; Paradiso, 2002), Cuento: Perú–Ecuador 1998–2008 (selección de Carlos Yushimito y Gabriela Falconí [sic]; Libros y Embajada de Ecuador en Perú, 2008) y Antología de cuento. Literatura de Ecuador (selección de Javier Vásconez y Mercedes Mafla; Alfaguara, 2009). ¿Es Ecuador un país para cuentistas? Esperemos que luego de que terminen de pelear Gallegos Lara y Palacio —como dos figuritas de stop-motion a lo Celebrity Deathmatch—, que éste lo destroce y que ambos se relajen y se tomen unas cervezas, empiecen a contar, de una en una, todas las antologías latinoamericanas de cuento de los últimos cincuenta años en las que el país de la línea imaginaria ha sido incluido.

Miguel Antonio Chávez (Guayaquil, 1979) es narrador, gestor cultural y guionista. Autor de las novelas La maniobra de Heimlich (2010, 2013) y Conejo ciego en Surinam (2013). Realizó el prólogo y selección de GPS: Antología de cuentistas ecuatorianos 1975-1984 (Sed de Belleza, 2013).


Relato

15 Fotografía: Pixabay

Aislados Por Cecilia Eudave

Primera parte

El sentimiento apocalíptico de la vida

Fernando Pessoa

—¿Cómo que se te perdió tu madre? —Lo siento, papá. Te juro que estaba a mi lado y luego ya no. —¿Llamaste a la policía? —Sí, ya están aquí y quieren hablar contigo. —¿Dónde está la inútil de tu hermana? —Ya viene, le hablé... pero a ella no le tocaba pasearla hoy, no fue su culpa. —Uno no puede confiarles nada, son unos. Pásame al policía. —Dice que vengas, que esto no se arregla por teléfono. —¿Seguro que no anda por ahí? ¿Ya buscaste bien? —Tengo dos horas buscándola. Desapareció. —No desapareció, la perdiste. Voy para allá. ¿Dónde estás? —En el parque. Papá. Armando colgó abruptamente, tomó su saco y se excusó en la oficina. Su jefe inmediato le preguntó cuál era la urgencia, un asunto familiar, dijo, así, casual, a pesar de que se le notaba un agobio que demolía todo a su paso. No iba a confesarle que su hijo había extraviado a su esposa. Él siempre tan discreto con su vida privada, y más ahora que su mujer había enfermado e iba en un declive inminente y acelerado. «¿Por qué, Laura, por qué se te ocurrió enfermarte?», como si enfermarse fuera una ocurrencia. Así lo pensó mientras golpeaba con fuerza el volante del auto antes de arrancar para encontrarse con los eventos desafortunados de esa tarde. Mientras manejaba recordó lo planeada que tenía su vida, iba a ser perfecta, tenía todo para serlo: dos hijos estupendos —ahora unos inútiles— y una esposa maravillosa —ahora una calamidad a la que no puede dejar de prestarle atención—. ¿En qué momento la

tragedia se instaló en su vida? Alguien debió decirle —aunque él no escucha nunca, pues siempre está absorto en su oficina, trabajando— que la tragedia es como la humedad. Sí, llega despacio tras haberse filtrado por los cimientos más firmes. El primer síntoma es apenas perceptible e intentamos taparlo con el ojo distraído mientras va creciendo aquello, tragándose las paredes y nuestro ánimo. Sin embargo, no ponemos remedio inmediatamente, es como si nos gustara estar ahí observando cómo se va devorando lo ajeno, lo que creemos nuestro. No es miedo, es desidia. Toda tragedia se agranda por la desidia hasta que finalmente estamos invadidos de hongos, olores y pestilencia. Aunque así no lo vio Armando, ni sus hijos Pedro y Sara, mucho menos Laura que ya había sido abordada periféricamente por eventos desafortunados; su memoria estaba siendo vaciada, quedaba poco de ella. ¿Ella detonó la tragedia? No, eso le iba a pasar, era inevitable, estaba destinada a olvidarlo todo, era algo genético: esa ruleta china que dispara y a veces acierta cuando menos queremos que dé en el blanco. Pero todo lo que pasó después, tal vez pudo evitarse, tal vez pudo... —¿Usted es el padre? —Sí, Armando Gálvez —y le estrechó la mano. El policía lo revisó de arriba abajo y suspiró. Seguro la apariencia de Armando le resultó chocante en contraste con lo que estaba sucediendo, porque le debió parecer un hombre responsable, resuelto, seguro en ese traje, probablemente de buena marca. Además se apresuró a estrecharle la mano como si fueran amigos, cosa que al policía le molestó, tanto como cuando le dicen «mi jefe» o «mi capitán» para ganarse un afecto que ni obtendrán ni le interesa. Para empeorar las cosas a Armando le tocó un oficial cabal y orgulloso de su oficio, lo cual también lo hizo suspirar cuando notó que el policía no se relajó con el comentario: —¿Cómo nos vamos a arreglar?

—No entiendo a qué se refiere. —Ya sabe, para que esto sea discreto y encontremos pronto a mi esposa. —La estamos buscando; ya dimos parte a la central. —No sabe qué agradecidos le vamos a estar, usted nomás diga cómo. Aquello no pudo ser menos prudente. —Pues para empezar abriremos una investigación. —¿Qué? —Eso de extraviar a una persona. Hay que estar seguros si fue por negligencia o es un evento aislado. Armando se rio, de dónde este hombre saca palabras que seguro ni sabe qué significan. Claro, él siempre piensa que nadie puede salirse de los estándares del cliché, no hay nada sano donde todo se pudre, como en el sistema policial. Por fortuna, aun en medio del caos, llega algo que detiene el cataclismo. Pedro habló: —Fue un accidente, ya le dije. —No, muchacho, no atropellaron a tu mamá ni se cayó, eso es un accidente, a ti se te extravió, ¿te queda claro? —¿Qué estabas haciendo, Pedro? —Chateaba con una amiga, papá, pero fue cosa de nada, de repente ya no estaba. —No fue cosa de nada, muchacho. Las señoras de los perritos —señaló a un grupo de octogenarias con sus chihuahuas en brazos— dicen que estuvo rondando sola como media hora, luego cruzó la calle con la ayuda de un señor y después no la vieron más. Armando observó a las señoras cuchicheando entre ellas, dedicándole a él y a su hijo miradas recriminatorias y llenas de reproche. —Son unas ancianas, oficial, cómo va a tomar en serio sus declaraciones. —O sea, que porque están viejas son decrépitas. —No dije eso. —A ver, ¿usted en qué mundo vive, eh?


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Relato

Ciertamente Armando cree que se vive en un mundo estandarizado, donde nada puede salirse de la norma, donde si te dicen así es esto, así es, porque no hay tiempo de detenerse mucho a contradecir nada, porque rápidamente nos aliamos a lo que la mayoría dice, sin discutir, donde la verdad no depende de quien la cuenta, sino de quien la puede contar mejor. Para completar el cuadro, llegó Sara. —Y tú ¿qué estabas haciendo? Debías estar aquí con tu madre, cuidándola. Seguramente estabas con las amigas, divirtiéndote. Iba a regañar de manera severa a su hija, pero el oficial intervino. —Tranquilo, si a ella no se le perdió la madre, fue a este muchacho al que no le ha dicho nada. La chica también tiene derecho a divertirse, ella no tuvo vela en este entierro. Armando, perdiendo la paciencia: —No doy una con usted, todo lo que digo está mal. —Si conmigo no tiene que quedar bien, ese es su problema. —Mire, no soy un mal padre. ¿Verdad que no? —ellos asintieron—. Sólo quiero encontrar a mi mujer. —En eso estamos, aunque ya sabe cómo es de violenta esta ciudad, vaya usted a saber qué le pase. Pobrecita. —Por favor, si se perdió en una buena colonia, tiene que aparecer, digo, no se extravió en un barrio de mala muerte. —Para la violencia no hay zonas. Aquí, allá, es lo mismo. ¿No ha oído de los secuestros para sacar órganos y venderlos? No sabe la de cadáveres que encontramos en los basureros cada semana. —Oficial, por favor, mis hijos. El policía miró a la familia reducida en su miseria y angustia, como cualquier familia tocada por la tragedia, proceda de donde proceda, viva lo que viva. Decidió ser menos insidioso y limitarse a su trabajo: —¿Desde cuándo la desaparecida está mal de sus facultades mentales? —Un par de años, oficial. Todo fue tan rápido, tan repentino. —Necesito una foto reciente. ¿El muchacho no trae ninguna en su teléfono? ¿Usted trae alguna en la cartera? —No, eso ya no se usa. —¿En el teléfono? —No sé, déjeme ver, aunque ella ya no luce así. Ahora trae el cabello cortito y no se arregla mucho. No es que esté descuidada, ¿sabe?, ya no le importa su apariencia —dirigiéndose a su hija—. Sara, enséñale una foto de tu madre. —No tengo— y bajó la cabeza apenada. —Bueno pues —perdiendo la paciencia—, ¿cómo iba vestida? Porque el muchacho no se acuerda. Sara, molesta, miró a su hermano con recriminación. —¿Cómo? Si tú la cambiaste hoy.

—Sara, no me acuerdo, le puse un pantalón holgado, lo de siempre, no sé. El policía, horrorizado. —¿El muchacho viste a su madre? —No, eso no, deben estar confundidos, es mi hija quien la atiende. Se apresuró a contestar Armando, tratando de suavizar la situación, porque él tampoco conocía las rutinas de sus hijos en el cuidado de su madre. Se había negado a contratar a una enfermera por cuestiones de dinero y se desentendió de la situación dejando a Sara a cargo del aseo y cuidado de su esposa. —Todo esto es muy irregular, voy a insistir en que se abra una investigación, pero primero hay que encontrar a su esposa. Si es que la hallamos. Sara no pudo contener el llanto y abrazó a Pedro, quien, pálido, parecía a punto de desvanecerse. —Deje de asustar a mis hijos, de decirme cómo tengo que ser. Ni soy mal padre ni mal esposo, carajo. Armando, perdiendo el control, se abalanzó sobre el policía queriendo descargar en él toda su frustración. La escena atrajo a las octogenarias y sus chihuahuas que ladraban agudamente, al barrendero que vaciaba los botes de basura del parque, así como a varios transeúntes que se apresuraron a acercarse con cierta cautela para tomar fotografías o filmar el suceso que subirían a las redes sociales en cuestión de minutos. Los dos comenzaron a forcejear. Armando le lanzó un puñetazo débil pero cargado de impotencia con el que inició la breve lucha. No intercambiaron más de dos o tres golpes cuando Pedro reaccionó e intentó detener a su padre. Sara intervino también y, como pudieron, lograron separarlos. El policía, muy molesto, llamó por su radio al compañero de patrulla que seguía buscando a la madre desaparecida. La sirena se escuchó a lo lejos y eso hizo reaccionar a Armando, que se acomodó el traje y la corbata tratando de recuperar desde ahí la compostura; ningún traje le devolvería la paz y mucho menos a su esposa. Derrotado, se sentó en una de las bancas en medio de una jauría de chihuahuas, cuchicheos y flashes de celulares, cancerberos de un infierno que él acababa de traspasar o desencadenar. Y desde el fondo de ese averno oscuro e inmediato, el policía sentenció: —Me lo llevo detenido, a ver si así entra en razón.

vez: «Asustas a los chicos». Ahora ella estaba asustada, aterrada. Su cuerpo se estremecía, cada poro de su piel se erizaba al contacto con el viento frío y distante de ese lugar que no reconocía. Y ella seguía tapándose la boca para no gritar, para no hacer ruido, para no asustar a nadie. Moviendo los ojos de un lado a otro, frenéticamente, observaba cómo la gente pasaba a su lado y la miraba con recelo, atemorizada. Si ella no les va a hacer nada, si ella sólo quiere volver a casa aunque no sabe dónde queda ni quién vive en ella. Bueno, sí, un señor que dice ser su esposo, y un muchacho amable, y una chica triste, y una señora que fue linda y ahora no lo es. Esa señora linda es ella, lo que queda de ella cuando se mira en el espejo. Sí, es ella, ella se llama Laura, eso le dicen, eso recuerda. —¡Soy Laura! —gritó de pronto al destaparse la boca. Detuvo a una mujer al azar, la sujetó fuerte del brazo: —Soy Laura. Soy Laura. Mas ese pequeño reconocimiento pasó inadvertido para la oleada de gente que de pronto apareció como expulsada de los edificios. Ella, en medio del ir y venir de las personas, no es advertida ni tomada en cuenta. Ella que en ese momento sabía quién era. Sigue gritando y su voz se ahoga en el murmullo de los pasos, de voces inconexas, todas en una conversación que se parece más al soliloquio. Sin claudicar, siguió tomando las manos, los brazos o la espalda desprevenida de algún transeúnte para que la reconocieran: —Soy Laura. Soy Laura. Su angustia creció mientras la empujaban contra las paredes de los negocios o la expulsaban a la calle donde un par de veces estuvo a punto de ser atropellada. Sin remedio, Laura fue condenada a ser una isla inmóvil hasta que la marea humana bajó y volvió a encontrarse sola en medio de los edificios y el asfalto. Se cubrió de nuevo la boca, buscó donde sentarse, después de unos minutos de aparente sosiego, la angustia le creció por dentro al grado de romperle los nervios y se quedó en estado catatónico. Quizás alcanzó a escuchar el clic de un celular acompañado de: —¡Qué buena foto! Ahorita la posteo.

*** Cayó la noche. Las luces de las calles comenzaron a encenderse y con ello Laura recuperó un poco de lucidez. Detuvo de pronto el paso. Se notó cansada, le dolían los pies, tenía frío. Desorientada, intentó fijar su vista en algo conocido. Se angustió inevitablemente. Se llevó la mano a la boca, sabía que no debía llorar, no entendía bien por qué, pero recordó que Armando le repetía una y otra

Cecilia Eudave (Guadalajara, 1968) es narradora y ensayista. Ha publicado, entre otros, Técnicamente humanos y otras historias extraviadas (2009) y Papá Oso (2010), que ha sido traducido al chino, coreano, italiano y portugués.


Voz salvaje

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No escribo para la escena, en tal caso, escribo contra ella Entrevista con LEGOM Por Álvaro Abitia Fotografía: fondeadora.mx

Han matado al teatro más de una vez, ¿por qué sobrevive o por qué resucita? Para ser justos el teatro siempre ha sido un asunto de muy pocos. El teatro en teatro siempre ha citado conciliábulos, a una minoría que se siente en posición de tomar decisiones sobre su comunidad. Hay un teatro popular, más abierto, que no se da necesariamente en espacios cerrados, que no convoca a unos miembros de una comunidad, sino que acude a ellos; un teatro que se hace en plazas, calles, semáforos, que ha permanecido sin interrupción en Occidente durante veinticinco siglos y que llega a un sector más amplio de la población, del que nunca se ha podido decir que está en crisis. Lo que llega a estar en crisis, pues, son ciertas maneras de hacer teatro. El teatro en general, sin importar su forma, está arraigado en el ser humano como colectividad. Voy a decir lo siguiente a riesgo de parecer francés ilustrado del siglo dieciocho: el teatro, en su sentido más profundo, pone a jugar el contrato social. Y eso nos gusta. Si la humanidad volviera a comenzar hoy desde cero, el hombre, dicen, inventaría otra vez a los dioses y las religiones. No tengo duda de que también inventaría el teatro. La dramaturgia trabaja desde una especie de gueto creativo, al margen de editoriales, lectores y críticos literarios. Desde tu punto de vista, ¿es circunstancia de su condición escénica, una incapacidad histórica o una negación al diálogo textual por parte de la industria y el lector? Si hablamos de nuestro país, específicamente, así pasa. En muchas otras partes el dramaturgo es considerado un literato, en algunos, y yo comparto esa idea, entraña la forma más alta de literatura. Acá, la relación entre los escritores y el teatro ha sido difícil, sobre todo en el siglo XX, cuando la dramaturgia mexicana ya tenía mejores cartas de presentación. Paz y Fuentes intentaron escribir dramas y les salieron sendas cagadas. Esto no ayudó en nada a la relación entre gremios y dejó al dramaturgo en este medio camino de relación donde no pertenece a un gremio ni al otro. Pero como entre gitanos no se leen las cartas, tengo que decir aquí lo que ya sabemos todos: todos los escritores, poetas o narradores, sueñan con ser dramaturgos. El poeta es un dramaturgo frustrado. El narrador es un dramaturgo frustrado. El que es poeta y narrador es un dramaturgo dos veces frustrado. Es verdad que hubo un tiempo y hay algunas personas que entienden la dramaturgia como una literatura de uso, y escriben más atentos a la escena que a la palabra; así como ahora hacemos un teatro que pretende, en todo su derecho, desarrollar un discurso escénico que no dependa de la palabra escrita. Todo eso está bien, pero yo soy un escritor, antes que nada soy un escritor. Escribo, además, la forma más alta y elaborada de la literatura que es la obra dramática. No escribo para la escena, en tal caso, escribo contra ella. Entiendo el valor de la palabra en la escena, entiendo lo que le ha aportado históricamente y lo que le aporta ahora, y creo que puede seguir aportando. Pero sí, si me preguntan, soy un escritor. Lo mío, lo mío, es la literatura.

Entre el texto y el montaje, el director. ¿Consideras a la dirección como un dispositivo de cocreación o sólo de reinterpretación? No, escribo, como te decía, contra la escena, para ponerla en crisis. No puedo hacer la diferencia entre cocreación y reinterpretación. Lo primero me implicaría una cercanía con la escena que ni tengo ni me interesa. Lo segundo me parece que ofende en su sentido más elemental al hecho teatral y sus hacedores. En tal caso, yo soy solo un creativo más de los que participan en una puesta en escena que considera un texto previo. No es verdad, no soy solo uno más, soy el más importante, pero uno al fin. Tu obra se caracteriza por una despiadada revisión quirúrgica de los lugares comunes y los estereotipos, quien te lee o te ve en escena ¿es un personaje con el que te diviertes, al que confrontas o de quien escribes? Si escribo contra la escena, ya puesta la puesta, me dirijo contra el público. La mejor ofensa para el público es verse representado en escena. Esta es una idea naturalista, pero no deja de ser poderosa: el público buscando un espejo en dónde verse y, cuando por fin lo encuentra, se descubre desnudo y muy jodido. Evidentemente la tragedia de la vida cotidiana es la comedia en tu obra. ¿Existen los géneros literarios? Es todo un cuento y no parece el espacio para discutirlo con seriedad. Baste decir que a Aristóteles le entiendo la diferencia entre drama y epopeya, pero ya entre tragedia y comedia su diferenciación es ridícula. A estas alturas de mi vida como dramaturgo, ni siquiera estoy seguro de si el Edipo Rey de Sófocles es comedia o es farsa. Netflix es la ventana de la época de oro de las series de televisión según críticos y audiencia. ¿Ha regresado o llega por fin la literatura y la conversación dramática a la caja idiota? Caja idiota será la caja escénica de la mayor parte de las obras de teatro independiente que he visto en los últimos años. La televisión por cable es una maravilla, aunque tiene el problema de la individualidad. La convocatoria que hace el teatro a la comunidad para decirle algo que le es importante es lo que hace teatro al teatro, tiene su potencia y le garantiza la eternidad al oficio. ¿Qué y a quién le escribes en estos días? A la hermana de quien esté leyendo esto.

Álvaro Abitia (Guadalajara, 1983) es compositor de canciones y uno de los fundadores de la Universidad Libre de Música y del Centro de Escritura Creativa Morelli. Ha publicado La nueva era de la industria musical; una mirada desde Latinoamérica (2012).


