El idiota dostoyevsky

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semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido. —¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un encogimiento de hombros. —Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima. —Viene usted del extranjero, ¿verdad? —Sí, de Suiza. —¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo. Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras le escuchaba y rió sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han curado?—, su compañero de viaje repuso: —No, no me han curado. —¡Claro! Le habrán hecho gastar una buena suma de dinero en balde… ¡Y nosotros, necios, tenemos fe en esa gente! —dijo, acremente, el hombre del sobretodo de piel de cordero. —¡Ésa es la pura verdad! —intervino un señor mal al vestido, de figura achaparrada, que se sentaba a su lado. Era un hombre cuarentón, robusto, de roja nariz y rostro lleno de granos, con aire de empleado subalterno de ministerio—. ¡Es la pura verdad! Esa gente no hace más que llevarse toda la riqueza de Rusia sin darnos nada en cambio. —En lo que personalmente me respecta se engañan ustedes —dijo, con acento suave y conciliador, el cliente de los doctores suizos—. Desde luego, no puedo negar en términos generales lo que ustedes dicen, porque no estoy bien informado al propósito; pero me consta que mi médico ha invertido hasta su último céntimo a fin de proporcionarme los medios de volver a Rusia, después de mantenerme dos años a sus expensas. —¡Cómo! —exclamó el viajero de cabellos negros—. ¿No había nadie que pagase por usted? —No. El señor Pavlichev, que era quien atendía a mis gastos en Suiza, murió hace dos años. Escribí entonces a la generala Epanchina, una lejana parienta mía, pero no recibí contestación. Y entonces he vuelto a Rusia. —¿Dónde va usted a instalarse? —¿Quiere decir que dónde cuento hospedarme? Aún no lo sé; según como se me pongan las cosas. En cualquier sitio… —¿De modo que aún no sabe dónde?


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