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Los tigres de Kondra Por Edmundo Paz Soldán

Fotografía: Thinkstock

R

yu llegó acezante a un claro en la selva y quiso detenerse, recobrar la respiración. No duró mucho el deseo: se tocó el muslo derecho y sintió la rasmilladura del zarpazo, el resuelto goteo de la sangre. Debía continuar, los tigres pronto volverían, el pelaje negro y amarillo resplandeciente en la floresta dominada por el verde. Escuchó los rugidos en la distancia; no podía verlos pero sabía que se acercaban. Había logrado confundirlos al ingresar por el sendero de helechos gigantes a su vera; los helechos exhalaban una resina que disfrazaba el olor de Ryu. La suerte no siempre lo acompañaría. Volvió a correr. El sudor resbalaba por sus mejillas, el uniforme se enmelaba a la piel. Había salido del bosque de helechos y lo rodeaban jolis de troncos macizos, proliferantes en heridas negras como quemaduras de un rayo. El año de su permanencia en Kondra había escuchado de la selva en las afueras, del camino por el que se salía de la ciudad para perderse en ese accidentado valle tropical, refugio de intermitentes estribaciones montañosas, pero no había tenido la más mínima curiosidad por conocer la naturaleza que lo rodeaba. Ya era suficiente con haber llegado a esa región. Un error, quizás, visto con la perspectiva del tiempo, pero no había que olvidarse de las alternativas. De lo que hacía antes de venirse a Iris. De lo que hacía con su hermana Mara. Vivir de DJs en fiestas prohibidas en las que la verdadera ganancia estaba en los swits lisérgicos que vendían a los chiquillos ricos de Munro. La vista se le nubló de solo pensar en Mara. La pecosa Mara. Bastaba un error, decían, bastaba uno. No era el culpable de lo que le había ocurrido a ella, pero jamás podría convencer a nadie de eso. Quedaría como el único responsable. Cómo decirles, por ejemplo, que Mara, después de dos semanas de sufrir el flagelo del insomnio —una visita recurrente desde su infancia—, le había pedido contactarse con el qaradjün para intentar una ceremonia que la socorriera. Una limpia, una purga, cualquier cosa que la llamaran. Habían intentado con las medicinas recomendadas en la base, era hora de probar algo diferente. Ryu se había negado en principio, porque no creía en curanderos, pero la vio tan desesperada que terminó cediendo. A lo lejos, en las entrañas de la selva, parpadeaba una luz intensa como el resplandor de la cola de un cometa. Intuía que la salvación se encontraba allí, pero no podía probarlo porque la selva era un espacio ajeno para él. Se trataba de llegar, nada más. Ver qué lo esperaba. Después de superar el escollo de los tigres, había percibido con desazón que esa

luz en la distancia iba desvaneciéndose. Como el principio del arcoíris que buscaba con Mara cuando niños, en los días que visitaban a su padre en el hinterland, esta se alejaba a medida que él daba un paso tras otro en su dirección. Los rugidos se acercaban. Hubo un momento en la madrugada en que se vio rodeado por dos tigres y se preguntó de dónde habían salido pero no hubo mucho tiempo para responderse porque uno de los tigres se abalanzó sobre él y Ryu se cubrió la cara con las manos y rodó al suelo y sintió las uñas clavándose en el muslo y se incorporó y se echó a correr. Tropezó en la raíz de un árbol y sintió que todo estaba perdido, pero el tigre, que venía raudo y agitado detrás de él, no pudo frenar y saltó sobre su bodi. Eso le permitió recuperarse: una saeta cruzaba el aire y él la veía pasar, agazapado. El otro tigre era más pequeño y parecía su cría, un cachorro de hocico puntiagudo que no se desmontaba de sus rugidos y cuando abría la boca inmensa permitía que brillara el color rosado punzante de sus encías. Las hojas de los árboles temblaban como si toda la selva tuviera fiebre. Ryu temió lo que vendría. Antes de los tigres había debido sobrellevar su caída al pozo y las decenas de dushes reptantes que recorrieron su cara enfangada mostrándole la lengua partida mientras él temblaba de horror, tratando de no hacer ningún movimiento en falso, de contener la respiración. Esos látigos vivos de piel húmeda y colmillos venenosos lo miraban curiosos, como si no creyeran en ese regalo. Cómo era que él había ido a parar allí. Después de que intentara reanimar a Mara en la cabaña en las afueras de Kondra —donde terminaba la ciudad y se iniciaba la selva—, después de que el qaradjün susurrara que ella se había traspasado y él, qué significa eso, se ha desencarnado, y él, hablame de frente plis, se ha muerto es eso, es eso, después de que el qaradjün desapareciera y él se encontrara a solas con ella, supo que pronto habría una denuncia y los shanz lo arrestarían y no se sabría más de él. Él había hecho a otros lo que otros podían hacerle a él ahora. Era mejor escapar. Tocó el pulso de Mara como para cerciorarse de que ya no vivía, y el llanto lo venció y quiso echarse sobre ella, abrazarla, pero tampoco convenía dejar más huellas, de modo que saltó por una ventana y se encontró con la madrugada en la selva chillona –el grito exasperante de los lánsès, el chillido de los monos— y se puso a caminar sin rumbo, internándose por entre los árboles, vadeando un arroyo de aguas azafranadas, hasta que se encontró en una cueva pletórica de zhizus que le picaron hasta dejarle los brazos


Relato

inflamados. Luego se cayó en el pozo de las dushes, del cual salió vivo sin poder explicarse cómo todavía, y ahora le tocaban los tigres. Los tigres de Kondra. Qué vendría después. Quizás estaba pagando en vida su error. Porque había sido un error no ponerse firme ante los pedidos de su hermana. Un error confiarse al qaradjün. El qaradjün era el puente a Xlött y ni él ni su hermana habían querido saber de él, pese a las sugerencias continuas de otros shanz de participar en ceremonias secretas en su honor. Desde que llegó Mara había intuido que se encontraban en una tierra maldita y que el mejor remedio para enfrentarse a las artes negras de Xlött y Malacosa era la adoración del dios cristiano de Munro. Un dios al que habían sido indiferentes cuando crecían, pese a los ruegos de su madre. Ahora la zozobra los llevaba por otros rumbos. No les quedaban más opciones. Para los irisinos Xlött era una figura compleja que encarnaba el bien-mal, pero él, Mara y otros shanz en el cuartel, recién llegados de Munro, no lo veían así. Era más fácil ver a Xlött como el mal, el demonio. Y sí, estaba bien así. Veían a Xlött de esa forma cuando salían a patrullar por las calles de Kondra y se encontraban con iglesias dedicadas a mapaches y boxelders en las que los esperaba a la entrada, bajo una nube de incienso, un altar con ofrendas a Xlött. Debían aprender a odiar a los irisinos, verlos como sus inferiores, gente encadenada a atavismos. A él se le daba de una manera natural, mientras que Mara sufría y se metía swits que, según ella, le permitían sobrevivir en Iris. Hasta que llegó el insomnio, y con él las visiones. Visiones tenebrosas del gigante Malacosa acercándosele por la espalda, rodeándola con un abrazo de hielo, congelándola, haciéndola suya con su falo de fuego. Visiones de ella misma como sacerdotisa de un culto a Xlött, probando plantas sagradas que la conectaban con la divinidad. Dejaría el uniforme y se iría a vivir a las calles de Kondra, a un edificio desierto de ventanas quebradas, con otros pieloscuras rebeldes. Quería conocer a los irisinos, acercarse a ellos. No podía volver a Munro. Le llegaría el fin en la isla. No podría volver a visitar a su madre para decirle que tenía razón. Que la única forma de vida posible era entregándose por completo a su dios. Debía ser muy difícil vivir sin poder dormir. Había visto el sufrimiento de Mara desde niña y nunca había entendido del todo qué la aquejaba. Por qué le costaba cerrar los ojos. Había intentado las pócimas más diversas, sin suerte. Conoció doctores de hospitales que vivían recetándole pastillas de todos los colores. Homeópatas bien intencionadas que le ponían una piedrita bajo la lengua y le hacían repetir mantras hasta que se durmiera. Acupunturistas de barrios populosos, masajistas con técnicas especiales para los músculos del cráneo, profesores de yoga capaces de tocar con su lengua los dedos de los pies. Mara dormía tres, cuatro días y luego volvía la peregrinación por farmacias y clínicas. En su mesa de noche se apilaban los frascos de magnesio y melatonina, los extractos de valeriana. El mundo se le antojaba un lugar de luz infinita y ella, agotada, ojerosa, ansiaba las sombras hasta idealizarlas. Soñaba con un arcoíris en que los siete colores fueran gradaciones del negro. Quería

apagar esa máquina encendida en su cabeza que iba disparando, inquieta, inexhaustible, inabarcable, ideas, frases hechas, recuerdos, holos, en una libre asociación que la esclavizaba. Sus parejas se iban de su lado, espantadas ante esa presencia en la cama que les hablaba a las seis de la mañana como si ellos estuvieran despiertos. Sus trabajos no duraban, porque en el día ella arrastraba un cansancio que la hacía equivocarse a la hora de hacer las cosas que sus jefes le pedían; y así iba, recepcionista ojerosa/cajera malhumorada/mesera amante de los bostezos. Por las noches se instalaba en su cama y seguía rituales para relajarse y convocar al sueño, pero cuando llegaban las dos y los párpados no se le cerraban, salía de su piso huracanada y se dirigía a la disco de turno en la que trabajaba su hermano, y a veces pinchaba durante unos minutos hasta que los feligreses reclamaban a Ryu, y otras, las más, se ponía a vender los swits de Ryu a cambio de una comisión, y se metía un par de swits y bebía whisky esperando, ansiosa, que algo, cualquier cosa, sirviera para desencender la máquina. Una vez estuvo ocho días sin dormir y Ryu debió llevarla al hospital para que un doctor dado a contar anécdotas de su infancia intentara forzar su sueño con una inyección de una variante potentísima de la escopolamina, que trabaja bloqueando los receptores de la acetilcolina en las neuronas, y antes de que el doctor terminara de pronunciar esa frase, memorizada por Ryu, Mara ya estaba dormida en una camilla de sábanas raídas. Después de salir del hospital, dos días más tarde, y ante la negativa del doctor a volverla a inyectar, Mara se obsesionó con intentar todo tipo de curas; estaba dispuesta a creer en lo que le dijeran y se emocionaba cuando un amigo le ofrecía un nuevo brebaje traído de Shanghái, una hierba recién llegada de las republiquetas mexicanas. Por eso a Ryu, una vez tomada la decisión de irse a Iris, se le ocurrió sugerirle que lo acompañara. Allá había plantas milagrosas, decían, remedios naturales que la ayudarían a dormir. Pero esos remedios implicaban entregarse a Xlött. No lo sabían antes de venirse. Ahora lo sabían. Él no había querido. Tampoco hizo mucho por oponerse. Y ella, sí, había podido, al fin, cerrar los ojos. Pero no los volvió a abrir más. Ryu quiso seguir por un sendero cuando descubrió que un tigre le bloqueaba el paso. Miró hacia atrás: otro tigre. Cuatro tigres a los costados. Estaba rodeando. Olían la carne y se le acercaban. No había mucho más que hacer. Vio a Mara resplandeciente bajo el sol irisino esa última tarde en que pasearon por el centro de la ciudad y compraron un goyot azul de cerámica. Quiso que los últimos pensamientos fueran para ella. Con miedo, con resignación, se preparó para los zarpazos. Que se apuraran. Que no sufriera. No había podido escoger el final, pero al menos esperaba piedad en los detalles. Reynolds se acercó a la pared de la celda donde se encontraba el espejo unidireccional y vio al preso tirado en el suelo y agitando los brazos, en lucha contra un enemigo imaginario. Había pavor en el rostro de músculos

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contraídos, la mandíbula apretada como si quisiera romper castañas con los dientes. Le preguntó al oficial apostado junto al espejo cómo estaba el preso. Ya ha pasado por la etapa de las zhizus y las dushes, dijo el oficial, que cruzaba y descruzaba los brazos y no paraba de hacer sonar los huesos de las manos. Nau está con los tigres. Cree que tiene la culpa de la muerte de su hermana. Reynolds pensó que ese había sido un detalle cruel de los doctores. Hacerle creer al preso que tenía una hermana. Alguna vez había existido una Mara. Era la hermana de uno de los técnicos cuando se iniciaron los experimentos con MDVP-2 en los labs. Qué habría sido de ella, la verdadera chica insomne. Estaría viva, podría dormir ahora o seguiría dando vueltas por el mundo en busca de una cura. La historia la refinaban continuamente y eso la hacía tan verosímil para los presos. El último detalle añadido habían sido las pecas. Con esas pecas Mara conmovía a cualquiera. Si el preso era mujer, cosa inusual, Mara se transformaba en hombre. ¿Algo más? Está seguro de que la salvación está en la luz nel medio del bosque. Mas la luz se aleja. Eso está bien. Eso me gusta. Qué hacemos den. Aumenten la dosis. Que se encuentre con Malacosa. Eso lo hará confesar sin problemas. El oficial esquivó la mirada. ¿Pasa algo?, dijo Reynolds. No me gusta meterme con Malacosa, dijo el oficial. Hay que respetar las creencias del lugar. Es un monstruo peligroso. Mencionarlo es convocarlo. Me habla de él como si creyera en su existencia. Los indígenas están colonizando su cabeza. No discuta las órdenes, los otros oficiales no lo hacen. Este preso es un traidor, ha ayudado a la insurgencia. Debería agradecer que no habrá muerte para él si confiesa. Le está haciendo un favor. Lo q’está viviendo nau puede que sea peor que la muerte. No hay nada peor que la muerte. A usted le gusta el fok, lo sé. Visitar fokjoms. Mas en la muerte no hay fokjoms. En la muerte no puede fokear con nadie. El oficial se resignó a incrementar la dosis. Reynolds lo dejó con el rostro contrariado y siguió su camino rumbo a otra celda, a enfrentarse a otro pieloscura traidor que quizás en esos momentos lidiaba con dushes, zhizus, tigres o Malacosa.

Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) es catedrático, ensayista y narrador. Ha escrito diez novelas, entre ellas El delirio de Turing, Norte e Iris; y cuatro colecciones de cuentos. La quinta será Las visiones (Páginas de Espuma, 2015), de la que adelantamos este relato. El próximo año la editorial Almadía publicará Tiburón, una antología de sus cuentos.


20 Fotografía: cristinariveragarza.blogspot.com

El novelista,

sampleador del lenguaje Por Carolyn Wolfenzon Cristina Rivera Garza reflexiona acerca de su escritura y el modo en que opera su narrativa, y nos da las coordenadas temáticas de su trabajo en otros géneros, como el ensayo y la poesía. Hay un universo textual por descubrir que lleva sus apellidos.


Central

E

ncontrar a Cristina Rivera Garza (Tamaulipas, 1964) es difícil incluso por la vía virtual. Siempre está viajando, dictando conferencias o cursos, o haciendo todo a la vez. Finalmente, pudo contestarme la entrevista desde un cuarto de hotel en Santiago de Chile, donde tenía disponible una sola hora para hacer esto y más. Las respuestas fueron dadas «al galope», sin que ella escribiera la respuesta debajo de cada pregunta. Luego, tuve que repensar la entrevista, y decidir cuál respuesta pertenecía a cada pregunta: un rompecabezas al revés y de gran dificultad porque, en algunos casos, hubo afirmaciones que no pertenecían a ninguna pregunta y preguntas que se quedaron sin contestar. De esta manera, me vi haciendo el mismo ejercicio mental que practico cuando leo sus novelas: yuxtaponer, recomponer, asociar, parchar, completar oraciones e ideas, y conectar sus libros que siempre están en diálogo con otras obras. En el estilo de Cristina Rivera Garza, en su manera de narrar, nada es concluso, cerrado o tajante. Todas sus ficciones exigen una participación activa por parte del lector, donde juntos, tanto escritor como lector, van creando y montando el significado y alusiones de lo narrado. Esta técnica, que estaba presente desde su primera novela, Nadie me verá llorar, y que fue perfeccionando con las siguientes entregas (La cresta de Ilión, el policial La muerte me da y Verde Shangai) han llegado a su máxima expresión en sus más recientes obras: Dolerse. Textos desde un país herido y Los muertos indóciles, donde Rivera Garza practica la poética citacionista, es decir, desapropiando los textos de otros, despedazándolos, rompiéndolos y reestructurándolos. En el caso de Dolerse, ella considera que esa era la única manera posible de narrar la extrema violencia que vive México desde que inició la guerra contra el narcotráfico. Yo, personalmente, viví la poética citacionista, porque al recomponer, pegar y adjuntar las preguntas con las supuestas respuestas de esta entrevista, me vi inmersa en el citacionismo como estética colaborativa. La novela Nadie me verá llorar ocurre en un manicomio. ¿Cómo surge tu interés por la locura y concretamente por el manicomio La Castañeda? Ahora, tantos años después, veo a Nadie me verá llorar como uno de mis primeros acercamientos a la escritura documental. En lugar de proceder bajo la premisa de la «inspiración genial», me dejé llevar por la lectura, por la función de la lectura como actividad creadora. Una suerte de trampolín. Yo llevaba a cabo, como he dicho en otros lados, la investigación necesaria para escribir mi tesis de doctorado en Historia. Encontrar primero y, después, leer los expedientes de los pacientes (se les llamaba internos entonces) de La Castañeda cambió en mucho mi entendimiento de la lectura. No era, por supuesto, un acto de consumo o de recepción, sino

un proceso de creación en sí. Me interesaba crear todavía una suerte de anécdota (y aquí la línea anecdótica en sí es la ficción) para mantener juntos una serie de fragmentos, unos ciertos trozos de lenguaje, en los cuales encarnaba la tensión, desazón, y también la dignidad con que hombres y mujeres pobres, enfermos, en muchos casos desechos, enfrentaron los retos de la modernización pre y posrevolucionaria. Trabajé muy de cerca con ese lenguaje y lo leí, al lenguaje yuxtapuesto, abigarrado, de los expedientes, como si se tratara de inéditos. En efecto, en cada uno de mis libros posteriores he trabajado dialógicamente con otros autores (Amparo Dávila en La cresta de Ilión; Alejandra Pizarnik en La muerte me da; los cuentos de los hermanos Grimm en El mal de la taiga; mi propia La guerra no importa en Verde shanghai), pero en Nadie me verá llorar mis interlocutores, los autores con los que imaginaba críticamente ese mundo de inicios de siglos fueron esos hombres y mujeres que, por ser diagnosticados como locos, se convirtieron en autores anónimos de las historias de sus vidas, ahora archivadas (Benjamín diría «redimidas») por un sistema de registro y, claro que sí, de memoria. El burdel donde trabaja la protagonista Matilda se llama La Modernidad y esto es provocador porque Nadie me verá llorar narra muchas transformaciones sociales en México en el siglo XIX. Sin embargo, no se había planteado la conexión entre modernidad y locura. ¿Cómo ves tú esa conexión? La locura es el lado B de las cosas. La serie de conductas que, en su momento, han sido diagnosticadas como síntomas de una enfermedad mental depende en mucho de los contextos en que estas ocurran. Uno nunca cae enfermo aisladamente. El enfermo no cae propiamente en una cama, sino en un contexto. Los diálogos en los que los signos del padecimiento se convirtieron en una enfermedad se llevaron a cabo en el Manicomio General. De ahí, de esos diálogos, emergieron los primeros psiquiatras y, naturalmente, los primeros locos (en el sentido moderno). De ahí, de esas primeras traducciones (del lenguaje popular del cuerpo al lenguaje en apariencia científico de la medicina) también surge una lectura de lo que la modernidad mexicana era o pretendía ser. La conexión es, pues, tensa, plagada de equívocos, tendenciosa, partidista, dramática, desigual. Por eso, y no por otra cosa, Nadie me verá llorar habita precisamente ahí, en esa delgadísima línea en que se decidía lo que se aceptaba como posible, es decir, como real. Por eso me interesaba tanto traer a colación el lenguaje en sí de los llamados internos. El novelista menos como normalizador de un lenguaje y más como el sampleador que pone enjuego pedazos de ese lenguaje para que choquen con los ojos, siempre históricos, del lector. La novela como el foro de fragmentos en que con frecuencia se toma

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una conversación. La lectura como el proceso mismo de actualización —que no armonización— de los hechos. En Nadie me verá llorar como en La cresta de Ilión abordas el tema de la homosexualidad. ¿Cuál es tu interés por ahondar en las relaciones homosexuales? El cuerpo, el carácter polimorfo de la sexualidad y la tensión que rodea a las definiciones de género han sido preocupaciones mías a lo largo de todo mi trabajo. En La cresta de Ilión esa exploración toma la ruta de lo fantástico y, por la cantidad de alusiones y, de hecho, citas directas (siempre en cursivas) al trabajo de Dávila, forma parte de una estética citacionista ya. He dejado que el discurso de la Dávila se aparezca Y perfore el universo de La cresta de Ilión una vez más para encamar el diálogo productivo de toda lectura, para señalar el paso del tiempo como un paso material que contribuye a la transformación de los significados, y también para anclar las múltiples lecturas del cuerpo y sus géneros. Leía a Butler entonces, ciertamente, pero también leía a Bernstein y a Silliman, leía sobre la nueva oración y la orgánica relación entre fondo y forma. En La cresta de Ilión aparece el fantasma de la autora mexicana Amparo Dávila. ¿Qué te motiva de ella para traerla como fantasma? ¿Pensaste en Pedro Páramo y Aura cuando la escribías? Las atmósferas de Amparo Dávila siempre me sedujeron. Mi anécdota favorita sobre mi lectura de, por ejemplo, «El huésped» —uno de sus cuentos más reconocidos— es que lo leí en una época en que no se leía nada a la Dávila. El cuento, que es de una factura insidiosa y perfecta, se quedó conmigo. Incluso cuando lo olvidé se quedó conmigo. Eso lo supe cuando, años después, cuando escribía ya La cresta de Ilión, seguía más o menos, muy a tientas, algunas de sus premisas. En esos días me llegó un libro por correo. Era un regalo. Un libro de cuentos de Amparo Dávila que incluía, naturalmente, «El huésped». Me reí mucho, por supuesto. Y decidí hacer de ese encuentro, que justo en ese instante se transformaba en un encuentro necesario y acaso brutal, la base misma del relato. «No somos fantasmas, somos apariciones», me hubiera gustado que Las Emisarias de La cresta de Ilión hubieran dicho alguna vez eso. Parpadeos. Banderas que se alzan y anuncian lo que después vendrá. O no. El misterio es así. Todo enigma, cuando lo es, conduce a un enigma mayor. Por cierto, tanto Pedro Páramo como Aura forman parte de mis lecturas sobadas y queridas. Tu novela policial me atrapó desde la primera línea, La muerte me da. En ella el personaje de la escritora Cristina Rivera Garza hace una reflexión sobre la literatura de mujeres donde se recoge todo tipo de


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opiniones al respecto. ¿Qué piensa sobre este tema la persona Cristina Rivera Garza? Me preocupaban muchas cosas cuando escribía La muerte me da. Todavía el horrorismo —el concepto es de Adriana Cavarero— no se convertía en la condición cotidiana de vida en México, pero ya había atisbos enormes que anunciaban que, pronto, la saña con que se desfigura no solo el cuerpo sino la condición humana de un cuerpo nos dejaría apabullados a nivel tanto individual como social. Teníamos años leyendo ya noticias sobre los feminicidios, que entonces parecían ser solo de Ciudad Juárez, pero que se han vuelto una constante nacional. En una de sus vertientes, La muerte me da intentaba ver esa misma realidad desde el otro lado del tablero. Si la violencia marcada en el cuerpo femenino —en esa víctima que por definición, y hablo aquí incluso de la gramática, es siempre femenina— parecía no alertar a la población, ¿pasaría algo si la violencia se inscribía en el cuerpo masculino? Más que una venganza simbólica, lo que hay de fondo, creo, es una pregunta de otredad. Un reclamo. Una interpelación.

pendiente Sur +, publicó Dolerse. Textos desde un país herido —de la cual aparecerá una segunda edición remix bien pronto— donde, siguiendo un principio de yuxtaposición, abigarré poesía documental y crónica, ensayo histórico y hasta ficción. No podía acercarme a la violencia de horrorismo mexicano de otra manera. El valor de la ficción —y en esto estoy de acuerdo con Knausgárd— en un mundo que se ha vuelto pura ficción es nulo. Creo que a eso se debe el creciente interés de lectores y escritores por las poéticas del yo, como queda claro en la popularidad de relatos autobiográficos que ahora llamamos de autoficción. A mí me interesa ese yo, en efecto, pero no aisladamente. Me interesa el yo plural, el yo en conexión íntima y difícil con otros. El yo relacional. Dolerse es mi manera de entender esa transición. Es, también, la manera en que me posiciono al respecto, como escritora y como ciudadana.

algunos identifican como la línea de origen pasa, en mi caso, por y a través de la frontera entre México y Estados Unidos por generaciones ya. He trabajado ya por bastante tiempo en la Universidad de California, San Diego. Más específicamente en el MFA Program in Creative Writing. Y lo digo así, en inglés, porque el programa que he dirigido desde hace un par de años es, en efecto, un programa de escritura creativa en inglés —sí, mi segunda lengua—. Esta relación, digamos, extraña con el lenguaje, me coloca de entrada en el trance de la traducción. Es un sitio incómodo y, por lo mismo, productivo. Desde ahí, con todos esos lentes y todas esas mediaciones, veo lo que ocurre en mi país —¿o debería decir: en mi otro país?—. Desde el punto de mira que se coloca justo en el borde, entre San Diego, California, y Tijuana, Baja California. Desde aquí. Donde hay diferencia, hay frontera, y en ese sentido hay fronteras en todos lados; pero cuando para pasar de una calle a otra hay que mostrar ¿En una línea similar aparece Los muertos indó- documentos de identidad y responder, tácita o factualmente a la pregunta ¿quién eres?, y sobre todo cuando ciles en el 2013? la respuesta te garantizará o te negará el derecho de pasar, entonces la brutalidad La idea del lenguaje como penetración de las desigualdades fronterizas queda Quería registrar los pedazos, no necesariamente juntarlos, corporal, como algo que deja una herida expuesta sin tapujos, y acaso sin metáfora en un cuerpo, problematiza el rol del alguna. De eso se trata ver la vida desde y entregarle al mundo lo que me daba a mí. La obsesión de crítico literario porque constantemente aquí. De eso se trata vivirla desde aquí. Pizarnik por la prosa, una práctica que ella asociaba a la estamos cortando los textos para interY escribirla, claro está. Lejos de la fascipretarlos: ¿crees que la crítica literaria morada o el refugio, me parecía demencial. Quería alejarme de nación y la práctica centralista del medio «mata» a la literatura? cultural mexicano, sin embargo, las cosas nociones esencialistas de la violencia y el mal […] y reconocer Me preocupaba también, y esto también se vuelven en efecto más interesantes. No su génesis en esto que nosotros hacemos… de manera fundamental, la relación entre por nada los ejes de la producción cultural los géneros así llamados literarios. Me en el siglo XXI mexicano se han ido desacercaba cada vez más a la noción de plazando lenta pero efectivamente desde escritura, alejándome de la literatura piramidal. Quería Los ensayos de Los muertos indóciles: necroes- el centro del país a lugares que me son próximos como poner una bomba y hacerlo explotar todo. Quería registrar crituras y desapropiación, que Tusquets México Tijuana, en el norte, en la frontera donde yo habito, o en los pedazos, no necesariamente juntarlos, y entregarle al publicó el año pasado, es una exploración comparativa Oaxaca, uno de los estados que mantiene una relación mundo lo que me daba a mí. La obsesión de Pizarnik por de escrituras contemporáneas cuando deciden tomar el viva y compleja con su presente indígena. La violencia, la prosa, una práctica que ella asociaba a la morada o el toro de la tecnología y de la violencia por los cuernos. He pero también las muchas maneras en que la sociedad refugio, me parecía demencial. Quería alejarme de nocio- leído con mucha atención a escritores conceptualistas de civil ha enfrentado, y con tanta dignidad, esa violencia nes esencialistas de la violencia y el mal —atribuyéndolos los Estados Unidos —y no solo a Kenneth Goldsmith, de desaforada del capital financiero y su estado neoliberal, ideológicamente al otro— y reconocer su génesis en esto quien tanto se habla; traduje también al español Notas se ven más claro desde aquí. que nosotros hacemos: esculcar, partir, diseccionar, abrir. sobre conceptualismos, de Vanessa Place y Robert Pensar, decía María Zambrano, es un acto de violencia. Fitterman—, a esa veta maravillosa que es el posexotismo ¿Qué temas te atraen para escribir actualmente? Tendríamos, entonces, que empezar por ahí. francés, en palabras de Antoine Volodine; y a escritores Ahora estoy muy interesada en otro giro. A lo que el de la comunidad latinoamericana, un concepto que reto- antropólogo Eduardo Kohn se acerca en How Forests Utilizas la expresión escrituras colindantes para aludir mo del antropólogo mixe Floriberto Díaz. El libro es un Think, o el filósofo italiano Maurizio Lazzarato en Signs a tu estilo. ¿Lo puedes explicar? esfuerzo por hacer visibles esos diálogos que nunca de and Machines: el giro no humano. Articular el yo plural Las llamé escrituras colindantes al inicio —el tipo de prác- manera gratuita o fácil establecen escrituras de distintas al contexto comunal que lo precede y le da existencia no tica escritural que se posiciona no en género alguno, sino tradiciones ejercidas en lenguas distintas también. es suficiente. No podemos actuar ni escribir como si la precisamente entre géneros—. Más que híbrida —una mediación maquínica fuera optativa en nuestra época. noción que presupone un cierto tipo de normalización o Por último, el lugar desde donde naciste, el norte de No podemos actuar ni mucho menos escribir como si la de armonía—, indecisa, irresuelta, en un suspenso cons- México, me imagino que influye mucho en la mirada subjetividad enjuego fuera únicamente la humana. Mi reto tante y sin solución. Benjamin describía así, por cierto, a que tienes de tu país, ¿cómo ve México Cristina Rivera escritural estos días es producir textos no solo con máquila personalidad destructiva. En el cruce de caminos por Garza? nas o con las subjetividades fuera del antropocentrismo de elección. Tengo más de la mitad de la vida residiendo en Estados nuestra especie, sino desde ellas mismas. Don DeLillo se Unidos. Cuando me lo preguntan, cuándo en foros públi- hacía una pregunta maravillosa y fundamental en una de ¿Dirías que Dolerse. Textos desde un país heri- cos me hacen la consabida pregunta de la identidad, he sus novelas que me gusta mucho (The Body Artist): do es una de tus escrituras colindantes más agresivas? contestado con frecuencia que soy una escritora mexi- ¿y qué mundo verán los pájaros a través de nuestras venLos libros que he venido escribiendo en los últimos años cana que vive y trabaja en Estados Unidos. En realidad tanas? Lo que escribo estos días intenta responder esa han crecido en esas regiones. Dentro de una poética ci- todo es más complejo, como debe. Mis abuelos maternos, pregunta básica, humilde, despiadada. tacionista —siempre trabajando de cerca con el lenguaje por ejemplo, hicieron gran parte de su vida en Estados de otros—, desapropiando más que apropiando ese bien Unidos antes de regresar a México gracias a la reforma común que es la materia prima con la que trabajamos: el agraria del Cardenismo. Si vamos a hablar de trayecto- Carolyn Wolfenzon (Lima, 1975) es ensayista y profesora en lenguaje de otros. Hace un par de años, la editorial inde- rias y pertenencias, tendría que decir que esa línea que Bowdoin College (Maine).


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Ojos desde Urano: José Revueltas y los planetas Por Cristina Rivera Garza

Fotografía: ladignametafora.com.mx

Las condiciones de habitabilidad de las tierras celestes

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staba en ciudad Miguel Alemán cuando escribió esa carta en 1952.1 Era agosto, mediados de agosto, en el trópico. Y Revueltas le escribía una carta a su hija Andrea después de trabajar por horas en el documental que le había prometido a la Comisión del Papaloapan —la misma institución en la que apenas unos años después trabajaría otro escritor: Juan Rulfo—. Revueltas había puesto una tabla sobre un buró que le llegaba a las rodillas y, sobre ella, había colocado su máquina de escribir. Muchachos jugando dominó alrededor. Muchachos cantando o platicando unos momentos antes de caer rendidos. Y el calor. Y los mosquitos. Debió haber muchas gotas de sudor. En esa carta, Revueltas le contaba a su hija sobre Copérnico y Darwin, sobre la posibilidad de vida en otros mundos y, finalmente, sobre su proyecto de elaborar una historia general del materialismo.2 Seguir estudiando, escribía. Ordenar algunas fichas. Pero, como temía aburrirla, decidió cambiar un poco el rumbo y contarle mejor de ese libro que transformó su vida, su manera de concebir el universo y la naturaleza, a la temprana edad de 12 o 13 años. La pluralidad de mundos habitados, un libro del astrónomo y espiritista francés Camilo Flammarion, que, al parecer, gozó del favor

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José Revueltas, Las evocaciones requeridas, 312. El interés sobre temas científicos permanece a lo largo de su obra. Las cartas que envía en 1930 desde Mérida apuntan las lecturas de Worrall, El panorama de la ciencia; Belyaev, La ciencia de la evolución; Anatomía y fisiología del hombre.

de los lectores en Latinoamérica a inicios de siglo XX.3 «Ese honrado hombre de ciencia», le aseguraba Revueltas a su hija, «Flamarión parte de un punto de vista materialista, y sus lecturas contribuyeron en mí a despojarme de los prejuicios religiosos». Fue gracias a esas lecturas que Revueltas, siempre inquieto acerca de su lugar en la tierra y de la relación de otros hombres y mujeres con esa tierra, siempre con preguntas acerca de las leyes o el poder de la naturaleza, pudo concebir la idea de que «la Tierra no es el único planeta en donde existen seres humanos, sino que, dentro del ámbito infinito del universo, es posible (es segura) la existencia de otros mundos donde, cuando menos, debe existir vida orgánica». Es del todo posible que fue desde entonces, desde esos 12 o 13 años, que Revueltas empezó a preguntarse quién nos miraba desde Urano. Ésa es la pregunta que se plantea el narrador de El luto humano cuando un puñado de campesinos, agazapados en una azotea para protegerse de una brutal inundación, comprenden que están a punto de morir. Es una pregunta acerca de la vida, acerca del sentido que puede o no tener la vida justo al enfrentarse ante el poder absoluto de la muerte: «¿tendría algún significado si no hubiese ojos para mirarla, ojos, simplemente ojos de animal o de hombre, desde cualquier punto, desde aquí, o desde Urano?».4 3

Camille Flammarion, La pluralidad de los mundos habitados: estudio en el que se exponen las condiciones de habitabilidad de las tierras celestes discutidas desde el punto de vista de la astronomía, de la fisiología y de la filosofía natural (Madrid: Imprenta de Gaspar y Roig, 1875). 4 José Revueltas, El luto humano, 91.

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Lanzada desde las postrimerías de los años 30, en los albores de la posrevolución mexicana, la pregunta que le sirvió a Revueltas para mantener la atención de una hija en una carta que se volvía larga es la misma que ha animado a una gran diversidad de movimientos revolucionarios a lo largo del siglo XX: la posibilidad de otras vidas, de otros mundos dentro de este mundo, de otras maneras de estar en y convivir con el planeta. Una de las primeras intervenciones públicas del subcomandante Marcos, vocero del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, incluía, casi literalmente, esa misma pregunta vuelta demanda: «El mundo que queremos es uno donde quepan muchos mundos. La patria que construimos es una donde quepan todos los pueblos y sus lenguas, que todos los pasos la caminen, que todos la rían, que la amanezcan todos». La pregunta de Revueltas, que descentra la posición del ser humano sobre la tierra, equiparándolo a la planta o la roca, el mar o la nebulosa, y ligándolo a otras formas de vida, orgánica o inorgánica, en otros sistemas planetarios o en otras galaxias, se ha vuelto también central en el giro no-humano por el que atraviesa una buena parte de las discusiones en las humanidades hoy en día. Vale la pena detenerse aquí por un momento. Vale la pena «mover el rostro hacia el cielo» con ese Revueltas casi niño que imaginaba, gracias a un astrónomo francés, las «condiciones de habitabilidad en las tierras celestes» del universo. Vale la pena mirar el cielo. El punto de vista externo La imagen de un adolescente que, una noche tupida de estrellas, detiene en seco su carrera para observar así, todavía con la respiración entrecortada, la bóveda del universo.

cuanto la cubre, las estrellas, los animales, el árbol. Hay que detenerse, una de esas noches plenas, para mover el rostro hacia el cielo: aquella constelación, aquel planeta solitario, toda esa materia sinfónica que vibra, ordenada y rigurosa, ¿tendría algún significado si no hubiesen ojos para mirarla, ojos, simplemente ojos de animal o de hombre, desde cualquier punto, desde aquí o desde Urano?». Se trata, insisto, de El luto humano. Es el inicio del capítulo ocho, justo cuando la pequeña tribu de campesinos desfallecientes y heroicos entiende que nada tendrá caso. Las fuerzas de la naturaleza. El poder inmisericorde del agua suelta. Es el momento en que la muerte «impulsa a mirar todo con ojos detenidos y fervientes, y cobran las cosas su humanidad y un calor como de pasos, de huellas habitadas».5 Y ahí están los dos, los mundos habitados de Flammarion, y las huellas habitadas de Revueltas, juntas y a la vez. Una pluralidad de materialidades, ciertamente. Un encontronazo de puntos de vista: desde el aquí hasta el allá, y de vuelta. El infinito de por medio; el infinito alrededor. La descentralización de la presencia humana sobre la tierra: apenas un punto en un universo definitivamente más extenso, más maravilloso, más fulminante. Un eslabón, quiero decir. Algo que, deleuzianamente, conecta. Los pies con la tierra, la mano con otras manos, los ojos con la mirada ignota del animal o de la planta o de la piedra o de ese otro que todavía no alcanzamos a distinguir en la orilla de las esferas. Yo soy yo y mi galaxia. Yo soy yo y mi sitio sobre la tierra. Yo soy yo y mi sitio junto con otros sobre la tierra, en este lugar del sistema solar, dentro de un universo plagado de estrellas. Pertenecer es una palabra ardiente

Un eslabón

Pertenecer es la primera condición, esto es lo que aseguraba Revueltas. Esto le permitía, o lo conminaba a, escribir. La condición primordial e ineludible del ser humano —el escritor entre ellos— es pertenecer. Aunque no se trata de una condición meramente humana o solamente humana. Pertenecer es la condición, también, del animal y de la planta y de la piedra. Pertenecer a la tierra. Ser uno con la tierra. Ser convocado por la tierra. «El árbol pertenece», dijo también, explayándose sobre el tema de la superficie de la tierra, «está ubicado, tiene un sitio. Nada más simple, nada más evidente y prodigioso. Entonces hay que cumplir con la palabra ardiente de pertenecer».6 Pero, ¿qué es lo que me pide esa palabra ardiente para que yo la cumpla o le cumpla? ¿Cómo podría yo cumplirla o cumplirle si estuviera en mí, si así lo quisiera? Cumplir es un verbo sin misericordia, eso se sabe. Del latín

«No está solo el mundo», asegura Revueltas en ese otro texto más público pero no por eso menos íntimo, «sino que lo ocupa el hombre. Tiene sentido su extensión y

5 José Revueltas, El luto humano, 91. 6 José Revueltas, «El escritor y la tierra», en Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas), 205.

¿Qué mar de oscuros reflejos, de abismos luminosos, de espumas cósmicas habrá del otro lado del horizonte, en los crepúsculos? (Las evocaciones requeridas) La imagen del adolescente que levanta el rostro para toparse con los ojos que lo ven, que le dan sentido a su existencia, desde otro planeta. El punto de vista externo. Aquella constelación, aquel planeta solitario, toda esta materia sinfónica que vibra, ordenada y rigurosa, ¿tendría algún significado… (El luto humano)

complēre, cumplir es hacer aquello que se debe o a lo que se está obligado. No hay opción. No hay alternativa alguna. Ejecutar; llevar a efecto. Una palabra férvida; una palabra como un clavo que se entierra. En el inicio está el sitio que me tiene; como el del árbol o la piedra, primero está mi ubicación. Ese posicionamiento primigenio del cuerpo, esa carga, es la misma que ocupa a Floriberto Díaz cuando describe los ejes horizontales —terrestres— y verticales —celestes— que determinan la existencia misma de su cuerpo en relación con su comunidad.7 Donde me siento y donde me paro, insiste Díaz repitiendo las voces de otros. Donde me reconozco con otros en el proceso de volvernos nosotros. El eco. En esta siempre irresuelta materialidad. La reverberación del eco. Se pertenece a la tierra y al cielo pero no de una manera individual o aislada, no unívocamente, no de una vez y para siempre, sino con otros y en otros, de modo paulatino y titubeante, con el riesgo siempre inminente de caer. Se pertenece como quien responde, por el mero hecho de tener cuerpo, de estar hecho de una materia en común, a un requerimiento o una invitación de este planeta, de este sistema solar, de este universo. Pertenecer es estar mediado; aceptar esa mediación. Entregarse a ella. Pertenecer es habitar. En 1951, en la célebre cátedra que dictó en Darmstadt, Martin Heidegger equiparó el ser al habitar, en efecto. Hurgando en las palabras del alemán antiguo, el filósofo argumentó que el verbo construir (bauen) aparece subrepticiamente en la conjugación de la primera y segunda persona del singular del verbo ser (Ich bin, Du bist), de ahí su conclusión: «estar en la tierra como mortal significa habitar». Pero estar en la tierra significa también, luego, encontrarse bajo el cielo, formando parte, al mismo tiempo, de un colectivo de mortales. Por eso, habitar es habitar la Cuaternidad —la tierra, el cielo, lo divino, la comunidad— que Heidegger, como Díaz desde otra tradición, uniera bajo el principio inevitable del cuidado: «En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en la conducción de los mortales, acontece de un modo propio el habitar como el cuidar (velar por) de la Cuaternidad. Cuidar (velar por) quiere decir: custodiar la Cuaternidad en su esencia. Lo que se toma en custodia tiene que ser albergado». Pertenecer es, así, reconocer la consistencia misma de nuestras múltiples habitaciones y responder a sus requerimientos. «Y recuérdese que en el mar se dio la primera cosa viva, la primera habitación», pide Revueltas desde lo lejos. Pero también nos pide «tomar nuestro vestido de tierra, nosotros, féretros que tenemos pasos, y comprometernos ligándonos al mundo».8 Así, pues, 7 8

Floriberto Díaz, Escrito. Comunalidad, energía viva del espíritu mixe (México: UNAM, 2007). José Revueltas, «El escritor y la tierra», Visión del Paricutín, 206.


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como habitante de la tierra, como cuerpo entre otros cuerpos albergados por la tierra, es preciso reconocer también nuestra condición de huéspedes. La verdad cruel, la verdad simple, la verdad de la que parten todas las otras verdades: estamos alojados en una casa ajena. Somos huéspedes en un lugar que es también la ubicación de otros seres humanos y otras especies y otros seres orgánicos e inorgánicos. Reconocer la raíz plural de nuestra habitación, asumir nuestra condición de huéspedes en un mundo radicalmente compartido implica, sobre todo, estar al tanto, vivir en un continuo estado de alerta acerca de los lazos que se tienden de ser humano a ser humano, y los lazos que van del ser humano al ser animal, al ser planta, al ser piedra. Habitar es devenir, ciertamente. No se trata de una conexión abstracta y ni siquiera sagrada, sino de una interrelación material: en la frente de Petrov se aposenta el mar, asegura Revueltas, porque ese sudor, que es real y tiene olor, es también la encarnación misma de una memoria: la memoria del mar. «Y recuérdese que en el mar se dio la primera cosa viva, la primera habitación y que, entonces, el sudor es una húmeda memoria de nuestro misterioso pasado».9 De la misma manera en que Jussi Parikka puede reconocer el lazo que va de la molécula de polvo en el espacio sideral al proceso de extracción de metales preciosos bajo la superficie de la tierra, así Revueltas recorre con morosidad, en un estado de alerta único y febril, la vereda que va de la primera célula viva en el sedimento marino al sudor en la frente de un escritor que «muere por la vida, porque en torno de su hacha de escritor, porque en torno a su martillo de escritor, porque en torno de su azada, reuniéronse niños, pueblos, piedras derribadas y manos en alto».10 La conexión, que existe, tan real como perecedera, tan ufana como inevitable, va de la corteza de la tierra a, entre otros, el trabajo de creación, pasando por ello mismo, ineludiblemente, por el cuerpo. No hay caja negra alguna en el pensamiento ni en la praxis de José Revueltas. No hay mano invisible ni posible abstracción. No hay una cosa mental autónoma que se separa, triste, amargamente, del esqueleto. A la manera de los pensadores del giro no-humano, aunque mucho antes que ellos, Revueltas entiende la ardiente palabra pertenecer como parte de o sinónimo de otro verbo encarnado: producir. De la mano al cerebro y viceversa, con la dignidad de las yemas encallecidas, la producción del planeta, de la vida humana y no-humana sobre el planeta tierra, es la condición de la que no podemos, ni queremos, escapar. Habitar, que es también producir una habitación, es lo que nos conmina a reconocernos. «Conozco un sitio de 9 José Revueltas, «El escritor y la tierra», Visión del Paricutín, 206. 10 Jussi Parikka, Geology of Media (Minnesota: University of Minnesota Press, 2015); José Revueltas, «El escritor y la tierra», Visión del Paricutín, 206.

la tierra donde, como en el cuento de Tolstoi, no hay más grande dignidad que la de las manos encallecidas. Ese sitio ruso de la tierra ahora tiene fuego y de sus callos nacen constelaciones, planetas y un sistema solar».11 Un método Pero pertenecer es siempre ir de vuelta. No hay tabula rasa. Si la primera habitación surgió en el océano, transformando al planeta Tierra en un mundo desde su origen compartido, pertenecer es estar en el lugar con otros y en el lugar de otros, ya sea subsecuentemente o a la vez. Nadie pertenece por primera vez. Compartimos estancia de entrada, en el origen mismo de toda materia, con las células más nimias y con los cerros de tiempo inmemorial. Ojos en el microscopio: Ojos en el telescopio. La tecnología nos lo recuerda o lo hace patente: no hay lugar vacío. Desde el punto de vista del tiempo humano eso que está frente a mí es una montaña, sólida e inamovible, pero desde la perspectiva de la montaña, desde su tiempo, la montaña no es más que un choque entre placas tectónicas que sigue ocurriendo.12 Más que un mito, la des-habitación es un crimen. Pertenecer es re-habitar. Negar el origen abstracto o puro del universo y abrazar su materialidad: eso es pertenecer. La primera habitación, por lo tanto, es la huella. Si como habitantes de la Tierra sólo nos queda estar con otros o volver a estar donde estuvieron otros, entonces la tarea más básica, la más honesta, la más difícil, consiste en identificar las huellas que nos acogen. Éste es el momento ético de toda escritura y, aún más, de toda experiencia. La huella, sí, nos altera, obligándonos a reconocer la raíz plural de nuestros pasos y obligándonos también a cuestionar la ausencia que hace posibles a los nuestros en primera instancia. La huella nos recuerda nuestra calidad de huéspedes y, con toda probabilidad, con aparatosa frecuencia, nuestra calidad de usurpadores. De nuestra mera presencia, es decir, del hecho de que nuestra presencia es presencia en el lugar alguna vez ocupado por otro, o concomitantemente ocupado por otro, surge la pregunta sobre la ausencia. ¿El destierro de quién o de qué hace posible que yo esté aquí? ¿Qué desalojo o qué huida abrió el terreno que piso? ¿Qué fuerzas o qué desatino lo conminó a alejarse de aquí y a fundar el allá? ¿Qué injusticia o qué crueldad o qué invitación estelar? Pertenecer es el mecanismo que utilizamos para volver palpable al tiempo. La escritura, que convoca al pasado, que lo requiere, también nos lo convida. Usurpar es otro verbo que viene del latín y es otro verbo sin clemencia. Usurpar es apoderarse de una pro11 José Revueltas, «El escritor y la tierra», Visión del Paricutín, 206. 12 Manuel DeLanda, «Nonorganic Life», en Jonathan Crary y Sanford Kwinter, Incorporations (Nueva York: Zone, 1992).

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piedad y de un derecho que le pertenece legítimamente a otro. Por lo general con violencia. Arrogarse la dignidad, empleo u oficio de otro, y usarlos como si fueran propios. El usurpador es el que no puede ver la vecindad que nos instaura desde dentro y desde el inicio. El que opta por la ceguera de ver el mundo sin microscopio y sin telescopio. Usurpar es lo contrario a escribir. Luego de narrar sus experiencias en las Islas Marías en Los muros de agua, José Revueltas empezó a trabajar en un segundo libro al que denominó, hasta el momento en que terminó su primer borrador en agosto de 1942, Las huellas habitadas. El oxímoron no sólo es evocador, sino también heurístico. Más que metafórico, quiero decir, ese título anuncia toda una metodología en pleno proceso. El cuidadoso observador de los fenómenos del cielo que alguna vez se preguntó sobre los ojos que nos observan desde Urano, va ahora de regreso. El ruido de pasos juntos. Se dirige y convoca las experiencias que lo marcaron en 1934, en el norte de México.13 Los agricultores que iniciaron y perdieron una huelga memorable ya no están ahí, eso es cierto, pero están sus huellas.14 El microscopio y el telescopio de la memoria, que son las palabras, nos dejan verlas. Aún más: nos dejan pisarlas. Recorrerlas. Aquí vamos. Los pasos juntos. La escritura, que no es sobre el regreso, sino el regreso mismo, abre así la posibilidad de la habitación y, aun más, de la cohabitación. Esa ardiente posibilidad. Esa verosímil pertenencia. Venus parecía exactamente Venus Vale la pena detenernos aquí. Mover el rostro hacia el cielo junto con ese muchacho de 12, 13 años. Vale la pena, entonces, volver a cerrar los ojos y dejar pasar al tiempo. Ahora está aquí otra vez, mirando el cielo de Mérida. Revueltas tiene ya 24 años. Venus estaba limpísima y hermosa, cuando el crepúsculo […]. El horizonte tenía una claridad fina, exacta, sin nubes: al centro, viva, a punto de ser luz, en los extremos tierna, apagándose, como dejándose absorber por el resto de cielo azul, profundo, brillante. En medio de todo esto, Venus parecía exactamente Venus, la diosa, cuando salió de entre las espumas.

13 Véase Cristina Rivera Garza, «Una extraña emigración», en Tierra Adentro, de próxima publicación. 14 Véase Cristina Rivera Garza, «K61 Brecha 124: Agricultores en tránsito a colonizar Tamaulipas», en Estudios Mexicanos/ Mexican Studies, de próxima publicación.


26 Fotografía: periodiconmx.com

Cristina Rivera Garza: Desde la situación de lo impropio Por Alejandro Palma Castro y Cécile Quintana

Cristina Rivera Garza: una escritura impropia ■ Alejandro Palma Castro et al. ■ Ediciones EyC (2015) 248 páginas

Una trayectoria inapropiada

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no comienza la lectura de Los muertos indóciles (2013) de Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964) y tras conocer la relación e idea entre la apropiación y desapropiación nos resuena una palabra clave de nuestra época: propiedad. Derivada de propio, adjetivo para declarar algo perteneciente a alguien o también lo que es «característico, peculiar de cada persona o cosa»,1 su etimología derivada del latín está compuesta por una expresión, pro privo (a favor de lo privado). En lengua castellana Joan Corominas apunta el uso de propio a partir del siglo X y apropiar a mediados del XIII. Apropiarse es hacer propio algo. Desapropiarse es «desposeerse del dominio sobre lo propio». ¿Por qué ha debido ser clave para la idea de la escritura de Cristina Rivera Garza el asunto de la propiedad? Quizás porque el uso de la palabra a lo largo del tiempo refleja el gradual asentamiento de una lógica económica basada en la posesión de bienes y en los últimos años, justo cuando escribía su columna semanal «La mano oblicua» en el diario Milenio, se desató la crisis del capitalismo revelando la inclemente voracidad y descubriendo a los pocos y muy descarados propietarios del mundo. Fue en 2008, pero esto quizá comenzó muchos años antes, cuando surgió la noción del capitalismo tardío y sus terribles consecuencias. En aquella época Rivera Garza habrá estado como estudiante de sociología en la UNAM y posiblemente adherida al pensamiento de cautela y denuncia ante la avanzada neoliberal en Latinoamérica. Por eso nos parece oportuno proponer una biografía de 1

Diccionario de la lengua española, 22a edición, 2001.

esta escritora derivada de lo social: la situación de las mujeres frente a las estructuras de dominio masculino, la invisibilidad de diversas regiones mexicanas ante el centralismo cultural, los cambios de la cultura y sociedad humana con la invasión de los medios electrónicos de información, la vulnerabilidad del ciudadano ante todas las formas de violencia, etcétera. Queremos entonces presentar otra biografía de nuestra autora, empezando por dibujar el mapa de sus lecturas para concebirlas como una formación relevante de su pensamiento y creación. Antes de escribir, hay que leer. Esta regla es la que les impone Rivera Garza a sus alumnos de los talleres de escritura, impacientes por someterle su producción sin una previa formación como lectores. Entregar una lista completa de sus lecturas sería tan imposible como inútil, pero sí pueden establecerse algunas secciones que revelen lo que Marx y Foucault llaman estructuras del pensamiento. En su caso se fundan, por una parte, en un acercamiento a los márgenes y, por otra, en una conciencia de lo colectivo versus lo individual. Desde su trabajo de tesis sobre el manicomio de La Castañeda hasta el retrato del México doliente de principios de siglo presentado en Los muertos indóciles, se responden y articulan estos dos enfoques. Si Cristina Rivera Garza ha leído y sigue leyendo a los respetados autores del canon, empezando por Rulfo,2 a menudo da el salto hacia lo desconocido para hacernos descubrir a escritores improbables que conforman lo que en Europa se llamó en su tiempo un cabinet de curiosités, del cual las fotos incluidas en su blog del 21 de enero de 2013, bajo el título «Las muchas cosas juntas», podrían ser una ilustración. Objetos literarios heteróclitos de atrevidas formas y contenidos invaden su espacio de lectura: Theresa Sha, Agustín Fernández Mallo, Eloy Fernández Porta, Kim Myung Mi, Juliana Spahr y más recientemente, desde 2013, Antoine Volodine (un hápax francés según algunos críticos). Confiesa Rivera Garza leer en realidad poca narrativa y mucha poesía y filosofía. De Antoine Volodine, 2

Ocupa este autor un lugar particular, pues no solo lo lee y relee, sino que lo deslee, al proponerse una reescritura de Pedro Páramo, sin cambiar ni una palabra de la novela original, con Mi Rulfo mío de mí que publica en su blog.

por ejemplo, le ha llamado la atención su sistema literario descrito en Le post-exotisme en dix leçons, leçon onze, donde el autor propone una nueva teoría de los géneros y quehacer literarios. Tan interesada en la crítica como en la creación, de Robert Fitterman y Vanessa Place, ha traducido Notas sobre conceptualismos. Estas lecturas revelan otra faceta de Cristina Rivera Garza: su activa y constante participación en un cuestionamiento del estado de las cosas, las identidades y el lenguaje. Desde esta perspectiva se explica su infalible interés por la tuitescritura y su admiración ante talentos inéditos como los de Isaí Moreno, Jorge Harmodio, @diamandina, aquellos que fundan esa comunidad de escrituras del presente con la que ella misma se identifica (más allá de supuestas identidades generacionales o nacionales), y por la cual se ve influida, tanto como por los autores del pasado. Si bien irrumpió en el escenario nacional de las letras con su novela Nadie me verá llorar, hoy día el reconocimiento internacional de Rivera Garza se confirma cada vez más, pues en diciembre de 2013 recibió en París el prestigioso premio Roger Caillois por su primera novela precisamente, que acaba de traducirse al francés y publicarse en la editorial Phébus. Así, esta escritora se introduce en el escenario europeo no con el estrépito fogoso de algunos de su generación, como Jorge Volpi o Carmen Boullosa, sino de puntillas pero pisando firme, con renovadas invitaciones en las universidades extranjeras: en 2013, fue invitada por la Universidad de Poitiers (donde terminó de escribir y concebir Los muertos indóciles) y en 2015 la Universidad de Toulouse la recibió por unos meses como profesora invitada. Estas consideraciones abren una perspectiva más para seguir rastreando algunos datos biográficos, en relación con la actividad vital de escribir: la de los lugares por donde va pasando Cristina Rivera Garza. El hecho de escribir a menudo desde un lugar «no estabilizado» determina las modalidades de enunciación de un «sujeto sin domicilio fijo». Aunque ha nacido en Tamaulipas y se asume como una escritora mexicana, su identidad de escritora nómada permite caracterizar la esencia de su escritura dándole un énfasis interesante a la noción de frontera, más allá de la que separa México de Estados Unidos. Rivera Garza


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forma parte de esa otra comunidad de identidades literarias nómadas que van viajando y ocupando un espacio en forma básicamente transitoria. En efecto, su vida entre California y Tijuana, cuando no Toluca, interrumpida a su vez por repetidas y largas estancias en el extranjero, influye en las modalidades de su vivencia/vivir con la escritura, pensada también, al fin, como «un espacio de tránsito», igual al aeropuerto que describe en una de sus crónicas de Milenio, donde precisamente está acostumbrada a estar y escribir a menudo, en un estado de espera activa. Escribir desde el extranjero significa escribir desde lo extraño, sentimiento producido por el desfase que se siente al vivir una rutina como si ésta fuera algo extraordinario, en un país donde uno se ha propuesto vivir un tiempo y no sólo estar de turista. Sentir lo extraño desde la experiencia de la cotidianeidad se hace práctica de escritura con Rivera Garza. Al fin, la rutina vivida como algo extraordinario, desde la distancia y diferencia cultural, es posible bajo esa mirada que también podríamos tachar de desapropiada o inapropiada, tan característica de nuestra autora. Desde el mismo culto a lo privado que ha caracterizado a Occidente es que una trayectoria intelectual como la de Cristina Rivera Garza nos parece inapropiada. Esto es, una forma existente de denuncia y resistencia a nuestra actualidad desde donde la escritura se convierte en una manera pública de exponer estas formas de dominación que se han privilegiado en Occidente desde el mismo Imperio romano. Para ello parece lógico poder romper con esa noción de lo propio como dominio de algo y más bien traducirlo como dice la escritora de Los muertos indóciles en comunalidades de escritura que, al develar el trabajo colectivo de los muchos, como el concepto antropológico mixe del que provienen, atienden a lógicas del cuidado mutuo y a las prácticas del bien común que retan la naturalidad y la aparente inmanencia de los lenguajes del capitalismo globalizado (22-23). La situación de una escritura Lo que Los muertos indóciles nos hace sentir es que estamos ante los umbrales de otra escritura, no nos atrevemos a pensar si nueva, por cautela a sentar un precedente apropiatorio, pero definitivamente reconfigurada después de las ideas del siglo XX que emanaron de la Escuela de Fráncfort, del denominado posestructuralismo, el feminismo, los estudios culturales, la posmodernidad, los estudios poscoloniales, etcétera. Evidentemente que esto también se aplica a Rivera Garza en cuanto creadora, cuando escribe «se trata, entre otras cosas, de darle la bienvenida a una poética y una práctica de escritura que, como aseguraba Jean-Luc Nancy, “se nos ofrece” como aquello que “nos ocurre” o para que nos ocurra “algo en común”» (51). Este postulado implica un detenerse en la escritura de Rivera Garza para buscar algo. Si bien en sus textos ha experimentado constantemente con la desapropiación, parece que hasta Los muertos indóciles a la escritora se le ha revelado claramente una situación particular de la escritura recontextualizada a partir de la necropolítica. Esta pausa reflexiva y la manera en la cual se ha organizado la poética de la desapropiación nos colocan ante una situación de escritura particular desde donde se puede revisar en retrospectiva su obra hasta ahora publicada.

Un antecedente importante a este texto es Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto, editado por Oswaldo Estrada en 2010. Y entonces resultará suspicaz suponer que apenas en cuatro años se vuelva a presentar otro compilado similar. No son muchas las obras que Rivera Garza publica después de esa fecha y la excelente factura de los estudios en el texto de Estrada aún resultan vigentes para comprender la narrativa y parte de la poesía de la autora. Pero varias circunstancias nos han animado a lo que, con el tiempo comprendimos, era una situación distinta. Primero, al dar seguimiento al Congreso Internacional de Narrativa Hispanoamericana que organiza la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, nos parecía importante, luego de haber trabajado sobre Roberto Bolaño, Juan Villoro y Enrique Vila-Matas, destacar la obra de una escritora hispanoamericana contemporánea con una literatura particular. De inmediato nos asaltó el nombre de Cristina Rivera Garza por la actualidad e interés que despertaba en la crítica. Segundo, al notar la cantidad de textos y géneros cultivados, decidimos conformar una lectura unitaria para una mejor relación de su escritura en el contexto literario actual que apoyara las actividades de divulgación de su obra pero también facilitar a la incorporación de estos materiales en cursos de literatura. Esto nos llevó, como tercer factor, a descubrir una línea de escritura con ciertas recurrencias y obsesiones que cobraron un sentido específico cuando a punto de celebrar el IV Congreso internacional de Narrativa Hispanoamericana en su nombre, conocimos la versión definitiva de Los muertos indóciles. Entonces fue cuando percibimos que la escritura de Cristina Rivera Garza se encontraba en una situación específica desde donde se percibía el umbral hacia algo distinto. Este nuevo estado de la cuestión se ubica entonces en el límite y precisamente lo que resultó interesante explorar ha sido el espacio de dicho límite, tanto más cuanto que la misma escritora admite que Los muertos indóciles cierra un ciclo. La estrategia de lo impropio Si bien en Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto, Oswaldo Estrada consideraba que «leerla es traspasar los límites del lenguaje, cruzar las fronteras de diversos géneros y quedar al filo del suspenso con muchas preguntas y pocas respuestas» (27). En este momento particular hemos decido rebasar la cuestión de los límites del lenguaje para leer más bien una escritura ensimismada en su orilla. Lo cual ha provocado una revisión distinta. No es lo mismo analizar desde la noción de una escritora que ha llamado la atención crítica, que desde alguien que ha cerrado una etapa de escritura y se perfila hacia algo distinto desde donde lo anterior resulta el puerto para el punto de partida. Nos parece que contra toda propiedad, la idea de postular una escritura en sus orillas hacia algo distinto puede ser una forma crítica adecuada a los tiempos de dominio y propiedad. Por esto, la lógica de organización de este estudio ha buscado, en primer lugar, abarcar toda la obra literaria de Rivera Garza publicada hasta el momento. Considerando que se trata de alrededor de una veintena de libros y otros trabajos como el blog y el twitter, nos ha resultado adecuado agruparlos por líneas temáticas que obedezcan al género desde donde son propuestos (novela, cuento, poesía, ensayo) y desde una visión crítica particular. Cada texto ha sido trabajado inicialmente por una o dos

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personas para posteriormente discutirse en revisiones sucesivas. Lo que ha quedado al final de este proceso es un trabajo comunal donde se borra la escritura individual, o por lo menos se disfraza en el trabajo colectivo, para legar una apreciación general de la obra de Rivera Garza. Por lo tanto no se trata de estudios especializados desde un enfoque teórico particular si no más bien de un estudio general de su obra destacando las principales líneas de lectura que pueden avizorarse así como aquellas que ya han sido puestas en práctica en libros, artículos, capítulos de libro, tesis, reseñas, entrevistas, etcétera. En ese sentido notarán que cada apartado se estructura revisando las obras en orden cronológico y debatiendo los temas principales para fijar una serie de reflexiones generales que, o bien encabezan el capítulo o lo concluyen. No creímos necesario, por tanto, estructurar un apartado de conclusiones generales porque sería reiterar las ideas que quedan claras en cada capítulo y que por cierto tienden a manifestar que la prolífica obra de Rivera Garza se distiende hacia varios modos expresivos pero se contiene bajo las mismas propuestas que se tornan obsesiones: el lenguaje, la escritura, la compleja y plural subjetividad femenina, los traslapos de la ficción con la realidad y la sensibilidad social del escritor. Pero todo ello, que bien pudiera ser parte del repertorio de muchos escritores actuales, enunciado desde una situación impropia; es decir, fuera de todo lugar común —con Rivera Garza nada es sencillo—, y con un sentido de extrañeza que nos obliga a desconocer nuestra más cercana realidad para cuestionar lo más fundamental de nuestra existencia humana. El primer capítulo, «Visos de la narrativa posmoderna: de Nadie me verá llorar a Lo anterior», trabaja con las primeras novelas que publicó Cristina Rivera Garza y que la impulsaron en el medio literario como parte de la escritura de renovación posmoderna en México y Latinoamérica. Sobre todo su multieditada novela Nadie me verá llorar continúa siendo una carta de presentación, cada vez más borrosa, de su escritura. Por ello, ante la cantidad ingente de estudios que existen sobre este libro se optó mejor por presentar un marco breve sobre la posmodernidad y el contexto en el cual se han leído mayoritariamente las obras de Rivera Garza. Nos parece, sin ánimo de ser tajantes en nuestros juicios, que estas tres novelas representan la base de una escritura contextualizada en lo posmoderno para detonar hacia un proyecto aún más particular y peculiar. El segundo capítulo, «La puesta en ficción del acto de escritura: de La muerte me da a Verde Shanghai», viene a cerrar la novelística de Rivera Garza. Comprendemos que éste es el eje principal de su escritura, no tanto por ella y su trabajo creativo como por la recepción crítica donde se leen, reseñan y estudian más sus novelas que cualquier otro de los géneros literarios en los cuales ha incursionado. Por tanto ha sido importante marcar lo que apreciamos como una ligera diferencia a partir de La muerte me da donde la escritora escribe desde un capital simbólico que aprovecha (personajes comunes, recursos identificados de su novelística, cuestionamientos a la formalidad del género, etc.) para ir más allá y llevarse


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al lector a un espacio donde la escritura se distiende en prácticas diversas: una novela policiaca inconclusa, una novela que nunca se escribe, una novela que se escribirá apenas a partir de un libro de cuentos y el recuerdo. Estos recursos que a veces a la crítica especializada le ha costado distinguir como parte de un proyecto escritural que se concibe desde el margen de la discursividad literaria se convierten en la expresión impropia de Rivera Garza. El tercer capítulo, «La cuentística de Cristina Rivera Garza o la dispersión narrativa desde el posestructuralismo», se dedica a los cuentos que ha publicado la autora. Es necesario recordar que su entrada formal al panorama de las letras ocurre como cuentista al ganar el certamen nacional de cuento más codiciado. Lo hace bastante joven, con varios proyectos de libro en proceso pero además con cuentos que no cuentan o cuya diégesis se encuentra apenas sugerida. Por ello, más que destacar cada relato que de por sí permitiría lecturas e interpretaciones ricas, como queda en evidencia en varios estudios dedicados a Rivera Garza, se ha buscado postular una cuentística en términos más generales que tiende hacia la exploración de nuevas formas como los relatos integrados, el cuestionamiento de la textualidad del relato y la apropiación de otros textos. Por tanto, ha sido importante referir las principales líneas de lectura de sus cuentos para notar que en ellos ensaya muchas veces las reflexiones teóricas del posestructuralismo dispersándose hacia otras maneras narrativas. El cuarto capítulo, «La ficción más grande: la poesía de Cristina Rivera Garza», es el estudio más amplio de la poesía publicada por la autora. Con seis libros a cuestas, resulta evidente que no se trata de una amateur o improvisada en el género sino más bien de una consolidada voz poética. Ahí también ha realizado importantes contribuciones al panorama poético de México al desafiar lo más canónico del sistema poético y perturbarlo, como muchos poetas de su generación y subsecuentes, desde el punto de otras tradiciones, como la poesía del lenguaje norteamericana. Pero también el capítulo nos permite consolidar la hipótesis de que toda su obra se centra en unos pocos temas tratados de manera obsesiva y por tanto los géneros no hacen sino complementar un proyecto de escritura más allá de formas literarias específicas. En el caso de la poesía nos parece que se trata en varias ocasiones de un antecedente o prefigura a varias de sus novelas. Por eso el título de este capítulo no distingue un género sino el tejido textual que tiende hacia el proyecto de escritura de Cristina Rivera Garza. Finalmente, el quinto capítulo lleva como título «Neoescrituras desde sus contextos: mirar de aquí hacia allá. El ensayo y otras formas de escritura en la obra de Cristina Rivera Garza», porque más que atender al género de la actividad ensayística de Rivera Garza tiende a contextualizarla como una neoescritura. Precisamente en varios de esos textos es donde perfila una explicación a los modos peculiares de su obra literaria. Pero más que un instructivo, muchos de estos textos son un ensayo neoescritural que abarca la reescritura y recontextualización, los ejercicios escriturales o la adaptación de contenidos a modalidades contemporáneas de escritura. En estos ensayos es posible percibir una voz que reflexiona desde la posición de quien abandona las formas vigentes de la literatura para hacer un recuento de otras posibilidades. Pero también, en el contexto de la necroescritura (una forma obligada de escribir por las circunstancias violentas en México y varias partes del mundo), se manifiesta

la posición de quien escribe desde este mundo hacia el mundo de los muertos en busca de alguna explicación de tanto desastre. Los análisis a las formas de neoescritura en la obra de Rivera Garza nos permiten contextualizar su proyecto para dar cuenta de un espacio que, como hemos dicho ya, mira hacia el otro lado de los bordes. En conjunto, estos capítulos tienden a concentrarse en un caso de estudio interesante para la crítica literaria. Se trata de una escritura sin concesiones aparentes, desubicada en muchos sentidos para provocar al lector cuando no transformarlo. Por eso hemos planteado, más que la revelación de verdades absolutas, la observación y descripción de las dudas que nos vuelven humanos. Esperamos por tanto dejar patentes esas dudas para continuar en una búsqueda común de sentidos de lectura, no sólo de la literatura sino de nuestra incomprensible realidad. Por eso, al pensar en un adjetivo que pudiera de alguna manera calificar la experiencia de lectura de la obra de Cristina Rivera Garza, hemos dado con impropia. Porque más allá de la doble acepción de la palabra, su sonido atenta contra las formas más miserables de posesión, porque decirla implica revolucionar el sistema literario y sus formas de control vigentes, porque escribirla nos brinda una esperanza de libertad, porque leerla nos lleva a espacios desconocidos, porque reflexionarla no parece tan mala idea. Bibliografía de Cristina Rivera Garza Novela Nadie me verá llorar. México, Tusquets: 1999 [1a ed.], 2004 [2a ed.], 2006 [3a ed.], 2008 [4a ed.]. [Andanzas] Nadie me verá llorar. México, Tusquets: 2008 [1a. ed.]. [Maxi] Nadie me verá llorar. México / Barcelona, Tusquets: 2003 [1ia ed.], 2014 [Edición conmemorativa]. [Maxi] No one will see me cry. Trad. Andrew Hurley. Willimantic, Connecticut, Curbston: 2003. Ninguém me verá chorar. Trad. Ledusha B. A. Spinardi. Sao Paulo, Francis: 2005. Ninguém me há de ver chorar. Trad. Rita Custódio. Lisboa, Bertrand: 2012. Nessuno mi vendrá piangere. Trad. Raul Schenardi. Roma, Voland: 2008. Personne ne me verra pleurer. Trad. Karine Louesdon y José María Ruíz-Funes Torres. París, Phébus: 2013. Nadie me verá llorar. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] La cresta deIlión. México, Tusquets: 2002 [1a ed.], 2011 [2a ed.]. [Andanzas] La cresta de Ilión. Barcelona, Tusquets: 2004 [1a ed.]. [Andanzas] Il Segreto. Trad. Raul Schenardi. Roma, Voland: 2010. La cresta de Ilión. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] Lo anterior. México, Tusquets: 2004 [1a ed.; Andanzas], 2012 [2a ed.; Fábula]. Lo anterior. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] La muerte me da. México, Tusquets: 2007 [1a ed.] y 2010 [2ia ed.]. [Fábula] La muerte me da. España, Tusquets: 2008. [Andanzas] La muerte me da. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] Verde Shanghai. México, Tusquets: 2011. [Andanzas] Verde Shanghai. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook]

El mal de la taiga. México, Tusquets: 2012. [Andanzas] El mal de la taiga. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] Cuento La guerra no importa. México, Joaquín Mortiz / inba / Conaculta: 1991. Ningún reloj cuenta esto. México, Tusquets: 2002. [Andanzas] Ningún reloj cuenta esto. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] La frontera más distante. México/Barcelona, Tusquets: 2008. [Andanzas] La frontera más distante. México/Barcelona, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] Allí te comerán las turicatas. Ilustrado por Richard Zela. Conaculta / La Caja de Cerillos, México: 2013. Poesía La más mía. México, Tierra Adentro: 1998. Los textos del Yo. México, FCE: 2005. Los textos del Yo. España, FCE: 2009. Anne-Marie Bianco. La muerte me da. Toluca, Bonobos / Tecnológico de Monterrey: 2007. [Reino de nadie] El disco de Newton, diez ensayos sobre el color. Toluca, Bonobos / UNAM: 2011. «La reclamante». Dolerse. Textos desde un país herido. Oaxaca, Sur+:2011. Viriditas. Guadalajara/Monterrey, Mantis Editores / uanl: 2011. Viriditas. (Ed. bilingüe español-portugués). Trad. Ronaldo Ferrito. Guadalajara, Mantis Editores: 2013. Ensayo y otros textos Con otros autores. (Coordinadora). La novela según los novelistas. México, Conaculta / fce: 2007. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general. México, 1910-1930. México, Tusquets: 2010. [Tiempo de Memoria. Centenarios] La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general. México, 1910-1930. México, Tusquets: 2013. [Versión Ebook] No hay tal lugar. U-Tópicos contemporáneos. Blog. <http://cristinariveragarza.blogspot.mx> Mi Rulfo mío de mí. Blog. <http://mirulfomiodemi.wordpress. com>. Dolerse. México, Sur+ : 2012. Con otros autores. (Coordinadora). Rigo es amor. Una rocola a dieciséis voces. México, Tusquets: 2013. [Ensayo] Los muertos indóciles: Neoescriturasy desapropiación. México: Tusquets, 2013. [Ensayo] Los muertos indóciles: Neoescrituras y desapropiación. México: Tusquets, 2013. [Versión Ebook] De las maravillas escuchadas; Los dibujos de Artemio Rodríguez. Acapulco, México, Conaculta / Ediciones Acapulco: 2015. Traducciones Robert Fitterman y Vanessa Place. Notas sobre conceptualismo. Trad. Cristina Rivera Garza. México, Conaculta, 2013.


Voz salvaje

29 Fotografía: marvin.com.mx

Martín Caparrós: una mirada posible Por Herson Barona

A

Martín Caparrós suelo leerlo desde el asombro —esa sintaxis depredadora que arrasa con todo lo que está a su paso para generar nuevos sentidos; ese estilo tan lúcido y lúdico a la vez, con pausas abruptas como las que hace al hablar mientras busca la palabra precisa, el tono adecuado; ese lenguaje descarnado y misteriosamente persuasivo— y es acaso ese mismo asombro, junto con la curiosidad, lo que me ha traído a conversar con él junto a un exconvento que ahora funciona como centro cultural, sentados bajo la luz diáfana del mediodía de la ciudad de Oaxaca. Lo había visto un par de años atrás; mientras caminaba entre los edificios coloniales de una ciudad, él le daba sorbos a un expreso desde la terraza de un café. Lo había visto en decenas de grabaciones hablando de periodismo y literatura. Lo había visto recién hace unos días cuando me presenté y le agradecí haber aceptado la entrevista y me respondió que él no estaba enterado de ninguna entrevista, cuando reagendamos para esta mañana. Lo había visto, pero es hasta ahora que presto atención a los surcos que tiene en el rostro, el ceño perpetuamente fruncido y las cicatrices, la forma en que juega con las puntas de su mítico bigote, la voz que cae como piedras al agua y, despacio, se alarga en ese acento tan marcado que no se ha atenuado a pesar de llevar ya mucho tiempo fuera de Argentina, a pesar de ser quizá el escritor hispanoamericano que más vueltas le ha dado al orbe, la rigurosa oscuridad de su vestimenta, las piernas estiradas y los pies cruzados, el modo en que mira a los extraños que nos rodean. Por primera vez presto atención a eso que define a un escritor, su manera de mirar. Y sobre eso hablamos. Sobre modos de mirar la realidad y el estilo de un autor, sobre hambre y comida, sobre la fotografía y el periodismo, sobre el ensayo, la crónica, la novela y esa cosa sin nombre que se mueve en la frontera de esos géneros. Y también sobre el fracaso. ¿Qué piensas del auge que ha tenido la crónica entre las nuevas generaciones? No sé. Mi primera y más sincera respuesta es: no sé. Me sorprende, registro este fenómeno, me gusta y, por lo tanto, he intentado pensar a qué se debe y qué significa, pero siempre llego a respuestas contradictorias. A veces me parece que tiene que ver con cierta renuncia a contar la «realidad» (entre muchas comillas), que en algún momento de los últimos veinte años todavía era lo que hacía la novela, y a una pérdida de su peso como forma narrativa que dejó un espacio vacío en el cual se infiltró la crónica. También creo que a esto ha contribuido la gran crisis del periodismo: actualmente no se sabe cómo se hace periodismo y, por lo tanto, si hay un modelo que se plantea como algo relativamente apetecible, es lógico que haya gente que quiera practicarlo.

En el taller de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano que impartí en Oaxaca a varios escritores de distintos países, algunos con libros publicados y todos con proyectos de libros en progreso, constatamos con cierta sorpresa que ninguno de ellos trabaja en una redacción, todos ellos se consideran periodistas y viven de eso pero ninguno forma parte de un producto periodístico tradicional, así que también tiene que ver con esto. Y además me parece que es de esas cosas raras: de modas que se extienden por alguna razón, de malentendidos. La crónica es un género muy viejo (pienso en las crónicas de Indias). Sin embargo, el punto de vista ha cambiado diametralmente, si bien la crónica —en un sentido— se trata de contar al otro, antes era el otro el que nos contaba y ahora nos contamos a nosotros mismos. No estoy seguro. La mayor parte de los casos que se me ocurren siguen siendo formas de contar la vida de otros; lo de contarse a sí mismo me hace pensar más en el formato quizá más dinámico de la literatura de ficción, ahora que se hace mucho esto de la autoficción, donde uno se narra a sí mismo en un sentido muy estricto. Las crónicas siguen siendo muy mayoritariamente acerca de los otros. No sé si eso me gusta particularmente, a veces no. Existe una supuesta obligación moral de escribir sobre esos otros que no pueden escribir, lo cual se convierte en una forma caricaturesca de mirar siempre hacia los cuadros relativamente fáciles de la miseria. Ya que mencionaste la literatura del yo y la autoficción, tú sueles incluirte en tus crónicas: recurres a la primera persona y a la experiencia personal. ¿En qué medida crees que eso ayude o perjudique a la escritura de no ficción, pensándolo con relación a la objetividad periodística y a una realidad que se pretende fotografiar? Cuando haces fotografías, estás eligiendo el encuadre: incluyes en esa foto ciertos datos y estás dejando fuera otros, y para hacer eso pones en juego tu subjetividad, aunque en general quien mira una foto tiende a pensar que es una imagen objetiva cuando en realidad es una expresión más del fotógrafo. Como se ponen en juego muchos intereses para que sigamos pensando en la objetividad de algunas narraciones, a mí me parece que, en cierto sentido, el uso de la primera persona es una manera de atemperar esa tentativa de generar la ilusión de que allí hay una realidad que puede ser reproducible como tal. Y, por lo tanto, decir: no, aquí lo que hay son miradas, puntos de vista, posibilidades de comprensión o incomprensión, decisiones, selecciones. Decir yo en una crónica es muy político en la medida en que repone entre el lector y lo narrado a un narrador que hay que tener en cuenta para recordar que lo que se cuenta es sólo una mirada posible

y romper así con la pretensión de los medios hegemónicos de que lo que se cuenta es la realidad. Publicaste una crónica sobre Corea del Sur acompañada de fotografías que tú mismo hiciste. Me parece una decisión interesante, tomando en cuenta que tu carrera como periodista iba a comenzar como fotógrafo. ¿Cuál es tu relación con la fotografía? No sé qué seré, ¿quizá un amante despechado? A mí me da mucho placer hacer fotos porque me gusta. No lo hago mal pero tampoco lo hago especialmente bien; soy correcto, puedo hacerlo, puedo publicarlas y demás, pero no tengo un talento particular, y eso me permite disfrutarlo más porque es una actividad en la que no me juego la imagen que tengo de mí mismo, digamos. Cuando escribo me estoy poniendo a prueba, viendo hasta dónde puedo llegar porque es el terreno en el que me interesa hacer esas pruebas; en cambio con las fotos es como un picnic: divertirse sin exigirse mucho. Y, por otro lado, me gusta mucho mirar fotografías, es un género que me interesa particularmente. Comenzaste publicando ficción y después empezaste a alternar con la no ficción, ¿cómo crees que ha beneficiado esta alternancia a tu escritura? Me siento igualmente incómodo en ambos territorios, no sé si me ha ayudado. Me ha ayudado en mi vida; por ejemplo, cuando terminé El hambre tenía muchas ganas de encarar una ficción. En general me ocurre que después de escribir en un género me dan ganas de trabajar el otro, y ese vaivén me da placer, me facilita la idea de empezar otro libro. Probablemente si tuviera que empezar una no ficción después de ésta pensaría que nada vale la pena; en cambio me entusiasma la idea de escribir una novela, es una forma de refrescar la pantalla. A veces me produce cierta perplejidad porque mucha gente me presume cronista y, como tú dices, ya había publicado tres novelas antes de que apareciera mi primera crónica en una revista, y supongo que alguien leyó alguna de esas novelas, así que me sorprende que se me asocie tanto o únicamente a la no ficción. Me parece curioso que los dos últimos libros que publicaste antes de El hambre fueron sobre comida (Comí y Entre dientes), es decir, pasaste de un extremo al otro, del crítico culinario que va a los mejores restaurantes del mundo al crítico social que va adonde la gente no tiene qué comer. Fue un azar total —de hecho Entre dientes sólo se publicó en México—. Yo en algún momento me di cuenta de que esto iba a ser así y comencé a hablar, a manera de broma, de mi trilogía monstruosa, pero nunca tuvo ninguna intención. Aunque si uno quiere, puede establecer cierta coherencia entre esos libros: Entre dientes son escritos


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ble. Y esto es clarísimo en la imagen del comienzo del libro, cuando le dices a una mujer, Aisha, que si pudiera pedir cualquier cosa, qué pediría, y es sorprendente la respuesta: de entre todas las cosas del mundo a ella solamente se le ocurre pedir dos vacas. La miseria nos impide pensar que hay algo mejor, y es por eso que El hambre es un libro ideológico, pues lidia no sólo con La idea del fracaso está muy presente en varios de tus hechos sino con visiones del mundo. libros. Es una idea recurrente en tu obra, pero quizá Desde luego, yo creo que uno de los rasgos ideológicos eso tiene que ver con que es una idea recurrente en la más fuertes de la época es la convicción de que no hay humanidad. Pienso que El hambre intenta poner de futuro deseable, que el futuro es pura amenaza. Ya había manifiesto nuestra fracaso como civilización. escrito en Contra el cambio que hay épocas que deNo soy yo quien recurre al fracaso, son las fuerzas que nos sean su futuro y épocas que lo temen: las que lo desean dominan. A mí me encantaría no recurrir nunca a esa idea, tienen un proyecto y producen hechos que tienden a reapero —en un caso como el de El hambre— cuando te lizarlo; en cambio, las épocas que no tienen un proyecto pones a mirar más de cerca cómo suceden ni una idea clara de cómo querrían que las vidas de tantos millones de personas, lo fueran sus sociedades temen su futuro, y que queda es una sensación de fracaso muy esto es muy claramente lo que ocurre en No soy yo quien recurre al fracaso, son las fuerzas que nos fuerte. Hay demasiadas vidas que están estos momentos. Vivimos en un mundo dominan. A mí me encantaría no recurrir nunca a esa idea, muy lejos de lo que uno querría que fuesen preocupado por la degradación, por los problemas ecológicos, de uso y finitud como para no pensar que hemos fracasado. pero cuando te pones a mirar más de cerca cómo suceden de los recursos. Cuando pensamos en el Y mucho. Y que muchas veces estamos las vidas de tantos millones de personas, lo que queda futuro en realidad pensamos en evitar proembarcados en un fracaso aún más grave es una sensación de fracaso muy fuerte. blemas y no en producir mejoras. Y esto es que consiste en ni siquiera pensar que podemos intentar que no sea así. Pero una marca ideológica muy fuerte que tiene también tratarlo y escribirlo y nombrarlo que ver con que el último gran relato del es una manera de aprender a seguir adelante «pese a», del libro: mostrar que hay diferentes formas de hambre, futuro falló y terminó de mostrar su yerro en los últimos que es el sentido de la frase de Beckett que utilizo como pero que todas tienen que ver con un sistema que tiene muy años. Todavía no se ha construido un nuevo gran relato epígrafe del libro: «Try again. Fail again. Fail better». claramente prioridades distintas a la de integrar a esos mil del futuro, se construyen porque en realidad nunca dejó de millones de personas que están totalmente marginadas. haber, lo que pasa es que pueden pasar décadas para que Llevabas mucho tiempo pensando en escribir este lieso ocurra. Y estamos en ese momento un poco bobo en bro, pues al investigar sobre otros temas notaste que el Hacia el inicio comentas que siempre habías tenido el que tenemos miedo y no tenemos nada que oponerle a hambre era el problema subyacente. ¿Cuánto tiempo la idea de que la primera imagen del libro fuera la de ese miedo al futuro. Pero esto tiene que ver con lo que dete tomó este proyecto? una hambruna, pero finalmente decidiste no hacerlo cíamos del fracaso: fracasaremos de nuevo y fracasaremos Es una pregunta simple pero no tengo una respuesta porque el hambre es otra cosa: la gente se muere de mejor —que es un poco la historia de la humanidad—. fácil. Yo creo que fueron entre cuatro y cinco años. Pu- hambre sin saber que en realidad muere de hambre. Poco a poco se irá armando una idea, se irán consiguienbliqué un par de libros más e hice algunas otras cosas, Sí, esa fue una de las primeras cosas que aprendí y tuve do cosas y en algún momento los que estén ahí se darán pero probablemente desde el 2009, que fue cuando dejé que buscar la manera de sortear ese obstáculo. Porque yo cuenta de que ya tienen el futuro que desearon. de trabajar para el Fondo de Población de las Naciones tenía, como muchos, el prejuicio de que el hambre es una Unidas (FPNU), hasta el 2014, que fue el año en que lo situación de extrema urgencia en que una población no ¿Cómo surgió Contra el cambio? Me parece un publiqué, mi cometido principal fue este libro. Lo más consigue comida porque hay una guerra, una invasión o libro importante en el sentido de que es muy frontal, difícil fue resolverme a hacerlo y, por lo tanto, decidir una sequía, y tenía esas imágenes de chicos raquíticos con duro en sus argumentos y obliga a los lectores a replancómo lo haría porque parecía una empresa entre desmesu- las panzas infladas y gente muriendo de inanición. Durante tearse algunos discursos hegemónicos, a pensar, por rada e idiota: todo mundo sabe cómo es esto, todo mundo un tiempo pensé que esa era la imagen que yo iba a poner en ejemplo, que las sociedades modernas nos dedicamos tiene la sensación de haberse enterado de lo que necesita escena para abrir el relato, pero aprendí que efectivamente a mirar hacia otra parte, a inventar problemas para enterarse acerca de esta cuestión, aunque la mayoría de no es así como mata la desnutrición, no es así como se ma- no mirar el problema de fondo. la gente tiene la sensación de no querer saber mucho nifiesta. Ese tipo de imágenes —por suerte— representan Desde hace veinte años yo tuve mucha prevención con más sobre el tema del hambre. Y además el hambre en el algo que sucede poco; en cambio, lo que sucede todo el respecto al discurso ecologista. Fui vagamente ecologista mundo es casi un cliché patético. Entonces era un poco tiempo es una situación mucho menos espectacular y, por cuando estuve en la facultad (París, años 1976-1980), ridículo como proyecto y, al mismo tiempo, por alguna lo tanto, más difícil de poner en escena y de contar: hay pero en aquella época el ecologismo consistía en estar en razón quería hacerlo. Así que sacarme de encima estos cientos de millones de personas que comen menos de lo contra de las centrales nucleares —no fundamentalmente prejuicios, por un lado, y poder pensar en un esquema que necesitan y, entonces, no se mueren de hambre sino a porque ensuciaran los arroyos, sino porque suponían una que diera contenido a este título raro y demasiado común causa del hambre, porque les da cualquier infección que concentración de poder extraordinaria: el hecho de que me costó mucho tiempo. Una vez que conseguí creer que a ti y a mí no nos hacen nada pero que a ellos los mata por un señor manejara con un botón la electricidad de diez había entendido cómo sería el libro, hacerlo fue laborioso no tener defensas. Y, efectivamente, eso era un desafío millones de personas, y por lo tanto manejaba la vida pero sabía adónde quería llegar. porque se hacía más complicado y menos dramático, pero de diez millones de personas—, era una crítica política también era parte del trabajo que tenía que hacer el libro. que poco a poco se fue transformando en una especie Y a lo largo de los viajes que realizaste para escribirlo de melancolía idílica que servía, efectivamente, para no lo que muestras en realidad son tipos de hambre o También hablas de la imposibilidad de pensar en un hablar de otras cosas. Escribí un par de artículos sobre «estructuras del hambre» —que es el título del primer cambio posible, o incluso en la idea de un futuro posi- eso y alrededor del 2007 mi trabajo para el FNPU iba a más puramente sobre la comida; Comí es la historia del idiota que sufre escribiendo esos textos sobre comida; en cambio El hambre culmina poniendo en escena a aquellos que tienen una relación de insuficiencia con la comida. En un sentido podrían ser leídos en su conjunto como una especie de proceso de alejamiento.

capítulo del libro—: el hambre de los Estados Unidos no es el mismo tipo de hambre que se vive en Níger, por ejemplo. ¿Cómo hacer calzar esos mundos tan heterogéneos en un mismo discurso? Hay que entender que está todo relacionado —que si un señor no puede comprar hoy un kilo de arroz en un mercado en un pueblo de Madagascar, tiene que ver mucho con que la semana pasada en la bolsa de Chicago hubo una variación en las cotizaciones que hizo que los precios se dispararan, y que si los precios de la bolsa de Chicago se disparan puede tener que ver con cómo está funcionando la cosecha en la India, donde, a su vez, si hay una sequía hay un montón de gente padeciéndola, y así sucesivamente—; es decir, entender que todo esto está ligado y tratar de entender de qué manera se va ligando. Esa es la apuesta


Voz salvaje

consistir en escribir historias de vida relacionadas con el cambio climático, y entonces decidí que mientras hacía ese trabajo iba a tomar notas para un libro. Lo que hice fue tomar el encargo que tenía a contrapié y escribir lo contrario de lo que se trataba de demostrar en ese panfleto de Naciones Unidas.

dónde vino el deseo de escribir ese proyecto tan desmesurado? No recuerdo cómo llegué a La historia, recuerdo solamente que se me cayeron los lentes al río. Había ido a pasar un fin de semana a una zona muy fluvial de la Argentina con una chica a la que casi no conocía y, por lo tanto, no sabía de qué hablar con ella, así que me había llevado una pila enorme de libros porque tenía miedo de quedarnos ahí sin saber qué hacer. En esa época usaba lentes (ahora uso lentes de contacto, pero entonces tenía unos como los tuyos) y cuando llegamos me senté en el muelle a leer un libro y se me cayeron los lentes al fondo del río, entonces mi plan para leer quedó arruinado y me entró una gran desesperación. Empecé a pensar desesperadamente y creo que fue ahí cuando se me ocurrió esa

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consolidarse. No es una voluntad manejable, no es algo que yo ejerza como voluntad. Lo que intento ejercer es la voluntad de no dejarme envolver demasiado por unas formas que en algún momento se me ocurrieron —y que ahora parece que yo soy una ocurrencia de ellas.

¿Con qué escritores contemporáneos te sientes más En El hambre retomas el estilo al que habías recucercano? rrido ya en Contra el cambio, a caballo entre la Esas cosas cambian mucho, pero en este momento tengo crónica y el ensayo. Aunque hay personajes y entrecuatro o cinco amigos escritores y me reconforta la idea vistas, la narración se detiene todo el tiempo, haces de que no soy solamente amigo de ellos sino también de pausas para reflexionar. ¿Qué es lo que te resulta tan sus textos. Es agradable. Son Juan Villoro, Alan Pauls, seductor de esta hibridación? Rodrigo Fresán, Álvaro Enrigue y Guadalupe Nettel — He pensado bastante en esto últimamente. Es una cuestión me gusta mucho lo que hacen aunque no tiene nada que a la que me gustaría poder responder mejor de lo que ver con lo que escribo yo—. Son los primeros en los que voy a hacerlo. Creo que di con este estilo pienso. al decidir encarar un tema global sobre el que hay mucho debate, me pareció que Cuando pensamos en el futuro en realidad pensamos en evitar ¿Qué opinas de que en este supuesto la narración no me servía para eso, pero auge de la crónica hay una tendencia problemas y no en producir mejoras. Y esto es una marca quería mantener ciertas formas de narraa escribir sobre lo marginal y lo freak? ción. Ya había escrito antes otros libros A mí me incomoda un poco esta idea del ideológica muy fuerte que tiene que ver con que el último más puramente ensayísticos, por decirlo freak show, es lo que yo a veces llamo la gran relato del futuro falló y terminó de mostrar su yerro de alguna manera, pero en estos casos crónica caniche, que son cosas muy conen los últimos años. quería mantener la narración —porque me cretas, muy bien hechas, muy adornadas importaba seguir contando una historia— y con su moño rojo para contar algo que a a sabiendas de que con eso no bastaba. quién le importa. A mí me importa contar Hace poco miré un libro mío de 1994 llamado Dios mío. novela —y después me pasé diez años lamentándolo—. cosas que importen de un modo distinto al puro origami, Un viaje por la India en busca de Sai Baba, y Yo sigo creyendo que ese es el libro que escribí, que todo me gusta una crónica que se reivindique política por ya tenía también algo de estas idas y vueltas entre los lo que hice después viene de ahí y ya estaba ahí de algún alguna razón (aunque no hable de temas políticos), ya géneros porque hay mucha discusión en torno a los temas modo, y supongo que voy a republicarlo un día de estos. sea por cómo se arma a sí misma o por dónde se presenta religiosos. Pero en el caso de Contra el cambio me Últimamente tomé un par de decisiones raras en ese sen- pero quiero que la crónica guarde esa marginalidad que pareció claramente que al discutir un asunto con tantas tido, porque les mandé a ustedes en Tierra Adentro este tuvo hace veinte, veinticinco años. No me gusta pensarla aristas políticas y teóricas no podía dejarlo librado a la poema extraído de ahí, y envié una larga nota también como un adorno más. pura narración, tenía que intervenir de otra manera. Y fui proveniente de ese libro para una antología de literatura buscando esa manera que para El hambre era aun más argentina. Y me sorprendió haber hecho eso porque hace ¿De qué modo se puede luchar contra el desgaste de las necesaria. Por un lado tiene que ver con eso, el estilo me años que no publicaba una sola línea de La historia, así palabras? Es una cuestión sobre la que sueles reflexiolo exigía el tema. En castellano se hace muy poco esto que debe ser que ya está volviendo poco a poco. Y cuando nar en tu obra. Por ejemplo, todo el tiempo —nosotros de encarar temas globales, solemos creer que tenemos la reviso pienso que es muy probable que sea ilegible pero que seguramente no conocemos a cabalidad el signique dedicarnos a lo particular y no a lo general, eso se sigo pensando —como te decía— que es el libro en el que ficado del hambre— decimos cosas como «me estoy lo dejamos a los estadounidenses y a los europeos. Y por está todo lo que yo quería hacer después. muriendo de hambre». ¿Cómo recuperar el valor de eso me da un poco de gusto trabajar lo global desde una las palabras que hemos desgastado tanto? perspectiva un tanto más conceptual. Me gustaría poder Hace un par de años coincidiste con Ricardo Piglia A veces se resignifican un poco. Hay destellos. Desde que definir el género en el que están escritos estos libros, pero en un encuentro de escritores. En esa ocasión tú le salió este libro me ha pasado mucho —la última vez fue no encuentro la palabra. He dicho que podría ser una preguntaste a Piglia si sus textos empezaban por lo esta misma mañana— que alguien dice «tengo hambre» crónica que piensa, un ensayo que cuenta, pero es muy pigliano y desarrollaba el tema a partir de ahí o vice- y luego me mira incómodo y se disculpa; es decir, se le torpe definir un género con tantas palabras, me gustaría versa. Yo quiero preguntarte lo mismo: me parece que cuela el sentido que hasta hace poco le resultaba fácil poder tener una sola. Una amiga me decía que por qué hay un afán estilístico que se impone en lo que escribes. dejar afuera. Pero me imagino que así pasa también a no llamarlo manifiesto, es una posibilidad —la tradición ¿Cómo se generó ese estilo tan característico? otros niveles: de pronto algo aparece que resignifica del manifiesto no es mala— pero puede ser confuso; yo No recuerdo haberle preguntado eso a Piglia, lo que re- ciertas palabras, que les devuelve cierto valor o les agrega creo que puede ser simplemente un ensayo, nadie dijo que cuerdo es que, después, un domingo en la mañana —un otros. Pero no hay nada muy sólido que podamos hacer al en un ensayo no pueda haber narración. El problema es día un poco infausto—, mientras yo estaba presentando respecto, si creemos que podremos controlar el modo en que cuando se define al ensayo no se piensa en este tipo Contra el cambio en una sala medio vacía, vi entrar que las palabras circulan, estamos en el horno. de libros, entonces tampoco es claro. Así que tengo este a Ricardo y me puse nervioso: fue como si viniera el problema de indefinición. maestro a tomar examen. No imaginé que me fuera a producir ese efecto. Es notorio que te interesa pensar en mundos posibles, Con respecto a lo que decías, yo creo que el estilo Herson Barona (Ciudad de México, 1986) es escritor y traductor. escribiste un libro que para mí define lo que suele siempre está ahí. El estilo sería aquello contra lo cual Ha sido becario del FOCAEM, de la Fundación para las Letras llamarse novela total, La historia, en la que ima- me peleo, aquello de lo que trato de apartarme de alguna Mexicanas y actualmente cuenta con una beca del Fonca. Textos suyos han aparecido en La Tempestad, Frente, Letras Libres, ginas otro mundo, otra versión de las cosas —como manera y lo voy empujando de a poco. Y después, cuan- Este País y La Gaceta del FCE, entre otras publicaciones. el arqueólogo de una civilización imaginaria—. ¿De do creo que me he apartado de él lo suficiente, vuelve a Es editor de la revista Tierra Adentro.


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Dioses con ojeras Por Gabriel Rodríguez Liceaga

L

aura sale del Metro Insurgentes. El suelo está lleno de charcos que almacenan agua de distintos aguaceros. Ahora mismo llueve sin malicia. Ella abre su paraguas y sostiene el mango con fuerza, como si empuñara un arma. Insegura, entra por uno de los tantos túneles que conectan la glorieta con las avenidas que la atraviesan. El pasillo está lleno de policías quitándose los uniformes. Laura desconoce las razones de tal ceremonia y camina entre esos hombres obesos que se cambian de ropa en la vía pública. Al verla, decenas de oficiales con el cuerpo venidísimo a menos, en trusa y agujerada camiseta Rinbros, se agarran el pene por encima del calzón, le silban o la desnudan con la mirada. Un oficial le truena los dedos exigiéndole que apure el paso. Laura sale a la calle. A la parte de la explanada en donde están la tienda de ropa para prostitutas y los negocios de artículos sexuales. En esa cuadra de Insurgentes las paredes sudan y el suelo pegajoso abraza las pisadas con tronidos grotescos. Apesta a estornudo. Avanza entre los changarros que ofertan penes de goma, devedes tres equis, jaleas especiales, tinta china, falsos labios de mujer y una especie de rosario para el ano. Se detiene en una pared de la que cuelgan películas pornográficas debajo de un letrero que dice: «videos reales». Ella viaja la mirada leyendo las inscripciones. Hoteles de Tlalpan. Hoteles de Viaducto. Tacubaya. Revolución. Salida a Cuernavaca. Salida a Pachuca. Cámaras escondidas. Prepa Seis. Edecanes. La ciudad y sus habitantes cogiendo. —Dos por treinta pesos. Una por quince —dice el dependiente. Un fulano mugriento y con los pelos embadurnados en exagerado gel. En sus piernas está sentada una mujer embarazada. Ella, desinteresadamente, reitera la promoción: —De a dos por treinta. Aunque no es la primera vez que Laura compra pornografía, la sensación que esto le provoca siempre es la misma: algo que la inquieta y ensucia se introduce entre sus piernas y presiona su estómago sometiéndolo dentro de un puño. En otras palabras: no sabe si está nerviosa o excitada. Le da pena estar ahí, sospecha que en cualquier momento aparecerá detrás de ella su madre difunta, alguna maestra de la infancia o un compañero del trabajo. Quien sí aparece súbitamente es una niña de la calle. La mocosa extiende la mano solicitando dinero: «Para un taco», balbucea. Laura se deshace de ella meneando la cabeza en rotunda negativa. La niña insiste. Laura no soporta a los tristes niños de la calle. No soporta a los niños en general. «Maldita especie de no deseados», piensa observando de reojo el vientre hinchado de la vendedora. —Quiero cambiar estas dos… —explica Laura y saca de su mochila un par de películas. —El cambio te sale a diez por disco —responde el hombre del peinado horrendo—…, pero ya es la última vez que te lo hago efectivo… —O no nos sale —concluye su preñada mujer. Laura elige los primeros dos discos que se encuentra, lo que menos quiere en este momento es ponerse a negociar con un matrimonio de

falluqueros. Una de las películas corresponde a la colección «Hoteles de Tlalpan», la otra simplemente dice «Casa Silencio». Laura paga y se marcha. Vuelve al Metro y después de tres estaciones entra a su hogar completamente empapada. Coloca uno de los discos en la computadora y en escasos diez minutos revisa cada una de las cogidas que forman la recopilación. Las atiende en fast forward y sin atajos, sin detenerse a contemplar cosa alguna. No hay créditos finales. No se lleva la mano a la entrepierna. Nada. Inserta el segundo disco. Lo revisa completito y a toda velocidad. Nada tampoco. Cena cereal y se recuesta. Antes de dormir le pide a una fuerza superior en la que tal vez ya no cree que el sueño de las cubetas de sangre no se presente de nuevo. *** En la pornografía de finales del siglo XX uno presenciaba la sexualidad humana no como es, sino como desearía que fuera: poderosos machos sometiendo a incansables mujeres voluptuosas, multiorgásmicas y flexibles, un guion sexual que inicia con una mamadita y termina con la mujer degustando el chorro seminal. Motivada por los avances electrónicos, la pornografía de inicios de siglo tiende a retratar la brutal y boba realidad del ayuntamiento carnal. Las filmaciones pecan de poco profesionales. Ese descuido le da al coito videograbado una atmósfera inigualable, como si por unos momentos el sexo de nuevo fuera pecado y origen. En muchas ocasiones las chicas involucradas ni siquiera saben de la existencia de la cámara que filma sus vaivenes y goces. El sexo real es bien pagado. Basilio conoce a un tipo que por cada grabación le da «una buena feria». De sus cogidas con Teresita sacó para una cámara nueva, digital y con zooms programables. Solía acomodarla en un librero. Programaba el aparato para filmar con acercamientos automáticos a la chica en turno y sus senos rebotando. Basilio conoció a Laura en el club de video rentas donde trabajaba. Él era cajero ahí y ella tenía la costumbre de ir cada martes a rentar películas. Poco a poco se empezaron a saludar. Intercambiaron teléfonos, estaturas y directores favoritos. Ella siempre se llevaba los títulos que Basilio le recomendaba. Un día fueron al cine. A la salida, tomaron café y se besaron por primera vez con las lenguas quemadas por la bebida caliente. Fueron al cine otras tres ocasiones. En las últimas dos Laura se dejó besar. —El estudio de mi papá está cerca, ¿vamos? —le dijo Basilio. Laura asintió y abandonaron la función sin pensarlo dos veces. Basilio detuvo el primer taxi que pasó y ya a bordo prefirió hacerle plática al chofer en vez de a la mujer que iba a su lado. Estaba peculiarmente nervioso. La ciudad brillaba más que otras noches. Laura apretaba fuerte los ojos. No quería enterarse de a qué zona de la ciudad la llevaban. Estaba excitada. —¡Cuántos libros! —exclamó ella apenas entraron al domicilio aquel.


Relato

—Mi papá me los compró todos. Siempre dice que él hubiera deseado crecer con una buena biblioteca a la mano. Pero a mí no me interesa leer, lo que me gusta es el cine. Basilio encendió todas las luces del estudio. Laura se descalzó. Fue como un augurio. Acabarían sin ropa. Era cuestión de tiempo. —Yo sí leo —exclamó ella paseando los dedos en los lomos de los libros, como si acariciara la nuca de los autores—. Y de hecho me hubiera encantado que mis papás me prepararan una biblioteca así… —Llévate el que quieras. Pero ahorita ven. Siéntate conmigo. Colocada entre Casi el Paraíso y Las uvas de la ira, Laura encontró la cámara escondida. Él se puso rojo, no supo qué decir; el plan entero se le venía abajo. Quiso pedir perdón, pero antes de que abriera la boca, Laura ya se estaba bajando los pantalones y los calzones en un mismo esfuerzo. —Pero lo borras, ¿eh? —le dijo sonriendo. Él tomó asiento. A gatas, ella se le aproximó ronroneando y con maestría le bajó el cierre del pantalón con los dientes. *** —¡Está de la mierda tener un hijo contigo! —exclamó Laura amenazando con arrojar el teléfono. Prefirió simplemente colgarle. Basilio estaba en la esquina, resguardándose debajo de un techito que apenas lo guarecía de la lluvia. Empapado de la cintura para abajo y con ganas de orinar. La otra mitad de su cuerpo estaba como ausente, como flotando. Tomó el teléfono celular y volvió a marcarle. Desde ahí alcanzaba a observar la habitación de Laura, en el segundo piso; permanecía obscura y por momentos se iluminaba por el tenue brillo del teléfono al sonar. «No va a responder», pensó. Lucía completamente pálido y trasnochado. La posibilidad de crear una vida le impedía dormir bien. Aún quedaban rastros de la granizada: escarcha apilada, hielo sucio y ni un solo peatón. Laura no respondió a un tercer llamado. Basilio estuvo escupiendo en un charco. Le urgía echarse una meada, tenía dolor de cabeza. Ni siquiera bebió tanto. Hizo una llamada telefónica tras otra. Quería suplicarle que lo dejara pasar al baño. También quería convencerla de que abortara al hijo. Llevaba poco menos de cuatro meses gestándose. El tiempo pasó rapidísimo. Le quedaban dos cigarros. Los últimos dos cigarros del mundo. Le dolían los dientes, necesitaba mear. Necesitaba solucionar el problema antes de que Teresita, su novia, se enterara. Basilio marcó de nuevo. Laura no iba a responder. Adentro y arriba, Laura lloraba vestida de sombras. Cada que su teléfono sonaba, su rostro se iluminaba de

un verde fluorescente más bien tétrico. Cada que leía en la pantalla del celular el nombre de Basilio, lo maldecía. Hace rato que asomó la mirada entre las cortinas rumbo a la calle no pudo distinguirlo de pie en la esquina. Sólo se alcanzaba a ver un pequeño punto rojo subiendo y bajando entre eructos de humo. La mirada de Laura reflejaba miedo. En cada una de las esquinas del cuarto aparecía y desaparecía un niño de piel oscura solicitando teta entre berridos. Laura no quería ser madre. ¿Pero… y si decidía serlo? El teléfono brillaba testarudamente. Harta, decidió silenciar su luz aprisionándola primero con ambas manos y luego entre sus muslos. Su mente elegía probables nombres para el bebé o la bebé: Luis, Luisa. Mario, María. Gustavo, Daniela, Javier… No había dormido en días. Menos mal que no se hizo el estúpido tatuaje de mariposa en la cintura; lo imaginaba deforme y rasgado por culpa de una panza con hijo. Un hijo que tiene calentura porque le están saliendo los dientes o que necesita dinero para el recreo o tiene alergias en la piel y muelas picadas. Laura sólo sentía ganas de vomitar porque le dijeron que iba a sentirlas. Imaginaba su carne desgarrándose, sus diminutos senos alimentando, el centro del mundo entre sus piernas brillando como un sol. Basilio se sacó la verga dispuesto a orinar en el mismo charco que alimentó con escupidas. En medio de la meada comenzó a vibrar su teléfono. —¿Bueno? ¿Tere? —respondió suspendiendo la chis. Era Laura. —¿Cómo planeas pagarlo? —dijo ella con voz firme. *** Laura ingresa a plaza Meave. Le toca ver cómo preparan el gigantesco trompo de pastor en la taquería que está a la entrada. Aquella disciplina artesanal la asquea: evoca el sueño de las cubetas con sangre cada vez que los taqueros remojan los tajos de carne en una cubeta llena de un líquido bravo y carmesí. Pacientemente arman la descomunal perinola colocando uno por uno los cortes de carne. Cientos de tortillas apiladas aguardan su turno. El fuego está apagado. Laura desearía no estar en sus días. Va a comprar pornografía. Siente el mismo hormigueo de siempre: su estómago es un avispero, una comezón vanidosa, ganas de cagar, ganas de tener algo con qué rellenar el hueco entre sus piernas. También el infantil miedo a que la cachen. Camina entre los pasillos de calzado deportivo, artículos electrónicos, juguetes, falluca, montañas de ropa, medicamentos, ruido. Ruido. Laura se interna en las entrañas del búnker. Se suena la nariz innecesariamente. Sube dos grupos de diez escaleras. El olor a tacos no desaparece, se le ha impregnado en la ropa. Un cólico tormentoso la amenaza. A lo lejos suena un relámpago. Diferentes

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canciones se hilvanan en un solo gemido intimidante. Canciones de cogedera. Películas de cogedera. Al lado de una virgen de Guadalupe con foquitos hay una pantalla plasma empotrada. Un grupo de estudiantes uniformados y dos militares observan la televisión con agitado interés; en la película un obeso masturba con el puño entero a una oriental de coletas. Laura se acerca al negocio. Lo atiende un tipo que parece un pollo rostizado. Ella le explica lo que está buscando. Él señala una arrinconada caja de zapatos que tiene escrito con plumón: «Pornos Reales». Laura lee los títulos: Hoteles de Satélite, Hoteles de Cuernavaca, Ambos Mundos, Las Fuentes, Hotel Tijuana, Videos reales gay, Gordas, Día de la secretaria, Hoteles de Coapa, Regias, Veracruz de noche, Bloopers… El país y sus habitantes cogiendo. —¿Cuánto por estas cuatro? —pregunta Laura sin escuchar la cifra. Paga con un billete y recibe algunas monedas a cambio. Huye de Plaza Meave. El enorme trompo al pastor aún no está listo. Laura se interna en el trajín del Eje Central. Abre su paraguas mientras camina rumbo a Bellas Artes. Está lloviendo bien feo. No ha dejado de llover en años. Jamás pensó que el diluvio universal fuera tan desesperante. No ha sabido nada de Basilio en más de cinco años. No siente nada por él. Ni odio, ni rencor, ni deseo. Recuerda su nombre pero no sus gestos ni el aroma de su piel o el sabor de su semen. Hace poco espió su página de internet. Ha engordado y tiene pésima ortografía. Sin embargo sueña muy seguido con él: caminan de la mano en un inmenso sendero formado por cubetas llenas de sangre. En algunas aún flotan pedazos de feto. Basilio pagó el aborto vendiendo las grabaciones de sus encuentros sexuales a un pornógrafo. Les pagaron «una buena feria». Ella lo acompañó para firmar unos papeles en los que daba su consentimiento. El comprador era una persona común y corriente, no el demonio que ella había imaginado. Hasta les sobró dinero para cenar en el Barón Rojo. Ella se la pasó llorando frente a dos molletes fríos y él, en silencio, no paró de darle sorbitos a una cuba interminable que sabía a lodo. No desea verlo en persona. Aun así lo busca… O más bien se busca a sí misma chupándole la verga. Se busca gateando como un gatito rumbo a él. Busca el registro audiovisual de que un día fue hermosa y estúpidamente feliz y sin ojeras. Quiere observarse con Basilio adentro. Por ahí debe estar extraviada la grabación de cuando se embarazó. Esa misma cogida que sirvió para gestar y asesinar a Gerardo o Mariana o Maribel o Bruno o Jessica o Mario o Estefanía o Rocío... Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980) ha publicado, entre otros, Niños tristes (2013) y Perros sin nombre (2015); ganó el Concurso Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2015.


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Todo personaje imaginario es real Entrevista con Andrés Neuman Por Javier Moro Hernández

L

Fotografía: solo50.wordpress.com

a memoria puede ser una construcción social o familiar. Una construcción narrativa de la cual muchas veces no dudamos, no ponemos en duda. Pero ¿cuánto de las voces de los otros, de nuestros abuelos, de nuestros tíos habitan en nuestra memoria? ¿En nuestros recuerdos? Somos una construcción narrativa, parece decirnos el escritor argentino avecindado en España desde hace varios años, Andrés Neuman, en su novela más reciente publicada por la editorial Alfaguara, Una vez Argentina, en la que el autor de las novelas El viajero del siglo (Premio Alfaguara en 2009), Bariloche (Finalista del Premio Anagrama en 1999) y de varios libros de poesía como Métodos de la noche, El Tobogán y Patio de locos, además de varios libros de cuentos y de aforismos, se afianza como una de las voces más reconocidas en el mundo hispanoamericano. La primera versión de Una vez Argentina fue finalista en el 2003 del Premio Herralde de novela. Sin embargo el autor nacido en 1977 decidió trabajar y aumentar nuevos capítulos a esta novela, en donde la historia de la saga familiar de los Neuman se concatena y se enhebra con la historia de Argentina. Novela llena de humor, de ternura, de recuerdos infantiles y de voces llegadas desde el pasado, el autor logra contarnos la historia del primer Neuman: Jacobo, judío, hijo de campesinos pobres, que para huir de una muerte segura en Siberia como soldado del zar (destino de la mayoría de los judíos jóvenes pobres de Ucrania) se roba el pasaporte de un soldado alemán para iniciar un periplo que lo llevará hasta la ciudad de Buenos Aires, al otro lado del mundo, adonde llegará con un nombre nuevo que le permitirá asumir una identidad distinta: Jacobo Neuman o Jacobo Hombre Nuevo: «Por una convicción casi ideológica prefiero las decisiones al destino, creo menos en la predestinación que en la voluntad, claro que es una voluntad llena de accidentes y de contingencias que no se pueden controlar, creo que eso que llamamos destino es una manera de leer el desorden de la realidad y una manera segura de darle sentido. Por eso la metáfora de cómo un antepasado mío que funda el apellido para salvar la vida decide cambiar de nombre, huir del servicio militar en Siberia y de algún modo comete un acto de ficción al refundar su nombre y su identidad. Mi bisabuelo que era un judío pobre destinado a morir en Siberia cuando decide robar el pasaporte de un teniente alemán, apellidado irónicamente Neuman, se convierte en su propio personaje y decide intervenir narrativamente en su identidad, y creo que para eso sirve también la ficción, no solamente en los libros, sino también en la vida personal, porque no podemos olvidar que quienes somos no es solamente resultado de un acto de voluntad divina, sino que también somos resultados de una forma de afrontar los acontecimientos», nos cuenta Andrés Neuman en entrevista para platicar sobre Una vez Argentina. Justo la decisión de tu bisabuelo es una ficción, es una mentira, pero una mentira que crea toda una nueva historia, que da pie al nacimiento de una familia con una identidad completamente distinta. Lo que más me gusta de la historia de Argentina es su incansable cualidad migrante, cualquier intento de definir una identidad argentina tiene

que remitirse necesariamente a un montón de identidades previas, a la mezcla y a la frontera, Argentina es un país de ida y vuelta y eso nos habla de la capacidad de movimiento de las personas y las familias. Pero cuando hablaba de ficción hace un momento hacía referencia a la capacidad de inventar para sobrevivir, muchas veces la imaginación tiene que ver con la sobrevivencia, un concepto que a mí me gusta mucho y que no tiene que ver necesariamente con el entretenimiento. Una de las cosas con las que el lector se enfrentará en Una vez Argentina es el rescate de la historia personal de los miembros de tu familia, pero hilada alrededor de la historia de Argentina en el siglo XX y principios del XXI. Se trataba de abrir todas las puertas y ventanas posibles que comunican lo político con lo personal, lo público con lo íntimo. Me interesaba particularmente pensar en cómo ciertos silencios colectivos o ciertas memorias estatales se van construyendo de familia a familia, porque a veces tendemos ingenuamente, y yo diría hasta irresponsablemente, a disculparnos un poco desvinculando lo que pasa en la sociedad, en nuestros países, de lo que pasa en nuestra propia casa, sin embargo haciendo esta investigación familiar que fue muy apasionante para mí, porque me obligó a comportarme como un detective o como un periodista incómodo de mi propia familia, lo que significaba incomodarme a mí mismo, cuando me puse a hacer esta investigación me topé con el caso doloroso de mi tía Silvia que fue secuestrada y torturada durante la dictadura, ella tenía una librería que inverosímilmente se llamaba Jaque al libro, un nombre que pensé en algún momento cambiar porque pensé que nadie me iba a creer. Ella después de haber pasado de una temporada de secuestro y de tortura reapareció por una serie de carambolas y gestiones, pero cuando fui haciendo esta investigación familiar me di cuenta de que ella no le había contado a nadie, ni a sus padres, ni a su hermano que es mi padre, que es lo que le había pasado durante sus días de cautiverio, que como te podrás imaginar fueron terribles y te diría que inenarrables, pero por eso mismo necesarios de contar. En un primer momento pensé que nadie le había preguntado nada por respeto a su dolor, pero cuando le llamé para contarle que estaba haciendo una novela de la memoria familiar, por si ella quería contarme algo, para mi sorpresa mi tía me contó todo con lujo de detalles, y eso me dejó pensando. ¿Por qué ese relato familiar estaba silenciado? ¿Por qué los que tenían el deber de preguntar no querían preguntar o por qué ella no quería contar? ¿El dolor dónde estaba? ¿En quien tenía una historia que contar o en quienes no tenían demasiadas ganas de escucharla? Al final empecé a sospechar que ese silencio familiar tenía mucho que ver con el terror a preguntar o el terror a escuchar, muchas veces cuando se silencia a las víctimas de algún acontecimiento se omite la enorme responsabilidad que en ese silencio tienen las pocas ganas que tenemos de contagiarnos de ese relato. Justamente la familia ha servido durante años como un símil de cómo funcionan nuestras sociedades, y en ese sentido toda historia, tanto


Voz salvaje

familiar como nacional, tiene claroscuros y zonas de silencios que no se cuentan, que buscan esconderse. A mí me interesaba pensar la Historia con mayúscula desde las historias minúsculas, lo que Unamuno llamaba la intrahistoria, que no es el recuento general de las grandes batallas ni de los grandes acontecimientos, sino la acumulación de importantes vidas anónimas que van generando el mosaico de una sociedad; pero al mismo tiempo pensar la vida de mis familiares como ciudadanos de un país que no solamente era un contexto sino que era un marco educativo, pues como de algún modo el país que habitamos nos moldea como padres, como hijos, como hermanos, como enemigos, y también no se puede pensar en un país sin analizarlo de puertas hacia dentro, la manera en que las familias se cuentan y van transmitiendo hacia sus descendientes las historias familiares, para mí son un lugar de observación privilegiado de cuál ha sido la pedagogía nacional. A mí lo que más me interesaba, lo que más me emocionaba era la vertiente emocional, deseaba de hacer todo lo posible por huir de cualquier panfleto más o menos obvio y centrarme en pensar y analizar las emociones de los personajes, porque creo que la relación de un narrador con sus personajes, o al menos esa fue la conclusión a la que llegué escribiendo esta novela, es éticamente la misma que tiene uno con su prójimo real, y entonces fue una experiencia muy transformadora escribir esta novela, porque estaba tratando de personajes que por más lejanos que fueran o por más desconocidos que fueran para mí, forman parte de mi familia y de mi sangre, entonces necesité respetarlos y necesité entenderlos por más antipáticos que me parecieran en algunas ocasiones, y ese intento de acercamiento y de compresión es un ejercicio que todo narrador debería hacer con todos los personajes, incluyendo a los imaginarios que por supuesto se nutren de realidades, pues todo personaje imaginario es real y todo personaje real termina teniendo derivaciones imaginarias.

Las sociedades latinoamericanas somos sociedades relativamente jóvenes y que en muchas ocasiones no conocemos, no sabemos de dónde somos. Por lo que convertirte en detective de tu propia familia es algo muy interesante que tal vez muchos deberíamos hacer. ¿Cómo fue ese proceso para ti? Fue doloroso, fue divertido, conmovedor, te diría que fue un proceso en el que el placer y la emoción terminaron prevaleciendo, porque sentía que aprendía muchísimo y modificaba mis puntos de vista que yo tenía y todo comenzó por una carta que mi abuela me envió. Mi abuela Blanca me envió una carta, una carta de las de antes, una carta escrita en papel de carta y enviada en un sobre que decía vía aérea, en papel translúcido de carta y una caligrafía decimonónica en la que mi abuela me contó algunos recuerdos de sus propios abuelos. Es remitirte a una época prácticamente mitológica, el lugar en donde la memoria no alcanza y empieza a funcionar la leyenda, una leyenda transmitida oralmente como todas las leyendas, y de pronto me di cuenta de que no sabía prácticamente nada de mi propia familia, y también me conmovió que mi abuela tenía ochenta y muchos años y cuando se apagara su memoria iban a evaporarse los cuerpos de la mitad de mis ancestros, que eran fantasmas que pendían del hilo de la voz de mi abuela, entonces empecé a entrevistar a mis parientes, sobre todo a los mayores, como si fuera un periodista, y fue un proceso muy curioso y empecé a marcar a diferentes partes del mundo, porque como toda buena familia argentina somos producto de una diáspora que terminé en diáspora también hablando con parientes con los que no hablaba hacía mucho, y aparte de divertirme muchísimo me di cuenta de que había muchos acontecimientos históricos de mi país que tampoco conocía y que necesitaba estudiar para comprender cabalmente algunas decisiones o ciertos comportamientos de algunos familiares, entonces llegó un momento en el que estudiar la historia de mi país me conducía a mis ancestros e inda-

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gar sus vidas me llevaba a entender mejor al país, hubo casos de todos tipos: dolorosos, hubo divertidos como la ocasión en que mi padre salvó el servicio militar porque lo confundieron con un famoso futbolista de Chacarita Juniors, lo confunden con un pariente de un futbolista llamado Neuman y le firman la libreta de no enrolamiento. Pero en este proceso yo tenía que desconfiar de todo lo que me contaban, como buen periodista o detective, y me di cuenta de que muchas de ellas no eran exactas o eran mentiras redondas, algo que pasa mucho en las familias. Pero ahora con toda la tecnología de la que disponemos pues es más fácil desmontar estas mentiras. Pero esta anécdota era mi favorita porque no podía creer que mi bisabuelo hubiera salvado la vida en Rusia en el siglo XIX haciéndose pasar por un soldado alemán apellidado Neuman y estaba casi seguro de que era mentira que mi padre hubiera salvado el servicio militar medio siglo después fingiendo ser hermano de un futbolista apellidado Neuman, era demasiado bueno para ser verdad, pero en esta ocasión y a diferencia de otras cosas que me había contado mi padre la realidad era mucho más divertida porque este futbolista no se llamaba el Mono Neuman sino el Tanque Neuman y en YouTube pude ver el gol que este jugador le hizo a River Plate para que Chacarita ganara el único trofeo que tiene en toda la historia de este club. Esto lo hizo el mismo año en que mi padre tuvo que hacer el servicio militar, así que bueno, ser el hermano menor del Tanque tuvo que ser todo un acontecimiento en el cuartel y eso le ayudó a mi padre a no tener que hacer el servicio militar. Estos datos mi padre los había olvidado, entonces fue muy divertido comprobar que muchas veces los padres se quedan cortos cuando nos cuentan las anécdotas familiares. Javier Moro Hernández (Bucaramangas, 1976) es poeta, periodista y promotor cultural. En 2013 publicó su poemario Mareas, editado por Abismos.


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Nos hablaron del sur como de un lugar prohibido

Por Jesús Ramón Ibarra

Por Gonzalo Hermo Traducción del gallego de Adrià Targa No quisimos entrar, preferimos no obstante meternos los dedos en la boca hasta hallar la herida. Y quedamos así avergonzados con los ojos tristes y un hilo de saliva resbalando por la piel del cuello en la palabra aborigen en el deseo de nacer

Tienes la edad de tu piel, pero la memoria es demasiado vieja para entenderlo. Repetiré tu nombre cuando seas otro para evocar aquello que perdí y amé hondamente. El lenguaje dura. Los cuerpos no.

(pues obviamente sólo me reconozco en el vicio: desde Tádzio a Hefestión) en el linaje del siervo.

De Celebración Nos hablaron del sur como de un lugar prohibido.

De Crac Oigo la voz de los enfermos en albergues, tu voz convulsa confundida con su rictus. Los perros visitan entonces los hospicios del norte. Buscan el rastro de cal que suelta tu ojo comido por los ácidos, los restos de veneno que abandonas por la hierba. Te vas vaciando de ruidos y de formas, de insectos que te habitan por dentro sin decirlo, hasta llegar al animal sin signos ni historia que ahora amo. Amor: por detrás de la puerta vislumbramos la sombra del erizo. Pequeño corazón con las venas dilatadas que se rebasa a sí mismo todo el tiempo y que camina librándose de la carga en cada pulso. Amor: el deseo no tiene nombre, ni rostro, ni volumen.

Los sueños de Shauna Grant

Nos dijeron: «Todo cuanto fue materia o cuerpo hoy es dogma. Y se organiza contra nosotros». Me pregunto qué sensación me invadirá cuando consiga regresar por fin sin restos. Si habrá ceniza que recuerde carne capaz de comprender la altura de este encuentro De Celebración Gonzalo Hermo (Taragoña, 1987) es licenciado en Filología Gallega por la Universidade de Santiago de Compostela. Obtuvo el Premio Fin de Carrera de la Comunidad Autónoma de Galicia en 2010. Es autor del poemario Crac (Barbantesa, 2011) y en 2015 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Poesía Joven Miguel Hernández por Celebración (Apiario, 2014), escrita en gallego.

Se abre como un órgano injertado a la vida y se va con nosotros para dejarse hacer, acercar el cuerpo a la espuma y arañar un poco. Amor: crónica de mis últimos años tras la reja.

a Jorge Humberto Chávez

Esta muchacha de nombre Colleen Marie Applegate era responsable de sus acciones no de la belleza que hizo con sus veinte años la demolición implacable de un dios innombrado que ve en el sexo, su paisaje, sus flores quemadas a la intemperie, el inmóvil imperio del hastío y el polvo. Esa otra muchacha llamada Colleen Marie Applegate soñaba con hacer una carrera técnica en el instituto local. Con un marido fuerte —desechado por las grandes ligas— propietario de un ultramarinos, con una verga chica pero práctica, buen hijo y buen padre, lerdo pero nobilísimo al invocar a Cristo cuando su mujer anega la mesa con platillos humeantes y olorosos (En la esquina de ese sueño sin embargo sangran las palabras, hienden su respiración, exhiben su pecho como un campo quemado de trigo). También está la otra muchacha llamada Colleen Marie Applegate: un bello trozo de carne abierta a las exploraciones múltiples, al tacto masivo, a los falos hinchados que organizan la querella del sexo contra la bondad. (Pero esta Colleen Marie Applegate no sueña con nada: lleva un perro frío en la sangre). Desvestida como la palabra voz esta Colleen Marie Applegate un día toma el rifle que su novio guarda en un armario del infierno; sabe que la belleza engendra belleza, que la belleza engendra a su alrededor el peso humano de las pieles sumisas. Esta Colleen Marie Applegate es una Varsovia fúnebre. En su hondura muchos se masturban en las sombras piensan en los tantos y tantos rostros frágiles de un solo nombre.

Esta mano que toca y que no abarca mientras se incendia una casa en el fondo del paisaje donde el erizo fue en otro tiempo y hoy se quema.

En todas las Colleen Marie Applegates que rezan —hincadas sobre un sueño de paja, hierba flamable y papeles amarillentos— antes de emprender el camino hacia el otro sueño de los justos.

De Celebración

Jesús Ramón Ibarra (Culiacán, 1965) ha sido merecedor del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2006, por Crónicas del Minton’s Playhouse; y más recientemente el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2015 por Teoría de las pérdidas.


Poesía

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Lo que sea del color del odio que no vuele Por Ramón Fernández-Larrea

La copla rota

lo que no sea piedra que sonría que se levante y salte

en el aire trepando sobre el alto moño de la noche sobre el filo de la mañana de pie sonriendo como si todo fuera algo normal

lo que no sea piedra que vuele que me muerda los dedos el pescuezo el borde de los sueños

cada día cada año cada hora los poetas desaparecen por un instante

lo que no sea piedra que se desangre y palidezca que diga mi nombre lo que no sea piedra y quede regada en los rincones con sus ojos enormes de piedra o de ceniza

dejan una pupila en el aire un sabor amarguísimo en la mejilla de los que aman un olor a pólvora infinita un sonido que se va haciendo insoportable

Acuérdate cuán amada, señora, fuiste de mí. Luys de Narváez

lo que no sea el amor que baje su cabeza que busque una cabeza que pierda dientes y ojos que riegue sus colores sobre la sed del hombre sobre sus lados más oscuros

hasta que como es ya costumbre amanece de nuevo

lo que sea del color del odio que no vuele lo que sea piedra que sonría que se levante y hable

y las sombras se pierden como un charco cuando el sol se llena de orgullo y de luz.

lo que no sea mi vida que se espante que se ahorque debajo de ese pájaro que se desangra en la mañana.

Redoble por la muerte de mi padre

Luces

A mi querido Alberto Rodríguez Tosca, que ya cabalga con todas las jaurías del rey.

cada día el poeta tiene que morir sea de luz o de estruendos de un fogonazo en el horizonte o de estampida de caballos el poeta tiene que caer en ese pozo de dolor como hormigas saliendo espantadas de una pared rota el poeta tiene que perder su dentadura y sus adornos su rencor sus pulmones para que otro respire sus orgasmos que no aparecen en almanaques con modelos cada día cada hora el poeta tiene que morir fulminado

esa lágrima sucia que rodaba tan triste por su triste mejilla ¿era dolor del filo de esta vida? ¿era esa luz la última luz como toda la luz? ese dolor de agua que bajó por su cara cuando aspiraba todo el aire como si se tragara al mundo como si quisiera besar de nuevo a mi madre besar los ojos de mi madre su boca ya perdida por las rocas del tiempo ¿fue un susto su gran susto su modo de negarse a abandonar el color del planeta para integrarse a él a sus carroñas y regalarnos otra vez dolores precipicios llantos a diestra y siniestra silencios aprendidos miradas de qué va complicidades en la sombra? ese brillo en los ojos cuando morían octubre y un poco también él un mucho él definitivamente en aquel hospital de un país devastado ¿era el discurso

que siempre esperamos de que quería quedarse y fundar otra vez interminablemente una familia dos diecisiete familias para querernos todos bajo la costra azul de la felicidad? el reptil de la muerte le rondaba vigilaba sus gestos el cielo que veía a duras penas ya sin fuerzas donde estaba repasándolo todo mi cara el chevrolet de 1956 los lentes tan profundos de mi hermano la risa de las hembras que vino a dar color a nuestras secas vidas el sol que nunca se ponía y había un olor a padre en todas sus sombras después vino el final el hombre necesita estertor y tristeza ese brillo en los ojos cuando octubre terminaba de arder ¿era tal vez un susto suyo? la poesía le destrozó la boca con su belleza luego la muerte recogió sus pedazos. Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, 1958) ha publicado entre otros los poemarios Cantar del tigre ciego y Yo no bailo con Juan, y la antología personal Si yo me llamase Raimundo. En 2014 obtuvo el Premio Internacional de Poesía Gastón Baquero con Todos los cielos del cielo.


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Buensalvaje ilustrado

Jaguar

E

mpecé a dibujar desde niña, como todos, y aunque lo dejé de hacer varios años, cuando estaba estudiando la carrera de Letras sentí la necesidad de volver a la pintura, así que contacté a mi maestra de la infancia y volví a su taller regularmente. Luego estudié un diplomado en ilustración y eso cambió mi vida: conocí a quienes hoy son mis socios y mejores amigos, con quienes hago todos los proyectos y libros e ideas. Me encanta trabajar con pintura acrílica, el grabado, el linóleo, el collage. Ilustro mucho en digital también porque los tiempos editoriales suelen ser cortos, pero es un buen lugar para experimentar. Me gusta el ritual de dibujar y tengo libretas inacabadas o en proceso donde colecciono sobremesas, retratos de personas queridas y pedazos de mi cotidianidad. Me gustan los rituales. Además de dibujar, escribo, tejo, leo novelas, veo series, corro y nado. Viajo mucho porque no hay nada como llenarse de experiencias y hacer de tu trabajo creativo una forma de vida. Y disfrutarla.

Abril Castillo Cabrera (Morelia, 1984) estudió Letras Hispánicas en la UNAM y Artes Visuales en La Esmeralda. Ha impartido conferencias y talleres en Chile, España y Colombia. Su obra ha sido expuesta en Francia, Estados Unidos, Venezuela, Colombia, Chile, los Emiratos Árabes y Costa Rica. En 2008 ganó el tercer lugar del Catálogo de Publicaciones Infantiles y Juveniles de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta; en 2012, el concurso de cartel Invitemos a Leer (con Santiago Solís); y en 2013 sus ilustraciones fueron seleccionadas en el Catálogo de Ilustradores de Sharjah. Ese mismo año fundó Oink Ediciones junto con Jorge Mendoza y David Nieto.


Cuento gráfico

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Starve the beast

Sergio Vicencio (Ciudad de México, 1986) es escritor e ilustrador. Es el autor de En el espejo de arena (2011), Frankenstein (2013), El quinto rumbo (2015) y el ilustrador de Starve the beast. Para más contenido ve a http://elrecuadroenblanco. blogspot.mx/ o síguelo en Twitter como @recuadroblanco. Danny Homan es un escritor y diseñador de videojuegos que actualmente trabaja en Gearbox Software. Ha trabajado en títulos como Battleborn, Elliot Quest y Alfa-Arkiv, y es el escritor del cómic Starve the beast. Para más información, consulta la página www. dannyhoman.com o síguelo en Twitter como @danny_homan Danny Homan y Sergio Vicencio buscan apoyo para imprimir Starve the beast el año entrante. Visita http://www.starvebeast.com/ y descarga gratis los primeros números.



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